La Wehrmacht no creía en el uso de limousines ni de vagones de lujo para el transporte de sus aliados. Petersen y sus compañeros ocupaban la parte de atrás de un antiquísimo camión que daba la impresión de contar con buenas cubiertas de goma maciza, pero era de una triste pobreza en materia de suspensión. La vibración era del tipo que hace castañetear los dientes y el fragor tan fuerte y continuado que hacía virtualmente imposible toda conversación. La cubierta arqueada de lona estaba abierta en la parte posterior y cuando pasaron por el abra en los Apeninos la temperatura bajó de cero. Fue, en ciertos aspectos, un viaje memorable, pero no por sus comodidades materiales.
El olor de las emanaciones del motor diesel normalmente habría sido avasallador, pero aquel día se neutralizaba hasta ser casi mínimo frente al aroma, si cabe usar tal término, de los cigarros negros de George. Por deferencia a la sensibilidad de sus compañeros de viaje se había sentado en el fondo del camión y en los raros momentos en que no fumaba se entretenía activamente con el contenido de un gran cajón lleno de cerveza que tenía a los pies. Parecía inmune al frío y seguramente lo era: la naturaleza lo había dotado con una protección prodigiosa.
Los von Karajan, vestidos con su nuevo equipo de invierno, iban sentados en el banco de madera sin tapizar de la izquierda. Absortos y silenciosos no parecían más contentos que cuando los había dejado Petersen la noche anterior. Podría haberse atribuido esto a la comprensible reacción frente a las incomodidades presentes, pero a juicio de Petersen su amor propio ofendido no había tenido tiempo aún de reponerse. No ayudaba mucho la presencia de Alex, cuyo silencio y expresión sombría, amarga y cavilosa eran muy fáciles de interpretar como hostilidad. Los von Karajan nunca habrían de enterarse de que Alex solía contemplar a sus padres, por los que sentía profundo respeto y admiración, con esa misma expresión.
Se detuvieron a almorzar en una pequeña aldea próxima a Corfinio, después de haber salvado con éxito, aunque a veces en forma más o menos milagrosa las peligrosas curvas cerradas de los Apeninos. Habían salido de Roma a las 07.00 y les llevó cinco horas cubrir ciento sesenta kilómetros. Considerando el estado de destrucción tanto de la carretera como del vetusto camión de la Wehrmacht, —sin marcas distintivas y de fabricación italiana— aquel promedio de treinta y dos kilómetros por hora era realmente digno de elogio. No sin dificultad, porque con la excepción de George, los pasajeros tenían los miembros rígidos y casi helados, bajaron por la parte de atrás y miraron a través de la nieve que caía en finos copos.
Había poco para ver. La aldea, si merecía llamarse tal, no tenía ni siquiera nombre, y no era más que una serie de chozas de piedra, un comercio combinado con oficina de correos y una posada muy pequeña. La población próxima, Corfinio, si bien no podía considerarse una metrópolis, podría haberles proporcionado mucho más en materia de comodidad y abrigo, pero el coronel Lunz, aparte de su manía por el secreto profesional, compartía con los oficiales superiores de la Wehrmacht la creencia general, aunque injusta, de que todos sus aliados italianos eran traidores, renegados y espías, a menos que probasen lo contrario.
En la posada, el patrón estaba lejos de ser digno de confianza. Parecía tímido, casi nervioso, rasgos bastante raros en los posaderos de las montañas. Un camarero visiblemente torpe, aunque cortés y comedido a su manera, sólo les dijo que se llamaba Luigi, pero a partir de ese dato, evidenció muy pocos deseos de comunicarse. Un gran fuego de pino en la chimenea iluminaba y calentaba el salón. La comida era sencilla pero abundante y el vino y la cerveza, en la que como siempre George hizo sus grandes incursiones, aparecían con toda regularidad sin que se los pidiese. En cambio desde el punto de vista de la sociabilidad, fue un desastre.
El silencio es mal compañero durante una comida. En una mesa pequeña y alejada en un rincón, el conductor del camión y su compañero, en realidad un guardián armado que viajaba con una Schmeisser bajo el asiento y una Luger disimulada entre sus ropas, hablaban casi sin cesar en voz baja. En cambio, de los cinco comensales de la mesa de Petersen, había tres afectados al parecer por una parálisis total de la lengua. Alex, abstraído y taciturno, parecía estar como de costumbre contemplando un futuro melancólico y sin esperanzas. Los von Karajan, que por propia decisión no habían desayunado, apenas probaban bocado y por lo tanto tenían tiempo y oportunidad de hablar, pero rara vez aventuraban una palabra, salvo para responder a otros. Petersen, sereno como siempre, se limitaba a las palabras convencionales de rigor, pero en otros sentidos no daba la sensación de tener deseos de atemperar el malestar de la falta de conversación y ni aun de tener conciencia de él. George, por otra parte, mostraba tener aguda conciencia del silencio y hacía todo lo posible por disiparlo.
Su recurso consistía en formular preguntas dirigidas en forma exclusiva a los von Karajan. No le llevó mucho tiempo arrancarles, como había adivinado Petersen, que eran eslovacos de linaje austríaco. Habían recibido su educación primaria en Ljubljana, la secundaria en Zagreb y desde allí pasado a la universidad de El Cairo.
—¡El Cairo! —George arqueó tanto las cejas que casi desaparecieron debajo del pelo—. ¡El Cairo! ¿Cómo se les ocurrió meterse en ese pantano de la cultura?
—Fue el deseo de nuestros padres —dijo Michael—. Su tono quiso ser frío y altivo, pero sólo logró que fuese defensivo.
—¡El Cairo! —repitió George. Con aire de incredulidad meneó lentamente la cabeza—. ¿Y qué, si puedo preguntárselo, estudiaron allí?
—¡Cuántas preguntas hace! —observó Michael.
—Es por interés —explicó George—. Un interés paternal. Y claro, preocupación por la desdichada juventud de nuestro desgraciado y dividido país.
Por primera vez Sarina sonrió, una levísima sonrisa, es verdad, pero suficiente como indicio de lo que era capaz de hacer si lo deseaba.
—No creo que estas cosas le interesen de verdad, señor… señor…
—Llámeme George. ¿Cómo sabe qué puede interesarme? Todo me interesa.
—Economía y política.
—¡Mi Dios! —George se llevó una mano a la frente. Como actor clásico se habría muerto de hambre, pero como actor de pacotilla no tenía igual—. ¡Mi Dios, muchacha! ¿Ir a Egipto a aprender materias de esa importancia? ¿Ni siquiera le enseñaron lo suficiente como para comprender que Egipto es el país más pobre de Medio Oriente, que su economía no es sólo una ruina, sino que está en un colapso total y que debe infinidad de millones de libras, dólares, piense en cualquier moneda y en cualquier país que se le ocurra? Eso en cuanto a su economía. En cuanto a la política no son más que una pelota de fútbol para cualquier jugador que desee jugar en esas arenas desérticas y áridas.
George hizo una breve pausa, tal vez para admirar su propia oratoria, tal vez en espera de una respuesta. No la obtuvo, de modo que volvió a agitar la cabeza.
