Capítulo 6

La perspectiva de cenar a la luz de las velas con una enfermera inglesa de paso por la ciudad, hacía que Dieter Teufel se pasara todo el día consultando la hora. A falta de veinte minutos para que finalizara su turno, ya había decidido qué ropa se pondría para aquella ocasión tan especial: un traje de lino azul de Roser Marcé y una camisa color crema de Christian Dior. Con su escaso salario nunca habría podido comprarse unas prendas tan caras, pero con el dinero recibido para ahuyentar al norteamericano y a su bella ayudante o compañera, se había permitido el lujo por una vez en su vida. Se limitó a seguir instrucciones. No tenía ni idea de lo que se estaba tramando, pero ¿de qué iba a quejarse cuando le habían pagado con tanta generosidad? Y, a tenor de las palabras del hombre de pelo negro, aún habría más…

Contempló el tren de pasajeros que llegaba desde Interlaken. Iba lleno del tipo de viajeros que prefería, los yuppies con sus costosos equipos para esquiar, intercambiando falsas bravatas y vociferando, más que saludando a los parientes que les aguardaban en el andén. Adelantó a un grupo de parientes (el que la gente se emperrara en saludar con la mano cuando el tren todavía estaba lejos constituía un misterio para él), y dirigió una mirada asesina a una adolescente que le había dado un codazo accidental pero doloroso en la espalda. La muchacha le sonrió como disculpándose, y después siguió agitando la mano como una posesa, hacia el tren que se acercaba.

La máquina estaba a menos de cinco metros cuando sintió que una mano le empujaba con fuerza por detrás. Se tambaleó y luego cayó en la vía, y su alarido quedó interrumpido con brusquedad cuando desapareció bajo las rechinantes ruedas.

Karen Schendel entró en el vestíbulo del Hilton a las ocho en punto. Whitlock, que llevaba diez minutos controlando la entrada desde una cómoda butaca, se levantó y estrechó su mano extendida.

—Gracias por venir —dijo ella con una sonrisa—. Pensé que me habría clasificado como una chiflada después de mi numerito de esta mañana.

—Exagera, pero admito que consiguió asombrarme e intrigarme al mismo tiempo. Debo decirle que esta noche la encuentro encantadora.

Llevaba un vestido de seda azul turquesa, y el pelo negro recién lavado se desparramaba sobre sus estrechos hombros.

—Gracias —dijo jugueteando con sus perlas.

—Bien, ¿entramos o tomamos una copa primero?

—Entremos en el restaurante; hablaremos con más intimidad.

El jefe de comedor se inclinó ante ella.

—Ah, Buten Abend, Früulein Schendel.

—Guten Abend, Franz. Creo que el señor Whitlock reservó una mesa para los dos.

—Por favor, siga hablando en alemán. Yo también lo hablo, sólo que necesito un poco de práctica para ponerme a su nivel.

—Su alemán era perfecto cuando hablamos antes, señor Whitlock —observó Franz.

—Ojalá. Practiqué bastantes veces en el coche antes de venir replicó Whitlock con una sonrisa.

—¿Talentos ocultos? —rio Karen.

—Es mejor ocultar algunos talentos replicó Whitlock mientras seguían a Franz hasta una mesa para dos situada en un rincón del restaurante.

—¿Viene a menudo? —preguntó Whitlock después de que les tomaran nota.

—Cuando paga la compañía. No soy muy aficionada a comer fuera. Ya sé que le costará creerlo, pero soy la clase de persona a la que le encanta quedarse en casa en tejanos y jersey y comer espaguetis a la boloñesa. Creo que nunca he superado el estado adolescente.

—¿Dónde aprendió el inglés?

—En Inglaterra. Después de graduarme en la Universidad de Maguncia, fui a trabajar durante tres años como ayudante de laboratorio, primero en Dounreay y luego en Calder Hall. Sólo me interesé por las relaciones públicas cuando volví a Alemania.

—¿Cuánto tiempo lleva trabajando en relaciones públicas?

—Cinco años, los dos últimos aquí, en Maguncia. También me ocupo de contratar al personal no cualificado de la planta: guardias, conductores, mujeres de la limpieza, todo eso…

Presentaron el vino para que Whitlock lo aprobara, y asintió con la cabeza.

Karen observó cómo el camarero abría la botella sobre el aparador.

—¿Desde cuándo trabaja en el New York Times?

—Unos cuatro años.

—Entonces es probable que conozca a un amigo mío, John Marsh.

—No estoy seguro, pero recuerde que estoy aquí en calidad de periodista independiente. Nunca he formado parte de la plantilla fija.

—Claro, en su carta de presentación decía que era escritor independiente. Así que, como dicen ustedes los periodistas, es un «ensartador».

