DON JUAN MONTÓ en mi coche y me dijo que los dos viajaríamos a la ciudad de Oaxaca, por última vez. Expresó muy claramente que jamás volveríamos a estar juntos ahí. Dijo que quizás sus sentimientos regresarían, pero ya nunca más la totalidad de sí mismo.
En Oaxaca, don Juan pasó horas mirando cosas mundanas y triviales, el color desteñido de las paredes, las siluetas de las montañas lejanas, la configuración de las grietas en el cemento de las aceras, las caras de la gente. Fuimos a la plaza y nos sentamos en su banca favorita que, como siempre, se encontraba desocupada cuando quería usarla.
Durante nuestra larga caminata por la ciudad hice mi mejor esfuerzo por entrar en un estado de tristeza, pero simplemente no pude lograrlo. Había algo festivo en su partida. Lo explicó como el vigor irrestringible de la libertad total.
—La libertad es como una enfermedad contagiosa —dijo—. Es transmitida; su portador es el nagual impecable. Quizá la gente no lo aprecie, pero eso se debe a que no quieren ser libres. La libertad es aterradora. Recuérdalo. Pero no para nosotros. Durante casi toda mi vida me he preparado para este momento. Y tú harás lo mismo.
Repitió una y otra vez que, en la fase en que me encontraba, ninguna suposición racional debía interferir con mis acciones. Repitió que el cuerpo de ensueño y la barrera de la percepción son posiciones del punto de encaje, y que ese conocimiento resulta tan vital para los videntes como el leer y escribir para el hombre moderno. Ambos son logros que se alcanzan después de años de práctica.
—Es muy importante que ahora mismo recuerdes la ocasión en que tu punto de encaje alcanzó esa posición y creó tu cuerpo de ensueño —dijo con tremenda urgencia.
Sonrió y comentó que quedaba muy poco tiempo, y que el recuerdo del viaje principal de mi cuerpo de ensueño colocaría a mi punto de encaje en posición para romper la barrera de la percepción y alinear otro mundo.
—El cuerpo de ensueño es conocido por diferentes nombres —dijo tras una larga pausa—. El nombre que más me gusta es el otro. Ese término pertenece a los antiguos videntes, junto con el estado de ánimo que evoca. No me interesa sobremanera el estado de ánimo que evoca, pero tengo que reconocer que me gusta el término. Es misterioso, prohibido. Al igual que los antiguos videntes, me provoca una sensación de oscuridad, de sombras. Los antiguos videntes decían que el otro siempre se presenta envuelto en un velo de viento.
A lo largo de los años, don Juan y sus compañeros videntes trataron de hacerme comprender que podemos estar en dos lugares a la vez, que podemos experimentar una especie de dualidad perceptual.
Mientras don Juan hablaba, comencé a recordar algo tan profundamente olvidado que, al principio, era como si sólo hubiera escuchado hablar de ello. Paso a paso, me di cuenta de que yo mismo viví esa experiencia.
Había estado en dos lugares a la vez. Esto tuvo lugar una noche, en las montañas del norte de México. Durante todo el día recolecté plantas con don Juan, como parte de sus enseñanzas en la conciencia normal. Nos detuvimos para pasar la noche y casi me dormí de cansancio cuando de pronto se presentó una ráfaga de viento y don Genaro brotó de la oscuridad, justo frente a mí, y casi me mata del susto.
Mi primer pensamiento fue de sospecha. Pensaba que don Genaro estuvo escondido entre los arbustos durante todo el día, esperando a que cayera la oscuridad antes de hacer su aterradora aparición. Al verlo haciendo cabriolas a mi alrededor, me di cuenta de que, esa noche, había algo verdaderamente extraño acerca de él. Algo palpable, real, y sin embargo, algo que yo no podía precisar.