—¿Y qué, se pregunta uno, tenían sus padres contra nuestra primera institución del saber, la universidad de Belgrado? —George calló, pensativo—. Admitamos que Oxford y Cambridge tienen sus ventajas. Y también, diré, Heidelberg, la Sorbonne, Padua y uno o dos centros educacionales menores. Pero no, Belgrado es lo mejor.
Sarina esbozó otra sonrisa.
—Parece saber mucho de universidades, señor… señor… George.
George no sonrió a su vez. En lugar de ello, logró algo casi imposible para él, hablar con altiva indiferencia.
—He sido afortunado, durante la mayor parte de mi vida de adulto, en tener relación con académicos, incluidos algunos de sus miembros más eminentes.
Los von Karajan se miraron durante un buen rato, pero no dijeron nada. Era innecesario para ellos manifestar que en su opinión, seguramente cualquier asociación de George con el mundo académico debía de haber tenido lugar en el nivel del personal de maestranza. Seguramente imaginaban que había adquirido aquella manera de hablar al limpiar las salas de profesores, o quizá, al trabajar como camarero. George no dio señales de haber notado nada en la actitud de los hermanos. Nunca las daba.
—Bien —dijo con su tono más didáctico—, estaría muy lejos de señalar que los pecados de los padres recaen sobre los hijos o, si hablamos de ella, que los de la madre recaen sobre las hijas. —Inesperadamente cambió de tema—. Son monárquicos, por supuesto…
—¿Por qué «por supuesto»? —El tono de Michael fue irritado.
George suspiró:
—Habría supuesto que esa institución de bajos estudios del Nilo no les quitó del todo el sentido común de la cabeza. Si no fuesen monárquicos no vendrían con nosotros. Además, me lo dijo el mayor Petersen.
Sarina miró apenas a Petersen…
—¿Es así como trata lo que se le confía? —preguntó.
—No estaba seguro de que fuese una confidencia. —Petersen hizo un gesto indiferente con la mano—. Tenía poca importancia como para merecer el nombre de confidencia. De todos modos, George es mi confidente.
Sarina lo miró desconcertada y luego bajó los ojos: el reproche podría haber sido real, tácito o bien inexistente. George dijo:
—Estoy intrigado, ¿saben? Ustedes son monárquicos. Sus padres, cabe suponer, también. No deja de ser habitual para una familia real y sus allegados enviar a sus hijos a educarse en el extranjero, pero no a El Cairo, sino al norte de Europa, en especial a Inglaterra. Los lazos entre la familia real yugoslava y la británica son muy estrechos, y me refiero especialmente a los lazos de sangre. ¿Qué lugar eligió el rey Pedro para su exilio obligado? Londres, donde vive ahora. El príncipe regente Pablo está bajo la protección de los ingleses.
—En El Cairo dicen que es prisionero de los británicos. —Michael no parecía preocuparse mucho por lo que decían en El Cairo.
—¡Qué disparate! Está bajo custodia en Kenya. Tiene libertad de movimiento. Retira fondos con toda regularidad de un Banco de Londres. Se llama Coutts y da la casualidad que es el Banco de la familia real. El mejor amigo del príncipe Paul en Europa —además de ser su cuñado— es el duque de Kent. Por lo menos, lo fue hasta que el Duque murió en un accidente aéreo el año pasado. Y es de conocimiento de todos que muy pronto piensa trasladarse a Sudáfrica, donde el general Smuts es un amigo muy especial de los británicos.
—Ah, sí —dijo Michael—. Usted dijo que le intriga. También me intriga a mí. El general Smuts tiene dos divisiones sudafricanas en África del Norte luchando al lado del Octavo Ejército, ¿no?
—Sí.
—¿Contra los alemanes?
George dio muestras de inusitada irritación. —¿Contra quién más habrían de estar luchando?
—De modo que nuestros reales amigos de África del Norte luchan contra los alemanes. Nosotros somos monárquicos y luchamos junto a los alemanes, no contra ellos. Quiero decir que esto me resulta confuso.
—Estoy seguro de que usted no está nada confundido. —Otra vez Sarina desplegó su sonrisita. Petersen empezó a preguntarse si no tendría que reconsiderar la impresión inicial que había tenido de ella.
—¿Tú estás confundido, George?
—Aquí no hay confusión —dijo George, apartando el tema de sí mismo con un gesto—. Se trata simplemente de una cuestión de conveniencia y necesidad práctica. Estamos luchando con los alemanes, es verdad, pero no estamos luchando para ellos. Estamos luchando para nosotros. Cuando los alemanes hayan servido a nuestros fines, será hora de irse para ellos. —George volvió a llenar su vaso de cerveza, apuró la mitad de su contenido y lanzó un suspiro de satisfacción, o quizá de pesar—. Invariablemente nos subestiman como una parte fundamental, según lo ve el resto de Europa, del insoluble problema de los Balcanes. Pero para mí no hay problema, sino sólo un objetivo. —George volvió a levantar su vaso—. Yugoslavia.
—Nadie tiene objeciones contra eso —dijo Petersen. Mirando a la muchacha, le dijo—: Hablando —como viene haciéndolo George tan extensamente— de la realeza, usted mencionó anoche que conoce al rey Pedro. ¿Hasta qué punto lo conoce?
—Entonces era el príncipe Pedro. No muy bien. Lo vi una o dos veces en ceremonias.
—Más o menos como en mi caso. No creo que hayamos cambiado más de unas cuantas palabras. Chico inteligente, simpático, tendría que ser un buen rey. Lástima su renquera.
—¿Su qué?
—Ya sabe, su pie izquierdo.
—Ah, eso. Sí. Me he preguntado…
—El no lo menciona. Circula toda clase de versiones siniestras sobre la forma en que se hirió. Ridículo. Simple accidente de caza. —Petersen sonrió—. No creo que tenga mucho futuro en la diplomacia un correo que confunde a su futuro soberano con un jabalí. —Al decir esto Petersen levantó la mirada y el brazo derecho. El patrón llegó corriendo—. La cuenta, por favor —pidió.
—¿La cuenta? —Por un instante el patrón se mostró sorprendido, más aún, desconcertado—. Ah, la cuenta. Claro. La cuenta. En seguida. —El hombre se alejó de prisa.
Petersen miró a los von Karajan.
—Lamento que no hayan tenido más apetito… cómo expresarlo… cargado mejor la caldera para la última parte del viaje. No importa, el resto es todo cuesta abajo y vamos hacia el Adriático y hacia un clima marítimo. Seguramente hará algo más de calor.
—No, no hará más calor. —Era la primera vez que Alex decía algo desde el arribo a la posada y, como cabía prever, su tono fue de sombría certeza—. Hace casi una hora que llegamos aquí y el viento es más intenso. Escuchen. Se lo oye. —Todos escucharon. Oyeron entonces un gemido profundo, ululante, que no ofrecía buenas perspectivas. Alex agitó la cabeza con gran seriedad—. Viento este-nordeste. Directamente de Siberia. Va a hacer muchísimo frío. —La voz de Alex expresó plenamente su satisfacción pero ello no quería decir mucho, ya que no conocía ningún otro modo de hablar—. Y cuando se ponga el sol, hará un frío terrible.
