Capítulo 11

Un oficial del aeropuerto telefoneó al piloto del helicóptero a las 4.15 de la mañana para comunicarle que la niebla había despejado lo bastante sobre el Adriático para concederle el permiso de vuelo a Dubrovnik. Al cabo de diez minutos, él, Graham y Sabrina habían pagado la cuenta del hotel, y pasados otros veinticinco minutos la torre de control del aeropuerto dio permiso al helicóptero para despegar. En cuanto estuvieron en el aire, Graham y Sabrina sacaron trajes de bucear de la bolsa que les habían dejado, siguiendo sus instrucciones, en una casilla del aeropuerto. En el reducido espacio no fue nada fácil quitarse las camisetas y los pantalones cortos que llevaban bajo sus gruesas ropas de invierno y ponerse los trajes.

Al llegar a Dubrovnik, dos horas más tarde, la niebla ya se había disipado del todo y los primeros destellos del amanecer punteaban el oscuro horizonte como las pinceladas iniciales de una magnífica acuarela.

El piloto señaló hacia abajo mientras volaban sobre la sección del puerto que pertenecía a Transportes Werner. Era mucho más pequeña que el complejo de Trieste; comprendía dos muelles y una fila de almacenes pintados con los colores distintivos de la compañía, negro, rojo y amarillo. El piloto, que ya se había comunicado por radio con las autoridades del puerto, recibió la información de que el Napoli no había atracado aún en Dubrovnik, probablemente por culpa de la niebla. No había barcos amarrados en ninguno de los dos muelles.

Cuando el piloto se desvió del puerto para dirigirse a un punto predeterminado señalado en un plano, también incluido en la bolsa, Graham y Sabrina se ciñeron sus aletas y mascarillas, introdujeron las Beretta y los zapatos de lona en las bolsas a prueba de agua y los aseguraron con pinzas a su cintura. Las coordenadas señaladas en el plano se referían a una zona que distaba unos quinientos metros de la costa, un lugar perfecto para zambullirse. Cuando el piloto hizo descender el helicóptero a unos tres metros del agua, agitó la cabeza varias veces, la señal acordada para que abandonaran el aparato. En cuanto saltaron por la escotilla abierta y tocaron el agua, el helicóptero ascendió y se alejó de la playa de Ploce en dirección al aeropuerto.

Ambos eran experimentados nadadores y, en consecuencia, cubrieron la distancia hasta el muelle sin la menor dificultad. Recorrieron los últimos cien metros sumergidos, utilizando tubos de respiración para evitar los haces de los poderosos reflectores que seguían en funcionamiento a pesar de que empezaba a amanecer. Una vez en el muelle, descansaron un par de minutos. Graham abrió la marcha hacia una oxidada escalerilla de metal en la confluencia de los muelles siete y ocho. Subió hasta que sus ojos se situaron al nivel de la superficie recién alquitranada del muelle. La zona se hallaba desierta, a excepción de un Land Rover de la compañía aparcado en la parte exterior del almacén que daba directamente al muelle ocho.

La puerta del almacén se abrió de repente y salió un hombre con una pistola ametralladora Spectre, de fabricación italiana, colgada del hombro. Graham retrocedió y aguardó el sonido de los pasos al acercarse, pero no los oyó. Levantó la cabeza poco a poco y después maldijo por lo bajo. El hombre estaba de pie al otro lado del Land Rover, con la cabeza algo inclinada hacia delante para encender un cigarrillo. Tiró la cerilla a un lado, se apoyó en la puerta de la derecha y cruzó los brazos sobre el pecho. No había manera de penetrar en el almacén sin llamar la atención del hombre, y ni siquiera Graham se atrevía a probar suerte contra una Spectre, la metralleta de corto alcance más mortífera del mercado. Habló entre murmullos a Sabrina y, en respuesta, ella se quitó las aletas mientras mantenía el equilibrio con una sola mano, asida a la escalerilla. Se las tendió y luego se puso los zapatos de lona y metió la Baretta en la correa que rodeaba su cintura.

—Distrae su atención cuando yo haga una señal.

—Ah, ¿sí? ¿Tienes idea de la potencia de la Spectre?

Desde luego. Lleva un cargador de cincuenta cartuchos y tiene un alcance efectivo de ciento cincuenta metros —Sabrina posó la mano sobre su brazo—. No conseguirá disparar ni un tiro, créeme.

Trepó al muelle antes de que Graham pudiera replicar y se deslizó agachada hacia el lado más cercano del Land Rover. Acuclillada, se hizo cargo de la situación antes de dirigir la señal a Graham, que se escondió y tiró las aletas sobre el muelle. El guardia se volvió al instante y descolgó la Spectre, aguardando a que el propietario de las aletas fuera visible. Al cabo de unos segundos frunció el ceño y dio unos pasos vacilantes hacia el borde del muelle. Se detuvo, fuera de la protección del Land Rover, de espaldas a Sabrina. Esta se incorporó velocísima y le golpeó con fuerza en el cuello. El guardia se desplomó.

—¡Mike! —siseó la joven.

Graham se izó al muelle y ayudó a ocultar al guardia inconsciente bajo el Land Rover.

—Hendrique está aquí —anunció, tras mirar por la ventanilla del conductor.

Sabrina se colgó al hombro la Spectre.

—¿Cómo lo sabes?

Graham indicó el maletín negro sobre el asiento trasero.

—Pues si Hendrique está aquí…

—Quiere decir que Werner está con él.

Abrió la puerta un poco, pero sólo pudo ver varias cajas de embalar con el anagrama de Werner estampado en un costado, alineadas contra la pared. Sabrina cerró los dedos sobre la Beretta y abrió la puerta de un empujón. El almacén en penumbra estaba dividido en tres filas de cajas de embalar alineadas, que dejaban dos espaciosos pasajes entre ellas para maniobrar con comodidad los vehículos y la maquinaria. Se deslizaron en el interior y Graham cerró la puerta en silencio a su espalda.

