Capítulo 1

Iba a ser la culminación de meses de preparativos: el asesinato del general Konstantin Benin.

Un débil resplandor grisáceo iluminaba las calles de Moscú el lunes por la mañana, como corroborando la predicción meteorológica de que iba a llover a mediodía. Acababa de dar comienzo el noticiario de las seis cuando el camión de mudanzas azul se adentró en uno de los numerosos carriles del anillo periférico del sur. Lena Rodenko apagó el motor y enmudeció el monótono zumbido de la propaganda. Encajó un cigarrillo entre sus labios resecos, buscó en el bolsillo de la chaqueta el encendedor, protegió la llama con sus dedos temblorosos, lo encendió e inhaló profundamente. Era atractiva, pero no prestaba atención a su apariencia personal. Llevaba el corto pelo rojo partido con una raya en medio de la cabeza y unos feos granos de acné cubrían sus pálidas mejillas y la breve barbilla. Miró a su hermano Vasili, sentado junto a ella, y esbozó una débil y nerviosa sonrisa. Vasili, de veintidós años, era tres mayor que ella. Su pelo, en contraste, le caía sobre los hombros, de forma desordenada, y su barba incipiente parecía que hubiera sido pegoteada al azar. Sacó una cinta del bolsillo y la introdujo en el aparato. Era una grabación de un conjunto inglés, que le habían regalado por su cumpleaños, y se había convertido en su posesión más querida. Ninguno de los dos entendía la letra, pero la música representaba todo cuanto era limpio y justo: la democracia. Mientras Lena mordisqueaba el cigarrillo, su mente repasó el contenido del informe que había preparado sobre Benin.

Graduado en la Academia del Ejército Rojo en 1950, fue reclutado por el KGB cuatro años más tarde, pero no se distinguió hasta 1961 como uno de los cerebros organizadores de la Dirección General de Inteligencia de Fidel Castro. Una gran amistad unió desde entonces a los dos hombres. Después pasó varios frustrantes años como agregado militar en Brasil, un destino que los rumores atribuían al temor que embargaba a sus superiores de perder sus cargos. Volvió a Moscú como jefe de la Unidad de Vigilancia. Formó parte durante breve tiempo del cuerpo de profesores de la escuela de espionaje en Gaczyna antes de ser enviado a Angola en 1974 como consejero militar, con mayor categoría; tres años después se puso al frente de la famosa Balashikha, un centro en las afueras de Moscú dedicado al entrenamiento de terroristas internacionales. A continuación, fue nombrado director suplente del Directorio S, la más siniestra división del KGB, cuyas funciones eran el secuestro, el asesinato, el sabotaje y el terrorismo, tanto dentro como fuera del país. Alcanzó la dirección en 1984. Se decía, incluso entre las filas del Politburó, que había enviado a más gente a la muerte en los campos de concentración de Siberia que cualquier otro oficial del KGB en toda su historia.

Sufrieron un revés mientras reunían los datos para el informe. No existía otra foto de Benin que la de su graduación. No le resultó difícil a Lena comprender la ingeniosidad de su táctica. Se había convertido en otro burócrata sin rostro. Al principio lo consideraron un problema insuperable, hasta que alguien señaló que, si bien su rostro no era conocido, sí lo era su coche, una especie de tanque a prueba de balas, como dijo otra persona; necesitarían un misil antitanque para acabar con él. Lena no escuchó el resto de la conversación. Su mente ya estaba maquinando un plan de acción…

Miró el cristal rajado de su reloj barato y se agitó con nerviosismo. Casi había llegado la hora. Como respuesta a sus pensamientos, el transmisor que Vasili llevaba en el regazo cobró vida. Era la señal de que todo funcionaba según lo previsto. Luchó para poner el camión en marcha, y cuando ya creía que había ahogado el motor, éste gruñó y tosió y el camión se adentró en la carretera. Lo detuvo unos sesenta metros más allá, junto a una columna de acero, y dejó el vehículo en punto muerto. Vasili consultó la hora. Faltaban unos cuatro minutos. Saltaron a tierra y se apresuraron a abrir las puertas traseras.