Bromeó conmigo e hizo payasadas, llevando a cabo actos que desafiaban mi razón. Al ver mi congoja, don Juan se rió como idiota. Cuando juzgó que había llegado el momento oportuno, me hizo cambiar a la conciencia acrecentada y durante un momento pude verlos como a dos burbujas de luz. Genaro no era el don Genaro que yo conocía en mi estado de conciencia normal, sino su cuerpo de ensueño. Lo sabía, porque lo vi como una bola de fuego suspendida sobre el suelo. No estaba arraigado como don Juan. Era como si Genaro, la burbuja de luz, estuviera a punto de despegar, ya en el aire, a medio metro de la tierra, listo para remontarse velozmente.
Otra cosa hice esa noche, y que de repente se me presentó con claridad al recordar el evento, fue que supe automáticamente que tenía que mover los ojos para hacer moverse a mi punto de encaje. Con mi intento, podía alinear las emanaciones que me hacían ver a Genaro como una burbuja de luz, o podía alinear las emanaciones que me hacían verlo solamente raro, desconocido, extraño.
Cuando encontraba raro a Genaro, sus ojos tenían un destello malévolo; eran como los ojos de una bestia en la oscuridad. Pero, con todo, eran ojos. No los vi como puntos de luz ambarina.
Esa noche don Juan dijo que Genaro iba a ayudarme a mover mi punto de encaje a gran profundidad, que debía imitarlo y seguirlo en todo lo que hiciera. Genaro empezó a rotar sus caderas y a impulsar la pelvis hacia adelante con gran fuerza. Me pareció un gesto obsceno. Lo repitió una y otra vez, moviéndose como si bailara.
Don Juan me codeó, animándome a imitar a Genaro, y lo hice. Los dos dimos de vueltas, ejecutando el grotesco movimiento. Después de un rato, tuve la sensación de que mi cuerpo llevaba a cabo el movimiento por su cuenta, sin la participación de mi verdadero yo. La separación entre mi cuerpo y mi verdadero yo se volvió aún más pronunciada, y en un momento dado, yo contemplaba una escena ridícula en la que dos hombres se hacían gestos lascivos el uno al otro.
Contemplé la escena fascinado y de repente vi que yo era uno de los dos hombres. En cuanto me di cuenta de ello sentí que algo me jalaba y me encontré, de nuevo, rotando las caderas y empujando la pelvis hacia atrás y hacia adelante, al unísono con Genaro. Casi de inmediato, vi que otro hombre estaba parado junto a don Juan mirándonos. El viento soplaba a su alrededor. Veía como le erizaba el caballeo. El viento parecía apretarlo, como si lo protegiera, o quizás, al contrario, como si tratara de hacerlo desaparecer de un soplido.
Tardé en darme cuenta de que yo era ese otro hombre. Y al hacerlo, recibí el susto del siglo. Una fuerza física imponderable me separó, como si estuviera hecho de fibras, y me encontré mirando a un hombre, que era yo mismo, moviéndose con Genaro mientras me contemplaba boquiabierto. Y a la vez, yo miraba a un hombre desnudo, que también era yo mismo, que miraba boquiabierto mientras yo hacía gestos lascivos con Genaro. La impresión fue tan grande que rompí el ritmo de mis movimientos y caí al suelo.
Luego sentí que don Juan me ayudaba a ponerme de pie. Genaro y el otro yo, el yo desnudo, habían desaparecido.
Recordé que don Juan se negó a discutir el suceso. No lo explicó, con la excepción de decir que Genaro era un experto en crear su doble, o el otro, y que yo tuve largas interacciones con el doble de Genaro en estados de conciencia normal, sin siquiera haberme dado cuenta de ello.
—Esa noche, como hacía en cientos de ocasiones antes, Genaro hizo que tu punto de encaje se moviera a gran profundidad —comentó don Juan cuando le hube relatado todo lo que recordaba—. Su poder era tal que arrastró tu punto de encaje a la posición en que aparece el cuerpo de ensueño. Viste a tu cuerpo de ensueño contemplándote. Y fue su baile lo que logró todo eso.