—Tomemos cada uno un pasaje —susurró.

Ella meneó la cabeza.

Es mejor que permanezcamos juntos. Hay al menos cuatro hombres y un número indeterminado de guardias. Todos armados.

Graham accedió con un encogimiento de hombros.

Llegaron al final del pasaje, y cuando Graham estaba a punto de penetrar en la segunda sección del almacén en forma de L, ella le agarró por el brazo y se llevó un dedo a los labios. Ambos escucharon, pero no oyeron nada.

—Oigo voces susurró ella.

—Deben de andar cerca. Vamos.

Graham apoyó la espalda contra las cajas, el cañón de la Beretta paralelo a su rostro, y echó una cautelosa mirada al pasaje contiguo. Estaba desierto. La sección presentaba idéntica disposición que la otra, con tres filas de cajas que ocupaban los doscientos metros que distaba la pared opuesta. Indicó la fila de en medio y los dos se precipitaron hacia una de las estrechas aberturas entre las cajas, desde donde podían vigilar el otro pasaje.

Werner estaba sentado a una mesa, dándoles la espalda, en un despacho acristalado al final del pasaje. Jugaba a cartas con Kyle y Milchan. Hendrique se hallaba apoyado en la pared, observándoles. La escopeta Franchi Spas descansaba sobre el archivador que había a su lado.

—Recuerda lo que dijo el jefe sobre tirar a matar —advirtió Graham.

—Sé lo que dijo. Estaba allí, ¿recuerdas?

Graham guardó silencio. Ella depositó la Spectre en el suelo y se arrodilló para estudiar el mejor ángulo desde el que disparar. Descansó la muñeca derecha sobre el antebrazo izquierdo para asegurar el arma y alinear la nuca de Werner con los puntos de mira.

—¿Qué es ese ruido? —susurró.

—¿Qué ruido?

—Como un crujido.

—Ratas, probablemente —dijo Graham con indiferencia—. Sí, hay un agujero en la caja que tienes a los pies. Estarán ahí dentro.

La imagen de la caja rebosante de gruesas y escurridizas ratas pasó por su mente. Retrocedió dando tumbos hacia el segundo pasaje y la Beretta cayó al suelo con estrépito.

Hendrique ya empuñaba la escopeta en la mano cuando se volvió para investigar la procedencia del ruido. Graham se arrojó sobre Sabrina en el mismo instante en que Hendrique disparaba a través de la ventana del despacho. La derribó de un golpe brutal una fracción de segundo antes de que la bala astillara la caja situada directamente detrás de ellos. Mientras Hendrique les vigilaba, Kyle y Milchan recogieron las armas caídas, incluyendo la Beretta que Graham llevaba en el cinturón.

Cuando les forzaron a ponerse en pie, Sabrina y Graham descubrieron el contenido de las cajas perforadas: fusiles AK47.

Werner les ignoró cuando fueron introducidos en el despacho. Tenía la vista fija en Hendrique.

—Te felicito por los guardias que seleccionaste con tanto esmero, aunque es posible que este par fuera lanzado al almacén desde una nave espacial.

Por una vez, Hendrique no encontró respuesta al sarcasmo de Werner.

—Tenía el presentimiento de que volveríamos a encontrarnos —dijo Werner a Sabrina—. Has llegado en el momento adecuado. Estaba a punto de marcharme. Mi hidroavión se halla en el hangar, aprovisionado de combustible y listo para despegar.

—¿Y el Napoli? —preguntó ella.

—Ha de recuperar el tiempo perdido, así que no atracará en Dubrovnik después de todo. En cuanto a mí, me vuelvo a casa. A partir de ahora, Hendrique toma el mando.

—¿El detonador queda en manos de Hendrique?

—Por favor, señor Graham, no esperaba una pregunta tan absurda de alguien con tanta experiencia como usted —Werner miró a Hendrique con desprecio—. Es un mercenario, un traficante de armas y drogas al que sólo mueve el dinero. La causa socialista nunca ha significado nada para él. Si tuviera el detonador es probable que lo activara por descuido.

—Se está pasando —gruñó Hendrique.

—Ah, ¿no lo cree así? —le desafió Werner, que dedicó de nuevo su atención a Graham—. El detonador se queda conmigo. Es muy sencillo. Si no se hubieran entrometido, yo habría desaparecido y nadie habría adivinado cómo. Mi deserción no será anunciada hasta que el cargamento del Napoli haya llegado a su destino sin novedad, de modo que sus superiores imaginarán que me encuentro a una distancia todavía propicia para activar el detonador, y se mantendrán apartados del carguero. Un detalle que su presencia aquí puede malograr. Si no hubieran tomado mi amenaza en serio ya habrían abordado el Napoli —sacó una bolsa de viaje de debajo de la mesa—. Les quería vivos en el tren para que pudieran transmitir mis instrucciones a sus superiores. Ahora, por desgracia, les quiero muertos. Dejaré el asunto en las expertas manos de Hendrique.

—Avisa a los demás guardias por radio de que quiero verles enseguida ahí delante ordenó Hendrique a Kyle.

Hendrique atravesó como una flecha el almacén y salió al muelle. Los otros dos guardias ya estaban allí, arrodillados junto al tercero.

Ordenó al aturdido guardia que se levantara y le empujó contra el Land Rover.

—Me has humillado delante de Werner.

—Lo siento, señor —musitó el guardia, dándose masajes en el cuello.

Hendrique sacó la Desert Eagle y disparó contra el guardia a quemarropa. Luego dio media vuelta para encararse con los otros.

No toleraré más errores. Quiero que os quedéis aquí y mantengáis los ojos abiertos.

Sacó el maletín del Land Rover y desapareció de nuevo en el almacén.

—¿Qué fue ese tiroteo? —preguntó Werner cuando Hendrique entró en el despacho.

—Una cuestión de disciplina —replicó Hendrique, extrayendo el tablero del maletín.

Kyle despejó la mesa de cartas y tazas de café mientras Hendrique desenroscaba una de las bombillas del techo y aplicaba las pinzas de toma de corriente.