Gennadi Potrovsky no terminaba de creerse su buena suerte. No hacía ni dos días que se dedicaba a conducir transportes de tropas a Kuchino, uno de los centros de entrenamiento del KGB en las afueras de Moscú, y ahora le habían nombrado chófer del general Benin, nada menos. Le ordenaron que no se lo contara a nadie, ni a su esposa embarazada, hasta que el nombramiento fuera oficial. Ella sería la primera en saberlo, y después organizaría una fiesta para anunciarlo a los amigos que se habían graduado con él en la Academia del Ejército Rojo el año anterior. Se alegrarían, pero no ignoraba que la envidia les corroería. Después de todo, Benin era la leyenda de la academia.

Para Potrovsky era el primer día oficial de su nuevo cometido. La víspera tuvo que recorrer el camino una y otra vez hasta aprendérselo de memoria. Le repitieron con insistencia que el general detestaba los inconvenientes. No había visto a Benin, agazapado tras las ventanillas opacas de la parte trasera del Mercedes. Incluso habían oscurecido el cristal que separaba los asientos posteriores de los delanteros. Benin ya había subido al coche, pues prefería llegar el primero. Un ayudante militar le dijo que se trataba de una de las pequeñas manías de Benin. Potrovsky había lavado y sacado brillo al vehículo la noche anterior, y en su celo planchó las dos banderolas que ondeaban a ambos lados del capó. Estaba resuelto a impresionar a Benin.

Tocó el freno con suavidad cuando el Mercedes alcanzó la curva, y aunque vio perfectamente lo que había frente a él (un camión de mudanzas azul detenido en el carril para transportes pesados, y un joven oculto a medias tras un lanzacohetes antitanque montado sobre un trípode), sólo contó con una fracción de segundo para reaccionar. Potrovsky hundió el freno con todas sus fuerzas, y cuando el Mercedes todavía estaba patinando sobre la carretera helada, el misil le alcanzó en un lado. El coche se desintegró en una gran llamarada, y fragmentos de metal retorcido salieron despedidos a unos cuantos metros de altura, aterrizando en el bosque de pinos cubierto de nieve que se extendía al otro lado de la carretera. En el lugar donde había estado el Mercedes sólo quedó un hoyo profundo y mellado, rodeado de fragmentos chamuscados mezclados confusamente.

Lena contempló fascinada el agujero abierto en la carretera. Vasili se encogió de hombros con brusquedad y la abofeteó. Una lágrima resbaló por la comisura de su ojo, pero no desvió la mirada. Vasili la empujó a un lado, separó el lanzacohetes de diecisiete kilos del trípode, y lo tiró en la parte trasera del camión, donde cayó con un ruido sordo sobre la manta gris que habían utilizado para disimularlo. Arrojó también el trípode y cerró las puertas con estrépito. Agarró a Lena del brazo, la arrastró hacia la cabina del camión y la depositó en el asiento del acompañante. Con las prisas puso mal la marcha, y las ruedas chirriaron como protesta cuando no logró controlar ni el embrague ni el acelerador. El camión salió impulsado hacia delante, pero consiguió que el motor no se ahogara, y en cuestión de segundos dobló una curva muy pronunciada, dejando atrás el grotesco cráter, que ya no fue visible por el espejo retrovisor. Miró a Lena. Seguía conmocionada, con los ojos fijos en un punto imaginario del centro del parabrisas. Vasili siempre había dicho que era demasiado joven para participar en la operación, pero ante su insistencia permitió que le acompañara. Lo más irónico del asunto residía en que la idea general del plan fue obra de la muchacha desde el primer momento. Ahora lo principal era ponerse a salvo, en una dacha de Teplvystan, un pueblo a quince kilómetros al sur de Moscú. La dacha pertenecía a un médico que, razonó Vasili, sacaría a Lena del trance; luego ambos partirían hacia Tula, a orillas del río Don, donde pasarían inadvertidos hasta que, con el tiempo, la investigación se diera por cerrada.

