Como el mar se mantuvo agitado durante todo el cruce y no se había calmado mucho cuando llegaron a lo que tendría que haber sido el refugio relativo del Canal de Neretva entre la isla de Peljesac y la tierra firme yugoslava, los siete pasajeros que estaban en condiciones de sentarse para tomar el desayuno no lo hicieron, en realidad, hasta que amarraron en el muelle de Ploée. Conforme con la predicción de Carlos por haber llegado el barco después del alba y estar la insignia italiana flameando en el mástil, una insignia de proporciones ridículamente grandes, la guarnición costera se abstuvo de disparar contra ellos cuando se aproximaron al puerto que ni siquiera el más exagerado de los folletos de turismo habría sido capaz de describir como la joya del Adriático
El desayuno era sin duda obra de Giovanni, el jefe de máquinas: la indescriptible mezcla de huevos con queso y el café daban la impresión de haber sido preparados con aceite de máquinas diesel, pero el pan era comible y el aire de mar estimulaba hasta cierto punto el apetito, especialmente entre los que habían sufrido más durante el cruce.
Giacomo empujó su plato sin terminar a un lado.
Estaba recién afeitado y, a pesar del horroroso desayuno, tan contento como de costumbre.
—¿Dónde están Alessandro y sus asesinos? No saben lo que se pierden.
—Quizás hayan desayunado a bordo del Colombo en el pasado —dijo Petersen—. O bien desembarcaron antes.
—Nadie desembarcó hasta ahora. Estuve en cubierta.
—En ese caso, prefieren la propia compañía. Son un grupo reservado.
—¿Y usted no tiene secretos? —preguntó Giacomo con una sonrisa.
—Tener secretos y ser reservado son dos cosas enteramente distintas. Pero no, no tengo secretos. Demasiado trabajo es tratar de recordar quiénes somos y qué se espera que digamos. En especial si, como en mi caso, hay dificultad en recordar. Comenzamos una vida de engaños y al final caemos en nuestra propia trampa. Yo creo en la vida simple y sin rodeos.
—Podría creerlo —dijo Giacomo—, en particular si cabe juzgar según las actividades de anoche.
—¿Las actividades de anoche? —La cara de Sarina, pálida aún por lo que obviamente había sido una noche ingrata, lo miró perpleja—. ¿Qué quiere decir?
—¿No oyó el disparo anoche?
Sarina hizo un gesto mirando a la otra muchacha.
—Lorraine y yo oímos un disparo —dijo con una leve sonrisa—. Cuando dos personas creen estar muriéndose no prestan mucha atención a un disparo. ¿Qué sucedió?
—Petersen disparó sobre uno de los hombres de Alessandro. Un pobre muchachito llamado Cola.
Sarina miró a Petersen, sorprendida.
—¿Se puede saber por qué disparó?
—Reconozcamos el mérito de quien lo merece. Alex disparó, desde luego que con toda mi aprobación. ¿Por qué? Por ocultar sus intenciones, por eso.
Sarina no pareció haber oído.
—¿Y se… se murió?
—¡Por favor, claro que no! Alex no mata. —Había una cantidad de ánimas que podrían haber atestiguado lo contrario—. Hombro herido.
—¡Hombro herido! —Los ojos de Lorraine eran glaciales y tenía los labios apretados—. ¿Quiere decir que se lo destrozó?
—Podría ser. —Petersen se encogió de hombros en un leve gesto de indiferencia—. No soy médico.
—¿Lo vio Carlos? —Era una exigente inquisición, más que una pregunta.
Petersen la miró con aire pensativo.
—¿Qué ventaja puede tener eso?
—Carlos, pues… —Lorraine se interrumpió, confusa.
—¿Sí?, dígame. ¿Para qué? ¿Qué podría hacer él?
—Qué podría hacer él… Es el capitán, ¿no? —Tanto la pregunta como la respuesta son tontas.
—¿Por qué habría de verlo? Yo lo vi y estoy seguro de haber visto más heridas de bala que Carlos.
—Usted no es médico.
—¿Carlos lo es?
—¿Carlos? ¿Cómo puedo saberlo?
—Usted lo sabe —dijo Petersen con gran urbanidad—. Cada vez que habla se mete en honduras. No es una mentirosa innata, Lorraine, y es, en cambio, una mentirosa pésima. Cuando comenzamos a practicar la mentira… usted sabe. Otra vez el engaño… y no es su punto fuerte, me temo. Claro que es médico. Me lo dijo. No se lo dijo a usted. ¿Cómo lo sabía?
Lorraine apretó los puños. La expresión de sus ojos era tormentosa.
—¿Cómo se atreve a interrogarme de este modo?
—Qué extraño —reflexionó Petersen—. Es más bonita aun cuando está enojada. Bien, algunas mujeres son así. ¿Y por qué está enojada? Porque la han sorprendido. Es por ese motivo.
—¡Qué complacencia! ¡Usted me saca de quicio! Tan calmo, tan razonable, tan aplomado, tan satisfecho de usted mismo. ¡El señor Genio, el Sabelotodo!
—¡Qué horror! ¿Soy todo eso? Esta que habla debe de ser otra Lorraine. ¿Por qué está tan ofendida?
—El caso es que no es tan listo. Yo sé que Carlos es médico. —Lorraine sonrió de mala gana—. Si fuera tan listo recordaría la conversación de anoche en el café. Usted recordará que se mencionó que yo también había nacido en Pescara. ¿Por qué no habría de conocerlo?
—Lorraine, Lorraine. No sólo se ha metido en honduras, sino que ha perdido pie. Usted no nació en Pescara. Usted no nació en Italia. Ni siquiera es italiana.
Hubo un silencio. La tranquila declaración de Petersen expresaba una total convicción. Entonces Sarina, tan irritada como lo había estado antes Lorraine, dijo:
—¡Lorraine! No lo escuches, no le dirijas la palabra. ¿No ves lo que trata de hacer? Provocarte. Hacerte caer en una trampa. Hacerte decir cosas que no quieres decir, sólo para satisfacer ese gran ego que tiene.
—Parece que estoy haciéndome de amigos esta mañana, dijo Petersen con tristeza. —Mi gran ego advierte que Lorraine no me contradijo. Es porque sabe que yo sé. También sabe que sé que es amiga de Carlos. Pero no de Pescara. Dígame si me equivoco, Lorraine.
Lorraine no le dijo nada. Se mordió el labio inferior y miró la superficie de la mesa.
—Lo encuentro horrible —dijo Sarina.
—Si equipara la sinceridad con lo horrible, sin duda soy horrible.
Giacomo sonreía.
—La verdad es que sabes bastante, ¿eh, Peter?
—En realidad, no. Sólo he aprendido lo suficiente como para sobrevivir. —Giacomo seguía sonriendo.
—Y ahora vas a decirme que yo no soy italiano.
—No lo diré, a menos que tú quieras.
—¿Quieres decir que no soy italiano?
—¿Cómo puedes ser italiano si naciste en Yugoslavia? ¿En Montenegro, para mayor precisión?
—¡Jesús! —Giacomo no sonreía ya, pero tampoco había rencor ni indignación en su cara ni en su tono. Casi inmediatamente volvió a sonreír.
Sarina miró con expresión desolada a Petersen y luego a Giacomo.
—¿Y qué más hizo este… este…?
—¿Monstruo? —Sugirió Peter, comedido.
—Sí, monstruo. Cállese, ¿quiere? ¿Qué otro horror cometió anoche este hombre?
—Veamos ahora —dijo Giacomo; con los dedos entrelazados en la nuca, y, dispuesto a divertirse—. Todo depende de lo que llamemos «horror». Para empezar, después de hacer disparar sobre Cola, dio gases a Alessandro y a tres hombres más.
—¿Gases? —Llena de incredulidad, Sarina miró a Giacomo.
—Sí, gases. Usó el gas que tenían ellos. Lo merecían.
—¿Quieres decir que los mató? ¿Qué los asesinó?
—No, no, se recobraron. Lo sé. Yo estaba presente. Simplemente —se apresuró a añadir— como observador. Y después les quitó las armas, balas, granadas y otras cosas feas que tenían. Y por último los encerró. Eso es todo.
—Eso es todo. —Sarina respiró hondo una y otra vez—. Al decirlo con tanta rapidez, parece una nimiedad, ¿no? ¿Y por qué los encerró?
—Quizá no quería que tomasen desayuno. Qué se yo… Pregúnteselo. —Giacomo miró a Petersen—. Hicieron un buen trabajo de encierro. Por casualidad pasé por ese lado cuando llegábamos a puerto.
—¡Ah!
—Aaah, exactamente. —Giacomo miró a Sarina—. Usted no olió humo durante la noche, ¿no?