Le pedí que me explicara como pudo el movimiento lascivo de Genaro producir un efecto tan drástico.
—Eres un puritano —dijo—. Genaro utilizó tu enorme molestia y tu vergüenza al tener que hacer gestos lascivos. Como él estaba en su cuerpo de ensueño, podía ver las emanaciones del Águila; con esa ventaja le resultaba facilísimo mover tu punto de encaje.
Dijo que lo que Genaro me ayudó a lograr esa noche no era gran cosa, que Genaro movió mi punto de encaje haciéndolo generar un cuerpo de ensueño mucha, muchas veces, pero que esos eventos no eran lo que él quería que yo recordara.
—Quiero que vuelvas a alinear las emanaciones adecuadas y recuerdes la ocasión en que realmente despertaste en una posición de ensueño —dijo.
De pronto, pareció explotar adentro de mí una oleada de energía, y supe lo que quería que recordara. Sin embargo, no podía concentrar mi memoria en el evento completo. Sólo recordaba un fragmento de lo ocurrido.
Recordé que cierta mañana, estando yo en un estado de conciencia normal, don Juan, don Genaro y yo nos sentamos en esa misma banca. De repente, don Genaro dijo que iba a hacer que su cuerpo dejara la banca, pero sin levantarse. Su declaración estaba totalmente fuera del contexto de lo que estuvimos discutiendo. Yo estaba acostumbrado a la manera ordenada y didáctica de don Juan. Me volví hacia él esperando alguna seña, pero él permaneció impasivo, mirando de frente como si don Genaro y yo no estuviéramos ahí.
Don Genaro me codeó para atraer mi atención, y luego me hizo presenciar algo extremadamente inquietante. De hecho, vi a Genaro al otro lado de la plaza. Me llamaba a señas. Pero también vi a don Genaro sentado a mi lado, mirando de frente, al igual que don Juan.
Yo quería decir algo, expresar mi asombro, pero estaba atónito, prisionero de una fuerza que no me dejaba hablar. De nuevo, vi a Genaro al otro lado del parque. Allí, seguía, haciéndome un gesto con la cabeza para que me uniera a él.
Mi angustia emocional crecía por segundos. Mi estómago comenzaba a alterarse, y de pronto tuve una visión de túnel, un túnel que iba directamente hacia Genaro. En ese momento, una gran curiosidad, o un gran temor, que por cierto parecían ser la misma cosa, me atrajo hasta donde él estaba. Volé por los aires y llegué adonde estaba Genaro. Me hizo volver la cabeza y señaló a las tres personas que estaban sentadas en la banca, en una posición estática, como si el tiempo se hubiera detenido.
Sentí una terrible molestia, una comezón interna, como si se hubieran incendiado mis órganos internos. Instantáneamente, me hallé de vuelta en la banca, pero Genaro ya no estaba allí. Desde el otro lado de la plaza se despidió de mí con la mano y desapareció entre la gente que iba al mercado.
Don Juan estaba encantado. No dejaba de mirarme. Se puso de pie y caminó a mi alrededor. Volvió a sentarse y no podía conservar una expresión seria mientras me hablaba.
Entendí por qué actuaba de esa manera. Sin la ayuda de don Juan, entré en un estado de conciencia acrecentada. Genaro logró que mi punto de encaje se moviera por su cuenta.
No pude evitar reírme al ver mi cuaderno de apuntes, que don Juan guardó solemnemente en su bolsillo. Dijo que iba a usar mi estado de conciencia acrecentada para mostrarme que no tiene fin el misterio del hombre ni el misterio del mundo. Enfoqué toda mi concentración en sus palabras. De pronto, don Juan dijo algo que no entendí. Le pedí que lo repitiera. Comenzó a hablar muy despacio y muy quedo. Pensé que bajó la voz para no llamar la atención. Escuché atentamente, pero no entendía una palabra de lo que decía; o bien me hablaba en una lengua extranjera o decía cosas sin sentido. Lo más extraño de todo esto era que algo había atraído mi entera atención; o era el ritmo de su voz o el hecho de que yo me estaba forzando por entender lo que decía. Tenía la sensación de que mi mente era diferente que de costumbre, aunque no podía precisar cuál era la diferencia. Me costaba trabajo pensar, razonar lo que estaba ocurriendo.