De repente, reparó en un Mercedes blanco que le seguía. ¿De dónde había salido con tanta rapidez? Formaba parte del plan levantar señales a la entrada de la carretera tan pronto como hubiera pasado el coche de Benin, advirtiendo a los conductores de una inminente explosión por obras, y desviándoles hacia otra sección de la autopista. Sus ojos no se apartaban del retrovisor, y contemplaba cada vez con mayor aprensión el avance del Mercedes. Trató de calmar su pánico, pues tenía que haber una explicación lógica. La explicación resultó obvia cuando desembocó en un tramo recto tras salvar una curva particularmente cerrada: la carretera estaba bloqueada por un Mercedes y un Zim, y detrás se erguía la amenazadora silueta de un tanque T-72. Su cañón apuntaba directamente al camión que llegaba. Vasili miró hacia atrás, con el pie ya en el freno y la mano sobre la palanca de cambios. El Mercedes estaba cruzado en la carretera, impidiéndole dar marcha atrás, y los ocupantes habían descendido y se mantenían de pie junto al coche empuñando fusiles AK47 en sus manos enguantadas. Cuatro de los cinco hombres que bloqueaban el camino iban armados de forma similar. Vasili apagó el motor de mala gana, y el hombre que no iba armado avanzó y abrió la portezuela del conductor. En cuanto los pies de Vasili tocaron el suelo le aplicaron unas esposas a las muñecas. Contempló impotente cómo se apoderaban de Lena, la esposaban y la trasladaban al Zim. El hombre desarmado extrajo una tarjeta plastificada de identificación y se la mostró a Vasili: Directorio S.

La portezuela trasera del Mercedes se abrió, y se apeó un hombre alto, de rostro como cincelado a martillazos. Se caló un sombrero forrado de piel sobre su corto cabello blanco mientras se aproximaba al camión de mudanzas, los ojos fijos en la cara de Vasili.

—Permítame que me presente. Soy el general Konstantin Benin.

Vasili no experimentó sorpresa alguna. El plan había fracasado de una forma espantosa, pero ¿desde qué momento? Formuló la pregunta en voz alta.

Benin rebuscó en el camión, paró la música y sacó la cinta antes de responder.

—En estos asuntos hay que mantener cuidadosamente alejadas a las mujeres y la bebida. Por fortuna, uno de sus colegas no lo sabía.

—¿Quién? Vasili lamentó al instante haber tragado el anzuelo.

—Pronto lo averiguará. La mayoría de sus cómplices en la conspiración ya han sido detenidos.

—¿Desde cuándo lo sabían?

—Desde el principio. Llevamos vigilando su piso dos meses.

Mire esto, general —el hombre desarmado indicaba con gestos la parte trasera del camión—. No es de los nuestros, señor.

—No, es verdad.

Benin echó una ojeada al interior del camión y acarició el lanzamisiles Carl Gustav de fabricación inglesa.

Benin volvió hacia Vasili, sujetó la cinta con ambas manos y la partió en dos. La cinta se desparramó sobre la carretera. Introdujo las dos mitades del cartucho en el bolsillo del anorak de Vasili.

—Anatoli —llamó autoritariamente, una vez Vasili fue conducido al Zim.

El ayudante de Benin salió corriendo de la parte trasera del camión.

—¿Sí, camarada general?

—Quiero que se encargue personalmente de la viuda de Potrovsky. Asegúrese de que le concedan una pensión del Estado.

—Ultimé los detalles anoche.

—Bien. Ah, y envíele unas flores en mi nombre con las frases de rigor.

—Sí, camarada general. ¿Algún comunicado a la prensa?

—Que sea breve. Cuénteles algo sobre un inesperado retraso que me salvó la vida. Mencione el misil, pero no su procedencia. Puede añadir también que dos jóvenes, los presuntos autores del atentado, fueron tiroteados por resistirse a la detención. Envíelo a la Tass esta misma mañana.

—¿Los someterá a juicio público, camarada general?

—Lo pensé por un momento, pero ¿cómo podría hacerlo si no habrá acusados? Palmeó el hombro de Anatoli y volvió al Mercedes.

