Capítulo 5

Eran las O3:3O cuando Petersen despertó. Así se lo decía su reloj. No tendría que haber podido ver la esfera, porque había apagado la luz antes de dormirse. Ahora no estaba apagada, pero lo que lo despertó no fue la luz, sino algo duro y frío apretado con fuerza contra su pómulo derecho. Sin mover la cabeza, volvió la mirada hasta ver al hombre sentado en una silla junto a la cama y sosteniendo el arma. Vestía un traje gris muy bien cortado, tenía algo más de treinta años, un bigote cuidadosamente recortado, el que hizo famoso a Ronald Colman antes de la guerra, una tez lisa y limpia, una sonrisa simpática y ojos de un azul pálido y glacial. Petersen extendió una mano con gran cautela y desvió el caño de la pistola.

—¿Tiene que apuntarme a la cabeza con eso? ¿Con tres de sus compañeros matones armados hasta los dientes?

En verdad había otros hombres en el cuarto. En contraste con su jefe, formaban un grupo de gente desaliñada y de mala traza, vestida con uniformes vagamente paramilitares, pero el aspecto contaba poco junto al hecho de que estaban armados con metralletas.

—¿Compañeros matones? —El hombre sentado en la silla parecía dolido—. ¿De modo que también yo lo soy?

—Sólo los matones apoyan pistolas en la cabeza de un hombre dormido.

—Vamos, vamos, mayor Petersen. Tiene fama de ser un hombre sumamente peligroso y violento. ¿Cómo podemos saber que no tiene una pistola cargada en la mano debajo de esa manta?

Petersen retiró lentamente la derecha de debajo de la frazada y mostró la palma vacía.

—La tengo debajo de la almohada —dijo.

—Ah, ya veo. —El hombre apartó la pistola—. Uno siempre respeta a un profesional.

—¿Cómo entró? Cerré la puerta con llave.

—El señor Pijade se mostró muy comedido. —Pijade era el apellido de Josip.

—¿En serio?

—Hoy en día no se puede confiar en nadie. —También yo lo he comprobado.

—Empiezo a creer en lo que dicen de usted. No está preocupado, ¿eh? Ni siquiera le preocupa quién pueda ser yo.

—¿Por qué habría de preocuparme? No es ningún amigo. Es lo único que me importa.

—Puede que no sea un amigo. Y puede que lo sea. En realidad no lo sé todavía. Soy el mayor Cipriano. Tal vez haya oído hablar de mí.

—Sí. Ayer, por primera vez. Le tengo lástima, mayor, en serio se lo digo, pero querría estar en otra parte. Soy una de esas almas sensitivas que se sienten incómodas en una sala de hospital. En presencia de enfermos, quiero decir.

—¿Enfermos? —Cipriano se mostró levemente sorprendido, pero mantuvo la sonrisa.

—¿Yo? Estoy perfectamente bien.

—Físicamente, sí, sin duda. Pero en otros aspectos está enfermo, lamentablemente enfermo. Cualquiera que trabaje como brazo armado de ese canalla sádico y malvado, el general Granelli, tiene que estar psíquicamente enfermo. Y todo el que emplee como su propio brazo armado a un envenenador psicópata como Alessandro tiene que ser él mismo un sádico, un candidato a ocupar una celda de máxima seguridad en un manicomio.

—¡Ah, sí! Alessandro. —Cipriano debía de ser un hombre que no se ofendía con facilidad, o bien, si se ofendía, era demasiado listo para dejarlo ver—. Me dio un mensaje para usted.

—Me sorprende. Pensé que su envenenador y venenoso amigo no estaba en condiciones de enviar mensajes. ¿Lo vio, entonces?

—Desgraciadamente, no. Todavía está envasado en el camarote de proa del Colombo. Hay que admitir, mayor Petersen, que usted no es hombre de hacer cosas a medias. Pero hablé con él. Dice que cuando vuelva a encontrarlo, usted tardará muchísimo en morir.

—No me encontrará. Lo abatiré como a un perro rabioso. Y ya no quiero hablar de su amigo el psicópata. ¿Qué quiere de mí?

—Todavía no estoy muy seguro. Dígame. ¿Por qué alude todo el tiempo a Alessandro como a un envenenador?

—¿Usted no lo sabe?

—Quizá. Si supiese de qué habla usted.

—¿Sabia usted que llevaba consigo granadas con gas?

—Sí.

—¿Sabía que llevaba además un bonito equipo quirúrgico con agujas hipodérmicas y cápsulas de líquidos que provocan la pérdida del conocimiento, alguna forma de escopolamina, según pienso?

»¿Sabía, en fin, que tenía otras ampollas cuyo contenido, al ser inyectado provoca la muerte de la víctima en medio de alaridos de dolor?

Cipriano había dejado de sonreír.

—Eso es mentira —dijo.

—¿Puedo bajar de la cama? —Cipriano asintió. Petersen se acercó a su mochila, sacó la caja de metal que había retirado del equipo de Alessandro, se la entregó a Cipriano y dijo:

—Vuelva con esto a Roma o a donde sea, y haga analizar el contenido de esas ampollas. En su caso, no bebería ni me inyectaría ninguna de ellas. Amenacé a su amigo con inyectarle el contenido de la que falta y se desmayó de terror.

