—¿Dónde está Graham? —preguntó Philpott, dando golpecitos sobre el cristal del reloj de mesa con su pluma—. Apuesto a que se retrasa a propósito.
Whitlock y Sabrina intercambiaron una mirada. El mismo pensamiento había cruzado por su mente. Mientras que ellos habían llegado antes de la hora al edificio de las Naciones Unidas, con escasos minutos de diferencia, Graham, siempre anticonformista, ya llevaba quince minutos de retraso. Sabrina se sentó en un sofá de cuero negro y ocultó la boca con las manos para disimular la sonrisa de burla que le producía la expresión colérica de Philpott.
—La insolencia no tiene nada de divertido, Sabrina —dijo Philpott sin mirarla.
—Estoy de acuerdo con usted, señor.
Apartó las manos y exhibió su semblante impasible.
—¿Más café, señor?, preguntó Whitlock, dirigiéndose a la máquina automática.
—No, y deja de pasear arriba y abajo como un padre primerizo.
Whitlock se hundió en el sofá junto a Sabrina.
Una luz parpadeó en el intercomunicador del escritorio. Philpott apretó el botón correspondiente a la luz.
—¿Sí?
—Ha llegado el señor Graham, señor.
—¿Mike Graham en persona? —preguntó Philpott con sarcasmo.
—Sí, señor —fue la vacilante respuesta.
—Gracias, Sarah.
Cortó el intercomunicador y usó el pequeño transmisor colocado sobre el escritorio para activar el panel de la puerta. Graham entró con una caja de cartón bajo el brazo.
—Has sido muy amable viniendo, Mike —dijo Philpott con gravedad, y volvió a cerrar el panel.
—Lamento haber llegado tarde, señor, pero me han retenido diez minutos en el vestíbulo cuando intentaba pasar esto por los controles —explicó Graham, dando un golpecito sobre la caja de cartón.
—Tienes todo el día para ir de compras…
—No es para mí, señor; es para Sabrina —interrumpió Graham para evitar que Philpott se enzarzara en uno de sus monólogos acerca de la disciplina.
—¿Para mí? —preguntó la joven con los ojos abiertos de par en par.
Graham depositó la caja de cartón sobre la mesa de café que había entre los dos sofás. Separó una carpeta metida dentro de una funda y la colocó sobre el escritorio de Philpott, junto a los dos detallados informes entregados por Whitlock y Sabrina.
—¿Qué es? —preguntó Sabrina con cierta excitación.
—Ábrela —repuso Graham.
—¿Puedo abrirla antes de que empecemos, señor? Sonó el teléfono. Philpott hizo un gesto vago en dirección a la caja y descolgó.
La joven levantó la tapa, miró al interior y retrocedió aterrorizada, apretándose contra Whitlock en el sofá.
—¿Qué es eso? —le preguntó Whitlock, intentando mirar sobre su hombro.
Graham sacó la jaula que contenía la caja, y Sabrina volvió a refugiarse en Whitlock.
—Por favor, Mike, llévatelo —suplicó.
—Sólo es un hámster —comentó Whitlock, asombrado.
Ella apartó el rostro y lo ocultó entre las manos.
—Mike, llévatelo, por favor.
Graham metió la jaula dentro de la caja y la depositó frente a ella. Miró a Whitlock.
—De pequeña tuvo una mala experiencia con ratas, y desde entonces demuestra un temor muy enraizado hacia todos los roedores.
—Nunca habías hablado de estola reconvino Philpott.
Ella se miró las manos con expresión de culpabilidad.
Creo que no se había dado cuenta de hasta qué punto la domina esa fobia hasta que hablamos de ello en el avión de vuelta. Casi hizo que la mataran en Yugoslavia. Ya se lo contará en su debido momento, pero no me parece que debamos mezclar a nadie más, incluido el jefe.
—Graham se volvió hacia ella. La próxima vez es posible que tu fobia sea decisiva para que nos maten. Como te dije en el avión, todo es psicológico, y no lo vencerás esquivándolo, confiando en que desaparecerá por sí solo. La única manera es enfrentarse a ello.