El chófer cerró la portezuela y, al cabo de unos segundos, el coche se alejaba del control, rumbo al sur. Sólo aminoró la velocidad al acercarse a las afueras de Teplvystan, donde se desvió por una estrecha carretera que se adentraba en el parque forestal de Bittsevsky, una vista panorámica de barrancas y gargantas sembradas de abetos, robles y pinos. El cartel de la entrada era lo bastante amenazador: ¡ALTO! PROHIBIDO PASAR. RESERVA ACUÁTICA. El chófer detuvo el Mercedes frente a una puerta de madera, unos doscientos metros más allá, y mostró su tarjeta de identificación al oficial del KGB, que les cedió el paso al instante. La carretera terminaba en un callejón sin salida al cabo de unos cuatrocientos metros, y el chófer condujo el vehículo al aparcamiento adyacente, casi desierto a esa hora de la mañana.

Benin bajó y se dirigió a la caseta de guardia, donde mostró sus credenciales a los tres centinelas armados. Tras comprobar su autenticidad, activaron el torniquete electrónico. Los tres saludaron a Benin cuando pasó, pero, como siempre, él les ignoró. Recorrió un sendero flanqueado por amplias extensiones de césped y macizos de flores espectacularmente coloreados (se rumoreaba que eran flores de plástico para que pudieran exhibirse durante todo el año), subió un tramo de escaleras y atravesó las puertas dobles del edificio de aluminio y cristal en forma de estrella triple. Faltaba una hora para que se abriera el quiosco, pero tras exhibir su tarjeta a un guardia, Benin pidió que se le enviara a su despacho un ejemplar de Pravda en cuanto llegara.

Subió en ascensor a la séptima planta y caminó por el pasillo desierto hasta el último complejo de oficinas. Una de las muchas ventajas de su trabajo consistía en contemplar desde el último piso la impresionante vista de los bosques circundantes. Activó la cerradura con la banda magnética de su tarjeta de identificación y repitió la acción en la puerta interior que daba paso a su despacho privado, cerrándola de nuevo en cuanto entró para sentirse a salvo de cualquier riesgo. Dio la luz, tomó asiento tras su sólido escritorio de roble (fabricado, por orden suya, con madera de roble de Bittsevsky), abrió su agenda forrada de piel y repasó las actividades del día. Faltaba un nombre, el nombre de su agente en Europa más valioso y de confianza, cuya identidad no aparecía en ninguno de los documentos de su oficina. El agente al que había llamado especialmente a primera hora de la mañana para establecer contacto. Cerró la agenda y giró la silla para desbloquear la caja fuerte empotrada en la pared. De ella sacó un manojo de llaves, seleccionó una y la usó para abrir el cajón inferior de la izquierda de su escritorio. Estaba dividido en dos secciones: una cerradura aseguraba la posterior. La abrió también y sacó un teléfono. En un mundo de micrófonos ocultos y vigilancia continua, consideraba indispensable guardar siempre un as en la manga. Marcó un número, y mientras aguardaba la respuesta sabía que estaba utilizando una línea más privada que la que unía el Kremlin con la Casa Blanca. Uno de los proyectos que había ocupado su interés en los últimos años era intervenir las conversaciones telefónicas de la jerarquía del Kremlin. ¡Lo que sabía de sus vidas privadas…!

Alguien levantó el auricular al otro extremo de la línea.

—Brasil —dijo Benin.

—Mil novecientos sesenta y siete replicó el otro. Era el código acordado. Benin continuó:

—¿Hubo problemas para introducir la carga en el tren?

—Ninguno; el camuflaje funcionó a la perfección.

—¿Y el tren?

—Salió a la hora prevista. Todos los hombres se hallan en sus puestos, y el plan se desarrolla según lo decidido, sin problemas.

Benin colgó, guardó el teléfono bajo llave y después, tras asegurar el cajón, devolvió las llaves a la caja fuerte, la cerró e hizo girar el cuadrante. Se sentó en la butaca, con las manos enlazadas en la nuca. El intento de asesinato había sido desbaratado y su proyecto magistral en el continente marchaba de acuerdo con sus planes. Iba a ser una buena semana.