—Qué piensas hacer, ¿obligarles a que se enfrenten entre sí? —preguntó Kyle, excitado.

—No es mala idea, ahora que lo dices, pero lo que tengo en mente es que Graham mida sus habilidades con Milchan —Hendrique miró a Milchan—. Te toca a ti.

Milchan se palmeó el pecho y se pasó el dedo por la garganta.

—Por si no lo has comprendido, Graham, te comunico que tú y Milchan vais a jugar hasta que uno de los dos muera.

—¿Y si me niego? —replicó Graham, desafiante.

—Pues me veré obligado a matar a tu hermosa ayudante —dijo Kyle.

—Compañera —corrigió Sabrina de manera automática.

—Átala a la silla —indicó Hendrique a Milchan—. Así tendrá un asiento de primera fila.

—Lamento que deba terminar así, Sabrina —Werner habló con suavidad; después se dio la vuelta para marcharse, y sus pasos resonaron en la distancia.

—Creo que le gustabas, querida. No me extraña —dijo Kyle con una sonrisa torcida, y extendió la mano para acariciarle la cara.

Ella le mordió la mano.

—¡Puta! —rugió Kyle, levantando la Spectre para golpearla.

Graham apartó a Hendrique y lanzó a Kyle por el suelo.

Hendrique apoyó la escopeta en el cuello de Graham.

—Átale los pies.

Milchan agarró a Graham por el brazo y le arrastró hacia la silla más próxima.

—¡Me las pagarás! —masculló Kyle, apuntando a Graham con la Spectre.

Hendrique bajó el cañón de la Spectre.

—Me estás empezando a poner nervioso, Eddie. Ve a hacer algo constructivo, como poner en marcha el helicóptero.

—Pero es que quiero mirar —se quejó Kyle, señalando con un dedo el tablero.

—No nos vamos a quedar; hay mucho trabajo pendiente. Ve a poner en marcha el helicóptero.

Kyle devolvió a regañadientes la Spectre a Hendrique y salió del despacho.

Hendrique se situó frente al tablero y colocó una mano en cada mando, levantando uno y después el otro. En ambas ocasiones no se produjo descarga a través de los brazaletes. Sacó una llave del bolsillo interior del maletín, la introdujo en una cerradura de un lado del tablero y la hizo girar una vez. Se encendió una luz roja junto a la cerradura.

—Os dispenso de las dos primeras partidas. Poneos los brazaletes.

Los dos hombres rodearon sus muñecas con los brazaletes, los cerraron y dejaron las llaves en el centro del tablero.

—He activado el voltaje mortal. Ni siquiera tu traje de buzo te salvará, Graham.

—Presupone que seré el primero en ceder —dijo Graham.

—Sé que serás el primero en ceder. Milchan sólo juega cuando el voltaje es letal. Pero sigue vivo. —Hendrique apoyó la escopeta en el cuello de Sabrina—. Si no bajas el mando al mismo tiempo que Milchan la mataré.

Graham la miró. Ella intentó sonreír.

—Tu turno, Graham —dijo Hendrique, asiendo con más fuerza la escopeta.

Milchan posó la mano sobre el mando sin dejar de mirar la cara de Graham. Este exhaló un profundo suspiro y colocó su palma sobre el otro mando.

—Ahora —ordenó Graham.

Ambos bajaron los mandos.

—Lamento no poderme quedar para ver cómo mueres, Graham, pero ya voy con retraso.

Tras estas palabras, Hendrique salió del almacén. Sabrina intentó liberarse las manos tan pronto como le perdió de vista, pero Milchan había anudado la cuerda sobre sus muñecas, fuera del alcance de sus dedos. Después hizo girar la silla hasta dar la espalda al cristal astillado de la ventana.

—¿Mike…?

—No te preocupes por mí, estoy bien —replicó él sin quitar los ojos del rostro de Milchan.

Sabrina miró atrás. La silla estaba a unos treinta centímetros de la ventana. Tendría que apuntalar la silla contra el montante, pero sabía que corría el riesgo de cortarse las manos o las muñecas con los fragmentos de cristal. Era preciso arriesgarse. Balanceó la silla impulsando su cuerpo atrás y adelante, hasta que tropezó con el montante. Al principio se felicitó por no haberse cortado, pero en cuanto movió la mano se hirió en el pulgar y la sangre resbaló por su palma. Tanteando con el índice descubrió que se había cortado el pulgar con una astilla de vidrio de unos trece centímetros de longitud. Presionó la cuerda contra el borde mellado de la astilla y movió las muñecas arriba y abajo, utilizando el cristal como si fuera una sierra. Al cabo de escasos segundos se soltó y estuvo en condiciones de agacharse y liberar los pies.

—¿Qué debo hacer, Mike, desconectar las pinzas? El indicador estaba en seis.

—Abre mi brazalete.

Sabrina tomó las dos llaves, y otro pensamiento le vino a la mente.

—¿Y si hay una trampa?

—No la hay, confía en mí —contestó Graham, cuyo rostro reflejaba los primeros síntomas de dolor.

Sabrina abrió el brazalete. Graham, con la mano libre, empujó el brazalete que rodeaba la muñeca de Milchan unos milímetros más que el otro.

El indicador se puso en ocho.

Regueros de sudor resbalaron por el rostro surcado de cicatrices de Milchan cuando contempló aterrorizado la mano de Graham posarse sobre el mando.

Quizá debería darle la razón a Hendrique y ser el primero en ceder. No pierdo nada con ello. ¿Qué opinas, Milchan?

Graham consiguió esbozar una sonrisa, pese al aumento de la intensidad de la corriente que recorría su cuerpo.

—¡Mike, no! —chilló Sabrina. ¡No puedes matarle a sangre fría!

El indicador se pudo en nueve.

—Él te habría matado a sangre fría si hubiera ganado y tú siguieras atada a la silla.

Sabrina dio un paso vacilante hacia el cable enchufado en el techo.