Las ratas son los animales domésticos más fácilmente domesticables, y por eso me decidí por un hámster, sobre todo porque teníamos uno. Bueno, era de Mikey. ¿Sabes cómo lo llamaba? Defensa. Intentamos decirle que no era el nombre más apropiado para un hámster, pero se mostró inflexible, y Defensa se siguió llamando. Adoraba al animalito. Más de una noche fuimos a arroparle y nos encontramos con el hámster fuera de la jaula y frotándose contra las sábanas. Una vez fuimos a un restaurante, y Defensa saltó del bolsillo de Mikey en plena comida.
—¡Oh, no! —rio Whitlock.
—Nunca he pagado una cuenta con tanta rapidez. Todo lo que te pido, Sabrina, es que le concedas una oportunidad al animalito. Míralo, compréndelo, y te prometo que te ayudará a superar tu miedo. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
Se hizo un repentino silencio y se volvieron hacia Philpott, que había terminado de hablar por teléfono y examinaba uno de los informes. Whitlock carraspeó.
Philpott levantó la vista y cogió su pipa.
—No os robaré mucho tiempo, pero como estáis todos aquí he pensado que os gustaría conocer todos los detalles del caso. Tú primero, C. W. La policía local ha efectuado una serie de detenciones en la planta tras la detallada confesión de Leitzig, con lo cual creo que podemos decir sin temor a equivocarnos que la red ha sido neutralizada con éxito. El gobierno de Alemania Occidental ha prometido llevar a cabo una investigación sobre la seguridad de la planta, y me han prometido que rodarán varias cabezas antes de que termine.
—¿Y mi pantalla, señor? El que me descubrieran tan pronto pudo ser perjudicial para el resto de la operación.
—Desde luego, pero no veo motivos para revisar el procedimiento. Había una posibilidad entre un millón de qué te desenmascarasen. Nunca había ocurrido hasta entonces, y dudo mucho que vuelva a suceder. Es fundamental que vuestras falsas personalidades sean lo más auténticas y realistas posibles. No dudéis de que consultaré el tema con el secretario general, pero en lo que a mí se refiere estoy contento de cómo van las cosas. —Philpott señaló el periódico que tenía sobre el escritorio—. Escribiste un buen artículo sobre la planta, pero no sabía que eras contrario a la energía nuclear.
—Winscale, Denver, Three Mile Island, Chernóbil. Dijeron que nunca podría ocurrir. ¿Cuánta gente más ha de morir para demostrar que están equivocados?
—Así reza el último párrafo de tu artículo, ¿verdad?, preguntó Philpott, echando un vistazo al periódico.
—Sí, señor. Resume mis sentimientos a la perfección. Philpott consultó sus notas.
Mike, Sabrina, hoy he recibido el informe médico sobre los dos. La cantidad de radiación a la que habéis estado expuestos era insignificante. Diste una lectura algo más alta, Mike, sobre todo porque estuviste un rato en el vagón con Milchan. Aun así, no tienes que preocuparte por nada.
—¿Y Milchan? —preguntó Mike.
Recibí ayer su informe. Le quedan seis semanas a lo sumo. No pueden hacer nada por él —Philpott hizo una pausa para encender la pipa—. Bien, volvamos al caso. He estado acuciando al KGB para que averiguara todo lo concerniente a Stefan Werner. Esta mañana ha llegado un télex de Moscú. Os resumiré el contenido. Stefan Werner no era su verdadero nombre. Se llamaba Aleksei Lubanov, y nació en Mínsk en 1941. Fue reclutado por el KGB a la edad de diecisiete años para ser sometido al habitual entrenamiento de diez años que prepara a un agente para trabajar en el extranjero. Recibió instrucción en las escuelas de espionaje de Gaczyna y Prakhovka, y su primera aparición como Stefan Werner tuvo lugar en Brasil en 1967. Hablaba el portugués con fluidez, y no encontró problemas para asegurarse un trabajo de viajante en una compañía de transportes de Río. Al cabo de un año se puso al frente de la compañía. Después se marchó de Río y adquirió una participación en una línea naviera alemana muy competitiva. Compró la compañía seis meses después y resultó ser la base sobre la que construyó, a continuación, su imperio naviero y de transporte de mercancías. Un brillante hombre de negocios, pero un dedicado agente del KGB al mismo tiempo.