Don Juan me susurró al oído. Dijo que como entré en la conciencia acrecentada sin ayuda alguna de su parte, mi punto de encaje se hallaba muy maleable, y que, si yo quería, podía dejarlo moverse profundamente en el lado izquierdo, quedándome medio dormido en esa banca. Me aseguró que él cuidaría de mí, que no tenía nada que temer. Me instó a dejar que mi punto de encaje se moviera.
Al instante, sentí la pesadez del sueño profundo. En cierto momento me di cuenta de que soñaba. En mi sueño vi una casa que me era algo familiar. Me acercaba a ella como si caminase por la calle. Había otras casas, pero no podía prestarles ninguna atención. Algo en mí estaba fijo en esa casa en particular. Era una casa moderna, de estuco, con un jardín de cactos al frente.
Cuando me acerqué a esa casa, tuve una sensación de intimidad con ella, como si la hubiera soñado muchas veces con anterioridad. Caminé por un sendero de grava hasta la puerta principal; estaba abierta y pasé al interior. A la derecha había un vestíbulo a oscuras y una gran sala, amueblada con un diván de color rojo oscuro y con dos sillones que hacían juego con él, colocados en una esquina. Definitivamente no podía ajustar mi visión y sólo podía ver lo que tenía frente a los ojos.
Una mujer joven, de quizá veinticinco años, estaba de pie junto al diván, como si se hubiera incorporado cuando entré. Era delgada y alta, exquisitamente vestida con un traje sastre verde. Tenía cabello oscuro, casi negro, llameantes ojos color café que parecían sonreír y una nariz puntiaguda, finamente labrada. Su cutis era claro pero el sol la había dorado confiriéndole un suntuoso bronceado. Me pareció enormemente hermosa. Parecía ser estadounidense. Me saludó con un movimiento de cabeza, sonriéndome, y extendió las manos con las palmas hacia abajo, como si me ayudara a incorporarme.
Ceñí sus manos con un movimiento extremadamente torpe. Me asusté a mí mismo y quise retroceder, pero me retuvo con firmeza y a la vez con gran suavidad. Sus manos eran largas y hermosas. Me habló en español, con el leve rastro de un acento extranjero. Me suplicó que no me agitara, que sintiera sus manos, que concentrara mi atención en su rostro y en el movimiento de sus labios. Quería preguntarle quién era, pero no podía pronunciar una sola palabra.
Luego escuché la voz de don Juan en mi oído: «Oh, ahí estás», como si en ese momento me encontrara. Yo estaba sentado con él en la banca del parque. Pero también escuchaba la voz de la joven. Dijo: «Ven a sentarte conmigo». Hice precisamente eso y comencé la más increíble serie de cambios de puntos de vista. Alternadamente, estaba con don Juan y con aquella joven. Veía a ambos con toda la claridad del mundo.
Don Juan me preguntó si la joven me gustaba, si me parecía atractiva y serena. No podía hablar, pero de alguna manera le transmití el sentimiento de que efectivamente la joven me gustaba enormemente. Sin ningún motivo aparente, pensé que ella era un parangón de bondad, una persona indispensable en lo que don Juan hacía conmigo.
Don Juan me habló nuevamente al oído y dijo que si esa joven me gustaba tanto debería despertar en su casa, que mi sentimiento de afecto por ella me guiaría.