—¿Humo? Sí, lo olimos. —Sarina se estremeció al recordar—. Estábamos ya bastante mareadas cuando lo olimos. La verdad es que eso fue el colmo. ¿Qué pasó?
—Era su amigo Peter y sus propios amigos trabajando. Estaban soldando la puerta de la cabina de Alessandro.
—¿Soldando la puerta? —La voz de Sarina tenía una leve nota de histeria—. ¡Con Alessandro y sus hombres adentro! ¿Pero por qué causa?… —De pronto le faltaron palabras para expresarse.
—Diría que no quería que saliesen.
Las dos muchachas se miraron, mudas. No quedaba ya nada que decir. Petersen se aclaró la voz con una leve tos.
—Bien, ahora todo está explicado en forma satisfactoria. —Las dos muchachas volvieron simultáneamente la cabeza para mirarlo con total incredulidad.
—El pasado, como se suele decir, es un prólogo. Partiremos dentro de media hora, o del plazo que lleve conseguir transporte. Tienen tiempo para cepillarse los dientes y preparar sus petates. —Petersen miró a Giacomo—. ¿Usted y su amiga vendrán con nosotros?
—¿Se refiere a Lorraine?
—No trate de eludir la cuestión. ¿Tiene más amigos a bordo?
—Depende de a dónde vaya usted.
—Al mismo lugar que usted. No trate de ser astuto.
—¿Adónde van?
—Al Neretva.
—Iremos, entonces.
Petersen se disponía a levantarse cuando llegó Carlos con un papel en la mano. Al igual que Giacomo, estaba afeitado, despierto y al parecer contento. No daba la impresión de no haber dormido en toda la noche, pero en verdad, dada su profesión, probablemente dormía lo suficiente durante el día.
—Buen día. ¿Se desayunaron?
—Nuestras felicitaciones a su chef. ¿Es para mí ese papel?
—Para usted. Acaba de llegar por radio. En clave, de modo que para mí no dice nada.
Petersen le echó una ojeada.
—Para mí, tampoco. Por lo menos, hasta que busque el manual de claves. —Petersen dobló el papel y lo guardó en un bolsillo interior.
—¿No será algo urgente? —pregunta Carlos.
—Es de Roma. Invariablemente he comprobado que cuando Roma piensa que algo es urgente, nunca lo es para mí.
—Acabamos de saber que hirieron a un hombre —dijo Lorraine—. ¿Está mal herido? ¡Dígame! ¡Hable!
—¿Cola? —Carlos no parecía demasiado preocupado por la salud de Cola.
—El cree estar muy grave. Yo, no. De todos modos, pedí una ambulancia. Tendría que estar aquí ya. —Al mirar por el ojo de buey, dijo—: No se la ve. En cambio, un par de soldados se aproximan a la planchada. Si acaso podemos llamarlos soldados. Uno debe de tener noventa años, el otro, diez. Probablemente vienen por usted.
—Veremos.
Carlos había exagerado la diferencia de edades entre los dos soldados, pero no mucho: el menor era imberbe, y el otro, un hombre bien entrado en años. El mayor saludó con aire tan marcial como se lo permitieron sus huesos artríticos.
—Capitán Tremino, ¿tiene usted un oficial del ejército yugoslavo entre sus pasajeros?
Carlos agitó la mano.
—El mayor Petersen.
—Ese es el nombre. —El anciano saludó otra vez—. Con saludos del comandante, señor, solicito que tenga la amabilidad de verlo en su despacho. Usted y sus dos hombres.
—¿Conoce el motivo?
—El comandante no me confía sus asuntos, señor.
—¿A qué distancia queda?
—Unos centenares de metros. Cinco minutos.
—De inmediato. —Petersen se levantó y recogió su metralleta. George y Alex lo imitaron. El soldado de mayor edad tosió con aire discreto.
—Al comandante no le agrada ver armas en su despacho.
—¿Nada de armas? Estamos en guerra, se trata de una dependencia militar y al comandante no le agrada ver armas. —Petersen miró a George y a Alex y se quitó la correa de su metralleta—. Seguramente está senil. Hagámosle el gusto.
Partieron. Carlos los miraba cuando bajaron por la planchada al borde del muelle. Con un suspiro dijo:
—No puedo soportarlo. No puedo. Como italiano, no puedo soportarlo. Es como enviar a un viejo galgo desdentado y a un cachorrito juguetón a acorralar a lobos salvajes. O tigres con colmillos largos, mejor dicho.
—Levantando la voz, llamó: —¡Giovanni!
Sarina dijo con aire de duda:
—¿Son realmente así? Quiero decir, ayer oí a un hombre en Roma llamarlos con esos nombres.
—¡Ah! Mi viejo amigo el coronel Lunz, sin duda.
—¿Conoce al coronel? —Su voz reflejaba sorpresa.
—Yo creí que… bien, aquí, todo el mundo parece estar enterado de todo. Salvo yo.
—Claro que lo conozco. —Al ver aparecer al jefe de máquinas y chef en la puerta, se volvió a medias para decirle—. El desayuno, Giovanni, por favor.
Giacomo comentó con aire incrédulo:
—¿Realmente puede comer eso?
—Papilas gustativas atrofiadas, estómago forrado en cinc, un poquito de imaginación y uno podría imaginarse en Maxim’s. Sarina, nadie se aproxima a mí en el muelle de Termoli y levantando un pulgar para señalar el este me pide que lo lleve a Yugoslavia. ¿Cree que usted estaría a bordo del Colombo si no conociese al coronel? ¿Tiene que mostrar suspicacia frente a todos?
—Soy suspicaz frente al mayor Petersen. No confío en él ni un ápice.
—¡Qué bonito, decir semejante cosa de un compatriota! —Carlos se sentó para enmantecar un pedazo de pan—. Hombre honesto, franco, habría dicho uno.
—Habría dicho… ¡Escuche, tenemos que ir a las montañas con ese hombre!
—Parece conocer bien la región. En realidad, tengo la certeza de que la conoce. Creo que llegarán a destino muy bien.
—Sí, estoy segura. ¿A qué destino? ¿El suyo o el nuestro? Carlos la miró algo exasperado.
—¿Tiene alternativa?
—No.
—Entonces, ¿por qué no ahorrar aliento?
—Carlos, ¿cómo puede hablar así? —La voz de Lorraine tuvo la firmeza suficiente para que apareciese una expresión pensativa en la cara de Giacomo.
—Está preocupada. Claro que está preocupada. Yo también. Las dos tenemos que ir a las montañas con ese hombre. Usted, no. —Estaba nerviosa, o bien le costaba trabajo controlarse—. Está muy bien para usted, sentado sano y salvo a bordo del Colombo.
—Vamos, vamos —dijo Giacomo sin inmutarse-Creo que se muestra un poco injusta. Estoy seguro, Carlos, de que no quiso decir lo que dio a entender—. Con un tono de seudoaprobación, miró a Lorraine.
—Estoy seguro de que Carlos dejaría de buena gana este barco confiable y sólido para acompañarla a las montañas. Pero existen dos factores inhibitorios, el deber y la pierna de lata.
—Lo lamento de verdad. —Lorraine parecía realmente arrepentida de su comentario y para demostrarlo apoyó una mano en el hombro de Carlos. Este, dedicado a saborear la preparación servida por Giovanni, la miró un instante y luego le sonrió afectuosamente:
—Giacomo tiene razón —dijo Lorraine—. Claro que no lo dije en serio. Lo que pasa es que… que Sarina y yo nos sentimos sumamente indefensas.
—Giacomo está en la misma situación. Y yo no lo veo indefenso ni mucho menos.
Lorraine le apretó el hombro, exasperada.
—Por favor. Usted no comprende. No sabemos qué sucede. No sabemos nada. El parece saber todo.
—¿El? ¿Peter?
—¿De quién otro habría de estar hablando? —A pesar de su aspecto aristocrático, su tono era bastante irritado—. Tal vez pueda lograr que cambie esa actitud de complacencia. Petersen sabe adónde vamos Giacomo y yo. Sabe que no soy italiana. Parece conocer mis antecedentes. Sabe que usted y yo nos conocimos en el pasado, pero no en Pescara.
Si Carlos se sintió perturbado, supo ocultarlo perfectamente.
—Peter sabe una gran cantidad de cosas que no cabría esperar que supiera. O por lo menos, así lo afirma el coronel Lunz. Es posible que el coronel Lunz le haya revelado todo lo relativo a usted y a Giacomo, aunque eso no sería típico del coronel. Es posible que los haya esperado a bordo. No dio la impresión de estar fastidiado por la presencia de ustedes.
—Estaba muy fastidiado por la presencia de Alessandro.
—No puede saber nada de Alessandro. Alessandro está bajo el control de otra organización.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó ella de inmediato.
