Estrasburgo, la capital de la provincia francesa de Alsacia, está situada cerca de la frontera con Alemania, en una isla formada por dos brazos del río Ill. Es una pintoresca ciudad de calles peatonales adoquinadas y casas con entramado de madera, dominada por la torre de la catedral, de estilo gótico, construida con piedra arenisca roja de los Vosgos y con una altura superior a los cien metros. La catedral, que puede verse desde los picos más lejanos de la región, representa para los alsacianos un orgulloso símbolo de su herencia.
Mientras Sabrina esperaba de píe fuera del hotel, en la Place de la Gare, y contemplaba la aguja de la catedral, siluetada contra el oscuro y sombrío cielo, dejó que sus pensamientos repasaran las horas que habían transcurrido desde que despegaran del aeropuerto John Fitzgerald Kennedy de Nueva York. El vuelo a París se había caracterizado por frecuentes turbulencias, y ninguno, de los dos consiguió conciliar el sueño durante períodos prolongados. Antes de desembarcar, se recordó a los pasajeros que debían adelantar los relojes seis horas para ajustarse a la del continente, lo que añadió desorientación a la fatiga. Una avioneta Piper Chieftain, perteneciente a la UNACO, les esperaba en el aeropuerto de Orly para trasladarles a Estrasburgo. Aunque agotados, opusieron dura resistencia al sueño, pero después de inscribirse en el hotel, el Vendóme (elegido por su proximidad a la estación), ambos tomaron una ducha larga y refrescante antes de encontrarse para desayunar en el comedor.
La aparición de Graham interrumpió sus meditaciones, y cubrieron a pie la escasa distancia que les separaba de la estación. Sabrina se acercó al mostrador de información para preguntar dónde estaba la oficina del jefe de estación. Nunca había aprendido a hablar alsaciano, un dialecto muy cercano al alemán antiguo, de modo que empleó su alemán impecable. El empleado llegó a preguntarle de qué ciudad alemana procedía. Ella respondió Berlín, pues la conocía muy bien desde hacía años.
La oficina del jefe de estación ocupaba un emplazamiento ideal, sobre la sala de espera. Llamó con los nudillos a la puerta.
—¡Herein! —ordenó una voz desde el interior de la oficina.
Sabrina abrió la puerta. Era una habitación espaciosa con tapices de pared a pared, un escritorio de teca y tres butacas de símil cuero apoyadas contra la pared a la derecha de la puerta. Las estanterías que había a cada lado de la ventana, detrás del escritorio, estaban atestadas de carpetas, directorios y horarios.
—Entschuldigen Sie, Herr Brummer? —dijo, dirigiéndose al hombre de pelo plateado que se hallaba de pie junto a la ventana.
El hombre se volvió hacia ella.
—Ja. Kann ich Ihnen helfen?
Graham levantó la mano antes de que ella pudiera responder.
—Sprechen Sie Englisch?
Brummer asintió.
—Claro. ¿En qué puedo ayudarles?
—Soy Mike Graham. Ésta es Sabrina Carver.
—Ah, sí, me hablaron de ustedes. Tengo aquí las facturas que desean —indicó las cinco abultadas carpetas que destacaban sobre el escritorio. Todas las transacciones de mercancías cargadas y descargadas en Estrasburgo durante los últimos diez días.
Graham echó un vistazo, con desánimo, a la montaña de carpetas.
—Deben de realizarse muchas operaciones en esta ciudad.
—Así es, señor Graham. Debido a su posición estratégica, Estrasburgo se ha convertido en el centro ferroviario de Europa. También tenemos un complejo portuario en continua expansión, con el resultado de que la mitad aproximada de la mano de obra depende de la industria del transporte para su subsistencia. Como puede ver, es prioritario para nosotros conseguir un constante movimiento, a fin de obtener los máximos beneficios.
Sabrina abrió la carpeta de encima y examinó las primeras facturas.
—¿Todas están en francés?
—Sí, con objeto de facilitar su tarea a los inspectores que vienen de París para efectuar las auditorías semestrales. Ninguno habla alsaciano.
—Algo que debemos agradecer a los inspectores de París. ¿Cómo están las facturas de las mercancías cargadas y descargadas? ¿Juntas o por separado?
—Separadas, pero por días; así se localizan antes. Todas las facturas incluyen asimismo el destino final del envío. Por los seguros, ya sabe.
—Gracias por su ayuda —dijo Sabrina con una breve sonrisa.
