Tanto Alex como Carlos se equivocaron en sus pronósticos, en el caso de Alex, a medias. Alex había vaticinado con un tono sombrío y de certeza, que haría muchísimo frío, y a las O3:00 ninguno de los pasajeros a bordo habría osado contradecirlo. La nieve, tan intensa que reducía la visibilidad virtualmente a cero, tenía un efecto de enfriamiento inusitado en la torpedera, efecto que no habría preocupado a los pasajeros de una embarcación debidamente calefactada, pero en este caso particular la unidad de calefacción, como casi todo a bordo, funcionaba aproximadamente con un tercio del rendimiento normal, y además su sistema era de una antigüedad lamentable, de tal manera que los ateridos pasajeros y también la tripulación, veían la nieve como un problema preocupante.
Alex se había equivocado, aunque poco —y lo que había dicho había sido una afirmación, en realidad, no un hecho— al referirse a un viento del este-nordeste. Era un viento nordeste. Para el aficionado, y en verdad para cualquiera que no viajase a bordo de una vetusta torpedera, una insignificante diferencia de veintitrés grados en la dirección del viento podría haber sido apenas digna de mención. En cambio para los que estaban en ésta la diferencia era decisiva, puesto que marcaba, para aquellos con tendencia innata a marearse, el límite entre el malestar y el sufrimiento intolerable. De haber estado navegando el Colombo de proa al viento y a la marejada, el movimiento habría sido molesto. De haberlos tenido de costado, habría sido más molesto todavía, pero con la marejada a dos puntos de popa, el intenso movimiento en tirabuzón era la peor de las torturas. Para algunos de los pasajeros de la torpedera, esa noche el grado de mareo varió desde el simple malestar hasta la enfermedad aguda.
Carlos había predicho que el cruce sería tranquilo y sin incidentes. Por lo menos dos personas, en apariencia, eran inmunes a los efectos del mar y del frío, pero no compartían la certeza del capitán. La puerta del depósito del contramaestre, situada junto al lado de babor de la escalera por la que se bajaba a la sala de máquinas estaba enganchada para que se mantuviese abierta y Petersen y Alex a unos centímetros de ella en el interior del depósito, eran apenas visibles. Había suficiente luz como para ver que Alex llevaba una pistola metralleta semiautomática, mientras que Petersen, con una mano libre para mantener el equilibrio en la cubierta sacudida por el viento, mantenía la otra en el bolsillo. Hacía mucho tiempo que Petersen había descubierto la inutilidad de llevar cualquier clase de arma encima frente a fuerzas limitadas cuando lo acompañaba Alex.
El pequeño camarote de ambos, casi directamente frente a ellos en el lado de estribor del pasillo escasamente iluminado, tenía la puerta cerrada. Como Petersen sabía, George estaba aún detrás de aquella puerta. También sabía que George estaba con seguridad tan despierto como sus dos compañeros. Miró su reloj luminoso. Hacía más de una hora y media que él y Alex montaban guardia sin señales de fatiga o aburrimiento, ni conciencia del frío y, menos aún, tendencia a disminuir en ningún momento su actitud vigilante. Centenares de veces habían aguardado de este modo en las montañas áridas y glaciales de Bosnia, Serbia y Montenegro, durante períodos mucho más largos que ése. Y siempre habían sobrevivido. Aquella noche, no obstante, sería una de sus guardias más breves, pero menos confortables.
Fue a los noventa y tres minutos cuando aparecieron los dos hombres en la parte delantera del pasillo. Avanzaron con rapidez, agazapados como para desplazarse con sigilo, intento en el que estaban en cierta desventaja por las sacudidas que los empujaban contra uno y otro mamparo en forma alternada cada vez que el Colombo rolaba. Se habían quitado las botas para neutralizar esas sacudidas y también para eliminar todo ruido en sus movimientos, táctica algo ridícula dadas las circunstancias. La torpedera resonaba y crujía de tal manera que podrían haber marchado con toda decisión y calzados con botas con clavos en las suelas sin que nadie se hubiese enterado. Los dos llevaban pistolas en el cinturón y lo que resultaba más amenazador aún era que en la mano sostenían objetos notablemente parecidos a granadas de mano.
Eran Franco y Cola y ninguno de los dos tenía un aspecto muy feliz. Ni por un instante podía creer Petersen que sus expresiones se debiesen a la naturaleza de su misión o a los remordimientos de conciencia que les despertaba. Ocurría simplemente que ninguno de los dos había nacido con el llamado del mar resonando en sus oídos y, a juzgar por la palidez de sus rostros tensos, ambos habrían estado encantados de no oírlo nunca. En la suposición lógica de que Alessandro hubiese elegido a los dos mejores tenientes de que disponía, Petersen decidió que su aspecto no decía mucho en favor de los hombres que habían quedado en la retaguardia. El camarote estaba cerca de la proa del barco y en un mar picado era un lugar que habría convenido evitar a toda costa. Los hombres se detuvieron delante de la puerta tras la cual acechaba George y se miraron. Petersen esperó hasta que el barco se enderezase y con ello surgiese un comparativo aunque breve período de silencio.
—¡ No se muevan!
Por lo menos Franco evidenció tener algo de sentido común, pues no se movió. Cola, por el contrario, demostró ampliamente la afirmación de Petersen de que no eran asesinos profesionales sino que sólo adoptaban su aspecto, pues dejó caer su granada para tomar su pistola y volverse, todo ello en lo que imaginaba ser un solo movimiento coordinado: para alguien como Alex, en cambio, fue una escena en un ritmo de lentitud patética. Cola acababa de sacar la pistola de su cinturón cuando Alex disparó una sola vez, con un ruido que resultó chocante dentro de aquel recinto metálico. Cola dejó caer el arma, miró sin comprender su hombro destrozado y luego, volviendo los ojos hacia el mamparo, cayó sentado sobre cubierta.
—Nunca aprenden —se quejó Alex. No era un hombre que sintiese un placer infantil frente a acciones tan pueriles.
—Quizá nunca tuvo la oportunidad de aprender —dijo Petersen. Despojó a Franco de su armamento y cuando había levantado la pistola del otro y también la granada, apareció George. Estaba también con un arma en la mano, pero no pensaba hacer uso de ella. Sostenía su pistola semiautomática sin apretar demasiado la culata y con el caño apuntaba hacia la cubierta. Con aire resignado, agitó una sola vez la cabeza, pero no dijo nada.
—Cubre nuestras espaldas, George —le advirtió Petersen.
—¿Piensas devolver a estos infortunados al seno de su familia?