—El, Peter, me lo dijo.
Lorraine retiró la mano y se irguió.
—Ah. Conque Peter y usted tienen también sus pequeños secretos. —Volviéndose hacia Sarina, añadió—: Podemos confiar en todos, ¿no?
—Carlos —intervino Giacomo—, empiezas a tener el aspecto de un marido dominado.
—Empiezo a sentirme como uno. Querida señorita, yo me enteré de esto sólo durante la noche. ¿Qué quería que hiciera? ¿Que fuese a golpear la puerta de su camarote para anunciarles a usted y a Sarina estas noticias sensacionales? —Carlos levantó los ojos al ver aparecer nuevamente en la puerta al jefe de máquinas de aspecto dispéptico.
—Está servido el desayuno, Carlos.
—Gracias, Giovanni. —Carlos miró a Lorraine—. Y antes de que empiecen a tener sospechas de Giovanni, sólo quiero decir que ha servido alimento a nuestros amigos en el camarote de proa.
—Creía que la puerta estaba clausurada.
—Vaya, vaya —dijo Carlos, dejando su tenedor y cuchillo sobre el plato—. Otra vez la suspicacia. La puerta está clausurada. Se les bajó el desayuno hasta el ojo de buey por medio de un balde.
—¿Cuándo piensa verlos?
—Cuando esté listo. Cuando haya desayunado. —Carlos volvió a tomar cuchillo y tenedor—. Si tengo un poco de paz para hacerlo.
George dijo:
—Corriste un poco de riesgo, como dicen, ¿no? Arriesgaste un brazo, diría, al fingir que sabías todo lo relativo a sus planes y sus antecedentes, cuando en realidad no sabías nada.
—El mérito es todo tuyo, George. Se basa simplemente en un par de comentarios que hiciste sobre su origen étnico. Pero no podía hablarles de eso. Además, Lorraine reveló mucho más de lo que yo conseguí sacarle. Diría que no es una espía muy buena.
Marchaban abriéndose camino entre guinches, camiones, tanto del ejército como civiles, y edificios dispersos del puerto, pocos metros detrás de los dos soldados italianos. Había dejado de nevar ahora, y las colinas de Rilid los protegían del viento nordeste, pero la temperatura estaba aún por debajo de cero. Había poca gente, pues la hora temprana y el frío no inducían mucho a desplegar actividades al aire libre. Los soldados, como había dicho Carlos, eran reservistas o bien, adolescentes. Los pocos civiles visibles estaban dentro de los mismos grupos por edades. En todo el puerto no parecía haber un solo hombre joven o de edad madura.
—Por lo menos —dijo George— has establecido una especie de ascendiente moral sobre ellos. En especial, sobre las muchachas. Giacomo no se presta a este tipo de cosa. Ese papel que te dio Carlos, ¿es un mensaje de nuestros aliados romanos?
—Sí. Se nos solicita que permanezcamos en Ploée y esperemos más órdenes.
—Ridículo.
—Sí, ¿no?
—¿Crees que fue sensato enviar ese cablegrama? Podríamos haber esperado esto.
—Lo esperaba. Esperaba precipitar precisamente este tipo de acontecimientos. Sabemos qué esperar y tenemos la iniciativa. Si hubiésemos abandonado el puerto sin dificultades y luego nos hubiese interceptado un par de tanques en el valle, habríamos perdido la iniciativa. Esos dos guardias que caminan delante de nosotros… no son muy brillantes, ¿no?
—¿Te refieres a que no nos revisaron en busca de armas cortas? Uno de ellos es demasiado viejo para que le importe, y el otro, demasiado falto de experiencia para saber nada. Además, recuerda las caras de hombres honrados que tenemos.
Los dos guardias abrían la marcha en dirección a una cabaña baja de madera, obviamente una construcción temporaria. Subieron varios escalones y, después de golpear, entraron todos en un cuarto pequeño tan espartano y rudimentario como el exterior de la cabaña: linóleum resquebrajado en el suelo, dos archivos de metal, un receptor-transmisor, un teléfono, una mesa y algunas sillas. El oficial detrás de la mesa se levantó al verlos entrar. Era un hombre alto y delgado, con anteojos gruesos que indicaban claramente la causa de que no estuviese en el frente. Miró a los recién llegados por los gruesos lentes con sus ojos miopes.
—¿El mayor Petersen?
—Sí. Mucho gusto, comandante.
—Ah. Ya veo… Me pregunto si… —El hombre carraspeó—. Acabo de recibir una orden de arresto…
—¡Chhh! —Petersen se llevó un dedo a los labios y bajó la voz—. ¿Estamos solos?
—Sí.
—En ese caso, arriba las manos.
Carlos empujó su silla hacia atrás y se levantó.
—Con permiso. Tengo que echar una miradita a esa puerta del camarote.
—¿Quiere decir que todavía no la vio? —preguntó Lorraine.
—No. Si Peter dice que está soldada, está soldada. Yo diría que una puerta soldada es como cualquier otra puerta soldada. Pero iré por curiosidad.
Volvió al cabo de algo más de un minuto.
—Una puerta soldada es una puerta soldada y la única forma de abrirla es por medio de un soplete de oxiacetileno. Envié a Pietro a tierra a ver si puede obtener uno. No tengo muchas esperanzas. Teníamos uno a bordo, pero Peter y sus amigos lo dejaron caer al mar.
—No parece preocuparle demasiado —comentó Lorraine.
—No me preocupo por las tonterías.
—¿Y si no puede sacarlos?
—Tendrán que quedarse allí hasta que volvamos a Termoli. Allá hay muchas facilidades.
—Podrían hundirlos antes de que lleguen. ¿Pensó en esto?
—Sí. Me afligiría mucho.
—Bien, así me gusta. Por lo menos, veo un poco de compasión.
—Me afligiría porque he llegado a querer mucho a este viejo barco. La verdad es que odio la idea de que sea la tumba de Alessandro. —El rostro y el tono de Carlos eran fríos.
»¿Compasión? ¿Compasión de ese monstruo? ¿Compasión de un asesino, un asesino a sueldo, un envenenador que se desplaza con agujas hipodérmicas y ampollas de sustancias mortíferas? ¿Compasión por un psicópata a quien le encantaría inyectárselas a usted o a Sarina y que reiría hasta reventar al oírlas gritar mientras agonizan? Peter le perdonó la vida. Yo querría que lo hubiese matado. ¡Compasión! —Carlos dio media vuelta y se retiró.
—Y ahora lo ha afligido —dijo Giacomo—. Quejas, quejas, quejas. Es increíble. Que se juzgue a gente como Peter y Carlos, se la sentencie y se la condene cuando no se tiene la menor idea de lo que se está diciendo.
—No quise decir nada. —Lorraine parecía desconcertada.
—No es lo que quiso decir. Es lo que dijo. Siempre le quedaría el recurso de morderse la lengua. —Giacomo se levantó y se fue.
Lorraine se quedó mirando el marco vacío de la puerta con una expresión desolada. Por sus mejillas corrieron dos grandes lágrimas. Sarina le rodeó los hombros con un brazo.
—No es nada —le dijo—. En serio. Ellos no comprenden. Yo, sí.
Diez minutos más tarde llegaron Petersen y sus dos compañeros. Petersen llegó conduciendo un camión vetusto de origen civil, no militar, con un toldo de lona y cortinas del mismo material detrás. Petersen bajó de un salto del asiento del conductor y miró a las cinco personas sobre la cubierta del Colombo: Carlos, Giacomo, Lorraine, Michael y Sarina, los cuatro últimos con sus mochilas y equipos de radio junto a sí.
—Bien, estamos listos cuando ustedes lo estén —dijo Petersen. Parecía de excelente humor—. Subiremos para buscar nuestros bultos.
—No hace falta —dijo Carlos—. Los dos Pietros los bajarán.
—¿Y nuestras armas?
—No quisiera que se sintieran desnudos. —Carlos precedió a todos por la planchada—. ¿Cómo marchó todo?
—No podría haber marchado mejor. Muy amistoso, lleno de colaboración y buena voluntad. —Petersen sacó dos papeles—. Un pase militar y un permiso para poder conducir este vehículo. Sólo hasta Metkovic, pero por lo menos nos llevará parte del trayecto. Ambos firmados por el mayor Massamo. ¿Querrán ustedes dos, señoritas, viajar adelante conmigo? Hay calefacción. En cambio atrás, no.
—Gracias —dijo Lorraine—, pero prefiero viajar atrás.
—No, no, no prefiere viajar atrás —intervino Sarina—. No pienso soportar esta inquisición mecanizada yo sola. —Tomando a Lorraine de un brazo, le susurró algo al oído, mientras Petersen levantaba los ojos al cielo como invocando mayor paciencia. Al principio Lorraine hizo un gesto negativo con la cabeza, pero luego, aunque de mala gana, cedió.
