En las cercanías del Tíber el viento fresco de la noche soplaba del norte y traía un olor de nieve de los distantes Apeninos. El cielo estaba claro y estrellado. Había suficiente luz para ver los remolinos de polvo y basura en las calles sombrías y los papeles y desechos varios que volaban en todas direcciones. Las calles oscuras y sucias no eran el resultado de una de las interminables huelgas que, en tiempos de paz, llevaban a cabo los departamentos de electricidad y limpieza de la Ciudad Eterna, pues en aquel momento no era época de paz. Los hechos registrados en la zona del Mediterráneo habían llegado a una fase delicada, en la que a Roma no le interesaba ya proclamar su ubicación mediante la iluminación de las calles. Casi la totalidad de los miembros del departamento de barrido y limpieza estaba a cierta distancia en dirección sur, participando de una guerra que no le agradaba en especial.
Petersen se detuvo frente a la puerta de un comercio. Era imposible determinar qué tipo de comercio era, porque los escaparates estaban cubiertos con el pared negro reglamentario, y miró hacia uno y otro lado de Via Bergola. Al parecer estaba desierta, como La mayoría de las calles a esa hora de la noche.
Sacó una linterna y un gran manojo de llaves de formas extrañas y entró en la casa con una rapidez, facilidad y destreza tales que merecían un elogio para quien lo hubiese adiestrado. Tomó posición detrás de la puerta abierta, quitó el protector de su linterna, se guardó las llaves en el bolsillo y en lugar de ellas tomó una Mauser con silenciador y esperó.
Debió esperar casi dos minutos, los cuales, en circunstancias como aquéllas, podían ser mucho tiempo, pero al parecer a Petersen no le importaba. Dos pasos sigilosos y luego apareció, más allá del borde de la puerta, la silueta apenas perceptible de un hombre con una gorra con visera y una mano aferrando una pistola con tanta firmeza que era posible ver en la penumbra el leve brillo de sus nudillos.
La figura avanzó dos pasos más hacia la sala de ventas y se detuvo bruscamente al encenderse la linterna y apoyarse el silenciador de la Mauser en la base de su cuello.
—Suelte esa pistola. Tómese las manos detrás de la nuca, dé tres pasos y no se vuelva.
El intruso obedeció. Petersen cerró la puerta del comercio, localizó el conmutador y encendió la luz. Parecían estar en lo que era, o bien había sido, una joyería, ya que el dueño, un hombre con poca fe tanto en las fuerzas de ocupación como en sus compatriotas, había desplegado gran prudencia y vaciado totalmente sus vitrinas de exposición.
—Puede volverse ahora —dijo Petersen.
El hombre se volvió, la expresión del rostro juvenil era enérgica y hostil, pero no podía impedir que sus ojos revelasen aprensión.
—Lo mataré —dijo Petersen en tono amistoso— si lleva otra pistola encima y no me lo dice.¡Piénselo!
—No tengo otra arma.
—Deme sus papeles —el joven apretó los labios, sin decir nada ni moverse. Petersen suspiró.
—¡Sin duda sabe reconocer un silenciador! Con la misma facilidad podría quitarle los papeles de su cadáver. Nadie se enteraría. Al menos, no usted.
El muchacho introdujo una mano en el interior de su chaquetilla y le entregó una billetera. Petersen la abrió.
—Hans Wintermann —leyó—. Nacido el 24 de agosto de 1924. Diecinueve años. Y teniente, además. Debe de ser un chico inteligente. —Petersen cerró la billetera y se la guardó en un bolsillo.
—Esta noche estuvo siguiéndome. Y también la mayor parte del día de ayer. Y la noche antes. Me aburre tanta insistencia, en especial cuando se hace tan obvia. ¿Por qué me sigue?
—Ya leyó mi nombre, mi rango y mi regimiento, y…
Petersen lo hizo callar con un gesto.
—Por favor… La verdad es que no me queda alternativa.
—¿Piensa matarme? —La expresión del muchacho no era ya truculenta.
—No sea tonto.
El hotel Splendide era cualquier cosa, menos espléndido, pero su raído anonimato convenía bien a Petersen. Al mirar a través del vidrio manchado de la puerta de entrada advirtió con cierta sorpresa que el portero, gordo, sin afeitar y bastante viejo estaba despierto o, por lo menos, lo bastante despierto como para poder empinar una botella. Petersen dio la vuelta hacia los fondos, subió por la escalera de incendios, entró en el pasillo del tercer piso y avanzó por él, para doblar, por fin, en otro hacia la izquierda y meterse en su cuarto con una llave maestra. Con gran rapidez revisó los armarios y los cajones, quedó al parecer satisfecho, se puso un grueso gabán y, luego de salir otra vez a la escalera de incendios, tomó posición en ella. A pesar del abrigo adicional del gabán hacía mucho más frío que en el relativo reparo de las calles y esperaba no tener que aguardar demasiado tiempo.
La espera fue más corta que lo previsto. No habían transcurrido cinco minutos cuando un oficial alemán apareció en el pasillo, dobló hacia la izquierda, golpeó dos veces a una puerta, la segunda con aire perentorio y, después de mover vivamente el picaporte varias veces, reapareció en el pasillo con el entrecejo fruncido. Se oyó el crujido y el jadeo del antiquísimo ascensor, luego un silencio, seguido por más crujidos y jadeos, y el oficial apareció nuevamente, esta vez acompañado por el portero, quien tenía una llave en la mano.