—No sé nada de esto.

—Le creo. ¿Dónde puede haber obtenido Alessandro ese veneno mortal?

—Tampoco lo sé.

—Eso no lo creo. Bien. ¿Qué desea de mí?

—Quiero que nos acompañe. —Cipriano lo llevó por el comedor, donde estaban ya reunidos los seis compañeros de Petersen bajo el ojo vigilante de un joven oficial italiano y cuatro soldados armados.

—Quédese aquí —le dijo Cipriano—. Sé que es demasiado profesional para intentar alguna tontería. No tardaremos.

George, como cabía esperar, estaba sentado tranquilamente en una silla tallada, con un jarro de cerveza en la mano. Alex tenía una muda expresión de asesino. Giacomo parecía simplemente pensativo. Sarina tenía la boca apretada y estaba pálida, mientras que la sociable Lorraine, inesperadamente, estaba impasible al parecer. Petersen agitó la cabeza.

—Vaya, vaya. Qué grupito formamos aquí. El mayor Cipriano acaba de decirme que soy profesional. Si…

—¿Ese era el mayor Cipriano?

—Es lo que dice.

—Se mueve con rapidez. No tiene aspecto de mayor Cipriano.

—Tampoco habla como un mayor Cipriano. Como estaba por decir, George, si fuese un profesional habría apostado un centinela, un centinela que patrullase el lugar. Mea culpa. Pensé que estábamos seguros aquí.

—¡Seguros! —dijo Sarina con muchísimo desdén.

—Bien, no pasó nada, espero.

—¡No pasó nada!

Petersen abrió los dedos.

—Siempre hay compensaciones. Usted… y Lorraine querían verme en, digamos, una posición desairada. Bien, ahora me ven así. ¿Les gusta? —No hubo respuesta—. Dos cosas. Me asombra que te hayan sorprendido, Alex. Eres capaz de oír la caída de un alfiler.

—Apuntaron una pistola a la cabeza de Sarina.

—¡Ah! ¿Y dónde está nuestro buen amigo Josip?

—Buen amigo suyo —dijo Sarina con acritud—. Debe de estar ayudando a Cipriano y sus hombres a buscar lo que buscamos nosotros.

—¡Mi Dios! Qué pobre opinión… qué opinión tan apresurada… de mi amigo.

—¿Quién les avisó que estábamos aquí? ¿Quién los dejó entrar? ¿Quién les dio las llaves o la llave maestra de nuestros dormitorios?

—Un día de éstos —dijo Petersen tranquilamente— alguien le dará un palo en la cabeza, señorita. Tiene una lengua viperina y está siempre demasiado pronta a juzgar y a condenar. Si ese soldado con la pistola contra su cabeza hubiese tomado el tiempo necesario para apretar el gatillo, estaría muerto en este momento. Desde luego, usted también. Nadie los dejó entrar… Josip nunca cierra con cerrojo su puerta de entrada. No sé quién les avisó. Lo descubriré. Pudo haber sido usted.

—¡Yo! —Sarina lo miró indignada, primero, y luego, furiosa.

—Nadie está libre de toda sospecha. Usted dijo más de una vez que no confío en usted. Si lo dijo, tiene que haber tenido razones para pensar que abrigo ciertas reservas frente a usted. ¿Cuáles son esas reservas?

—Tiene que estar loco. —Sarina no estaba enojada ya, sino más bien desconcertada.

—Palideció de pronto. ¿Por qué palideció?

—Deje tranquila a mi hermana. —La voz de Michael fue un grito indignado—. ¡No hizo nada! Déjela en paz. ¿Sarina, criminal? ¿Sarina, traidora? Tiene razón, usted tiene que estar loco. Deje de atormentarla. ¿Quién diablos cree que es?

—Soy un oficial del ejército que no vacilaría en instruir a un soldado raso e inexperto, un niño, diría más bien, en los rudimentos de la disciplina. Diré que por fin veo un asomo de energía en usted, pero me temo que sea inoportuna y puesta en un mal objetivo. Entretanto, de-be conformarse con la idea de que usted no está bajo sospecha.

—Se supone, entonces, que debo estar contento con eso, mientras Sarina está bajo sospecha.

—No me importa si usted está contento o no. —Escuche, Petersen…

—¿Petersen? ¿Quién es Petersen? Para el soldado raso, soy el mayor Petersen. O bien «señor». —Michael no replicó—. No está bajo sospecha porque después de haber trasmitido su mensaje a Roma ayer por la mañana puse fuera de combate su equipo de radio. Podría haber utilizado el de su hermana esta noche, pero no habría tenido valor suficiente, sobre todo después de haber sido sorprendido la noche anterior. Creo que usted no es muy inteligente, pero la inferencia es obvia. Alex, una palabra.

Mientras los hermanos se miraban con una mezcla de aprensión, perplejidad y consternación, Alex atravesó la habitación y escuchó lo que tenía que decirle Petersen.

