Capítulo 6

Nevaba intensamente y la temperatura estaba por debajo de cero cuando Petersen condujo el camión italiano robado fuera de Mostar, aproximadamente a las 14:00. Las dos muchachas sentadas junto a él estaban mudas y abstraídas, circunstancia que no molestaba nada a Petersen. Tranquilo y despreocupado, conducía con la calma de un hombre que dispusiese de todo el tiempo del mundo. Después de haber pasado el puesto de control de Potoci sin que lo detuvieran, disminuyó más aún la velocidad, acción dictada no por cambio alguno en su estado de ánimo, sino más bien por las características de la carretera. Era angosta y tortuosa, muy poceada y necesitada de los cuidados de cuadrillas camineras como las que no pasaban por allí desde hacía largo tiempo. Habían comenzado a subir, y a subir en forma bastante empinada, a medida que el valle del Neretva se angostaba bruscamente en los dos lados del río, que se hundía cada vez más al pie de la tortuosa carretera, hasta que se advirtió un precipicio de varios centenares de metros. Dado el carácter inestable de la carretera, el hecho de que no hubiera barreras de sostén ni paredes capaces de contener un desliz inesperado en el camino resbaladizo, y que el río mismo desaparecía cada vez más bajo los torbellinos de nevisca más y más espesos, no se trataba de una ruta como para alegrarles el corazón a los que tuviesen un temperamento imaginativo o nervioso. A juzgar por los puños crispados y la expresión sumamente aprensiva de las compañeras de Petersen, ambas pertenecían a la categoría citada. Petersen no tenía ningún consuelo o ánimo que darles, no por indiferencia cruel, sino porque según lo que apreciaba con sus propios ojos, no le habrían creído una sola palabra.

El alivio de las dos muchachas fue casi palpable cuando Petersen giró bruscamente, apartándose de la carretera y se internó en una angosta hondonada que en forma inesperada, y para las muchachas, milagrosa, apareció en la ladera rocosa y casi vertical de la montaña a su derecha. Era una senda sinuosa y llena de accidentes que ofrecía sólo un mínimo de superficie de tracción para las ruedas posteriores, que patinaban sin cesar, pero por lo menos no había allí posibilidad de caer al precipicio: a ambos lados había altas paredes rocosas. Unos pocos minutos después de haber abandonado la carretera, Petersen se detuvo, apagó el motor y bajó.

—Nos detenemos aquí —dijo—. Por lo menos, es hasta donde llegamos en este camión. Quédense aquí. Después de dirigirse a la parte posterior, abrió las cortinas de lona, repitió la indicación y desapareció en medio de los remolinos de nieve.

Volvió a los pocos minutos, sentado junto al conductor de un vehículo de extraño aspecto, abierto, que podría haber sido alguna vez un camión pequeño, pero al que le habían cortado la parte superior y la posterior. El conductor, vestido con un capote abrigado de origen británico, de lana de color caqui, podría haber sido de cualquier nacionalidad: la gorra de piel llegaba hasta las cejas, tenía una espesa barba y bigotes negros y un par de anteojos para el sol con armazón de asta, y su rostro no presentaba el menor rasgo que permitiese identificarlo. Petersen bajó del vehículo al detenerse.

—Este es Dominic —dijo—. Viene a ayudarnos un poco. Tiene aquí un vehículo con tracción en las cuatro ruedas. Puede llegar a lugares a donde no puede hacerlo un camión común, pero aun en este caso no puede avanzar muy lejos. Quizás, un par de kilómetros. Dominic llevará a las dos señoritas, nuestro equipo y todas nuestras mantas hasta donde le sea posible, puedo asegurarles que necesitarán todo esta noche, y luego volverá a buscar al resto de nosotros. Comenzaremos por marchar a pie.

—¿Quiere decir que esperaba que este amigo suyo nos esperase aquí? ¿Y precisamente a esta hora? —preguntó Sarina.

—Con algunos minutos de margen. No sería gran cosa como guía turístico si me equivocase en todas mis conexiones, ¿no?

—Y este vehículo —dijo Giacomo—, no pensará dejarlo aquí…

—¿Por qué no?

—Supuse que era costumbre de ustedes estacionar camiones italianos en el Neretva. Vi algunos puntos para estacionamiento ideales en esa maldita garganta que acabamos de atravesar.

—Tal despilfarro sería un pecado. Además, podríamos necesitarlo otra vez. Lo que importa, sin duda, es que nuestro amigo, el mayor Cipriano, sabe ya que lo tenemos en nuestro poder.

—¿Cómo puede saberlo?

—Cómo puede ignorarlo, querrá decir. ¿No se le ocurrió que el informante que le comunicó nuestra presencia en el hotel Edén tiene que haberle dado además todos los pormenores de nuestro viaje desde la torpedera, inclusive de los vehículos? Por radio o bien antes de fingir que lo arrastraban fuera de un dormitorio de hotel. Hace aproximadamente una hora pasamos por un punto de control en Potoci y el centinela ni siquiera se molestó en hacer disminuir la marcha. Es raro, cabría pensar, salvo que tuviera ya las señas de nuestro vehículo, que lo reconoció de inmediato y cumplió la orden de dejarnos pasar. Saquemos nuestras cosas rápido. Hace más frío de lo que yo imaginaba.

