Había seis de ellos en total, de un aspecto tan feroz y siniestro que habría sido imposible imaginarlos y menos hallarlos hasta que aparecieron allí. Había un rasgo común a todos. Tenían una talla apenas mayor que la mediana, eran delgados y de anchas espaldas y vestían de la misma manera: pantalones de color caqui metidos dentro de borceguíes, chaquetas con cinturón del mismo color sobre otra chaquetilla militar y birretes de campaña también de color caqui. No tenían insignias ni marcas de identificación. Todos iban armados con armas idénticas: metralletas, un revólver en la cintura y cuchillos de caza envainados en la bota derecha. Tenían rostros morenos e impasibles, ojos inmóviles y vigilantes. Eran hombres peligrosos.
La sorpresa había sido completa, la resistencia —aun una resistencia simbólica— inconcebible. El mismo grupo que estuvo en la cabaña de Harrison la noche anterior había estado allí pocos minutos antes de las 2O:00, esa noche, cuando la puerta de entrada se abrió violentamente y aparecieron tres hombres esgrimiendo sus armas antes de que nadie pudiese reaccionar. Ahora había seis y la puerta estaba cerrada. Uno de los intrusos, algo más bajo y más macizo que los otros, se adelantó un paso.
—Me llamo Crni. —Era la palabra serbocroata para «negro»—. Deberán quitarse las armas, una por una, y dejarlas en el suelo. —Con un gesto hacia Metrovic, le dijo—: Empiece usted.
En menos de un minuto todas las armas del cuarto, por lo menos, las visibles, estaban en el suelo. Crni llamó a Lorraine.
—Levante esas armas y póngalas sobre esa mesa. Desde luego que no cometerá la tontería de disparar ninguna de ellas.
Lorraine nunca había pensado en disparar y le temblaban tanto las manos que tuvo dificultades para obedecer la orden. Cuando las armas estuvieron sobre la mesa, Crni dijo:
—¿Está armada alguna de ustedes dos, señoritas?
—No están armadas —dijo Petersen—. Lo garantizo. Si encuentra un arma en su persona o en sus carteras, puede disparar contra mí.
Crni lo miró con aire ambiguo, metió una mano dentro de su chaqueta de lona y sacó un papel de su chaquetilla militar.
—¿Cómo se llama usted?
—Petersen.
—¡Ah! El mayor Peter Petersen. Encabeza la lista. Se ve que no llevan armas sobre su persona. Pero ¿sus carteras?
—Las revisé.
Por un instante las muchachas dejaron de mostrarse aprensivas para cambiar miradas de indignación. Crni sonrió apenas.
—Debería habérselo dicho usted. Yo le creo. Si cualquier hombre aquí tiene un arma escondida entre sus ropas y oculta el hecho, si la descubro, tengo que matarlo. De un tiro en el corazón. —El tono frío de Crni tenía una nota desagradable de convicción.
—No es necesario seguir haciendo esas amenazas ridículas —le dijo George con tono de queja—. Si lo que busca es colaboración, aquí me tiene. —George sacó una pistola automática de las profundidades de sus ropas y golpeó a Alex en las costillas—. No seas tonto. No creo que este Crni tenga ningún sentido del humor. —Alex puso cara hosca y dejó una pistola igual sobre la mesa.
—Gracias. —Crni consultó su lista—. Usted, desde luego, tiene que ser el erudito profesor, número dos en nuestra lista. —Miró ahora a Alex—. Y usted debe de ser el número tres. Aquí dice «Alex paréntesis, asesino». No es gran cosa como dato sobre el carácter. Lo tendremos presente. —Crni se dirigió a uno de sus hombres—. Edvard. Esas chaquetas colgadas allí. Revísalas.
—No es necesario —dijo Petersen—. Sólo la de la izquierda. La mía. El bolsillo derecho.
—Cómo colabora —comentó Crni.
—También yo soy profesional.
—Lo sé. Sé mucho acerca de usted. Mejor dicho, me han contado mucho. —Al ver el arma que le entregó Edvard, dijo—: No sabía que suministraran Lugers con silenciador en el Real Ejército Yugoslavo.
—No las suministran. Me la dio un amigo. —Claro, tengo otros cinco nombres aquí—. Crni miró a Harrison. —Usted debe de ser el capitán James Harrison.
—¿Por qué «debo» de ser?
—¿Hay dos oficiales en Yugoslavia que usan monóculo? Y usted debe de ser Giacomo. Giacomo a solas.
Giacomo.
—Misma pregunta.
—Descripción.
Giacomo sonrió. —¿Me favorece?
—No. Es simplemente exacta. —Mirando a Michael, dijo—: Y usted, por eliminación, debe de ser Michael von Karajan. Dos mujeres. —Mirando a Lorraine, declaró—: Usted es Lorraine Chamberlain.
—Sí. —Lorraine sonrió de mala gana—. ¿También tiene mi descripción?
—Sarina von Karajan tiene una notable semejanza con su hermano mellizo —dijo Crni con gran paciencia—. Ustedes ocho deberán acompañarme.
—¿Puedo preguntar algo? —dijo George.
—No.
—Considero esa respuesta realmente descortés —se quejó George. Y además, injusta. ¿Y si tuviese ganas de ir al baño?
—Entiendo que usted es el comediante oficial —dijo Crni con frialdad—. Espero que le falle el sentido del humor en los días que vendrán. Mayor, voy a considerarlo personalmente responsable de la conducta de todo el grupo.
Petersen sonrió.
—¿Si cualquiera intenta huir, me matará a mí?
—No lo diría en términos tan crudos, mayor.
—Mayor esto, mayor lo otro. ¿Mayor Crni? ¿Capitán Crni?
—Capitán —dijo Crni lacónicamente—. Prefiero Crni. ¿Tengo que ser oficial?
—No suele enviarse a un asistente de cantina a detener a criminales al parecer notorios.
—Nadie ha dicho hasta ahora que usted sea un criminal. Hasta ahora. —Crni miró a los dos oficiales Cetniks. ¿Sus nombres?
—Yo soy el mayor Metrovic. Y éste es el mayor Rankovic —dijo Metrovic.
—Oí hablar de ustedes. —Crni se volvió hacia Petersen—. Ustedes ocho llevarán su equipaje.
—¡Qué bien! —observó George.
—¿Qué es bien?
—Le diré —dijo George con aire razonable—, si vamos a llevar nosotros mismos nuestro equipaje, es muy poco probable que nos mate inesperadamente.
—Ser comediante es ya bastante feo. Ser payaso me resulta insufrible. —Crni volvió a dirigirse a Petersen—. ¿Cuántos tienen su equipaje aquí? ¿Hombres y mujeres, quiero decir?
—Cinco. Tres de nosotros tenemos nuestro equipaje en una cabaña a unos cincuenta metros de aquí… yo y esos dos señores.
—Slavko. Sava. —Dirigiéndose a dos de sus hombres esta vez, les indicó—: Este hombre, Alex, les mostrará dónde está la cabaña. Vuelvan con el equipaje. Revísenlo muy bien primero. Y tengan igual cuidado al custodiar a este hombre. Tiene unos antecedentes increíbles. —Por un momento fugaz la expresión de Alex dio mayor credibilidad aún a las palabras de Crni—. Nada de prisa, y vigilar todo. —Crni miró su reloj—. Nos quedan cuarenta minutos.
En menos de la mitad de ese plazo el equipaje estaba preparado y reunido. George dijo:
—Sé que no se me permite hacer una pregunta, de manera que ¿puedo hacer una declaración? Caramba, acabo de hacer una pregunta. Quiero hacer una declaración.
—¿Qué?
—Tengo sed.
—No tiene nada de malo eso.
—Gracias. —George acababa de abrir una botella y beberse un vaso de vino al parecer en un tiempo récord.
—Pruebe esa otra botella —le sugirió Crni. George parpadeó, frunció el ceño y luego se apresuró a obedecer—. Parece satisfactorio. A mis hombres les vendría muy bien algo contra el frío.
—¿Parece satisfactorio? —George se quedó mirándolo—. ¿Sugiere que adulteré algunas botellas, que envenené botellas, previendo exactamente esa eventualidad imposible? ¿Yo? ¿El decano de una facultad? ¿Un académico ilustrado? Un… un…
—Algunos académicos son más ilustrados que otros. Usted habría hecho lo mismo. —Tres de los hombres tomaron un vaso. Los otros dos mantuvieron inmóviles sus metralletas. En todo lo que hacía y decía Crni había una seguridad que no inspiraba mucho ánimo. Parecía adoptar las más mínimas precauciones para anticiparse a cualquier hecho imprevisto, incluida, como dijo George, aquella eventualidad imposible.
—¿Qué pasará con Rankovic y conmigo? —preguntó Metrovic.
—Se quedan.
—¿Muertos?
—Vivos. Atados y amordazados, pero vivos. No somos Cetniks. No asesinamos a soldados indefensos y mucho menos a civiles indefensos.
—Nosotros, tampoco.
—Claro que no. Los millares de musulmanes que murieron en el oeste de Serbia se suicidaron. Qué cobardes, ¿no?
Metrovic calló.
—¿Y cuántos más millares de serbios, hombres, mujeres y niños, fueron masacrados en Croacia, víctimas de las peores atrocidades jamás registradas en los Balcanes, sólo a causa de su religión?