—¡Basta! —dijo con voz perentoria el oficial joven italiano. Petersen lo miró con aire paciente.

—¿Basta? —repitió.

—Basta de hablar.

—¿Por qué habría de dejar de hablar? Acaba de dejarme hablar con este muchacho y su hermana.

—Entonces comprendí lo que decían. Pero no comprendo el serbocroata.

—Su falta de cultura no es asunto mío. Para empeorar su estado de ignorancia, no estábamos hablando serbocroata, sino un dialecto eslavo que sólo comprenden este soldado que está aquí, el señor gordo con el jarro de cerveza y yo. ¿Cree, tal vez, que estamos planeando un ataque suicida contra usted, tres hombres desarmados contra cuatro ametralladoras y una pistola? No es posible que esté tan loco que imagine que nosotros estamos tan locos. ¿Qué rango tiene?

—Teniente. —El oficial estaba muy rígido, y era un teniente muy correcto y muy joven.

—Los tenientes no dan órdenes a los mayores.

—Usted es mi prisionero.

—Todavía no me han informado en ese sentido. Aunque lo fuese, y no lo soy desde el punto de vista legal, sería prisionero del mayor Cipriano, y él me consideraría como un prisionero muy importante, al que no debe molestarse ni perjudicarse de manera alguna, de modo que no se moleste en mirar a sus hombres. Si cualquiera de ellos intenta separarnos o impedirnos hablar, le quitaré el arma y se la romperé en la cabeza. Y entonces quizás usted tenga que disparar sobre mí. Comparecerá ante una corte marcial, lo detendrán y después, según las cláusulas de la convención de Ginebra, lo pondrán frente a un pelotón de ejecución. Claro es que usted conoce todo esto, ¿no? —Petersen esperaba que el teniente no lo conociera, ya que él mismo no tenía la menor idea de nada, pero al parecer tampoco el muchacho lo sabía, pues desistió de tomar alguna medida.

Petersen conversó con Alex apenas un minuto, se dirigió luego al fondo del bar, recogió de allí una botella y un vaso, sin que el joven teniente levantase siquiera la ceja, ya que quizás estaba preguntándose cuántos hombres habrían integrado su pelotón de ejecución, y se sentó a una mesa con George. Hablaron en tono bajo pero con gran seriedad y lo hacían aún cuando volvió Cipriano con sus tres soldados, Josip y su mujer Marija. Cipriano tenía una expresión menos optimista y confiada, una sonrisa decididamente melancólica.

—Me alegro de que estén divirtiéndose —dijo.

—Quizá nuestro enojo por haber sido turbado nuestro sueño podría ser un poco justificado. —Petersen volvió a llenar su vaso—. Ocurre que tenemos espíritu de perdón y nos sentimos tranquilos y serenos con nuestra conciencia. ¿Podemos invitarlo a un último trago con nosotros? Estoy seguro de que lo ayudaría a formular mejor sus disculpas.

—Nada de trago, gracias, pero tiene razón al decir que le debo una disculpa. Acabo de hacer un llamado telefónico.

—A los hombres sabios de su estado mayor de informaciones, sin duda.

—Sí. ¿Cómo lo sabía?

—¿De dónde más puede provenir la información inexacta? Nosotros, como usted sabe, estamos en la misma línea de actividades y nos sucede lo mismo todo el tiempo.

—Lamento de verdad haberle causado inconvenientes por culpa exclusiva de una falsa alarma sin importancia.

—¿Qué falsa alarma?

—Unos papeles que faltaban de nuestro cuartel general en Roma. Algún genio mal dirigido de la plana mayor misma del general Granelli —no se todavía quién fue, pero pienso averiguarlo hoy mismo— decidió que habían caído, si cabe usar esa palabra, en manos de usted o de alguien de su grupo, papeles importantísimos, de máxima reserva.

—Todos los papeles que se pierden son de máxima reserva. Yo mismo tengo conmigo algunos, pero le aseguro que no fueron robados; y hasta qué punto son secretos máximos o importantes, no lo sé.

—Estoy enterado de esos papeles. —Cipriano agitó una mano con aire despreocupado y sonrió—. Como seguramente también lo está usted. Esos otros, mucho más importantes, nunca salieron de la caja de seguridad en Roma. Simplemente un empleado descuidado envió a archivar documentos de máxima seguridad.

—¿Puedo preguntarle de qué tratan?

—Puede preguntar y ésa será toda la respuesta que obtenga: que son secretos. Yo no lo sé, y aunque lo supiera, no se lo diría a usted. Le deseo una noche apacible… o bien lo que resta de la noche. Y nuevamente, le ofrezco mis disculpas, mayor Petersen.

—Adiós. —Petersen estrechó la mano que le tendieron—. Mis respetos al coronel Lunz.

—Se los trasmitiré. —Cipriano frunció el entrecejo—. Apenas conozco al hombre.

—En ese caso, recuerdos a Alessandro.