—¿Qué ocurrió con el detonador, señor? —preguntó Sabrina.
—A por ello iba. Los seis barriles pesaban exactamente lo mismo, y nuestro equipo especializado en explosivos tardó cuatro horas y media, en condiciones de vacío, en descubrir que todo el asunto era una farsa muy bien montada. Cinco barriles contenían el compuesto de plutonio IV. El sexto, que en teoría albergaba el artefacto explosivo, no contenía nada más mortífero que arena. Todo fue obra de Konstantin Benin.
—¿Benin? —murmuró Graham. ¿El cofundador de la Balashikha?
—Correcto. También era el jefe de Stefan Werner, o Aleksei Lubanov, como prefiráis, y de Karen Schendel. Las pruebas son abrumadoras en este sentido. Sergei vuela a Moscú en estos momentos para enfrentarle a la evidencia.
—¿Y el plutonio, señor? —preguntó Whitlock.
—Ya ha regresado a Maguncia. Por desgracia, fue preciso destruir los cereales que transportaba el Napoli, pero la Unicef ha enviado un cargamento de repuesto. Llegará a Etiopía el fin de semana.
El teléfono sonó de nuevo.
—Perdonadme —dijo Philpott, y se llevó el auricular al oído. Sonrió mientras escuchaba. Vaya, vaya, vaya, todo eso es muy interesante. Gracias por llamar, Matt colgó el teléfono. Era el Pentágono. Acaban de recibir la noticia de que un laboratorio industrial en las afueras de Bengazi ardió hasta los cimientos por causas desconocidas a primeras horas de la mañana.
—¿Sería por casualidad el destino final del plutonio, señor? —preguntó Sabrina.
—En efecto.
—¿Teníamos una unidad en Bengazi en ese momento? —inquirió Graham.
—No hemos tenido una unidad en Bengazi desde hace cinco meses. La única nave extranjera que había en la zona era un submarino ruso. Parece que las insinuaciones de Sergei al Kremlin dieron los resultados apetecidos, después de todo. Es la guinda que corona el pastel, en lo que a mí respecta —Philpott cogió una hoja de papel—. Al contrario que a vosotros tres, me espera mucho trabajo.
—¿Significa eso que podemos marcharnos, señor? —preguntó Graham consultando su reloj.
—Pese a haber llegado con un retraso de quince minutos da la impresión de que tienes mucha prisa para irte. ¿Por qué?
—Hay un partido en el estadio de los Yankees, y empieza dentro de una hora.
—¿Contra quienes juegan? —preguntó Whitlock.
—Contra los Red Sox de Boston.
—¡Uf! —respingó Whitlock—. Los Yankees van a necesitar todo el apoyo posible contra tales contrincantes.
—No sabía que te interesaba el béisbol —se sorprendió Graham.
—Es que no me interesa, pero desde que vine a vivir aquí aprendí que el béisbol y el rugby son una parte de la vida cotidiana de Nueva York. Cruzaré los dedos esta tarde.
Graham palmeó el hombro de Whitlock y se volvió hacia Philpott.
—Adiós, señor.
—Adiós, Mike, y buen trabajo. Todos habéis hecho un buen trabajo.
Philpott alzó el transmisor y activó el panel de la puerta.
—¿Cuánto tiempo te vas a quedar en Nueva York? —preguntó Sabrina a Graham mientras caminaban hacia la puerta.
—Probablemente me iré mañana.
—¿Y qué planes tienes para esta noche?
—Tal vez vaya al cine —murmuró.
—¿Te apetece compañía?
Graham bajó la vista hacia la alfombra y se frotó el puente de la nariz.
—Sólo era una sugerencia —dijo Sabrina para romper el prolongado silencio—. Por cierto, Mike, gracias por el animalito.
—Sí —dijo, y se dirigió a la puerta exterior del despacho.
El recepcionista la activó.
Graham se detuvo y miró a Sabrina.
—Espero que te gusten las del Oeste.
Se marchó antes de que ella pudiera responder.
—Vamos, te invito a un estupendo atún a la cerveza en el Healthworks de la esquina —dijo Whitlock detrás de ella—. Vamos, si por casualidad no tienes nada mejor que hacer.