Me sentía lleno de risa, temerario. Una sensación de excitación ondeó a lo largo de mi cuerpo. Sentía como si, de hecho, la excitación me desintegrara, y de pronto, con toda felicidad, me hundí en una negrura, indescriptiblemente negra, sin importarme lo que me ocurriera. Después me hallé en la casa de la joven. Yo estaba sentado en el diván con ella.
Tras un instante de absoluto pánico, me di cuenta que, de alguna manera, no estaba completo. Algo de mí estaba ausente. Sin embargo, la situación no me parecía peligrosa. Por mi mente cruzó la idea de que estaba ensoñando y que tarde o temprano iba a despertar en la banca de la plaza en Oaxaca, con don Juan, donde yo realmente estaba.
La joven me ayudó a incorporarme y me llevó a un baño en el que había una gran tina llena de agua. Yo estaba completamente desnudo. Con suavidad, me hizo meterme a la tina y me sostuvo la cabeza mientras flotaba a medias.
Después de un rato me ayudó a salir del agua. Me sentí débil y flojo. Me acosté en el diván de la sala y ella se acercó a mí. Escuchaba los latidos de su corazón y la presión de la sangre que corría por su cuerpo. Sus ojos eran como dos fuentes radiantes de algo que no era luz, ni calor, sino algo entre ambos. Pensé que veía la fuerza de la vida que se proyectaba fuera de su cuerpo a través de sus ojos. Toda ella era como un horno vivo; resplandecía.
Sentí un extraño temblor que agitó todo mi ser; como si mis nervios hubieran quedado expuestos y alguien los pulsara. La sensación era agonizante. Luego, o me desmayé o me quedé dormido.
Cuando desperté, alguien me ponía toallas remojadas en agua fría en la cara y en la nuca. Vi a la joven sentada a mi lado, a la cabecera de la cama en la que yo estaba acostado. Había una cubeta de agua sobre la mesa de noche y era ella quien me ponía las toallas. Don Juan estaba parado a los pies de la cama, con mi ropa doblada sobre el brazo.
En ese momento desperté por completo. Me senté. Estaba cubierto con una cobija.
—¿Cómo está el viajero? —preguntó don Juan sonriendo—. ¿Ya estás entero?
Eso era todo lo que podía recordar. Le narré este episodio a don Juan, y mientras le hablaba, recordé otro fragmento. Recordé que don Juan se burló de mi y me echó en cara el haberme encontrado desnudo en la cama de la joven esa. Sus comentarios me irritaron terriblemente. Me había puesto la ropa y lleno de furia, salí de la casa a grandes pasos.
Don Juan me había alcanzado en el jardín de enfrente. Con un tono muy serio había comentado que nuevamente yo estaba mostrando cuán fea y estúpida era mi persona, que me volví a unificar al sentirme avergonzado, lo que le demostraba que mi importancia personal no tenía límites. Pero con un tono conciliatorio agregó que eso no era muy significativo en aquel momento; lo que era significativo era el hecho de que yo moví mi punto de encaje a gran profundidad, y que en consecuencia viajé una distancia enorme.
Habló de maravillas y de misterios, pero yo no pude escucharlo, pues estaba atrapado entre el terror y la importancia personal. Mi furia era colosal. Estaba seguro de que don Juan me había hipnotizado en el parque y me había llevado a la casa de esa joven, y que ambos me hicieron cosas terribles.
Mi furia se vio interrumpida. Algo ahí en la calle era tan horripilante, tan impresionante para mí, que mi enojo se apagó al instante. Pero antes de que mis pensamientos quedaran completamente reordenados, don Juan me golpeó la espalda y no quedó riada de lo que acababa de ocurrir. Me hallé de vuelta en mi bienaventurada estupidez cotidiana, escuchando contentamente a don Juan, preocupándome de que si realmente me tenía afecto.
Mientras le contaba a don Juan el nuevo fragmento que acababa de recordar me di cuenta de que uno de sus métodos para controlar mi agitación emocional era hacerme cambiar a la conciencia normal.