Era verdad. Había comenzado a soplar un viento del sudeste, del cual podrían haberse protegido más abajo, en el valle del Neretva, que aumentaba sin cesar. No habría sido tan frío en condiciones normales, pero esta vez no se regía por pautas meteorológicas. Era como si soplase directamente de Siberia. El vehículo de tracción de cuatro ruedas, cargado con pasajeros y equipaje, partió en un plazo de tiempo cortísimo. No había duda alguna de que los anteojos para el sol de Dominic eran, en realidad, anteojos para la nieve.

Los cinco hombres iniciaron la marcha a pie y unos quince minutos más tarde los recogió el vehículo que traía Dominic de regreso. El trayecto por una senda más accidentada y destruida aún era, dada la profundidad de la nieve y la pendiente, bastante incómodo y arriesgado, y sólo en mínima medida algo mejor que la marcha a pie. Ninguno de los pasajeros se lamentó cuando el camión se detuvo al final de la senda frente a una choza derruida que resultó ser su garaje. En el interior las dos muchachas se protegían contra la nieve. No estaban solas. Las acompañaban tres hombres, o mejor dicho, muchachos, con uniformes vagamente paramilitares y cinco ponis.

—¿Dónde estamos? —preguntó Sarina.

—Hogar, dulce hogar —respondió Petersen—. Bien, una hora y media de viaje confortable a caballo y estaremos allí. Esta es la montaña llamada Prenj, más bien un macizo. El río Neretva traza una gran vuelta en «U» aquí y rodea tres laderas de esta montaña, lo que convierte a Penj, en términos de defensa, en un lugar ideal. El río se atraviesa sólo por dos puentes, uno al noroeste, en Jablanica, el otro, al nordeste cerca de Konjic, y los dos son fáciles de custodiar y defender. El sudeste queda expuesto, pero no hay peligros provenientes de esa dirección.

—Viaje confortable, dijo usted. ¿Esos caballos… marchan al trote o bien galopan? No me gustan los caballos.

—Son ponis, no caballos y le diré que no, ni van al trote ni galopan. En esta oportunidad no, por lo menos. No cometerían la insensatez de intentarlo. Cabalgaremos siempre cuesta arriba por una pendiente bastante empinada.

—Creo que no me va a gustar estar subida.

—No, pero disfrutará del panorama.

Había transcurrido una hora y media y Sarina no disfrutaba ni de la subida ni del panorama. La pendiente, si bien no era imposiblemente empinada, era muy difícil y el panorama, extraordinario, despertaba en ella sólo un sentimiento que oscilaba entre un horror fascinado y una parálisis de terror. La senda, de unos dos metros de ancho solamente, y en algunos puntos más angosta aún, había sido excavada en un borde de la pendiente, tan escarpado que era virtualmente una pared cortada a pico, ascendía por medio de una serie al parecer interminable de curvas cerradas y vueltas bruscas. Con cada paso dado por el poni, el suelo del estrecho valle, cuando se alcanzaba a divisar a través de la nieve intensa, parecía estar a una distancia enorme, vertical. Sólo Sarina y Lorraine cabalgaban. Los otros tres animales transportaban el equipo debidamente asegurado y las mantas. Lorraine marchaba a pie, en ese momento, aferrada al brazo de Giacomo como si fuese su última y débil esperanza en este mundo.

Petersen, marchando también a pie al lado del poni de Sarina, dijo:

—Temo que no esté disfrutando tanto de esto como yo habría deseado.

—¡Disfrutar! —Sarina se estremeció, sin poder dominarse, y no sólo de frío—. En el hotel le dije que no era muy cobarde. ¡Soy, soy cobarde! Estoy aterrada. Me repito que es una tontería, un absurdo, pero no puedo evitarlo.

Petersen dijo con tono tranquilo:

—No es cobarde. Las cosas fueron así desde que era niña.

—¿Cómo? ¿A qué se refiere?

—Al vértigo. Cualquiera puede sufrirlo. Algunos de los hombres más valientes que conozco y de los luchadores más temibles, se niegan a trepar por una escalera o a pisar un avión.

—Sí, sí. Siempre. ¿Sabe algo usted?

—No sé las causas, pero lo he visto lo suficiente como para reconocerlo. Mareos, pérdida del equilibrio, un deseo casi incontrolable de arrojarse por el borde y en este caso, el convencimiento de que su poni está por saltar al vacío en cualquier instante. Es más o menos así, ¿no?

Sarina hizo un gesto mudo. Petersen se abstuvo de decir que de haber conocido ella tal condición y también las montañas yugoslavas, se habría quedado en El Cairo. En lugar de hacer comentarios, pasó por delante del poni y tomó una de las correas del estribo de Sarina.

—Estos ponis tienen los pasos mucho más seguros de lo que usted imagina. Aun cuando sufrieran de vértigo en este momento, cosa que nunca les sucede, el primero en caer al principio sería yo. Y aun cuando usted tuviese ganas de arrojarse, no puede hacerlo porque yo estoy entre usted y el borde del precipicio y yo la detendría y se lo impediría. Y en cada curva pienso cambiar de lado. De esta manera nos aseguraremos de llegar a la cumbre. No pienso ser tan tonto como para decirle que se apoye cómodamente y se afloje. Lo único que puedo afirmarle es que dentro de unos quince minutos se sentirá mucho mejor.

—¿Habremos salido para entonces de esta senda? —El temor aparecía aún en su voz.

—Así es, así es —no era verdad, pero para esa hora estaría ya demasiado oscuro y ella no podría ver el valle al pie.