—¿Qué quieres decir? —vaciló ella, tomando la caja de cartón que él aún sostenía.
—Pensé que tal vez querrías pasar el resto de la tarde preparándote para tu cita —bromeó Whitlock.
—Esta ocurrencia te costará una ensalada y un zumo de naranja, además del atún replicó Sabrina, fingiendo un tono altanero.
Se despidieron de Philpott y caminaron en silencio por el pasillo.
—Bien, ¿se te ocurre alguna idea para bautizar al hámster? —preguntó Whitlock cuando entraron en el ascensor.
—Defensa —replicó ella cuando la puerta se cerró—. No podría ser otro.
Benin había conocido a Kolchinsky veintidós años antes, cuando le designaron responsable de la Unidad de Vigilancia de la Lubianka, el cuartel general del KGB en el corazón de Moscú. Kolchinsky había sido su asistente. La mutua cautela inicial pronto desembocó en antipatía, y uno de los principales motivos del traslado de Benin a la escuela de espionaje de Gaczyna fue la imposibilidad de trabajar juntos. Ambos eran muy ambiciosos, pero de ideologías radicalmente distintas. Benin era un estalinista, un extremista, mientras Kolchinsky se mostraba moderado, siempre alentando reformas que refrenaran los poderes a menudo dictatoriales de la jerarquía del KGB. Los puntos de vista liberales de Kolchinsky le granjearon pocos amigos, y era cosa sabida que su destierro a Occidente como agregado militar se había producido ante todo para protegerle.
Ninguno de los dos había cambiado de ideas en veintidós años…
Benin consultó su reloj. Kolchinsky llevaba esperando veinte minutos en la antesala. Fue su último gesto desafiante de autoridad. Levantó el auricular y marcó un solo número.
—Haga entrar al camarada Kolchinsky.
El secretario acompañó a Kolchinsky al despacho de Benin y se marchó, cerrando la puerta detrás de él.
—A juzgar por tu estómago, veo que Occidente te sienta bien —dijo Benin con frialdad, y luego señaló el collarín que rodeaba el cuello de Kolchinsky—. ¿Algo serio?
—En tu lugar, me preocuparía más por tu propio cuello —replicó Kolchinsky mientras tomaba asiento.
¿He de suponer que estás aquí para recoger mis últimas voluntades?
Kolchinsky ignoró el sarcasmo y abrió su maletín. Extrajo una carpeta y después el detonador, y los tiró en la mesa frente a Benin.
—Werner todavía asía el detonador cuando recuperaron el cadáver.
Benin lo tomó en su mano.
—Tuve que hacerle creer que era auténtico. Tuve que hacerles creer a todos que era auténtico. Después de todo, la realidad es mucho más convincente que el teatro.
Kolchinsky sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de la chaqueta.
—No permito que se fume en mi despacho.
—El Politburó no permite la traición en su propio país —replicó Kolchinsky, encendiendo el cigarrillo—. Aún me falta una pieza del rompecabezas: tus motivos.
—¿Es en este punto dónde se supone que debo claudicar y confesar?
—Hay pruebas más que suficientes para condenarte —replicó Kolchinsky, dando unos golpecitos sobre la carpeta. De todas formas, el KGB tiene sus propios métodos de extraer una confesión completa. Creo que no es necesario recordarte qué métodos; tú iniciaste muchos.
Bénin reflexionó un momento antes de hablar.
—El gobierno utilizó primero esta política de glasnost para apaciguar a Occidente, y ahora negocia nuestras defensas nucleares estratégicas. Mi plan era un simple intento de detener este proceso. En cuanto el plutonio llegara a Libia sano y salvo, me proponía filtrar a los principales periódicos occidentales la noticia de que, mientras nuestro bien amado líder firmaba tratados de desarme, Rusia ya había empezado a construir nuevas armas nucleares para reemplazar a las oficialmente desmontadas, empleando el plutonio robado a una planta nuclear occidental y fabricándolas en un país aliado del nuestro. Por más que lo hubiera negado, el mundo vería las pruebas impresas en papel. Su credibilidad se haría pedazos. Incluso en el caso de que algunos dirigentes occidentales se inclinaran a creer en su sinceridad, sería mayor el número de los escépticos que propondrían posponer las conversaciones sobre reducción de armas durante varios años, como mínimo.