—El olvido es lo único que da alivio a quienes penetran en lo desconocido —dijo—. ¡Qué alivio estar en el mundo ordinario!
—Ese día, lograste una hazaña maravillosa. Lo esencial para mí era no dejar que la enfocaras. Justo cuando comenzaste a sentir verdadero pánico, te hice cambiar a la conciencia normal; moví tu punto de encaje más allá de la posición en la que ya no hay dudas. Para los guerreros existen dos posiciones tales. En una ya no tienen dudas porque lo saben todo. En la otra, que es la conciencia normal, no tienen dudas porque no saben nada.
—Era prematuro para ti que entonces supieras lo que realmente había pasado. Pero creo que el momento preciso para saberlo es ahora mismo. Mirando esa calle, estabas a punto de saber dónde despertó tu cuerpo de ensueño. Ese día recorriste una enorme distancia.
Don Juan me estudió con una mezcla de regocijo y tristeza. Yo hacía todo lo posible por mantener bajo control la extraña agitación que sentía. Sentía que algo de terrible importancia para mí estaba perdido en mi memoria o como hubiera dicho don Juan, en algunas emanaciones sin usar que alguna vez fueron alineadas.
Mi lucha por mantener la calma resultó ser el acto equivocado. Las rodillas se me aflojaron y sentí espasmos nerviosos a lo largo de mi sección media. Murmuré, incapaz de formular mi pregunta. Tuve que tragar con fuerza y respirar profundamente antes de recuperar la calma.
—Cuando llegamos a sentarnos aquí para platicar, dije que ninguna suposición racional debe interferir con las acciones de un vidente —prosiguió con un tono duro—. Sabía que para recordar lo que has hecho, tendrías que arreglártelas sin la racionalidad, pero tendrías que hacerlo en el nivel de conocimiento en el que estás ahorita.
Explicó que yo tenía que comprender que la racionalidad es una condición del alineamiento, el resultado de la posición del punto de encaje. Recalcó que tenía que entender esto estando en un estado de gran vulnerabilidad, como ocurría en aquel momento. Era inútil entenderlo cuando mi punto de encaje hubiera alcanzado la posición en la que no hay dudas, porque comprensiones de esa naturaleza son trivialidades en esa posición. Resultaba igualmente inútil entenderlo en un estado de conciencia normal; en un estado así, ese tipo de comprensiones eran explosiones emocionales que tienen validez sólo mientras dura la emoción.
—He dicho que ese día recorriste una gran distancia —agregó con calma—. Y lo dije porque lo sé. Yo estaba ahí, ¿recuerdas?
El nerviosismo y la ansiedad me hacían sudar profusamente.
—Viajaste porque despertaste en una posición de ensueño lejana —prosiguió—. Cuando Genaro te jaló ese día, desde esta misma banca y te hizo cruzar la plaza, arregló todo para que tu punto de encaje se moviera del sitio de la conciencia normal hasta la posición en la que aparece el cuerpo de ensueño. En un abrir y cerrar de ojos, tu cuerpo de ensueño voló una increíble distancia. Y sin embargo la gran distancia no es lo importante; la posición de ensueño lo es. Si tiene la suficiente fuerza para atraerte, puedes ir hasta los confines de este mundo o más allá, al igual que los antiguos videntes. Muchos de ellos desaparecieron de este mundo porque despertaron en una posición de ensueño más allá de los límites de lo conocido. Aquel día tu posición de ensueño estaba en este mundo, pero a bastante distancia de la ciudad de Oaxaca.
—¿Cómo se lleva a cabo un viaje así? —pregunté.
—No hay manera de saber cómo ocurre —dijo—. Una fuerte emoción, o un intento inflexible, o un gran interés sirven como guía; después el punto de encaje queda poderosamente fijo en la posición de ensueño, durante suficiente tiempo para arrastrar hasta allí a todas las emanaciones interiores del capullo.