—Si me necesitan para algo, no duden en pedírmelo.
—Café —dijo Graham, con cierta brusquedad.
—Enseguida se lo traigo.
—Y algo de intimidad para poder trabajar —añadió Graham.
—Si me necesitan, llámenme por teléfono. Extensión siete.
Sabrina esperó a que Brummer saliera para seleccionar un bolígrafo del escritorio y escribir en un trozo de papel. Se lo tendió a Graham.
—¿Qué es esto? —preguntó él con suspicacia.
—Tonnelets biére el tonneaux á biére… Significa barrilitos de cerveza y barriles de cerveza. —No hablas francés, ¿verdad?
El escrutinio meticuloso de cada factura resultó tedioso y una pérdida de tiempo, sobre todo para Graham, que padecía el inconveniente de no entender nada de lo que leía. Se resignó por fin a memorizar las palabras traducidas, confiando en descubrirlas en alguna de las facturas. Puras ilusiones.
Lograron mantener el cansancio a raya a base de cafés cada hora, y cuando inesperadamente llegó la comida, recién dadas las doce —cortesía de Brummer—, agradecieron de todo corazón el alimento y el descanso. La comida consistía en garbure, una sopa espesa de verduras, seguida por ternera la forestiére y potauchocolat de postre. Aunque tentada momentáneamente por el sabroso postre de chocolate, la fuerza de voluntad de Sabrina venció y se lo cedió a Graham. Acabada la comida, volvieron a concentrarse de mala gana en las carpetas.
Eran las tres y veinte cuando Sabrina cerró la última de sus tres carpetas. Se puso en pie, se desperezó, se acercó a la ventana y contempló la concurrida sala de espera.
—¿Te falta mucho para acabar?
Graham tomó las restantes facturas entre el pulgar y el índice con la intención de calcular su número.
—Alrededor de cincuenta.
—Dámelas; iré más deprisa. Ve a buscar el equipo en la consigna de abajo.
Un agente de la UNACO había depositado sus armas en la consigna la noche anterior. Había dejado la llave en el hotel para cuando llegaran. Era un procedimiento común en la UNACO.
—¿A qué vienen tantas prisas? —Graham entornó los ojos—.
—Has encontrado algo, ¿verdad?
—Quizá sí —se encogió de hombros—. Dame la carpeta.
—Se supone que trabajamos juntos.
Ella se frotó los ojos, cansada.
—Tengo mis motivos. Debíamos investigar todas esas facturas, independientemente de lo que descubriéramos. Si te lo hubiera dicho, te habría dado una falsa sensación de complacencia. Fuiste tú, al fin y al cabo, quien insistió durante el desayuno en los peligros de la falta de concentración.
—Tu confianza en mí me enternece.
—Lo mismo digo, Mike —replicó Sabrina, sin bajar la mirada.
Graham se tragó la ira y salió de la oficina. La estación estaba atestada, y luchó para controlar sus nervios mientras los pasajeros que se precipitaban a los andenes cuando anunciaban los trenes por los altavoces le empujaban y le propinaban codazos. Al llegar a la consigna encontró la zona ocupada por una multitud de estudiantes, con las mochilas y las bolsas de viaje tiradas sobre el suelo sin barrer. Sacó un sobre del bolsillo del anorak, lo abrió con un dedo y dejó caer la llave en la palma de su mano. Abrió el armario correspondiente y sacó la bolsa azul de Adidas, pero al volverse se topó con una atractiva adolescente que llevaba unos tejanos zarrapastrosos y una holgada camiseta floreada. Por su mirada vidriosa adivinó que estaba drogada. La chica le ofreció el cigarrillo de marihuana a medio consumir, pero él se lo arrebató de los dedos con rabia antes de dirigirse hacia la multitud. Fue entonces cuando vio aproximarse al gendarme. Pensó por un momento que el gendarme había presenciado el incidente y aferró la bolsa con más fuerza. Tendría que explicar muchas cosas si le pedía que la abriera. El gendarme se detuvo ante los equipajes diseminados y golpeó con el pie la mochila más próxima. Ordenó a los estudiantes que amontonaran sus pertenencias junto a la pared. Mientras los estudiantes pasaban a recoger su equipaje, el gendarme les examinaba con atención y pedía al azar pasaportes y billetes de tren. Graham observó temor en los ojos de la chica, acuclillada contra la pared, mirando nerviosa a su alrededor.
Se dirigió hacia ella y la obligó a levantarse.