—Exacto replicó Whitlock, devolviéndole la sonrisa.

El camarero regresó con la botella abierta y escanció un poco para que Whitlock lo degustase. Al recibir el acostumbrado asentimiento llenó ambas copas y dejó la botella en el cubo con hielo que había al lado de la mesa.

—Realmente, usted no es periodista, ¿verdad?, dijo ella con voz serena.

Whitlock se sintió acorralado. Su estómago se revolvió, pero sabía que sólo podría eludirla si mantenía la calma y respondía con las palabras adecuadas.

—Es usted una persona fascinante. Esta mañana me deslizó una nota misteriosa pidiéndome que la invitara a salir, y ahora afirma que no soy periodista pese a que mis credenciales fueron comprobadas de arriba abajo por el director de la planta antes de permitirme el acceso. Siento como si me estuviera desintegrando ante mis propios ojos. Es posible que al terminar la noche no sepa ni quién soy ni lo que hago.

—¿Trabaja para el KGB, por casualidad?

Ella ignoró su suave sarcasmo.

—Si usted trabajara para el Times conocería a John. Escribe una columna diaria de espectáculos. Es la extroversión en persona, conoce a todo el mundo y todo el mundo le conoce —reparó en la duda que aleteaba en los ojos de Whitlock. Cuando supe que usted venía hice algunas discretas investigaciones en el periódico. John nunca ha oído hablar de usted.

Se interrumpió cuando el camarero llegó con los platos, y reemprendió la conversación cuando se alejó.

—Quizá piense que me lo estoy inventando. Podemos telefonear a John si quiere: estará dándole los últimos toques a su columna para la edición de la mañana. Hable con él a solas.

Whitlock bajó la vista hacia su plato. De repente, había perdido el apetito.

—Por otra parte, si fuera periodista sabría lo que es un «ensartador», pero no lo sabía. Un «ensartador» no es un periodista independiente normal, sino un corresponsal alejado de las oficinas principales, cuyos contactos locales le proporcionan informaciones de primera mano que un reportero enviado desde la sede central no conseguiría.

—¿Cómo ha llegado a saber tanto de periodismo?

—Solía citarme con John cuando estaba destinado en Berlín. Se suponía que era el corresponsal en el extranjero del periódico, pero en lugar de escribir los reportajes de rigor, como los demás periodistas, se obsesionó en perseguir a supuestos espías, y pasaba casi todo el tiempo viajando de la Alemania del Este a la del Oeste con la esperanza de lograr la primicia de su vida.

—¿Y lo consiguió?

Ella se llevó la mano a los labios para no reírse con la boca llena.

—Lo siento —dijo después de tragar—. Escribió un reportaje, con fotografías para reforzarlo, sobre un general norteamericano que al parecer entregaba documentos comprometedores a una bella agente del KGB en el puente Kennedy de Hamburgo. La agente del KGB resultó ser una prostituta del Reeperbahn, y los documentos, un par de cientos de marcos por los servicios prestados. Le obligaron a volver a Nueva York y le dieron la columna para impedir que cometiera más tropiezos.

Whitlock sonrió con cortesía, repasando todavía en su mente cómo la joven había descubierto su disfraz, pieza a pieza, hasta que no quedó nada debajo. Nunca había ocurrido algo semejante en la UNACO. Se sentía humillado. Vencido y puesto fuera de juego por una cara bonita… o por lo que había debajo. Mientras la observaba comer, supo lo que debería hacer si se proponía desenmascararle públicamente. Su mano rozó la Browning Mk2 enfundada…

—Lo que más me intriga es cómo consiguió convencer al director del New York Times para que accediera a colaborar en esta patraña.

Whitlock podría haber respondido con una sola palabra: Philpott. Tenía la sospecha de que la misión exclusiva de algunos miembros del equipo de Philpott consistía en desenterrar las indiscreciones personales de aquellas personas que podían ser útiles para la UNACO, y chantajearlas para obtener lo que se precisaba. Era una simple teoría, pero siempre le había asombrado, a él y a los demás agentes, cómo Philpott podía fabricar coartadas tan sólidas en tan poco tiempo. Sólidas hasta ahora…

—¿No está a su gusto el Sauerbraten, señor? —Preguntó Franz a Whitlock—. Apenas lo ha probado.

—Al contrario, felicite al chef de mi parte. Creo que tengo un poco de indigestión —miró a Karen—. Acidez, quizá.

—¿Quiere otra cosa, señor?

—No, gracias; llévese el plato.

—¿Tomarán algo más los señores? —preguntó Franz mientras quitaba el plato de mala gana.

—Café y coñac —dijo Karen al instante.

