AL DÍA SIGUIENTE le pedí una y otra vez a don Juan que me explicara nuestra apresurada salida de la casa de Genaro. Se negó a siquiera mencionar el incidente. Y Genaro tampoco me ayudó. Cada vez que le preguntaba me guiñaba el ojo, y se sonreía con una mueca de idiota.
Por la tarde, don Juan vino al patio trasero de la casa, donde yo estaba hablando con sus aprendices. Como si les hubieran dado una señal, todos los aprendices se fueron al instante.
Don Juan me tomó del brazo y comenzamos a caminar a lo largo del corredor. No dijo nada; durante un tiempo simplemente caminamos, casi como si estuviéramos en la plaza pública.
Don Juan de repente paró de andar y se volvió hacia mí. Dio una vuelta a mi alrededor, mirándome de pies a cabeza. Yo sabía que me estaba viendo. Sentí una extraña fatiga, una flojera que no había sentido hasta que sus ojos quedaron fijos en mí. De pronto comenzó a hablar.
—Creo que ayer Genaro y yo erramos contigo —empezó—, y digo esto porque te asustaste demasiado al entrar en lo desconocido. Genaro te empujó muy adentro, y allí te ocurrieron cosas extrañísimas.
—¿Qué cosas, don Juan?
—Cosas que por, ahora resultarían difíciles, aun imposibles de explicarte —dijo—. No tienes energía sobrante como para entrar a lo desconocido y encontrarle sentido. Cuando los nuevos videntes arreglaron el orden de las verdades de la conciencia de ser, vieron que la primera atención consume todo el resplandor de la conciencia del hombre, y que no queda libre ni un ápice de energía. Ese es tu problema, y el problema de todos los guerreros. De modo que los nuevos videntes propusieron que si los guerreros quieren penetrar en lo desconocido tienen que conservar su energía. Pero ¿de dónde van a conseguir energía, si toda ella ya está usada? La conseguirán, dicen los nuevos videntes, destruyendo hábitos innecesarios.
Dejó de hablar y me pidió preguntas. Le pregunté qué le hacía al resplandor de la conciencia el destruir hábitos innecesarios.
Contestó que destruir hábitos desprende a la conciencia de la absorción en sí misma y le permite libertad al resplandor para enfocarse en otras cosas.
—Lo desconocido esta eternamente presente —prosiguió—, pero queda fuera de nuestro alcance normal. Lo desconocido es la parte superflua del hombre común. Y es superflua porque el hombre común no tiene suficiente energía libre para comprenderlo.
—Puesto que has pasado años enteros en el camino del guerrero, ahora tienes suficiente energía libre para captar lo desconocido; pero no la suficiente como para entenderlo o siquiera para recordarlo.
Me explicó que en el sitio ése de la roca plana yo había entrado muy profundamente en lo desconocido. Pero como yo estaba dado al vicio de la exageración, hice lo peor que uno puede hacer, me había aterrado desmedidamente. Por eso salí del lado izquierdo, con la prisa del alma que lleva el diablo, desafortunadamente llevando conmigo una legión de seres extraños.
Le dije a don Juan que no se andara por las ramas, que me dijera exacta y directamente qué quería decir con una legión de seres extraños.
Se encogió de hombros y siguió paseando conmigo.
—Al explicar la conciencia de ser —dijo—, se supone que estoy poniendo todo o casi todo en su lugar. Antes de hablar de esos seres hablemos un poco de los antiguos videntes.
Me llevó entonces al cuarto grande. Ahí nos sentamos y comenzó su elucidación.
—Los nuevos videntes han estado siempre aterrados por el conocimiento que los antiguos videntes habían acumulado a lo largo de los años —dijo don Juan—. Eso es muy natural. Los nuevos videntes han sabido siempre que ese conocimiento sólo lleva a la destrucción total. Pero aun así, siempre lo encontraron fascinante, especialmente a las prácticas.
—¿Cómo supieron de esas prácticas los nuevos videntes? —pregunté.
—Son el legado de los antiguos toltecas —contestó—. Los nuevos videntes las van conociendo conforme avanzan. Casi nunca las usan, pero las prácticas están ahí, como parte del conocimiento en general.
—¿Qué tipo de prácticas son, don Juan?
—Son fórmulas inescrutables, encantaciones, largos procedimientos que tienen que ver con el manejo de una fuerza muy particular y enigmática. Por lo menos era enigmática para los antiguos toltecas, que la enmascararon y la hicieron más aterradora de lo que es en realidad.
—¿Qué es esa fuerza misteriosa? —pregunté.
—Es una fuerza que se encuentra presente en todo lo que existe —dijo—. Los antiguos videntes jamás se propusieron desentrañar el misterio de la fuerza que los hizo crear sus prácticas secretas; simplemente lo aceptaron como algo sagrado. Pero los nuevos videntes lo observaron de cerca y lo llamaron voluntad, la voluntad de las emanaciones del Águila, o el intento.
Don Juan siguió explicando que los antiguos toltecas habían dividido su conocimiento secreto en cinco grupos de dos categorías cada uno: la tierra y las regiones de tinieblas, el fuego y el agua, lo de arriba y lo de abajo, el ruido y el silencio, lo móvil y lo estacionario. Especuló que debieron existir miles de técnicas diferentes que se volvieron más y más intricadas conforme pasó el tiempo.
—El conocimiento secreto de la tierra —prosiguió— tenía que ver con todo lo que se encuentra en el suelo. Había series particulares de movimientos, palabras, ungüentos, pociones que se aplicaban a personas, animales, insectos, árboles, plantas pequeñas, piedras y todo lo demás.
—Estas eran técnicas que convirtieron a los antiguos videntes en seres horrendos. Y las usaban ya fuera para cuidar o para destruir a cualquier ser animado o cosa inanimada.
—La contraparte de la tierra era lo que conocían como las regiones de tinieblas. Definitivamente, estas prácticas eran las más peligrosas. Trataban con entidades sin vida orgánica. Criaturas vivientes que se encuentran presentes en la tierra y que la habitan junto con todos los seres orgánicos.
—Sin duda alguna, uno de los hallazgos más valiosos de los antiguos videntes, al menos para ellos, fue el descubrimiento de que la vida orgánica no es la única forma de vida presente en esta tierra.
No le comprendí del todo. Esperé a que aclarara lo que había dicho.
—Los seres orgánicos no son las únicas criaturas que tienen vida —dijo; haciendo otra pausa, como dándome tiempo para evaluar sus afirmaciones.