—¿Hablas mi idioma? —le preguntó con aspereza.
La chica asintió.
—Ponte esto —dijo, mientras deslizaba en su mano las gafas de sol.
La muchacha miró al gendarme.
—No vas a…
—¡Póntelas! —la interrumpió, irritado—. ¿Dónde tienes el equipaje?
—La mochila de color naranja.
Graham se colgó la mochila a la espalda y notó que el gendarme le miraba.
—Es mi hija. ¿Algún problema?
Nunca supo si el gendarme llegó a entenderle, pero el alivio le invadió cuando, con un movimiento de la mano, les indicó que siguieran.
—¿Quién eres? —preguntó la adolescente en cuanto se mezclaron entre el gentío.
—No tiene importancia. ¿Cuántos años tienes? Ella bajó la cabeza.
—Dieciocho.
—¿Estudiante?
—Princeton.
—Eres joven, bonita y obviamente inteligente; así pues, ¿por qué demonios intentas echarte a perder? Basta que te detengan y te condenen para que te fichen. Cargarás con ese estigma el resto de tus días. No vale la pena.
—Tú también has tomado drogas —dijo ella con suavidad.
Él le apretó la mano.
—Ahora estás a salvo. Devuélveme las gafas de sol. Ella se las quitó y se las entregó.
—Gracias; estamos en deuda.
—Sólo contigo.
Introdujo las gafas de sol en el bolsillo de la camisa y desapareció entre la masa apretujada de viajeros vespertinos.
Sabrina levantó la vista cuando regresó.
—Has tardado mucho.
—Menudo follón hay ahí afuera —sonrió él. Señaló la carpeta que tenía sobre el regazo—. ¿Encontraste algo?
—Sólo esa anotación.
Graham puso la bolsa sobre la mesa y se colocó detrás de la butaca para mirar sobre su hombro la anotación que le indicaba con la uña.
—Hay un nueve escrito en el margen.
—No te olvides de que el vagabundo estaba muy sedado cuando habló con la autoridades. Aunque contara seis barriles, ¿quién dice que no había más en otra parte del vagón?
—¿De dónde partieron?
—De Munich. Los descargaron hace cinco días. Una dirección local.
—Concuerda con el día en el que el vagabundo saltó al tren. Podría ser una pista inútil.
—Podría, pero es el único dato que poseemos.
Graham abrió la bolsa, sacó un par de pistoleras y las tiró sobre la mesa antes de rebuscar de nuevo en la bolsa y extraer dos pistolas cuidadosamente envueltas en tela verde. Eran dos Berettas 92, el arma oficial del ejército de los Estados Unidos. La Beretta 92 siempre fue la favorita de Sabrina, pero Graham aún suspiraba por el Colt 45 que había empezado a utilizar en Vietnam. Sólo lo cambió por la Beretta cuando se unió a la UNACO. Se permitía a todos los agentes usar sus propias pistolas y, a pesar de que al principio continuó con el Colt 45, encontró un motivo para cambiarlo por la Beretta: la capacidad del cargador, quince balas contra las siete del Colt. En un aprieto, ocho proyectiles más podían significar la diferencia entre la vida y la muerte.
Y no sólo para él.
Después de ajustarse la pistolera y cargar la Beretta, Sabrina examinó la bolsa para asegurarse de que habían incluido el contador/detector de radiaciones. Era un Geiger Muller portátil, uno de los aparatos más populares y eficaces del mercado. También uno de los más económicos, razón esta última que decidió a Kolchinsky a adoptarlo. La joven sonrió para sí. Kolchinsky estaba acostumbrado a las cariñosas tomaduras de pelo sobre recortes en los gastos de que le hacían objeto los agentes, pero jamás se permitiría arriesgar sus vidas por ahorrar unos dólares. Exigía y obtenía sólo lo mejor, siempre a precio de oferta, después de enfrentarse con astucia a los fabricantes.
—¿Preparada?
Ella asintió.
—¿Tienes algo en mente?
—Aún no. Primero examinaremos el lugar.
La dirección de la factura resultó ser una casa de tres plantas en el Quai des Pécheurs, que se reflejaba perfectamente en las tranquilas aguas del río Ill. Sus blancos muros contrastaban con los postigos negros que ocultaban las numerosas ventanas, y las pesadas cortinas corridas ante las tres ventanas de gablete, que se distinguían bajo el techo despintado y oxidado, sólo añadían una nota tétrica a la amenazadora atmósfera.