—Las lamentaciones de Job —comentó Petersen. Después de estudiar la cuenta que le trajo el patrón le entregó unos billetes, rechazó el cambio que le ofrecieron y dijo—: ¿Cree que podría vendernos unas mantas?
—¿Mantas? —El patrón lo miró sin comprender. Después de todo, la consulta no era habitual.
—Mantas, sí. Haremos un largo viaje, no tenemos calefacción en nuestro vehículo y hará mucho frío durante la tarde y la noche.
—No hay problema. —El patrón se retiró y a los pocos minutos volvió prácticamente oculto detrás de unas pesadas mantas de lana de colores que le llenaban los brazos y que depositó sobre una mesa próxima—. ¿Le bastarán? —preguntó.
—Son más que suficientes. Muy amable. —Petersen sacó dinero—. ¿Cuánto es, por favor?
—¿Por las mantas? —El patrón levantó las manos, escandalizado—. No soy tendero. No cobro nada por mantas.
—Tiene que cobrarnos por ellas. Insisto. Las mantas cuestan dinero.
—Por favor. —El conductor del camión había abandonado su mesa para aproximarse a ellos—. Mañana volveré por este mismo camino. Las traeré de vuelta.
Petersen les dio las gracias y todo quedó arreglado. Alex, seguido por los von Karajan, ayudó al patrón a llevar las mantas al camión. Petersen y George permanecieron unos instantes en la salida y cerraron la puerta interior y exterior tras sí.
—La verdad es que eres un gran embustero, George —dijo Petersen con tono de admiración—. Astuto. Tortuoso. Lo dije ya, creo, que no querría que alguien como tú me interrogase. Haces una pregunta y responde la gente en forma afirmativa, negativa o bien con un silencio, siempre obtienes tu respuesta.
—Cuando has pasado veinticinco años de los mejores de tu vida manejando a estudiantes tontos… —George se encogió de hombros como si no fuese necesario decir nada más.
—Yo no soy un estudiante tonto, pero a pesar de ello no me gustaría. ¿Te has formado alguna opinión acerca de nuestros jóvenes amigos?
—Sí.
—Yo también. También me he formado una opinión distinta acerca de ellos, y es que si bien Michael no es ningún gigante intelectual, convendría vigilar a la muchacha. Creo que puede ser muy lista.
—A menudo lo he observado en hermano y hermana, en especial cuando son mellizos. Comparto tu opinión. Bonita y lista.
Petersen sonrió. —¿Combinación peligrosa?
—No, si es buena persona. No tengo motivos para creer que no lo sea.
—Es sólo que eres viejo y susceptible. ¿El patrón de la posada?
—Aprensivo e infeliz. No parece el tipo de hombre que tendría que ser infeliz y aprensivo, sino mas bien como el tipo recio que se siente perfectamente a sus anchas arrojando a borrachos belicosos fuera de su taberna. Además, no dio la impresión de aceptarlo normalmente cuando le preguntaste cuánto le debías por la comida. La impresión mía era clarísima, en cambio: hay algunos huéspedes que no pagan por sus comidas. Tampoco tenía ningún asidero su rechazo del pago por las mantas. Quiero decir que no era típico del carácter de ningún italiano, pues nunca conocí a ninguno que no haya sentido entusiasmo, bastante entusiasmo, por hacer negocios de cualquier clase. Peter, mi amigo, ¿no te pondría por lo menos un poquito nervioso trabajar para la SS o bien verte obligado a trabajar para la SS?
—El coronel Lunz proyecta una larga sombra. ¿Y el camarero?
—La Gestapo entra en mis conjeturas. Cuando envían a un agente de espionaje disfrazado de camarero deberían por lo menos enseñarle los rudimentos del oficio. Te diré que sentí vergüenza al verlo. —George hizo una pausa antes de continuar—. Hace unos minutos estabas hablando del rey Pedro.
—Tú sacaste el tema.
—Eso no viene al caso y no eludas la cuestión. Como jefe de departamento en la universidad se me consideraba —y con razón— como un hombre con cultura. El príncipe Pedro era un hombre culto, aunque sus intereses hayan tenido más que ver con el arte que con la filología. Pero no importa. Nos vimos unas cuantas veces en la universidad o bien en acontecimientos relacionados con la familia real en la ciudad. Lo que viene más al caso es que vi al príncipe Pedro —no era rey entonces— dos o tres veces. No rengueaba entonces.
—Tampoco renguea ahora.
George lo miró y luego meneó la cabeza muy despacio
—Y tú me llamaste tortuoso.
Peter abrió la puerta exterior y lo tomó del hombro.
—Los tiempos que vivimos son tortuosos, George.
La segunda mitad del viaje implicó un cambio en cuanto a la primera, pero sólo en parte para mejor. Envueltos como capullos en las pesadas mantas, los von Karajan no sufrían ya accesos involuntarios de tiritar y de castañeteo de dientes, pero no tenían tampoco un aspecto más feliz ni se mostraban más comunicativos que por la mañana. Los dos se sentían en realidad tristes y sin ganas de hablar. Ni siquiera lo hicieron con George, cuanto éste, gritando para hacerse oír sobre el estruendoso ruido del vehículo, les ofreció coñac para aliviar su sufrimiento. Sarina se estremeció y Michael hizo un movimiento negativo con la cabeza. Quizás el rechazo implicaba sensatez de su parte, ya que lo que les ofrecía George no era coñac francés, sino su forma nacional, de efectos casi letales, el aguardiente de ciruelas o slivovitz.
A unos doce kilómetros de Pescara se apartaron de la Ruta 5 cerca de Chieti, llegando a la ruta costera del Adriático a la altura de Francavilla y en medio de un crepúsculo prematuro, puesto que había bancos cada vez más tupidos de nubes sombrías y grises que Alex, como cabía prever, diagnosticó como presagio de nevadas. La ruta costera, la 16, era mejor que la de los Apeninos —no hacía falta mucho para que así fuese— y el trayecto relativamente confortable, aunque siempre estruendoso a Termoli les llevó menos de dos horas. En una noche invernal y en plena guerra Termoli no era lugar como para inspirar ninguna rapsodia en el espíritu de un poeta o un compositor. Los únicos sentimientos que podría haber despertado eran los de melancolía o de depresión. Era un lugar gris, lóbrego, desnudo, sucio y al parecer deshabitado, salvo por unas pocas viviendas con una protección efectuada de mala gana contra los bombardeos, y que seguramente eran cafés o tabernas. La zona del puerto, en cambio, era mejor que la de Roma. Aquí el oscurecimiento total no era general, sino parcial y probablemente no se diferenciara mucho de las condiciones de iluminación normales. Cuando el camión se detuvo junto a un muelle había luz suficiente como para permitir reconocer los contornos del barco amarrado y paralelo a aquel muelle, que los trasladaría en Yugoslavia.