Petersen hizo un gesto afirmativo.
—Es un acto de cristiano. No sirven para viajar solos.
Petersen y Alex volvieron por el pasillo precedidos por Franco y Cola, el primero, sosteniendo a su camarada herido. Habían avanzado sólo cuatro pasos cuando se abrió una puerta más adelante del punto donde estaba George, y Giacomo salió al pasillo esgrimiendo una Beretta.
—Guarde eso —le dijo George. Seguía apuntando hacia la cubierta con su pistola—. ¿No creen que han hecho ya bastante ruido?
—Por ese motivo vine. —Giacomo había bajado ya su pistola—. Por el ruido, quiero decir.
—Se tomó su tiempo, ¿eh?
—Tenía que vestirme primero —dijo Giacomo con dignidad. Vestía sólo unos pantalones de color caqui y mostraba un torso curtido con un surtido impresionante de cicatrices—. Pero veo que ustedes están completamente vestidos, por lo que deduzco que esperaban que algo sucediera. —Después de mirar en la dirección del cuarteto que se aproximaba muy despacio por el pasillo, preguntó—: ¿Qué pasó?
—Alex acaba de dispararle a Cola.
—Bien por Alex. —Si a Giacomo le afectó la noticia, supo disimularlo muy bien—. Pero no merece despertar a un hombre.
—Cola podría ver las cosas de otro modo. —George tosió con gran delicadeza.
—¿Usted no es, entonces, uno de ellos?
—Usted debe de estar loco.
—La verdad es que no. No conozco a ninguno de ustedes, ¿no? Pero su aspecto no es el de ellos.
—Es usted muy amable, George. ¿Y ahora?
—No lo descubriremos quedándonos aquí.
Alcanzaron al resto en pocos segundos, cosa fácil porque Cola se quejaba ya mucho y apenas podía caminar. Momentos más tarde se abrió una puerta delante de ellos en el pasillo y una figura armada apareció o bien se tambaleó hasta hacerse visible. Era Sepp y no era necesario imaginar mucho para advertir lo que le ocurría: la palidez verdosa de su cara era inconfundible. La vida de mar había surtido su efecto. No era difícil comprender además por qué Alessandro había elegido a Franco y a Cola para la misión.
—Sepp —el tono de Petersen era casi afectuoso—, no queremos matarte. Antes de que dispares, tendrás que matar a tus dos camaradas. Estaría bastante mal, ¿no? —La palidez y la actitud de Sepp traducían una incertidumbre y un sentimiento de que las cosas estaban ya bastante mal como estaban—. Lo que es peor, Sepp, antes de que llegases a matar al segundo de tus amigos, tú mismo estarías muerto. Suelta esa arma, Sepp.
Otras partes de la fisiología de Sepp podrían estar funcionando mal, por el momento, pero su oído era perfecto. Su vieja Lee Enfield 3O3 cayó al suelo con estrépito.
—¿Quién disparó? —Carlos, sin su habitual expresión sonriente, se había acercado rengueando a espaldas de ellos, con una pistola en la mano—. ¿Qué pasa?
—Sería útil que usted nos lo informase —dijo Petersen, mirando la pistola que sostenía Carlos—. No necesita eso.
—Lo necesito mientras sea comandante de este barco. Acabo de preguntar… —Carlos se interrumpió con una exclamación de dolor al cerrarse la manaza de George sobre su muñeca derecha. Luchó por liberarla, una expresión de desconcierto pasó por su cara y se mordió los labios como si quisiera contener otra expresión de dolor. George tomó el arma de los dedos flojos.
—Conque las cosas son así —dijo. No sin razón, había palidecido—. Tenía razón. Ustedes son los asesinos. ¿Intentan apoderarse de mi barco?
—¡Por favor, no! —Fue George quien repuso—. Se le ha puesto blanco el nudillo del índice. La acción precipitada no ayuda a nadie. —Al decir esto devolvió la pistola a Carlos y dijo con aire docto—: La violencia innecesaria nunca le sirvió a nadie.
Carlos tomó la pistola, vaciló, se la metió en el cinturón y empezó a frotarse la muñeca. La demostración de intenciones pacificadoras había tenido un efecto perturbador sobre él. Con tono de duda, dijo:
—Sigo sin comprender…
—Nosotros, tampoco, Carlos —interpuso Petersen—. Tampoco nosotros. Es lo que estamos tratando de hacer en este momento… comprender. Quizás usted pueda ayudarnos. Esos dos hombres, Franco y Cola —me temo que Cola requerirá sus servicios profesionales muy pronto— vinieron a atacarnos. Quizá vinieron a matarnos, pero no lo creo. Arruinaron la operación.
—Aficionados —sugirió George a manera de explicación.
—Aficionados, de acuerdo. Pero el efecto de una bala de aficionado puede ser tan permanente como el de una de profesional. Quiero saber por qué esos dos nos atacaron en primer lugar. Tal vez usted pueda ayudarnos en esto, Carlos, ¿eh?
—¿Cómo podría ayudarlos yo?
—Usted conoce a Alessandro.
—Lo conozco, pero no muy bien. No tengo la menor idea de por qué habría de desear hacerle daño. Yo no permito a mis pasajeros hacer guerrilla a bordo.
—Estoy seguro, pero también lo estoy de que usted sabe quién es y qué hace.
—No, no lo sé.
—No le creo. Seguramente tendría que suspirar y decirle cuánto trabajo nos ahorraría a todos si usted dijese la verdad. No digo, desde luego, que mienta. Sencillamente, no nos dice nada. Bien, si usted no nos ayuda, tendré que ayudarme a mí mismo. —Petersen levantó la voz—. ¡Alessandro!
Pasaron segundos sin que recibiese respuesta.
—Alessandro. Tengo prisioneros a tres de sus hombres, uno de ellos bastante herido. Quiero saber por qué vinieron a atacarnos esos hombres. —Como Alessandro no respondiera, Petersen prosiguió—. No tiene ninguna alternativa. En tiempos de guerra, la gente es amiga, o bien enemiga. Los amigos son amigos, y los enemigos, mueren. Si usted es un amigo, salga al pasillo. Si es enemigo, tendrá que quedarse allí y morir.
El tono de Petersen no revelaba especial emoción, pero sí una nota implacable. Carlos, olvidado ya su dolor, apoyó una mano en el brazo de Petersen.
—A bordo de mi barco nadie comete asesinatos —dijo.
—Hasta ahora. Además, se habla de asesinato en tiempo de paz. En tiempo de guerra lo llamamos ejecución. —Para los que permanecían dentro del camarote el tono no podía ser muy alentador.