Yo contesté con un largo alegato acerca de la definición de la vida y del estar vivo. Hablé de la reproducción, el metabolismo y el crecimiento: los procesos que distinguen a los organismos vivos de las cosas inanimadas.
—Estás sacando todo eso sólo de lo orgánico —dijo—. Esa no es la única categoría. No deberías basar todo lo que dices en esa sola categoría.
—Pero ¿de qué otra manera puede ser? —pregunté.
—Para los videntes, el estar vivo significa tener conciencia —contestó—. Para el hombre común, tener conciencia significa ser un organismo. Ahí es donde difieren los videntes. Para ellos, tener conciencia significa que las emanaciones que crean la conciencia están encajonadas dentro de un receptáculo.
—Los seres orgánicos vivientes tienen un capullo que encierra las emanaciones. Pero hay otras criaturas, seres inorgánicos cuyos receptáculos no parecen capullos para el vidente. Pero sí contienen las emanaciones de la conciencia y muestran características de vida que no son la reproducción y el metabolismo.
—¿Cómo cuáles, don Juan?
—Como las emociones desgarradoras, la tristeza, la alegría, la ira y etcétera, etcétera. Y que no se me olvide la mejor: el amor; un tipo de amor que el hombre ni siquiera puede concebir.
—¿A lo serio, don Juan? —le pregunté con sinceridad.
—A lo inorgánicamente serio —contestó sin expresión alguna y después comenzó a reírse.
—Si consideramos como clave lo que los videntes ven —continuó—, la vida es en verdad extraordinaria.
—Si esos seres están vivos, ¿por qué no se dejan conocer por el hombre?
—Lo hacen, todo el tiempo. Y no sólo se dejan conocer por los videntes sino también por el hombre común. El problema es que toda nuestra energía utilizable es consumida por la primera atención. El inventario del hombre no sólo la usa toda, también endurece al capullo al grado de volverlo inflexible. Bajo esas circunstancias no hay interacción posible.
Me recordó que en el curso de mi aprendizaje con él, había yo tenido, incontables veces, una visión directa de los seres inorgánicos. Repuse que yo había explicado racionalmente casi todos esos casos. Incluso había formulado la hipótesis de que sus enseñanzas, mediante el uso de plantas alucinógenas, estaban construidas para forzar a los aprendices a considerar como norma una interpretación primitiva del mundo. Le dije que no la había llamado formalmente una interpretación primitiva pero que en términos propios de la antropología la designé como una «visión del mundo más apropiada para sociedades de cazadores y recolectores de comida».
Don Juan se rió hasta que se quedó sin aliento.
—Realmente no sé si eres peor en tu estado de conciencia normal o en uno de conciencia acrecentada —dijo—. En tu estado normal no eres desconfiado, sino aburridamente razonable. Creo que me caes mejor cuando estás bien metido en el lado izquierdo, a pesar de que todo te asusta horriblemente, como te pasó ayer.
Antes de que pudiera yo decir nada, declaró que estaba oponiendo lo que hacían los antiguos videntes contra los logros de los nuevos videntes, como una especie de contrapunto, con el cual trataba de darme una visión más inclusiva del estar consciente de ser.
Continuó explicando las prácticas de los antiguos videntes. Dijo que otro de sus grandes hallazgos tenía que ver con el grupo del fuego y el agua. Descubrieron que las llamas tienen una cualidad muy peculiar; pueden transportar el cuerpo de un vidente, al igual que el agua.
Don Juan lo llamó un magnífico descubrimiento. Yo comenté que existen leyes básicas de la física que probarían que eso es imposible. Me pidió que esperara a que hubiera explicado todo antes de llegar a conclusión alguna. Me dijo que yo tenía que refrenar mi excesiva racionalidad, porque me afectaba de manera constante en mis estados de conciencia acrecentada. No se trataba de mis reacciones a influencias externas, sino dé sucumbir ante mis propios recursos.
Siguió adelante, explicando que los antiguos toltecas, aunque ciertamente veían, no comprendieron lo que veían. Simplemente usaron sus hallazgos sin tomarse la molestia de relacionarlos a una visión más amplia. En el caso de su categoría de fuego y agua, dividieron el fuego en calor y llama, y el agua en humedad y fluidez. Correlacionaron el calor con la humedad y los llamaron propiedades menores. Consideraban que las llamas y la fluidez eran propiedades mágicas, superiores, y las usaron como medio para transportar sus cuerpos al reino de la vida inorgánica. Entre su conocimiento de la vida inorgánica y sus prácticas de fuego y agua, los antiguos videntes se quedaron atrapados en un atolladero sin salida.
Don Juan me aseguró que los nuevos videntes estaban de acuerdo en que el descubrimiento de seres vivos inorgánicos era en verdad extraordinario, pero no en la manera en que lo consideraban los antiguos videntes. El tener una relación directa con otro tipo de vida le dio a los antiguos videntes un falso sentido de invulnerabilidad, que sólo les aportó su perdición.
Le pedí que me explicara con mayor detalle las técnicas de fuego y agua. Se negó, diciendo que el conocimiento de los antiguos videntes era tan intrincado como inútil y que sólo iba a delinearlo.
Después hizo un resumen de las prácticas de lo de arriba y lo de abajo. Lo de arriba se trataba de conocimientos secretos acerca del viento, la lluvia, los relámpagos, las nubes, el trueno, la luz del día y el sol. El conocimiento de lo de abajo tenía que ver con la niebla, el agua de manantiales subterráneos, los pantanos, los rayos, los terremotos, la noche, la luz lunar y la luna.
El ruido y el silencio eran una categoría que tenía que ver con el manejo de los sonidos y del silencio. Lo móvil y lo estacionario eran prácticas que se ocupaban de aspectos misteriosos del movimiento y la inmovilidad.
Le pregunté si podría darme un ejemplo de cualquiera de las técnicas que había delineado. Me contestó que en todos los años de andar juntos ya me había dado docenas de demostraciones. Insistí que eso tenía muy poco valor para mí, puesto que yo ya había explicado racionalmente todo lo que me había sucedido.
No me contestó. Parecía o estar enojado conmigo por hacerle preguntas o bien seriamente dedicado a buscar un buen ejemplo. Después de un rato sonrió y dijo que ya había visualizado el ejemplo adecuado.
—La técnica que tengo en mente tiene que ponerse en acción en un arroyo que no sea nada hondo —dijo—. Hay uno cerca de la casa de Genaro.
—¿Qué tendré que hacer?
—Tendrás que conseguir un espejo de tamaño mediano.
Me sorprendió su petición. Comenté que los antiguos toltecas no conocían los espejos.
