Capítulo 3

«¿Adónde fue a parar la caballerosidad?», se preguntó Sabrina Carver mientras, de pie, se aferraba con la mano izquierda al asidero del abarrotado metro que atravesaba los cavernosos túneles de Nueva York. Su actitud hacia el feminismo era ambivalente. Creía, por supuesto, en la igualdad entre los sexos, sobre todo en lo concerniente al trabajo, pero también que siempre quedaba un lugar para la cortesía y las buenas maneras en una sociedad cada vez más despreocupada. Paseó la mirada a su alrededor y sintió una punzada de tristeza al advertir que, en un vagón ocupado en su setenta por ciento por hombres, cinco mujeres se veían forzadas a permanecer de pie en el pasillo.

Tenía la ligera sospecha de saber por qué los hombres no cedían sus asientos. Desde ellos podía estudiar con detalle a las mujeres, especialmente a ella. Tenía veintiocho años y el tipo de soberbia fascinación que se suele relacionar con las portadas de las revistas de moda. Sus formas eran de una belleza clásica: altos pómulos de estructura perfecta, nariz pequeña, boca sensual e hipnotizadores ojos verdes de forma oval. Su pelo rubio, largo hasta los hombros, con reflejos de color castaño rojizo, caía hacia atrás y lo sujetaba en la nuca con una cinta blanca. Su ropa de alta costura estaba inspirada en las páginas de una revista de modas. Un tabardo Jacquard de algodón blanco, obra de Purificación García (su diseñadora favorita), una falda de algodón negra hasta las rodillas y un par de zapatos de gamuza negra y tacón alto Kurt Geiger. Detestaba el maquillaje excesivo, y aplicaba sólo el suficiente para realzar sus características más llamativas. Su gran obsesión era mantenerse en forma, y para ello acudía a clases de aerobic tres veces a la semana en el Club Rivereast, donde también ayudaba a dar lecciones de karate a amas de casa. Había obtenido el cinturón negro sin la menor dificultad el año anterior. Aunque siempre vigilaba su esbelta figura, le encantaba salir a cenar. Una vez cada quince días acudía con un grupo de amigos a cualquiera de sus tres restaurantes favoritos: filetes en Christ Cella’s, cordon bleu en Lutece’s o un tandoori en Gaylord’s, su preferido. A continuación, invariablemente, iban a escuchar jazz hasta altas horas de la madrugada en Ali’s Alley, en Greenwich Village.

Ante sus amistades se presentaba como traductora para las Naciones Unidas, la perfecta coartada. Se había licenciado en lenguas románicas en Wellesley, y después de defender su tesis en la Sorbona, viajó a lo largo y ancho de Europa antes de volver a los Estados Unidos, donde fue reclutada por el FBI y se especializó en el uso de armas de fuego. Había entrado a formar parte de la UNACO dos años antes.

Bajó del metro en Central Park North y silbó para sí mientras recorría a pie los doscientos metros de Manhattan Avenue que separaban la estación de su apartamento de soltera, situado en la planta baja del edificio. El conserje se quitó el sombrero cuando atravesó el vestíbulo de baldosas blancas y negras; le sonrió, accionó la llave de su pequeño apartamento y accedió directamente al recibidor apenas amueblado. Se desprendió de los zapatos con un movimiento de los pies, se acuclilló frente a la cadena estéreo y recorrió con el dedo la nutrida colección de discos compactos. Seleccionó uno y lo introdujo en el aparato: una grabación de David Sanborn. Le recordó al instante la inolvidable noche en Ali’s Alley, cuando se topó con Sanborn, su ídolo de jazz, quien preguntó a sus amigos, sin que ella se diera cuenta, cuál era su tema favorito, y apareció de improviso en el escenario para tocarlo en su honor.

El teléfono empezó a sonar. Bajó el sonido y levantó el auricular. Su única contribución a la conversación fue un monosílabo ocasional. Después de colgar se sentó en el borde de la mesa de café y se sonrió. Una misión. El equipo ya estaba avisado para recibir instrucciones en el curso de una reunión que se celebraría a última hora de la tarde.