No cabía duda de que era una lancha torpedera. Su año de botadura, por otra parte, era algo incierto. Lo que no era nada incierto, en cambio, era su participación en guerras. Había sufrido daños visibles en el casco y en la superestructura que, si bien considerables, no la habían puesto fuera de combate. Tampoco se había intentado hacer muchas reparaciones: a nadie se le había ocurrido que valiese la pena volver a pintar sobre las innumerables melladuras y marcas que cubrían toda la superficie. No llevaba torpedos a bordo, por la simple razón de que se le habían quitado los tubos lanzatorpedos. Tampoco llevaba cargas de profundidad, también quitadas. El único armamento, si merecía tal nombre, era un par de insignificantes cañoncitos, uno montado en el puente cerca de proa y el otro en la popa. Tenían un sospechoso aspecto de ser Hotchkiss de repetición, armamentos de una imprecisión tan notoria que nunca deberían haber estado en servicio.
Un hombre alto y con un uniforme de lejanas reminiscencias navales esperaba de pie junto a la planchada de la lancha. Tenía una gorra con visera, pero sin identificación, que ocultaba en parte sus rasgos, pero no lograba disimular sus espaldas muy encorvadas y la espléndida barba de un blanco de nieve y de corte a lo Buffalo Bill. Levantó la mano en un gesto de saludo al ver aproximarse a Petersen seguido de cerca por los otros.
—Buenas noches. Me llamo Pietro. Usted debe de ser el mayor que esperamos.
—Buenas noches. Así es.
—Con cuatro compañeros, uno de ellos, mujer. Muy bien. Bienvenidos a bordo. Enviaré a alguien por su equipaje. Entretanto, el comandante desea que hablen con él tan pronto como hayan subido a bordo.
Lo siguieron abajo hasta un camarote que podría haber sido el del capitán, el de mapas o el de oficiales y en realidad era las tres cosas a la vez. En las lanchas torpederas el espacio no es lo que más sobra. El capitán estaba sentado a su escritorio cuando Pietro entró sin golpear. Se volvió vivamente en su sillón giratorio atornillado al piso y Pietro se detuvo a su lado para decirle:
—Su último invitado, Carlos. El mayor y cuatro amigos, como nos habían prometido.
—Adelante, adelante. Gracias, Pietro. Mande a ese bandido aquí, ¿quiere?
—¿Cuando termine de cargar el equipaje?
—Está bien. —Pietro se retiró. El capitán era un hombre joven de anchas espaldas y pelo negro y rizado, muy curtido, dientes blancos y una sonrisa cordial.
—Soy el teniente Giancarlo Tremino. Pueden llamarme Carlos. Casi todos me llaman así. No hay ya disciplina en la Armada. —El capitán agitó la cabeza y señaló su suéter con cuello redondo y sus pantalones de franela gris—. ¿Para qué usar uniforme? Nadie le presta atención, de todos modos. —Extendió una mano, la izquierda, hacia Petersen y le dijo—: Bienvenido, mayor. No puedo ofrecerle las comodidades del Queen Mary —quiero decir, las comodidades de los tiempos de paz— pero tenemos unos cuantos camarotes pequeños y facilidades para la higiene y también cantidades de vino y un traslado seguro y garantizado hasta Ploée. La garantía se basa en el hecho de que hemos tocado muchas veces las costas dálmatas y hasta ahora no nos hemos hundido. Claro que siempre hay una primera vez, pero preferimos pensar en alternativas más felices.
—Es muy amable —dijo Petersen—. Si hemos de usar nombres de pila, el mío es Peter. —Seguidamente presentó a los otros cuatro, cada uno por su nombre de pila. Carlos estrechó la mano de todos sucesivamente y sonrió, pero no hizo ademán de levantarse. No tardó, sin embargo, en explicar la aparente descortesía y no dio muestras de estar avergonzado, tampoco.
—Perdonen que no me levante. En realidad no soy maleducado, haragán, ni enemigo del esfuerzo físico. —Al mover el capitán la mano derecha, por primera vez se hizo visible el guante oscuro que la cubría. Inclinándose, golpeó con esa misma mano su pierna derecha a la altura de la pantorrilla. El ruido inconfundible del metal al golpear otro metal hueco hizo estremecerse a todos. El capitán se irguió y golpeó con los dedos de su mano izquierda el dorso de su guante derecho. Otra vez el ruido fue inconfundible, aunque diferente: carne en contacto con metal.
—Estas prótesis metálicas exigen cierto tiempo para habituarse a ellas —dijo Carlos con tono de disculpa—. Un movimiento innecesario, cualquier clase de movimiento provoca malestar y ¿a quién le gusta sentir malestar? No soy el más noble entre los romanos.
Sarina se mordió el labio inferior. Michael adoptó la expresión de no sentirse impresionado, pero lo estaba. Los otros tres, con dieciocho meses de lucha cruel en las montañas yugoslavas en su pasado, no mostraron reacción alguna, como era de prever. Petersen dijo:
—Mano derecha, pierna derecha. La desventaja es bien grande.
—No es más que el pie, en realidad… lo perdí en una explosión, a la altura del tobillo. ¿Desventaja? ¿No oyó hablar del piloto inglés de aviones de caza que perdió las dos piernas? ¿Acaso pidió a gritos un sillón de ruedas? Lo que pidió a gritos fue poder volver a ocupar su asiento en la carlinga de su Spitfire o lo que fuese. ¡Desventaja!
—Oí hablar de él. Lo conoce la mayoría de la gente. ¿Y cómo adquirió esos dos —aaah— rasguños superficiales?
—Fue la pérfida Albión —dijo Carlos tranquilamente—. Esos británicos malos, terribles. No hay que confiar en ellos. Pensar que eran mis mejores amigos antes de la guerra, que navegaba con ellos en el Adriático y en la Mancha, que corrí contra ellos en Cowes… vamos, olvidémoslo. Estábamos en el Egeo, ocupados, como dicen los abogados, en nuestras actividades legales y sin molestar a nadie. Amanecer, mucha niebla, cuando de pronto, a menos de dos kilómetros, este gran barco de guerra británico aparece por un espacio de esa niebla.
Carlos calló, quizá para crear un efecto dramático y Petersen le dijo sin irritarse:
—Mi impresión fue siempre que los británicos nunca arriesgaron sus barcos pesados al norte de Creta.
—El tamaño, como la belleza, está en los ojos de quien lo contempla. En realidad era una fragata pequeña, pero para nosotros, como comprenderá, era como un acorazado. No estábamos preparados para ellos, pero ellos estaban preparados para nosotros. Tenían sus cañones apuntándonos. No tuvimos la culpa. Teníamos cuatro hombres, sin contarme a mí, como vigías. Ellos tenían seguramente radar, nosotros, no. Los primeros dos disparos dieron en el agua a pocos metros de babor y explotaron al tomar contacto. Le diré que no le hicieron ningún bien a nuestro casco. Otros dos proyectiles, de alrededor de un kilo cada uno, diría, —«pompoms», los llaman los ingleses— dieron directamente en el blanco. Uno penetró en la sala de máquinas y dejó una fuera de combate, lamento decir que sigue fuera de combate, pero podemos funcionar sin ella, y el otro cayó en la sala del timón.