—Pues no los conocían —admitió sonriendo—. El espejo es lo que mi benefactor le agregó a la técnica. Lo único que necesitaban los antiguos videntes eran una superficie que reflejara las imágenes.
Explicó que la técnica consistía en sumergir una superficie brillante en las aguas poco hondas de un arroyo. La superficie podía ser cualquier objeto plano que tuviera una mínima capacidad para reflejar imágenes.
—Quiero que construyas un marco sólido de metal, para un espejo de tamaño mediano —dijo—. Tiene que ser impermeable, así que debes de sellarlo con brea. Tú mismo tienes que hacerlo, con tus propias manos.
—Cuando lo hayas hecho, tráelo y seguiremos adelante.
—¿Qué va a pasar, don Juan? .
—Qué, ¿a poco ya te entró el miedo? Y eres tú el que me pidió un ejemplo de una antigua práctica tolteca. Yo le pedí lo mismo a mi benefactor. Creo que en cierto momento todos piden lo mismo. Mi benefactor me dijo que él también pidió una muestra. Su benefactor, el nagual Elías, le dio una; a su vez mi benefactor me dio la misma a mí, y ahora te la voy a dar a ti.
—En la época en que mi benefactor me la enseñó yo no sabía cómo lo hizo. Ahora lo sé. Algún día tú mismo también sabrás cómo funciona esta técnica; entenderás lo que hay detrás de todo esto.
Pensé que don Juan quería que yo regresara a mi casa en Los Ángeles y que allá construyera el marco para el espejo. Le comenté que me sería imposible ir a Los Ángeles y recordar la tarea, puesto que cambiaba de niveles de conciencia al irme a casa.
En lo que acabas de decir hay algo totalmente desalineado —dijo—. México no es la luna. Podemos ir a Oaxaca y comprar cualquier cosa que necesites.
Al día siguiente fuimos a la ciudad en coche y compré todas las partes para el marco. Por un pago mínimo yo mismo lo armé en un taller mecánico. Don Juan me dijo que lo metiera en la cajuela de mi coche, y ni siquiera volvió la cabeza para verlo.
Entrada la tarde partimos de vuelta hacia la casa de Genaro y llegamos en la madrugada. Guardé el auto y busqué a Genaro. No estaba allí. La casa parecía desierta.
—¿Por qué tiene Genaro esta casa? —le pregunté a don Juan—. Él vive con usted, ¿no es así?
Don Juan no contestó. Me miró de manera extraña y fue a encender el quinqué. Me quedé yo solo en el cuarto en una oscuridad total. Sentí un gran cansancio que atribuí al viaje largo y tortuoso. Quería acostarme. En la oscuridad, no podía ver adónde había puesto Genaro los petates. Tropecé con un montón de ellos. Y entonces supe por qué Genaro tenía esa casa; él cuidaba de los aprendices hombres Pablito, Néstor y Benigno, quienes vivían allí cuando estaban en su estado de conciencia normal.
Me sentí eufórico; ya no estaba cansado. Cuando don Juan entró con la linterna, le conté lo que me había pasado. Se encogió de hombros y dijo que no tenía importancia, que no lo recordaría por mucho tiempo.
Me pidió que le mostrara el espejo. Pareció satisfecho y comentó que a pesar de no ser pesado era bien sólido. Se fijó en que usé tornillos y tuercas para unir el marco de aluminio a un pedazo de hojalata que usé como respaldo para un espejo de 45 cms. de largo por 35 cms. de ancho.
Yo le hice un marco de madera a mi espejo —dijo—. Este se ve mucho mejor que el mío. Mi marco era muy pesado y a la vez frágil.
—Déjame explicar lo que vamos a hacer —prosiguió cuando terminó de inspeccionar el espejo—. O quizá debería decir lo que vamos a tratar de hacer. Tú y yo juntos, vamos a poner este espejo sobre la superficie del arroyo, ése que está al otro lado de esta casa. Es perfecto para nuestro propósito, es lo suficientemente ancho y poco profundo.
—La idea es dejar que la fluidez del agua nos presione y nos lleve de aquí.
Antes de que pudiera yo comentar algo o hacer alguna pregunta, me recordó que en el pasado yo ya había usado el agua de un arroyo muy similar y logré extraordinarios resultados con mi percepción. Se refería a lo que yo consideraba como los efectos posteriores a la ingestión de plantas alucinógenas. Yo había experimentado varias veces distorsiones perceptuales estando sumergido en la zanja de riego atrás de una casa que él tenía en el norte de México.
—Guarda tus preguntas hasta que yo te explique un poco más lo que los videntes saben acerca del fulgor de la conciencia —dijo—. Entonces entenderás, de diferente modo, todo lo que estamos haciendo. Pero primero sigamos con nuestro procedimiento.
Caminamos hasta el arroyo, y eligió un lugar donde las rocas eran planas y no estaban cubiertas por el agua. Dijo que allí el arroyo no tenía profundidad, lo que era ideal para nuestros propósitos.
—¿Qué espera que suceda? —le pregunté lleno de una feroz aprensión.
—No lo sé. Lo único que puedo describirte es el procedimiento. Sostendremos el espejo con mucho cuidado, pero con gran firmeza. Lo colocaremos suavemente sobre la superficie del agua y lo dejaremos que se sumerja. Después lo sostendremos contra el fondo. Ya revisé este sitio. Hay suficiente sedimento como para hundir los dedos bajo el espejo y sostenerlo firmemente.
Me pidió que me acuclillara en una roca plana, en medio de la lenta corriente. Me hizo agarrar el espejo con ambas manos, de dos esquinas y se acuclilló frente a mí sosteniendo el espejo al igual que yo. Dejamos que el espejo se hundiera y luego lo sujetamos metiendo nuestros brazos en el agua casi hasta los codos.
Me ordenó que borrara todos mis pensamientos y mirara con fijeza la superficie del espejo. Repitió una y otra vez que el asunto consistía en no pensar en nada. Miré con fijeza el espejo. La lenta corriente desordenaba ligeramente la reflexión de la cara de don Juan y la mía. Después de unos minutos de contemplación ininterrumpida me pareció que poco a poco se aclaraba la imagen de su cara y de la mía. Creció el tamaño del espejo hasta que abarcó por lo menos una cuadratura de un metro. La corriente parecía haberse detenido, y el espejo se veía tan claro como si estuviera colocado encima del agua. Lo que me parecía aún más extraño era la precisión y agudeza de nuestras imágenes. Era como si hubieran amplificado mi cara, no en tamaño sino en enfoque. Podía ver los poros de la piel de mi frente.