—No tuvimos nada que ver con eso. Los Ustasa no son soldados, son terroristas sin disciplina.
—Los Ustasa son aliados de ustedes. Lo mismo que los alemanes. ¿Recuerda Kragujevac, mayor, donde los guerrilleros mataron a diez alemanes y los alemanes recolectaron cinco mil yugoslavos y los mataron? Sacaron a los niños de las escuelas y los mataron por docenas, hasta que los mismos pelotones de ejecución sintieron repugnancia y se amotinaron. Sus aliados. ¿Recuerda la retirada de Uzice donde los alemanes avanzaron y retrocedieron con sus tanques por el campo de batalla hasta aplastar a todos los guerrilleros heridos que quedaban allí? Sus aliados. La culpa de sus amigos asesinos les corresponde también a ustedes. A pesar de que querríamos tratarlos a ustedes del mismo modo, no lo haremos. Tengo mis órdenes y además, ustedes son, por lo menos técnicamente hablando, nuestros aliados.
—El desprecio en el tono de Crni era profundo.
—Son guerrilleros —dijo Metrovic.
—¡Dios me libre! —La repulsión en el rostro de Crni fue inconfundible, aunque fugaz—. ¿Tenemos aspecto de gentuza de la guerrilla? Somos tropas aerotransportadas de la división Murge. —La división Murge era la mejor división italiana que operaba a la sazón en el sudeste de Europa—. Sus aliados, como dije. —Crni señaló los ocho prisioneros— están cobijando a un nido de víboras. No pueden reconocerlos como tales y mucho menos saber qué hacer con ellos. Nosotros sí lo sabemos.
Metrovic miró a Petersen.
—Creo que debo disculparme, Peter —le dijo—. Anoche no sabía si creer o no en su apreciación. Parece tan fantástico. Ahora, no. Usted tenía razón.
—Para el bien que me ha hecho… Mi apreciación, quiero decir. Me equivoqué en veinticuatro horas.
—Átenlos —ordenó Crni.
Inmediatamente después de abandonar la cabaña y sin que nadie se sorprendiese por el hecho, se unieron a ellos dos soldados más. Crni no era hombre de pasar cerca de una hora en el interior sin haber dejado una guardia afuera. Era incuestionable que se trataba de tropas elegidas. Era una noche glacial, con nieve intensa, un viento cortante y visibilidad casi nula, pero Crni y sus hombres no sólo, soportaban estas condiciones extremas, sino que daban la impresión de disfrutar de ellas.
La noche anterior Metrovic se había equivocado más de una vez. Había dicho que nadie podría movilizarse en las montañas en muchos días, bajo las condiciones de tiempo previstas. Crni y sus hombres estaban allí como prueba de su error.
Cuando se alejaron bastante del campamento, los hombres sacaron linternas. Se dispuso a los prisioneros de tal manera que marchasen en una fila única por la nieve cada vez más espesa —llegaba ya casi hasta las rodillas— mientras otros guardias marchaban de cada lado. Al cabo de un tiempo, obedeciendo una orden de Crni, hicieron alto.
—Aquí —dijo Crni— me temo que tengamos que atarlos. Por las muñecas. A la espalda.
—Me sorprende que no lo haya hecho antes —dijo Petersen—. Me sorprende más aún que quiera hacerlo ahora. ¿Está pensando, quizá, en matarnos a todos?
—Explíquese.
—Estamos en la entrada de la senda que se extiende por la ladera hasta el fondo del valle, ¿no?
—¿Cómo lo sabía?
—Porque el viento no ha cambiado desde ayer. ¿Tienen ponis?
—Sólo dos. Para las señoritas. Es todo lo que necesitaron ayer.
—Está muy bien informado. Y el resto de nosotros debemos marchar con las manos atadas a la espalda, por si acaso sentimos la tentación de dar a algunos de sus hombres un empujoncito por el precipicio. Error, Crni, error. No está dentro de su carácter.
—¿En serio?
—Sí, por dos razones. La superficie de esa roca está surcada y resbalosa ya sea por la nieve endurecida, o bien por el hielo. Si alguien resbala en esa superficie, ¿cómo podrá, con las manos atadas a la espalda, aferrarse a nada para evitar caer al precipicio? ¿Y cómo podrá mantener el equilibrio, en primer lugar, con las manos atadas? Para mantener el equilibrio hay que poder extender bien los brazos. Tendría que saberlo. Esto equivale a condenarnos a muerte. La segunda razón es que sus hombres no tienen por qué estar cerca de los prisioneros. Cuatro abriendo la marcha bien adelante, cuatro cerrándola bien atrás, los prisioneros, provistos quizá de un par de linternas, en el medio. ¿Qué acción positiva podrían iniciar así, salvo la de suicidarse saltando al vacío? Y yo puedo asegurarle que ninguno de ellos tiene inclinación al suicidio.
—No entiendo nada de trepar montañas, mayor Petersen, pero acepto su argumento.
—Otro pedido, si me permite. Déjenos a Giacomo y a mí caminar al lado de las cabalgaduras de las señoritas. Me temo que ninguna de ellas sea muy aficionada a la altura.
—¡No lo necesito! —La sola perspectiva del descenso provocaba una nota histérica en la voz de Sarina—. ¡No lo quiero!
—No lo quiere —dijo Crni secamente.
—No sabe lo que dice. Se trata de mi opinión personal. Sufre intensamente de vértigo. ¿Qué gano yo con decirlo?
—Nada, según veo yo.
Cuando formaron la columna junto a la cima, Giacomo, llevando un poni de la rienda, pasó junto a Petersen y le dijo en voz baja:
—Que actuación, mayor, qué actuación…
Luego desapareció en medio de la nieve. Petersen lo miró, pensativo.
Un descenso empinado y en condiciones traicioneras, siempre es más difícil y peligroso que un ascenso empinado y así resultó ser en este caso. Además es más lento y les llevó cuarenta minutos llegar al lecho del valle. Llegaron, no obstante, sin accidentes. Sarina habló por primera vez desde que abandonaron la meseta.
—¿Llegamos abajo?
—Sanos y salvos, como siempre.
Sarina dejó oír una risa temblorosa.
—Gracias. No hace falta que lleve ya a mi caballo.
—Poni. Bien, lo que usted diga. Estaba gustándome ya mucho.
—Disculpe —se apresuró a decir ella—. No quise hablar así. Es sólo que usted fue tan… tan antipático y tan bueno. No, soy yo la antipática. Usted es la persona que buscan.
—Es lo lógico. Por mi rango.
—Van a matarlo, ¿no?
—¿Matarme? ¡Qué idea! ¿Por qué habrían de matarme? Quizás algún discreto interrogatorio.
—Usted mismo dijo que el general Granelli es un hombre malvado.
—El general Granelli está en Roma. ¿No pensó en ningún momento en lo que le sucederá a usted?
—No, no pensé —la voz de Sarina era opaca—. No creo que me importe nada lo que me suceda.
—Eso —dijo Petersen— es lo que se llama una indicación de cerrar el diálogo.
Siguieron avanzando sin hablar, con la nieve que caía siempre a sus espaldas ahora hasta que Crni dio orden de detenerse. Dirigía el haz de luz de su linterna hacia el camión del ejército italiano robado por Petersen dos días atrás.
—¡Qué buena idea, mayor, haber dejado el transporte tan a mano!
—Si podemos ayudar a nuestros aliados… Ustedes no llegaron en esto.
—Fue una consideración, pero no era necesaria —Crni desplazó el haz de luz. Cerca estaba estacionado otro camión del ejército italiano, pero mucho más grande. —Suban todos a ese camión. Edvard, ven conmigo. Los ocho prisioneros subieron al camión más grande y se sentaron en el piso, amontonados todos contra la cabina. Los siguieron cinco soldados, que se sentaron en bancos en la parte posterior. Cinco haces de luz de linterna se dirigían hacia adelante de ellos y fue posible comprobar que un número igual de caños de metralleta apuntaba en la misma dirección. Cinco minutos más tarde doblaron a la derecha para tomar la carretera principal de Neretva.
—¡Ah! En marcha hacia las luces resplandecientes de Jablanica, veo —dijo Harrison.
—Por este camino, ¿adónde más? —dijo Petersen—. Después la carretera se divide. Podríamos estar dirigiéndonos a cualquier parte. Yo aventuraría que llegaremos sólo hasta Jablanica. Se hace tarde. Hasta Crni y sus hombres necesitan dormir.
Poco tiempo después el conductor detuvo el vehículo y el motor.
—No veo grandes luces aquí —comentó Harrison—. ¿Qué traman esos canallas?
—Nada que nos interese —dijo Petersen—. Nuestro conductor espera a Crni y a su amigo Edvard para que se unan a él en el frente.
—¿Por qué? Tienen su transporte propio.
—Tenían. Ahora está en el Neretva. Ese muchacho que vimos ayer, recuerdas, Dominic, el conductor con anteojos para sol, no pudo haber dejado de notar la marca y el número del camión. Cuando descubran y liberen, si los descubren y liberan, a Metrovic y Rankovic, lo cual puede no ocurrir en muchas horas, se hará la proverbial alharaca. Te diré que lo dudo, sin embargo. El coronel no es hombre de dar a publicidad las brechas de seguridad en sus fuerzas. Pero Crni no me parece un hombre que corra el menor de los riesgos.