—Un kilo de explosivos que estalle en un lugar cerrado no es muy agradable —dijo Petersen—. ¿Usted no estaba solo?
—Había otros dos. No tuvieron la suerte que tuve yo. Luego mi suerte aumentó. Tropezamos con un banco de niebla. —Carlos se encogió de hombros—. Eso es todo. Lo pasado, pisado.
Golpearon a la puerta. Un marinero muy joven apareció y luego de cuadrarse y hacer un saludo militar dijo:
—Me hizo llamar, Capitán.
—Así es. Tenemos huéspedes, Pietro. Huéspedes cansados y sedientos.
—En seguida, Capitán. —El muchacho hizo otro saludo y se retiró.
Petersen dijo:
—¿Qué fue lo que comentó usted sobre falta de disciplina?
Carlos sonrió:
—Dele tiempo. Hace sólo un mes que está con nosotros.
George lo miró con curiosidad:
—Abandonó la escuela secundaria, ¿no?
—Es mayor de lo que aparenta ser. Es decir, por lo menos tres meses mayor.
—Tiene un buen surtido de edades a bordo —observó Petersen—. El Pietro viejo… no puede tener menos de setenta…
—Tiene más de setenta años —dijo Carlos riendo. El mundo parecía ser para él una fuente de constante diversión—. Un así llamado capitán con sólo dos miembros enteros. Un joven imberbe. Un viejo jubilado. Vaya con mi tripulación… Y espere hasta ver el resto.
—El pasado, pisado, como dice usted. Lo acepto —dijo Petersen—. ¿Se puede formular una pregunta sobre el presente? —Carlos hizo un gesto afirmativo.
—¿Por qué no lo retiraron de la Armada por invalidez o por lo menos, no le dieron algún tipo de trabajo en tierra? ¿Por qué sigue usted en el servicio activo?
—¿Servicio activo? —Carlos rió otra vez—. No, servicio sumamente inactivo. En el momento en que entremos en algo que parezca acción, renunciaré. ¿Vio los dos cañones livianos que tenemos en proa y en popa? Fue el orgullo, exclusivamente, lo que me hizo instalarlos allí. No se los usará nunca para ataque ni para defensa por un motivo perfectamente válido: ninguno de los dos funciona. Este es un destino bien poco exigente y la verdad es que tengo ciertas cualidades para desempeñarme en él. Nací y crecí en Pescara, donde mi padre tenía un yate; no, más de uno. Pasé mi primera juventud y también las vacaciones de verano durante mis 44 años de universidad navegando, por todo el Mediterráneo y por Europa parte del tiempo, pero sobre todo, por la costa yugoslava. La costa italiana del Adriático es monótona y de poco interés, sin una sola isla digna de mencionar entre Bari y Venecia: en cambio las mil y una islas dálmatas son un paraíso para los paseos de los amigos de la navegación en yate. Las conozco mejor que las calles de Pescara o de Tremoli. El Almirantazgo encuentra muy útil esto.
—¿En una noche sin luna? —preguntó Petersen—. ¿Sin faros, ni boyas luminosas, ni ayuda de navegación en las costas?
—Si necesitase esas cosas no sería de gran utilidad para el Almirantazgo, ¿no? ¡Ah! Aquí llegan socorros.
Pietro apenas podía caminar bajo el peso de su carga, una canasta de bordes verticales y fondo plano que contenía un bar portátil pequeño pero bien surtido. Además de bebidas destiladas, vinos y licores, Pietro había llegado al extremo de proveer un sifón con soda y un pequeño recipiente con hielo.
—Pietro no se diplomó todavía como barman y yo no tengo intención de levantarme de esta silla —dijo Carlos—. Sírvanse, por favor. Gracias, Pietro. Diles a nuestros dos pasajeros que vengan a reunirse con nosotros cuando quieran. —El muchacho saludó otra vez y se retiró—. Son otros dos pasajeros que viajan a Yugoslavia. No sé qué los lleva allí, como no sé qué los lleva a ustedes. Ustedes tampoco saben el motivo de su viaje, ni ellos el de ustedes. Son barcos que se cruzan en la noche. Pero estos barcos suelen cambiar saludos de re-conocimiento. Una cortesía observada en alta mar.
Petersen señaló la canasta de la cual estaba ya George sirviendo jugo de naranja a los von Karajan.
—Otro gesto de cortesía en alta mar. Atempera los rigores de la guerra total.
—Ni más ni menos que lo que pienso yo. No es gracias a nuestro Almirantazgo, tan tacaño como todos los almirantazgos del mundo. Algunas de estas bebidas provienen de las bodegas de mi padre, y le aseguro que dejarían extasiados a cualquiera de los sommeliers más famosos, y otras son regalos de amigos extranjeros.
—Kruskovac —dijo George, palpando una botella—. Grappa. Pelinkovac. Stara Sljivovica. Dos cosechas excelentes del delta de Neretva. Sus amigos extranjeros. De toda Yugoslavia. Nuestro hospitalario y comedido joven amigo, Pietro. ¿Clarividente? ¿Imagina que vamos a Yugoslavia? ¿O bien le informaron en este sentido?
—Cabría suponer que la sospecha es parte de su oficio. No sé qué piensa Pietro. Ni siquiera sé si sabe pensar. No se le ha informado. Sabe. —Carlos suspiró—. El romance y el atractivo de las misiones secretas o de capa y espada no son, me temo, para nosotros. Busque en Termoli y tal vez encuentre a alguien sordo, mudo y ciego, aunque yo lo dudo mucho. Si encontrase a esa persona, sería la única en Termoli que ignora que el Colombo —tal es el nombre de este galgo herido— cumple un trayecto regular y hasta ahora altamente confiable a la costa de Yugoslavia. Si es algún consuelo, soy la única persona que sabe adónde nos dirigimos. A menos, claro, que alguno de ustedes haya hablado. —Carlos se sirvió una pequeña cantidad de whisky—. Salud, señores. Y salud, señorita.
—No hablamos mucho de esas cosas, pero de otras me temo que hablamos demasiado —dijo George, y su tono, aunque melancólico, era una contradicción en sí—. Conque universidad, ¿eh? ¿Escuela de navegación de algún tipo?
—Escuela de medicina de algún tipo.
—Escuela de medicina. —Con el aire de quien se trata por un estado de shock, George se sirvió más grappa—. No me diga que es médico.
—No le digo nada. Pero tengo un papel que lo dice. Petersen agitó una mano.
—¿Por qué esto, entonces?
—La pregunta es lógica. —Por un instante el tono de Carlos fue tan melancólico como el de George—. Marina italiana. Cualquier marina. Tomemos un mecánico altamente calificado, material obvio para un artífice altamente calificado en la sala de máquinas. ¿En qué se convierte? En cocinero. ¿Y un chef de cordon bleu? En artillero. —Agitando una mano en un gesto muy parecido al de Petersen, prosiguió—: Entonces, con esa sabiduría universal que tienen, me dieron esto. El doctor Tremino, patrón de «ferryboat», primera clase. Considerando el estado del «ferry», digamos, más bien, de segunda clase.