—Le daré algo más que recuerdos. —Cipriano se volvió hacia Josip y le dio la mano—. Muchas gracias, señor Pijade. Nos ayudó mucho. No lo olvidaremos.

Fue Sarina, quien era cualquier cosa menos apocada, que quebró el silencio que siguió a la partida de Cipriano y sus hombres.

—Gracias, señor Pijade. Nos ayudó mucho, señor

Pijade. No lo olvidaremos, señor Pijade —repitió. Josip la miró intrigado y preguntó a Petersen:

—¿Se dirige a mí la señorita?

—Creo que se dirige a todos.

—No comprendo.

—Creo que ella tampoco. La señorita, como la llama usted, está bajo la impresión absurda de que usted notificó al mayor Cipriano —suponemos que ella sospecha que lo hizo por teléfono— acerca de nuestra presencia aquí y que lo condujo con sus hombres en una visita guiada al local, distribuyendo llaves donde hacía falta. Es posible, desde luego, que esté tratando de desviar la atención de todos frente a la sospecha de que la culpable es ella misma.

Sarina hizo además de querer hablar, pero Marija indignada, no se lo permitió. En tres pasos rápidos estuvo frente a Sarina, repentinamente llena de temor. Los puños con nudillos de color marfil y los brazos rígidos a los costados indicaban con elocuencia la indignación de la mujer: tenía una expresión tormentosa en los ojos y cuando habló lo hizo con los dientes apretados.

—Una cara tan bonita, querida —es difícil no silbar cuando se tienen los dientes apretados—. Una piel tan delicada. Con estas uñas tan largas que tengo… ¿Debo destrozarte la cara porque afrentaste el honor de mi marido? ¿O bastarán unos bofetones, unos buenos bofetones, para alguien como tú? —En técnica de expresar desprecio, Marija Pijade no necesitaba lecciones de nadie.

Sarina calló. La expresión aprensiva dio lugar ahora a otra de un temor próximo al shock.

—Un soldado… no el mayor, hombre civilizado que además no estaba aquí… me apuntó con su pistola. —Con un gesto dramático, levantó el brazo derecho y se apretó la nuca con el índice—. No, apuntó, no. Apretó. Apretó fuerte. Tres segundos, dijo, para que mi marido entregara la llave maestra. Estoy segura de que no habría disparado, pero Josip entregó la llave en seguida. ¿Lo culpas?

Lenta, humildemente, Sarina hizo un gesto negativo.

—¿Pero sigues pensando que Josip los traicionó?

—No. No sé qué pensar, pero he dejado de pensar eso. Sencillamente no sé ya qué pensar. Disculpe, Marija. Le pido perdón. —Sarina sonrió con aire atemorizado—. Un soldado me amenazó también con su pistola. La apretó contra mi oreja. Tal vez eso no contribuya mucho a que uno pueda pensar con claridad.

La furia fría de Marija fue reemplazada por un aire calculador y, por fin, por otro de preocupación. Dando un impulsivo paso hacia adelante, abrazó a la muchacha y comenzó a acariciarle el pelo.

—Creo que ninguno de nosotros piensa con claridad. ¡George! —dijo por sobre el hombro de Sarina—. ¿En qué piensa?

—En Sljivovica —dijo George con firmeza—. La panacea universal. Si leemos la leyenda en la etiqueta de una botella de Pellegrino…

—¡George!

—En seguida.

Josip se frotó un mentón azulado y sin afeitar.

—Si Sarina y yo no somos los culpables, no estamos más cerca de la respuesta que antes. ¿Quién habló, entonces? ¿No tienes ninguna sospecha, Peter?

—No. No hace falta. Sé quién fue.

—Sabes quién… —Josip se volvió hacia el bar, levantó una botella de Sljivovica de la bandeja que estaba preparando George, llenó un vasito, lo apuró en dos tragos y cuando terminó, tosiendo y medio ahogado, preguntó:

—¿Quién?

—No estoy preparado para decirlo por ahora. No es porque tenga la intención de prolongar la ansiedad, aumentar la tensión y dar al culpable o a la culpable más cuerda para colgarse ni ninguna otra insensatez como ésas. Es porque por ahora no puedo probarlo…; por ahora, dije. Ni siquiera estoy seguro de querer probarlo. Quizá la persona en quien estoy pensando obedeció a un impulso equivocado o la acción puede haber sido involuntaria y accidental o aun cometida con los mejores móviles, desde luego, desde el punto de vista de la persona en cuestión. En contraste con Sarina, no me inclino mucho por los juicios ni por las condenas apresuradas.

—¡Peter! —Había una advertencia en el tono de Marija, un tono casi autoritario. Seguía rodeando los hombros de Sarina con un brazo.

—Perdón, Marija. Perdón, Sarina. Es mi lado antipático que surge a la superficie. De paso, si ustedes quieren ir a acostarse, vayan, por supuesto. Pero no tenemos ya prisa. Hay cambio de planes. No partiremos hasta las primeras horas de la tarde de mañana. Y de ninguna manera antes. Giacomo, ¿puedo hablar a solas con usted?

—¿Tengo alternativa?

—Claro. Siempre puede decir «no».