—¿Para dos? —preguntó Franz.

Whitlock asintió.

Karen esperó hasta que estuvieron solos. Apoyó los codos en la mesa y enlazó las manos bajo la barbilla.

—Comprendo cómo debe sentirse, pero quería asegurarme de que no se trataba de otro periodista en busca de un reportaje.

—Espero que esté satisfecha.

—Estoy satisfecha de que no sea periodista. No sé para quién trabaja en realidad, pero ha de ser una organización muy influyente para tener al director del New York Times contra las cuerdas.

Después de que les sirvieran el café y el coñac hundió la mano en el bolso y sacó una hoja de papel doblada que le tendió.

—¿Qué es esto?

—Mírelo.

Desdobló el papel. Era el dibujo a escala de un micrófono en miniatura, perfectamente reproducido, no más grande que un terrón de azúcar.

—Un micrófono. ¿Qué tiene que ver conmigo?

—Este micrófono está colocado bajo mi escritorio. Lo descubrí por casualidad hace un par de meses. Por eso le di la nota esta mañana. Quería hablar con usted en privado —se pasó las manos por la cara, y cuando las bajó descubrió sus ojos anegados en llanto—. Eres mi última esperanza, C. W.

Él le ofreció el pañuelo que llevaba en la chaqueta y la examinó con toda atención mientras se secaba los ojos. Se había desvanecido la mujer confiada y segura para dar paso a una niña insegura y asustada. O era sincera, o una estupenda actriz. Decidió dejar las posibilidades abiertas.

—Lo siento —dijo ella, aferrando el pañuelo con las dos manos—. Me siento tan indefensa…

—¿Quieres que hablemos de ello?

Karen sostuvo la taza de café entre las palmas de las manos y le miró a los ojos.

—¿Conoces la palabra «diversión»?

Whitlock se inclinó hacia delante.

—¿MNE?

—Existe una diferencia. Diversión es un eufemismo de robo. «Materiales No Encontrados» es el término específico usado para cualquier tipo de discrepancia entre la lista del inventario y el auténtico inventario.

—¿Qué intentas decirme?

—Que ha desaparecido material nuclear sin que se vea reflejado en el inventario.

—¿Has informado de ello?

Ella se reclinó en la silla.

—No puedo denunciar sospechas, y es cuanto tenemos por ahora.

—¿Por qué me cuentas esto a mí? ¿Por qué crees que puedes confiar en mí?

—Necesito ayuda del exterior. Eres mi única oportunidad. No puedo confiar en nadie de la planta. Cualquiera podría estar involucrado en la diversión. Y, de todos modos, ya han atentado una vez contra mi vida.

—¿Saben que sospechas?

El camarero volvió con el café recién hecho y llenó de nuevo sus tazas.

Karen añadió un poco de leche al café y lo removió.

—Guardo un diario en el escritorio, en el que anoto todos mis pensamientos y sospechas. Me lo robaron una noche. Dos días más tarde, alguien manipuló los frenos de mi coche.

—¿Informaste de ello?

—Naturalmente, pero el director de la planta estaba convencido de que habría sido obra de los Amigos de la Tierra. Nunca he comulgado con esta teoría. Nuestros puntos de vista son diferentes, pero no se dedican al sabotaje. El trabajo se hizo desde dentro —bebió un poco de café—. También entraron en mi casa mientras trabajaba. No se llevaron nada; se limitaron a cambiar de sitio los muebles del salón. Supongo que es su forma de decir que pueden matarme cuando quieran. Estoy asustada, C. W., muy asustada.

A Whitlock le desconcertaba su comportamiento caprichoso. Se sentía como un boxeador que, tras haber sido machacado sin piedad, contempla a su oponente tirar la toalla. Nunca sucedía en el boxeo. Repasó sus opciones. ¿Estaba actuando? ¿Formaba parte, de hecho, de la banda que había robado el plutonio? ¿Era el cebo que le haría caer en la trampa? ¿O, por otra parte, era sincera? ¿Se aferraba a él como su única esperanza de salvación? ¿Estaba su vida en peligro? Todas estas preguntas le desorientaban y preocupaban, aunque al mismo tiempo sabía que ella era la clave para ayudarle a descubrir la diversión en la planta.

Tenía que pegarse a ella, dejando de lado las lealtades que profesara.

—No me crees, ¿verdad?

—Estás dictándome lo que debo decir —respondió, a la defensiva.

—Y tú estás evadiendo la pregunta.

Whitlock se secó la boca con la servilleta.

—No dejo de creerte.