Don Juan me susurró que no fijara mi vista en mis ojos o los suyos, sino que dejara vagar mi mirada sin enfocar ninguna parte de nuestras imágenes.
—¡Mira intensamente sin mirar con fijeza! —ordenó repetidamente susurrando en mi oído.
Hice lo que dijo sin detenerme a pensar en la aparente contradicción. En ese momento algo adentro de mí estaba atrapado en ese espejo y la contradicción tenía sentido. «Es realmente posible mirar intensamente sin mirar con fijeza» pensé, y al momento en que quedó formulado ese pensamiento otra cabeza apareció junto a la de don Juan y a la mía, en el lado inferior del espejo, a mi izquierda.
Todo mi cuerpo tembló. Susurrando, don Juan ordenó que me calmara y que no mostrara miedo o sorpresa. Me ordenó mirar intensamente sin mirar con fijeza al recién llegado. Tuve que hacer un esfuerzo inimaginable para no quedar boquiabierto y soltar el espejo. Mi cuerpo se sacudía de pies a cabeza. Con un susurro don Juan volvió a decirme que me controlara. Una y otra vez me tocó ligeramente con el hombro.
Lentamente logré controlar mi temor. Miré intensamente a la tercera cabeza y poco a poco me di cuenta de que no era una cabeza humana ni tampoco una cabeza de animal. No era una cabeza en lo más absoluto. Era una forma que no tenía movimiento interno. Al ocurrírseme ese pensamiento, me di cuenta al momento de que no lo había pensado yo mismo. Pero darme cuenta de ello no era tampoco un pensamiento. Experimenté un momento de tremenda ansiedad y entonces algo incomprensible se me hizo claro. ¡Los pensamientos eran una voz en mi oído!
—¡Estoy viendo! —grité en inglés, pero no se escuchó sonido alguno.
—Sí, estás viendo —dijo en castellano la voz en mi oído.
Sentía que una fuerza incontenible me había encajonado y me apretaba. No sentía dolor, ni siquiera angustia. No sentía nada. Pero sabía, sin duda alguna, porque la voz me lo decía, que yo no podía romper el apretón de esa fuerza mediante un acto de voluntad o de fortaleza. Sabía que me estaba muriendo. Levanté la vista automáticamente, para mirar a don Juan, y en el instante en que nuestras miradas se encontraron la fuerza me soltó. Estaba libre. Don Juan me sonreía como si supiera con exactitud lo que me estaba pasando.
Me di cuenta de que estaba de pie. Don Juan sostenía el espejo de lado para escurrirle el agua.
Caminamos en silencio de regreso a la casa.
—Los antiguos toltecas estaban simplemente hipnotizados con sus hallazgos —dijo don Juan.
—No me extraña en nada —dije.
—A mí tampoco —repuso don Juan.
La fuerza que me envolvió fue tan poderosa que, durante horas después, quedé incapacitado para hablar, incluso para pensar. Me había congelado con una total ausencia de voluntad. Y me estaba deshelando muy lentamente.
—Sin ninguna intervención deliberada de nuestra parte —prosiguió don Juan—, esta antigua técnica tolteca ha sido dividida en dos partes para ti. La primera fue justo lo suficiente para familiarizarte con lo que ocurre. En la segunda, trataremos de lograr a lo que aspiraban los antiguos videntes.
—¿Qué es lo que en realidad pasó allá afuera, don Juan? —pregunté.
—Existen dos versiones. Primero te contaré la versión de los antiguos videntes. Ellos creían que la superficie reflectora de un objeto brillante sumergido en el agua amplifica el poder de la fluidez del agua. Lo que solían hacer era mirar intensamente a extensiones de agua, y la superficie reflectora sumergida en ellas les servía como ayuda para acelerar el proceso de contemplar. Creían que nuestros ojos son las llaves que abren las puertas de lo desconocido; contemplar el agua, permitía que sus ojos abrieran el camino.
Don Juan dijo que los antiguos videntes observaron que la humedad del agua sólo humedece o empapa, que la fluidez del agua mueve. Supusieron que la fluidez corría en busca de otros niveles debajo del nuestro. Creían que el agua nos fue dada no sólo para la vida, sino también como la conexión, como el camino a los otros niveles de abajo.
—¿Hay muchos niveles de abajo? —pregunté.
—Los antiguos videntes contaron siete niveles.
—¿Los conoce usted, don Juan?
—Yo soy un vidente del nuevo ciclo, y por consiguiente tengo una visión diferente —dijo—. Yo te estoy simplemente mostrando lo que hacían los antiguos videntes y te estoy explicando en lo que creían.
Afirmó que él tenía puntos de vista diferentes, pero que eso no invalidaba las prácticas de los antiguos videntes; ellos erraron en sus interpretaciones, pero sus verdades tenían valor práctico para ellos. En el caso de las prácticas del agua, estaban convencidos de que era humanamente posible ser transportado de cuerpo entero por la fluidez del agua, a cualquier nivel entre el nivel nuestro y los otros siete niveles de abajo; o ser transportados en esencia a cualquier lugar en nuestro nivel, siguiendo el curso natural de un río en sus dos direcciones. De acuerdo a ello utilizaban la corriente de los ríos para ser transportados en esencia, en este nivel nuestro, y el agua de lagos profundos o el de los manantiales para ser transportados en cuerpo a las profundidades.
—A dos cosas aspiraban con la técnica que te estoy mostrando —continuó—. Por una parte usaban la fluidez del agua para ser transportados en cuerpo al primer nivel de abajo, y por otra parte la usaban para tener un encuentro cara a cara con un ser viviente de ese primer nivel. Eso en forma de cabeza que vimos en el espejo era una de esas criaturas que se acercó a echarnos un vistazo.
—Entonces, ¡realmente existen! —exclamé.
—Claro que sí —repuso.
Dijo que a los antiguos videntes les hizo mucho daño su absurda insistencia en aferrarse a sus procedimientos, pero eso no significaba que lo que encontraron fuera una tontería. Descubrieron que la manera más segura de ir al encuentro de una de esas criaturas es a través de una extensión de agua. El tamaño de la extensión de agua no es pertinente; un océano o una laguna cumplen la misma función. Él había escogido un arroyo porque odiaba mojarse. Hubiéramos obtenido los mismos resultados en un lago o un gran río.
—Esas otras vidas se acercan a indagar lo que ocurre cuando los seres humanos llaman —prosiguió—. La técnica tolteca es como tocarles la puerta. Los antiguos videntes decían que la superficie brillante en el fondo del agua servía como anzuelo y como ventana. Así que los seres humanos y esas criaturas se citan en una ventana.