Giacomo desplegó su ancha sonrisa, se levantó y metió una mano en el bolsillo.

—Josip, si pudiese comprar una botella de ese excelente vino tinto…

Josip se mostró un poco ofendido.

—Los amigos de Peter Petersen jamás pagan por nada en mi hotel.

—Quizá yo no sea su amigo. Quiero decir, quizá él no sea mi amigo. —La idea pareció divertir muchísimo a Giacomo—. De todos modos, gracias.

Levantó entonces una botella y dos vasos del mostrador del bar, se dirigió a una mesa algo alejada, sirvió vino y dijo con tono de admiración:

—Esa Marija. Qué mujer… No es un sargento, pero tampoco una violeta llena de modestia. Cambia de idea con bastante rapidez, ¿no?

—Diría que es poco comunicativa, ¿no?

—Sí, ni más ni menos. Parece conocerlo bastante bien. ¿Hace mucho que lo conoce?

—Me conoce bien, y desde hace mucho. —Petersen habló con cierta emoción—. Veintiséis años, tres meses y unos días. El día en que nací. Es mi prima. ¿Por qué lo pregunta?

—Por curiosidad. Empiezo a preguntarme si usted conoció a todos en el valle. Bien, sigamos con la inquisición. De paso, quiero decir que me honra ser el principal sospechoso y o el villano predilecto.

—Usted no es ni sospechoso ni villano de la obra. Se equivocó en cuanto al reparto. Si quisiera, digamos, deshacerse de George o de Alex o de mí o bien meter las manos en algo que según supone está en nuestro poder, recurriría a un arma contundente. Los llamados furtivos o los datos pasados con sigilo no forman parte de su carácter. La tortuosidad tampoco es una de sus herramientas de trabajo.

—Gracias, gracias. Pero esto me desilusiona. Entiendo que quiere hacerme algunas preguntas.

—Si me lo permite.

—Preguntas sobre mí, sin duda. Hágalas. No, no las haga. Seré yo quien le dé mi historia profesional. Detrás de mí se oculta una existencia intachable. Mi vida es un libro abierto.

»Tiene toda la razón. Soy montenegrino. Mi nombre de pila era Vladimir. Yo prefiero el de Giacomo. En Inglaterra me llamaban «Johnny». Sigo prefiriendo Giacomo.

—¿Vivió usted en Inglaterra?

—Soy inglés. Parece algo confuso, pero en realidad, no lo es. Antes de la guerra era segundo oficial en la marina mercante, la marina yugoslava, quiero decir. Conocí a una muchacha canadiense, hermosísima, en Southampton y dejé mi barco. —Lo dijo como si hubiese sido lo más natural del mundo y Petersen comprendía bien que para un hombre como él, ese había sido el caso—. Al principio no hubo mucha dificultad en permanecer en Inglaterra, pero había encontrado a un patrón excelente y comprensivo que trabajaba con un contrato de buceo para el gobierno y que era un experto en este oficio. Yo me había diplomado como buzo antes de incorporarme a la marina mercante. Más tarde me casé…

—¿Con la misma mujer?

—La misma. Me naturalicé en agosto de 1939 y me incorporé a las fuerzas al estallar la guerra al mes siguiente. Por contar con un certificado de capitán de ultramar y ser buzo diplomado que podría haber sido útil en tareas tales como la adhesión de minas de las llamadas «lapas» en los barcos de guerra amarrados en puertos enemigos y ser candidato natural para la Armada, fue inevitable, me imagino, que me asignasen a la infantería. Fui a Europa, regresé por vía Dunquerque y volví a partir para Medio Oriente.

—Y desde entonces anda por estas regiones. ¿Sin licencia?

—Sin licencia.

—De modo que hace dos años que no ve a su mujer. ¿Familia?

—Mellizas. Una nació muerta. La otra murió a los seis meses. De poliomielitis. —El tono de Giacomo era tranquilo, casi despreocupado—. Al principio del verano de 1941, mi mujer murió en una incursión de la Luftwaffe sobre Portsmouth.

Petersen hizo un gesto comprensivo, pero no dijo nada. No había nada que decir. Uno se preguntaba cómo podía un hombre como Giacomo sonreír tanto, pero la intriga no duró mucho tiempo.

—Estaba con el Octavo Ejército. Grupo de Rifleros del Desierto. Y entonces algún genio descubrió que en realidad era marino y no soldado y me incorporé al Servicio Especial de Jellicoe en el Egeo. —Los dos servicios eran arriesgados y requerían expertos, como lo sabía Petersen. No tenía objeto preguntar a Giacomo qué le hizo ofrecer sus servicios como voluntario—. Y entonces otro genio descubrió algo más sobre mí, que era yugoslavo, y me llamaron de regreso a El Cairo a escoltar a Lorraine a su punto de destino.

—¿Y qué sucederá una vez que la haya entregado en su punto de destino?