—Una objeción —señaló Giacomo—. Si su amigo Cipriano es el hombre detrás de todo esto, ya conoce la descripción del camión. ¿Qué objeto tiene, entonces, destruirlo?
—Giacomo, me causa tristeza oírlo. No sabemos que Cipriano sea el hombre detrás de esto, pero si es así, no querrá dejar ninguna pista que lo señale en relación con el secuestro. Recordemos que oficialmente, él y el coronel son aliados bajo juramento, leales hasta la muerte.
En el frente del camión se oyeron voces, se golpeó una puerta, el motor volvió a ponerse en marcha y el camión comenzó a avanzar.
—Tiene que ser así —dijo Giacomo, sin dirigirse a nadie en particular—. Es lástima lo del camión, sin embargo.
Con grandes sacudidas el vehículo se movía en medio de la noche cargada de nieve. Las linternas y los caños seguían apuntándolos, hasta que Harrison dijo:
—Por fin. La civilización. Hace mucho que no veía las luces de la ciudad.
Harrison, como de costumbre, exageraba bastante. Por la puerta de atrás del camión aparecían, de vez en cuando, unas pocas luces débiles, pero no eran tantas como para crear la impresión de que estuviesen aproximándose a una metrópoli. Minutos después el camión disminuyó la velocidad, se detuvo frente a un camino lateral, ascendió por él unos metros y por fin se detuvo. Los guardias sabían al parecer dónde estaban y no esperaron recibir órdenes. Bajaron de un salto y reordenaron sus linternas y caños de metralleta antes de que se aproximase Crni.
—Abajo —dijo éste—. Hasta aquí llegamos, por esta noche.
Todos bajaron y miraron a su alrededor. Por lo que podían percibir con la luz de las linternas, el edificio delante de ellos parecía ser una construcción aislada y al parecer tenía las características de un chalé. Sin embargo, en esa oscuridad y con esa nieve podría haber sido cualquier otro tipo de edificio.
Crni los precedió al interior. El vestíbulo ofrecía un grato contraste con el intenso frío de la tormentosa noche. No había muchos muebles, sólo una mesa, unas cuantas sillas y una cómoda, pero estaba templado —en una chimenea baja ardía un fuego de leños— y además la iluminación, aunque escasa, era acogedora. La luz eléctrica no había llegado aún a esta parte de Jablanica y lo que se utilizaba eran lámparas de querosén suspendidas del techo.
—La puerta de la izquierda es la del cuarto de baño —dijo Crni—. Pueden utilizarlo cuando quieran. Desde luego —añadió, en forma superflua— habrá un guardia apostado todo el tiempo en este vestíbulo. La otra puerta de la izquierda da a los cuartos principales de la casa y no les interesa a ustedes. Tampoco les interesan estas es-caleras. —Crni los llevó luego a otra puerta de la derecha y abriéndola, los hizo pasar.
—Aquí pasarán la noche —dijo.
En ninguna parte, salvo en un chalé podría haberse encontrado otro cuarto como ése. Era alargado, ancho y de cielo raso bajo, con vigas, paredes de pino nudoso y un piso de parqué de roble. En ambos lados había bancos con almohadones, una mesa, varios sillones, un aparador muy amplio, algunos armarios y estantes y, lo mejor de todo, un magnífico fuego de troncos. La única nota incongruente eran los catres de lona, mantas y almohadas apiladas con gran cuidado en un rincón. Fue George, como siempre, quien descubrió la segunda nota, aunque no tan directamente incongruente. Al apartar los cortinados que cubrían una de las dos ventanas, estudió con interés los gruesos barrotes de hierro en el exterior.
—Es parte del malestar general de nuestra época —dijo con aire melancólico—. Con el comienzo de la guerra, el deterioro de las normas de vida es tan inevitable como inmediato. Las reglas de honor, caballerosidad y leyes establecidas por el uso desaparecen y la degeneración moral comienza a mostrar su fea cabeza. —George dejó caer el borde de los cortinados—. Es una sabia precaución, muy sabia. Uno abriga la seguridad de que las calles de Jablanica están infestadas de ladrones, rateros, intrusos y otros criminales de esa traza.
Crni fingió no haber oído y miró a Petersen, que estaba revisando los elementos para dormir.
—Sí, mayor, también yo sé contar. Sólo seis catres. Arriba tenemos un cuarto para las dos señoritas.
—¡Qué considerado! Usted estaba muy seguro de usted mismo, ¿eh, capitán Crni?
—¡Qué va a estar seguro! —dijo George, disgustado—. Un ciego podría guiar un coche de cuatro caballos lleno de cascabeles a través del perímetro de Mihailovic.
Por segunda vez Crni lo ignoró. Probablemente había llegado a la conclusión de que era la única forma de tratarlo.
—Puede ser que nos movamos mañana y puede ser que no. Por cierto no será temprano. Depende enteramente del tiempo. Desde este momento todos nuestros traslados se harán principalmente a pie. Si llegan a tener hambre, hay alimentos en ese armario. El contenido de esa alacena alta ofrecerá mayor interés al profesor.
—¡Ah! —George abrió la alacena y contempló con aire apreciativo un bar en miniatura bastante surtido—. Las barras en las ventanas son superfluas, capitán Crni. No pienso salir esta noche.
—Aun cuando pudiese salir, ¿adónde iría? Cuando ustedes, señoritas, deseen dormir, háganselo saber al guardia y él las llevará a su dormitorio. No sé si necesitaré o no interrogarlas más adelante. Todo depende de un llamado que debo hacer.
—Me sorprende —dijo Petersen—. Creía que el servicio telefónico había dejado de funcionar.
—Es el de radio, desde luego. Aquí tenemos una instalación. En realidad tenemos cuatro, pues las otras tres son las de ustedes y esos dos equipos tan modernos de los von Karajan. Pienso que las claves también resultarán de gran utilidad.
Al partir dejó un silencio profundo y bastante prolongado, interrumpido tan sólo por el ruido de un corcho al saltar de una botella. El primero en hablar fue Michael.
—Radios —dijo con amargura—. Claves. —Con aire acusador miró a Petersen—. Usted sabe lo que significa esto, ¿no?
—Sí. No significa nada. Crni estaba divirtiéndose. Lo único que significa es que tendremos que tomarnos el trabajo de elaborar una nueva clave. ¿Qué otra cosa piensa que harán después de descubrir que faltan los libros de claves? Harán esto, claro, no para protegerse de sus enemigos sino contra sus amigos. Los alemanes han descifrado en dos ocasiones la clave que usamos entre nosotros. —Miró a Harrison, que se había sentado con las piernas cruzadas en un sillón cerca del fuego y contemplaba el vaso de vino que acababa de pasarle George—. Para ser un hombre al que acaban de desalojar de su casa y hogar, Jamie, o al que han arrancado de él, que viene a ser la misma cosa, no te veo demasiado deprimido.
—No estoy deprimido —dijo Harrison muy tranquilo—. No hay motivo para estarlo. Nunca creí que encontraría alojamiento mejor que el último, pero me equivocaba. Quiero decir, mira, mira el fuego de troncos. Carpe diem, como dice el hombre. ¿Qué crees, Peter, que nos reserva el futuro?
—No sabría usar una bola de cristal si la tuviera.
—¡Qué lástima! Habría sido grato pensar que alguna vez volveré a ver los blancos acantilados de Dover.
—No veo por qué no. Nadie quiere tu sangre. Quiero decir, que no estuviste metido en nada, ¿no, Jamie? ¿Cómo enviar mensajes radiales clandestinos, en una clave que nosotros no conocemos, y a destinatarios que tampoco conocemos?
—Claro que no. —Harrison no pareció inmutarse—. No soy esa clase de hombre, no tengo secretos y no sirvo para nada frente a una radio. De modo que crees que podría volver a ver los blancos acantilados de Dover. ¿Y crees que volveré a ver ese dulce hogar de Prenj otra vez?
—Diría que es altamente improbable.
—Bien, veamos. He aquí una predicción bastante categórica y sin ayuda de una bola de cristal.
—Para eso no hace falta una bola de cristal. Un hombre que ha ocupado la posición… delicada que ocupaste tú nunca será empleado otra vez en esa actividad después de haber sido capturado por el enemigo. Torturar, lavar cerebros, conversión a doble agente, ese tipo de cosas. Lo habitual. Nunca volverían a confiar en ti.
—Mira, lo que dices es un poco grueso, ¿sabes?
Una reputación intachable, inmaculada. No tengo mucha culpa por haber sido capturado. No habría sucedido de haberme cuidado ustedes un poco mejor. Gracias, George, sírveme un poquito más. Y ahora que felizmente estoy fuera de ese lugar, no tengo la intención de volver nunca, a menos que me arrastren por la fuerza y pataleando y gritando en la forma consabida. —Harrison levantó su vaso—. Salud, Peter.
—¿Le has cobrado aversión al pueblo, a los Cetniks, al coronel, a mí?