—¿Fue eso lo que me ocurrió? —pregunté.
—Los antiguos videntes hubieran dicho que te jaló el poder del agua y el poder del primer nivel, además de la influencia magnética de la criatura en la ventana.
—Pero escuché una voz en el oído que decía que me estaba muriendo —dije.
—La voz tenía razón. Te estabas muriendo, y hubieras fallecido si no estoy yo allí. Ese es el peligro de practicar las técnicas de los toltecas. Son extremadamente efectivas pero la mayor parte del tiempo son mortales.
Le dije que me daba vergüenza confesar que había estado aterrado. Ver ese bulto en el espejo y tener la sensación de una fuerza envolvente a mi alrededor, habían resultado ser demasiado para mí el día anterior.
—No quiero alarmarte —dijo—, pero todavía no te ha pasado nada. Si lo que me pasó a mí va a ser el punto de referencia de lo que te va a pasar a ti, más vale que te prepares para un susto mortal. Es mejor que te tiemblen las piernas ahora que morir de miedo mañana.
El pánico que me envolvió fue tan aterrador que ni siquiera podía hablar para plantear las preguntas que se me ocurrían. Luché por recobrar la voz. Don Juan se rió tanto que comenzó a toser. Su cara se puso morada. Cuando recuperé la voz, cada una de mis preguntas provocó otro ataque de risa y tos.
—No sabes lo chistoso que me parece todo esto —dijo al fin—. No me río de ti. Simplemente es la situación. Mi benefactor me hizo pasar lo mismo, y al verte no puedo evitar verme a mí mismo.
Le dije que me sentía mal hasta del estómago. Dijo que eso estaba muy bien, que era natural tener miedo, y que el controlar el miedo era un error que no tenía sentido. Los antiguos videntes quedaron atrapados al suprimir su terror cuando lo natural hubiera sido volverse locos de miedo. Controlaron su miedo, en vez de cambiar o abandonar sus cómodos esquemas.
—¿Qué más vamos a hacer con el espejo? —pregunté.
—Lo vamos a usar para efectuar un encuentro cara a cara entre tú y la criatura esa que sólo vislumbramos ayer.
—¿Qué ocurre en un encuentro cara a cara?
—Lo que ocurre es que una forma de vida, la forma humana, se encuentra con otra forma de vida. Los antiguos videntes dirían que, en este caso, es una criatura del primer nivel de la fluidez del agua.
Explicó que los antiguos videntes supusieron que los siete niveles que existían debajo del nuestro eran niveles de la fluidez del agua. Para ellos un manantial tenía una incalculable importancia, porque creían que en un caso así la fluidez del agua se invierte y va de la profundidad a la superficie. Consideraron que ese era el medio a través del cual las criaturas de otros niveles, esas otras formas de vida, vienen a nuestro plano a escudriñarnos, a observarnos.
—En este respecto los antiguos videntes no se equivocaron —prosiguió—. Dieron en el clavo. Entidades que los nuevos videntes llaman los aliados aparecen, por cierto, alrededor de pozos y manantiales.
—¿La criatura en el espejo era un aliado? —pregunté.
—Claro que sí. Pero no era uno que pueda ser utilizado. La tradición de los aliados, con la que te he familiarizado en el pasado, viene directamente de los antiguos videntes. Hicieron maravillas con los aliados; y sin embargo, todo lo que hicieron no valió nada cuando se presentaron sus verdaderos enemigos: sus semejantes.
—Puesto que esos seres son los aliados, deben ser muy peligrosos —dije.
—Tan peligrosos como nosotros los hombres, ni más, ni menos.
—¿Pueden matarnos?
—No directamente, pero seguro pueden matarnos de un susto. Tienen suficiente energía para acercarse a la ventana, o hasta para cruzar los linderos entre los niveles. Estoy seguro que ya te habrás dado cuenta, a estas alturas, que los antiguos toltecas no se detuvieron solamente en la ventana. Encontraron extrañas maneras de pasar al otro lado.
La segunda fase de la técnica transcurrió muy similar a la primera, excepto que me tardé quizás el doble de tiempo en calmarme y detener mi agitación interna. Una vez logrado eso, se aclararon al instante las imágenes de don Juan y la mía. Las miré intensamente sin mirarlas con fijeza, por lo menos, durante una hora. Yo esperaba que el aliado apareciera en cualquier momento, pero nada ocurrió. Me dolía el cuello. Tenía tiesa la espalda y las piernas adormecidas. Susurrando, don Juan me dijo que mi incomodidad se desvanecería en el momento en que apareciera el aliado.
Eso fue absolutamente cierto. La impresión de ver surgir un bulto redondo al margen del espejo dispersó todas mis incomodidades.
—¿Qué hacemos ahora? —susurré.
—No te pongas tenso y no enfoques tu mirada en nada, ni siquiera por un instante —contestó—. Observa todo lo que aparece en el espejo. Mira intensamente sin mirar con fijeza.
Le obedecí. Observé todo dentro del marco del espejo. Había un peculiar zumbido en mis oídos. Don Juan me dijo en voz baja que tenía que mover mis ojos en la dirección de las manecillas del reloj si sentía que me envolvía una fuerza insólita, pero que bajo ninguna circunstancia debía levantar la cabeza para mirarlo.
Después de un momento me di cuenta de que el espejo reflejaba algo más que las imágenes de nuestras caras y la del bulto redondo. Su superficie se oscureció. Aparecieron puntos de una intensa luz violeta. Crecieron. También había puntos de profunda negrura. Luego se convirtió todo en algo como una imagen plana de un cielo nocturno con nubes dispersas, a la luz de la luna. De pronto, toda la superficie se aclaró, como si hubiera sido una película que fuera enfocada. El nuevo panorama era una soberbia vista tridimensional de las profundidades.
Era absolutamente imposible para mí sustraerme de la tremenda atracción de esa grandiosa vista. Comenzó a arrastrarme inexorablemente hacia su interior.
Con autoridad, don Juan susurró que debía girar los ojos si apreciaba en algo la vida. El movimiento me brindó alivio inmediato. De nuevo distinguía la forma del aliado y nuestras imágenes. Después desapareció y volvió a aparecer al otro margen del espejo.
Don Juan me ordenó empuñar el marco con toda mi fuerza. Me advirtió que tuviera calma y que no hiciera movimientos repentinos.
—¿Qué va a pasar? —susurré.
—El aliado tratará de salirse por el espejo —contestó.