Estrecharon la mano de Carlos, le dieron las gracias y se despidieron, todos salvo Lorraine. Se quedó parada allí, con los ojos fijos en el muelle. Carlos la miró con aire exasperado y le dijo:
—Muy bien, usted me irritó y yo, olvidando que soy un oficial y un caballero la irrité a usted. —La abrazó entonces levemente y la besó en la mejilla con bastante entusiasmo—. Esta es mi manera de pedirle perdón y de decirle adiós.
Petersen puso en marcha el motor y se alejó. El guardia de edad junto al portón decidió no mirar los papeles que le presentó Petersen y le indicó con un gesto que prosiguiese. Probablemente no tenía ganas de alejarse mucho del brasero que tenía en su casilla. Al proseguir. Petersen miró a su derecha: Lorraine, sentada del lado de afuera, miraba fijo al frente, con el rostro demudado y lleno de lágrimas. Petersen frunció el entrecejo, se inclinó hacia adelante y hacia un costado, pero un fuerte codazo en las costillas lo inmovilizó. También Sarina tenía el ceño fruncido y agitaba imperceptiblemente la cabeza. Petersen la miró con aire interrogante, pero ella le devolvió una mirada glacial, de modo que echándose hacia atrás, decidió concentrarse en conducir.
En la parte de atrás del camión contaminado ya por los cigarros de George, Giacomo miraba todo el tiempo el bulto cubierto de lona frente a él. Al rato tocó a George en el brazo.
—George.
—Sí.
—¿Alguna vez vio una lona que se moviese sola? —No puedo decir que la haya visto.
—Pues yo veo una en este momento.
George siguió la dirección del dedo que señalaba.
—Veo lo que quiere decir. Vaya, espero que no estén sofocándose debajo de esa lona. —Al levantar la lona, vio aparecer bajo ella tres figuras tendidas de costado, fuertemente maniatadas, con los tobillos también atados, y con mordazas.
—No están sofocándose. Están simplemente poniéndose inquietos.
La luz en el interior del camión era escasa, pero suficiente para permitir a Giacomo reconocer al soldado viejo y a su compañero joven, los mismos que habían llegado a bordo para buscar a Petersen y a los otros dos.
—¿Y quién es la otra persona? —preguntó.
—El mayor Massamo. Comandante, no, segundo jefe, creo, del puerto. —Michael, sentado junto a Alex en el lado opuesto del camión, dijo:
—¿Qué es esta gente? ¿Qué hace aquí? ¿Por qué está maniatada? —Las preguntas no reflejaban interés especial. El tono era opaco, como correspondía a quien estaba aún en un estado de confusa perplejidad. Eran las primeras palabras que pronunciaba aquel día. El mareo y la experiencia traumática sufrida durante la noche habían cobrado su precio, hasta el punto de que no había podido tomar el desayuno.
—El comandante del puerto con dos de sus hombres —dijo George—. Están aquí porque no podíamos dejarlos para que dieran la alarma en el momento de nuestra partida, y la verdad es que no podíamos matarlos, ¿no? Están maniatados y amordazados porque no podíamos permitir que hiciesen un alboroto al salir del puerto. Qué preguntas tontas hace, Michael.
—¿Es éste el mayor Massamo que mencionó el mayor Petersen? ¿Cómo consiguió hacerle firmar los pases que tiene usted?
—Usted, Michael, tiene una mente muy suspicaz. No le queda bien. No los firmó. Los firmé yo. Había muchos comunicados en su despacho firmados por él. No hace falta ser un gran falsificador para reproducir una firma.
—¿Qué será de ellos?
—Nos desprenderemos de ellos en el momento y en el lugar oportuno.
—¿Desprenderse de ellos?
—Estarán de regreso en Ploée, sanos y salvos, esta noche. Por Dios, Michael, nadie acostumbra matar a sus aliados.
Michael miró a los tres hombres maniatados y amordazados.
—Sí —dijo—. Ya lo veo. Aliados.
Los detuvieron frente a las vallas colocadas en las dos poblaciones siguientes, pero el interrogatorio fue superficial y sin características especiales. En la tercera población, Bagalovic, Petersen se detuvo frente a una estación de servicio transitoria del ejército, bajó, entregó unos papeles al cabo de guardia, esperó hasta que le llenasen el tanque, entregó al cabo algún dinero por el cual recibió como recompensa un saludo lleno de sorpresa y luego se pusieron en marcha otra vez.
—No parecen ser soldados —opinó Sarina—. No actúan como soldados. Parecen tan… tan… ¿Cómo decirlo? Apáticos.
—Hay una marcada falta de entusiasmo, estoy de acuerdo. Su conducta no los muestra en su aspecto más relevante, ¿no? En realidad los italianos son capaces de ser muy buenos soldados, pero no en esta guerra. No tienen el espíritu puesto en ella, a pesar de las arengas conmovedoras y marciales de Mussolini. En primer lugar, el pueblo no deseaba esta guerra y a medida que pasa el tiempo, la desea menos y menos. Las tropas de primera línea luchan bastante bien, pero no por patriotismo, sino por orgullo profesional. Sin embargo, nos resulta conveniente.
—¿Qué eran esos papeles que entregó al soldado?
—Cupones Diesel. Me los dio el mayor Massamo.
—Se los dio el mayor Massamo. Combustible gratuito, claro. Y esa propina que dio al soldado. Supongo que el mayor Massamo también le dio el dinero.
—Desde luego que no. Nosotros no robamos.
—Salvo camiones y cupones de combustible. ¿O sólo los pidió prestados?
—En forma transitoria. Por lo menos, el camión.
—Que sin duda, piensa devolver al mayor Massamo.
Petersen se dignó mirarla.
—La idea es que usted se muestre aprensiva, nerviosa, y no llena de preguntas indiscretas. No me gusta mucho que me interroguen. Se supone que estamos del mismo lado. ¿O no? En cuanto al camión, temo que el mayor no vuelva a verlo.
Siguieron avanzando en silencio y al cabo de otros quince minutos llegaron a la ciudad de Metkovic. Petersen estacionó el camión en la calle principal y bajó a la calzada. Sarina dijo:
—Olvidó algo, ¿no?
—¿Qué?
—Sus llaves. Las dejó colocadas.
—Por favor, no sea tonta. —Petersen cruzó la calle y desapareció dentro de un comercio.
Lorraine habló por primera vez desde su partida de Ploée
—¿Qué quiso decir con eso?
—Lo que dijo. Sabe tanto que probablemente sepa que no sé conducir. Y menos aún este monstruo desvencijado. Aun cuando supiera conducir, ¿adónde podría ir? Señalando el fondo de la cabina, añadió: —El bosque. No podría avanzar ni cinco metros. Ese espantoso Alex sería capaz de disparar—. El tono de Sarina era sumamente dolido.
—¿No sería agradable verlo cometer un error una vez, una sola vez, hacer algo equivocado?
—Me encantaría. Pero no creo que nos convenga. Tengo la intuición de que lo que es bueno para el mayor Petersen es bueno para nosotras. Y viceversa.
Transcurrieron veinte minutos antes del regreso de Petersen. Para tratarse de un hombre a quien podría haberse considerado en plena huida, no mostraba mayor prisa. Llevaba un gran canasto de mimbre con su contenido cubierto con un papel, que llevó a la parte posterior del camión. Momentos más tarde estaba otra vez ocupando su asiento de conductor. Parecía estar de buen humor.
—Bien, vamos —dijo—. Pregunte todo lo que quiera.
Sarina hizo una mueca pero prevaleció su curiosidad.
—La canasta
—Los ejércitos se mueven gracias a su estómago. Si hablamos en términos un poco amplios, digamos que somos parte de un ejército. Provisiones. ¿Qué otra cosa podría estar comprando en un almacén de comestibles? Pan, queso, jamones, carnes surtidas, goulash, fruta, legumbres, té, café, azúcar, un calentador de alcohol, una marmita y una olla. Prometí al general Lunz entregarlas en buenas condiciones.
A pesar de sí misma Sarina sonrió apenas.
—Suena como si quisiera entregarnos en óptimas condiciones en un mercado de esclavos. Olvidó a su amigo el gordo, ¿no?
—No; mi primera compra: cerveza y vino.
Dejaron atrás los suburbios de la ciudad. Sarina dijo:
—¿No le permitía su pase llegar solamente hasta Metkovic?
—Tengo dos permisos. Mostré sólo uno a Carlos.
Media hora más tarde, Petersen volvió a atravesar el Neretva y se detuvo en un garaje bastante grande en las afueras de Capljina. Petersen entró y volvió a los pocos segundos.