—Seguro que ahí adentro esconden algo —dijo Graham al salir del Renault GTX alquilado.
—Creo, dadas las circunstancias, que deberíamos llamar a nuestro contacto —dijo Sabrina al cabo de un rato. La miró por encima del coche, las cejas enarcadas con suspicacia.
—¿Qué circunstancias?
—No podemos entrar a exigir un paseo turístico sin una orden de registro oficial.
—Ya conoces las reglas, Sabrina: sólo utilizamos los contactos cuando es absolutamente necesario. Podemos desenvolvernos sin ayuda.
—¿Cómo? ¡No pretenderás otra vez irrumpir como un elefante en una cacharrería! Recuerda el cabreo de Kolchinsky cuando le presentaron la factura la última vez que hiciste algo parecido.
—No: se me ha ocurrido algo más sutil. Una dama en apuros.
—Debería haberlo adivinado. De acuerdo, te escucho.
Un minuto después Sabrina condujo el Renault a una estrecha callejuela junto a la casa y desembocó en un patio adoquinado rodeado por todos lados de paredes blancas despintadas. Las desportilladuras revelaban la madera gris que tapaban. Salió del automóvil y golpeó la aldaba de la puerta de madera negra. Se abrió una mirilla, y un rostro juvenil la examinó. Ella le explicó sus problemas en francés, señalando de vez en cuando al Renault. Mientras hablaba se iba acercando a la reja de la mirilla para que la vieran mejor. Tejanos ceñidos a la piel, embutidos en un par de botas marrones de cuero y una figura extraordinaria. El hombre, sin terminar de creer en su buena suerte, abrió la puerta y la invitó a entrar. En cuanto penetró en el largo y mal iluminado corredor, sacó una fotocopia de la factura del bolsillo y se la tendió. La sonrisa lasciva vaciló, desapareció y él la miró, furioso por haberse dejado engañar con tanta facilidad. Miró un instante detrás de ella y esbozó una débil sonrisa antes de volverse y dudar en voz alta de la validez de la factura original. El torpe intento de distraer su atención fue todo cuanto necesitó Sabrina para ponerse en estado de alerta. Esperó hasta el último momento para volverse en redondo y enfrentarse a la figura que se aproximaba. Cuando la figura cerró sus dedos sobre las solapas de la joven, ésta cerró los puños y los golpeó contra la cara del atacante, obligándole a soltar a su presa. Después descargó sus puños de nuevo sobre el puente de la nariz. El hombre emitió un chillido agónico y cayó de rodillas, protegiendo su nariz rota con las manos ensangrentadas.
El joven deslizó su mano detrás de la puerta, pero cuando sus dedos estaban a punto de aferrar el mango del puñal envainado, Graham apareció y apretó la Beretta contra su espalda. El muchacho quedó paralizado de terror y dejó caer la mano a un costado. Graham le empujó lejos de la entrada y se apoderó del puñal. Lo extendió hacia el joven con el mango por delante, desafiándole a tomarlo. Sabrina intervino, quitando el puñal de la mano de Graham y deslizándolo en su bota.
—¿Has verificado las lecturas en el exterior del edificio? —preguntó, extrayendo el contador Geiger Muller de la bolsa que había entrado Graham.
—Está limpio.
Ella lo conectó y rastreó la puerta y el piso. La aguja no se movió. Cuando se acercó al joven, éste retrocedió un paso, pero se detuvo en seco al advertir la mirada amenazadora de Graham. Ella rastreó al joven, y después a su quejoso compañero. Ambas lecturas fueron negativas.
—¿Hablas mi idioma, chico? —preguntó Graham. El joven se encogió contra la pared, los ojos abiertos por el miedo.
Sabrina tradujo la frase al francés. Le preguntó sobre los barriles de cerveza y señaló una escalera de madera al extremo del pasillo.
—¿Qué hacemos con ése? —preguntó Graham, indicando al hombre herido.
—No creo que se marche corriendo.