Inmediatamente sentí un poderoso tirón. Algo me sacudió de los brazos. El tirón provenía de por debajo del espejo. Era como una fuerza succionadora que creaba una presión uniforme alrededor de todo el marco.
—Aférrate del marco con firmeza pero no rompas el espejo —ordenó don Juan—. Hazle la lucha. No dejes que el aliado hunda demasiado el espejo.
La fuerza que tironeaba contra nosotros era enorme. Sentí que mis dedos iban a romperse o ser aplastados contra las rocas del fondo del arroyo. En cierto momento don Juan y yo perdimos el equilibrio y tuvimos que saltar de las rocas al agua. Las aguas eran bastante bajas, pero la violenta y aterradora agitación de la fuerza del aliado alrededor del marco del espejo me daba la impresión de que estábamos en un río enorme. El agua giraba locamente en torno a nuestros pies, pero las imágenes en el espejo permanecían inalteradas.
—¡Cuidado! —gritó don Juan—. ¡Ahí viene!
El tironeo se convirtió en un empujón desde abajo. Algo agarraba al espejo, y no del margen exterior del marco donde don Juan y yo lo sosteníamos sino del interior del vidrio. Era como si la superficie del vidrio fuera en verdad una ventana y algo o alguien estuviera trepando por ella para salirse.
Don Juan y yo luchamos desesperadamente, ya fuera para hundir el espejo cuando lo empujaban hacia arriba, o para empujarlo hacia arriba cuando lo trataban de hundir. Lentamente, en una posición encorvada, nos movimos aguas abajo. El arroyo era allí más profundo y el fondo estaba cubierto de rocas resbalosas.
—Saquemos el espejo del agua y librémonos del aliado —dijo don Juan con voz ronca.
La violenta agitación continuaba sin descanso. Era como si con las manos hubiéramos atrapado un enorme pez que nadaba dando vueltas alocadamente.
Se me ocurrió que, en esencia, el espejo era una media puerta o una escotilla cuadrada. Definitivamente una extraña forma trataba de salir por ella trepándose desde el fondo. Se apoyaba en el margen de la media puerta con un peso formidable, y era lo suficientemente grande para bloquear las imágenes de don Juan y la mía. Yo solamente distinguía una masa que trataba de empujarse hacia arriba.
El espejo estaba hundido pero no reposaba en el fondo del arroyo. Mis dedos no estaban oprimidos contra las piedras. El espejo estaba a media agua, detenida por las fuerzas opuestas del aliado y de nosotros. Don Juan dijo que iba a extender sus manos por abajo del espejo y que yo debía asirlas rápidamente para lograr así un mejor punto de apoyo para alzar el espejo con nuestros antebrazos. Cuando lo soltó, el espejo se inclinó hacia su lado. Rápidamente busqué sus manos pero no había nada por debajo. Titubeé un segundo más de la cuenta y el espejo voló de entre mis manos.
—¡Agárralo! ¡Agárralo! —gritó don Juan.
Cogí al espejo justo cuando iba a estrellarse sobre unas rocas. Lo saqué del agua, pero no con la rapidez suficiente. El agua parecía goma. Al sacar el espejo también saqué una porción de una pesada sustancia gomosa que simplemente me arrebató el espejo de las manos, regresándolo al agua.
Mostrando una extraordinaria agilidad, don Juan pescó al espejo y lo levantó de lado sin ninguna dificultad.
Nunca en mi vida había sufrido un ataque de tal melancolía. Era una tristeza que no tenía fundamento preciso; la asociaba yo con el recuerdo de las profundidades que vi en el espejo. Era una mezcla de añoranza pura por aquellas profundidades y un absoluto horror de su escalofriante soledad.
Don Juan comentó que en la vida de los guerreros era extremadamente natural el estar triste sin ninguna razón aparente, y que, como campo de energía, el huevo luminoso presiente su destino final cada vez que se rompen las fronteras de lo conocido. Vislumbrar la eternidad que queda fuera del capullo es suficiente para romper la seguridad de nuestro inventario. En ocasiones, la melancolía resultante es tan intensa que puede provocar la muerte.
Dijo que la mejor manera de deshacerse de la melancolía es reírse de ella. Con un tono burlón comentó que mi primera atención hacía todo para restaurar el orden que había sido roto por mi contacto con el aliado. Ya que no había forma de restaurarlo por medios racionales, mi primera atención lo hacía enfocando todo su poder en la tristeza.
Le dije que para mí era innegable que mi melancolía era real. Darme completamente a ella, sentirme abatido, estar taciturno no pertenecían al sentimiento de soledad que se me venía encima al recordar aquellas profundidades.
—Finalmente estás aprendiendo algo —dijo—. Tienes razón. No hay nada más solitario que la eternidad. Y nada es más cómodo para nosotros que la condición humana. Esto es ciertamente otra contradicción, ¿cómo puede el hombre conservar los vínculos de su humanidad y al mismo tiempo aventurarse, con gusto y con propósito, en la absoluta soledad de la eternidad? Cuando logres resolver este acertijo, estarás listo para el viaje definitivo.
Con total certeza, supe entonces la razón de mi tristeza. Era un sentimiento recurrente en mí, algo que siempre olvidaba hasta el momento de enfrentarlo de nuevo: la insignificancia de la humanidad ante la inmensidad de esa cosa-en-sí-misma que vi reflejada en el espejo.
—En verdad, los seres humanos no somos nada, don Juan —dije.
—Sé exactamente lo que estás pensando —dijo—. Por supuesto, no somos nada, pero ¡qué maravillosa contradicción! ¡Qué desafío! ¡Que unas nulidades como nosotros puedan enfrentarse a la soledad de lo eterno!
Abruptamente cambió de tema, dejándome con la boca abierta. Comenzó a hablar de nuestro encuentro con el aliado. Dijo que, en primer lugar, la lucha con el aliado no era un chiste. No había sido realmente una cuestión de vida o muerte, pero tampoco fue un paseo al campo.
—Escogí esa técnica —prosiguió—, porque mi benefactor me la enseñó a mí. Cuando le pedí que me diera un ejemplo de las técnicas de los antiguos videntes, casi se partió de risa; mi petición le recordaba tanto su propia experiencia. Su benefactor, el nagual Elías, también le había dado una ruda demostración de la misma técnica.
Dijo don Juan que como él y su benefactor usaron madera para hacer el marco de sus espejos, debía haberme pedido hacer lo mismo, pero quiso saber lo que pasaría si mi marco era más resistente que el suyo o el de su benefactor. Los de ellos se rompieron, y en ambas ocasiones el aliado salió.