—¡No lo toques! Es un asunto personal.

—¡Matarle no te devolverá a Carric y a Mikey! —estalló Sabrina.

El indicador se puso en diez.

Graham clavó la mirada en ella y el dolor pareció desaparecer de sus ojos pese a que su brazo temblaba a causa de la corriente que lo atravesaba. Después, sin previo aviso, tiró del cable, desconectando las pinzas del portalámparas.

Milchan se desplomó hacia atrás. Su pecho se levantaba como si aspirase gigantescas bocanadas de aire.

Graham y Sabrina daban la espalda al panel de cristal, por lo cual no vieron al guardia hasta que irrumpió en la puerta.

—El señor Hendrique me dijo que volviera para ver si necesitaba que le echara una mano —dijo el guardia de Milchan, ocupado en liberar su muñeca del brazalete—. Parece que he llegado a tiempo.

Milchan asintió con la cabeza y se acercó al guardia.

—El señor Hendrique dijo que les matara si todavía seguían con vida —dijo el guardia, apuntándoles con su metralleta.

Milchan golpeó al guardia en cada lado de la cara con sus manos como palas, y luego le retorció la cabeza violentamente, rompiéndole los huesos del cuello como si fueran ramitas. Arrojó el cadáver en un rincón del despacho, se dio unas palmadas en el pecho y luego señaló alternativamente a Graham y Sabrina moviendo los labios en silencio.

—Dice que ahora estamos en paz tradujo Sabrina. Graham le asestó un directo en la barbilla. Milchan perdió el sentido antes de tocar el suelo.

—Ahora sí estamos en paz.

Sabrina miró a Graham con curiosidad, recuperó las Berettas y le tiró una.

—Aún podríamos detener a Stefan.

Él la tomó por el brazo.

—Vamos a tener una pequeña charla cuando todo esto termine. Sobre ratas.

Ella asintió y recogió la Spectre.

Al salir del despacho se separaron y volvieron a encontrarse en la entrada, donde, para llegar al muelle, tuvieron que pasar sobre el cadáver del guardia asesinado por Hendrique.

Amanecía.

Oyeron poner en marcha el motor de una aeronave en el interior de su estructura de chapa ondulada, en forma de cúpula, que sobresalía por encima del agua, al final del muelle ocho. Recorrieron a toda prisa los doscientos metros que les separaban de la puerta de madera y se aplastaron contra la pared, uno a cada lado de la hoja, con las Berettas desenfundadas. Sabrina hizo girar la manija poco a poco y abrió la puerta. Graham saltó hacia dentro y rodó dos veces sobre el suelo de hormigón antes de disparar sobre el sorprendido guardia. La bala le alcanzó el cuello y el hombre cayó al agua. Esos segundos de confusión permitieron a Werner abrir la válvula y dirigir el hidroavión hacia aguas abiertas. Había media docena de lanchas rápidas amarradas en el hangar. Graham saltó detrás de Sabrina medio segundo antes de que la joven subiera a la 170 GTS de seis metros de eslora.

—¿Sabes pilotar estos cacharros?

—¿Bromeas? —replicó ella con una sonrisa—. Mi padre tiene amarrada una en Miami de quince metros. Me paso la mayor parte del tiempo dando vueltas con ella cada vez que voy allí.

Esperó a que Graham soltara las amarras, arrancó el motor Yamaha de noventa caballos y salió del hangar en persecución del hidroavión.

Cuanto más pensaba en ello, más culpable se sentía por haber desperdiciado su oportunidad en el almacén. Werner era el blanco perfecto. Sólo le habían faltado un par de segundos más…

Cuando la lancha se situó paralelamente al hidroavión, pudieron ver el rostro de Werner por el cristal de la cabina; sus labios se movían con rapidez mientras gritaba por la radio. Cruzó la lancha frente al hidroavión, obligando a Werner a reducir la velocidad y a cambiar de dirección. Era un juguete en las manos de Sabrina. La breve extensión del muro del puerto se alzaba frente al hidroavión, y el reflector aún en funcionamiento destellaba inútilmente a medida que los primeros rayos del sol resbalaban sobre el agua fría y poco invitadora. Su plan era dirigir el hidroavión hacia el muro del puerto, sabiendo que Werner ya estaba demasiado cerca para evitarlo, y acorralarle entre los otros tres lados dibujando círculos cada vez más estrechos. Graham empuñó la Spectre, a la espera del primer error de Werner…

Werner comprendió lo que Sabrina intentaba y buscó con desesperación una vía de escape. Le faltaba muy poco para llegar a casa. Sólo le quedaba una opción. Tenía que aferrarse a ella. Esperó a que la lancha se colocara a estribor, muy cerca de la orilla, dio un giro de cuarenta y cinco grados al hidroavión y enfiló el mar abierto. Sabrina hizo girar la lancha con tal violencia, que Graham estuvo a punto de perder el equilibrio, y necesitó agarrarse al parabrisas de perspex para no caer por la borda. La lancha levantó una nube de espuma cuando Sabrina obligó al hidroavión a cambiar de dirección y volver hacia el muro, como un perro pastor que devolviera a un becerro descarriado al rebaño. Werner contaba con la velocidad deseada, pero cada vez se hallaba más cerca del extremo del muro. Desesperado, arrancó la cadena que le rodeaba el cuello y la apretó de forma amenazadora contra el cristal de la cabina. Tiró la palanca de mando hacia atrás y los flotadores se separaron del agua. Graham disparó contra el aparato. Las balas dibujaron una línea irregular en el fuselaje, Werner salió despedido de los mandos y el detonador resbaló de su mano. El hidroavión, a quince metros sobre el agua, perdió el control. Iba a chocar contra el faro. Werner, que sangraba abundantemente de una herida de bala en el hombro derecho, consiguió evitar que el morro colisionara con el faro, pero a pesar de que el fuselaje pasó a escasos centímetros, el ala derecha y el flotador del mismo lado se desprendieron como si fueran de cartón. El hidroavión efectuó una grotesca pirueta antes de estrellarse con violencia contra la superficie del mar. En cuanto el agua penetró a borbotones por una abertura provocada al combarse la puerta de la cabina, escoró a la derecha. Werner, temblando de pies a cabeza, intentó moverse, pero comprobó horrorizado que tenía el pie atrapado bajo el agua entre la puerta y una barra de metal. El hidroavión retembló cuando la sección de cola se hundió en el agua.