La escalera de madera llevaba a un angosto corredor iluminado por una sola bombilla que colgaba al extremo de un trozo de cable. La única puerta estaba situada al final del corredor, asegurada por un voluminoso candado. Sabrina se dirigió hacia la puerta, pero el contador permaneció inmóvil. Le dijo al joven que abriera la puerta, pero él denegó con la cabeza. Graham, que había entendido la conversación por los gestos de Sabrina al señalar el candado, empujó con rudeza al joven en dirección a la puerta. Cuando él se revolvió, tropezó con el cañón de la Beretta. Se apresuró a desenganchar las llaves del cinturón. Sus dedos temblaron al tratar de abrir el candado. Hasta tres veces fracasó en insertar la llave. Dejó caer el pesado candado al suelo, abrió la puerta de un empujón y buscó el interruptor de la luz. Sabrina le siguió al interior de la habitación, sin que el contador se activara. Cientos de cajas de cerveza estaban hacinadas contra tres de las paredes enjalbegadas, pero la cuarta y más larga pared estaba oculta tras unas estanterías de madera en las que se alineaban botellas de vino, tanto nacionales como importadas. El joven les guio hasta una segunda habitación separada de la anterior por una arcada de ladrillo y atestada de cajas de cartón, la mayoría mostrando su contenido. Whisky. Señaló los nueve barrilitos de cerveza en el centro de la habitación.
Sabrina paseó el contador sobre los barriles. La aguja no se movió. Lo desconectó y se arrodilló para leer las etiquetas.
—Cuatro barriles de Heller, cinco de Dunkler. Cervezas fabricadas en Munich. Contrabando.
¡Unos miserables contrabandistas!, espetó Graham con ira.
—De modo que era una pista falsa, después de todo.
—Sí. Sólo confío en que C. W. haya averiguado algo más constructivo.
Whitlock había averiguado algo mucho más constructivo y se disponía a comprobar su autenticidad.
Su vuelo despegó de Nueva York tres horas después que el de París, y para ese momento lo peor de las turbulencias sobre el Atlántico ya se había disipado, y pudo dormir la mayor parte de la travesía. En el aeropuerto Rhine Main de Francfort recogió las llaves de un Golf Cabrio en el mostrador de la Hertz y condujo los treinta y seis kilómetros hasta Maguncia por la A66. Se inscribió en el hotel Europa de la Kaiserstrasse. Como a Graham y a Sabrina, también le habían dejado una bolsa en la consigna de la estación central, con un contador y su pistola favorita, una Browning Mk2. Pasó tres horas en la estación estudiando las facturas de las mercancías cargadas en los diez últimos días.
Una factura cumplía todos los requisitos a la perfección: seis barriles metálicos de cerveza cargados en un tren de mercancías con destino a Suiza, el cual se había detenido en Estrasburgo el mismo día en que el vagabundo afirmaba encontrarse allí. Aunque resultaba arriesgado crees a pies juntillas que se trataba de los mismos barriles descubiertos por el vagabundo, todas las señales apuntaban a que se trataba de algo más que una coincidencia. Sólo había una forma segura de averiguarlo, y consistía en acudir a la dirección que constaba en la factura, para verificar los niveles de radiación.
Ya era de noche cuando Whitlock cruzó el puente Heuss sobre el Rin y enfiló el Golf Cabrio por la Rampenstrasse, los ojos entornados tras las gafas oscuras, para distinguir los números, muchos de ellos borrosos y apenas diferenciados, en las filas de almacenes que daban a la orilla del río. Encontró el almacén correspondiente al número que constaba en la factura, tirada en el asiento de al lado, y detuvo el Golf delante. Tomó la bolsa del asiento trasero y descendió. Había cinco coches más aparcados frente a un restaurante italiano muy bien iluminado, al otro lado de la calle. No sólo su apariencia era de quiero y no puedo, sino que los olores que surgían de la cocina resultaban ofensivos. Caminó hacia el almacén. Las puertas despintadas estaban aseguradas con candados, y sobre ellas distinguió apenas el nombre de Strauss. La intemperie había borrado con el paso del tiempo el letrero. Paseó la mirada a su alrededor, sacó una lima de uñas y empezó a trabajar con el candado. Momentos después se abrió, soltó la cadena que mantenía las dos puertas juntas y las apartó un poco para poder entrar. Después de probar varios interruptores, consiguió encender una bombilla en un extremo del almacén. Ganchos oxidados colgaban de anticuadas vigas de hierro, la mayoría de las ventanas carecían de cristales y los muros estaban cubiertos de pintadas y dibujos obscenos. Hasta el piso de hormigón se veía devastado por el tiempo, y crecían malas hierbas entre las rendijas. Todo el lugar apestaba a negligencia y abandono. Descorrió la cremallera de la bolsa, sacó el contador y lo conectó. La aguja se movió de inmediato, fluctuando a medida que se deslizaba por el almacén. Lo desconectó, satisfecho de comprobar que, en algún momento, habían guardado allí los barriles.