—George, Alex. Ayuden a Franco y a Sepp a entrar en el camarote. Aléjense de la línea de fuego.
Franco y Sepp no requirieron ayuda de ninguna clase. Se tratase o no de la cámara de ejecución, obedecieron en segundos. La puerta se cerró con un golpe y se oyó bajar un cerrojo hermético. Petersen estudió el objeto en forma de pera que tenía en la mano.
Carlos preguntó con aprensión:
—¿Qué es eso?
—Lo puede ver. Una especie de granada de mano. ¿George? —No fue necesario indicar a George lo que debía hacer. Nunca era necesario. Se apostó junto a la puerta del camarote y su mano se posó en el cerrojo de seguridad. Con una mano Petersen aferró el picaporte y con la otra apretó el resorte en la base de la granada sin dejar de mirar a George, quien inmediatamente abrió el clip. Petersen abrió violentamente la puerta, pero apenas los centímetros indispensables, dejó caer la granada en el interior y volvió a cerrarla con un golpe, colocando George de nuevo el cerrojo de seguridad. Era como si hubiesen ensayado la escena mil veces.
—¡Jesús! —Carlos estaba intensamente pálido—. En ese espacio confinado… —Calló, y con expresión perpleja, dijo luego—: La… la explosión. El ruido.
—Las granadas llenas de gas no estallan. Silban. ¿Qué tal, George? —George había apartado la mano del resorte.
—Cinco segundos y luego, quienquiera que ha sido, cae. Rápido, ¿no?
—Carlos seguía consternado, casi desesperado.
—¿Qué diferencia hay? Explosivos, o gases tóxicos…
Petersen adoptó un tono paciente para explicarle.
—No es gas tóxico, George. —Dijo unas pocas palabras al oído de su gigantesco lugarteniente, éste sonrió y se apartó vivamente. Petersen se volvió hacia Carlos—. ¿Piensan dejar que muera su amigo Cola?
—Ni es mi amigo ni está en peligro de muerte. —Carlos se volvió ahora hacia el mayor de los Pietros, que había aparecido en escena.
—Tráigame mi maletín y vuelva con dos de sus muchachos. —Dirigiéndose a Peter, le dijo—: Le daré un sedante potente y un coagulante. En seguida lo vendaré. Habrá uno o varios huesos fracturados. Puede ser que el hombro esté irremediablemente destruido, pero sea como fuere, no hay nada que pueda hacer yo a bordo. —Miró hacia adelante, se pasó la mano por la frente y dio la impresión de estar por lamentarse en voz alta—. Más dificultades.
Michael von Karajan se acercaba por el pasillo, seguido de cerca por George. Michael trataba de mostrarse indignado y belicoso, pero la única expresión que logró reflejar fue la de malestar y temor. George, en cambio, sonreía ampliamente.
—Le juro, mayor, que esta generación nuestra es extraordinaria. Hay que admirar su espíritu de altruismo. Aquí estamos con este noble barco, el Colombo, tratando de dar saltos mortales, pero ¿acaso impide esto a Michael desplegar sus artes y perfeccionarlas? En absoluto. Allí estaba agazapado sobre su receptor-trasmisor, con este tiempo espantoso, los auriculares bien apretados contra las orejas…
Petersen levantó una mano. Cuando habló su expresión era tan glacial como su voz.
—¿Es verdad, von Karajan?
—No. Lo que quiero decir es que…
—No mienta. Si lo que dice George es verdad, es verdad. ¿Qué mensaje estaba mandando?
—No estaba mandando ningún mensaje. Estaba…
—¿George?
—No estaba transmitiendo ningún mensaje cuando entré.
—No podría haber tenido mucho tiempo —dijo Giacomo—. No en el intervalo entre mi salida del camarote y el arribo de George. —Giacomo miró ahora al tembloroso Michael con una hostilidad abierta—. No sólo es un cobarde, además es un tonto. ¿Cómo podía saber que yo no llegaría en cualquier momento? ¿Por qué no cerró la puerta con llave para asegurarse de que nadie lo interrumpiese?
—¿Qué mensaje estaba por transmitir? —insistió Petersen.
—No estaba por transmitir ningún…
—Con eso es doblemente mentiroso. ¿A quién estaba transmitiéndole, o por transmitir?
—No estaba por…
—Cállese, ¿quiere? Triple mentiroso ahora. George, confíscale el equipo. Y para mayor seguridad, también el de su hermana.
—No puede hacer eso —dijo Michael, consternado—. ¿Llevarse nuestras radios? Ese equipo es nuestro.
—¡Es increíble! —Petersen lo miró con incredulidad. Que el sentimiento fuese real o fingido no tenía importancia. El efecto fue el mismo—. Soy su superior inmediato, tonto. No sólo puedo confiscarle el equipo, sino que además puedo encerrarlo por motín. Con grilletes, si es necesario. —Petersen agitó la cabeza—. «No puede», dice, «No puede». Otra cosa, von Karajan. ¿Será que usted es tan tonto que ignora que en época de guerra y en navegación el uso de radio por parte de personal no autorizado es un delito muy serio? —Petersen se volvió hacia Carlos—. ¿No es verdad, capitán Tremino? —La manera formal de dirigirse al comandante dio a su pregunta toda la gravedad de una indagación de corte marcial.
—Es absolutamente cierto. —Carlos no estaba feliz de decirlo, pero de todos modos lo dijo.
—¿Es este joven personal autorizado?
—No
—¿Comprende la situación, von Karajan? También el capitán podría detenerlo. George, guarda los equipos de radio en tu cabina. No, espera un minuto. Se trata primordialmente de un delito dentro del código naval. —Mirando a Carlos, le preguntó—: ¿Cree que…?
—Tengo una caja de seguridad muy buena en mi camarote —dijo Carlos—. Y guardo la única llave que existe.
—Espléndido. —George se retiró, seguido por un Michael desconsolado y pasando delante de Pietro, quien cargaba una caja de metal e iba acompañado por dos marineros. Carlos abrió el botiquín, al parecer inmaculadamente equipado, y puso dos inyecciones al infortunado Cola. Cerraron el botiquín y lo retiraron y también se llevaron al herido.
—Bien, veamos —dijo Petersen—. Veamos lo que tenemos dentro.
Alex, con esfuerzo, consiguió abrir el cerrojo de seguridad —cuando George intervenía en el cierre de algo la idea era que fuese casi imposible abrirlo— y apuntó su pistola metralleta a la puerta. Giacomo hizo lo mismo con la suya, con lo cual demostró que con quien quiera que estuviese, si acaso estaba con alguien, no estaba con Alessandro y sus secuaces. Petersen no se preocupó por utilizar un arma, a pesar de estar armado con una Luger, sino que empujó la puerta para abrirla.