Entonces vio el detonador oscilando en el extremo de la cadena, atrapada entre el parabrisas astillado y el tablero de instrumentos. Liberó la cadena y soltó la tapa del detonador. Al ver aproximarse la lancha, una sonrisa de triunfo se dibujó en sus labios.

—¡Stefan, no! —chilló Sabrina.

El hidroavión dio una sacudida y el fuselaje desapareció bajo el agua en el momento en que Graham disparaba una ráfaga con la Spectre. Los proyectiles atravesaron sin mayores consecuencias el morro casi vertical.

Werner apretó el botón.

Graham y Sabrina se agacharon de forma instintiva; sus ojos imaginaron la inminente e inevitable explosión. Sólo hubo silencio.

Werner apretó el detonador dos veces más. El único sonido audible era el del agua que penetraba en la cabina. Cerró la mano poco a poco alrededor del detonador.

La cabina y, por el fin, el morro desaparecieron bajo las aguas.

Sabrina descansó los brazos en el parabrisas y contempló las burbujas que sacudían la superficie mientras el hidroavión se sumergía.

—¡Y pensar que era uno de los hombres de negocios más importantes del mundo! Jesús, Mike, estaba dispuesto a llevarse media Europa con él.

Graham tiró la Spectre sobre el asiento trasero y se pasó los dedos por el cabello húmedo y enmarañado.

—¿Crees que estaba loco?

—¿Tú no?

—Era un fanático; creía que lo que estaba haciendo rendiría un gran servicio a su causa.

—¿Incluyendo la destrucción de media Europa?

—Si fuera necesario. No es la locura lo que arrastra a los fanáticos, sino la pasión. ¿Estaban locos los kamikazes?

—Es una forma de locura.

—Es una forma de extremismo —le contradijo él.

Oyeron el sonido de unas hélices en la distancia, detrás de ellos, y Sabrina puso la lancha en marcha para enfrentarse al helicóptero que se acercaba. Era un Augusta Bell Jet Ranger de diez metros, con el anagrama de Werner reproducido en cada lado del fuselaje. Kyle pilotaba, y Hendrique iba detrás.

Cuando el helicóptero se encontraba a cincuenta metros se inclinó en picado y Hendrique disparó una ráfaga de su Spectre por la puerta abierta de la cabina. Las balas erraron el blanco. Graham resistió la tentación de disparar contra el tren de aterrizaje cuando el helicóptero sobrevoló la lancha. Sólo le quedaba un cargador y cada bala era preciosa. Sabrina giró el volante con violencia y puso rumbo al refugio del puerto. Kyle describió un amplio arco con el helicóptero, descendió sobre la lancha y efectuó un pasada sobre sus cabezas. Graham soltó la Spectre cuando él y Sabrina se tiraron al suelo, y el arma cayó por la borda. Contaban con dos pistolas contra el arsenal que Hendrique hubiera almacenado en el helicóptero.

Hendrique lanzó la primera granada cuando el helicóptero pasó sobre la proa de la lancha. Sabrina reaccionó con prontitud y desvió a un lado la embarcación.

La granada estalló segundos después, levantando una nube de agua que les mojó de pies a cabeza. Una segunda granada, arrojada desde mayor altitud, estalló a medio metro de la lancha, y Sabrina se vio obligada a utilizar toda su destreza para controlar el volante cuando el casco fue levantado sobre el agua por la ola resultante. Condujo la lancha en zigzag, imposibilitando a Hendrique lanzar una tercera granada con cierto grado de eficacia. Llegaron al refugio provisional del hangar. Era un callejón sin salida. Si se aventuraban al exterior, el helicóptero estaría esperando. Si el helicóptero se ponía a la vista, sus ocupantes serían blancos perfectos.

El helicóptero pasó frente al hangar y Hendrique arrojó una granada por la entrada. La lancha se encontraba demasiado lejos para que la explosión la alcanzara, pero sabían que no pasaría mucho rato antes de que Hendrique empezara a utilizar su Spectre. Las balas disparadas indiscriminadamente hacia los confines del poco protegido hangar podían dar en cualquier parte.

Cuando el helicóptero regresó, Hendrique usó la Spectre y les obligó a buscar refugio de nuevo. Graham fue el primero en incorporarse a inspeccionar los daños menores. Tres balas incrustadas en la proa de la lancha. Tres balas que podían haberles derribado con toda facilidad. ¿Y Sabrina? El nombre cruzó por su mente y su cuerpo pareció oponer cierta resistencia cuando se volvió para mirar detrás de él. Sabrina yacía sobre el suelo de linóleo, a popa.

Kyle se estaba preparando para otra pasada cuando la lancha surgió del hangar. El casco apenas se movía sobre el agua, y Graham se erguía con desánimo tras el volante. Hendrique ordenó a Kyle que hiciera descender el helicóptero.

—Está muerta. ¡Tú la has matado, hijo de puta! —gritó Graham, y luego lo miró con desesperación.

Sabrina abrió un poco los ojos y le hizo un guiño.

—¡Estoy harto de todo esto! —gritó Graham al helicóptero.

—Tira el arma a un lado —le ordenó Hendrique. La mano de Graham se cerró sobre la Beretta encajada en el cinturón.

—¡Hazlo! —siseó Sabrina.

Graham la arrojó al agua.

Un solo turborreactor Allison de cuatrocientos caballos, situado en el techo del fuselaje, junto a las palas, impulsaba el Augusta Bell. Sabrina sólo tendría una oportunidad de alcanzarlo. Era preciso que el fuselaje estuviera en un ángulo preciso para intentar disparar. Tenía que inmovilizar un motor que ni siquiera veía.