—Estaba saludando a un viejo amigo.
Pasaron por la aldea de Trebizat y poco después Petersen abandonó la carretera para internarse en un camino secundario en fuerte pendiente. De este camino pasaron a otro que era poco más que una senda sobre la maleza, siempre en ascenso, hasta que por fin viraron y se detuvieron a unos cincuenta metros de un edificio bajo de piedra. No era posible aproximarse más porque el camino terminaba en el punto donde se habían detenido.
Cuando bajaron de la cabina fueron a la parte posterior del camión y separaron la cortina de lona.
—Almuerzo —anunció Peter.
Pasó tal vez un minuto sin el menor signo de movimientos en el interior. Sarina y Lorraine se miraron con una aprensión mezclada con perplejidad, que no cambió en modo alguno la expresión de serena calma de Petersen.
—Cuando George ata un nudo —dijo ambiguamente— hace falta desatar mucho.
Inesperadamente las mitades de la lona se separaron y el mayor Massamo y sus dos soldados, libres ahora de ataduras y mordazas fueron bajados por la tabla volcada del camión. Los tres cayeron en actitudes dramáticas al pisar el suelo.
—¿Qué tenemos aquí? ¿Y qué han hecho ese malvado de Petersen y sus malvados amigos a estos pobres hombres? —dijo Petersen. El soldado joven estaba junto a los otros dos, sentado en el suelo—. Veamos. El oficial es el mayor Massamo, Comandante del puerto y ya conocemos a los otros dos. No les rompimos las piernas ni nada por el estilo. Sólo sufren de una transitoria falta de circulación. —Los otros hombres en el interior del camión habían saltado ya afuera—. Háganlos caminar un poco.
George levantó al mayor, Giacomo al soldado joven y Michael al más viejo. Pero este último era no sólo viejo sino además gordo y no mostraba ningún entusiasmo por incorporarse. Sarina dirigió a Petersen una mirada que pretendía ser intimidatoria y se acercó para ayudar a su hermano. Petersen miró por turno a Lorraine y a George.
—¿Qué hacemos? —Hablaba en voz baja—. ¿La matamos de una puñalada o de un garrotazo?
En el rostro de George no se movió un músculo.
—Ni lo uno ni lo otro. Hay muchísimos despeñaderos aquí.
Lorraine los miró desconcertada. El serbocroata, evidentemente, no era su propio idioma.
—Ahora veo por qué viaja con su amigo —comentó Petersen—. Guardaespaldas e intérprete. Sé quién es ella.
—Yo también.
Lorraine era capaz de mostrarse irritada e imperiosa a la vez y hacía ambas cosas con bastante autoridad.
—¿De qué están hablando ustedes dos? Realmente eso es tener malos modales. —En otra época y a otra edad habría pateado el suelo varias veces con fuerza.
—Es nuestro idioma materno. No quisimos ofenderla. Querida Lorraine, nos facilitaría mucho la vida y se la facilitaría usted si dejase de ser tan suspicaz con todo el mundo. Dicho sea de paso, hablábamos, en efecto de usted.
—Lo imaginaba. —El tono de Lorraine era menos categórico.
—Trate de confiar en la gente de vez en cuando. —Petersen sonrió para quitar todo dejo de ofensa a sus palabras—. Somos tan guardianes de ustedes como Giacomo. ¿No puede comprender que deseamos cuidarla? Si llegase a sucederles cualquier cosa a una de ustedes, Jamie Harrison no nos lo perdonaría jamás.
—¡Jamie Harrison! ¡Conoce a Jamie Harrison! —Los ojos de Lorraine se abrieron visiblemente y una sonrisa asomó por sus labios—. No puedo creerlo. ¡Usted conoce al capitán Harrison!.
—Para usted es Jamie.
—Jamie. —Lorraine miró a George—. ¿Lo conoce usted?
—¡Callar, callar! ¡Otra vez la sospecha! Si Peter dice que lo conoce, yo también tengo que conocerlo. ¿No es así? —George sonrió al ver que se ruborizaba—. No la culpo, hija. Desde luego que lo conozco. Alto, muy alto. Esbelto. Barba castaña.
—No tenía barba castaña cuando lo conocí yo.
—La tiene ahora. Y bigote. Pelo castaño, de todos modos. Es sumamente inglés. Usa monóculo. Lo ostenta, diría. Afirma necesitarlo, pero no lo necesita. Es simplemente inglés.
Lorraine sonrió.
—No podía ser otro —dijo.
El mayor Massamo y sus dos hombres, con muecas que evidenciaban el retorno de su circulación tenían ya una movilidad parcial. Petersen retiró el canasto de mimbre del interior del camión y precedió al grupo por los escalones cortados en el pasto hasta la choza de piedra. Sacó entonces una llave, Sarilla la miró, luego miró a Petersen, pero éste no dijo nada.
No dejó de advertir, sin embargo, la mirada.
—Se lo dije ya. Amigos.
La combinación del ruido chirriante de los goznes y del olor a encierro al abrirse la puerta era suficiente indicio de que nadie usaba la cabaña desde hacía meses. La habitación, la única de la vivienda, estaba helada, desnuda y apenas amueblada con una mesa de madera ordinaria, dos bancos, unas pocas sillas desvencijadas de madera, una hornalla y una pila de leña cortada.
—Por humilde que sea… —dijo Petersen, muy ufano—, lo primero es lo primero. —Miró entonces a George, que acababa de sacar una botella de cerveza del canasto—. ¿Estás seguro de tus prioridades? —preguntó.
—Tengo una sed horrorosa —dijo George con gran dignidad—. Puedo muy bien saciarla y al mismo tiempo encender una hornalla.
—¿Te ocuparás de nuestros invitados, entonces? Tengo que hacer una visita.
—Media hora, espero.
Peter regresó una hora más tarde. George no creía en hacer las cosas a medias y para esa hora la cabaña estaba demasiado templada. La tapa de la cocina resplandecía de un color rojo cereza y hacía un calor sofocante en el cuarto. Con toda intención Petersen dejó abierta la puerta y depositó en la mesa una segunda canasta.
—Más provisiones. Lamento haber tardado tanto.
—No estábamos preocupados —le dijo George—. La comida estará lista cuando tú lo estés. Nosotros comimos ya.
—Al decir esto miró el contenido de la canasta que había traído Petersen. —¿Tanto tiempo te llevó adquirir eso?
—Encontré a algunos amigos.
Sarina preguntó desde la puerta.
—¿Dónde está el camión?
—A la vuelta. Entre los árboles. No se ve desde el aire.
—¿Cree que nos buscan por aire?
—No, pero no corremos riesgos. —Petersen se sentó a la mesa y se preparó un sandwich de queso y salame—. Quienquiera que necesite dormir, será mejor que duerma ahora. Yo mismo me iré a dormir. Anoche no descansamos nada. Dos o tres horas. Además, yo prefiero viajar de noche.
—Y yo prefiero dormir de noche —dijo George. Extendió un brazo para tomar otra botella y propuso—: Déjame ser tu fiel guardián. Disfruta. Nosotros ya lo hicimos.
—Después de la cocina de Giovanni cualquiera tendría que haber estado muerto de hambre.
Petersen comió hasta probar que no era la excepción. Al cabo de unos minutos levantó los ojos, miró a su alrededor y dijo a George:
—¿Adónde fueron esas fastidiosas chicas?
—Acaban de salir. A caminar, imagino.
Petersen agitó la cabeza.
—Culpa mía. No te lo advertí. —Levantándose, salió al exterior. Las dos muchachas estaban a unos cuarenta metros de distancia.
—Vuelvan —las llamó. Ellas se detuvieron y se volvieron. Petersen agitó un brazo lleno de autoridad—. Vuelvan —repitió. Las muchachas se miraron y lentamente volvieron.
George se mostró intrigado.
—¿Qué tiene de malo una inofensiva caminata? Petersen bajó la voz para que no lo oyesen en el interior de la cabaña.
—Te diré qué tiene de malo una inofensiva caminata. —En pocas palabras se lo dijo y George hizo un gesto de comprensión. Al ver acercarse a las muchachas calló.
—¿Qué pasa? ¿Sucede algo? —preguntó Sarina. Petersen hizo un gesto señalando un retrete a unos metros de la cabaña—. Si es eso lo que buscaban… —No. Queríamos caminar ¿Qué tiene de malo?
—Entren.
—Si usted lo dice. —Sarina le dirigió una dulce sonrisa—. ¿Lo mataría decirnos por qué?
—Otros rangos no se dirigen a los oficiales en ese tono. El hecho de que sean mujeres no altera nada. —Sarina había dejado de sonreír. El tono de Petersen no era de los que inducen a hablar con ligereza—. Le diré por qué. Porque yo lo dispongo. Porque no pueden hacer nada sin mi permiso. Porque son dos niñas inocentes. Y porque yo confiaré en ustedes cuando ustedes confíen en mí.