—Una profunda aversión. Bien, a ti no, aunque debo admitir que no me gusta demasiado lo que podría llamarse tu política militar. Me resultas un enigma total, Peter, pero prefiero tenerte de mi lado que contra mí. En cuanto al resto, los desprecio. Posición extraordinaria en que puede encontrarse un aliado, ¿eh?
—Creo que yo también beberé un poco, George, por favor. Sí, Jamie, es verdad, has hecho que tu desconformidad, más aún, diría, tu disgusto, se haya hecho manifiesto en forma bastante abierta de vez en cuando, pero creí que no hacías más que ejercer el derecho inalienable de todo soldado de quejarse a gritos y extensamente frente a todos los aspectos imaginables de la vida en el ejército. —Petersen bebió su vino con aire pensativo—. Se deduce ahora que había algo más en todo ello, ¿no?
—¿Algo más? Había muchísimo más. —Harrison bebió pequeños sorbos de vino mientras contemplaba los troncos ardientes, un hombre tranquilo, en paz consigo mismo—. A pesar del hecho de que el futuro se presenta bastante incierto, de algún modo debo un favor a nuestro capitán Crni. El no hizo otra cosa que justificar mi decisión de abandonar el monte Prenj y sus miserables habitantes en la primera oportunidad. De no haber mediado ese hecho inesperado de las últimas dos horas, habrías descubierto que yo había hecho ya una solicitud oficial de un cambio de destino. Aunque, tal como estaba la situación antes de la aparición del capitán Crni, nunca habría hecho tales revelaciones.
—Podría haberte juzgado mal, Jamie.
—La verdad es que sí. —Harrison miró todo el cuarto para ver si había alguien más que lo juzgase mal, pero nadie allí seguía tal línea de pensamiento. Como el imán atrae las limaduras de hierro, así contaba él con la atención absoluta de todos los presentes allí.
—¿De modo que tú… que no te gustamos?
—Creo que di sobradas muestras de esto. Quizá no sea un soldado, y Dios sabe que no lo soy, pero tampoco soy un payaso, por mucho que me condenen las apariencias. En cierto modo soy un hombre educado, pero en prácticamente cualquier aspecto intelectual de importancia el soldado medio es virtualmente un analfabeto. No soy educado como lo es George, no vivo flotando en una tierra imaginaria y etérea ni me paseo con toga por el medio académico. —George parecía profundamente ofendido, por lo que extendió la mano hacia la botella de vino—. Me educaron en un sentido más práctico. ¿No es verdad, Lorraine?
—Diría que sí. —Lorraine sonrió y recitó una serie de siglas que describían los títulos universitarios de Harrison—. Vaya si es educado. Yo fui secretaria de James.
—Vaya —comentó Petersen—. El mundo se vuelve más y más pequeño. —Giacomo se cubrió el rostro con una mano.
—Diploma en ciencias, diploma superior en ciencias, entendemos —dijo George—. En cuanto al resto de las iniciales, suena como si padeciese una enfermedad terminal.
—Miembro asociado del Instituto de Ingenieros Electromecánicos.
—No tiene importancia. —Harrison mostró impaciencia—. Lo que importa es que me adiestraron para observar, evaluar y analizar. Hace menos de dos meses que estoy aquí, pero puedo decirles que me llevó tan sólo una fracción de ese tiempo y un mínimo de observación, evaluación y análisis para comprender que Gran Bretaña apostaba al mal caballo en esta carrera yugoslava.
»Hablo como oficial británico. No quiero sonar excesivamente dramático, pero Gran Bretaña está empeñada, literalmente, en un combate mortal con Alemania. ¿Cómo vencemos a los alemanes?… Luchando contra ellos y matándolos. ¿Cómo habremos de juzgar a nuestros aliados, o aliados potenciales, qué medida debemos usar? Una. Una sola. ¿Están ellos luchando con los alemanes y matándolos? ¿Está haciéndolo Mihailovic? ¡Qué va! Está peleando con los alemanes, junto a los alemanes. ¿Tito? Cada soldado alemán que cae bajo la mira de un rifle de guerrillero es un alemán muerto. Sin embargo, esos tontos, e imbéciles, e idiotas de Londres siguen enviando pertrechos a Mihailovic, un hombre que de hecho es su enemigo jurado. Me avergüenza mi propio pueblo. La única razón posible de esto. —Dios sabe que no es una excusa— es que la guerra de Gran Bretaña, en cuanto a los Balcanes se refiere, está dirigida por políticos y militares y los políticos son casi tan ingenuos y analfabetos como los militares.
—¡ Qué duramente hablas de tus propios compatriotas, James!
—¡Calla! No, George, no quise decir eso, pero a pesar de tu vasta educación, o bien a causa de ella, eres tan ingenuo y tan analfabeto como el que más entre ellos. Es duro decirlo, pero es verdad. ¿Y cómo surge esta situación extraordinaria? Mihailovic es un genio casi maquiavélico en diplomacia internacional. Tito está demasiado ocupado matando alemanes para tener tiempo para tales actividades.
»Pero ya en una época tan temprana como septiembre de 1941, Mihailovic y sus Cetniks, en lugar de luchar con los alemanes estaban ocupados en establecer contacto con su precioso gobierno monárquico de Londres. Sí, Peter Petersen, dije precioso y no quise decir precioso. A ellos no les importan nada los sufrimientos inimaginables del pueblo yugoslavo. Todo lo que desean es recobrar el poder real y si lo recobran pisoteando los cadáveres de uno o dos millones de su compatriotas, peor para sus compatriotas. Y claro, cuando Mihailovic se puso en contacto con el rey Pedro y sus así llamados consejeros no pudo hacer menos que ponerse en contacto además con el gobierno británico. ¡Qué regalo! Y como es natural, al mismo tiempo, se puso en contacto con las fuerzas británicas en Medio Oriente. Dentro de lo que puedo juzgar esos «cabezas de trapo» de militares de El Cairo siguen considerando al coronel como la gran esperanza de Yugoslavia. —Harrison hizo un gesto hacia Sarina y Michael—. No, es incuestionable que esos cabezas de trapo siguen viéndolo así. Miren a este par de jóvenes crédulos aquí, adiestrados especialmente por los británicos para acudir en ayuda y apoyo de los valientes Cetniks.
—¡No somos crédulos! —La voz de Sarina era tensa, tenía las manos entrelazadas y estaba al borde de la furia o bien de las lágrimas—. ¡No nos adiestraron los británicos! ¡Nos adiestraron los norteamericanos! Y no vinimos aquí a prestar ayuda y apoyo a los Cetniks.
—No hay escuelas de operadores de radio norte-americanas en El Cairo, sólo británicas. Si recibieron adiestramiento de los norteamericanos fue por decisión de los británicos. —El tono de Harrison era tan frío e intransigente como su expresión—. Creo que son crédulos, creo que dicen mentiras y creo que vinieron a ayudar a los Cetniks. Además creo que usted es una excelente actriz.
—Bien, bien, Jamie —dijo Petersen con tono de aprobación—. Un punto es muy acertado. Es una excelente actriz. Pero no es crédula y no dice mentiras…, no, quizá diga alguna menor… y no vino a ayudarnos.
Tanto Harrison como Sarina lo miraron atónitos.
—¿Cómo puedes decir tal cosa? —preguntó Harrison.
—Intuición.
—¡Intuición! —Para Harrison, el tono era intensamente sardónico—. Si tu intuición está a la par de tu sentido común, puedes guardar los dos en naftalina. Y no trates de eludirme., ¿no se te ocurre que es irónico que tus dos preciosos Cetniks. —Harrison amaba la palabra «precioso» y la usaba siempre en su sentido más peyorativo, con visible efecto— recibían armas y dinero de los alemanes, italianos y del traidor régimen serbio de Nedic y ustedes recibieran simultáneamente armas y fondos de los aliados occidentales, y esto, debo señalar, en momentos en que ustedes estaban peleando al lado de los alemanes, los italianos y los Ustasa en el intento de destruir a los guerrilleros, los únicos aliados auténticos de Gran Bretaña en Yugoslavia?
—¿Un poco más de vino, Jamie?
—No gracias, George. —Harrison agitó la cabeza—. Confieso estar totalmente desconcertado y cuando uso la palabra desconcertado, quiero decir en todo sentido. Por ustedes, los Cetniks, y por mis propios compatriotas. ¿Será posible que haya alguien tan ciego? ¿Tan amordazados y enceguecidos están por la venda del devorador y equivocado sentido patriótico de ustedes, por su ciega lealtad para con una monarquía desacreditaba, que sus ojos miopes sólo abarcan un campo de visión reducido y no tienen el concepto de la visión periférica? ¿Sufre el mismo mal mi gente de Londres? Tienen que sufrirlo, tienen que sufrirlo, pues ¿qué otra cosa podría explicar lo inexplicable, la incomprensible idiotez de seguir enviando elementos a Mihailovic cuando tienen delante la evidencia incontrovertible de que está colaborando activamente con los alemanes?
—Apuesto que no serías capaz de repetir todo eso —dijo Petersen con tono de admiración—. Me refiero a todas las palabras difíciles. Como dices, Jamie, todo se reduce, probablemente, a un factor de visión, a lo que está en el ojo de quien observa. —Levantándose, se acercó a la chimenea y se sentó al lado de Sarina—. No quiero cambiar de tema. En realidad estamos hablando de lo mismo. ¿Le gustó su Téte-á-téte con el coronel esta mañana?