De los otros dos miembros del equipo, siempre había mantenido una relación especial con el flemático C. W. Whitlock. Su ecuanimidad era legendaria entre sus colegas, y había hecho lo imposible para que ella se sintiera parte del equipo en cuanto entró a formar parte de la UNACO. Además, siempre la colocaba a su misma altura intelectual, no como la mayoría de sus conocidos del sexo masculino, que la catalogaban como una simple cara bonita (por decirlo de manera suave). Aunque ella y Whitlock no se veían nunca fuera del trabajo, había llegado a considerarle uno de sus escasos amigos de verdad.

Después de subir el volumen de nuevo, desapareció en la cocina para prepararse un pastrami al whisky de centeno.

El sol bañaba Nueva York, y el calor habría resultado agobiante, de no ser por una suave brisa que soplaba desde el Atlántico. La temperatura ideal para una barbacoa.

C. W. Whitlock salió a la terraza de su apartamento de la sexta planta, situado en Manhattan, tomó las tenacillas que colgaban junto a la barbacoa portátil y removió los comprimidos de carbón de leña por entre los barrotes de la parrilla. Ya estaban bastante calientes. Colocó al fuego las costillas escabechadas y las salchichas, y después se echó hacia atrás y, con la servilleta anudada alrededor del cuello, secó el sudor que perlaba su frente. Una estentórea carcajada resonó en la antesala. Miró por la puerta entreabierta, contento de mantenerse aparte. El doctor Charles Porter era, como siempre, el centro de la reunión. No es que le desagradara el hombre, sino que le consideraba un pesado. Porter, uno de los pediatras más respetados del país, había tomado bajo su protección veinte años antes a una tímida interna de Puerto Rico llamada Carmen Rodríguez, la alentó a iniciar su carrera nada más licenciarse en la facultad de medicina, y ahora era una de las pediatras más populares y reclamadas de Nueva York. Se había convertido en Carmen Whitlock seis años atrás. Whitlock contempló a su esposa sentada formando ángulo con la puerta, el rostro de perfil. Alguien la había descrito una vez como «cimbreña», una palabra que le cuadraba a la perfección. Los ojos de Carmen centellearon en su dirección y le sacó la lengua juguetonamente. Whitlock le sonrió y miró después a la pareja del sofá, Rachel, la hermana de Carmen, y su marido alemán, Eddie Kruger. Las hermanas se parecían, pero Rachel era más baja y robusta. Kruger era un teutón típico, de cabello rubio y ojos azules. Se hicieron muy amigos en cuanto se conocieron.

Whitlock volvió su atención a la barbacoa y pinchó cada costilla con un cuchillo afilado para comprobar si estaban en su punto. Después de dar la vuelta a las salchichas y esparcir los comprimidos de nuevo, apoyó los brazos en la barandilla y contempló Central Park, entrecerrando los ojos por causa del sol, a pesar de que usaba gafas oscuras graduadas. Era esa clase de día.

Tenía cuarenta y cuatro años de edad y una complexión menos robusta de lo que cabría esperar de un negro nacido en África, nieto de un comandante del ejército británico destacado en Kenia a principios de siglo. El bigote negro cuidadosamente recortado, y que no se había afeitado desde los veinte años, contribuía a suavizar la dureza que le proporcionaban la nariz afilada y los labios finos. Se educó en Inglaterra, y tras graduarse en Oxford, volvió a su nativa Kenia, donde ingresó en el Cuerpo de Inteligencia. En diez años alcanzó el grado de coronel, pero los prejuicios de sus superiores contra sus antepasados británicos y su educación inglesa se le hicieron insoportables, y dimitió para aceptar el puesto que le habían ofrecido en la UNACO. A todos los efectos era un agregado de la delegación de Kenia en las Naciones Unidas, y la única persona ajena a la UNACO que conocía la verdad era su esposa, quien sólo había sido informada en los términos más vagos posibles. Nunca discutía con él la naturaleza de su trabajo.

—Pensé que al jefe le apetecería una cerveza. Whitlock sonrió y aceptó la Budweiser que le traía Kruger.

—No digas mentiras: creo que estás hasta el gorro del doctor Kildare.

Nunca había perdido su acento característico de escuela de elite.

—No entiendo cómo Carmen puede aguantarle.

—¿Carmen? —Whitlock soltó una risotada—. Me ahorra un mal rato. Al menos tengo una excusa para faltar al discurso de hoy —tomó las tenacillas para probar la carne—. Carmen le considera una especie de gurú, y soy el primero en admitir que ha sido un catalizador valiosísimo en su carrera, pero me gustaría que hablara de otras cosas aparte de medicina.