»Adelante, adelante. —Habían golpeado a la puerta.
La muchacha que atravesó la puerta baja del camarote podría tener cualquier edad entre los veinte y los treinta y cinco años. Era de mediana altura, esbelta y llevaba suéter, chaqueta y falda azules. Pálida, sin rastros de cosméticos, tenía una expresión grave y severa. Su pelo, de un negro de ala de cuervo caía pesado sobre la parte izquierda de la frente y le sombreaba la ceja. La marca de viruela o por lo menos una marca semejante muy alto en el pómulo izquierdo, sólo servía para acentuar, más que atenuar, la belleza clásica y eterna de sus rasgos: veinte años más tarde, y probablemente treinta, seguiría siendo tan bella como en aquel momento. Tampoco cambiaría el tiempo, sin duda alguna, el aspecto del hombre que la siguió dentro de la cámara, pero la perfección escultural de rasgos no tenía nada que ver con este hecho. El hombre alto, de sólida contextura, rubio, era irremediablemente feo. La naturaleza no había intervenido en ello. Por los elementos de juicio que ofrecían las orejas, mejillas, mentón, nariz y dentadura debía de haber estado en contacto frecuente y directo con una variedad de objetos tanto redondeados como afilados, en el curso de lo que tenía que haber sido una carrera notablemente azarosa. A pesar de todo era una cara atrayente, en buena parte a causa de la cordialidad de la sonrisa. Como en el caso de Carlos, nunca desaparecía de aquella cara una alegría difícil de disimular.
—Aquí están Lorraine y Giacomo —dijo Carlos.
Presentó sucesivamente a Petersen y al resto. La voz de Lorraine era suave y baja, con un tono y un timbre que se asemejaban muchísimo a los de Sarina. La de Giacomo, como podría haberse imaginado, no era suave ni baja y la fuerza de su apretón de manos, enorme, salvo cuando se acercó a Sarina, cuya mano tomó entre el pulgar y el índice para besarla en el dorso. Semejante gesto en un hombre como aquél tendría que haber parecido afectado y teatral, pero por raro que pareciese, no lo fue. Sarina tampoco lo recibió de ese modo. No dijo nada, sino que se limitó a sonreírle, con la única sonrisa espontánea que había visto Petersen en ella hasta entonces. Tampoco era inesperado que sus dientes pudiesen haber sido motivo de deleite o bien de desesperación para cualquier dentista, según que estuviese pensando en consideraciones estéticas o financieras.
—Sírvanse —dijo Carlos, señalando la canasta de mimbre. Giacomo, sin dar lugar a la menor duda en cuanto a su mentalidad o manera de actuar, no necesitó una segunda invitación. Sirvió un vaso de agua mineral Pellegrino a Lorraine, prueba de que no era la primera vez que la veía y de que compartía la aversión por el alcohol de los von Karajan, y luego llenó otro vaso hasta la mitad con whisky escocés, completando el contenido con agua. Después de sentarse, sonrió a todos los presentes.
—Salud a todos —dijo, levantando su vaso lleno hasta el borde—. Y confusión a nuestros enemigos.
—¿Algún enemigo en forma particular? —preguntó Carlos.
—La lista sería demasiado larga. —Giacomo trató de mostrar tristeza, pero no lo logró—. Tengo demasiados. —Seguidamente bebió largamente a su propia salud—. ¿Nos llamó a una conferencia, capitán Carlos?
—¿Conferencia, Giacomo? ¡Nada de eso, por favor!
Petersen reflexionó que no era necesaria una amplia capacidad de deducción para adivinar que aquellos dos se habían visto antes y no aquel día.
—¿Por qué habría de celebrar una conferencia? Mi trabajo consiste en llevarlos a donde ustedes van y no pueden ayudarme en esto. Después de que desembarquen yo no puedo ayudarlos en nada de lo que hagan. No hay sobre qué conferenciar. Como capitán de un barco, soy muy aficionado a las presentaciones. La gente que trabaja en actividades como las de ustedes suele reaccionar con excesiva precipitación, con razón o sin ella, cuando presiente un peligro en el encuentro con un desconocido, en una cubierta oscura y en medio de la noche. Ahora no hay tal peligro. Además, hay tres cosas que deseo mencionar brevemente.
»La primera se refiere a las comodidades de a bordo. Lorraine y Giacomo tienen un camarote cada uno, si cabe llamar a algo del tamaño de una cabina telefónica por ese nombre: Es justo. El que llega primero, se sirve primero. Tengo dos cabinas más, una para tres, y una para dos.
—Carlos miró rápidamente a Michael. —Usted, y… sí, usted, Sarina, ¿son hermanos?
—¿Quién se lo dijo? —Probablemente Michael no tuvo intención de mostrarse tan belicoso, pero su sistema nervioso estaba ya lesionado por su encuentro con Petersen y sus amigos, de modo que su tono brotó sin que pudiese impedirlo.
Carlos inclinó apenas la cabeza, levantó la mirada y, sin sonreír, comentó:
—El Señor me dio dos ojos y ellos me dicen «mellizos».
—No hay problema. —Giacomo se inclinó hacia la muchacha, que parecía incómoda—. ¿No tendrá inconvenientes la señorita en ocupar mi lugar en el camarote que me asignaron?
Sarina sonrió e hizo un gesto afirmativo.
—Es muy amable.
—Segundo punto. Comida. Podrían comer a bordo,, pero no se lo recomiendo. Giovanni cocina sólo bajo una gran presión y protesta. No lo culpo, pues es nuestro jefe de máquinas. Todo lo que sale de esa cocina, hasta el café, tiene el olor y el sabor del aceite de máquinas. Cerca de aquí hay un café bastante pasable, no, digamos, apenas pasable, pero me conocen allí. —Carlos dirigió una leve sonrisa a las dos mujeres—. Será difícil y un sacrificio ir allá, pero creo que los acompañaré.
»Tercer punto. Están en libertad de bajar a tierra cuando lo deseen, aunque no alcanzo a imaginar por qué alguien habría de desearlo en una noche como ésta, como no sea, claro, para escapar a la cocina de Giovanni. Hay patrullas policiales, pero en general su entusiasmo decae junto con la temperatura. Pero si tropiezan con una de ellas, no tienen más que decir que son gente del Colombo. Lo peor que puede pasarles es que los acompañen hasta aquí para asegurarse.
—Creo que me arriesgaré tanto en cuanto al mal tiempo como a la policía —dijo Petersen—. El paso de los años o el exceso de horas en ese maldito camión, o quizá las dos cosas, me han dejado rígido como una tabla.
—Regresen en una hora, por favor, y luego saldremos a comer.
—El capitán consultó el reloj sobre el mamparo. —Tendríamos que estar de regreso a las 22:00. Zarparemos O1:00.
—¿Tan tarde? —preguntó Michael, sorprendido— ¡¡pero, faltan horas!! ¿Por qué no…?