Explicó que en su caso el aliado despedazó el marco. Él y su benefactor se quedaron con dos pedazos de madera en las manos mientras el espejo se hundía y el aliado salía por él. Comentó que en la reflexión de los espejos los aliados no son realmente aterradores porque uno sólo ve una forma, una especie de bulto. Pero una vez que salen, además de ser horrendos a la vista, son un verdadero dolor de cabeza. Me advirtió que una vez que los aliados salen de su nivel les resulta muy difícil regresar. Lo mismo ocurre con el hombre. Si los videntes se adentran al nivel de esas criaturas, es posible que jamás se vuelva a saber de ellos.
—Mi espejo se deshizo con la fuerza del aliado —dijo—. Ya no existía la ventana y el aliado no podía regresar a su nivel así que se me vino encima. Corrió a agarrarme, rodando como una bola. Huí en cuatro patas a una velocidad inverosímil. Gritando como demonio, subí y bajé laderas y cerros como poseído. Durante todo ese tiempo el aliado estaba a centímetros de mí.
Don Juan dijo que su benefactor corrió tras él y el aliado, pero como ya era un anciano no podía moverse con suficiente rapidez. Sin embargo, tuvo el buen tino de gritar que iba a hacer una hoguera para deshacerse del aliado y que don Juan debía correr en círculos hasta que todo estuviera listo. Se puso a juntar ramas secas mientras don Juan corría alrededor de una colina enloquecido de pavor.
Don Juan confesó que en un momento dado se dio clara cuenta de que su benefactor, puesto que era un guerrero capaz de disfrutar cualquier situación concebible, se estaba divirtiendo enormemente a su costo. Se enojó tanto que el aliado dejó de perseguirlo, y don Juan, lleno de ira le echó en cara a su benefactor que era malicioso. Su benefactor no contestó, pero hizo una mueca de genuino horror al mirar por encima de don Juan al aliado que les hacía sombra a los dos. En vista de tal peligro, don Juan olvidó su enojo y comenzó de nuevo a correr en círculos.
—En verdad, mi benefactor era un viejo diabólico —dijo don Juan riendo—. Había aprendido a reírse por dentro. No se le veía en la cara, y así podía fingir llorar o rabiar cuando realmente se estaba muriendo de risa. Ese día, mientras el aliado corría en círculos, persiguiéndome, mi benefactor se quedó cruzado de brazos, defendiéndose de mis acusaciones. Cada vez que pasaba yo corriendo ante él, sólo escuchaba fragmentos de su larga defensa. Cuando hubo terminado, comenzó a discutir el procedimiento para deshacernos del aliado: que tenía que reunir una gran cantidad de ramas secas, que el aliado era grande, que la hoguera tenía que ser tan grande como el mismo aliado, que quizá la maniobra no resultaría.
—Sólo mi miedo enloquecedor me mantuvo en pie. Finalmente, cuando vio que yo estaba a punto de caer muerto de agotamiento, encendió la hoguera y con las llamas me escudó del aliado.
Don Juan dijo que permanecieron ante la hoguera durante toda la noche. Para él, el peor momento fue cuando su benefactor tuvo que ir en busca de ramas secas y lo dejó solo. Tuvo tanto miedo que le prometió a Dios que iba a dejar el camino del guerrero y se iba a convertir en agricultor.
—Por la mañana, cuando había agotado toda mi energía, el aliado logró empujarme al fuego y sufrí graves quemaduras, agregó don Juan.
—¿Qué le pasó al aliado? —pregunté.
—Mi benefactor nunca me dijo lo que le pasó —contestó—. Pero siento que sigue vagando por ahí, tratando de encontrar el camino de regreso.
—¿Y qué pasó con la promesa que le hizo usted a Dios?
—Mi benefactor me dijo que no me preocupara, que había demasiadas cosas que yo aún no comprendía. Mi promesa era seria, pero que no había nadie que escuchara tales promesas, porque no existe un Dios. Lo único que existe son las emanaciones del Águila, y a ellas no hay manera de hacerles promesas.
—¿Qué habría ocurrido si el aliado lo atrapa? —pregunté.
—Quizá me hubiera muerto de miedo —dijo—. De haber sabido lo que le pasa a uno al ser atrapado hubiera dejado que me alcanzara. En aquel entonces yo era un hombre temerario. Una vez que te agarra el aliado, o te da un ataque al corazón y te mueres del susto, o forcejeas con él. Después de un momento de violenta agitación, la energía del aliado mengua. Aparte de asustarnos, los aliados no pueden hacernos nada con su imitación de ferocidad; nosotros tampoco los afectamos mucho. Estamos verdaderamente separados por un abismo.
—Los antiguos videntes creían que, al momento en que la energía del aliado mengua, sus poderes pasan al hombre con quien forcejea. ¡Qué poderes, ni qué poderes! A los antiguos videntes les salían aliados por las orejas, y el poder de los aliados no les valió un bledo.
Don Juan explicó que, una vez más, les correspondió a los nuevos videntes aclarar esta otra confusión. Descubrieron que lo único que cuenta es la impecabilidad, esto es, la energía que se ahorra. Era cierto que hubo casos entre los antiguos toltecas, de videntes que fueron salvados por sus aliados, pero eso no tuvo nada que ver con el poder de sus aliados, sino más bien con la impecabilidad de esos videntes que les permitió usar la energía de aquéllas otras formas de vida.
Los nuevos videntes descubrieron algo aún más importante; lo que hace a los aliados utilizables o inutilizables para el hombre. Los aliados inútiles, de los cuales hay extraordinarias cantidades, son aquéllos compuestos de emanaciones que no tienen equivalente en los seres humanos. Son tan diferentes a nosotros que resultan completamente incomprensibles. La otra clase de aliados, notablemente escasa en número, está compuesta de seres que poseen emanaciones correspondientes a las nuestras.
—¿Cómo utiliza el hombre a esa clase de aliados? —pregunté.
—Deberíamos usar otra palabra en vez de utilizar —contestó—. Yo diría que lo que tiene lugar entre videntes y aliados de este tipo es un adecuado intercambio de energía.
—¿Cómo ocurre el intercambio?
—A través de las emanaciones que coinciden —dijo.
—Naturalmente, esas emanaciones están en el lado izquierdo del hombre; el lado que jamás se usa. Por esta razón, los aliados están totalmente vedados al mundo de la conciencia normal, o el lado de la racionalidad.