—Cuando la haya entregado usted, querrá decir. Terminó mi responsabilidad. Desde ahora me siento y descanso y paseo. Creían que yo era el hombre más indicado para esta misión, pero no sabían que tendría la suerte de encontrarme con usted. —Giacomo se sirvió más vino, se echó hacia atrás en su asiento y sonrió abiertamente—. No tengo ni un solo primo en toda Bosnia.

—Si esto es una suerte, espero que se mantenga. Mi pregunta, Giacomo.

—Desde luego. Después. Volvería feliz, ahora, con la conciencia tranquila, pero tengo un recibo o algo así para este hombre Mihailovic. Creo que quieren que reanude mis tareas de buceo. No es difícil adivinar por qué… Seguramente ha sido el mismo genio que descubrió que era un ex marino. Como dijo Michael en aquella posada de montaña, este mundo es extraño. Pasé más de tres años luchando contra los alemanes y en un par de semanas estaré haciendo lo mismo. Este interludio, en el que estoy más o menos peleando con los alemanes, aunque no creo que llegue a ver un solo alemán en Yugoslavia, no me gusta nada, se lo aseguro.

—Usted oyó lo que le dijo George a Michael. No hay por qué volver sobre el asunto. El interludio es sumamente breve, Giacomo. Se despide de su carga en un mar de lágrimas, tratando de no sonreír, y luego, adiós, vuelta al Egeo.

—¿Tratando de no sonreír? —Giacomo estudió el contenido de su vaso—. Sí, quizá. Sí, y no. Si éste es un mundo extraño, ella es una chica extraña en una guerra extraña. Poco sociable… como su prima. Temperamental. De aspecto patricio, pero con bastantes carencias en materia de sangre fría de patricia. Fría, altanera, aun lejana en un momento dado, es capaz de ser cordial y aun afectuosa, en el siguiente.

—Lo de afectuosa es algo que no he advertido hasta ahora.

—Por mi parte he advertido cierta falta de relación positiva entre ustedes dos. Sabe ser dulce y mostrar mal genio al mismo tiempo, lo cual no deja de ser una hazaña. Muy poco inglés como rasgo. Supongo que sabe que es inglesa. Usted parece saber bastante acerca de ella.

—Sé que es inglesa porque me lo dijo George. También me dijo que usted es montenegrino.

—¡Ah, nuestro profesor de idiomas!

—Lingüista notable con un oído notable. Probablemente podría darle la dirección de su propio domicilio.

—Ella me dice que usted conoce a este capitán Harrison para quien va a trabajar.

—Lo conozco bien.

—Ella también. Trabajó con él antes. En época de paz. En Roma. Era gerente de una sucursal italiana de una compañía británica de rulemanes. Fue su secretaria.

Y fue allí donde aprendió a hablar italiano. Al parecer el hombre le gusta mucho.

—Al parecer le gustan mucho los hombres. Punto. Todavía no cayó en sus redes, ¿no, Giacomo?

—No. —Otra vez la ancha sonrisa—. Pero estoy tratando de caer.

—Bien, muchas gracias. —Petersen se levantó—. Con su permiso —dijo y se acercó al lugar donde estaba sentada Sarina—. Quiero hablar con usted —le dijo—. A solas. Sé que suena algo amenazador, pero no es amenazador, en realidad.

—¿Sobre qué?

—Qué pregunta tonta. Si quiero hablar a solas es porque no hablo en público.

Sarina se levantó y Michael, también.

—No va a hablar con ella sin mí —dijo a Petersen.

Con un suspiro George se levantó a su vez, se aproximó a Michael, apoyó dos manos como jamones en los hombros del muchacho y lo obligó a sentarse otra vez en su silla con la facilidad con que lo habría logrado con un chico.

—Michael, usted no es más que un soldado raso. Si estuviese en el ejército norteamericano sería un soldado raso de segunda clase. Yo soy sargento mayor de un regimiento, por ahora. Pero el rango cuenta. No veo por qué tiene que molestar al mayor. No veo por qué deba molestarme a mí. ¿Por qué habría de molestarnos? No es ya un chico. —Extendiendo una mano hacia atrás, tomó un vaso de marrasquino de la mesa y se lo pasó a Michael, quien lo tomó con aire hosco, pero no bebió.

—Si raptan a Sarina, todos sabremos quién fue.

Petersen llevó a la muchacha al cuarto de ésta. Dejó la puerta entreabierta, miró luego a su alrededor, pero con el aire de quien piensa encontrar algo, y olfateó el aire. Sarina lo miró con frialdad y habló también fríamente.

—¿Qué está buscando? ¿Qué está oliendo? Todo lo que dice, todo lo que hace es desagradable, feo, autoritario, soberbio, humillante…

—Vamos, vamos. Soy un ángel guardián. No se habla así al ángel guardián.

—¡Angel guardián! Además, dice mentiras. Estaba mintiendo en el comedor. Sigue creyendo que yo mandé el mensaje por radio.

—Ni lo creo ahora ni lo creía antes. Es demasiado buena persona como para hacer algo tan torcido como eso. —Sarina lo miró con recelo y luego, casi con asombro, al apoyarle él las manos sobre los hombros. Sin embargo, no intentó apartarse—. Usted es rápida, es inteligente en contraste con su hermano, pero no tiene la culpa y no tengo dudas de que es, o sería capaz de actuar en forma tortuosa porque tiene una cara poco expresiva. Salvo por una cualidad que le quita méritos para el espionaje: su honradez es casi transparente.