No les hicieron falta sus armas. Los cuatro hombres estaban casi inconscientes. Ni tosían ni se ahogaban ni lagrimeaban: estaban tan sólo algo confusos y mareados. Alex bajó su pistola metralleta, recogió las siete armas dispersas por el suelo y luego revisó cuidadosamente a los cuatro hombres, tarea que dio como resultado dos pistolas más y no menos de cuatro cuchillos de aspecto cruel. Arrojó todo en el pasillo.
—Bien. —Carlos sonreía—. Qué poca inteligencia desplegué, ¿no? Quiero decir que si ustedes hubiesen deseado deshacerse de todos ellos habrían metido también allí a Cola. Es algo que se me escapó. —Con aire de experto olfateó el aire—. Diría que es ácido nitroso. Sí, gas hilarante, ¿saben?
—No está mal para un médico —dijo Petersen—. Yo suponía que el uso de ese gas se restringía a los consultorios dentales. Con él no se sale de la anestesia llorando, riendo, cantando y en general actuando como un idiota. Uno sigue durmiendo hasta que despierta a la hora habitual, sin tener la menor conciencia de que le haya sucedido algo extraño. Pero me dicen que cuando se ha sufrido algún tipo de experiencia traumática inmediatamente antes de haber estado expuesto al gas, la tendencia es despertar inmediatamente después de pasados sus efectos. Se afirma asimismo que si se tiene algún peso de conciencia ocurre lo mismo.
—Qué extraño que un militar sepa algo de esas cosas —comentó Carlos.
—Soy un militar extraño. Alex, mantén tu arma lista mientras miro un poco.
—¿Mirar un poco? —Fue lo que hizo Carlos, ni más ni menos. El camarote, si acaso eso merecía tal nombre, tenía cinco coys de lona y nada más; no había ni siquiera un armario guardarropa—. No hay nada que mirar.
Petersen no se molestó en responder. Retirando las mantas de las literas las arrojó sobre cubierta. No había encontrado nada debajo de ellas. Levantó una mochila —de las cinco que había en la cabina— y sin la menor ceremonia vació el contenido sobre una de las camas. No había nada de interés. Entre algunas prendas de ropa y un equipo rudimentario de artículos de higiene personal había una buena cantidad de balas, algunas sueltas, otras en cargadores, pero Petersen las consideró inofensivas. No había esperado otra cosa. La segunda mochila era semejante en cuanto a su contenido. La tercera estaba cerrada con un candado. Petersen miró a Alessandro, que estaba sentado en cubierta con su rostro sufrido carente de toda expresión. El efecto provocaba escalofríos, ya que aunque se tratase tan sólo de un asomo de maldad, habría sido mejor que esa vaciedad. Pero Petersen no era hombre de conmoverse frente a ninguna expresión o falta de ella.
—Bien, Alessandro, no encuentro esto muy inteligente, ¿sabe? Cuando se quiere esconder algo, se lo esconde con disimulo. Un candado no es algo disimulado. La llave.
Alessandro escupió sobre la cubierta y calló.
—Escupir. —Petersen meneó la cabeza—. ¡ Qué feo! Eso es típico de villanos de segundo orden. Alex.
—¿Lo reviso?
—No te molestes. Tu cuchillo.
El cuchillo de Alex, como correspondía esperar en este personaje, tenía un filo de navaja. Cortó la fuerte lona de la mochila como si hubiese sido papel. Petersen estudió el contenido.
—Sí, en serio, remordimientos de conciencia. —Petersen sacó un quemador muy pequeño de butano y una marmita también pequeña. Esta no tenía tapa y el pico se cerraba con una rosca atornillada. Al agitar la marmita, el ruido del agua en el interior fue inconfundible. Volviéndose hacia Carlos, comentó:
—No dice mucho a favor de la hospitalidad del Colombo, ¿no?, que alguien tenga que traer su propio equipo para preparar té, o café, o lo que sea.
La expresión de Carlos era de perplejidad.
—Cualquier pasajero a bordo de este barco puede tomar tanto té, como café, o cualquier bebida como desee. —De inmediato su expresión cambió, como si comprendiese—. Ah, claro. Para uso en tierra.
—Claro. —Petersen volcó el resto del contenido de la mochila sobre otra cama, revisó todo y se irguió—. Aunque le diré que es difícil ver cómo se puede preparar alguna de estas agradables infusiones sin tener té ni café. Acabo de descubrir todo lo que quería, aunque de todos modos lo sabía de antemano. —Volvió ahora su atención a la cuarta mochila.
—Si ya descubrió lo que quería saber, ¿por qué sigue revisando? —le preguntó Carlos.
—Curiosidad natural, más el hecho de que Alessandro no es un hombre de mucha confianza. Quién sabe… esta mochila bien podría ser un nido de víboras.
No había víboras, pero aparecieron dos granadas de mano más y una Walther con un silenciador atornillado.
—Y para añadir, es un asesino sigiloso —dijo Petersen—. Siempre quise tener una de éstas —dijo guardándose el arma en el bolsillo antes de abrir la última mochila: allí encontró sólo un estuchecito de metal cuyo tamaño era de la mitad de una caja de zapatos. Se volvió entonces al más próximo de sus prisioneros, Franco.
—¿Sabe lo que hay adentro?
Franco no dijo si lo sabía o no.
Con un suspiro, Petersen apoyó el caño de su Luger contra la rodilla de Franco y preguntó:
—Capitán Tremino, si muevo el gatillo, ¿volverá a caminar?
—¡Por Dios! —Carlos estaba acostumbrado a la guerra, pero no a ésta—. Quizá, pero será un lisiado toda su vida.
Petersen retrocedió dos pasos. Franco miró a Alessandro, pero éste evitaba mirarlo. Franco miró entonces a Petersen y la Luger que le apuntaba.
—Sí, lo sé —dijo.
—Abrala.
Franco corrió los dos cierres de bronce y abrió la caja. No hubo explosión ni escape de gas.
—¿Por qué no la abrió usted, Petersen? —preguntó Carlos.