—Was wünsch en Sie?
Whitlock giró en redondo. Un hombre que frisaba la treintena, de enmarañado pelo rubio y con un manchado mandil enrollado a la cintura, estaba de pie en la entrada. Whitlock, al observar la prominente tripa del individuo, pensó en el restaurante italiano, y se acercó para ver mejor. La impresión general fue de extrema debilidad. Creía con gran firmeza en lo que delataba la fisonomía y rara vez le engañaban sus intuiciones.
—¿Habla mi idioma? —preguntó Whitlock.
—Un poco. Es por obligación: vienen muchos ingleses por aquí.
Whitlock supuso que «aquí» significaba Alemania, no el restaurante. Ningún turista se aventuraría en él.
—Imagino que trabaja en el restaurante de enfrente, ¿no?
El hombre asintió.
—¿Desde cuándo?
—Casi dos años.
Whitlock buscó en el bolsillo y sacó un fajo de billetes que hizo girar poco a poco en sus manos. Los débiles son siempre los más fáciles de sobornar. Odiaba los sobornos porque eran los gastos más difíciles de justificar ante Kolchinsky.
—Busco información y le pagaré bien por ella.
—¿Quién es usted? ¿Un policía inglés?
—Págueme y se lo diré, o déjeme hacerle algunas preguntas.
—¿Qué quiere saber? —preguntó el hombre, secándose las manos en el mandil, sin apartar los ojos de los billetes que Whitlock estrechaba en la mano.
—¿Ha visto a alguien rondar por este almacén en los últimos seis meses?
El hombre se lamió los labios resecos y asintió con la cabeza.
—A veces vienen y comen en mi restaurante. Son tres. Uno sólo entró una vez a comer, pero estoy seguro de que es el jefe. Los otros dos estaban… —miró hacia el techo como si luchara por encontrar la palabra— algo así como asustados de él. Mi esposa dice que es atractivo.
Se encogió de hombros, como si la opinión de la mujer fuera irrelevante.
¿Qué aspecto tenía?
—Un hombre grande de pelo negro. Y tiene los ojos de colores diferentes. Uno pardo, el otro verde. Lo vi cuando se acercó a pagar la cuenta. Habla bien el alemán, pero no ha nacido aquí.
—¿Reconoció su acento?
—No.
—¿Y los otros dos?
—Uno es bajo y pelirrojo. El otro es americano. Rubio, como yo. Lleva bigote.
—¿Mencionaron alguna vez sus nombres?
—Siempre se sientan en un rincón. Les gusta estar a solas.
—¿Alguna actividad en el almacén?
—A veces viene un camión de mudanzas.
—¿Lleva alguna inscripción?
—No la he visto nunca.
Whitlock separó algunos billetes del fajo y el hombre se los arrebató de los dedos y los hundió en el bolsillo.
—¿Qué es eso? —preguntó el hombre al ver cómo Whitlock devolvía el contador a la bolsa. Whitlock corrió la cremallera y se irguió.
—Págueme y se lo diré.
—Es usted muy listo.
—¿Sí?
Whitlock esperó a que el hombre abandonara el almacén antes de seguirle y colocar la cadena en su sitio.
—Venga a comer a mi restaurante. Le prepararé una buena lasaña.
—Tenemos un dicho en Inglaterra: «Cuando vayas a Roma, compórtate como un romano». Estamos en Alemania.
—¿No le gusta la lasaña?
Whitlock echó un vistazo al restaurante.
—Como usted dijo, soy muy listo.
Volvió al Golf y tomó la factura. El destino final del cargamento estaba impreso con tinta negra en el extremo inferior izquierdo de la página.
Lausana.
Whitlock les telefoneó en cuanto volvió al hotel, pero cuando Sabrina comunicó con la estación de Lausana le dijeron que el único tren de la tarde ya había salido. Ella y Graham estuvieron de acuerdo en que no les quedaba nada por hacer aquella noche, y cuando él se puso en contacto con el cuartel general de la UNACO para informar, le dijeron que un Cessna les esperaría a las seis de la mañana para transportarles a Ginebra, el aeropuerto más próximo a Lausana.
Se dispusieron a pasar una noche muy breve.