—La clásica respuesta. Llegas a la planta disfrazado de periodista, pero en realidad cumples una misión secreta para alguna poderosa organización, quizá para el Gobierno. No puedo creer que te metieras en este embrollo para revisar las cañerías. Los dos sabemos por qué estás aquí. Pensé que te ayudaría contándote lo que me ha ocurrido. Quiero ayudarte, C. W., ¿no lo comprendes? —Se inclinó hacia delante y le agarró por las muñecas—. Si el plutonio cae en malas manos los resultados pueden ser catastróficos. De paso, le proporcionaría a los grupos antinucleares una buena propaganda contra nosotros —dibujó una sonrisa de disculpa y le soltó las manos—. Creo apasionadamente en el futuro de esta industria, pero no tendremos la menor oportunidad si unos pocos la utilizan para sus propósitos demenciales.

—¿Puedes confeccionar una lista con los empleados que consideras mezclados en la diversión?

—Es lo primero que haré mañana.

—Tengo la intención de escribir el reportaje que vine a buscar.

—Claro, has de mantener incólume tu disfraz.

—Como ya te dije al principio, soy un escritor independiente. El artículo aparecerá en el New York Times dos días después de que regrese a Nueva York. Quizá tu amigo te envíe un ejemplar.

Pidió la cuenta.

Cuando Franz la trajo, Karen se la arrebató diestramente de la bandeja y levantó una mano para acallar las protestas de Whitlock.

Es lo menos que puedo hacer. De todas formas, paga la compañía.

Deslizó su mano por el brazo de Whitlock cuando salieron al vestíbulo y caminaron en silencio hacia el ascensor que les bajaría al aparcamiento subterráneo.

Apreciaron de inmediato el cambio de temperatura cuando las puertas del ascensor se abrieron. Karen se abrigó con el chal cuando el frío aire de la noche remolineó a su alrededor.

—¿Dónde aparcaste?

—En la esquina, no encontré otro sitio —replicó ella—. Hay mucha gente esta noche. Quizá se celebre una conferencia.

No advirtieron el Mercedes negro que se deslizaba en silencio tras ellos. El pie del conductor pisó el acelerador. Fue cobrando velocidad poco a poco, y cuando estaba a veinte metros de distancia, el conductor hundió el pie en el acelerador. Whitlock apartó a Karen de un empujón y se vio obligado a saltar sobre el capó del BMW cuando el Mercedes pasó a su lado casi rozándole. El conductor giró el volante cuando el Mercedes llegó al final de la fila de coches aparcados y patinó de costado. El extremo izquierdo del parachoques trasero arrancó chispas de la pared. El conductor cambió la marcha y subió a toda velocidad por la rampa, atravesó la puerta y desapareció en la calle.

Whitlock corrió hacia Karen, acuclillada contra una columna, con la cabeza enterrada entre los brazos. Se agachó a su lado y apoyó sus manos sobre el hombro de la joven. Ella le rodeó el cuello con los brazos y apretó el rostro contra su pecho. Whitlock presintió que había alguien detrás de él, y ya iba a empuñar la Beretta cuando vio el uniforme. Dejó caer la mano.

—¿Se encuentran bien? —preguntó con inquietud el encargado de la puerta.

—Estamos bien, gracias.

El hombre se alejó para llamar a sus superiores que, a su vez, llamaron a la policía.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Whitlock mientras la ayudaba a ponerse en pie.

—Muy bien —replicó ella con voz temblorosa ¿Y tú?

—Sobreviviré —dijo Whitlock con una sonrisa sombría—. ¿Habías visto alguna vez ese coche?

—Nunca. ¿Conseguiste distinguir al conductor?

—No, todo fue muy rápido —mintió.

No es que hubiera visto mucho: el rostro de un hombre blanco, parcialmente oculto por un sombrero. Poca cosa para empezar, pero estaba decidido a reservarse la información.

—¿Y la matrícula?

—Tapada con cinta adhesiva. No tiene sentido que sigamos dando vueltas por aquí. Sólo nos faltaría que la policía se metiera por medio.

—Te prepararé un poco de café en casa —dijo ella, sacando las llaves del coche del bolso.

—Muchas gracias, pero quiero volver a mi hotel y darme un buen baño caliente. Cada vez hace más frío. Además, has de preparar esa lista. No creo que el coche vuelva por esta noche.

Ella le dio un beso fugaz en la mejilla.

—Te debo una.

—No me debes nada. Anda, vete. Nos veremos por la mañana.

Mientras caminaba hacia el coche ya preparaba mentalmente el informe para Philpott. Máxima prioridad para la investigación de Karen Schendel. Cuando salió del aparcamiento subterráneo, el conductor del Mercedes negro, oculto en las sombras de la acera opuesta, puso en marcha el vehículo y siguió al Golf a prudente distancia.