Hacía rato que había anochecido cuando pasaron por el perímetro de lo que parecía ser una especie de campamento estable. Había un gran número de cabañas y tiendas, todas muy juntas y casi todas iluminadas, no con exceso, pues en aquella gran altura no había energía eléctrica central y el único generador pequeño disponible estaba reservado para uso del estado mayor. Para el resto, la gran mayoría de soldados de la guerrilla con sus inevitables acompañantes, se obtenía la luz sólo de lámparas de queroseno, velas de sebo y braseros. Había luego una pendiente totalmente desierta, de unos trescientos metros, antes de que la pequeña cabalgata se detuviese frente a una cabaña más grande con techo de metal y ventanas de las cuales partía un volumen de luz inusitado.

—Bien, llegamos —dijo Petersen—. El hogar o lo que debemos llamar así hasta que encontremos una palabra mejor. —Levantando los brazos, bajó del poni a la muchacha, temblorosa de frío. Sarina se aferró a él como si quisiera evitar caer. En verdad, la intención había sido ésa.

—Siento las piernas muy raras —dijo en voz baja y ronca, pero por lo menos, ya no temblaba.

—Es natural. Apuesto a que nunca había montado a caballo.

—Ganaría la apuesta, pero no es eso. La forma en que me aferraba a ese poni; me aferraba con todas mis fuerzas. —Sarina trató de reír, pero la tentativa fue poco exitosa—. Me sorprenderá que ese pobre animal no tenga las costillas doloridas por muchos días.

—Anduvo muy bien.

—¡Muy bien! Me avergüenzo de mí misma. Espero que no vaya a decirles a todos que conoce a la operadora de radio más cobarde de los Balcanes.

—No diré nada. No lo diré, porque no acostumbro decir mentiras. Creo que usted es quizá la muchacha más valiente que he conocido nunca.

—¡Después de la actuación de hoy!

—En especial después de la actuación de hoy.

Sarina seguía aferrada a él y era obvio que no confiaba en su equilibrio. Calló por unos instantes, y luego dijo:

—Y yo creo que usted es quizás el hombre más bueno que haya conocido nunca.

—¡Increíble! —Petersen estaba realmente sorprendido—. ¡Después de todo lo que dijo de mí!

—Especialmente, después de todo lo que dije de usted.

Todavía estaba aferrada a él, aunque ahora con menos fuerza, cuando oyeron el ruido de un pesado puño golpear la puerta de madera y en seguida la voz de George:

—Abran, en nombre de la ley o de la humanidad o de lo que sea. Acabarnos de atravesar arenas ardientes y nos morimos de sed.

Se abrió la puerta y de inmediato apareció por ella una figura alta y delgada, recortada en el rectángulo de luz. El hombre bajó dos escalones y tendió una mano.

—No puede ser… Tenía un acento increíblemente lánguido de ex estudiante de Oxford o de Cambridge.

—Es. —George le estrechó la mano—. Ahora, basta de formalidades. Aquí está en juego nada menos que el sagrado buen nombre de la hospitalidad británica.

—¡Vaya! —El hombre se acomodó un monóculo de forma extraña, por ser ovalado, en el ojo derecho, avanzó hacia Lorraine, la tomó de una mano y acercándosela con un gesto de exquisita galantería, se la besó—. ¡Vaya, vaya! ¡Lorraine Chamberlain! —Al parecer iba a lanzarse en un discurso de cierta extensión, cuando vio a Petersen y dio un paso hacia él.

—Petersen, muchacho. Una vez más después de terribles pruebas y tribulaciones pasadas nos encontramos aquí. No puedo expresarte lo aburrido y deprimente que es esto desde que te fuiste hace dos semanas. Terrible, te aseguro. Absolutamente terrible.

Petersen sonrió.

—Hola, Jamie —dijo—. Qué bueno es volver a verte. Las cosas tienen que mejorar desde ahora. George, en forma totalmente ilícita, claro, te trajo algunos regalos… muchísimos regalos, que por poco no le quebraron el lomo a uno de esos ponis que subieron hasta aquí. Son de esos regalos que hacen ruiditos de vidrio. —Volviéndose hacia Sarina, dijo—: Quiero presentarle al capitán Harrison. El capitán Harrison —dijo muy serio—. El capitán Harrison es inglés. Jamie, Sarina von Karajan.

Harrison le estrechó la mano calurosamente.

—Encantado, encantado. Si sólo imaginase cuánto extrañamos los aspectos más comunes de la civilización en estas tierras apartadas. Claro que usted no tiene nada de común. Nada de eso, nada de eso. —Mirando a Petersen, le dijo—: La mala suerte de los Harrison no falla una vez más. Nacimos bajo una maldición, una mala estrella. ¿Quieres decirme que has tenido la gran suerte, el honor, el placer de escoltar a estas dos hermosas chicas durante todo el viaje desde Italia?

—Ninguna de las dos lo ha considerado suerte para mí, ni tampoco honor ni placer. No sabía que habías tenido el gusto de conocer a Lorraine antes. —Giacomo sufrió de pronto un repentino aunque breve acceso de tos, que Petersen optó por ignorar.

—Sí, por supuesto. Viejos amigos, muy viejos amigos. Trabajamos juntos una vez, ¿sabes? Te lo contaré algún día. ¿Y tus otros amigos? —Petersen presentó a Giacomo y a Michael, a los que Harrison saludó con la efusividad que al parecer era acostumbrada en él—. Bien, adentro, adentro. No puedo permitir que se congelen todos con este tiempo horroroso. Haré entrar sus bienes y pertenencias. Entren, entren.