Dijo que las emanaciones coincidentes les dan a ambos un terreno común. Luego, con la familiaridad, se establece un eslabón más profundo, que beneficia a ambas formas de vida. Los videntes buscan la cualidad etérea de los aliados; pueden ser fabulosos guías y guardianes. Los aliados buscan la fuerza del amplio campo energético del hombre, e incluso con él pueden hasta materializarse.
Me aseguró que videntes con experiencia ejercitan esas emanaciones coincidentes hasta que las hacen unirse; en ese momento tiene lugar el intercambio. Los antiguos videntes no supieron que existía tal proceso y desarrollaron complejas técnicas, como la que me había mostrado, para descender a las profundidades que yo vi en el espejo.
—Para ayudarse en su descenso —continuó—, los antiguos videntes tenían una cuerda de fibra especial que se ataban alrededor de la cintura. Tenía una punta remojada en resina, que cabía en el ombligo, como un tapón. Los videntes tenían un asistente o varios que sostenían la cuerda mientras ellos se perdían en su contemplación.
—Pero ¿llegaron a descender corporalmente? —pregunté.
—Los hombres, en general, tienen enorme capacidad, especialmente si controlan la conciencia —contestó—. Los antiguos videntes eran estupendos. En sus excursiones a las profundidades hallaron maravillas. Para ellos era rutinario encontrarse con aliados.
—Desde luego que ahora ya te das cuenta de que decir las profundidades es usar una metáfora. No hay ninguna clase de profundidades. Lo único que existe es el Águila y sus emanaciones. El secreto es manejar la conciencia de ser. Sin embargo los antiguos videntes jamás lo entendieron.
Le dije a don Juan que, basándome en lo que él me había contado de su experiencia con el aliado, y en mi propia impresión al sentir la violenta agitación del aliado en el agua, concluí que los aliados son muy agresivos.
—Ni tanto —dijo—. No es que no tengan suficiente energía para ser agresivos, sino que tienen más bien un diferente tipo de energía. Son más como una corriente eléctrica. Los seres orgánicos son como ondas de calor.
—¿Por qué lo persiguió el aliado durante tanto tiempo? —pregunté.
—Eso no es ningún misterio —dijo—. A los aliados los atraen las emociones. El terror básico es lo que más los atrae; libera el tipo de energía más conveniente para ellos. El terror básico unifica las emanaciones en su interior. Como mi terror básico era ininterrumpido, el aliado comenzó a seguirlo o mejor dicho mi terror enganchó al aliado y no lo soltó.
Dijo que los antiguos videntes al descubrir que el terror animal es lo que los aliados disfrutan por encima de todo, llegaron al extremo de intencionalmente nutrir a sus aliados, asustando a gente a veces hasta matarlos. Los antiguos videntes estaban convencidos de que los aliados tenían sentimientos humanos, pero los nuevos videntes vieron que la energía liberada por las emociones simplemente engancha a los aliados; el cariño es igualmente efectivo, o el odio, o la tristeza, o la alegría.
Don Juan dijo que si él hubiera sentido cariño por aquel aliado, el aliado lo hubiera perseguido de todos modos, pero la persecución hubiera tenido otro cariz. Yo le pregunté qué habría pasado si él hubiera controlado su terror. ¿Habría el aliado dejado de perseguirlo? Contestó que controlar el terror era una estratagema de los antiguos videntes. Aprendieron a controlarlo al punto de poder repartirlo. Con su propio terror enganchaban a los aliados, y al darlo de manera gradual, como si fuera alimento, de verdad esclavizaban a los aliados.
—Los antiguos videntes eran hombres aterradores —agregó don Juan y me encaró con una sonrisa burlona—. No debería referirme a ellos en el pasado pluscuamperfecto —continuó— porque incluso el día de hoy son aterradores. Su intención es dominar, ser los amos de todos y de todo.
—¿Incluso hoy en día, don Juan? —pregunté buscando que me explicara más.
Cambió de tema, dijo que yo había perdido la oportunidad de sentir un terror básico y sin medida. Comentó que la efectiva manera en que yo había sellado el marco del espejo impidió que el agua se colara atrás del vidrio. Consideraba esto como el factor decisivo que había impedido que el aliado despedazara el marco.
—Qué lástima —dijo—. A lo mejor hasta te hubiera caído simpático ese aliado. Por cierto, no era el mismo que vino a la ventana el día anterior. El segundo era perfectamente utilizable y tenía mucha afinidad contigo.
—¿Usted tiene aliados, verdad, don Juan? —le pregunté.
—Como tú sabes, tengo los aliados de mi benefactor —dijo—. No puedo decir que siento por ellos el mismo cariño que mi benefactor les tenía. Él era un hombre sereno pero completamente apasionado, que regalaba generosamente todo lo que podía, incluyendo su energía. Amaba a sus aliados. Para él no era ninguna pérdida o inconveniente que los aliados usaran su energía y se materializaran. Había uno en particular que incluso podía adoptar la figura humana en una forma grotesca.
Don Juan de pronto comenzó a reír. Y me aseguró que gracias a que él no sentía gran cariño por los aliados, nunca me había asustado con ellos, como lo hizo su benefactor con él. Me contó que mientras estaba inmovilizado en cama, reponiéndose dé su herida en el pecho, tenía mucho tiempo para cavilar y que su benefactor le resultaba un viejo tremendamente extraño. Habiendo logrado escapar a duras penas de las garras de un pinche tirano, don Juan sospechaba que había caído en otra trampa. Su intención era esperar hasta haber recuperado sus fuerzas y entonces huir cuando el viejo no estuviera en casa. Pero el viejo debió leerle el pensamiento porque un día, en tono confidencial, le susurró a don Juan que debía reponerse lo más rápido posible para que ambos pudieran escapar de un hombre monstruoso que lo había capturado y lo tenía de esclavo. Temblando de miedo e impotencia, el viejo señaló la puerta. La puerta se abrió de par en par y un hombre monstruoso, con cara de pez entró al cuarto, con una furia macabra. Su color era un verde grisáceo, tenía un solo ojo enorme que no parpadeaba y era tan alto que apenas cabía en el umbral de la puerta. Don Juan dijo que su sorpresa y su terror fueron tan intensos que se desmayó, y que llevó años liberarse del conjuro de aquel susto.
—¿Le son útiles sus aliados, don Juan? —pregunté.
—Eso es algo muy difícil de decidir —dijo—. Yo los quiero, a mi manera, y les doy muy poco pero ellos son capaces de corresponder ese poco con afecto inconcebible. Pero aún así son incomprensibles para mí. Me fueron dados para acompañarme por si me quedo desamparado y solo en la eternidad de las emanaciones del Águila.