—Y para entonces ya habría tomado el poder un nuevo primer ministro, aupado por ti y tus compinches extremistas. Así os podríais dedicar a reemplazar todas las armas desestimadas por los tratados, para hacer de Rusia la potencia nuclear más poderosa del mundo una vez más.
—No me avergüenzo de lo que he hecho. Lo hice por Rusia. Lo hice porque amo a mi país. Somos socialistas, con nuestra propia identidad y nuestro propio estilo de gobernar. ¿De veras piensas que soy el único oponente a la introducción de estas reformas? Los disidentes se hallan esparcidos por todo el Politburó. Independientemente de lo que me suceda, recogerán el estandarte caído y continuarán la lucha. No espero que lo comprendas, desde luego; te rendiste a los placeres de Occidente hace muchos años.
—Tienes razón, no lo comprendo. No comprendo a los fanáticos como tú, que hablan con tanto orgullo de la pureza del socialismo ruso. Stalin era socialista, pero ¿cuántos millones de personas murieron en los campos de trabajo durante su mandato? Andropov, Shelepin, Semichastny: ¿cuánta sangre se derramó durante los años que dirigieron el KGB? ¿Cómo puedes justificar un sistema en el que la propia gente a la que dice proteger no puede pronunciarse contra sus excesos, por temor a ser apaleada por esbirros a sueldo del propio ministerio? Al menos, la glasnost está rompiendo esas barreras, para que la gente recupere por fin la voz. Una voz de libertad.
Nunca olvidaré la tarde en que pasé por la Esquina de los Oradores en el Hyde Park de Londres, y un anciano judío ruso fue invitado a subir a la plataforma para hablar. Dio la casualidad de que había llegado a Inglaterra el día anterior, y pronunció todo su discurso a gritos, porque no podía creer que estuviera permitido exponer sus pensamientos en público sin el temor de ser perseguido. Ese día me sentí avergonzado de ser ruso. Si Occidente me ha enseñado una cosa es que el socialismo puede ejercerse en democracia, no como el socialismo que tú predicas en este país. No, Konstantin, no me sermonees con los valores de tu clase de socialismo —Kolchinsky cerró el maletín y se levantó—. Te dejo la carpeta. Descubrirás que tu teléfono ha sido desconectado y que hay dos guardias armados vigilando ante la puerta con órdenes de detenerte si intentas marcharte antes de tu detención oficial.
Por cierto, creo que sacaste conclusiones equivocadas cuando trataste de descubrir quién había planeado el atentado contra tu vida. Hice algunas investigaciones por mi cuenta antes de abandonar Nueva York. Parece ser que la orden de asesinato emanó del propio Politburó. Has sido como una espina clavada en él durante mucho tiempo, de modo que sus miembros llegaron a la conclusión de que la mejor forma de desembarazarse de ti era dejar que el movimiento de la resistencia hiciera el trabajo sucio en su lugar. Por eso el lanzamisiles entró en el país con tanta facilidad. El movimiento de la resistencia no sospechó en ningún momento; sus componentes creyeron que todo era fruto de su ingenio. Pero lo mejor viene ahora: Hendrique fue el intermediario inconsciente que utilizó Transportes Werner para introducir el lanzamisiles en el país. El mundo es muy pequeño, ¿verdad?
Benin se quedó con la vista clavada en la puerta cuando Kolchinsky salió. Sabía que el caso nunca llegaría a los tribunales. Se encubriría oficialmente con el mayor sigilo y rapidez posibles. También sabía las posibilidades con que contaba. Morir mientras se hallaba detenido, al cabo de horas, o tal vez días, de torturas sin cuento, o suicidarse antes de que fueran a arrestarle.
Giró la silla para ponerse de cara a la ventana que daba a la impresionante majestuosidad del parque forestal de Bittsevsky, ahora cubierto de nieve. Luego se inclinó hacia atrás y echó mano de su pistola Tokarev, que guardaba en el cajón superior de su escritorio.
F I N