Kruger rio por lo bajo y se acercó a la barandilla para contemplar a dos mujeres que se ejercitaban corriendo por la calle, moviendo sus piernas bronceadas al unísono. Cuando desaparecieron dedicó su atención a un par de chicas que reían mientras se iban tirando un disco anaranjado de plástico.

—Deberías comprarte un telescopio, C. W. Te pasarías todo el día mirando las estrellas.

—Vería muchas más cuando Carmen me diera con él en la cabeza. De todos modos, esas chicas no son mucho mayores que Rosie.

—Pero no rejuvenecemos —replicó con melancolía Kruger.

—¿Cómo está Rosie? Hace tiempo que no viene a vernos.

Kruger apoyó la mano en el hombro de Whitlock.

—Lo sé. Creíamos que hoy vendría con nosotros, pero ya había quedado con algunos amigos en Times Square.

—Vamos, Eddie, no pretenderás que una chica de quince años renuncie a sus sábados, sobre todo uno como hoy, para sentarse con un puñado de vejestorios. Es lógico que desee estar con chicos de su edad.

Carmen apareció en el umbral de la puerta, las manos hundidas en los bolsillos de su llamativa falda.

—¿Cómo va la comida?

—Faltan aún algunos minutos. ¿Ha terminado ya la lección?

Ella hizo girar los ojos y volvió adentro.

Kruger la siguió con la mirada.

—Es raro: una pediatra sin hijos propios.

—No veo por qué —replicó Whitlock sin levantar la vista de la parrilla—. Puedes disfrutar mucho con lo que te gusta.

Sonó el teléfono en la antesala, y Carmen respondió por el supletorio de la cocina.

—¡Es para ti, C. W.! —gritó, haciendo bocina con las manos.

Entró en la cocina y supo enseguida quién llamaba, al advertir la mirada recelosa de su mujer. Ella le tendió el auricular y salió de la pieza sin una palabra, cerrando la puerta en silencio a su espalda.

Cuando salió, Carmen estaba arreglando de nuevo, como ausente, los crisantemos del jarro de cristal que había sobre la mesa del vestíbulo. Mientras se acercaba pensó en Mike Graham, el tercer miembro del equipo, que había perdido a su familia de una manera muy trágica el año anterior a ser reclutado por la UNACO. ¿Qué ocurriría si la vida de Carmen se veía amenazada como consecuencia directa de una misión de la UNACO? ¿Reaccionaría como Graham? Descartó la pregunta como una mera especulación, pero cuando intentó abrazarla para tranquilizarla, ella le rehuyó y fue a reunirse con los demás en la terraza.

La pregunta quedó almacenada en el fondo de su mente.

—¡Libraos de ese inútil!, aulló Mike Graham cuando el comentarista de la radio anunció el segundo lanzamiento de pelota contra el bateador. Se inclinó hacia delante, los brazos apoyados en las rodillas, los ojos concentrados en la radio portátil que tenía a los pies como si aguardara al próximo servicio del lanzador.

—¡El tercer lanzamiento ha salido fuera! —gritó el locutor, sobre las voces histéricas de los seguidores decepcionados.

—¿Por qué cojones no te traspasaron a Los Angeles cuando tuvieron la oportunidad?, siseó Graham, enfurecido.

Había sido una temporada indiferente para los Yankees de Nueva York, el equipo al que seguía fielmente desde hacía treinta años. Con un 4-1 favorable a los Tigers de Detroit, con dos turnos perdidos, la derrota parecía inminente por tercer juego sucesivo.

Mientras el comentarista empezaba a analizar el porcentaje de bateos de los Yankees durante la temporada, Graham paseó la mirada poco a poco por su tranquilo entorno. Frente a él, hasta perderse de vista, se extendían la serenidad del lago Champlain, y los frondosos y verdes bosques del sur de Vermont le cercaban como un anillo de frescor. La grandeza panorámica del lugar parecía a un mundo de distancia de Nueva York, que había sido su hogar hasta dos años antes. Nueva York se hallaba a trescientos cuarenta y cinco kilómetros, y sólo regresaba por causa de sus negocios y para competir en alguna de las maratones más agotadoras y arduas de la ciudad. Vivía solo en una cabaña de troncos junto al lago, y su única compañía consistía en una radio y un televisor portátiles. La localidad más próxima era Burlington, y recorría los ocho kilómetros cada lunes por la mañana en su baqueteada camioneta Ford del 78 para comprar comestibles que le durasen toda la semana. Siempre había sido cordial pero, al mismo tiempo, reservado con los habitantes del pueblo, que, por lo general, aceptaban su estilo de vida recluido sin formular preguntas. Nunca hablaba de la tragedia que le había conducido a esa reclusión,