Pasados diez minutos sin señales de ninguno de los dos hombres, Petersen volvió a entrar, recorrió con cautela el pasillo y espió al llegar a la esquina de la izquierda. En mitad del pasillo estaba el portero, evidentemente guardando el acceso. Era obvio que tenía gran experiencia en ese tipo de tarea y estaba preparado para cualquier eventualidad, ya que Petersen vio cómo sacaba un frasco metálico del bolsillo. Estaba aún saboreando su contenido con aire extasiado cuando Petersen le dio una fuerte palmada en la espalda.
—¡Qué bien vigila, amigo!
El portero tosió, se ahogó un poco, dejó escapar algo de alcohol de la boca y quiso hablar, pero su laringe se lo impidió. Petersen miró a través de la puerta que el hombre cubría.
—Ah, buenas noches, coronel Lunz. Todo en orden, espero.
—¡Buenas noches! —dijo Lunz con aire sorprendido. Era casi un gemelo de Petersen, de estatura mediana, con hombros anchos, rasgos aquilinos, ojos grises y ralo pelo negro. Sin duda, una versión algo mayor, pero con todo, el parecido era asombroso. No daba la impresión de estar desconcertado.
—Acabo de llegar, y… —dijo.
—Vamos, vamos, coronel —le advirtió Petersen agitando un dedo—. Los oficiales, cualquiera que sea su nacionalidad, son oficiales y caballeros en todo el mundo. Y los caballeros no mienten. Hace exactamente once minutos que está aquí. Le tomé el tiempo. Se volvió entonces hacia el portero, que con el rostro inflamado y sin aliento hacía valientes esfuerzos por comunicarse y le dio unas palmaditas más de ánimo en la espalda.
—¿Estaba por decir algo? —le preguntó.
—Usted había salido. —El ahogo era menor—. Quiero decir, estaba aquí, pero yo lo vi salir. ¿Once minutos, dijo? No vi… quiero decir… su llave…
—Estaba borracho en ese momento —le informó amablemente Petersen. Inclinándose, lo olfateó y arrugó la nariz—. Y todavía lo está. Váyase. Y háganos subir una botella de coñac. No esa porquería que bebe usted, sino el coñac francés que tiene reserva para la Gestapo. Y dos vasos… dos vasos limpios, ¿eh?
—Volviéndose hacia Lunz, le preguntó: —Beberá conmigo, ¿no, estimado coronel?
—Encantado. —El coronel era un hombre que no se dejaba desconcertar. Observó a Petersen con toda calma cuando éste se quitó el gabán y lo dejó caer sobre la cama. Levantando una ceja comentó:
—Ráfaga de frío inesperada afuera, ¿no?
—¿En Roma? ¿En enero? No hay tiempo para arriesgar la salud. No es divertido quedarse quieto en una escalera de incendios, le aseguro.
—Conque era allí donde estaba. Debí haber tenido mayor cuidado, quizá.
—Tal vez no en cuanto a su elección del centinela.
—Tiene razón. —El coronel sacó una pipa de brezo y comenzó a llenarla—. No tenía otra posibilidad.
—Qué tristeza me da, coronel. Consigue mi llave, lo cual es ilegal, aposta un vigía para que no lo sorprendan infringiendo por segunda vez la ley. Revuelve mis cosas…
—¿Revolver, dijo?
—Bien, las revisa con todo cuidado. No sé qué clase de pruebas comprometedoras pensaba encontrar.
—En realidad, ninguna. No me impresiona como el tipo de hombre que deje…
—Pero me hizo vigilar esta noche. Seguramente me hizo vigilar, pues de lo contrario no habría sabido que salí más temprano sin gabán. ¿Tristeza, dije? No, sorpresa, más bien. ¿Dónde está esa confianza mutua que debe existir entre aliados?
—¿Aliados? —Lunz frotó un fósforo para encenderlo—. Nunca había pensado en esos términos. —A juzgar por su expresión, seguía sin pensar en ello en tales términos.
—Y tome más pruebas de la confianza mutua. —Petersen le entregó la billetera que había quitado al teniente y también la pistola—. Estoy seguro de que conoce al chico. Estaba agitando esto. Era un peligro.
—¡Ah! —Lunz levantó la mirada de los papeles—. Ese muchacho impetuoso, el teniente Wintermann. Hizo bien en quitarle la pistola. Podría haberse hecho daño. Por lo que sé de usted debo suponer que no está durmiendo en el fondo del Tíber, ¿no?
—Nunca trato así a mis aliados. Está encerrado en la joyería.
—Comprendo. —Lunz habló como si no hubiese esperado otra cosa—. Encerrado. Pero sin duda puede…
—Tal como lo maniaté, no. No sólo me da tristeza, coronel, sino que además me ofende. ¿Por qué no le dio una banderita roja o un tamborcito para jugar? Algo que realmente me llamase la atención.
Lunz suspiró.
—Hans está muy bien en un tanque, pero la sutileza no es su punto fuerte. Y debo decirle que no quería ofenderlo con lo que dije. La idea de seguirlo fue exclusivamente de él. Sabía cuáles eran sus posibilidades, desde luego, pero no traté de disuadirlo. Un golpe en la cabeza es pagar bien poco por adquirir experiencia.