—Zarparemos a las O1:00. —El tono de Carlos era paciente.
—Pero el viento está aumentando. Debe de ser muy intenso ya. Y lo será más aún.
—No será muy cómodo. ¿Es mal marinero, Michael? —Las palabras eran comprensivas, pero el tono, no.
—No. Sí. No lo sé. No veo qué… quiero decir… no entiendo qué…
—Michael. —Esta vez habló Petersen y su tono era suave—. En realidad lo que usted no entiende o no ve, no tiene importancia. El teniente Tremino es el capitán. El capitán decide. Nadie cuestiona nunca al capitán.
—La verdad es que es muy sencillo. —Era notorio que Carlos se dirigía a Petersen y no a Michael—. La guarnición que custodia las instalaciones portuarias no está formada por tropas de primera línea. Como soldados, son ancianos o bien muy jóvenes. En los dos casos están muy nerviosos y tienden a abusar del gatillo, y el hecho de haber sido notificados de mi llegada no parece hacerles mucho efecto. La experiencia y unos cuantos riesgos corridos me han enseñado que lo más sensato es llegar al amanecer, de tal manera que ni los ojos más venerables puedan dejar de ver que el audaz capitán Tremino hace flamear la insignia italiana más grande del Adriático.
El viento, como había dicho Michael, se había intensificado, y hacía un frío penetrante, pero Petersen y sus dos compañeros no se vieron expuestos a él durante mucho tiempo, pues el instinto de paloma mensajera de George era impecable. La taberna en la que se encontraron no era ni más ni menos sucia que cualquier otra junto a los muelles y, al menos, no hacía frío.
—Es una marcha muy corta para alguien con las piernas entumecidas —observó.
—Tengo las piernas muy bien. Sólo quería conversar.
—¿Qué tenía de malo nuestra cabina? Carlos tiene más vino y grappa y slivovitz del que podrá consumir en toda su vida.
—El brazo del coronel Lunz, como hemos dicho, es muy largo.
—¡Ah! ¿Eso? ¿Un micrófono?
—¿No lo crees capaz de eso y más? Podría ser una dificultad.
—¡Vaya! Creo saber lo que quieres decir.
—Yo no. —Alex mostraba su expresión suspicaz de siempre.
—Carlos —dijo Petersen—… lo conozco. Mejor dicho, sé quién es. Conocí a su padre, un capitán retirado de la Armada, pero en el servicio de reserva. Es casi seguro que esté en el servicio activo en este momento como comandante de un crucero o una nave parecida. Pasó a la reserva naval italiana como capitán en la misma época en que mi padre pasó a la reserva yugoslava como coronel del ejército. Ambos amaban el mar y ambos fundaron negocios de manufactura de velas. Ambos prosperaron mucho. Como era inevitable, sus caminos se cruzaron y entablaron una gran amistad. Se encontraban con frecuencia, generalmente en Trieste, y en varias oportunidades estuve con ellos. Se tomaron fotografías. Es muy probable que Carlos las haya visto.
—Si las vio —dijo George—, abriguemos la esperanza de que los estragos del tiempo y la disipación de los años le hayan dificultado la identificación del mayor Petersen con el joven despreocupado de ayer.
—¿Por qué tiene tanta importancia? —preguntó Alex.
—Hace muchos años que conozco al coronel Petersen —dijo George—. En contraste con su hijo es, o bien era, un hombre sin rodeos.
—¡ Ah!
—¡ Qué lástima lo de Carlos, qué lástima! —George sonaba ya sumamente triste y era posible que lo estuviese—. Es un muchacho evidentemente simpático. Y lo mismo podemos decir de Giacomo aunque, claro, no es tan joven. Son hombres excelentes para tener de nuestro lado en momento de lucha y conflicto. Que son, al parecer, los únicos que nos toca vivir. —George agitó la cabeza—. ¿Dónde, dónde quedaron mis torres de marfil?
—Deberías agradecer este toque de realismo, George. Es exactamente el factor de equilibrio que necesitan ustedes, los miembros del mundo académico. ¿Qué opinas de Giacomo? ¿Será la versión italiana de un comando británico?
—A Giacomo lo castigaron en forma salvaje o lo torturaron o le hicieron las dos cosas al mismo tiempo. Sin duda es un comando. Pero no es italiano. Es montenegrino.
—¡ Montenegrino!
—Sí, montenegrino. —De vez en cuando George sabía desplegar un finísimo sarcasmo, don reprobable, pero agudizado y perfeccionado por una vida entera pasada en el medio universitario—. La provincia es nuestra Yugoslavia natal.
—¿Con ese pelo rubio y ese italiano impecable?
—El pelo rubio no deja de verse en Montenegro, y si bien su italiano es bueno, el barniz de acento es inconfundible.
Petersen no dudó ni un instante de lo que afirmaba George. Su oído para los idiomas, dialectos, acentos y matices de acento era, en los círculos filológicos, algo conocido mucho más allá de los confines de los Balcanes.
La cena fue más que pasable, el café, más que presentable. Carlos era no sólo conocido allí, como había dicho, sino que además se lo trataba con cierta deferencia. Lorraine hablaba muy de vez en cuando y, si lo hacía, era para dirigirse en forma exclusiva a Carlos, que estaba sentado junto a ella. Al parecer también ella había nacido en Pescara. Como podría haberse imaginado, ni Alex ni Michael ni Sarina contribuyeron a la conversación con una sola palabra significativa, pero no tenía importancia. Tanto Carlos como Petersen sabían dialogar con tranquilidad y espontaneidad, pero tampoco eso era importante. Cuando Giacomo y George tomaban la palabra, aun la posibilidad de una pausa en la conversación era inconcebible: ambos hombres hablaban muchísimo sin decir nada.
En el camino de regreso al barco tuvieron que hacer frente a un viento más intenso y a una nieve fina y persistente. Carlos, que no había bebido mucho, no marchaba con tanta seguridad como creía, o mejor dicho, como habría querido que lo imaginasen los otros. Después de trastabillar por segunda vez se lo vio avanzando tomado del brazo de Lorraine. Quién tomó del brazo a quién era algo sujeto a conjeturas. Cuando llegaron a la planchada, el Colombo se mecía visiblemente entre sus amarras. La marejada en el muelle prometía un tiempo mucho peor a la salida del puerto.
Para sorpresa y creciente irritación de Petersen, abajo los esperaban cinco hombres más. Su jefe, presentado como Alessandro, y hacia quien Carlos mostraba inusitado respeto, era un hombre alto y delgado, de pelo canoso, con una nariz ganchuda, labios pálidos y sólo unos rudimentarios vestigios de cejas. Tres de sus cuatro hombres, todos de la mitad de su edad, fueron presentados como Franco, Cola y Sepp, nombres que según se podía presumir eran abreviaciones de Francesco, Nicholas y Giuseppe. El cuarto se llamaba Guido. Como su jefe, llevaban ropas civiles y daban la clara impresión de que se hubieran sentido mucho más cómodos usando uniforme. Al igual que su jefe, tenían caras frías, rígidas y sin expresión.