—Porque el mundo está lleno de traidores. Hay muchas de estas cajas llenas de trucos desparramados en todas partes. Si alguien la abre sin permiso y no sabe dónde está la palanca o el botón, inhalará un gas bien desagradable. La mayoría de las cajas fuertes de hoy cuentan con este dispositivo. —Petersen tomó la caja de manos de Franco. El interior estaba forrado con terciopelo y contenía ampollas de vidrio, dos cajitas redondas y dos jeringas hipodérmicas. Petersen tomó una de las cajitas y la agitó. Se oyó sacudirse algo en el interior. Entregando la cajita a Carlos, Petersen dijo:
—Esto tendría que interesarle a un médico. En tren de hipótesis, hay un surtido de líquidos y tabletas destinadas a dejar a la víctima inconsciente, temporaria o permanentemente. Con esto último quiero decir muerta. Observe que hay siete ampollas. Una verde, tres azules, tres rosadas. Diría que la verde es escopolamina, ayuda-memoria para los que no recuerdan nada. En cuanto a la diferencia de color de las otras seis, puede haber sólo una razón. Tres son letales, tres, no. ¿No está de acuerdo, capitán?
—Es posible. —Era la noche en que le tocaba a Carlos sentirse desdichado y Petersen no sentía tanta sorpresa ante su desdicha como antes, ni ante la obvia aprensión que mostraba en presencia de Alessandro—. Sin duda no hay manera de distinguir una de otra.
—Yo no estaría tan seguro —dijo Petersen y se volvió en el momento en que aparecía George en la puerta—. ¿Todo bien? —preguntó.
—Hay un poco de dificultad con la señorita —dijo George—. Opuso una resistencia inesperadamente violenta a la confiscación de su equipo de radio.
—No debe sorprenderte. Por suerte, eres mucho más grande que ella.
—No es algo como para jactarse. Las radios quedaron en el camarote del capitán. —George miró a su alrededor y vio que el camarote tenía el aspecto de haber estado en el paso de un huracán—. Qué desordenados son, ¿no?
—Yo hice mi parte —dijo Petersen, y tomando la caja de manos de Carlos se la pasó a George—. ¿Qué opinas de esto?
Es difícil imaginar que una cara sonriente, gorda y angelical pueda haberse transformado en piedra, pero fue lo que le sucedió a la de George.
—Son cápsulas mortíferas.
—Lo sé.
—¿De Alessandro?
—Sí
Durante algunos segundos George se quedó mirando a Alessandro, luego hizo un gesto con la cabeza y volvió a dirigirse a Petersen.
—Creo que deberíamos charlar un poquito con nuestro amigo —dijo.
—Cometen un error. —La voz de Carlos no era tan firme como habría deseado—. Soy médico. No conocen la naturaleza humana. Alessandro no hablará jamás.
George fijó la vista en él. Su expresión no había cambiado. Carlos retrocedió ostensiblemente.
—Quieto, hijo. Cinco minutos conmigo, diez, a lo sumo, y cualquier hombre habla. Alessandro es hombre de cinco minutos, diría.
—Puede ser necesario —dijo Petersen—. Probablemente lo sea. Pero primero lo primero. Aparte de las cápsulas, encontramos uno o dos objetos interesantes. Esta arma con silenciador, por ejemplo —al decir esto mostró la Walther a George—. Dos granadas de mano, un calentador de alcohol con su recipiente y unas doscientas balas. ¿Para qué supones que puede ser el recipiente?
—Para una sola cosa. Pensaba darnos gas, robar un documento real o imaginario —es extraño que estuviese convencido de que habría un sobre— estudiaría su contenido, volvería a cerrar el sobre, lo devolvería a nuestro camarote, nos daría más gas, esperaría unos pocos segundos, pondría el sobre donde estaba y se llevaría el gas. Al despertarnos por la mañana, con toda seguridad no nos habríamos enterado de que hubiese sucedido nada.
—Es la única forma en que pudo haber sucedido o en que se pensaba que sucedería. Hay tres interrogantes más. ¿Por qué tenía Alessandro tanto interés en nosotros? ¿Cuáles son sus futuros planes? ¿Y quién lo envió?
—Será bien fácil averiguarlo —dijo George.
—Desde luego.
—A bordo de este barco, no —declaró Carlos. George lo estudió con leve interés
—¿Por qué no? —quiso saber.
—No habrá tortura en ningún barco bajo mi mando. —Las palabras eran más categóricas que el tono de voz.
—Carlos —dijo Petersen—. No aumente sus dificultades ni las nuestras más de lo necesario. Nada será más fácil que encerrarlo con este grupo de matones. Usted no es el único capaz de llevarnos a Ploée. No queremos hacer tal cosa y no tenemos intención de hacerlo. Comprendemos que está en una situación difícil, aunque no por culpa propia. Nada de tortura. Se lo prometemos.
—Ustedes dijeron que lo descubrirán.
—Psicología pura y simple.
—¿Drogas? —De inmediato Carlos mostró recelo—. ¿Inyecciones?
—Ni lo uno ni lo otro. Y cerramos el tema. Tenía otra pregunta, pero la respuesta es obvia. ¿Por qué Alessandro optó por rodearse de este montón de ineptos? Como camuflaje. Lo lógico sería que un hombre peligroso tendiese a rodearse de más hombres peligrosos. Alessandro es demasiado listo. —Petersen miró a su alrededor—. No hay objetos de metal pesado y sólo un gato podría salir por ese ojo de buey. Carlos, por favor, haga traer a uno de sus hombres un martillo pesa-do, o lo que más se le parezca entre las herramientas que tiene a bordo.
La suspicacia volvió a reflejarse en Carlos. —¿Para qué quieren un martillo?— preguntó.
—Para romperle los sesos a Alessandro —dijo George con tono de gran paciencia—. Antes de empezar a interrogarlo.
—Para cerrar esta puerta desde afuera, con los resortes de seguridad, ¿comprende? —explicó Petersen.
—¡Ah! —Carlos salió al pasillo, dio una orden y volvió—. Iré a visitar al héroe caído. Me temo no poder hacer mucho por él.
—Un favor, Carlos. Cuando nos vayamos, ¿podemos subir a su camarote, o como quiera que llame a ese lugar donde nos vimos por primera vez?
—Por supuesto. ¿Puedo saber por qué?
—Si usted hubiese estado congelándose en ese maldito pasillo durante una hora y media comprendería por qué.
—Claro. Restauradores. Sírvanse, señores. Yo pasaré más tarde y les diré cómo está Cola. —Carlos calló un instante antes de añadir con tono seco—: Eso les dará tiempo de sobra para que preparen su hábil interrogatorio para mí.