—Ni siquiera lo tiene. Soy un aliado, ¿recuerda?
—Lástima. Podría haber dado mayor fuerza a la lección aprendida. —Lunz se interrumpió al oír que golpeaban a la puerta. El portero entró con coñac y vasos. Petersen lo sirvió y levantó su propio vaso.
—Por el operativo Weiss.
—Prosit. —Lunz bebió con aire apreciativo.
—No todos los miembros de la Gestapo son bárbaros. ¿Operativo Weiss? ¿De modo que está enterado? No tendría que saberlo.
—Lunz no parecía desconcertado.
—Sé muchas cosas que no debería saber.
—Me sorprende. —El tono de Lunz fue lacónico. Bebió unos sorbos más de coñac antes de proseguir—. Excelente, excelente. Sí, la verdad es que tiene usted una tendencia a mencionar… puntos, digamos,…no previstos, y además, secretos. Lo que me lleva a su uso repetido de la palabra «aliados». Y esto lleva, a su vez, a lo que posiblemente considera nuestro inusitado interés en usted.
—¿No confía en mí?
—Hay que perfeccionar ese tono ofendido. Por cierto confiamos en usted. Sus impresionantes antecedentes hablan por sí solos. Lo que… especialmente…hallamos difícil de comprender es por qué un hombre con semejantes antecedentes se coloca del lado de…bien, no tengo más remedio que decirlo… de un quisling, un traidor. Espero no ofender sus sentimientos
—Tendría que encontrarlos primero. Debo recordarle que fue su Führer quien obligó a nuestro Príncipe Regente exiliado a firmar este tratado con usted y con los japoneses hace dos años. Imagino que es el quisling al que alude. Débil, sin duda, vacilante, también, y quizá no sea un hombre de acción. No cabe culpar a un hombre por estas cosas. La naturaleza hizo lo menos que pudo con él, y no es posible alterar a la naturaleza. Pero no es un traidor…; hizo lo que consideraba mejor para Yugoslavia. Quiso evitarle los horrores de la guerra. Boje grob nego rob. ¿Sabe qué quiere decir?
Lunz hizo un gesto negativo:
—Las complejidades de su idioma…
—«Es mejor la muerte que la esclavitud». Es lo que gritaban las multitudes yugoslavas cuando se enteraron de que el príncipe Pablo había accedido al Pacto
Tripartito. Es lo que gritaban cuando lo depusieron y anularon el acuerdo. Lo que no comprendía la gente era que no existía el nego, no existía el «mejor que». Lo que existía como alternativa era «muerte» o «esclavitud», como lo comprobaron cuando el Führer, en uno de sus magníficos accesos de furia, arrasó Belgrado y aplastó el ejército. Yo estuve entre los aplastados. No, casi estuve…
—Permítame servirme un poco más de su excelente coñac —dijo Lunz y se sirvió—. Al parecer no lo conmueven mucho sus recuerdos.
—¿Quién puede vivir con todos sus recuerdos?
—Tampoco puede vivir con el hecho de encontrarse en la triste situación de tener que luchar contra sus propios compatriotas.
—¿En lugar de unirme a ellos y luchar contra ustedes? En la guerra hay que unirse a gente inesperada, coronel. Piense en ustedes y los japoneses, por ejemplo. Con esto quiero señalarle que no cuadra adoptar una actitud de excesiva complacencia con la propia actuación.
—Es verdad. Pero por lo menos nosotros no luchamos contra los nuestros.
—Por ahora, no. Pero yo no contaría con ello. Dios sabe que lo hicieron bastantes en el pasado. De todos modos, es inútil moralizar. Soy leal y monárquico y cuando termine esta guerra, quiero que se restablezca la monarquía. Hay que vivir por algo, y si es esto lo que yo elijo, es asunto mío y de nadie más.
—Cada cual se condena como prefiere —dijo Lunz con tono comprensivo—. Lo que ocurre es que me cuesta un poco visualizarlo como un monárquico serbio.
—¿Qué aspecto debe tener un monárquico serbio? Y hablando de ello, ¿qué aspecto tiene un serbio?
Lunz reflexionó y dijo:
—Debo confesarle, Petersen, que no tengo la menor idea.
—Es por mi nombre —dijo Petersen amigablemente— y por mis antecedentes. En todas partes hay Petersens. Hay una aldea en los Alpes italianos donde la mitad de los apellidos empiezan con «Mac». Restos, según me dicen, de un regimiento escocés que quedó aislado allá en una de esas indeterminables guerras de la Edad Media. Mi tatarabuelo, o lo que fuese, fue un soldado de fortuna, nombre mucho más romántico que el de «mercenario» que usan hoy. Con millares llegó aquí y olvidó volver a la patria.
—¿Cuál era la patria? Quiero decir… ¿Escandinavo, anglosajón… qué?
—La genealogía me aburre y no sólo no me importa, sino que además no sé nada. Pregúntele a cualquier yugoslavo quiénes eran sus antepasados de cinco generaciones atrás y con toda seguridad no lo sabrá.
Lunz asintió con la cabeza.