—¿Téte-á-téte? No sostuve ningún Téte-á-téte con él. Michael y yo sólo nos presentamos. Usted nos mandó. ¿O acaso lo olvidó?
—No olvidé nada. Pero usted, sí. Las paredes tienen oídos. No es un dicho original, pero es verdad.
Sarina miró rápidamente a Michael y luego otra vez a Petersen.
—No sé de qué está hablando.
—Las paredes tienen además, ojos.
—¡Deje de molestar a mi hermana! —gritó Michael.
—¿Molestar? ¿Hacer una simple pregunta es molestar? Si eso es lo que usted llama «molestar» será mejor que empiece a molestarlo a usted ahora. Usted también estaba presente, ¿tiene algo que decirme? Tiene algo, ¿sabe? Ya sé lo que debería ser su respuesta. Su res-puesta veraz.
—¡No tengo nada que decirle! ¡Nada! ¡Absolutamente nada!
—Es un pésimo actor. Además, demasiado vehemente.
—¡Estoy harto de usted, Petersen! —La respiración de Michael era afanosa y superficial—. ¡Basta de maltratar a mi hermana y a mí! —Se puso de pie de un salto y dijo—: ¡Si cree que voy a tolerar que…!
—No se levante. —George se había acercado por detrás de Michael y apoyado las manos en sus hombros.
—Siéntese. —Michael se sentó—. Si no se queda quieto tendré que atarlo y amordazarlo. El mayor Petersen está haciéndole preguntas.
—¡Por Dios! —Harrison parecía indignado o fingía estarlo—. Qué abuso, George. Es un poco inescrupuloso, diría. Peter, no creo que estés ya en posición de poder…
—Y si usted no se calla —dijo George con aire algo fatigado— le haré lo mismo.
—¡A mí! —No cabía duda de que esta vez la indignación era genuina—. ¿A mí? ¿Un oficial, un capitán del ejército británico? ¡Vamos! ¡Giacomo, usted es inglés! Me dirijo a usted…
—Solicitud denegada. No ofendería los sentimientos de un oficial ordenándole callarse, pero creo que el mayor está tratando de establecer algo. Quizá no le guste su filosofía militar, pero por lo menos debería mantener una mentalidad sin prejuicios. Y creo que Sarina, también. Creo que los dos actúan en forma tonta.
—Harrison volvió a repetir «¡Mi Dios!» dos veces y luego calló.
—Gracias, Giacomo —dijo Petersen—. Sarina, si cree que pienso hacerle daño o lastimarla de alguna manera, es, como dijo Giacomo, una tonta. No podría y no querría. Quiero ayudar. ¿Tuvieron o no el coronel y usted una conversación privada?
—Hablamos, si se refiere a eso.
—Por supuesto que hablaron. Si suena un poco exasperado, tiene que perdonarme. ¿De qué hablaron? ¿De mí?
—No. Sí. Quiero decir, entre otras cosas.
—Entre otras cosas —la remedó él—. ¿Qué otras cosas?
—Otras cosas, simplemente. Cosas, en general.
—Es mentira. Hablaron sólo de mí y tal vez algo sobre el coronel Lunz. Recuerde que las paredes tienen oídos y ojos. Y no puede recordar lo que dijeron cuando me entregó para que esté como estoy ahora. ¿Cuántas piezas de plata le pagó el buen coronel?
—¡No lo entregué! —Sarina respiraba agitadamente y en sus mejillas había dos manchas de rubor—. ¡No lo entregué! ¡No, no, no!
—Y todo por un papelito. Espero que le hayan pagado bien. Se ganó sus treinta denarios. No sabía que yo había recogido el papel más tarde, ¿eh? —Petersen sacó el pedazo de papel de su chaquetilla y lo desdobló—. Este.
Sarina lo miró sin saber qué decir, apoyó los codos en las rodillas, y escondió la cara entre las manos.
—No sé nada. —Su voz era ahogada—. Sé que usted es un hombre malo, un hombre malvado, pero no lo traicioné.
—Sé que no lo hizo. —Petersen extendió una mano y la apoyó en el hombro de Sarina—. Pero yo sé lo que pasa. Lo supe siempre. Lamento haber sido tan cruel, pero necesitaba que usted lo dijera. ¿Por qué no pudo admitirlo en primer lugar? ¿O acaso olvidó lo que dije sólo ayer por la mañana?
—¿Olvidé qué? —Sarina se apartó las manos de la cara y lo miró. Era difícil decidir si tenía los ojos opacos aún o bien había lágrimas en ellos.
—Que es demasiado buena y de una honradez demasiado transparente para hacer nada torcido. Había tres papeles. El que le di al coronel, éste que preparé antes de salir de Roma, en ningún momento recogí nada después de hablar usted con él, y el que le había dado a usted el coronel Lunz.
—Qué inteligente es, ¿no? —Sarina se había enjugado las lágrimas y su mirada no era ya opaca, sino que expresaba furia.
—Por lo menos, más que usted —dijo Petersen muy tranquilo—. Por alguna razón inexplicable Lunz pensaba que yo era quizás una especie de doble agente o de espía y que cambiaría el mensaje o falsificaría una serie de instrucciones diferentes. Pero no hice tal cosa, ¿no? El mensaje que entregué al coronel era el que recibí y coincidía con la copia que le dio Lunz a usted. Paradójicamente, claro, por ser usted mujer, esto le dio fastidio. Si yo hubiese sido un espía, una especie de renegado que pasa al lado del enemigo, habría estado encantada, ¿no es verdad? Podría haberme respetado, aun apreciado un poco. Bien, seguí siendo un cetnik recalcitrante. ¿Usted sabía, desde luego, que si hubiese cambiado las órdenes Mihailovic me habría hecho ejecutar?
Sarina palideció y se llevó una mano a los labios.
—Desde luego, no lo sabía. No sólo usted era incapaz de ningún doblez, no sólo era incapaz de imaginar siquiera una línea de conducta ambigua, sino que ni siquiera era capaz de pensar en las consecuencias para el traidor que se cree demasiado listo en su juego doble. Cómo una muchacha en otros sentidos inteligente…; bien, dejemos esto. Como dije antes, en este ingrato mundo del espionaje, hay que dejar la tarea de pensar a quienes son capaces de hacerlo. ¿Por qué lo hizo, Sarina?
—¿Por qué hice qué? —Inesperadamente Sarina dio la impresión de ser alguien enteramente indefenso. Con tono casi uniforme preguntó:
—¿De qué van a acusarme ahora?
—De nada. Se lo prometo. De nada. Estaba preguntándome, aunque estoy seguro de saberlo, cómo ocurrió que usted aceptase esta misión clandestina con el coronel Lunz, algo tan completamente ajeno a su manera de ser. Fue porque era su única manera de entrar en Yugoslavia. De haberse negado a cumplir la misión, le habría negado la entrada. Así, he respondido a mi propia pregunta. —Petersen se levantó—. Vino, George, vino. Toda esta charla da sed.
—Lo que no se conoce, en general —dijo Georges que escuchar da todavía más sed.
Petersen levantó el vaso vuelto a llenar y se volvió hacia Harrison.
—A tu salud, Jamie. Como oficial británico, desde luego.
—Sí, sí, desde luego. —Aferrando su vaso, Harrison se puso de pie con trabajo—. Claro. A tu salud. Bien, bien. Circunstancias atenuantes, viejo. Cómo podía yo…
—Y caballero, además.
—Claro, claro. —Harrison seguía algo confuso—. Caballero.
—¿Eras un caballero, Jamie, cuando la llamaste crédula y mentirosa, cómplice y apoyo de nosotros, miserables? Esta mujer hermosa y encantadora no sólo no es nada de eso, sino que es algo que tú buscabas, algo que reconforta tu corazón, una persona verdaderamente leal, no una monárquica verdadera, una patriota en el verdadero sentido que tú le das a la palabra, lo que llamarías una yugoslava. Una guerrillera tan convencida como puede serlo uno cuando no ha sido guerrillero en toda su vida. Es por ello que vino con su hermano a su país eligiendo el medio más difícil, para rendir, como lo habrías expresado tú con tu conmovedor lenguaje, Jamie, sus servicios a su país, es decir, a los guerrilleros.
Harrison dejó su vaso, se acercó a donde estaba sentada Sarina e inclinándose, levantó el dorso de la mano de la muchacha y lo besó.
—Servidor, señora.
—¿Es una disculpa? —preguntó George.
—Para un oficial inglés —dijo Petersen— es, como diría un oficial inglés, una disculpa espléndida.
—No es el único que debe presentar sus disculpas. —Michael no llegaba a arrastrar los pies en el lugar donde estaba, pero su actitud era la de alguien que hubiera deseado hacerlo—. Mayor Petersen, debo…
—Nada de disculpas, Michael —se apresuró a decir Petersen—. Nada de disculpas. De haber tenido yo una hermana como ella, ni siquiera hablaría a su verdugo, en este caso, a mí mismo. Le daría un buen palo en la cabeza. De modo que si yo no me disculpé ante su hermana por lo que le hice, por favor, no se disculpe usted.