El interior era inesperadamente espacioso, abrigado y bien iluminado, y de acuerdo con las pautas de los guerrilleros, casi confortable. Había tres camas empotradas a lo largo de las paredes, algunos muebles que podrían haber sido armarios o guardarropas, una mesa de pino, media docena de sillas, el insólito lujo de un par de sillones algo deteriorados y hasta dos pedazos de alfombra gastada y desteñida. En cada extremo del cuarto había dos puertas que llevaban, presumiblemente, a otros cuartos. Harrison cerró la puerta de entrada tras sí.

—Tomen asiento, tomen asiento. —El capitán tendía a repetirse mucho—. George, si me permites sugerirlo… ah, qué tontería de mi parte, debería haber sabido que semejante sugerencia es superflua. —En verdad, George no había perdido tiempo en asumir su doble papel de barman. Harrison miró a su alrededor con aire de orgullo por sus posesiones—. Sin duda, y aunque sea yo quien lo diga, no está mal esto, no está mal. No hallarán muchos refugios en esta tierra desgarrada por la lucha. Lamento decir que vivimos en alojamientos como éste con muy poca frecuencia, pero cuando lo obtenemos lo aprovechamos al máximo. Luz eléctrica, ¿qué les parece? No se lo oye, pero tenemos el único generador en la base, aparte del comandante. Lo necesitamos para nuestras radios grandes. —Harrison señaló dos caños de quince centímetros de diámetro que pasaban diagonalmente hacia arriba por dos paredes hasta desaparecer en el techo—. Calefacción central, desde luego. En realidad, son sólo los caños de la cocina de carbón y leña afuera. La tendríamos adentro, pero en minutos nos asfixiaríamos todos. ¿Y qué tenemos aquí, George? —Al hacer la pregunta estudió el contenido del vaso que acababa de pasarle George.

—Whisky escocés —dijo George con indiferencia—. Nada, en realidad.

—Whisky escocés —con aire reverente Harrison contempló el líquido ambarino, bebió unos sorbos con gran delicadeza y sonrió extasiado.

—¿Se puede saber dónde conseguiste esto, George?

—Un amigo mío en Roma.

—Dios bendiga a tus amigos romanos. —Adoptando ahora de antemano la expresión beatífica, Harrison bebió otra vez—. Bien, eso es todo en cuanto a construcción moderna. Esa puerta a la izquierda da a mi cuarto de radio. Hay material bueno allí, pero desgraciadamente en su mayor parte no podemos transportarlo cuando viajamos, y por desgracia, viajamos casi todo el tiempo. Esa otra puerta da a lo que con tono espléndido yo llamo mis aposentos privados. Es más o menos del tamaño de dos cabinas telefónicas, pero tiene en cambio dos camitas. —Harrison bebió otro sorbo de su vaso y prosiguió con gran valentía—. Desde luego, dichos aposentos serán cedidos con el mayor gusto a las dos señoritas.

—Es muy amable —dijo Sarina con aire de duda—, pero yo… nosotros… teníamos que presentarnos ante el coronel.

—Qué disparate. Ni pensarlo. Están extenuadas por sus viajes, sus sufrimientos, sus privaciones. No hay más que mirarlas. Estoy seguro de que el coronel estará encantado de esperar hasta la mañana. ¿No es verdad, Peter?

—Mañana estará bien.

—Claro. Bien, nosotros los náufragos abandonados en una cima siempre estamos ansiosos por noticias del exterior. ¿Qué pasó en los últimos quince días?

Petersen dejó su vaso, que no había tocado y se levantó.

—Te lo contará George. Sabe contar las cosas mucho mejor que yo.

—La verdad es que sí, careces de ese don de ornamentación dramática. ¿Visitas profesionales? —Petersen hizo un gesto afirmativo.

—¡Ah! ¿Al coronel?

—¿A quién más? No tardaré.

Cuando volvió Petersen, no lo hizo solo. Los dos hombres que lo acompañaban estaban, como él, cubiertos de nieve. Mientras se la quitaban Harrison se levantó cortésmente y los presentó.

—Buenas noches, señores. Qué honor. —Volviéndose hacia los recién venidos, dijo—: Quiero presentar al mayor Rankovic y al mayor Metrovic, dos de los comandantes de estado mayor del coronel. Se aventuran a la intemperie en una noche infernal, caballeros.

—Usted se refiere, sin duda, a por qué venimos. —El mayor Metrovic era un hombre de altura mediana, moreno, macizo y cordial—. Por curiosidad, desde luego. Los movimientos de Peter siempre están rodeados de una nube de misterio y Dios sabe que vemos pocas caras nuevas pertenecientes al mundo exterior.

—¿Peter no mencionó que dos de estas nuevas caras eran jóvenes, femeninas, y… hablo como observador desinteresado… de una belleza extraordinaria?

—Quizá lo mencionó, quizá lo mencionó. —Metrovic volvió a sonreír.

—Usted nos conoce, a mi colega y a mí. Nuestras mentes están invariablemente llenas de asuntos militares. ¿No es así, Marino?

Marino, el mayor Rankovic, un hombre alto, delgado, con barba negra y un carácter más bien melancólico, que al parecer dejaba las sonrisas en manos exclusivas de Metrovic, no dijo si era así o no. Parecía preocupado y el motivo de su preocupación era incuestionablemente Giacomo.

—Los invité a venir —dijo Petersen—. Consideré que era lo menos que podía hacer para aliviar un poco la monotonía de sus vidas.

—Vaya, encantados, encantados. —Harrison miró su reloj—. No tardaré, dijiste. ¿A qué llamas no tardar?