—Ustedes los eslavos tienen realmente una historia complicada. Y además, sin duda, como para complicar las cosas, usted se diplomó en Sandhurst.
—Hay docenas de países extranjeros que mandan a sus futuros oficiales a estudiar en Sandhurst. En mi caso, ¿qué más natural? Mi padre era, después de todo, agregado militar en Londres. Si hubiese sido agregado militar en Berlín, probablemente habría terminado en Kiel o en Mürwik.
—No hay nada que decir de Sandhurst. Estuve allí, pero sólo como visitante. Aunque diría que tiende a ser demasiado conservador en cuanto a los cursos que ofrece.
—¿En qué sentido?
—No hay nada sobre guerrilla. Nada sobre espionaje y contraespionaje. Nada sobre descifrado de claves. Entiendo que usted es especialista en las tres cosas
—En algunas soy autodidacta.
—No lo dudo. —Lunz calló algunos segundos, saboreando su coñac y luego preguntó:
—¿Qué fue de su padre?
—No lo sé. Usted podría saber más que yo. Desapareció sin más ni más. Desaparecieron millares desde la primavera de 1941. Desaparecieron, dije.
—¿Era como usted? ¿Monárquico? ¿Cetnik? —Petersen hizo un gesto afirmativo—. Y superior. Los oficiales superiores no desaparecen sin más ni más. ¿Riñó con los guerrilleros, quizá?
—Puede ser. Todo es posible. Le repito que no sé. —Petersen sonrió—. Si trata de sugerir que estoy llevando a cabo una venganza por culpa de un conflicto de familia, busque otro motivo. No es el país, ni el siglo indicado. De todos modos, usted no vino aquí a escudriñar mis motivaciones ni mi pasado.
—Y ahora, usted me insulta a mí. No perdería mi tiempo. Me contaría sólo lo que quisiera y nada más.
—Y tampoco vino a revisar mis pertenencias. Eso fue la combinación de oportunidad con curiosidad profesional. Vino para entregarme algo. Un sobre con instrucciones para nuestro comandante. Otro asalto a lo que ustedes prefieren llamar Titolandia.
—Está bastante seguro de lo que afirma…
—No bastante seguro. Seguro. Los guerrilleros tienen transmisores y receptores radiales combinados. Británicos. Tienen operadores adiestrados tanto locales como británicos. Además, cuentan con expertos descifradores de claves. Ustedes no osan ya enviar mensajes por radio. Por ello necesitan un mensajero confiable. No hay otra razón para mi presencia en Roma.
—La verdad es que no se me ocurre ninguna otra, lo cual me ahorra una explicación. —Lunz sacó un sobre y se lo entregó.
—¿Está en clave?
—Desde luego.
—¿Por qué «desde luego»? ¿En nuestra clave?
—Creo que sí.
—¡Qué disparate! ¿Quién supone usted que creó esa clave?
—No supongo. Lo sé. La creó usted.
—Sigue siendo un disparate. ¿Por qué no me da verbalmente el mensaje? Tengo buena memoria para esa clase de cosas. Y hay más. Si me interceptan, pueden suceder dos cosas. O consigo destruirlo, en cuyo caso el mensaje es inútil, o los guerrilleros se apoderan de él in-tacto y lo descifran en dos segundos. —Petersen se palmeó la cabeza—. Es un caso para psiquiatría —comentó.
Lunz se sirvió algo más de coñac y se aclaró la garganta.
—¿Usted sabe algo, desde luego, sobre el coronel Alexander von Lóhr?
—Es el Comandante en jefe alemán para el sudeste de Europa. No lo conozco personalmente.
—Tal vez sea una ventaja que no lo conozca nunca. No creo que el general von Lóhr reaccionara demasiado bien ante la sugerencia de que necesita tratamiento psiquiátrico. Tampoco simpatiza mucho con los oficiales subordinados y, a pesar de su nacionalidad, le aseguro que lo considera decididamente como un subordinado, que cuestionan sus órdenes y mucho menos, que las desobedecen. Las órdenes que dio fueron éstas.
—Dos psiquiatras. Uno para von Lóhr y otro para la persona que le confirió el mando. Será el Führer, sin duda.
El coronel Lunz dijo con suavidad:
—Créame que trato de observar mínimas reglas de urbanidad. En general no suele ser difícil. Por otra parte, no olvide que soy comandante de un regimiento alemán.
—No lo olvido y no quise ofenderlo. Es inútil protestar. Tengo mis órdenes, entonces. Supongo que esta vez no viajaré en avión, ¿no?
—Dispone de una información notable.
—No diría eso. Algunos de sus colegas son notablemente locuaces en lugares donde no tienen derecho a serlo, en realidad no tienen derecho a ser locuaces en ningún lugar. En este caso no estoy bien informado, pero soy capaz de pensar, en contraste con… pero olvidemos esto. Usted tendría que notificarlo si pensase hacer traer un avión, y sería tan fácil interceptar y descifrar ese mensaje como cualquier otro. No sabe hasta qué punto puede llegar la locura de esos guerrilleros. No vacilarían en enviar un comando suicida detrás de nuestras líneas y derribar el avión cuando bajase a una altura de cincuenta o cien metros, manera excelente de asegurarse de que nadie saliera con vida. —Petersen palpó el sobre—. Y así el mensaje nunca se entrega. Por ello viajo por barco. ¿Cuándo?