—Muchas gracias, señor. —Michael titubeó—. Puedo preguntarle cuánto tiempo hace que sabe que Sarina y yo somos… bien, lo que usted dice que somos.
—Desde la primera vez que los vi. Mejor dicho, sospeché que algo andaba muy mal cuando los vi en ese departamento de Roma. Los dos estaban incómodos, rígidos, molestos, callados y aun se mostraron hostiles. Nada de sonrisa, nada de júbilo en el corazón, nada del entusiasmo juvenil de los que marchan hacia un futuro glorioso. Demasiado cautelosos y suspicaces. En todo sentido, una actitud que no correspondía. De haber estado haciendo flamear banderas rojas, no podrían haber indicado con mayor claridad lo que estaban pensando. Sus pasados eran tan intachables, que su preocupación tenía que ver obviamente con problemas futuros: cómo pasarían al campo de los guerrilleros una vez que llegasen al cuartel general. Su hermana no perdió mucho tiempo en delatarlo. Fue en la posada de la montaña cuando trató de convencerme de su simpatía por los monárquicos. Me dijo que era amiga del rey Pedro, del príncipe, como lo era entonces.
—¡No hice tal cosa! —La indignación de Sarina no era muy convincente—. Lo vi sólo unas pocas veces.
—¡Sarina! —El tono de Petersen fue de suave reproche.
Sarina calló.
—Cuántas veces debo decirle que…
—Muy bien, muy bien…
—Sarina nunca lo conoció. Compartió mi lástima por el pie defectuoso que tiene Pedro. El muchacho está perfectamente sano. No sabría reconocer un pie defectuoso, aunque fuese el propio. Bien, esto es interesante, pero me temo que su interés sea sólo teórico.
—No sé, no sé —opinó Giacomo—. Para mí tiene más que interés teórico. —Como siempre, sonreía, pero en esas circunstancias era difícil determinar qué le hacía sonreír—. Sin embargo, en materia de interés teórico, estoy enteramente de acuerdo con estos chicos. Perdón, me refiero a Sarina y a Michael. Yo no deseo pelear, quiero decir, no deseo pelear en esas malditas montañas. Para mí el Egeo y la Marina Real son perfectos, gracias. Pero si tengo que estar junto a alguien, estaré junto a los guerrilleros.
—Usted es como Jamie —dijo Petersen—. Si tiene que luchar contra alguien, tendrá que ser contra los alemanes, ¿eh?
—Creo que lo dejé bien aclarado en el hotel Edén.
—Es verdad. Pero sigue siendo un tema de interés teórico. ¿Qué piensa hacer? ¿Cómo piensa reunirse con sus amigos guerrilleros? —Giacomo sonrió.
—Esperaré la oportunidad.
—Podría tener que esperar para siempre.
—Peter. —En la voz de Harrison había una nota de súplica, de desesperación—. Sé que no nos debes nada, que no tienes ya responsabilidad frente a nosotros. Pero tiene que haber una manera. Por diferentes que sean nuestras filosofías, todos estamos juntos en esto. Vamos, Peter. Podríamos discutir nuestras diferencias más tarde. Entretanto… bien, un hombre con la infinidad de recursos que tienes tú…
—Jamie —le dijo Petersen en voz baja—. No alcanzas a ver el cerco que divide este cuarto. George, Alex y yo estamos en un lado. Ustedes cinco están en el otro. Por lo menos tú, los von Karajan y Giacomo están en el otro. No sé nada de Lorraine. Ese cerco, Jamie, tiene un kilómetro de alto y no permite trepar.
—Veo lo que quiere decir, capitán Harrison —dijo Giacomo—. El cerco no está para trepar. Además, mi orgullo no me permitiría intentarlo. Debo decirle, mayor, que no es característico de usted dejar nudos sin atar. Lorraine, por ejemplo. ¿Podemos ubicarla en una categoría? Para informarnos, quiero decir.
—¿Categoría? No lo sé. Y no quiero ofenderla, Lorraine, pero la verdad es que ahora no me importa. No tiene importancia. Ahora, no. —Petersen se sentó con su vaso en la mano y no volvió a hablar. Por primera vez, el mayor Petersen se había sumido en un caviloso silencio.
Este silencio se interrumpía sólo de vez en cuando con el ruido característico de los vasos de vino que apilaba George y se prolongó en forma molesta para todos, hasta que inesperadamente Lorraine preguntó con voz firme:
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa, por favor?
—¿Me hablaba a mí? —preguntó Petersen.
—Sí. Usted estaba mirándome. Me mira todo el tiempo.
—Que no esté en el mismo lado del cerco no impide a un hombre tener buen gusto —dijo Giacomo.
—No advertí que la miraba —dijo Petersen. Con una sonrisa, añadió—: Además, como dice Giacomo, no me resulta penoso mirarla. Disculpe, estaba muy lejos de aquí, eso es todo.
—Y hablando de mirar a alguien —dijo Giacomo alegremente—, Sarina lo practica bastante bien. Sus ojos no se apartaron de su cara desde que usted adoptó esa pose de pensador de Rodin. Corren corrientes profundas por aquí. ¿Sabe lo que pienso? Pienso que está pensando.
—Calla, por favor, Giacomo —dijo ella, decididamente irritada.
—La verdad es que todos debemos de estar pensando en un sentido o en otro —comentó Petersen—. Dios sabe que hay bastante en qué pensar. Tú, Jamie, estás sumido en una profunda melancolía. ¿Luces de la ciudad?
No. ¿Blancos acantilados de Dover? No. ¡Ah, las luces del hogar!
Harrison sonrió y no dijo nada. —¿Cómo es ella, Jamie?
Harrison volvió a sonreír, se encogió de hombros y miró a Lorraine.
—Jenny es extraordinaria —dijo Lorraine en voz baja—. Diría que es la mujer más extraordinaria del mundo. Es mi mejor amiga y James no la merece. Ella vale por diez como él.
Harrison sonrió como sonríe el hombre satisfecho de sí mismo, y extendió una mano hacia su vaso de vino. Si se sentía herido, lo disimuló muy bien.
Petersen apartó la vista hasta que sus ojos se posaron apenas en Giacomo, que le hizo una seña casi imperceptible. Con una leve sonrisa, Petersen dejó de mirarlo.
Transcurrieron veinte minutos más, en parte en conversación desganada, pero en general, en silencio, antes de que se abriese la puerta y entrase Edvard.
—¿Mayor Petersen? —dijo.
Petersen se levantó. Giacomo hizo ademán de hablar pero Petersen se le anticipó.
—No lo digas. Torniquetes para apretar pulgares.
Volvió en menos de cinco minutos. Giacomo tenía aspecto desilusionado.
—¿No se los apretaron?
—No me los apretaron. Querría decir que están preparando el potro de tormento y que el que sigue es usted. No hay potro. Pero sí, le toca a usted.
Giacomo se fue. Harrison preguntó.
—¿Cómo fue? ¿Qué querían?
—Muy humanos. Muy civilizados. Lo que cabría esperar de Crni. Muchas preguntas, ninguna de ellas personal, pero no les di más que nombre, rango y regimiento, lo único que se exige legalmente que demos. No insistieron.
Giacomo volvió en menos tiempo que Petersen.
—Desilusionante —dijo—. Altamente desilusionante. Jamás podrían haber pertenecido a la Inquisición. Se requiere el honor de su presencia, capitán Harrison.
Harrison estuvo ausente más tiempo, pero no mucho. Volvió muy pensativo.
—Ahora tú, Lorraine —dijo.
—¿Yo? —Lorraine se levantó, indecisa—. Bien, si no voy, supongo que vendrán a buscarme.
—Sería muy descortés —dijo Petersen—. Hemos sobrevivido. ¿Qué es la cueva de los leones para una inglesa como usted?
Con un gesto de asentimiento Lorraine se fue, pero sin muchas ganas.
—¿Cómo te fue, Jamie? —le preguntó Petersen.
—Es un grupo muy cortés, como dijiste. Al parecer sabían vida y milagros de mí. No fueron preguntas que tuviesen mucho que ver con cuestiones militares, por lo que oí.
Lorraine estuvo ausente por lo menos quince minutos. Cuando volvió estaba pálida, y si bien no había lágrimas en sus mejillas era obvio que había llorado. Sarina miró a Petersen, Harrison y Giacomo, agitó la cabeza y rodeó los hombros de Lorraine con un brazo.
—Son un grupo de gente valerosa, ¿no, Lorraine? Caballerescos. Solícitos. —Lorraine los miró con desdén.
—Tal vez sólo sean tímidos. ¿A quién le toca ahora?
—No pidieron ver a nadie.
—¿Qué te hicieron, Lorraine?
—Nada. ¿Quieres decir si…? No, no, no me tocaron. Fue sólo algunas de las preguntas que me hicieron.
—La voz de Lorraine se apagó poco a poco. —Por favor Sarina, prefiero no hablar de esto.
—Marraschino —dijo George con autoridad.
La tomó de un brazo, la hizo sentarse y le ofreció un vasito. Lorraine lo tomó, sonrió agradecida y no le dijo nada.
Llegó Crni acompañado por Edvard. Era la primera vez que se lo veía tranquilo y sonriente.
—Tengo noticias para ustedes. Espero que les resulten buenas.