El fuselaje se hallaba casi de costado cuando sus dedos se cerraron alrededor de la Beretta. En cualquier momento el blanco se pondría a la vista. Un pensamiento cruzó por su mente. Si fallaba, Graham sería el primero en morir. Por extraño que resultara, ese pensamiento le devolvió la confianza. Todo el fuselaje del lado de Kyle estaba encima de ella. Extendió los brazos y disparó dos veces.

Graham, a quien Sabrina había aconsejado en el hangar que tratara la lancha como si fuera un coche, aceleró en el mismo instante. Sabrina saltó sobre el asiento, se apoderó del timón, redujo la velocidad y dio la vuelta a la lancha para observar el helicóptero. Las palas giraban cada vez con mayor lentitud y Kyle se esforzaba por poner en marcha de nuevo el motor. El helicóptero se desplomó sin vida, se partió en dos al chocar con el agua y trozos de fuselaje salieron despedidos por los aires.

—¿Dónde demonios aprendiste a disparar así? —preguntó Graham, incrédulo.

Ella se encogió de hombros con modestia y dirigió la lancha hacía mar abierto. Ninguno de los dos reparó en una segunda lancha que surgió cautelosamente del hangar. Su ocupante aguardó a que casi se perdieran en el horizonte para seguirles, manteniendo siempre la distancia.

El guardacostas comunicó la posición del Napoli a Sabrina por el pequeño radiotransmisor de la lancha, y veinte minutos después avistaron a lo lejos el carguero de diecisiete mil toneladas. Su oxidado casco necesitaba con urgencia una nueva capa de pintura, y el único indicio de su vinculación al imperio de Werner era la bandera de la compañía que ondeaba junto a la de Liberia, a popa. Al aproximarse divisaron el vago contorno del anagrama de la compañía en la chimenea, recubierto por una capa fresca de pintura blanca.

Un miembro de la tripulación que se hallaba de pie junto a la barandilla señaló la «W» amarilla en la proa de la lancha y al instante fue lanzada una escala por el costado del barco. Graham aseguró la lancha al pie de la escala, y mientras trepaba respiró aliviado al comprobar que el mar seguía en una relativa calma. Varias manos le ayudaron a izarse sobre el puente. Hizo un gesto a Sabrina para que le imitara. Estaba a mitad de la escala cuando un tripulante observador reparó en las suaves curvas que destacaban bajo el traje de buzo. No tardó en propagarse por el puente la noticia de que una mujer estaba a punto de subir a bordo. Cuando por fin pisó el barco fue recibida con una andanada de silbidos e insinuaciones lascivas.

—¿Dónde está el capitán? —preguntó Graham al tripulante más próximo.

El hombre se limitó a señalar el puente de mando.

El capitán, un robusto irlandés llamado Flaherty, les examinó con suspicacia cuando aparecieron en el puente de mando. No dejó de observar la Beretta que Sabrina llevaba en el cinturón.

—¿Quiénes son ustedes y qué desean?

—Se ha producido un cambio de planes. Debe atracar en Dubrovnik —dijo Graham.

—¿Así de sencillo? —replicó Flaherty con sarcasmo—. Debo informarle de que sólo recibo órdenes de una persona: el propio señor Werner.

—Stefan Werner ha muerto —terció Sabrina. Dio un paso hacia Flaherty con las manos extendidas en un gesto de súplica. Es absolutamente necesario que varíe el rumbo y atraque en Dubrovnik.

Flaherty se apartó y escudriñó el mar, buscando con los dedos el botón de emergencia situado bajo la mesa de mapas. Desencadenaba una señal de alarma en el pabellón de oficiales, indicando que había problemas en el puente de mando.

—Mis órdenes son evitar Dubrovnik a toda costa para recuperar el tiempo perdido, y, a menos que el señor Werner me lo comunique, no tengo la menor intención de cambiar el rumbo.

—Werner ha muerto —repitió Sabrina, exasperada.

—Ya lo ha dicho antes, pero no tengo motivos para creerla.

—Estoy harto de tanta palabrería —interrumpió Graham, al tiempo que extraía la Beretta del cinturón de Sabrina antes de que ésta pudiera impedírselo. La sostuvo a escasos centímetros del rostro sin afeitar de Flaherty—. Dé la orden de alterar el rumbo y dirigirnos hacia Dubrovnik.

Flaherty se agitó, nervioso, y maldijo en silencio la aparente lentitud de sus oficiales en reaccionar ante la emergencia.

—Ignoro quiénes son ustedes o a qué organización representan, pero me resulta imposible creer que vayan a secuestrar un barco cargado de cereales que se dirige a África. Si tienen una cuenta pendiente con el señor Werner, ¿por qué la hacen pagar a miles de personas hambrientas cuyas vidas dependen de que este cargamento llegue a tiempo a los campos de refugiados?

—¡Dé la orden, se lo repito! —gritó Graham. El timonel miró a Flaherty.

—¿Qué debo hacer, señor?

—Nada —respondió Flaherty, desafiante.

La puerta que daba al puente de mando se abrió de pronto y entraron dos hombres, armados cada uno con una anticuada metralleta Thompson. Graham interpuso a Flaherty entre él y las armas, hundiendo la Beretta en los pliegues de la sudorosa garganta del capitán.

—¡Mike, espera! —dijo Sabrina, y luego se dirigió a Flaherty—: Haremos un trato con usted.

—No creo que estén en condiciones de hacer tratos.

—Tal vez no, pero usted tampoco. Le diré cuál es el trato: le dejamos en libertad sin hacerle daño si da la orden de echar anclas; después se pone en contacto con las autoridades personalmente y les pide que suban a bordo.

—¿Quiere que llame a las autoridades? —rio Flaherty.

—Le beneficiaría, a menos que tenga algo que ocultar —replicó Sabrina en tono desafiante.

—No tengo nada que ocultar —contestó Flaherty, y dio la orden de parar las máquinas.