—Mañana por la noche.
—¿Dónde?
—Una pequeña aldea de pesca cerca de Termoli.
—¿Qué tipo de barco?
—En verdad hace muchas preguntas.
—El pellejo es mío. —Petersen se encogió de hombros en un gesto indiferente—. Si sus agentes de viaje no me gustan, viajaré por mi cuenta.
—No será la primera vez que pedirá prestado, por así decir, un barco a sus… ¿aliados?
—Sólo para bien de todos. —Claro. Una torpedera italiana.
—Esos barcos se oyen a veinte kilómetros de distancia.
—¿Y qué? Desembarcará cerca de Ploée. Está en manos italianas, como usted sabe. Y aunque se la oyese a cincuenta kilómetros, ¿qué diferencia hace? Los guerrilleros no tienen radar, ni aviones ni marina ni nada que pueda detenerla.
—Conque el Adriático es de ustedes… Bien, la torpedera.
—Gracias. Olvidaba mencionar que tendrá compañía en el cruce.
—No lo olvidó. Lo dejó para último momento. —Petersen volvió a llenar los vasos y miró a Lunz con aire calculador—. No estoy seguro de que me guste eso. Usted sabe que me gusta viajar solo.
—No, sé que nunca viaja solo.
—¡Ah, George y Alex! ¿Los conoce, entonces?
—No son invisibles ni mucho menos. Atraen la atención…, tienen ese aspecto que…
—¿Qué aspecto?
—El de asesinos a sueldo.
—Tiene razón, pero a medias. Son diferentes. Son mi póliza de seguros. Me guardan la espalda. No me quejo, pero siempre hay alguien que me espía.
—Riesgo profesional. —El gesto despreocupado de Lunz indicaba su opinión sobre los riesgos profesionales—. Le agradecería que tuviera en cuenta a las dos personas en que he pensado para que lo acompañen. Es más, lo consideraría un favor personal que los acompañase a su punto de destino.
—¿Cuál es?
—El mismo que el suyo.
—¿Quiénes son?
—Dos operadores de radio reclutados de sus Cetniks. Llevan con ellos, debo agregar, lo último en equipo de transmisión y recepción.
—No es suficiente, y usted lo sabe bien. Nombres, historia.
—Sarina y Michael. Adiestrados…, altamente adiestrados, diría. Por los británicos en Alejandría. Con la sola intención de hacer lo que piensan hacer…: unirse a sus amigos, los suyos. Digamos que los que interceptamos durante su viaje.
—¿Qué más? ¿Hombre y mujer, o?
—Sí.
—No.
—¿No, qué?
—Soy un hombre relativamente ocupado. No me gustan las cargas y no tengo la intención de desempeñarme como acompañante marítimo.
—Hermano y hermana.
—Ah —dijo Petersen—. ¿Compatriotas?
—Claro.
—Entonces, ¿por qué no pueden volver solos?
—Porque hace tres años que no lo hacen. Educados en El Cairo. —Otro gesto con una mano—. Corren tiempos difíciles en su país, Petersen. Alemanes aquí, italianos más allá, Ustasa, Cetniks, guerrilleros de Tito en todas partes. Es todo muy confuso. Usted sabe mejor que nadie cómo moverse en su país en estos tiempos difíciles.
—Bueno, no suelo perderme. —Petersen se levantó—. Tendré que verlos primero.
—No hubiera esperado otra cosa. —Lunz apuró su vaso, se levantó y miró su reloj.
—Volveré dentro de cuarenta minutos —dijo.
George respondió al llamado de Petersen a la puerta. A pesar de la descripción poco halagüeña de Lunz, no tenía aspecto de asesino, a sueldo o de otra clase. Los payasos cordiales, o los que se parecen a éstos, nunca tienen tal aspecto. Con su cara redonda y jovial coronada por pelo revuelto y canoso, mezcla de gris con negro, George era inmenso, mejor dicho, inmensamente gordo: su cinturón con tachas de metal, muy apretado en torno de lo que alguna vez fue su talle, sólo servia para destacar, en lugar de ocultar, su barriga de Gargantúa. Cerró la puerta tras Petersen y se dirigió hacia la pared de la izquierda. Como muchos hombres muy pesados, y como se advierte tan a menudo en los bailarines excedidos de peso, era rápido y liviano en la marcha. La cápsula de caucho que retiró de la pared revocada tenia un pincho central atado a un cable que conectaba la copa de goma con un transformador y éste con un audífono simple.
—Tu amigo parece muy simpático. —George habló con verdadero pesar—. Lástima que estemos en lados opuestos. —Al ver el sobre que tenía Petersen, comentó—: ¡Ah!… Ordenes operativas, ¿no?
—Sí. A toda marcha, de manos del general de ejército von Lóhr en persona. —Petersen se volvió hacia la figura recostada en una de las dos camas estrechas—. ¡Alex!