Las dos muchachas se miraron como si no comprendiesen nada y entraron en la cabaña sin decir palabra. —Diría que estuviste un poquito duro— comentó George.
—Tú y tu susceptibilidad de viejo. Claro que fui un poquito duro. Sólo quería que captasen la idea de que no se alejarán sin mi permiso. Podrían habernos perjudicado bastante.
—Puede ser. Sin duda lo sé. Pero ellas no lo saben para ellas tú eres un lobo malo, grandote, mandón y simpático, además de irracional. Dando órdenes por dar órdenes. No importa, Peter; cuando lleguen a apreciar tus virtudes pueden llegar a quererte también.
En el interior de la cabaña Petersen dijo a todos:
—Que nadie salga, por favor. George y Alex, sí, por supuesto. Y Giacomo… sí, Giacomo también. Giacomo, sentado en un banco, levantó una cara soñolienta de sus brazos apoyados sobre la mesa.
—Giacomo no irá a ninguna parte —murmuró. Michael preguntó:
—¿Y yo, no?
—No.
—¿Por qué Giacomo, entonces?
La respuesta de Petersen fue lacónica.
—Usted no es Giacomo.
Despertó dos horas más tarde y sacudió la cabeza para despejarse un poco. Sólo el infatigable George, con un jarro de cerveza en la mano, y los tres cautivos estaban despiertos. Se levantó para despertar a los demás.
—Partiremos dentro de poco. Hay tiempo para tomar té, café, vino o lo que prefieran y en seguida partiremos. —Dicho esto empezó a cargar la hornalla.
El mayor Massamo, que había permanecido inusitadamente quieto desde que le quitaron la mordaza le preguntó:
—¿Vamos con usted?
—Ustedes permanecerán aquí. Maniatados, pero no amordazados. Pueden gritar como lobos, pero nadie los oirá. —Anticipándose a cualquier objeción, levantó una mano—. No, no perecerán durante las largas horas de la noche. Estarán más que abrigados hasta que lleguen a socorrerlos. Aproximadamente una hora después de nuestra partida llamaré por teléfono al puesto militar más próximo —queda a sólo unos cinco kilómetros de aquí— y les diré dónde están. Tendrían que llegar aquí menos de quince minutos después de haber recibido el llamado.
—Muy amable —el mayor Massamo sonrió con aire abatido—. Es mejor que ser ejecutado en forma sumaria.
—El Real Ejército Yugoslavo no acepta órdenes de nadie y en esto se incluyen las de alemanes e italianos. Cuando nuestros aliados resultan un obstáculo para nuestros planes, nos vemos obligados a actuar para protegernos. Pero no ejecutamos a nadie. No somos bárbaros.
Poco tiempo después Petersen miró a los tres cautivos, nuevamente maniatados.
—La cocina está cargada con leña y no hay posibilidad de que salten chispas, de modo que no morirán en un incendio. Sin duda los liberarán en menos de una hora y media, Adiós.
Ninguno de los tres prisioneros le devolvió el saludo.
El camino seguido por Petersen y los otros descendían por los escalones cortados en el pasto. El camión estaba detenido en un espacio despejado del bosque, sin ningún árbol cerca.
—¡Ah! —exclamó Sarina. ¡Un camión nuevo!
—¡Aaaah! ¡Un camión nuevo! —la remedó Petersen—. Lo cual es ni más ni menos lo que habría dicho al volver a la cabaña después de encontrarlo. Es como digo: no es posible confiar en niñas inocentes. Al mayor Massamo le hubiera encantado oírla decir eso. Hubiera sabido que nos deshicimos del otro camión y habría renunciado a la busca del camión viejo, seguramente están buscándolo en este momento y, al quedar libre, hubiera pedido que se buscase este otro camión y proporcionado sus características. No es muy probable, pero podría haber sucedido y en ese caso, yo me habría visto obligado a cargar con Massamo otra vez.
—¿Alguien podría descubrir por casualidad el camión viejo? —preguntó Giacomo.
—No, a menos que a alguien se le meta en la cabeza zambullirse en el río Neretva, medio congelado. ¿Y por qué habría de ser alguien tan loco? Lo conduje hasta un promontorio rocoso muy pequeño, pero allí las aguas son muy profundas. Me lo dijo un pescador del lugar.
—¿Es posible verlo bajo el agua?
—No. En esta época del año las aguas del Neretva son oscuras y espesas. Dentro de unos pocos meses, cuando se funda la nieve de las montañas el río correrá con una corriente verde clara. ¿Y para qué preocuparse por lo que pueda suceder dentro de meses?
—¿Y qué alma generosa te regaló este precioso último modelo? No creo que fuera el ejército italiano, ¿no? —dijo George.
—Ni mucho menos. Mi amigo el pescador, que por casualidad es propietario del garaje donde me detuve cuando vinimos aquí. El ejército no tiene facilidades para reparación y él hace algunas por cuenta de ellos. Tiene unos cuantos camiones civiles que podría haber-me facilitado, pero los dos pensamos que éste es mucho más apropiado y tiene además aspecto oficial.
—¿No deberá tu amigo rendir cuentas?
—No. Arrancamos el candado que cierra los fondos del garaje por si acaso mañana pasa por allí un soldado, lo cual es muy poco probable, pues es domingo. Para el lunes por la mañana, como lo haría todo buen colaboracionista, mi amigo acudirá a las autoridades italianas y denunciará un robo en el garaje, con sustracción de un vehículo motorizado. Nadie lo culpará. Los culpables saltan a la vista. ¿Quién habría de serlo, sino nosotros?
Sarina dijo entonces:
—¿Y para el lunes por la mañana, cuando comiencen la búsqueda?
—Para el lunes por la mañana el camión se habrá reunido, probablemente, con el viejo. Por otra parte, estaremos muy lejos para entonces. —En verdad es usted tortuoso.
—Y usted dice tonterías otra vez. Esto es lo que se llama planificación anticipada. Suba.
El nuevo camión era bastante más confortable que el anterior y mucho menos ruidoso. Cuando partieron Sarina dijo:
—No es por insistir ni criticar, pero… en serio tiene usted una actitud bastante descuidada frente a la propiedad de sus aliados.
Petersen la miró de reojo y luego volvió a concentrar su atención en la carretera.
—Nuestros aliados —dijo.
—¿Qué? Claro, sí. Nuestros aliados.
Petersen miraba siempre al frente. Quizá de pronto se había quedado pensativo, pero era difícil saberlo. La expresión en él siempre obedecía a sus deseos.
—La posada de la montaña, ayer. A la hora de almorzar. ¿Recuerda lo que dijo George? —preguntó Petersen.
—¿Recordar? ¿Cómo puedo recordar? Dice tantas cosas… todo el tiempo. ¿Dijo sobre qué?
—Nuestros aliados.
—Vagamente.
—Vagamente. —Petersen chasqueó la lengua con aire de reproche—. Esto pinta mal. Un operador de radio —cualquier operador de radio— debería recordar todo lo que se dice. Nuestra alianza es sólo una medida transitoria de conveniencia y practicidad. Estamos luchando con los italianos. —George dijo alemanes, pero es lo mismo— no para ellos. Estamos luchando por nosotros mismos. Cuando hayan servido a nuestros fines será hora para ellos de retirarse. Entretanto, ha surgido un conflicto de intereses entre los italianos y los alemanes por una parte y nosotros por la otra. Nuestros intereses ocupan el primer lugar. Es una lástima lo ocurrido con los camiones, pero la pérdida de uno o dos no afectará el triunfo o la derrota en la guerra.
Se produjo un breve silencio y luego Lorraine preguntó:
—¿Quién ganará esta guerra horrorosa, mayor Petersen?
—Nosotros. Preferiría que me llamase simplemente Peter. Ya que en todo actúa como una persona civil, quiero decir.
Las muchachas cambiaron miradas. Si Peter reparó en ello, no dio muestras de haberlo hecho.
En Capljina y avanzado ya el crepúsculo debieron detenerse frente a un tramo de carretera bloqueada por el ejército. Se aproximó un oficial joven, apuntó su linterna eléctrica a un papel que tenía en la mano, luego a las placas del camión y por fin la paseó por el parabrisas. Petersen se asomó por la ventanilla.
—¡Deje de encandilarnos con su maldita linterna! —gritó, furioso.
El haz de luz descendió inmediatamente.
—Perdone, señor. Control de rutina. No es el camión. —El oficial retrocedió un paso, hizo un saludo militar y luego un gesto de que prosiguiesen. Petersen se alejó.