Se retiró en seguida y Pietro apareció casi al mismo tiempo, con un gran martillo en la mano. Cerraron entonces la puerta y la aseguraron con uno de los ocho resortes de seguridad. Era suficiente. George le dio un golpe de martillo. También bastó este único golpe. Ni un gorila habría podido abrir el resorte desde el interior. Dejaron el martillo en el pasillo y se dirigieron directamente a la sala de máquinas, donde no había nadie en aquel momento, como lo tenía previsto, todo se controlaba desde el puente. Les llevó menos de un minuto hallar lo que buscaban. Hicieron entonces una breve excursión por la cubierta superior y luego se encaminaron al camarote de Carlos.
—Tanto trabajo me dio sed —dijo George. Estaba bebiendo su segundo o quizá su tercer vaso de grappa. Al ver las radios de los von Karajan en la cubierta comentó—: Habrían estado más seguras en nuestro camarote. ¿Por qué dejarlas allí?
—Habrían estado demasiado seguras en nuestro camarote. El joven Michael no se habría atrevido a intentar recuperarlas.
—No me digas que intentará recuperarlas en la cubierta.
—Admito que es poco probable. Ha quedado claro que Michael no tiene pasta de héroe. Podría ser, sin duda, un actor consumado, pero no lo veo como actor ni como héroe. Con todo, si llega a desesperarse, y tiene que haber estado ya bastante desesperado para haber tratado de enviar un mensaje en el momento y el lugar en que lo hizo, podría hacer un intento.
—Pero las radios quedarán guardadas en la caja fuerte tan pronto como vuelva Carlos. Y Carlos tiene la única llave.
—Carlos podría darle esa llave.
—¡Ah! Conque es así como funcionan nuestras mentes tortuosas. Entonces, ¿vigilamos a Michael durante el resto de la noche? Aunque ya no queda mucho de la noche. Y si trata de recuperar las radios, ¿qué prueba esto, salvo que existe una conexión entre él y Carlos?
—Es todo lo que quiero probar. No espero que ninguno de los dos diga ni admita nada. No tienen por qué. Por lo menos, Michael. Yo puedo hacerlo detener en Ploée por desobedecer órdenes y bajo sospecha de tratar de comunicarse con el enemigo.
—¿Realmente sospechas eso?
—No, por favor… Pero no cabe duda de que ha tratado de comunicarse con alguien y que ese alguien bien podría ser un espía. Tendrá mejor apariencia en una lista de cargos. Lo que quiero determinar es tan sólo si existe alguna conexión entre él y Carlos.
—Y si existe, ¿estás preparado para ponerlo bajo custodia?
—Desde luego.
—¿Y a su hermana?
—No ha hecho nada. Puede venir con nosotros, quedarse en Ploée o bien reunirse con él, como tú dices, «bajo custodia». Depende de ella.
—Flor y nata de la caballerosidad. —George agitó la cabeza y extendió una mano hacia la botella de grappa—. Así, podemos sospechar o no de una conexión entre Carlos y Michael, pero sí sospechamos de una entre Carlos y Alessandro.
—Yo, no. Creo, en cambio, que Carlos sabe mucho más acerca de Alessandro de lo que sabemos nosotros, pero no creo que sepa qué trama Alessandro en este viaje. Señalo un punto muy simple. Si Carlos conociese los planes de Alessandro, éste no se habría tomado el trabajo de traer su recipiente y su calentador. Habría ido, simplemente a la cocina y abierto el sobre con vapor. —Petersen se volvió al oír entrar a Carlos—. ¿Cómo está Cola? —preguntó.
—Se repondrá. Quiero decir, no está en peligro. Tiene deshecho el hombro. Aun con una calma total no podría hacerle nada. Necesita de un cirujano o especialista en huesos, y yo no soy ninguna de las dos cosas. —Carlos abrió una caja fuerte, guardó el equipo de radio y la volvió a cerrar—. Bien, no hay prisa para ustedes, señores, pero yo debo volver al puente.
—Un momento por favor.
—¿Sí, Peter? —Carlos sonrió—. ¿Es el interrogatorio?
—No. Unas pocas preguntas. Podría ahorrarnos mucho tiempo y trabajo.
—¿Qué? ¿En interrogar a Alessandro? Usted prometió no torturar.
—Mantengo la promesa. Alessandro trató de atacarnos y de robar unos papeles esta noche. ¿Sabía usted, o sabe usted, algo acerca de esto?
—No.
—Le creo. —Carlos arqueó las cejas, pero no dijo nada—. No parece preocuparle tanto que su compatriota italiano haya sido hecho prisionero por un grupo de yugoslavos salvajes, ¿no?
—Si quiere saber si personalmente significa algo para mí, le digo que no.
—Pero su reputación, sí.
Carlos calló.
—Usted sabe algo de sus antecedentes, sus asociados, la naturaleza de sus actividades, cosas que nosotros ignoramos. ¿No es así?
—Podría ser. No puede pretender que divulgue datos de esa clase.
—No pretendo, sino que abrigo la esperanza de que lo haga.
—No espere nada. Usted no infringirá las convenciones de Ginebra para arrancarme esa información. Petersen se levantó.
—Desde luego que no —dijo—. Gracias por su hospitalidad.
Petersen llevaba una silla de lona y la caja metálica con cápsulas cuando entró en la cabina donde estaban prisioneros Alessandro y sus tres hombres. George llevaba dos pedazos de cable y el martillo con que acababa de levantar el resorte de la puerta. Alex llevaba sólo su metralleta. Petersen desplegó la silla, se sentó y se quedó mirando con aparente interés cómo George volvía a ubicar el resorte con un golpe de martillo.
—Preferimos que no nos interrumpan, ¿saben? —explicó Petersen. Mirando a Franco, Sepp y Guido les indicó—: Quédense en ese rincón. Si alguien llega a moverse, Alex lo matará. Quítese la chaqueta, Alessandro.
Alessandro escupió en el suelo.
—Quítese esa chaqueta —le dijo George con gran cortesía— o lo derribaré antes de quitársela.
Alessandro, hombre de poca originalidad, volvió a escupir. George le dio un golpe en el estómago, no muy fuerte, al parecer, aunque hizo doblarse en dos a Alessandro con un grito ahogado de dolor. George le quitó la chaqueta.
—Átenlo.
George comenzó a atarlo. Cuando Alessandro recobró un poco el aliento intentó ofrecer alguna resistencia, pero un puñetazo administrado por George con aire distraído en un lado de la mandíbula lo persuadió de lo poco sabio que sería moverse. George lo ató de tal manera que los brazos le quedaron inmovilizados a los costados del cuerpo. Le ató luego rodillas y tobillos y para mayor seguridad, utilizó el segundo trozo de cuerda para atarlo a la cama. Nunca se ató a ningún pollo con tanta maestría como la que tenía inmovilizado a Alessandro.