El Cessna llegó al aeropuerto de Cointrin, en Ginebra, a las siete y media de la mañana. Graham alquiló el coche más rápido que la Hertz ofrecía, un BMW 735i, para recorrer los cien kilómetros que les separaban de Lausana. Sabrina, con toda una serie de carreras de coches a sus espaldas, consideraba que era ella la más adecuada para conducirlo, hasta que Graham le recordó, con su habitual falta de tacto, el casi fatal accidente que sufrió en Le Mans. Ella se tragó su cólera, pues no eran ni el momento ni el lugar más apropiados para iniciar una discusión. Permitió que él condujera.
Una hora después llegaron a la estación de Lausana, donde el jefe de la estación debía esperarles. Hizo algunas llamadas interiores y luego anunció, algo más tranquilo, que habían localizado al guardia que supervisó la descarga del tren de mercancías el día anterior. Graham le pidió que no citara al hombre en su oficina. Creía en la psicología del terreno familiar, que por regla general calmaba a los testigos y les permitía recordar pequeños detalles que de otra manera habrían olvidado o desecharían. Trabajaba de esta manera en Delta.
El guardia estaba de pie en el andén, las manos hundidas en los bolsillos del mono.
—¿Habla mi idioma? —preguntó Graham.
El guardia asintió con cierta vacilación.
—Nos gustaría hacerle algunas preguntas —dijo Sabrina.
—¿Y qué gano con ello?
—Conservar su puesto de trabajo —replicó secamente Graham.
—Bueno, si se pone así… —dijo el guardia con una risita nerviosa.
—¿Reconoce esta factura? —preguntó Sabrina, enseñándole la que les había proporcionado el jefe de estación.
El guardia señaló el nombre impreso en el extremo superior izquierdo.
—Este soy yo, Deiter Teufel. Teufel significa «demonio». Deiter el Demonio, sobre todo con las mujeres.
—Me importa una mierda su vida social —espetó Graham. ¿Supervisó este cargamento en concreto cuando llegó ayer?
—Es mi nombre, ¿no?
—No me gustan los sarcasmos, chico.
—Estaba aquí, pero…
—¿Qué? —intervino Sabrina.
—Podría perder mi trabajo —dijo Teufel, con la vista en sus zapatos sucios—. Sabía que no saldría bien. —Está a punto de perderlo, a menos que empiece a proporcionarnos algunas respuestas.
—Corta el rollo, Mike —Sabrina miró la cabeza inclinada de Teufel—. Oiga, no nos interesa si violó algún código disciplinario interno. Todo lo que queremos saber es qué le sucedió al cargamento.
—No lo sé —replicó Teufel, golpeando con la puntera del zapato en el andén.
—Le prometo que no saldrá de nosotros tres —le apremió Sabrina.
—¿Me lo promete?
—Se lo prometo —respondió con una sonrisa tranquilizadora.
—Cuarenta minutos antes de que llegara el tren, se acercó aquel hombre y me dijo si estaría interesado en ganarme quinientos francos. No dejé perder la ocasión, por supuesto.
—¿Qué hombre? ¿Le había visto antes? —preguntó Graham.
—Nunca. Robusto, de pelo negro; hablaba bien el alemán. No sé cómo, pero estaba enterado de que yo me encargara de esta sección, me dio el número de serie de un vagón y me advirtió que no me acercara a él bajo ningún concepto. Dijo que contenía cargamento de su propiedad y que deseaba descargarlo personalmente. Sé que es contrario a las reglas, pero no tenía ganas de discutir, y mucho menos con tanto dinero de por medio.
—¿Qué paso después? —le presionó Sabrina—. Una camioneta blanca se aproximó al vagón.
—¿Tenía otros cómplices? —preguntó Graham.
—Sólo vi al conductor, pero podía haber otros dentro del vagón.
—Descríbame al conductor —pidió Graham. Teufel se encogió de hombros.
—No me fijé mucho en él. Sólo recuerdo que llevaba bigote, pero advertí algo extraño. Después de cargar la camioneta la condujo hacia otra zona de carga y dio marcha atrás hacia un segundo vagón. Debió de permanecer allí al menos una hora. Luego volvió al primer vagón y dio marcha atrás como antes. Los dos trenes salieron casi a la misma hora.
—¿Inspeccionó alguno de los dos vagones antes de que se fueran?
—No, señor, pero inspeccioné mis facturas después. Ambos vagones constaban como vacíos.
—¿Adónde iban los trenes? —preguntó Graham. El de Maguncia va a Roma. No estoy seguro del otro. Lo miraré, si quiere.
—Hágalo —ordenó Graham.