—No me gustó eso —dijo Sarina—. ¿Qué sucederá cuando se le acabe la buena suerte? ¿Y por qué nos dejó pasar con tanta facilidad?
—Es un joven de buen gusto, sensibilidad y discreción —dijo Petersen—. Quién era él, se dijo para sus adentros, para molestar a un oficial del ejército en medio de una relación apasionada con dos hermosas mujeres. Pero la caza ha comenzado ya. En el papel que el oficial tuvo en la mano figuraba el número del camión viejo. Además controló al conductor y a sus pasajeros, cosa inusual. Se le había avisado que buscase a tres personas capaces de todo. Cualquiera podría ver que soy perfectamente respetable y que ninguna de ustedes podría ser confundida con dos bandidos, uno gordo y el otro flaco.
—Pero tienen que saber que nosotras lo acompañamos
—Nada de «tienen que». No tardarán en saberlo, pero por ahora, no. Las únicas dos personas que sabían que ustedes viajaban a bordo del barco eran las dos que están todavía atadas en esa cabaña que abandonamos.
—Alguien puede haber hecho averiguaciones en el Colombo.
—Es posible. Yo lo dudo. Y si las hubiesen hecho, ningún miembro de la tripulación divulgaría nada sin permiso de Carlos. Tiene ese tipo de relación con ellos.
Sarina observó con aire de duda:
—Carlos podría decirles algo.
—Carlos nunca diría nada. Podría tener quizás una lucha con su conciencia, pero no dudaría mucho, y el sentido del deber sería el perdedor. No piensa traicionar a su antigua amiga, en especial cuando, como puede suceder, podría haber disparos.
Lorraine se inclinó hacia adelante para mirarlo. —¿Se puede saber quién es su antigua amiga? ¿Yo?
—Fantasías. Usted sabe lo charlatán que soy.
Dos veces más los hicieron detenerse en la carretera, las dos sin incidentes. Minutos después del último control, Petersen se detuvo en una banquina.
—Ahora quiero que pasen atrás, por favor. Hace más frío allí, pero mi amigo el pescador me dio algunas mantas.
Sarina preguntó:
—¿Por qué?
—Porque de ahora en adelante podrían reconocerlas. No lo creo probable, pero pensemos en lo imposible. Sus descripciones serán difundidas en cualquier momento.
—¿Cómo pueden difundirlas hasta que el mayor Massamo…? Sarina se interrumpió y miró su reloj. —Usted dijo que llamaría por teléfono al puesto militar de Capljina en una hora. Eso fue hace una hora y veinte minutos. Esos hombres se congelarán. ¿Por qué mintió…?
—Si usted es incapaz de pensar, cosa que es obvia, por lo menos cállese. Una simple mentirita, inofensiva, inocente. ¿Qué habría sucedido si llamase ahora o bien lo hubiese hecho en los últimos veinte minutos?
—Habrían enviado una patrulla de rescate.
—¿Nada más?
—¿Qué más?
—Que Dios ayude a Yugoslavia. Habrían localizado el llamado y nuestro paradero aproximado. El llamado fue hecho a la hora prevista por mi amigo. Desde Gruda, en la ruta Capljina-Imotski bien lejos hacia el noroeste de aquí. ¿Qué más lógico que nos dirijamos a Imotski? Allí está emplazada una guarnición italiana. Por ello concentrarán la búsqueda en el sector de Imotski. Hay muchísimos puntos, edificios, galpones, camiones, donde puede ocultarse una persona en un cuartel general de una división, y como los italianos quieren tanto a los alemanes como a los yugoslavos, y la orden de detención mía proviene del Estado Mayor Alemán en Roma, no creo que lleven a cabo la búsqueda con demasiado entusiasmo. Es posible que hayan adivinado la situación en su doble aspecto, pero no creo que se molesten siquiera en intentarlo. De todo modos, pasen al interior del camión.
Petersen descendió, ayudó a las dos mujeres a subir a la parte trasera y volvió a la cabina, para reanudar la marcha.
Pasó frente a dos puestos de control más; en ambos casos pudo proseguir sin que lo detuvieran, antes de llegar a la población de Mostar. Entró en el centro de la ciudad, atravesó el río, dobló a la derecha a la altura del hotel Bristol y dos minutos más tarde se detuvo y apagó el motor. Al llegar a la parte posterior del vehículo, dijo:
—Por favor, no se muevan. Pienso volver en quince minutos.
—¿Nos está permitido saber dónde estamos? —preguntó Giacomo.
—Por supuesto. En una playa de estacionamiento en Mostar.
—¿No es un lugar demasiado público? —Como siempre, la pregunta era de Sarina.
—Cuánto más público, mejor. Cuando realmente queremos ocultarnos, no hay lugar mejor que ocultarse abiertamente.
George dijo entonces:
—¿No olvidarás decirle a Josip que hace días que no como ni bebo?
—No necesito decírselo. Siempre lo sabe.
Cuando Petersen volvió lo hizo en un pequeño ómnibus Fiat de catorce asientos que había visto mejores tiempos en la década del veinte. El conductor era un hombre menudo y delgado de tez morena, con un feroz bigote negro, ojos relucientes y una energía, al parecer, sin límites.
—Este es Josip —dijo Peter. Josip saludó a George y a Alex con gran entusiasmo, pues era obvio que se conocían desde hacía mucho tiempo. Petersen no se tomó el trabajo de presentarlo a los otros.
—Metan todas sus cosas dentro del ómnibus. Lo utilizamos porque a Josip no le gusta demasiado dejar un camión del ejército italiano detenido frente a la puerta principal de su hotel.
—¿Hotel? —repitió Sarina—. ¿Vamos a alojarnos en un hotel?
—Cuando usted viaja con nosotros —le explicó George amistosamente— no le cabe esperar otra cosa que lo mejor.
El hotel, cuando llegaron, no tenía aspecto de ser de lo mejor. Su acceso no podría haber sido menos acogedor. Josip detuvo el ómnibus en un garaje y los condujo por una senda estrecha y sinuosa que ni siquiera tenía ancho suficiente para permitir el paso de un automóvil. Se detuvo frente a una pesada puerta de madera.
—Entrada de servicio —dijo Petersen—. Josip tiene un hotel perfectamente respetable, pero no le gusta llamar mucho la atención dejando que lleguen demasiados pasajeros al mismo tiempo.
Pasaron por un pequeño pasillo a una zona de recepción pequeña pero alegre y limpia.
—Bien, bien —dijo Josip, frotándose las manos con energía—, si traen su equipaje, los llevaré a sus cuartos. Lavarse, arreglarse un poco, y luego la comida. —Abriendo las manos, añadió—: No será el Ritz, pero no se irán a dormir con hambre.
—No puedo hacer frente a las escaleras, por ahora —le dijo George. Haciendo un gesto hacia una arcada, explicó—: Creo que iré a sentarme tranquilo allí.
—El barman no está esta noche, profesor. Tendrá que atenderse solo.
—Sé aceptar lo malo con lo bueno.
—Por aquí, señoritas.
En el corredor de arriba Sarina se volvió hacia Petersen y preguntó en voz baja:
—¿Por qué su amigo llamó «profesor» a George?
—Muchos lo llaman así. Es un simple apodo.
Puede ver muy bien por qué: siempre está dictando cátedra.
La cena fue muy superior a lo que había prometido Josip, pero los posaderos de Bosnia son afamados por su inventiva y riqueza de recursos, para no hablar ya de su espíritu adquisitivo. Considerando las condiciones de desolación del país en guerra, la comida se aproximó a un milagro: jamón dálmata, salmón gris con un excelente vino blanco de Poip y venado rociado con uno de los famosos vinos tintos de Neretva. George, después de comentar en términos misteriosos que uno nunca sabía qué futuro incierto les esperaba, permaneció a partir de entonces silencioso durante quince minutos, algo sin precedentes en él: gastrónomo digno de respeto en condiciones favorables, el despliegue que hizo esta vez rayaba en lo impresionante.
Aparte de George, sus dos compañeros y el hotelero, su mujer Marija estaba también sentada a la mesa. Menuda, morena y vivaz como su marido, en otros aspectos mostraba un contraste marcado con él: él era apasionado, ella, vivaz. El era taciturno, ella conversadora, casi charlatana. Miró a Michael y a Sarina, sentados algo aparte del resto a una mesita más chica, y a Giacomo y Lorraine, sentados a igual distancia, aproximadamente, a otra. Bajando la voz, dijo entonces: —Sus amigos son muy reservados.
George tragó un bocado de venado.
—Es la comida —dijo.
—Pues están hablando —señaló Petersen—. Sucede que no se puede oírlos por encima del ruido de las mandíbulas de George. Pero tiene razón, hablan en voz muy baja.