—Ese elogio es un poco ambiguo —dijo ella con aire de duda.

—Es la verdad. —Petersen se arrodilló, palpó debajo de una puerta que no calzaba muy bien sobre el umbral, se puso de pie, quitó la llave de la cerradura y la estudió.

—¿Cerró la puerta con llave anoche?

—Desde luego.

—¿Qué hizo con la llave?

—La dejé en el cerrojo. Con media vuelta. Para que cualquiera con una llave duplicada o con una llave maestra no pudiese arrojar la mía empujándola o bien pasarla deslizando un papel debajo de la puerta. Nos lo enseñaron en El Cairo.

—No prosiga. Su instructor era seguramente un escolar de diez años. ¿Ve esas dos leves depresiones en los lados del caño de la llave? —Sarina hizo un gesto afirmativo—. Hechas por un instrumento muy preciado por los ladrones de gran categoría que son demasiado diestros para derribar puertas con un martillo. Un par de pinzas muy finas con puntas ya sea de carborundum o bien de acero inoxidable con titanio. Hacen girar cualquier llave en cualquier cerradura. Tuvo visitas durante la noche.

—¿Alguien se llevó mi radio?

—Lo que es seguro es que alguien la usó. Pudo haber sido aquí.

—Eso es imposible. Sin duda estaba cansada anoche, pero mi sueño no es tan pesado.

—Quizá lo haya sido anoche. ¿Cómo se sintió al despertar esta mañana, cuando la despertaron, quiero decir?

—Vaya. —Sarina pareció vacilar—. En realidad, con un poco de malestar. Pero pensé que era exceso de cansancio o que no había dormido bastante o que tenía miedo… No soy tan cobarde, pero tampoco soy tan valiente y era la primera vez que alguien me había apuntado con una pistola… o quizá no estaba acostumbrada a la comida poco familiar.

—En otras palabras, se sentía aletargada.

—Sí.

—Probablemente la drogaron. No sugiero a alguien con zapatillas de fieltro que entró como un ladrón y le aplicó cloroformo ni nada por el estilo, pues el olor de esas cosas persiste durante horas. Algún gas pudo ser inyectado por el ojo de la cerradura mediante un envase con tubo que bien puede haber provenido del comercio de bromas pesadas donde Alessandro compra sus juguetes. De todos modos, puedo prometerle que esta noche no la molestarán. Y puede permanecer tranquila en el sentido de que usted no figura en la lista negra de nadie. No se la juzga, no se la condena y ni siquiera se sospecha de usted. Por lo menos podría tener la generosidad de decir que no soy un monstruo tan terrible como suponía al principio.

Sarina sonrió apenas.

—Quizá no sea ningún monstruo.

—Y ahora piensa dormir, ¿no? —Sarina hizo un gesto y Petersen se despidió y cerró la puerta al retirarse.

Transcurrió casi una hora antes de que Petersen, George y Josip quedasen a solas en el comedor. Los otros no habían mostrado prisa por irse. Los sucesos de la noche no eran propicios para reanudar el sueño de inmediato y, además, ahora estaban seguros de que por la mañana no habría que apresurarse a partir.

George, que había vuelto junto a su vino tinto, hacía incesantes avances en la botella del momento, perdida ya toda cuenta de las anteriores y tenía el aspecto y la manera de hablar de alguien que no hubiese estado bebiendo otra cosa que agua mineral. Desafortunadamente no había la misma falta de elementos de juicio en cuanto a los cigarros fumados o no: toda la mitad superior del cuarto estaba saturada de humo azulado y maloliente.

—Su amigo el mayor Cipriano no se quedó un minuto más después de la bienvenida que recibió —dijo Josip.

—No es amigo mío —dijo Petersen—. Nunca lo vi antes. Las apariencias no significan mucho, pero parece un hombre bastante razonable. Para ser agente de informaciones, quiero decir. Y usted, ¿hace mucho que lo conoce?

—Ha estado aquí dos veces. Como viajero cualquiera. No es un amigo. Agradecer mi ayuda fue sólo un intento de desviar las sospechas de quienquiera que le haya pasado el aviso. Fue un intento tonto y debió saber que fracasaría, pero probablemente fue el único que se le ocurrió en ese momento. ¿Cuál era su objeto al venir aquí?

—No hay misterio alguno en eso. Tanto los alemanes como los italianos sospechan de mí. Tengo que entregar un mensaje al jefe de los Cetniks. En el barco que me traía desde Italia uno de sus agentes, un desagradable personaje llamado Alessandro trató de quitarme el mensaje. Quería ver si era el mismo de la copia que él llevaba. No consiguió quitármelo y por ello Cipriano se preocupó y vino a Ploée. Le informaron sobre nuestro paradero, vino hasta aquí, seguramente por avión, y cuando nos congregaron aquí revisó todas nuestras per-tenencias, abriendo con vapor el sobre con mi mensaje, comprobando que estaba tal cual y volviendo a cerrarlo. Partida de Cipriano, intrigado pero satisfecho… por el momento, por lo menos.