—Usted no está ni siquiera armado —dijo George—. ¿Cómo sabe que no le romperemos todos los huesos del cuerpo? ¿Mejor aún, utilizarlo como rehén para escapar? Somos hombres desesperados.
—¿Sería capaz de hacer eso, profesor?
—No. ¿Un poco de vino?
—Gracias, profesor. Buenas noticias, por lo menos, yo las considero así, para los von Karajan, el capitán Harrison y Giacomo. Lamento que seamos culpables de un pequeño engaño, pero fue necesario, dadas las circunstancias. No somos miembros de la división Murge. Gracias a Dios, ni siquiera somos italianos, reconocimiento una variedad vulgar de un grupo de los guerrilleros.
—Guerrilleros. —En el tono de Sarina no hubo entusiasmo, sino perplejidad, con algo de descreimiento. Crni sonrió.
—Es la verdad.
—Guerrilleros. —Harrison agitó la cabeza, sorprendido—. Vaya. Guerrilleros. Qué cosa. Quiero tono decir…Sí. —Siguió moviendo la cabeza y entonces su tono se elevó para exclamar—: ¡Guerrilleros!
—¿Es verdad? —Sarina había asido a Crni de los brazos y estaba sacudiéndolo—. ¿Es verdad? —preguntó.
—Desde luego que es verdad.
Sarina lo miró a los ojos como si buscase la verdad y de pronto abrió los brazos y lo abrazó. Permaneció inmóvil un instante y luego retrocedió un paso.
—Perdone —dijo—. No debí hacerlo.
Crni sonrió.
—No hay regla que diga que una recluta no puede abrazar a un oficial. Aunque debo decir, sin duda, que no hago de esto una práctica.
—Sí, claro —dijo Sarina con aire tímido.
—¿Hay algo más?
—No, nada, en realidad. Estamos contentísimos de verlo.
—¿Contentísimos? —dijo Harrison—. ¡Contentísimos! —pasada la sorpresa inicial estaba en un estado que rayaba en la euforia.
—¡Fue la divina providencia, ni más ni menos, que lo llevó hasta nosotros!
—No fue una providencia divina, capitán Harrison. Fue un mensaje radial. Cuando mi comandante me dice «moverse», me muevo. Esto es el «algo más» del que usted no quería hablar, señorita von Karajan. Sus temores son infundados. Los reglamentos militares no me permiten matar a mi jefe.
—¿Su jefe? —Sarina lo miró, luego a Petersen y otra vez a él.
—No comprendo —dijo.
Crni suspiró.
—Tiene usted razón, Peter. Usted también, Giacomo. No hay material de espía en este grupo. Si lo hubiese no sería necesario explicar lo que es obvio. Los dos somos guerrilleros. Los dos pertenecemos al servicio de inteligencia. Yo soy el oficial subordinado de mayor rango. El es el subjefe. Estoy seguro de que esto aclara todo.
—Perfectamente —dijo George y pasó un vaso a Crni—. Su vino, Ivan. —Volviéndose a Sarina, dijo—: En realidad no le gusta que lo llamen Crni. Y no apriete los puños. Muy bien, muy bien, así es la vida, en una palabra. Decisiones, decisiones. ¿Lo besa o le pega? —La nota burlona desapareció de la voz de George—. Si está enojada porque la engañaron, es una tonta. No había otra alternativa. Usted y su amor propio herido. Usted tiene sus guerrilleros y él no tiene que hacer frente a un pelotón de fusilamiento. ¿No sabe cuándo hay que estar contenta, muchacha? ¿O no hay lugar para emociones como el alivio y la gratitud en la mentalidad de los jóvenes aristócratas malcriados como ustedes?
—¡George! —Sarina estaba escandalizada, menos por las palabras que por un tono que nunca había oído hasta entonces—. ¡George! ¿Tan egoísta soy?
—No, nada de eso. —El buen humor de George reapareció al instante. Apretándole los hombros, dijo—: Sucede que se me ocurrió que se malograría un poco el sabor de este momento si llegaba usted a ponerle un ojo negro a Peter. —Miró hacia un lado. Harrison, con la frente apoyada sobre los brazos en la mesa, estaba golpeando rítmicamente la superficie con un puño, mientras murmuraba algo.
—¿No se siente bien, capitán Harrison?
—¡Mi Dios, mi Dios! —Los golpes continuaban.
—¿Un Sljivovica? —le ofreció George.
Harrison levantó la cabeza.
—Y lo horroroso es que sufro la maldición de una memoria total. Por eso —añadió, aunque no venía al caso— era tan bueno para aprobar exámenes. Recuerdo cada una de las palabras que dije en aquel discurso conmovedor sobre el patriotismo, el deber, la lealtad y la idiotez de miopes, y… no puedo proseguir, no puedo…
—No debes reprocharte, Jamie —lo reconfortó Petersen—. Piensa en el bien que le hizo a tu moral.
—Si hubiese justicia y compasión en este mundo —dijo Harrison— la tierra se abriría bajo mis pies en este instante. Un oficial británico, me llamaba a mí mismo, con lo cual quería decir que no había nadie igual. Un observador altamente adiestrado, un evaluador, un analista. ¡Mi Dios! La memoria es total, les digo, la memoria es total. ¡Es algo infernal!
—Lamento no haber escuchado su discurso —dijo Crni.
—Lástima —acotó Petersen—. Con todo, usted oyó hablar antes de la memoria total de Jamie. Es capaz de citarlo textualmente cuando usted quiera.
—Misericordia con los vencidos —dijo Harrison—.
Oí lo que le dijo a Sarina, George, pero sigo amargado. Engañado, engañado, engañado. Y doblemente amargado porque Peter no confió en mí. Pero confiaste en Giacomo, ¿no? El sabía.
—No dije nada a Giacomo —dijo Petersen—. Adivinó…: es militar.
—¿Y yo no? Vaya, no, por lo visto. ¿Cómo adivinó, Giacomo?
—Oí lo que oyó usted. Oí al mayor decirle… o mejor dicho sugerirle al capitán Crni que su intención de atarnos antes de bajar por el precipicio era peligrosa. El capitán Crni no es hombre de aceptar órdenes ni sugerencias de nadie. Fue así como lo supe.
—Claro. A mí se me escapó. De modo que no confiabas en ninguno de nosotros, ¿eh, Peter?
—No. Tenía que saber en qué situación estaba frente a cada uno de ustedes. En Roma han estado sucediendo muchas cosas raras y también desde que salimos de Roma. Tenía que saber. Ustedes habrían hecho lo mismo.
—¿Yo? En primer lugar, no habría advertido nada raro. ¿Cuándo tomaste la decisión de tener entera libertad de hablar? ¿Y por qué decidiste hablar? Mi Dios, cuando me pongo a pensar en ello, debo preguntarle cuándo has tenido tú alguna libertad para hablar. Palabra, no puedo imaginarlo, no puedo, simplemente. ¿Y usted, Sarina? Vivir una vida de mentiras, rodeada por enemigos, un falso movimiento, un desliz imprevisto, una palabra pronunciada al descuido y… ¡Puf! ¡ Y pasó casi la mitad del tiempo junto a nosotros!
—¡Ah! Pero pasé la otra mitad con nuestra propia gente. Unas vacaciones, podrías llamarlas.
—Ah, Dios, vacaciones… Yo sabía, y no hace mucho que te conozco, que eras algo diferente a veces, pero esto… esto… está más allá de mi entendimiento. Y tú, un hombre como tú, no eres más que el subjefe. Me encantaría conocer al hombre que llamas «jefe».
—No lo llamo «jefe». Lo llamo muchas cosas más, pero no «jefe». En cuanto a estar encantado de conocerlo, no te molestes. Lo has conocido ya. En realidad, lo has descrito. Un payaso grande y gordo, ingenuo y analfabeto, que pasa el tiempo flotando en un mundo de nubes y locura. ¿O bien hablabas del medio académico? No recuerdo bien.
Harrison derramó el contenido de su vaso sobre la mesa. Tenía un aspecto atontado.
—No lo creo.
—Nadie lo cree. Yo soy sólo su brazo derecho, encargado de operaciones de campo. Como sabes, rara vez me acompaña. Esta misión era diferente, pero por otra parte, era de una importancia excepcional. No era posible confiársela a torpes como yo.
Michael se acercó a George, con una incredulidad mezclada con respeto en la voz.
—Pero en Mostar me dijo que era sargento mayor.
—Una leve transgresión a la verdad —dijo George, agitando la mano en un gesto de indiferencia—. No, mejor dicho, leves transgresiones. Pero sí dije que era un rango transitorio y no substancial. General mayor. General de división.
—¡Mi Dios! —Michael estaba anonadado—. Quiero decir, señor.
—Es el colmo. —Harrison no reparó siquiera en que George le había vuelto a llenar el vaso con la mayor cortesía—. Es el colmo realmente. Demasiado abrumador para que pueda captarlo mi mente. Quizás esa mente no exista, en definitiva. Díganme ahora que soy Adolfo Hitler y consideraré seriamente tal posibilidad. —Miró a George, agitó la cabeza y apuró la mitad del contenido de su vaso—. Tienen ustedes aquí un hombre que intenta encontrar el camino de la realidad. Bien, ¿dónde estaba? Ah, sí. Te pregunté cuándo llegaste a la decisión de que tenías libertad de hablar.