Alex se levantó. En contraste con George, no lucía una sonrisa de bienvenida, pero eso no significaba nada. Alex nunca sonreía. Era de la misma altura que George, pero allí terminaba toda semejanza. Tenía la mitad del peso y edad de George. De cara delgada, moreno y de ojos negros acechantes que nunca parpadeaban. Sin decir una palabra, ya que su carácter taciturno era casi igual a la impasibilidad de su rostro, tomó el sobre, hundió una mano en una mochila, sacó un quemador de alcohol pequeño y una marmita del mismo tamaño reducido y comenzó a hacer vapor de agua con ellos. Dos o tres minutos más tarde, Petersen extrajo dos hojas de papel del sobre abierto y estudió cuidadosamente el contenido. Cuando terminó de leer levantó los ojos y miró a los dos hombres con aire pensativo.
—Esto será de gran interés para una cantidad de gente. Puede que estemos en lo peor del invierno, pero parece que las cosas se volverán muy candentes en las colinas de Bosnia dentro de poco tiempo.
—¿Clave? —preguntó George.
—Si. Sencillísima. Cuidé que fuese sencilla cuando la hice. Si los alemanes no hablaban en serio antes, ahora sí lo hacen. Siete divisiones, nada menos. Cuatro alemanas, bajo el mando del general Lütters, a quien conocemos, y tres italianas, a las órdenes del general Gloria, a quien conocemos también. Con el apoyo de los Ustasa y, claro está, de los Cetniks. Entre noventa y cien mil hombres.
George meneó la cabeza:
—¿Tantos?
—Según esto. Se sabe que los guerrilleros están emplazados en Bihaé y en sus inmediaciones. Los alemanes deben atacar desde el norte y el este, los italianos, desde el sur y el oeste. El plan de batalla, como Dios sabe, es bien simple. Se planea cercar totalmente a los guerrilleros y luego aniquilarlos sin dejar uno con vida. Simple, pero completo. Y para asegurarse del éxito, tanto los italianos como los alemanes llegarán con escuadrillas de bombarderos y de aviones de caza.
—Y los guerrilleros no tienen un solo avión.
—Lo que es peor aún, no cuentan con baterías antiaéreas. Es decir, tienen unas pocas, pero son de museo. —Petersen guardó los papeles en el sobre y volvió a cerrarlo—. Tengo que salir dentro de quince minutos. El coronel Lunz vendrá para llevarme a conocer a una pareja, en la que no tengo el mínimo interés, dos operadores de radio y reclutas Cetniks a los que hay que tener de la mano hasta que lleguemos a Montenegro, o a donde sea.
—O por lo menos, es lo que dice el coronel Lunz. —La suspicacia era una de las pocas expresiones que Alex se permitía alguna vez.
—Por lo menos, así dice. Es por eso que quiero que ustedes vengan también. No conmigo, desde luego… Detrás de mí.
—Nos hará bien un poco de aire fresco. Estos cuartos de hotel son asfixiantes. —George no exageraba. Su inclinación por la cerveza era sólo igual a su marcada afición por los cigarros de tabaco negro y maloliente—, ¿en auto o a pie?
—No lo sé todavía. Ustedes tienen el auto. De cualquier manera, seguir a alguien en medio de un apagón es difícil. Es posible que nos vean. Debemos cuidarnos.
—¿Y qué? Hace rato que te vieron. Aun cuando Lunz o uno de sus hombres te detenga, es muy poco probable que te haga seguir. Lo que él puede hacer, también lo puedes hacer tú.
—Hablas de que descubra nuestra pista. ¿Qué quieres que hagamos?
—Deberán ver a adónde me llevan. Cuando salga averigüen lo que puedan de esos dos operadores de radio.
—Podrían ser útiles algunos detalles. Sería agradable saber a quiénes buscamos.
—De más de veinte años, probablemente, hermanos, Sarina y Michael. Es todo lo que sé. Nada de derribar puertas, George. Discreción, eso es lo que hace falta. Tacto. Diplomacia.
—Nuestra especialidad. ¿Llevamos nuestras credenciales de carabinieri?
—Por supuesto.
Cuando el coronel Lunz dijo que los dos operadores de radio reclutados eran hermanos, esto, por lo menos, había sido verdad. A pesar de diferencias marcadas en contextura y colorido de tez, eran indudablemente mellizos. El muchacho estaba muy curtido, sin duda por los años pasados en El Cairo, tenía pelo oscuro y ojos de color avellana. Ella tenía la perfecta piel de durazno de alguien que no tiene dificultad en evitar el sol egipcio, pelo rojizo muy corto y los mismos ojos castaños que su hermano. El era macizo y ancho de espaldas, ella no, pero era imposible determinar su esbeltez y buenas proporciones ya que, como su hermano, vestía ropa de fajina amplia y de color caqui. Sentados en el sofá uno junto al otro, después de las presentaciones mutuas, parecían estar tratando de dar una impresión de serenidad y despreocupación, pero los rostros exageradamente impasibles sólo servían para acentuar una desconfianza llena de cautela.
Petersen se arrellanó en su sillón y miró la gran sala con ojos apreciativos.
—Vaya. Qué agradable. ¿Comodidad? No, lujo. Ustedes dos viven bien, ¿eh?
—Lo consiguió el coronel Lunz.
—Inevitable. Favoritismo. Mis cuarteles espartanos…
—Son los que usted eligió —dijo Lunz amablemente—. Es difícil arreglar alojamiento para gente que está aquí tres días antes de avisar a nadie que llegó.