Teufel desapareció en una cabina y regresó al cabo de un minuto.
—El otro tren va a Zúrich, vía Friburgo y Berna. En este momento se halla detenido en Friburgo. Problemas mecánicos. También he copiado los números de serie de los dos vagones, por si les puede servir de ayuda.
—¿Ha sido transferida la carga a otro tren en Friburgo? —preguntó Sabrina, tomando la hoja de papel.
—No: está previsto que el tren abandone Friburgo a última hora de la tarde. El cargamento sigue a bordo.
—¿Así que no se acercó en ningún momento a los vagones de carga? —indagó Sabrina.
—Lo he dejado bien claro. Quería el dinero.
—Gracias por su ayuda. Y no se preocupe, no le diremos nada al jefe de estación sobre lo sucedido ayer.
—Gracias —murmuró Teufel, y luego dirigió una sonrisa cómplice a Graham. Es muy afortunado de tener una ayudante tan bonita.
—Compañera corrigió Sabrina.
Teufel se llevó la mano a la gorra.
—Perdón, he de ir a trabajar.
Sabrina le vio desaparecer en la cabina.
—Así que, a veces, el crimen sí paga.
—Lo que significa… comentó Graham mientras caminaban de vuelta a la sala principal.
—Que si hubiera desoído el soborno y entrado en el vagón, estaría irradiado.
—Muy cierto —asintió Graham, y luego rio por lo bajo.
—¿Qué pasa?
—Ayudante. Me gusta.
—Seguro —replicó ella, y luego indicó la cafetería de la estación Vamos, te invito a desayunar.
Él tomó bacon, huevos y salchichas. Ella pidió un desayuno continental, sustituyendo dos rodajas de tresse recién salido de la cocina por el convencional croissant.
—¿Qué deduces de estos últimos acontecimientos? —preguntó Graham mientras se sentaban a una de las pocas mesas libres.
Ella removió el café, con aire pensativo, antes de contestar.
—Descubrieron el barril dañado y tuvieron que repararlo en secreto; por eso colocaron la camioneta de espaldas al vagón.
—Por no mencionar el hecho de que alguien con un traje blanco aislante llamaría ruidosamente la atención —añadió Graham entre bocado y bocado.
—Deben de saber que les seguimos de cerca; si no, ¿a qué viene la falsa pista?
—Tal vez no lo sepan. Nos enfrentamos con profesionales. Es natural que borren sus huellas después de un golpe tan minucioso —pinchó con el tenedor el trozo de salchicha que quedaba, y lo mojó en la yema del huevo—. ¿Qué tren crees que es el señuelo?
—El primero, el que va a Roma —replicó Sabrina.
—Te han engañado dijo Graham con la boca llena.
—¿De veras? ¿Y por qué estás tan seguro?
—Intuición.
—¿Intuición? Claro, ¿por qué no se me ocurrió? —rio ella con sarcasmo.
Graham descargó su puño contra la mesa. La pareja de la mesa vecina le miró de reojo, pero desviaron la vista cuando él les devolvió la mirada. Se inclinó hacia adelante y tamborileó con los dedos en la mesa.
—Cuando te licenciaste en la Sorbona y todavía se te caían los mocos, yo ya llevaba seis años enfrentándome a criminales.
—La mocosa. Me preguntaba cuándo llegaríamos a este punto. Te olvidas de lo demás. La pobre niña rica que entró en el FBI gracias a la influencia de su padre y que ahora estaría casada con algún rico ejemplar de la clase alta de Miami, de no ser por la oportuna intervención del coronel Philpott, al que presionaron para que le diera un empleo en la UNACO. Deberías probar otra cosa, Mike: ésta ya empieza a oler.
—Las verdades duelen.
—Bien que lo sabes —inmediatamente se arrepintió de sus palabras—. Lo siento, Mike, no quería decir eso.
—Si no hubieras querido decirlo no lo habrías dicho —se frotó la cara con las manos. ¿Podemos volver al caso?
—Podría ser una bendición disfrazada.
—¿El qué?
Graham apartó su plato.
—Nuestra diferencia de opiniones. Tendremos que examinar los dos trenes.
—Cierto, pero necesitamos un segundo contador Geiger y no hay tiempo a que nos envíen otro.
—Bien: estamos perdiendo el tiempo aquí sentados —dijo, y se levantó.
—Y como el jefe no cesa de recordarnos, es un Código Rojo. La proverbial carrera contra el tiempo.