Don Juan dijo que, a lo largo de nuestros años de asociación me hizo ver incontables veces, ya fuera en estados de conciencia normal o en estados de conciencia acrecentada; y las incontables cosas que yo vi comenzaban ahora a cobrar más coherencia. Esta coherencia no era ni lógica ni racional pero sin embargo, de alguna manera extraña, aclaraba todo lo que yo había hecho, todo lo que me habían hecho, y todo lo que había visto en esos años a su lado. Dijo que ahora necesitaba una última clarificación: la coherente pero irracional realización de que todo lo que hemos aprendido a percibir en el mundo está inextricablemente ligado a la posición en que se localiza el punto de encaje. Si el punto de encaje se mueve de esa posición, el mundo deja de ser lo que es para nosotros.
Don Juan declaró que un desplazamiento del punto de encaje más allá de la línea media del capullo del hombre hace que el mundo que percibimos y conocemos desaparezca de vista en un instante, como si lo hubieran borrado, porque la estabilidad, la sustancialidad que parece pertenecer a nuestro mundo perceptible es simplemente la fuerza del alineamiento. Ciertas emanaciones se alinean rutinariamente debido a la fijeza del punto de encaje en un sitio específico; eso es todo lo que es nuestro mundo.
—La solidez del mundo no es el espejismo —prosiguió—, el espejismo es la fijeza del punto de encaje en cualquier sitio. Cuando los videntes mueven sus puntos de encaje no confrontan una ilusión, enfrontan otro mundo; ese mundo nuevo es tan real como el que ahora contemplamos, pero la nueva fijeza de sus puntos de encaje en el nuevo sitio, que produce ese nuevo mundo, es un espejismo en igual medida en que lo es la fijeza en el sitio cotidiano.
—Considérate a ti mismo, por ejemplo; ahora estás en un estado de conciencia acrecentada. Todo lo que haces y ves en un estado así no es una ilusión; es tan real como el mundo que enfrentarás mañana en tu vida diaria, y sin embargo, mañana, no existirá el mundo del que ahora eres testigo. Sólo existe cuando tu punto de encaje se mueve al sitio específico en el que estás ahora.
Agregó que, una vez terminado su entrenamiento, la tarea que enfrentan los guerreros es una tarea de integración. En el curso de su entrenamiento, los guerreros, y especialmente los hombres naguales se ven instados a mover sus puntos de encaje a tantos sitios como sea posible. A medida que los recuerdan los integran en un todo coherente.
—Por ejemplo, si movieras tu punto de encaje a una posición específica, recordarías quién es esa joven —prosiguió con una extraña sonrisa—. Tu punto de encaje ha estado en ese sitio cientos de veces. Integrarlo debería ser la cosa más fácil para ti.
Como si mis recuerdos dependieran de su sugerencia, comencé a tener vagas memorias, sentimientos inacabados. Parecía atraerme una sensación de afecto ilimitado; una fragancia extremadamente agradable permeó el aire, justo como si alguien se hubiera acercado a mí por detrás y me hubiera vertido encima ese perfume. Incluso volví la cabeza para ver si alguien estaba allí. Y entonces recordé. ¡Era Carol, la mujer nagual! Acababa de estar con ella el día anterior. ¿Cómo era posible haberla olvidado?
Viví un momento indescriptible en el que corrieron por mi mente todos los sentimientos de mi repertorio sicológico. Me preguntaba a mí mismo si era posible que hubiera despertado en su casa en Tucson, en los Estados Unidos, a tres mil doscientos kilómetros de distancia. Y me azoraba la certeza de que cada una de las instancias de la conciencia acrecentada son tan aisladas que quizá jamás podría recordarlas.
Don Juan se acercó a mi y me puso el brazo sobre el hombro. Dijo que sabía exactamente lo que yo sentía. Su benefactor lo había hecho vivir una experiencia parecida. Y su benefactor trató de hacer con él exactamente lo que él ahora hacía conmigo: tranquilizar con palabras. Había apreciado el esfuerzo y el buen deseo de su benefactor, pero, como ahora, había dudado entonces que hubiera alguna manera de tranquilizar a quienquiera que ha efectuado el viaje del cuerpo de ensueño.