—Quería dar oportunidad a George de terminar su historia. Además, me retuvieron. Muchísimas preguntas. Y me detuve en mi cabaña de radio para ver si ustedes no me habían robado nada en mi ausencia. Al parecer, no. Tal vez hayan perdido la llave.

—¿La cabaña de radio? —Sarina miró la puerta en el extremo del cuarto—. Pero no oímos nada. Quiero decir…

—Mi cabaña de radio está a más de cincuenta metros de aquí. No hay ningún misterio. Hay tres radios en el campamento. Una para el coronel. Una para el capitán Harrison. Una para mí. Usted será asignada al coronel. Lorraine viene aquí.

—¿Lo dispuso usted?

—Yo no dispuse nada. Recibo órdenes, como todo el mundo. Lo dispuso el coronel. El destino de Lorraine aquí fue decidido hace varias semanas. No hay ningún secreto. El coronel, por motivos que quizá le parezcan oscuros a usted, pero que yo comprendo muy bien, prefiere que la operadora de la radio del capitán Harrison, como el capitán Harrison mismo, no hable ni comprenda el serbocroata. La base de las convicciones del coronel en cuanto a seguridad reside en no confiar en nadie.

—Usted debe de tener mucho en común con el coronel.

—Encuentro eso un poco injusto, señorita. —Metrovic hablaba otra vez y seguía sonriendo—. Puedo confirmar lo que dijo el mayor. Soy el intermediario, el traductor, si lo prefiere, del coronel y el capitán Harrison. Como el mayor, me eduqué en parte en Inglaterra.

—Suficiente —dijo Harrison—. Dejemos a un lado todo pensamiento mezquino y concentrémonos en cosas más importantes.

—¿Cómo la hospitalidad? —sugirió George.

—Como la hospitalidad, como dices. Tomen asiento, por favor. ¿Qué prefieren, señores… y señoritas, por supuesto?

Cada uno hizo su elección, cada uno, menos el mayor Rankovic. El mayor se acercó al lugar donde estaba sentado Giacomo y le preguntó:

—¿Puedo saber cuál es su nombre?

Giacomo arqueó las cejas con aire intrigado, sonrió y repuso:

—Giacomo.

—Es un nombre italiano, ¿no?

—Sí.

—¿Giacomo qué?

—Sólo Giacomo.

—Sólo Giacomo. —El tono de voz de Rankovic era profundo y áspero—. ¿Le conviene mostrarse misterioso?

—Me conviene ocuparme de mis propios asuntos.

—¿Cuál es su rango?

—También es asunto mío.

—Lo he visto antes. Pero no en el ejército. Rijeka, Split, Kotor, algún lugar de éstos.

—Es posible. —Giacomo seguía sonriendo, pero la sonrisa no incluía ya los ojos—. El mundo es bastante pequeño. Antes era marino.

—Usted es yugoslavo.

Giacomo, como advirtió Petersen, podría haber admitido el hecho con toda facilidad, pero él sabía que no lo haría. Rankovic era un buen militar, pero no tenía nada de psicólogo.

—Soy inglés.

—Miente.

Petersen se adelantó y golpeó a Rankovic en el hombro.

—En su caso, Marino, yo abandonaría mientras esté en ventaja. Aunque debo decirle que no encuentro que esté en ventaja. Rankovic se volvió.

—¿Qué quiere decir? —preguntó

—Quiero decir que todavía está intacto y en una sola pieza. Continúe así y despertará en un hospital, preguntándose si cayó debajo de un tren. Yo puedo atestiguar que Giacomo es inglés. Tiene antecedentes de guerra tan antiguos y tan distinguidos como para avergonzar a cualquier hombre en este cuarto. Mientras ustedes andaban jugando por, las montañas, Giacomo luchó en Francia y Bélgica y África del Norte y el Egeo; y en general, en misiones tan peligrosas que ustedes ni siquiera pueden empezar a imaginar cómo fueron. Mírele la cara, Marino. Mírela y verá allí la cara de la guerra.

Rankovic estudió detenidamente a Giacomo.

—No soy ningún tonto. Nunca cuestioné sus cualidades como soldado. Tenía curiosidad, eso es todo y quizá, como el coronel y usted mismo, no confío en nadie. No quise ofenderlo.

—Y yo no quiero darme por ofendido —dijo Giacomo. Había recobrado su buen humor—. Usted es suspicaz, yo soy susceptible. Mala combinación. Permítame proponer una mejor, o mejor dicho, algo puro, no mezclado. Nunca hay que mezclar el whisky con nada, ¿no, George? ¿Ni siquiera con agua?

—Sacrilegio.

—Tuvo razón en cuanto a un punto, mayor. Soy inglés, pero nací en Yugoslavia. Bebamos por Yugoslavia.

—Brindis con el cual nadie podría estar en desacuerdo —dijo Rankovic. Sin apretones de manos ni seguridades de amistad eterna. En el mejor de los casos, era una tregua. Rankovic, mal actor, seguía teniendo recelos frente a Giacomo.

En cambio Petersen no los tenía.

Mucho más tarde esa noche reinaba ya una atmósfera mucho más cordial y tranquila en el grupo, lo cual era comprensible. Algunos de ellos habían hecho una breve visita a la cantina, a unos cuatrocientos metros de distancia, a comer; Sarina y Lorraine se habían negado —y con razón, como habría de comprobarse después— a afrontar la tormenta de nieve que soplaba afuera. Michael, como cabía prever, había optado por quedarse con ellas y Giacomo, después de un breve cambio de miradas con Petersen, anunció que no tenía apetito. No era necesario que le explicasen abiertamente que aun entre su propia gente, Petersen sospechaba de prácticamente todos cuantos veía.