Al Napoli le costó otras tres millas detenerse.

—Ahora me pondré en contacto con las autoridades dijo Flaherty, aún asombrado por los términos del trato.

De pronto se escuchó el sonido de unos pies que subían la escalerilla metálica que llevaba al puente de mando, y la puerta se abrió de golpe. Los dos oficiales se volvieron en redondo para enfrentarse al intruso. Milchan apareció en el umbral. Sus ojos relampagueantes contemplaron la escena que se desarrollaba ante él.

—Perfecto, ese hombre trabaja para el señor Werner —dijo Flaherty, mirando a Sabrina de soslayo. Parece que están en desventaja.

Milchan cerró la puerta, se colocó entre los dos oficiales, agarró las cabezas de ambos y las hizo entrechocar. Los dos hombres cayeron al suelo como sacos. Recogió las metralletas y se las tendió a Sabrina como una ofrenda. Ella las aceptó, temiendo algún tipo de estratagema. En cuanto las tuvo en su poder, Milchan se encaró con Graham y le amenazó con el puño. Palmeó su puño cerrado, después la barbilla y alzó el pulgar hacia Graham.

—¿Qué intenta decir?

—Que tienes un buen directo.

Milchan asintió con la cabeza.

—Y ahora ¿qué pasa? —preguntó Flaherty con voz temerosa.

—Usted y yo nos vamos a la sala de radio para ponernos en contacto con las autoridades pertinentes —dijo Graham desde atrás.

—¿Mike? —Sabrina levantó la mano. No tenemos nada contra el capitán.

Graham frunció el entrecejo y le devolvió la Beretta. Flaherty sacó un pañuelo del bolsillo y se secó el sudor de la cara.

—¿Quiénes son ustedes?

—No estamos autorizados a decírselo —replicó Sabina.

Graham indicó la puerta con un gesto.

—Vamos, vamos.

—Como capitán del barco tengo derecho a saber lo que está pasando.

—¿De veras no sabe lo que hay en la caja? —preguntó Sabrina.

—¿La caja? ¿Qué…?, se interrumpió, y de repente pareció asustado.

—¿Se refiere a la que el Sikorsky subió a bordo anoche?

—Según Stefan, ¿qué contenía?

—Piezas de maquinaria —contestó Flaherty, y luego paseó la vista de Sabrina a Graham—. ¡Madre de Dios! ¿Qué contiene? Y no me diga que no está autorizada a responderme.

—Nosotros no dictamos las reglas, capitán —se disculpó la joven—, pero cuanto antes se ponga en contacto con las autoridades, antes podremos sacar la caja.

—Desde luego —Flaherty se santiguó—. Le llevaré a la sala de transmisiones —se detuvo en la puerta y miró a Sabrina—. ¿He de suponer que decían la verdad cuando afirmaron que el señor Werner había muerto?

—Su avión se estrelló hace media hora. Mañana lo leerá todo en los periódicos.

—Era una buena persona —dijo Flaherty, y precedió a Graham por la escalerilla.

Aparecieron cuatro tripulantes y se llevaron a los dos oficiales inconscientes del puente de mando.

—¿Cómo llegó aquí? —preguntó Sabrina a Milchan. Hizo movimientos ondulantes con la mano.

—¿En barca?

Asintió.

—¿Por qué nos ayuda?

Juntó los dedos de ambas manos.

Sabrina comprendió el gesto. Amigo.

—Yo pensaba que Hendrique era su amigo.

Encogió sus cuadrados hombros y frotó el índice contra el pulgar.

—¿Colaboraba con Hendrique por dinero?

Milchan la señaló, cerró el puño (ella pensó que se refería a Graham) y posó su mano sobre la mesa. Después levantó la otra mano y dio un tirón en el aire, representando el cable que había sido arrancado del portalámparas. Hizo el gesto de «amigos» otra vez con las manos.

Sabrina decidió no contarle nada del helicóptero. Probablemente, era la persona más cercana a Hendrique.

Graham y Flaherty volvieron.

—¿Cuánto tardará en llegar el jefe? —preguntó ella.

—Cinco o diez minutos —contestó Graham.

—¿Cinco o diez minutos? Pensaba que todavía estaba en Prato.

—Yo también, pero según parece llegó a Dubrovnik hace media hora.

—No sabía que la caja iba de contrabando —interrumpió Flaherty—. Lo juro por Dios, créanme.

—¿No le hizo sospechar la forma en que Werner manejaba la situación? ¿No le pareció extraño que mostrara un interés tan obsesivo por esa caja?

—Bien, como le dije a su superior…

—¡Compañero! —le corrigió Sabrina, indignada—. ¿Cuántas veces he de decirlo? Somos compañeros.

—Compañero, perdón. Bien, el señor Werner me dijo que la caja contenía piezas de maquinaria para un laboratorio de Libia, y que a causa de los sentimientos anti Gadaffi de los últimos tiempos prefería ocultar que su compañía mantenía relaciones comerciales con el gobierno de aquel país. Pensaba que sus adversarios podrían utilizar este argumento para perjudicarle. Me aseguró que todo era correcto. ¿Quién era yo para discutir? Como dije antes, siempre consideré al señor Werner un hombre bueno y justo.

Un marinero apareció en la puerta.

—Se acerca un helicóptero por el sur, señor.

—¿Se ha despejado una zona del puente para que se pose? —preguntó Flaherty.

—Sí, señor.

—Supongo que querrán bajar a recibirle —dijo Flaherty a Graham.

—Sí —contestó Graham sin mucho entusiasmo.

—No le pasará nada mientras siga colaborando —advirtió Sabrina al percibir la mirada abatida de Flaherty.

—Pueden contar con mi colaboración.

Milchan, sentado sobre una caja de madera en un rincón del puente de mando, levantó la cabeza y sonrió con tristeza.

—Hablaremos bien de usted, se lo prometo —dijo Sabrina, sonriendo a su vez.

Milchan se encogió de hombros, como si se hubiera resignado a la inevitabilidad de una larga condena.