George inspeccionó su obra con aire satisfecho y luego se volvió hacia Petersen.
—¿No hay algo sobre esto en la convención de Ginebra?
—Puede ser, puede ser. La verdad es que nunca la leí. —Petersen abrió la caja y miró a Alessandro—. En interés de la ciencia, como comprenderá. Esto no tendría que llevar mucho tiempo. —Las palabras fueron despreocupadas, pero Alessandro no escuchaba las palabras, sino que miraba el rostro implacable sobre él y no le agradaba nada lo que veía—. Aquí tenemos tres ampollas azules y tres rosadas. Creemos, y el capitán Tremino, que además es médico, también lo cree, que tres de ellas son letales y tres, no. Desgraciadamente, no sabemos cuál es cuál y hay una manera única y sencilla de saberlo. Le inyectaré una de las ampollas. Si usted sobrevive, sabremos que le administramos la ampolla no mortal. Si muere, sabremos que las no letales son las otras. —Petersen levantó dos ampollas, una azul y otra rosada.
—¿Cuál sugieres, George?
George se frotó el mentón con aire pensativo.
—¡Qué responsabilidad! La vida de un hombre puede depender de mi decisión. Bien, la responsabilidad no es tanta. La humanidad no pierde nada, de todos modos. La azul.
—Bien, la azul. —Petersen rompió el cuello de la ampolla e insertando la aguja hipodérmica comenzó a tirar del émbolo de la jeringa. Alessandro los miraba con expresión fascinada mientras el líquido azul llenaba la jeringa.
—Temo no ser muy bueno para esto. —La calma de Petersen era más aterradora que cualquier amenaza formulada con tono sibilante—. Si no se tiene cuidado, puede entrar una burbuja de aire en la corriente sanguínea y provocar efectos muy desagradables. Quiero decir, la muerte. Pero en su caso, no creo que la diferencia sea importante en un sentido o en otro.
Los ojos de Alessandro miraban muy fijo, y sus labios blancos estaban distendidos en una mueca de horror. Petersen palpó el interior del brazo del hombre a la altura del codo.
—Esta vena parece adecuada. —Dicho esto, pellizcó la vena y acercó la jeringa.
—¡No! ¡No! ¡No! —El grito arrancado de la garganta de Alessandro fue inhumano—. ¡Por Dios, no! ¡No!
—No tiene por qué preocuparse —lo tranquilizó Petersen—. Si es la dosis no letal, se desvanecerá y en pocos minutos se recobrará. Si es la dosis letal, se desvanecerá, simplemente, sin volver a recobrarse… —Después de una pausa, volvió a hablar.
—No, un minuto. Podría morir dando gritos de dolor. —Sacó un trozo de tela blanca y se la pasó a George—. Por si acaso… Pero cuida esa mano. Cuando un moribundo aprieta los dientes, no vuelve a separarlos. Lo que es peor, si te hace sangrar la mano, puedes infectarte tú también.
Petersen apretó la vena entre el pulgar y el índice. Alessandro gritó. George le apretó el paño blanco contra la boca. Al cabo de pocos segundos, obedeciendo una seña de Petersen, retiró el paño. Alessandro había dejado de gritar y de lo más profundo de su garganta escapaba un extraño lamento. Luchaba como un loco por librarse de sus ataduras, el rostro era una máscara demencial y parecía inminente un ataque o un síncope. Petersen miró a George: el rostro del gigante estaba cubierto de sudor. En voz baja dijo a Alessandro:
—Esta es la dosis letal, ¿no? —Alessandro no oía ya. Tuvo que repetir la pregunta varias veces antes de que llegase a esa mente enloquecida.
—¡Es la dosis letal! ¡Es la dosis letal! —Repitió estas palabras varias veces en forma incoherente y llena de terror.
—¿Y se muere sufriendo mucho?
—¡Sí, sí, sí, sí! —Luchaba por respirar como un hombre en las últimas fases de la asfixia—. ¡Con dolor! ¡Con dolor!
—Lo cual significa que usted la ha administrado. No puede haber compasión, Alessandro, ni misericordia. Además, podría estar mintiéndonos. —Petersen volvió a apoyar en la piel la punta de la aguja. Alessandro volvió a gritar una y otra vez. George apretó la mordaza.
—¿Quién lo envió? —Dos veces Petersen repitió la pregunta antes de que los ojos de Alessandro girasen dentro de sus órbitas. George apartó el paño blanco.
—Cipriano. —La voz fue un ronquido apenas inteligible—. El mayor Cipriano.
—Mentira. Ningún mayor podría autorizar esto. —Con gran cuidado de no apretar el émbolo Petersen pinchó la piel con la punta de la aguja, pero fuera de la vena, Alessandro abrió la boca para lanzar otro alarido, pero George se lo impidió con el paño antes de que pudiese dejar oír el menor sonido.
—¿Quién autorizó esto? Ya introduje la aguja, Alessandro. No tengo más que apretar el émbolo. ¿Quién autorizó esto?
George apartó el paño. Por un momento Alessandro pareció haberse desvanecido, pero luego sus ojos giraron otra vez en sus órbitas.
—Granelli. —Su voz era apenas un susurro—. El general Granelli. —Granelli era el muy temido y odiado Jefe de Informaciones italiano.
—Todavía tiene insertada la aguja y todavía tengo la mano sobre el émbolo. ¿Está enterado de esto el coronel Lunz?
—No. Lo juro. ¡No!
—¿El general von Lóhr?
—No.
—Entonces, ¿cómo sabía Granelli que yo estaba a bordo?
—Se lo dijo el coronel Lunz.
—Vaya, vaya. La habitual fe llena de confianza entre leales aliados. ¿Por qué entró en mi cabina esta noche?
—Un papel. Un mensaje.
—Quizás podrías retirar esa jeringa —dijo George—. Creo que está por desmayarse. O morirse, o algo.
—¿Qué pensaba hacer con ese papel, Alessandro? La jeringa seguía insertada.
—Compararlo con un mensaje. —En verdad Alessandro tenía un aspecto lamentable—. Mi chaqueta.
Petersen encontró el mensaje en el bolsillo interior de la chaqueta. Era un duplicado del que tenía en su camarote. Dobló nuevamente el papel y se lo guardó en su propio bolsillo interior.
—¡Qué raro! —comentó George—. ¿Sabe que creo que se desmayó?