Era un hombre de treinta y siete años, de enmarañado cabello castaño rojizo, largo hasta el cuello, y rostro juvenil y atractivo, deformado por el cinismo de sus penetrantes ojos azules. Mantenía en forma su cuerpo firme y musculoso corriendo cada día una hora, a lo que seguía una serie de exigentes ejercicios en un cobertizo adyacente a la cabaña, y que había convertido en un mini gimnasio al poco de llegar de Nueva York.

El deporte había desempeñado un papel significativo en su vida. Se le concedió una beca de béisbol para acceder a la Universidad de California en Los Angeles (UCLA), y después de licenciarse en Ciencias Políticas realizó su sueño cuando firmó por los Giants, de Nueva York, el equipo al que había apoyado desde su niñez, como defensa suplente. Un mes más tarde fue enviado a Vietnam, y una herida en el hombro terminó de golpe con su prometedora carrera deportiva. Al poco, se dedicó a entrenar a nativos meo en Tailandia, y engrosó las filas de la unidad antiterrorista de elite Delta cuando volvió a Estados Unidos.

Su dedicación y la experiencia acumulada con Delta recibieron por fin su recompensa después de once años, cuando fue nombrado responsable del Escuadrón B, con dieciséis hombres bajo su mando, pero mientras cumplía una misión en Libia a su esposa y a su hijo de cinco años los secuestraron en Nueva York unos terroristas árabes. Pese a que el FBI emprendió una investigación a escala nacional, nunca les volvió a ver. Se le concedió un permiso indefinido para que se pusiera en tratamiento psiquiátrico, pero se negó a cooperar con los médicos y fue dado de baja en Delta a petición propia al cabo de un mes de volver al trabajo. Por sugerencia del comandante jefe de Delta, solicitó un puesto en la UNACO y le aceptaron después de seis semanas de exhaustivas entrevistas.

El cebo se sumergió bajo el agua. Tenía una presa. Mientras soltaba hilo, escuchaba con creciente desánimo y desesperación los comentarios del partido en la radio. El resultado no había variado, y los Yankees se disponían a batear en el noveno y último turno. Se apoderó del pez sin dificultades. Un lucio de dos kilos y medio; casi no valía la pena el esfuerzo. De repente, sonó el zumbador que llevaba en el cinturón. Después de silenciarlo, sacó el anzuelo de la boca del lucio, que cayó sacudiéndose a sus pies. Lo devolvió al agua con el canto de la bota. El partido terminó con gritos de burla y cánticos injuriosos. Se resistió a propinarle un puntapié a la radio para que siguiera el mismo camino del lucio, y luego recorrió a toda velocidad los cuarenta metros que le separaban de la cabaña, donde llamó por teléfono para confirmar la comunicación.

Enseguida le contestó una voz de mujer, cordial pero seria:

—Llewelyn y Lee, buenas tardes.

—Mike Graham, tarjeta de identificación 1913204.

—Le pongo, señor Graham.

—¿Mike? —una voz profunda retumbó en la línea un momento después.

—Sí, señor.

—Código Rojo. He alquilado una Cessna a Nash para ahorrarnos enviar un avión desde nuestra terminal. Te espera en la pista de Burlington. Sergei te esperará en el aeropuerto John Fitzgerald Kennedy.

—No tardo ni un minuto, señor.

—Por cierto, Mike, llévate ropa de abrigo. La vas a necesitar.

Colgó el teléfono y volvió a la orilla, donde recogió sus útiles de pesca antes de ir a la cabaña para hacer la maleta.

Sergei Kolchinsky era la imagen estereotipada de un fumador empedernido. Cincuenta y pocos años, escaso cabello negro, indisimulables señales de madurez y lúgubres facciones, rasgos todos ellos que contribuían a dar la impresión de que cargaba con los problemas del mundo sobre sus espaldas. Lo más extraño es que no disfrutaba fumando. Se había convertido en un hábito costoso, en una adicción. Sin embargo, tras aquellos ojos melancólicos, se ocultaba una brillante mente táctica.