—Tiene razón. Aunque señalo que este lugar no es perfecto en todo sentido. Hablemos, por ejemplo, de un armario para bebidas…
—Ni mi hermano ni yo bebemos —la voz de Sarina era suave y tranquila. Petersen advirtió que las finas manos entrelazadas tenían los nudillos blancos.
—¡Qué maravilla!… —Petersen levantó un portafolio que había llevado, sacó de él una botella de coñac y dos vasos y sirvió la bebida para sí y para Lunz.
—Salud —dijo—. Entiendo que ustedes dos desean unirse a nuestro buen coronel en Montenegro. En ese caso, deben de ser monárquicos. ¿Pueden probarlo?
—¿Tenemos que probarlo? —preguntó a su vez Michael—. Quiero decir, ¿no nos cree, no confía en nosotros?
—Tendrán que aprender rápidamente, y con esto quiero decir ahora mismo, a adoptar un tono y una actitud diferentes. —Petersen había dejado de mostrarse cordial y sonriente—. Aparte de unas pocas personas, hace años que no creo en nadie ni confío en nadie. ¿Puede usted probar que es monárquico?
—Podremos probarlo cuando lleguemos allá. —Sarina vio la expresión rígida de Petersen y se encogió de hombros con aire resignado—. Y conozco al rey Pedro. Por lo menos, lo conocía.
—Como el rey Pedro está en Londres y por ahora no recibe visitas de la Wehrmacht, sería difícil probar que lo conoce. Y no me diga que podrían probarlo en Montenegro, porque sería demasiado tarde.
Michael y Sarina se miraron, sin saber qué decir por el momento, pero luego Sarina dijo con timidez.
—No comprendemos. Cuando dice que sería demasiado tarde…
—Para mi, terminaría con la espalda acribillada a balazos. Balazos, puñaladas, cualquier cosa.
La muchacha lo miró, palideció y luego murmuró: —Tiene que estar loco. ¿Por qué razón habríamos de…?
—No sé si no estoy loco. Ocurre que solo por el deseo de vivir un poco más consigo vivir un poco más. —Petersen los miró unos instantes sin decir nada y luego suspiró.
—¿De modo que quieren venir a Yugoslavia? —preguntó.
—En realidad, no. —Sarina tenía las manos fuertemente apretadas y una expresión hostil en los ojos.
»Después de lo que ha dicho, no. —Dirigió primero una mirada a su hermano y luego otra a Lunz, para volver a posarla en Petersen. ¿Tenemos opciones?
—Claro que sí. Muchísimas. Pregúnteselo al coronel Lunz.
—¿Coronel?
—No tantas. Muy pocas, y no les recomendaría ninguna. La idea de este operativo es que ustedes lleguen allá sanos y salvos y si viajan por cualquier otro medio las probabilidades son remotas. Si tratan de viajar solos, esas probabilidades no existen. Con el mayor Petersen contarán con un salvoconducto y entrega garantida…; vivos, quiero decir.
Michael dijo con tono de cierta duda:
—Tiene mucha confianza en el mayor Petersen.
—Sí. También la tiene el mayor. Y debo agregar que tiene pleno derecho a tenerla. No se trata sólo de que conoce el país como ninguno de ustedes dos llegará a conocerlo nunca. Además se desplaza a su antojo por cualquier territorio, sea amigo o enemigo. Pero lo que tiene verdadera importancia es que los campos de operaciones allá son de una fluctuación constante. Un terreno en manos de los Cetniks hoy, puede estar en poder de los guerrilleros mañana. Serian como corderos encerrados cuando bajasen los lobos de las montañas.
Por primera vez la muchacha sonrió apenas.
—¿Y el mayor es otro lobo?
—Sería mejor decir un tigre con colmillos enormes. Y además tiene otros dos como compañía. No es que crea que los tigres con colmillos se encuentran alguna vez con los lobos, pero espero que comprenda lo que quiero decir.
Los hermanos no dijeron nada. Petersen los miró sucesivamente y les pregunto:
—Esa ropa que llevan, es británica, ¿no? Ambos hicieron un gesto afirmativo.
—¿Tienen más?
Ambos volvieron a responder afirmativamente.
—¿Ropa de invierno? ¿Botas gruesas?
—En realidad, no. —Michael estaba incómodo—. No creíamos que las necesitaríamos.
—No creían que las necesitarían. —Petersen se quedó mirando el techo con aire pensativo y de pronto clavó la mirada en el avergonzado dúo del sofá—. Van a trepar montañas, subir quizás a dos mil metros en pleno invierno. No van a una recepción en un jardín y en pleno verano.
Lunz se apresuró a decir:
—No creo que tenga muchas dificultades en arreglar eso para mañana temprano.
—Gracias, coronel. —Petersen señaló dos fardos más o menos grandes, envueltos en lona, que estaban en el suelo—. Sus radios, supongo. ¿Británicas?
—Sí —respondió Michael—. Último modelo. Muy resistentes.
—¿Repuestos?
—En cantidad. Todo lo que podamos necesitar, dicen los expertos.
—Es obvio que los expertos nunca cayeron cuesta abajo con una radio sobre las espaldas. Sin duda usted se adiestró con los británicos.
—No. Con norteamericanos.
—¿En el Cairo?