Comparada con el banquete de mediodía de Josip Pijade, la comida fue un desastre. No era culpa de los cocineros Cetniks: como en otras partes del país asolado, los alimentos escaseaban y era prácticamente imposible obtener nada de buena calidad. Con todo, era evidente la decadencia después de los lujosos lugares de Italia y Mostar y hasta George apenas pudo tragar más de dos bocados del carnero grasiento y los porotos que constituyeron el plato principal, o mejor dicho, único de la cena. Se retiraron tan pronto como pudieron hacerlo sin incurrir en descortesía.

De regreso en la cabaña de radio de Harrison sus relativos sufrimientos fueron olvidados muy pronto.

—No hay nada como el propio hogar —declaró Harrison sin dirigirse a nadie en particular. Si bien habría sido injusto considerarlo ebrio, habría sido justo que alguien hubiese opinado que no estaba sobrio.

Con el vaso en la mano, volcó una mirada apreciativa a su alrededor.

»El néctar me vuelve osado. George me ha dado un informe muy completo de sus actividades durante las dos últimas semanas. Pero no me dijo por qué fueron a Roma en primer lugar. Tampoco trataron de informarme sobre el plinto al volver.

—Es porque yo mismo no lo sabía.

Harrison hizo un gesto comprensivo.

—Tiene sentido. Viajas hasta Roma y vuelves y no sabes por qué.

—No hacía más que llevar un mensaje. No conocía su contenido.

—¿Se puede saber si conoces su contenido ahora?

—Se puede. Lo conozco.

¡Ah! ¿Y se puede conocer ese contenido?

—En tu propio lenguaje, Jame, no puedo decirte si me está permitido o no. Todo lo que puedo decir es que es un asunto estrictamente militar. En un sentido estricto, también, no soy militar ni comandante de tropas. Soy un agente de espionaje. Los agentes de espionaje no libran batallas. Somos demasiado inteligentes como para hacerlo. O cobardes.

Harrison miró sucesivamente a Metrovic y a Rankovic.

—Ustedes son militares. Si debo creer la mitad de lo que me cuentan, libran batallas.

Metrovic sonrió.

—No somos tan inteligentes como Peter. —¿Conocen el contenido del mensaje?

—Por supuesto. La discreción de Peter habla en su favor, pero no es realmente necesaria. En menos de dos días la noticia será conocida por todos en el campamento. Los alemanes, italianos, nosotros mismos y los Ustasa lanzaremos una ofensiva total contra los guerrilleros. Aniquilaremos los dominios de Tito. Los alemanes han dado al operativo el nombre de Operativo Weiss. Sin duda los guerrilleros lo llamarán la Cuarta Ofensiva.

Harrison no se mostró muy impresionado. Con aire de duda, dijo:

—Esto significa, sin duda, que ustedes han lanzado ya tres ofensivas. No llegaron muy lejos, ¿no? Metrovic no se alteró.

—Sé que es fácil decirlo, pero esta vez será realmente diferente. Están acorralados. Como en una trampa. No tienen forma de salir, ni punto al cual desplazarse. No tienen un solo avión, ya sea de caza o bombardero. Nosotros tenemos escuadrillas y más escuadrillas. No tienen tanques o siquiera un cañón antiaéreo eficaz. A lo sumo cuentan con quince mil hombres, la mayoría de ellos muertos de hambre, enfermos y sin adiestramiento. Nosotros tenemos cerca de cien mil, bien adiestrados y en buenas condiciones físicas. Y la debilidad concreta de Tito, su talón de Aquiles, es su falta de movilidad. Se sabe que tiene por lo menos tres mil heridos entre sus filas. No será un combate. No lo veo con alegría, pero será más bien una masacre. ¿Le gusta apostar, James?

—¡No con probabilidades como ésas, no! Como Peter, no afirmo ser militar, ni mucho menos, nunca había visto, siquiera, un uniforme hasta hace tres años, pero si la acción es tan inminente, ¿por qué está bebiendo vino con toda calma, en lugar de estar inclinado sobre sus mapas, colocando banderitas aquí y allá, trazando sus planes de combate o lo que quiera que ustedes deban hacer en casos como éste?

Metrovic se echo a reír.

—Hay tres motivos excelentes. Primero, la ofensiva no es inminente. Faltan más de dos semanas. Segundo, todos los planes están ya listos y las tropas ocupan sus posiciones o bien lo harán dentro de pocos días. Tercero, el ataque principal se lanzará en Bihaé, donde las tropas guerrilleras están concentradas en este momento, y ese punto queda a más de doscientos kilómetros al noroeste de aquí. No participaremos en esta acción: nos quedaremos donde estamos por si los guerrilleros son tan tontos, optimistas o suicidas como para tratar de irrumpir por el sudeste. Impedirles que crucen el Neretva, dada la posibilidad muy remota de que unos pocos rezagados lleguen hasta aquí, sería tan sólo una formalidad.

Metrovic calló y contempló la ventana oscura.

—Puede haber una cuarta posibilidad. Si empeora el tiempo, y aun si continúa como hasta ahora, los planes mejor elaborados del alto comando pueden fallar. Sería inevitable tener que postergar el operativo. Nadie piensa desplazarse por las montañas con estas condiciones imposibles en los días próximos. Esto es seguro. Y los días bien pueden convertirse en semanas.