—¿Por qué? —preguntó Josip—. ¿Por qué tienen que murmurar o susurrar? Aquí no hay nada que temer. Nadie puede oírlos, salvo nosotros.
—Usted oyó lo que dijo George. No saben qué futuro les espera. Se trata de una experiencia totalmente nueva para ellos, no para Giacomo, sin duda, pero sí para los otros tres. Sienten aprensión y desde su punto de vista tienen derecho a sentirla. Mañana puede ser su último día de vida.
—También podría ser el suyo —observó Josip—. Lo que se dice en el mercado —nosotros los hoteleros pasamos mucho tiempo en el mercado— es que grupos de guerrilleros han sobrepasado las posiciones de la guarnición italiana en Prozor, avanzado por el valle de Rama y llegado a las colinas que dominan la carretera entre este punto y Jablanica. Hasta pueden estar a caballo sobre la carretera: son bastante locos como para hacer cualquier cosa. ¿Qué planes tiene para mañana? Y me apresuro a agregar, si acaso uno puede preguntárselo.
—¿Por qué no? Tendremos que ir a las montañas dentro de poco tiempo, desde luego; pero esos tres jóvenes no tienen mucho aspecto de cabras montañesas, de modo que permaneceremos el mayor tiempo posible en el camión y en la carretera. La carretera a Jablanica, quiero decir.
—¿Y si tropiezan con los guerrilleros?
—Mañana será otro día y veremos.
Finalizada la comida, Giacomo y Lorraine se levantaron y se acercaron a la mesa principal. Lorraine dijo:
—Traté de caminar un poco, estirar las piernas, pero usted me lo impidió. Me gustaría salir a caminar ahora. ¿Le molesta?
—Sí, quiero decir, sí me molesta. Por ahora, estamos en una ciudad que tiene mucho de ciudad de frontera. Usted es joven y bonita y las calles están llenas de soldadesca licenciosa. Aun si fuese una patrulla que la detuviese, no habla el idioma. Además, hace muchísimo frío.
—¿Desde cuándo ha empezado a preocuparle mi salud? —Una vez más mostraba su faceta imperiosa—. Giacomo me cuidará. Lo que quiero decir es, si sigue desconfiando de mí.
—Bien, sí, hay también algo de eso.
—¿Qué cree que voy a hacer? ¿Escapar? ¿Denunciarlo a las autoridades? ¿Qué autoridades? No hay nada que yo pueda hacer.
—Lo sé. Me interesa sólo su bienestar.
Las muchachas de gran belleza no suelen dejar escapar bufidos de incredulidad, pero Lorraine casi lo hizo.
—Gracias —dijo.
—La acompañaré.
—No, gracias. No quiero ir con usted.
—Verás —le dijo George—. Ni siquiera le gustas. —Al decir esto apartó su propia silla—. En cambio, todos quieren a George. George, grandote, alegre, simpático. Yo la acompañaré.
—Tampoco quiero ir con usted. Petersen tosió. Josip intervino.
El mayor tiene razón, ¿sabe señorita? Ésta es una ciudad peligrosa después de oscurecer. Su Giacomo parece perfectamente capaz de proteger a cualquiera, pero hay calles en esta ciudad en las que no se aventuran ni siquiera las patrullas de la policía militar. Yo sé a dónde es seguro ir y a dónde no.
Lorraine sonrió.
—Es muy amable.
—¿Puedo ir yo también? —preguntó Sarina—. Desde luego que sí.
Los cinco, incluido Michael, se abotonaron los pesados gabanes y salieron, dejando a Petersen con sus compañeros. George se encogió de hombros y suspiró.
—Pensar que yo era el hombre de mayor popularidad en Yugoslavia. Claro, fue antes de conocerte a ti. ¿Nos retiramos ya?
—¿Tan temprano?
—Quiero decir, por esa arcada. —George precedió a todos y se instaló detrás del mostrador del bar—. Qué muchacha rara. Me refiero a Lorraine. Estoy pensando en voz alta. ¿Por qué salió en esta oscuridad y con esta noche llena de peligros? No me impresiona tanto como fanática del aire libre o de la aptitud física.
—Sarina, tampoco. Dos muchachas raras. George tomó una botella de vino tinto.
—Admitamos las contradicciones de la mujer, sobre todo las de la mujer joven, por estar más allá de nuestra comprensión, y concentrémonos con un poco más de utilidad en esta cosecha de 1938.
Inesperadamente Alex dijo:
—Creo que no son tan raras.
Petersen y George fijaron su atención en Alex.
Hablaba tan poco, y mucho menos aventuraba opinión alguna, que invariablemente se lo escuchaba cuando decidía decir algo.
—¿Será posible, Alex, que hayas observado algo que escapó a nuestra atención? —preguntó George.
—Sí. Verán. Yo no hablo tanto como ustedes.
Las palabras sonaron ofensivas, sin que fuese esta la intención de Alex, pues no eran más que una forma de expresión.
—Cuando ustedes hablan, yo miro y escucho y aprendo, mientras ustedes no hacen más que escucharse a sí mismos. Las dos señoritas parecen haberse hecho muy amigas. Creo que se han hecho amigas con demasiada rapidez. Tal vez se tengan mucha simpatía mutua, no lo sé. Lo que sé, en cambio, es que desconfían una de la otra. Estoy seguro de que Lorraine salió para descubrir algo. No sé qué. Creo que Sarina pensó lo mismo y deseaba descubrirlo, por ello se fue a vigilar a la otra.
George agitó la cabeza como si comprendiese.
—Es un razonamiento muy acertado. ¿Qué crees que fueron las dos a averiguar?
—¿Cómo puedo saberlo? —El tono de Alex era irritado—. No hago más que mirar. Son ustedes los que tienen que pensar.
Las dos muchachas con sus acompañantes volvieron antes de que los tres hombres hubiesen terminado su botella de vino, lo cual significaba que volvieron pronto. Las dos muchachas y Michael estaban ya medio amoratados de frío y a Lorraine decididamente le castañeteaban los dientes.
—¿Lindo paseo? —pregunto Petersen cortésmente.
—Muy agradable —repuso Lorraine. Era claro que no lo había perdonado por el supuesto pecado cometido aquella noche—. Sólo entré a darles las buenas noches. ¿A qué hora partimos por la mañana?
—¡A las O6:00!
—¡Si es demasiado tarde…!
Lorraine lo ignoró y se dirigió a Sarina.
—¿Vienes? —preguntó.
—En un instante.
Lorraine se retiró y George dijo:
—Como bebida para dormir, Sarina, puedo recomendarle este marrasquino de Zadar. Después de una vida entera…
Sarina lo ignoró, como Lorraine había ignorado a Petersen, a quien se volvió ahora para hacerle una acusación.
—Me mintió.
—Vaya… Qué cosas dice.
—George, éste. Su «apodo». El profesor. Porque, dijo usted, era locuaz…
—No dije eso. Dije que dictaba cátedra.
No juegue con palabras ¡Apodo! Decano de la Facultad de Lenguas y Profesor de Lenguas Occidentales de la universidad de Belgrado.
—¡Palabra! —dijo Petersen con tono de admiración—. En serio es inteligente. ¿Cómo lo descubrió? Sarina sonrió.
—Se lo pregunté a Josip, simplemente.
—La felicito. Seguramente la noticia la impactó. Quiero decir que usted lo imaginaba como portero de la universidad, ¿no?
Sarina dejó de sonreír y sus mejillas se ruborizaron.
—No es verdad. ¿Y por qué me mintió?
—No fue una mentira, en realidad. No tiene ninguna importancia. Lo que pasa es que a George no le gusta que nadie alabe sus modestos antecedentes académicos. Nunca alcanzó las cumbres embriagadoras de un diploma en economía de la universidad de El Cairo.
Sarina volvió a ruborizarse, en forma más notable esta vez y luego sonrió, con apenas una sonrisa, pero era una sonrisa, al fin.
—Ni siquiera me diplomé. No merecía lo que dijo. —Tiene razón. Perdone.
Sarina se volvió hacia George:
—Pero qué está haciendo usted… quiero decir, soldado raso…
Detrás del bar George se irguió con gran dignidad.
—No tengo nada de raso como soldado.
—Es verdad. Pero quiero decir… un decano, un profesor…
—Arrojar pluscuamperfectos del subjuntivo a las trincheras enemigas, nunca ganó batallas hasta ahora —dijo George agitando la cabeza con aire melancólico. Sarina se quedó mirándolo y luego se dirigió a Petersen.
—¿Qué quiso decir? —preguntó.
—Cree estar otra vez en el medio académico.
—A dondequiera que vayamos —dijo ella con gran convicción—, no creo que lleguemos. Están locos. Los dos. Completamente locos.