—Está lleno de norteamericanos. Éste era un sargento mayor de infantería de marina. Experto en claves nuevas. Enseñaba al mismo tiempo a unos cuantos británicos.
—Me parece bien. Sí, con un poco de colaboración, nos entenderemos muy bien.
—¿Colaboración? —repitió Michael, intrigado.
—Sí. Si tengo que darles ciertas directivas de vez en cuando, espero que las sigan.
—¿Directivas? —Michael miró a su hermana—. Nadie habló de…
—Lo digo yo ahora. Debo expresarme con mayor claridad. Habrá que obedecer órdenes en forma implícita. De lo contrario, los dejaré en Italia, los abandonaré en el medio del Adriático o simplemente en Yugoslavia. No pienso poner en peligro mi propia misión por un par de chicos desobedientes que no hacen lo que les mandan.
—¡Chicos! —Michael apretó los puños—. No tiene derecho a…
—Tiene todo el derecho. —La interrupción de Lunz fue perentoria—. El mayor Petersen estaba hablando de fiestas de verano. Debió hablar más bien de jardines de infantes. Son jóvenes, ignorantes y arrogan-tes y, como corresponde, peligrosos por los tres motivos. Estén bajo juramento o no, ahora son miembros del Real Ejército Yugoslavo. Los de rango inferior, como ustedes, obedecen órdenes de los oficiales.
Los hermanos no replicaron, ni siquiera cuando Petersen volvió a mirar el techo y dijo:
—Y todos sabemos cuál es la pena por desobedecer órdenes en tiempo de guerra.
En el automóvil oficial de Lunz, Petersen dejó escapar un suspiro y comentó:
—Me temo no haber establecido el grado de relación necesario en esa casa. Cuando nos fuimos no quedaron muy felices.
—Se les pasará. Jóvenes, como dije. Malcriados, además. Aristócratas, me dicen, y pueden ser de sangre real. Von Karajan, o algo así. Nombre extraño para un yugoslavo.
—En realidad, no. Casi seguramente son eslovacos y descendientes de austríacos.
—Sea como fuere, provienen de una familia que obviamente no está acostumbrada a recibir órdenes y menos aún a que le hablen como les habló usted.
—Diría que aprenderán muy pronto.
—Diría que sí.
Media hora después de llegar a su cuarto, Petersen recibió a George y Alex. George le dijo:
—Bien. Por lo menos sabemos su nombre. —Yo también. Von Karajan. ¿Qué más?
George no se inmutó.
—El empleado de la portería, muy viejecito pero listo, nos dijo que no tenía la menor idea de dónde venían, pero que los había traído el coronel Lunz. Nos dio el número de su habitación, sin titubeos, pero dijo que si queríamos verlos tendría que anunciarnos, pedir autorización y luego acompañarnos. Le preguntamos entonces si alguno de los cuartos contiguos a ese número estaba vacante y cuando nos dijo que esos cuartos eran sus dormitorios, nos retiramos.
—Se tomaron su tiempo para volver.
—Estamos acostumbrados a tus injusticias. Fuimos a los fondos del hotel, subimos por una escalera de incendios y avanzarnos por una cornisa, una cornisa bien angosta. No fue divertido, te aseguro; en especial para un viejo como yo. Alturas peligrosas, que te marran…
—Sí, sí. —Petersen desplegaba paciencia. Los von Karajan estaban en el primer piso—. ¿Y después? —Había un balconcito fuera de su cuarto. Cortinas de tul en los ventanales.
—¿Veían bien?
—Y oíamos bien. El muchacho estaba enviando un mensaje por radio.
—Interesante. Aunque no sorprendente. ¿En Morse?
—No. Lenguaje común.
—¿Qué dijo?
—No tengo la menor idea. Por lo que pude juzgar, podría haber sido chino. Y sin duda no era ningún idioma europeo que yo haya oído nunca. Un mensaje corto. Entonces volvimos hacia aquí.
—¿Los vio alguien en esa cornisa o en el balcón? George trató de mostrarse ofendido.
—Mi querido Peter…
Petersen lo hizo callar, levantando una mano. No muchos lo llamaban Peter —era su nombre de pila— pero por otra parte, no muchos habían sido alumnos de George antes de la guerra en la universidad de Belgrado, donde George había sido el prestigioso Profesor de Lenguas Occidentales. Conocía la familiaridad de George con por lo menos diez o doce idiomas.
—Perdona, perdona. —Petersen estudió a George, con su vasto volumen—. De todos modos, eres prácticamente invisible. Así que mañana por la mañana, o quizá dentro de unos minutos, el coronel Lunz estará enterado de que tú y Alex fueron a hacer preguntas —no podría haber esperado nada menos de mi— pero no sabrá que vieron y oyeron al joven Michael von Karajan enviar mensajes radiales poco después de nuestra partida. Me pregunto qué dijo en su mensaje.
George reflexionó un instante y dijo:
—Alex y yo podríamos averiguarlo en el barco mañana por la noche.
Petersen agitó la cabeza.
—Le prometí a Lunz entregarlos enteros.
—¿Qué nos importa el coronel Lunz ni las promesas que le hiciste?
—También nosotros queremos entregarlos enteros. George se palmeó la cabeza.
—Es la carga de mis muchos años.
—No, George, nada de eso. Cosas de profesor distraído.