Philpott fue el primero en bajar del helicóptero después de que aterrizara a popa. Graham indicó al piloto que no apagara el motor. Después él, Philpott y Sabrina se retiraron a la barandilla de popa del barco. Philpott escuchó en silencio mientras le relataban los últimos acontecimientos.

—¿Están seguros de que el capitán no está mezclado?

—Sí, señor —replicó Sabrina.

—¿Mike?

—Me parece que no, señor —Graham le echó un vistazo al puente—. ¿Cuántos hombres han venido con usted?

—Cinco.

—Suficientes —murmuró Graham.

—Suficientes, ¿para qué? —inquirió Philpott con suspicacia.

—Para mantener el orden aquí. Sabrina y yo queremos volver al almacén y examinar con más detenimiento aquellos AK47.

—¿Están seguros de que Milchan no causará problemas? Los cinco hombres que me han acompañado son simples técnicos, incapaces de salir bien librados de una pelea.

—No causará problemas, señor —aseguró Sabrina.

—Bien, les veré cuando el buque atraque.

Ambos se dirigieron hacia el helicóptero.

—¡Mike, Sabrina! —les gritó Philpott.

Se dieron la vuelta con las cabezas agachadas.

—Buen trabajo.

Le saludaron con la mano, treparon a la cabina del helicóptero y Graham cerró la puerta.

El helicóptero aterrizó en el muelle ocho y esperó lo bastante para que saltaran al suelo, antes de despegar de nuevo y efectuar un cerrado giro a la izquierda para regresar al Napoli.

Entraron en el almacén.

—Yo me encargo de esta sección, y tú de la más cercana al despacho —dijo Graham.

—¿Cómo abrimos las cajas?

—Vi una palanca junto a la puerta cuando entramos. Seguro que encuentras algo por ahí.

Sabrina decidió ir primero al despacho; parecía el lugar más lógico para guardar herramientas. Se inmovilizó al llegar a la puerta y sacó la Beretta poco a poco del cinturón. El tablero ya no estaba sobre la mesa. En su sitio había una taza de café, todavía humeante. Graham se hallaba en algún lugar del almacén, desarmado y confiado.

Le vio cuando se apartó de la mesa. Aguardaba de pie en el ángulo de las dos secciones del almacén en forma de L. Hendrique sujetaba a Graham por detrás y apoyaba el cañón de la pistola bajo su barbilla. Al acercarse, Sabrina reparó en la profunda herida que recorría el lado derecho de la cara de Hendrique, desde el puente de la nariz hasta el borde inferior de la mejilla.

—Ni un paso más —dijo Hendrique cuando Sabrina se encontraba a unos cinco metros de él.

Ella se detuvo.

—Debo felicitarla por su excelente puntería, señorita Carver. Kyle no contó con la menor posibilidad, pero yo, como ve, guardaré un buen recuerdo hasta el fin de mis días.

—Todo ha terminado ya, Hendrique. Werner ha muerto y el plutonio ha sido recuperado. Incluso Milchan se ha vuelto contra usted.

—¿Milchan? —el tono de Hendrique revelaba desdén—. Me alegro por usted, aunque no sé de qué le servirá. Nunca supo lo que había en aquellos barriles…; de otra forma no hubiera podido convencerle de que me los cuidara desde Lausana a Trieste. Con la cantidad de radiación a la que ha estado expuesto en los últimos días, no creo que dure más de un mes.

—¿Le hizo montar en aquel vagón sabiendo que le mataría?

—Alguien tenía que encargarse de la vigilancia —replicó Hendrique con indiferencia—. En cuanto al plutonio, no me interesaba en absoluto, pero el KGB tenía otras ideas y me chantajeó un poco para persuadirme de transportarlo hasta su destino.

¿Y esos AK47?

—He utilizado Transportes Werner desde hace tres…, no, cuatro años, para traficar con armas por todo el mundo. Werner no sabía nada. Fue pura coincidencia que termináramos trabajando juntos. Tenía grandes esperanzas de hacer negocios con parte de este cargamento —se encogió de hombros. Lástima. Al menos, salvaré el pellejo.

—Usted no irá a ningún sitio; esta vez se acabó —concluyó Sabrina, apuntando la Beretta a la cabeza de Hendrique.

La pistola está cargada, aunque ignoro si el agua ha inutilizado las balas. Tampoco creo que usted me vaya a disparar. La vida de Graham no se halla en peligro. Le dejaré en libertad desarmado tan pronto como haya puesto la suficiente distancia entre las autoridades y yo.

—¡Dispara! —gritó Graham en cuanto Hendrique dio un paso atrás.

Vaciló, al igual que en el tren. Acudió a su mente la fotografía de Carrie y Mikey. Carrie, con sus deslumbrantes ojos pardos, y Mikey, con su rostro descarado y travieso. Víctimas inocentes de la justicia. Después recordó las palabras de Graham después de permitir que Hendrique ganara la partida del tablero electrónico en el tren: «… Siempre gana el que tiene mayor fuerza de voluntad. La intimidación conduce inevitablemente a la derrota».

Sabrina disparó.

La bala alcanzó a Hendrique sobre el ojo derecho. Graham apartó de un manotazo el cañón de la pistola. Hendrique se desplomó sobre una fila de cajas y resbaló hasta el suelo, con la sorpresa todavía reflejada en sus ojos sin vida.

Graham arrancó la pistola de la mano de Hendrique, apuntó a la pared y apretó el gatillo. El proyectil produjo en la pared una grieta irregular, lanzando al aire yeso y argamasa.

El rostro de Sabrina palideció.

Graham arrojó la pistola sobre el cadáver de Hendrique.

—A veces pierdes, a veces ganas.

Sabrina pensó por un momento que Graham le iba a rodear los hombros con el brazo, pero se limitó a palmearle la espalda.

—Eres estupenda, compañera.

Contempló cómo salía al muelle y sonrió para sí. Lo más parecido a un elogio, pero no estaba mal para empezar.