—Cuando me dijiste, o bien me lo dijo Lorraine, lo de tu Jenny.
—Ah, sí, claro. Jenny. Comprendo. —Era evidente que Harrison estaba completamente desorientado—. ¿Qué diablos tiene que ver Jenny con todo esto?
—Directamente, nada.
—Ah, Jenny. Lorraine. La pregunta que me hizo el capitán Crni allá.
Lorraine dijo en voz baja.
—¿Qué pregunta, James?
—Me preguntó si conocía a Giancarlo Tremino… a Carlos, ¿saben?, Por supuesto le dije que sí, que lo conocía mucho. —Harrison miró al interior de su vaso—. Quizá no debí haber respondido. Quiero decir que no estaban torturándome, ni nada. Quizá no tenga esa mente de que hablé, después de todo.
—No tuviste la culpa, James —dijo Lorraine—. No podías saberlo. Además, no hubo ningún mal en eso.
—¿Cómo sabes tú que no hubo ningún mal, Lorraine? —El tono de Sarina era amargo—. Sé que el capitán Harrison no tuvo la culpa. Y sé también que no fue en realidad el capitán Crni quien hizo la pregunta. ¿No sabes que el mayor Petersen descubre siempre lo que quiere? ¿Debemos considerarnos siempre prisioneros en este cuarto, capitán Crni?
—¡No, por favor! Por cuanto a mí se refiere, están en su casa. De todos modos, no me consulte a mí. El mayor Petersen está al mando.
—¿O bien usted, George? —Sarina sonrió apenas.
—Disculpe. Todavía no me habitué a lo de «General de división».
—Francamente, yo tampoco. Me encanta «George». —George agitó un dedo y le sonrió—. No trate de crear disensión en las filas. Fuera de mi cuartel general, que en este momento es una choza abandonada de pastores cerca de Bihaé, Peter tiene el mando exclusivo. Yo me limito a señalar la dirección general y luego me aparto del camino. Cuando uno sabe que no le llega a los talones, como tengo el sentido común de advertirlo, no se interfiere en el trabajo del mejor operador de campo que existe.
—¿Puedo hablar con usted, mayor? ¿En el vestíbulo?
—Eso es de mal agüero. —Dijo él, levantando su vaso—. De muy mal agüero. —Siguió entonces a Sarina y cerró la puerta tras sí.
—¿Bien? —preguntó. Sarina titubeó.
—No sé cómo decirle esto. Yo creo…
—Si no sabe qué decir y todavía está en la fase de pensarlo, ¿por qué pierde mi tiempo con esos melodramas?
—¡No es una tontería! ¡Y no es un melodrama! Y no conseguirá hacerme enojar. Lo que acaba de decir lo describe por entero. Soberbio, cortante, despreciativo, intolerante con los defectos y debilidades ajenos. Y al mismo tiempo, es capaz de ser el hombre más considerado y bueno que conozco. Es imposible llegar a conocerlo. Jekyll y Hyde. El doctor Jekyll me gusta y lo admiro. Usted es valiente, George lo considera brillante, asume riesgos increíbles que destruirían a alguien como yo y lo mejor de todo es su excelente capacidad de cuidar a los demás. Bien, anoche tuve la certeza de que no podía pertenecer a esa gente.
Petersen sonrió.
—No volveré a darle la oportunidad de que me diga lo malo que soy, de modo que me abstengo de señalar que después del hecho es fácil desplegar sabiduría.
—Se equivoca —dijo ella con voz tranquila—. Fue algo que me dijo anoche el mayor Metrovic sobre el talón de Aquiles de Tito, su falta de movilidad, sus tres mil heridos. En cualquier guerra civilizada, si existe tal cosa, estos hombres quedarían en manos de un enemigo que los trataría en un hospital. Pero esta guerra no es civilizada. Los masacrarían. Usted nunca podría ser parte de eso.
—Tengo algunas virtudes. Pero no me trajo aquí para señalármelas.
—Tiene razón. Es su lado de Hyde… no, no quiero sermonear, pero no me gusta ese lado, me hiere y me desconcierta. Que un hombre tan bondadoso en lo físico se muestre tan frío, objetivo e indiferente, al extremo de no ser del todo humano.
—¡Qué horror!… o como diría Jamie, vaya, vaya. —Es la verdad. Para lograr sus propios fines, es capaz de ser… es… indiferente a los sentimientos de los demás y puede llegar a la crueldad.
—¿Lorraine?
—Sí. Lorraine.
—Vamos, vamos. Creí que era axiomático que dos muchachas bonitas se detestasen en forma casi automática.
Sarina le aferró los brazos.
—No cambie de tema,
—Debo contárselo a Alex.
—¿Contarle qué? —preguntó ella con cautela.
—Cree que ustedes se odian.
—Dígale a Alex que es un tonto. Lorraine es espléndida. Y usted está destrozándola.
Petersen hizo un gesto afirmativo.
—Están destrozándola, sin duda. Pero no soy yo quien lo hace.
Sarina lo miró con atención. Lo miraba a los ojos, como si esperase descubrir así la verdad.
—¿Quién, entonces?
—Si se lo dijera, iría en seguida a decírselo. —Sarina no repuso. Persistió en cambio en aquel escrutinio intenso de la cara de Petersen—. Ella sabe quién es. Pero no quiero que piense que lo saben todos.
Sarina apartó los ojos.
—Dos cosas. Tal vez, en el fondo, usted tiene sentimientos nobles, después de todo. —Dijo. Mirándolo otra vez a los ojos, esbozó una sonrisa—. Y no confía en mí.
—Me gustaría confiar en usted.
—Inténtelo.
—Lorraine es una ciudadana buena, honrada y patriótica y está trabajando para el servicio secreto italiano, en especial para el mayor Cipriano y es bien posible que sea responsable, en definitiva, aunque no en forma directa, de la muerte de varios de mis compatriotas.
—¡No lo creo! ¡No lo creo! —Tenía los ojos abiertos de horror y la voz le temblaba—. ¡No, no, no!
—Sé que no lo cree —dijo él con suavidad—. Es porque no quiere creerlo. Yo mismo no quería creerlo. Lo creo ahora. Puedo probarlo. ¿Me cree tan tonto como para afirmar que puedo probar algo cuando no puedo hacerlo? ¿O tampoco me cree a mí?
—No sé qué creer —dijo Sarina, desesperada—. Sí. Lo sé. Lo sé. Creo que Lorraine no puede ser así.
—Demasiado simpática como persona, demasiado honesta, demasiado buena, demasiado sincera, ¿eh?
—¡Sí! ¡Sí! Eso es lo que creo.
—También lo creía yo. Y lo sigo creyendo. Las manos de Sarina aferraron más sus brazos y lo miró con expresión casi suplicante.
—¡Por favor! ¡Por favor, no se burle de mí!
—Es víctima de un chantaje.
—¡Un chantaje! ¿Cómo podría alguien extorsionar a Lorraine? —Sarina apartó la mirada, guardó silencio unos segundos y luego volvió a Petersen—. Es algo que tiene que ver con Carlos, ¿no?
—Sí. En forma indirecta. —Petersen la miró con curiosidad—. Y usted, ¿cómo lo sabía?
—Porque ella está enamorada de él —dijo Sarina con tono impaciente.
—¿Y cómo sabe eso? —Esta vez Petersen estaba abiertamente sorprendido.
—Porque soy mujer.
—Ah, sí, sí. Me imagino que eso lo explica.
—Y porque usted hizo que el capitán Crni la interrogase sobre Carlos. Pero yo lo sabía antes. Todos lo veían.
—Aquí hay alguien que no lo vio. —Petersen pensó un instante—. Bien, mirando hacia atrás, en retrospectiva, sí. Pero dije sólo indirectamente. Nadie sería tan tonto de usar a Carlos como instrumento de chantaje.
Se encontrarían con una espada de doble filo entre las manos. Pero sin duda él es parte de la cosa.
—¿Y bien? —Sarina había llegado a un punto en que estaba sacudiendo a Petersen, hazaña bastante grande en alguien de su volumen. ¿Y cuál es la otra parte de la cosa?
—Sé, o bien creo saber, cuál es. Pero no tengo pruebas.
—Dígame qué cree.
—Usted supone que porque ella es honesta, y buena, y sincera ha vivido una vida sin pecados y no puede de ninguna manera tener secretos culpables, ¿eh?
—Siga.
—Tampoco yo creo que tenga secretos culpables. A menos que se llame secreto culpable a tener un hijo ilegítimo, idea que yo no comparto.
Sarina apartó la mano derecha de él y se la llevó a los labios. Estaba impresionada no por lo que había dicho Petersen, sino por sus implicaciones.
—Carlos es médico. —Por primera vez desde que lo conocía, Petersen hablaba con tono de fatiga y además, parecía fatigado—. Se diplomó en Roma. Lorraine vivió con él en la época en que era secretaria de Jamie Harrison. Tienen un hijo de dos años y medio. Tengo la noción de que lo secuestraron. Lo verificaré bien cuando pueda apoyar un cuchillo en la garganta de Cipriano.
Sarina lo miró, muda. Muy despacio, resbalaron dos lágrimas por sus mejillas.