—Apuesto a que sus víctimas nunca tuvieron la posibilidad de desmayarse. Me gustaría —dijo Petersen con tono de verdadero pesar— haber apretado el émbolo. No hay duda de que nuestro amigo es, o era un escuadrón de exterminación en uno. —Petersen olió el tubo de ensayo, lo arrojó junto con la ampolla a cubierta y, aplastando ambos con el talón, terminó por dispersar el contenido de la hipodérmica en el mismo lugar.
—Tiene base de alcohol —dijo—. Se evaporará enseguida. Bien, nada más por ahora.
En el pasillo George se enjugó la frente.
—No me gustaría pasar por esto otra vez. Ni tampoco le gustaría a Alessandro, estoy seguro.
—A mí, tampoco —dijo Petersen—. ¿Qué opinas tú, Alex?
—Querría —dijo Alex con aire taciturno— que hubiese empujado ese émbolo. Podría haberlo matado en un segundo, de un tiro.
—También era una alternativa. Por lo menos habría muerto sin sufrir. Por lo menos, su carrera como espía terminó o habrá terminado tan pronto como vuelva a Termoli. O aun a Ploée. Arreglemos esta puerta.
Los ocho resortes de seguridad de la puerta volvieron a ubicarse en su lugar y para ahogar el ruido Alex mantuvo en posición el paño utilizado antes con otro fin, mientras George martillaba sobre los resortes. Cuando bajó el octavo, George dijo:
—Creo que esto se mantendrá algún tiempo. En especial si arrojamos al mar el martillo.
—Asegurémonos de esto —dijo Petersen. Salió entonces y en menos de un minuto volvió con un tubo de gas, un soldador y una máscara protectora. En el mejor de los casos Petersen podía considerarse como un soldador aficionado, pero lo que le faltaba en experiencia se compensaba con su entusiasmo. El resultado final no le habría significado la obtención de un premio por destreza, pero no tenía importancia. Lo que era importante era que desde el punto de vista práctico la puerta había quedado sellada en forma permanente.
—Lo que me gustaría hacer ahora —dijo— es cambiar una palabras con Carlos y Michael. Pero primero creo que conviene hacer una pausa y reflexionar.
—¿Cómo suena esto? —preguntó Petersen. Estaba sentado al escritorio de Carlos, con un vaso de whisky delante y junto a él el mensaje que acababa de redactar. Haremos que Michael lo envíe dentro de un rato. Lenguaje sencillo, desde luego. «CORONEL LUNZ: SUS CANDIDATOS A ASESINOS Y/O EXTERMINADORES GRUPO DE INEPTOS STOP ALESSANDRO Y OTROS TORPES CONFINADOS AHORA CABINA COLOMBO DETRÁS PUERTA DE ACERO SOLDADA STOP LA-MENTO NO PODER FELICITARLOS GENERAL VON LÓHR GENERAL GRANELLI MAYOR CIPRIANO POR ELECCIÓN OPERADORES SALUDOS ZEPPO». Zeppo, como recordarán, es mi nombre en clave. George unió las puntas de los dedos en un triángulo.
—Bien —dijo con aire doctoral—. Bastante bien. Aunque no del todo exacto. No sabemos con seguridad que son asesinos y/o, etc.
—¿Cómo pueden saber ellos que nosotros no lo sabemos? Creo que esto va a agitar bastante el avispero. No creo que haya muchos zumbidos y alegría, ¿eh?
George desplegó una ancha sonrisa.
—El coronel Lunz y el general von Lóhr se sentirán bastante tristes. Alessandro dijo que no sabían nada de este procedimiento.
—¿Cómo pueden saber que nosotros no sabíamos nada? —dijo Petersen con tono razonable—. Estarán furiosos y dispuestos a suponer cualquier cosa. Me encantaría poder escuchar los acalorados intercambios telefónicos entre las partes mencionadas más tarde en el día de hoy. No hay nada como propagar la confusión; la disensión, la sospecha y la desconfianza entre los leales aliados. No fue malo el trabajo de esta noche, señores. Creo que nos hemos ganado un buen trago antes de ir a cambiar unas palabras con Carlos.
El puente estaba iluminado tan sólo por la tenue luz de un farol, y les llevó tiempo acostumbrar los ojos a la penumbra: Carlos mismo estaba frente al timón: luego de una discreta alusión de Petersen, el timonel se había retirado a tomarse un breve descanso.
Petersen tosió con igual discreción y dijo:
—Me sorprende, Carlos; no, diría que me provoca profunda preocupación ver a un marino sencillo y honrado como usted asociado con personajes de tan mala fama y tan carentes de escrúpulos como el general Granelli y el mayor Cipriano.
Carlos, con las manos sobre la rueda siguió mirando fijamente al frente, y cuando habló su tono fue inusitadamente tranquilo:
—No conozco a ninguno de los dos. Después de esta noche, velaré por no tener que conocerlos nunca. Las órdenes son órdenes, pero nunca volveré a cumplir una orden de los asesinos envenenadores de Granelli. Puede amenazarme con una corte marcial, pero nunca pasarán de las amenazas. Entiendo que Alessandro habló, ¿no?
—Sí.
—¿Está con vida? —Por el tono de Carlos, era obvio que no le importaba que Alessandro estuviese vivo o muerto.
—Vivo y sano. Nada de tortura, como se lo prometimos. Simple psicología.
—Usted no lo afirmaría, no podría afirmarlo, si no fuese verdad. Hablaré con él. Más tarde. —La voz no traducía el menor asomo de impaciencia.
—Sí. Pero me temo que para hablar con él tendrá que hacerse bajar hasta el ojo de buey del camarote en una silla de contramaestre. La puerta está sellada, debo informarle.
—Siempre se puede abrir algo que está sellado.
—En este caso, no. Nos disculpamos por habernos tomado libertades con una unidad naval italiana, pero consideramos prudente soldar la puerta al mamparo. —Ah…— Por primera vez Carlos miró a Petersen con una expresión que indicaba, si acaso indicaba algo, apenas un cortés interés.
—¿Soldarla? Insólito.
—Dudo que encuentre una lámpara de oxiacetileno en Ploée.
—También yo lo dudo.
—Quizá tenga que volver a recorrer todo el trayecto hasta Ancona para poder ponerlos en libertad. Y cabe esperar que no se hundan antes de llegar allá. Sería algo terrible que Alessandro y sus amigos hallasen su fin en una tumba bajo el agua.
—Terrible.
—Nos tomamos una libertad más. Usted tenía un soplete de oxiacetileno. Está en el fondo del Atlántico.
A pesar de que Petersen no vio el resplandor de los dientes blancos, habría jurado que Carlos sonrió.