Petersen miró rápidamente a George, se volvió y abandonó el camarote, seguido por George, e inevitablemente, con Alex cerrando la marcha. Apenas había empezado a hablar Petersen cuando apareció Carlos en el pasillo y se aproximó de prisa hacia ellos.
—¿Está enojado, mayor Petersen? —Nada de «Peter». El tono de ansiedad era apenas perceptible, pero estaba allí.
—La verdad es que estoy preocupado. Si bien, como dije a Michael, uno nunca cuestiona las decisiones del capitán, éste es un caso muy diferente. Entiendo que esos hombres son también pasajeros para Ploée. —Carlos hizo un gesto afirmativo.
—¿Dónde piensan dormir?
—Tenemos un camarote para cinco en popa. No consideré que valiese la pena mencionarlo, como tampoco el arribo de esta gente.
—También me preocupa el hecho de que en Roma me dieron la impresión bien clara de que viajaríamos solos. No conté con el hecho de que viajaríamos con cinco, no, con siete personas que me son enteramente desconocidas.
»Me preocupa, en fin, el hecho de que usted los conozca, o por lo menos, a Alessandro. —Carlos intentó hablar pero Petersen lo hizo callar con un gesto—. Estoy seguro de que no me creerá tan tonto como para negarlo. Ocurre que no está simplemente de acuerdo con su manera de ser evidenciar una deferencia que llega casi a la aprensión frente a un absoluto desconocido. Por último me preocupa el hecho de que tengan aspecto de ser un grupo de asesinos profesionales y a sueldo, matones crueles y sin escrúpulos. Desde luego, no son nada de eso, sólo creen serlo, y es por esa razón que uso la palabra «aspecto». Su único peligro reside en que no sea posible predecir lo que harán. Para el auténtico asesino, la palabra «imprevisión» no forma parte de su vocabulario. Hace exactamente lo que tiene intención de hacer. Y hay que tener en cuenta que cuando se trata del arte tan alejado de la bondad del asesinato premeditado y autorizado, el auténtico asesino no tiene nunca, nunca, aspecto de serlo.
—Parece conocer mucho acerca de asesinos. —Carlos sonrió apenas—. Por mi parte, yo podría estar hablando con tres de ellos.
—¡Qué ridiculez! —George era incapaz de hacer un ruido que expresase desdén, pero esta vez casi lo consiguió.
—¿Giacomo, entonces?
—Uno se queda con la impresión de que Giacomo es una división blindada en persona —comentó Petersen—. El sigilo frío no es su punto fuerte. No tiene ni los rudimentos que lo califiquen como asesino profesional… Usted debe saberlo… lo conoce mucho mejor que nosotros.
—¿Qué le hace pensar eso?
—Que representar comedias no es su punto fuerte. —Eso decía mi profesora de arte dramático. ¿Y Lorraine?
—Está loco. —George dijo esto con tono convencido.
—No quiere decir que esté loco, en realidad —explicó Petersen sonriendo—. Es sólo la idea. Las mujeres de belleza clásica casi nunca tienen una mirada suave.
Carlos confirmó la idea cada vez más firme entre ellos de que no era un buen actor. Estaba contento, pero no lo disimulaba:
—Si usted está preocupado, debo disculparme, aunque en realidad no sé de qué. Tengo órdenes y mi deber es cumplirlas. Más allá de esto, no sé nada.
Seguía siendo un mal actor, a juicio de Petersen, pero no se ganaba nada con reconocerlo.
—¿No quieren volver a mi camarote? Faltan tres horas para zarpar aún. Tenemos tiempo de sobra para beber algo. Como usted dijo, Alessandro y sus hombres no son tan feroces como parecen.
—Gracias —dijo Petersen—, pero creo que no. Yo daré un paseo por cubierta y luego me acostaré. Les diremos «buenas noches» ahora.
—¿La cubierta alta? Se congelarán.
—El frío es un viejo amigo nuestro.
—Yo prefiero otras amistades. Pero será como ustedes quieran, señores. —El capitán extendió una mano firme al sacudirse violentamente el Colombo—. Será un viaje bastante agitado el de esta noche. Las torpederas tienen sus ventajas, por lo menos yo sigo esperando descubrirles alguna, pero diría que son poco adaptables en alta mar. Espero que estén en buenos términos con Neptuno.
—Es un pariente cercano —le aseguró George.
—Aparte de ello, puedo prometerles un cruce sin contratiempos. Hasta ahora nunca se me amotinó nadie.
A sotavento del barco Peter pregunto.
—¿Qué tal?
—¿Qué tal? —repitió George con tono preocupado—. No muy bien. Siete desconocidos a bordo y el marino don Carlos que parece conocer a los siete. Todos contra nosotros. Claro que esto no sería nada nuevo. —La punta de su nauseabundo cigarro relucía en la oscuridad como un punto rojo—. ¿Sería una ingenuidad preguntarse si nuestro buen amigo el coronel Lunz conoce o no la lista de pasajeros del Colombo?
—Sí.
—¿Estamos, sin duda, preparados para toda clase de eventualidades?
—Por supuesto. ¿En cuáles pensabas tú?
—En ninguna. ¿Nos turnamos para hacer guardia en nuestro camarote?
—Desde luego. Si nos quedamos en el camarote.
—¡ Ah! ¿Hay un plan?
—No hay ningún plan. ¿Qué opinas de Lorraine?
—Encantadora. Lo digo sin vacilar. Deliciosa.
—Te lo he dicho ya, George. Lo de tu edad avanzada y tu susceptibilidad. No me refería a eso. Su presencia a bordo me intriga. No veo qué hace aquí en medio de toda esta gente rara que transporta Carlos a Ploée.
—¿Gente rara? Es la primera vez que me llaman raro. ¿En qué sentido es ella diferente?
—En que la mayoría de pasajeros en este barco tiene intenciones malas, o bien, sospecho que casi todos las tienen. Sin embargo, no tengo ninguna sospecha en cuanto a ella.
—¡ Vaya! —exclamó George con un tono que pretendía ser de auténtico respeto—. Eso sí que la hace rara.
—Carlos nos hizo saber, y aun diría que se esforzó por hacernos saber, que también ella provenía de Pescara. ¿Tú crees acaso que proviene de Pescara, George?
—¿Cómo diablos puedo saberlo? Podría provenir de Timboctú y no saberlo yo.
—Me desilusionas, George. O bien finges no comprenderme. Seré paciente. Ese dominio tuyo de todos los matices de todas las lenguas europeas. ¿Nació en Pescara, o creció en esa ciudad?
—Ninguna de las dos cosas.
—Pero es italiana.
—No.
—De modo que volvemos otra vez a Yugoslavia.
—Tú, quizá. Yo, no. Yo estoy en Inglaterra.
—¿Qué? ¿En Inglaterra?
—El barniz de lo que la BBC prefiere llamar inglés normal del sur es inconfundible. —George tosió discretamente, ya que su complacencia en cuanto a sus conocimientos solía ser irritante—. Para un oído adiestrado, desde luego.