Después de una distinguida carrera en el KGB, incluyendo dieciséis años como agregado militar en una serie de países occidentales, fue designado director adjunto de la UNACO cuando a su predecesor lo devolvieron a Rusia por espionaje. Llevaba tres años en la UNACO, y aunque todavía sufría accesos de nostalgia de su país, jamás permitía que estos sentimientos interfirieran en su trabajo. Una completa profesionalidad dictaba las normas que debía seguir en su cometido.

—¿Está libre el taxi, tovarich?

Kolchinsky miró con aspereza el rostro que asomaba por la ventanilla abierta. Sonrió y salió del BMW 728 blanco, aplastando con el pie el cigarrillo a medio consumir.

Hola, Michael, no te esperaba hasta dentro de unos veinte minutos.

Kolchinsky era la única persona que llamaba Michael a Graham. No le molestaba. A fin de cuentas, era su nombre.

—Le dije a Nash que se diera prisa. El jefe parecía muy agitado cuando hablé con él por teléfono.

—Tiene buenos motivos para estarlo replicó Kolchinsky, que abrió el portaequipajes para que Graham depositara sus dos maletines negros.

—¿Cuándo es la reunión?

—En cuanto lleguemos a las Naciones Unidas —respondió Kolchinsky mientras se ponía el cinturón de seguridad—. Sabrina y C. W. ya habrán llegado.

—¿Has recibido instrucciones?

Kolchinsky puso en marcha el motor, miró por el retrovisor de su lado y se apartó de la acera.

Naturalmente, pero no voy a decirte nada.

—Nunca me he ido de la lengua.

—Ni tenías por qué. Pon música; las cintas están en la guantera.

Graham encontró tres cintas, que examinó atentamente una a una.

—Todas de Mozart. ¿No tienes otra cosa?

—La música de Mozart es la mejor para conducir —replicó Kolchinsky, encendiendo otro cigarrillo.

Graham puso a regañadientes una de las cintas en el aparato, agitó las manos para alejar el humo de su cara y dedicó su atención a la perspectiva de Nueva York. Se puso a nombrar los numerosos rascacielos en un intento de distraerse.

Oficialmente, la UNACO no existía. Su nombre estaba ausente de todos los tablones del vestíbulo de las Naciones Unidas, y ninguna de sus treinta líneas telefónicas constaba en las guías de Nueva York. Cuando alguien marcaba alguno de los números, la recepcionista contestaba: «Llewelyn y Lee». Si el que llamaba se identificaba con el número del carnet o con un santo y seña, la llamada era transferida a la extensión adecuada. En caso de error al marcar los dígitos, no se producía ningún perjuicio, puesto que «Llewelyn y Lee» tampoco constaba en ninguna guía de la ciudad. La recepcionista se hallaba en una pequeña oficina del piso veintidós del edificio de las Naciones Unidas, y su puerta, en la que no había ninguna indicación, siempre estaba cerrada con llave y sólo era accesible al personal autorizado. Aparte del escritorio y la silla giratoria, los únicos muebles eran un sofá de color vino y dos butacas gemelas. Tres de las paredes estaban empapeladas de color crema suave y decoradas con una selección de bocetos enmarcados de la plaza Dag Hammarskjold, encargados por el secretario general en persona. La cuarta pared estaba cubierta con tablillas de teca, que ocultaban dos puertas deslizantes que, una vez cerradas, ajustaban a la perfección. Era imposible descubrirlas a simple vista, y se activaban mediante transmisores sónicos en miniatura. La puerta de la derecha conducía al cuartel general de la UNACO, ocupado en toda su extensión por analistas de datos que controlaban en cada momento el fluctuante desarrollo de los asuntos mundiales. Enormes mapas y planos electrónicos multicoloreados indicaban los movimientos vacilantes que se producían en lugares conflictivos; los ordenadores imprimían el material existente puesto al día; y los monitores desplegaban información detallada sobre los criminales conocidos, con sólo pulsar un botón, alimentados con los miles de nombres almacenados en el banco de memoria central del sistema. Era el centro neurálgico de la UNACO. La puerta de la izquierda sólo podía ser abierta por una persona: se trataba del despacho privado del director.