—Así es, así es —concedió Harrison—. Uno ve por qué usted encara el futuro con cierta fortaleza resignada. Sobre la base de lo que dice, las probabilidades son muy grandes de que ni siquiera llegue a participar. En cuanto a mí, espero que su pronóstico sea correcto. Como dije, no soy un hombre bélico y además, he llegado a sentirme muy bien en este cómodo alojamiento. ¿Y tú, Peter, piensas invernar con nosotros?

—No. Si el coronel no tiene nada para mí por la semana, y no mostró ningún indicio esta noche de tenerlo, me pondré en marcha a la mañana siguiente. Siempre, por cierto, que no nos llegue la nieve a las orejas.

—¿Y hacia dónde, si le está permitido a uno…?

—¿Permitido preguntar? Sí. Un miembro de la inteligencia italiana está mostrando excesivo interés en mí. Está tratando, ya sea de desacreditar o bien de entorpecer mis operaciones. «Ha tratado», mejor dicho. Me gustaría descubrir por qué.

Metrovic dijo:

—¿De qué manera lo intentó, Peter?

—Junto con un grupo de matones bajo sus órdenes nos asaltó en un hotel de Mostar en las primeras horas de la madrugada. Buscaban algo, supongo. Si lo encontraron o no, no lo sé. Poco antes, en el barco que nos traía de Italia, algunos de sus secuaces intentaron un ataque nocturno contra nosotros. Fracasaron, pero no por no haber tratado, pues tenían jeringas y drogas letales que estaban más que dispuestos a usar.

—Vaya, vaya. —Harrison mostró el grado de asombro requerido. ¿Qué sucedió?

—En realidad no fue nada doloroso —dijo George muy satisfecho—. Los soldamos dentro de una cabina en el barco. Lo último que oímos fue que seguían allí.

Harrison miró a George con aire de reproche.

—Olvidaste este detalle en tu conmovedora relación de tus actividades, ¿eh?

—Discreción, discreción.

—Este oficial de informaciones italiano —dijo Metrovic— es, desde luego, un aliado. Con algunos aliados, ¿saben?, no necesitamos enemigos. Cuando uno conoce a este aliado, ¿qué va a hacer? ¿Cuestionarlo, o matarlo? El mayor parecía considerar todo eso como cuestiones muy naturales.

—¿Matarlo? —Sarina los miró y se quedó escandalizada—. ¡Ese hombre tan simpático! ¡Matarlo! Creí que le tenían más bien simpatía.

—¿Simpatía? Es razonable, de buena presencia, sonriente, de expresión franca, tiene un apretón de manos firme y mira directamente a los ojos. Cualquiera puede decir de inmediato que es un miembro de las clases criminales. Estaba preparado para matarme, por poder, diré, por intermedio de su matón Alessandro, lo que hace de su acción algo mucho más horrible aún, de modo que ¿por qué no habría de estar yo preparado para liquidarlo? Pero no pienso liquidarlo, por lo menos en seguida. Sólo quiero hacerle algunas preguntas.

—Pero… pero quizá no pueda encontrarlo.

—Lo encontraré.

—¿Y si se niega a responder?

—Responderá. —En su tono había la misma certeza fría.

Sarina se tocó los labios con el dorso de la mano y calló. Metrovic, con expresión pensativa, dijo:

—Usted no es hombre de hacer preguntas, a menos de tener bastante certeza de las respuestas antes de comenzar. Está buscando la confirmación de algo. ¿No podría haber obtenido esa confirmación en el hotel que mencionó?

—Por supuesto. Pero no quería dejar el tendal de cadáveres allí, cadáveres que no habrían sido en su totalidad de ellos. Había prometido entregar este lote intacto primero. Todo a su debido tiempo. ¿Confirmación? Quiero la confirmación de por qué Italia planea abandonar esta guerra. Que quieren apartarse de ella es algo de lo que no tengo la menor duda. Su pueblo nunca deseó esta guerra. Su armada, ejército y fuerza aérea tampoco la querían. ¿Recuerdan cuando el ejército de Wavell en África del Norte rebasó las fuerzas italianas? Había una fotografía tomada en seguida del último combate, fotografía que ha adquirido una fama mundial. Mostraba a un millar de prisioneros italianos conducidos a sus recintos cerrados por alambre de púa bajo la custodia de tres soldados británicos. El sol quemaba tanto que los soldados habían cargado a tres de los prisioneros con sus propios rifles para que se los llevasen. Esto resume, más o menos, la actitud italiana frente a la guerra. Con una causa que se encuentre próxima a su corazón, los italianos son tan valientes como cualquier otro pueblo del mundo. Esta causa no les llega mucho al corazón. En realidad no puede estar más lejos de él. Esta es la guerra de Alemania y no les gusta pelear la guerra de Alemania, porque fundamentalmente no les gustan los alemanes. Tanto los italianos como los británicos han señalado una y otra vez que los italianos son, en el fondo, probritánicos. La verdad es, por supuesto, que son proitalianos.