—¿Sarina? —preguntó George.

—Alguien entró en su cuarto en las primeras horas de la madrugada. Fue después de haberla drogado. Se utilizó su radio para llamar a Cipriano. Sarina dice que ahora confía en mí. Yo no le creo.

—Es como siempre —se lamentó George—. Todas las manos, de mujeres y de hombres, se levantan contra nosotros.

—¿Drogada? —Josip se mostró incrédulo—. ¿En mi hotel? ¿Cómo es posible drogar a alguien en mi hotel?

—¿Cómo es posible drogar a alguien en otras partes?

—¿Quién fue el delincuente?

—La delincuente. Lorraine.

—¡Lorraine! ¿Esa muchacha lindísima?

—Puede ser que su mente no sea tan hermosa como el resto de ella.

—Sarina. Y ahora, Lorraine. —George movía la cabeza con gran tristeza—. El monstruoso regimiento las mujeres.

—¿Pero cómo lo sabe? —quiso saber Josip.

—Simple aritmética. Eliminación. Lorraine salió a caminar y volvió muy apresurada. No salió simplemente a caminar. Salió con otro objeto. Información. Usted la acompañó, Josip. ¿Recuerda que haya hecho o dicho algo fuera de lo común?

—No hizo nada. Caminó, solamente. Y dijo muy poco.

—Eso ayudará a que usted recuerde.

—Bien, dijo que era raro que yo no tuviese el nombre de mi hotel afuera. Le dije que todavía no había tenido tiempo de ponerlo y que se llamaba Hotel Eden. También comentó que era raro que no hubiese carteles indicadores de las calles y entonces le dije el nombre la calle. ¡Ah! Así obtuvo el nombre y la dirección ¿No?

—Sí. —Petersen se levantó—. A la cama. Espero que no te quedes aquí toda la noche, ¿eh, George?

—Claro que no. —George tomó una botella del bar—, pero los académicos necesitamos nuestros momentos de meditación.

A mediodía Petersen y sus seis compañeros no habían abandonado aún el hotel. En lugar de ello, acababan de sentarse a disfrutar de un almuerzo que Josip había insistido en ofrecerles, una comida que habría de demostrar ser de igual calidad que la servida la noche anterior. Pero había un asiento vacío.

Josip preguntó:

—¿Dónde está el profesor?

—George —dijo Petersen— no se siente bien. Está en cama. Dolores de estómago agudos. Cree que debe de haber sido algo que comió anoche.

—¡Algo que comió anoche! —dijo Josip indignado—. Comió exactamente lo mismo que todos los demás, salvo, sin duda, que en mucha mayor cantidad, y nadie más está enfermo. ¡Mi comida! Yo sé lo que le duele al profesor. Cuando bajé esta mañana, unas dos horas después de haberse ido todos ustedes a dormir, el profesor seguía aquí, meditando siempre, según dijo.

—Quizás eso sea en parte la explicación.

Podría haber sido la explicación, pero no explicaba, en cambio, la aparición de George unos diez minutos después del comienzo del almuerzo. Intentó sonreír débilmente pero la sonrisa no era la de un enfermo.

—Lamento llegar tarde. El mayor les habrá dicho que no me sentía bien. Pero por suerte los calambres han cesado un poco y pensé que podría intentar comer alguna cosita. Para asentar el estómago, ¿saben?

Para las 13:00 el estómago de George parecía haberse asentado notablemente. En los cincuenta minutos transcurridos desde su aparición junto al grupo había consumido el doble de todos los demás y bebido sin dificultades dos botellas grandes de vino.

—Hay que felicitarlo, George —dijo Giacomo—. En un momento, al borde de la muerte, y al siguiente… vaya, ha sido una función increíble.

—No fue nada —dijo George con gran modestia—. En muchos sentidos, soy un hombre increíble.

Petersen estaba sentado en la cama del cuarto de George.

—¿Bien? —preguntó.

—Satisfactorio. En un sentido, nada bien. Hay dos elementos que uno no tendría que haber encontrado en el equipaje de una muchacha tan aristocrática. Uno de ellos es un estuchecito de cuero con unas pocas herramientas de robo altamente profesionales. El otro es una cajita de metal con unas bolsitas en el interior que contienen un líquido. Cuando se aprieta los saquitos, el líquido se transforma en gas. Olí apenas un poco. Es un anestésico de algún tipo, sin duda. Lo interesante es que esta cajita, a pesar de ser más chica que la de Alessandro tiene el mismo origen y el mismo contenido en cuanto a sustancias. ¿Qué haremos con esta encantadora damita?

—Déjala. No es peligrosa. De serlo, no habría cometido ese error de aficionada.

—Dijiste que conocías la identidad del culpable. Va a preguntarse por qué no la revelamos.

—Que se lo pregunte. ¿Qué puede hacer?

—Es cierto —concedió George—. Es cierto.