Malcolm Philpott había sido director de la UNACO desde sus inicios, tras siete años de dirigir la Rama Especial de Scotland Yard. Tenía unos cincuenta y cinco años, rostro demacrado y escaso cabello rojizo ondulado.

Doscientos nueve empleados trabajaban para la UNACO, treinta de los cuales eran agentes especiales diseminados por las policías y las agencias de inteligencia a lo largo y ancho del mundo. Diez equipos, cada uno con tres agentes, dispuestos a cruzar las fronteras internacionales sin temor a violar la ley o a romper los protocolos. No existía competencia; cada equipo poseía su propio estilo e individualidad.

Ese era el caso de la Fuerza de Choque Tres. De entre sus agentes, al que más conocía Philpott era a Whitlock, reclutado personalmente por él para el MI5* en la Universidad de Oxford. Trabajaron estrechamente hasta que le trasladaron al Departamento de Planificación de Operaciones, pero Whitlock nunca se entendió bien con su nuevo superior, y volvió a trabajar con Philpott en cuanto tuvo la ocasión. Whitlock era un hombre muy paciente; nada parecía irritarle y, dada la tensión soterrada que existía entre Sabrina y Graham, era lo mejor que podía haber pasado. Cuando el director del FBI le envió el informe sobre Sabrina, al principio se mostró escéptico acerca de su capacidad, pero cambió de opinión tras entrevistarse con ella. Era al mismo tiempo cordial e inteligente, sin la vanidad que suele asociarse con las mujeres hermosas. Después fue testigo de su buena puntería con blancos móviles y fijos. Sabrina era, sin la menor duda, el mejor tirador que había visto. Nunca se arrepintió de haberla aceptado en la UNACO. Graham, por su parte, tuvo mucha suerte al ser elegido. El comandante jefe de Delta se puso en contacto con el secretario general, en lugar de con Philpott, para sacar el caso adelante. El secretario general rechazó a Graham alegando los informes psiquiátricos. Graham, a su vez, se puso en contacto con Philpott personalmente, siguiendo el consejo del comandante jefe de Delta. Philpott se enfureció al enterarse de que el secretario general no le había consultado, y después de varias entrevistas con Graham revocó la decisión y le aceptó en el equipo a modo de prueba, con la condición de que estaría sujeto a reevaluaciones periódicas. Las cicatrices mentales de la tragedia de Graham todavía sangraban, pero demostró ser un magnífico agente, y Philpott no tenía la menor intención de dejarle escapar.

Philpott apretó un botón del intercomunicador que tenía sobre el escritorio.

—Sara, hazles pasar.

Aunque había abandonado de pequeño su Escocia natal, aún conservaba un ligero acento de su entorno céltico.

Apuntó el transmisor en miniatura a la puerta y apretó el botón. La puerta se deslizó a un lado. Cuando todos hubieron entrado, la cerró de nuevo. Indicó los dos sofás de cuero negros apoyados contra la pared, y Kolchinsky fue el primero en sentarse. Encendió de inmediato un cigarrillo.

—Si queréis té o café, servíos dijo Philpott, moviendo la mano en la dirección del distribuidor automático que había a la derecha de su escritorio.

—Con leche y sin azúcar —precisó Graham a Sabrina, y luego se acomodó al lado de Kolchinsky. Sabrina le miró, con los brazos en jarras.

—No soy tu doncella personal.

Whitlock percibió la irritación en los ojos de Philpott y se adelantó con una sonrisa conciliadora.

—Dejad que lo haga el Tío Tom. Mis antepasados tenían mucha práctica, y ahora es como una segunda naturaleza para mí.

—Muy bien, C. W., ya lo haré yo murmuró ella.

—¡Sabrina!

Se volvió hacia Philpott, que señalaba el sofá detrás de ella. Se sentó sin una palabra y meneó la cabeza cuando Whitlock le preguntó si quería café.

Whitlock llenó dos tazas y se sentó de nuevo con la suya, ofreciendo la segunda a Graham.

Philpott abrió el fichero que tenía frente a él.