»Nadie tiene mayor conciencia de este hecho que el alto comando italiano. Pero hay más, desde luego, que simple patriotismo. No 'faltan inteligencias de primera clase en el alto comando italiano, y mi convicción es que están convencidos, en esta etapa inicial, de que los alemanes perderán la guerra, Petersen miró a todos y agregó:

—Quizá no la compartan ustedes, ni yo personalmente, pero esto no viene al caso. Lo que importa es que estoy convencido de que ellos lo creen y que están tratando de encontrar el camino de una transacción, no hallo una palabra mejor, con los norteamericanos y los británicos. Esta transacción tomaría, desde luego, la forma de una rendición incondicional, pero en el fondo no sería tal cosa. Implicaría la colaboración total por parte de los italianos en cada uno de los operativos de las fuerzas norteamericanas y británicas que no impliquen lucha en las líneas del frente.

—Parece muy seguro de esto, Peter —dijo Metrovic—. ¿Cómo puede estar tan seguro?

—Tengo acceso a fuentes de información que no tiene ninguno de ustedes. Estoy en contacto permanente tanto con las fuerzas italianas como con las alemanas en este país y, como ustedes saben, hago frecuentes visitas a Italia, donde he conversado con centenares, sí, centenares de italianos, tanto militares como civiles. No soy ni literalmente sordo ni figurativamente mudo. Sé, por ejemplo, que la inteligencia italiana y la alemana apenas se dirigen la palabra, y por cierto no confían la una en la otra ni siquiera para ir a la esquina de la calle más próxima.

»El general Granelli, jefe de la inteligencia italiana y patrón de Cipriano, Cipriano es este mayor de informaciones de quien hablé, es un personaje malvado y tortuoso, pero de una inteligencia excepcional. Conoce la situación y las opciones tan bien como cualquiera y no abriga dudas de que los alemanes caerán en medio de una nube de polvo y de llamas, y no tiene la intención de caer con ellos. Además está bastante seguro de que yo sé muy bien cuál es la situación real y de que si comienzo a expresar mis dudas, mejor dicho, mis convicciones, en voz demasiado alta, podría representar un verdadero peligro para él. Creo que en dos ocasiones estuvo a punto de hacerme eliminar y dos veces cambió de idea a último momento. Sé que habrá una tercera vez, una razón para que desee irme de aquí, antes de que Cipriano o algún otro llegue con el disfraz de aliado leal, desde luego, y arregle algún accidente del que yo sea la víctima. Pero la razón principal de mi partida es la de llegar a su hombre de enlace antes de que él llegue hasta mí.

—¿Enlace? ¿Enlace? —Harrison movió la cabeza, intrigado—. Hablas en acertijos, Peter.

—Es un acertijo cuya respuesta es cosa de niños. Si los alemanes caen, ¿quién más caerá junto con ellos?

—¡Aaaah!

—Como acabas de decir, «Aaah». Todos los que lucharon con ellos, éstos son los que caerán. Incluidos nosotros. Si tú fueses el general Granelli y tuvieses la vista aguda de Granelli frente al futuro, ¿a cuál de las fuerzas opositoras de Yugoslavia apoyarías?

¡Por Dios! —Harrison parecía atónito. Miró a su alrededor. Los otros, aunque menos atónitos, tenían en su mayoría una expresión pensativa, entre ellos Rankovic y Metrovic—. ¿Lo que estás diciendo es que Granelli y su mayor Cipriano trabajan directamente con los guerrilleros y que Cipriano es el maestro de los dobles agentes?

Petersen se frotó el mentón con una mano, miró brevemente a Harrison, suspiró, se sirvió algo más de vino tinto. Pero no se dignó responder.

La cabaña de radio de Petersen no era comparable en tamaño ni en magnificencia con la de Harrison, que habían abandonado unos minutos antes, en una partida Este y los dos oficiales Cetniks estaban sumidos en un profundo ensimismamiento, Sarina y Lorraine, por su expresión, ya que no por sus palabras, demostraban con claridad que su aversión hacia Petersen no sólo había vuelto, sino que se encontraba en un proceso de intensificación mayor que nunca, y Alex y Michael, como siempre, no tenían nada que decir. Los dos conversadores maestros, George y Giacomo, habían luchado con denuedo, pero por poco tiempo. Era una causa perdida. La cabaña podría haber sido bastante grande como para alojar un solo automóvil, pero siempre que el vehículo fuese pequeño. Tres camas, una mesa, tres sillas, una cocinita, y nada más: el cuarto de radio era un espacio diminuto al lado.

—Estoy triste y preocupado —dijo George—. Profundamente preocupado —repitió y se sirvió un gran vaso de vino tinto, que bebió hasta la mitad al parecer de un solo trago interminable, para probar lo preocupado que estaba—. Triste, sería la palabra. Comprender que la vida de uno y la obra de toda la vida de uno ha sido un fracaso es una píldora difícil de tragar. El daño al orgullo y al amor propio es irreparable. El efecto, en su conjunto, es abrumador.

—Sé lo que quiere decir —dijo Petersen con tono comprensivo—. Yo he sentido lo mismo.

Era como si George no lo hubiese oído.

—¿No habrás olvidado aquellos días en que eras mi alumno en Belgrado?

—¿Quién podría olvidarlos? Como tú mismo dijiste, no más de cien veces, un solo paseo contigo por los parques poblados de rosales de nuestro paraíso académico era una experiencia que nunca me abandonará.

—¿Recuerdas los preceptos que predicaba, las verdades eternas que atesoraba? El honor, la modestia, la franqueza, la pureza espiritual, el corazón limpio, el odio abierto a la mentira, al engaño, a la falta de honradez. Debíamos marchar, como recordarás, por las tinieblas de este mundo guiados tan sólo por la luz de la llama eterna de la verdad…

—Sí, George.

—Como hombre, estoy quebrantado.

—¡ Qué pena, George!