No existía más duda en mi mente. Algo en mí recorrió la distancia entre las ciudades de Oaxaca en México y Tucson en los Estados Unidos. Sentí un extraño alivio, como si finalmente hubiera expiado mi culpabilidad.
Durante los años que pasé con don Juan, tuve lapsos de continuidad en la memoria. Que aquel día estuviera en Tucson, con él, era uno de esos vacíos. Recordaba no poder evocar como había llegado a Tucson. Pensé que el vacío era resultado de mis actividades con don Juan. Siempre se cuidaba mucho de no despertar mis sospechas racionales en estados de conciencia normal, pero si las sospechas resultaban inevitables, siempre las despachaba secamente sugiriendo que la naturaleza de nuestras actividades fomentaba serias disparidades de la memoria.
Le dije a don Juan que como los dos habíamos acabado en el mismo lugar aquel día, me preguntaba si era posible que dos o más personas despertaran en la misma posición de ensueño.
—Pues claro que sí —dijo—. Ya te lo he dicho docenas de veces. Así es como los antiguos brujos toltecas partían en grupos hacia lo desconocido. Se seguían uno, al otro. No hay manera de saber cómo sigue una persona a otra. Simplemente eso sucede así. Lo hace el cuerpo de ensueño. La presencia de otro ensoñador lo lleva a hacerlo. Aquel día tú me jalaste contigo. Y te seguí porque quería estar contigo.
Tenía tantas preguntas que hacerle, pero todas y cada una me parecían superfluas.
—¿Cómo es posible que no recordara a la mujer nagual? —murmuré, y una horrorosa angustia y añoranza se apoderaron de mí. Trataba de ya no sentirme triste, pero de repente, la tristeza fue dolor físico y me rasgó.
Aún no lo recuerdas —dijo don Juan tocándome la cabeza—. Sólo puedes recordarla cuando se mueve tu punto de encaje. Para ti, ella es como un fantasma, y eso mismo eres tú para ella. Tú la has visto una vez estando en conciencia normal, pero ella jamás te ha visto en su conciencia normal, Eres para ella un personaje, tanto como ella lo es para ti. Con la diferencia de que quizás un día tú despiertes y lo integres todo. Quizá tenga suficiente tiempo para hacerlo, pero ella, no lo tendrá. Su tiempo está contado.
Sentí ganas de protestar contra una terrible injusticia. Mentalmente, preparé una descarga de objeciones, pero nunca les di voz. La sonrisa de don Juan era radiante. Sus ojos brillaban con gozo y malicia puros. Tuve la sensación de que esperaba mis declaraciones, porque sabía lo que yo iba a decir. Y esa sensación me detuvo, o más bien no dije nada porque mi punto de encaje se movió nuevamente, por su cuenta. Y supe entonces que no se le podía tener lástima a la mujer nagual por no disponer de tiempo, y que yo tampoco podía regocijarme de tenerlo.
Don Juan me leía como a un libro. Me instó a que redondeara mi comprensión y que expresara la razón porque, en este caso, un guerrero no puede sentir lástima o regocijo. Durante un instante sentí que sabía el porqué. Pero perdí la pista.
—La emoción de tener tiempo es igual a la emoción de no tenerlo —dijo—. Todo es lo mismo.
—Sentir tristeza no es lo mismo que sentir lástima —dije—. Y me siento terriblemente triste.
—¿A quién le importa la tristeza? —dijo—. Piensa sólo en los misterios: el misterio es lo único que importa. Somos seres vivientes; tememos que morir y renunciar a nuestra conciencia. Pero, si pudiéramos cambiar tan sólo un matiz, un hilo de eso, ¡qué misterios deben aguardarnos! ¡Qué misterios!