—Como os dije por teléfono, es una operación Código Rojo. El tiempo no está de nuestra parte. No hay mucho para empezar, pero éstos son los hechos que conocemos. Ayer fue descubierto un vagabundo en Linz. La piel de su cara y de sus manos presentaba graves quemaduras, como si hubiera salido de un incendio. Al examinarle en el hospital se descubrió que había perdido casi todo el cabello y los dientes, y que las lesiones en el estómago e intestinos, así como en el sistema nervioso central, eran irreparables. Los médicos fueron unánimes en el diagnóstico: envenenamiento radiactivo somático. Una dosis de cinco grais absorbida instantáneamente produce efectos fatales al cabo de dos semanas. La autopsia reveló que había absorbido el triple de esa cantidad.

—¿Qué son grais? —preguntó Graham.

—La unidad del sistema internacional para medir las dosis absorbidas de radiación —replicó Whitlock sin mirarle.

Philpott asintió y continuó.

—Consiguió proporcionar unos cuantos datos deslavazados a las autoridades antes de morir. Subió a un tren de mercancías en Wissembourg, en la frontera francoalemana, y encontró seis barriles de cerveza en el vagón, pero cuando rompió uno se quedó bañado en un polvo muy fino. Entonces cubrió los barriles con una tela embreada y bajó del tren en Estrasburgo. Tres días después lo hallaron en Linz.

—¿Han identificado los médicos la sustancia radiactiva? —preguntó Whitlock.

—Plutonio IV.

—Utilizado para fabricar armas nucleares —añadió Whitlock con semblante sombrío.

—Así que los barriles podrían estar en cualquier lugar de Europa —dijo Sabrina.

Philpott llenó de tabaco su pipa de brezo blanco y la encendió cuidadosamente antes de mirar a Sabrina.

—Rectificación: esos barriles podrían estar en cualquier lugar del mundo a estas alturas. Hay que encontrarlos, y de prisa.

Kolchinsky se puso en píe y paseó arriba y abajo de la habitación antes de volverse hacia los demás.

—Ese barril roto es una bomba de relojería. Ya habéis oído lo que ocurrió cuando unas pocas partículas entraron en contacto con el vagabundo. Imaginaos las consecuencias si todo el contenido se escapa a la atmósfera. Chernóbil todavía está fresco en la memoria de todo el mundo. Es absolutamente necesario que evitemos otro desastre nuclear.

Philpott hizo una pausa antes de hablar, para acentuar el efecto de las palabras de Kolchinsky.

—Mike, Sabrina, trabajaréis conjuntamente para seguir el rastro de esos barriles. Y, por el amor de Dios, enterrad el hacha de guerra.

Ambos asintieron de mala gana.

—¿Y si intentamos descubrir quién hay detrás del cargamento? —preguntó Graham, rompiendo el breve silencio.

—Lo único que debe importaros es encontrar el plutonio —Philpott apuntó el extremo de su pipa hacía Whitlock—. En cualquier caso, y con suerte, C. W. averiguará algo por ese lado. Hemos puesto en marcha una serie de programas en el ordenador del cuartel general, y es casi seguro que el plutonio salió de la planta de residuos nucleares que hay en las afueras de Maguncia en Alemania Federal. Es la única planta de reprocesamiento de Europa Occidental especializada en la producción de plutonio IV. Ya he organizado vuestra habitual pantalla como periodistas independientes; a ver qué podéis sacar a la luz. Hasta el momento, las investigaciones iniciales en la planta no nos han revelado nada. No hay noticia de cargamentos ni de robos, de modo que nos las tenemos que ver con auténticos profesionales,

Kolchinsky tomó tres sobres de papel manila del escritorio de Philpott y se los tendió. Contenían los pertrechos habituales para cualquier operación de la UNACO. Un resumen de la misión (para ser destruido después de leerlo), billetes de avión, planos de sus destinos finales, confirmaciones escritas de las reservas hoteleras, contactos (si los hubiera) y cantidades de dinero en las divisas apropiadas. No se limitaba el dinero que podían gastar en el curso de sus misiones, pero al final de cada una debían rendir cuentas a Kolchinsky de sus gastos en forma tabular, adjuntando las facturas relevantes para justificar las cuentas. La puntillosidad que mostraba Kolchinsky a este respecto había dado lugar a un chiste muy popular entre los agentes, en el sentido de que era mejor perder una vida que una factura.

Graham levantó su sobre.

—C. W. emprende viaje a Maguncia. ¿Adónde vamos nosotros?

Philpott exhaló el humo de la pipa hacia el techo.

—A Estrasburgo.