DON JUAN Y GENARO hicieron su viaje anual al norte de México, al desierto de Sonora, para buscar plantas medicinales. Vicente Medrano, uno de los videntes compañeros de don Juan, el herbario entre ellos, usaba esas plantas para elaborar medicinas.
Me junté con don Juan y Genaro, como habíamos acordado, en la última etapa de su jornada. Me proponía llevarlos en coche de regreso a su casa.
Un día antes de que partiéramos de vuelta, don Juan repentinamente continuó su explicación. Descansábamos a la sombra de unos arbustos bastante tupidos, al pie de las montañas. Estaba entrada la tarde. Cada uno de nosotros llevaba un gran costal lleno de plantas. En cuanto las depositamos en el suelo, Genaro se acostó sobre su costal y se durmió.
Don Juan me habló en voz baja, como si no quisiera despertar a Genaro. Dijo que ya me había explicado casi todas las verdades del estar consciente de ser, y que sólo quedaba una más por discutir. Me aseguró que esa última era el mayor hallazgo que tuvieron los antiguos videntes, aunque ellos mismos jamás lo supieron. Su tremendo valor sólo fue reconocido por los nuevos videntes, siglos más tarde.
—Te he explicado que el hombre tiene un punto de encaje —prosiguió—, y que ese punto de encaje alinea emanaciones para la percepción. También hemos discutido que ese punto se mueve de su posición fija. Ahora bien, la última verdad es que, una vez que ese punto de encaje se mueve más allá de cierto límite, puede alinear mundos enteramente diferentes al mundo que conocemos.
Sin dejar de susurrar, dijo que ciertas áreas geográficas no sólo ayudan a ese precario movimiento del punto del encaje, sino que también seleccionan direcciones especificas para dicho movimiento. Por ejemplo, el desierto de Sonora ayuda al punto de encaje a moverse de su posición acostumbrada, hacia abajo, al lugar más terrible que uno puede imaginar.
—Es por eso que hay verdaderos brujos en Sonora —continuó—. Especialmente brujas. Tú ya conoces a una, la Catalina. En el pasado, he organizado encuentros entre ustedes dos. Quería yo entonces mover a tu punto de encaje y, con sus payasadas de bruja, la Catalina lo aflojó muchísimo.
Don Juan explicó que las escalofriantes experiencias que yo había tenido con la Catalina eran parte de un acuerdo preestablecido entre ellos dos.
—¿Qué pensarías si la invitáramos a unirse a nosotros? —me preguntó Genaro en voz alta, incorporándose.
La brusquedad de su pregunta y el extraño sonido de su voz me hundieron en un terror instantáneo.
Don Juan se rió, me tomó de los antebrazos y me sacudió. Me aseguró que no había motivo de alarma. Dijo que, para nosotros, la Catalina era como una prima hermana o una tía. Ella era parte de nuestro mundo, aunque no se aunara del todo a nosotros. Comentó que la Catalina estaba en realidad infinitamente más aunada a los antiguos videntes.
Genaro sonrió y me guiñó un ojo.
—Tengo entendido que le tienes muchas ganas a la Catalina —me dijo—. Ella misma me confesó que cada vez que ustedes dos se enfrentaron, mientras más asustado estabas, más ganas le tenías.
Don Juan y Genaro se rieron, casi hasta la histeria.
Tuve que admitir que de alguna manera la Catalina siempre me había parecido una mujer temible pero a la vez extremadamente atractiva. Lo que más me impresionaba de ella era la energía que exudaba.
—Tiene tanta energía ahorrada —comentó don Juan—, que no fue necesario que estuvieras en estado de conciencia acrecentada para que ella moviera tu punto de encaje hasta las profundidades del lado izquierdo.
De nuevo, don Juan dijo que la Catalina estaba muy estrechamente relacionada con nosotros. Me reveló que ella pertenecía al grupo del nagual Julián. Explicó que generalmente, el nagual y todos sus videntes dejan el mundo juntos, pero que hay casos en los cuales lo dejan o bien en pequeños grupos o uno por uno. El nagual Julián y su grupo eran un ejemplo de este caso. El nagual Julián salió del mundo hacía casi cuarenta años, pero la Catalina aún seguía aquí.
Me recordó algo que me había mencionado antes, que el grupo de videntes del nagual Julián consistía de tres hombres completamente inconsecuentes y de ocho mujeres extraordinarias. Don Juan había sostenido siempre que tal disparidad era una de las razones por las que salieron de este mundo uno por uno.
Dijo que la Catalina había estado ligada a una de las soberbias mujeres videntes, quien le había enseñado extraordinarias maniobras para mover su punto de encaje al área baja. Esa vidente fue una de las últimas que dejó el mundo, y puesto que tanto ella como la Catalina era originalmente de Sonora, en su vejez volvieron al desierto y vivieron juntas hasta que la vidente abandonó el mundo, a una edad muy avanzada. En los años que pasaron juntas, la Catalina se convirtió en su más dedicada ayudante y discípula, y aprendió así las extravagantes maneras que los antiguos videntes conocían para mover el punto de encaje.
Le pregunté a don Juan si el conocimiento de la Catalina era diferente al suyo.
—Nosotros sabemos las mismas cosas —repuso—, pero ella es más como Silvio Manuel o Genaro; en realidad es la versión femenina de ellos, pero desde luego, siendo mujer, es infinitamente más agresiva, y peligrosa que ellos dos.
Genaro asintió moviendo la cabeza.
—Infinitamente más —dijo y me volvió a guiñar el ojo.
—¿Está ella unida al grupo de usted, don Juan? —le pregunté.
—Dije que, para nosotros, es como una prima hermana o tía —contestó—. Quise decir que ella pertenece a la generación anterior, aunque es más joven que todos nosotros. Ella es la última vidente de ese grupo. Rara vez entra en contacto con nosotros. No nos quiere mucho. Cree que somos demasiado rígidos y severos. Ella está acostumbrada a las maneras del nagual Julián, y por ello prefiere la gran aventura de lo desconocido a la búsqueda de la libertad.
—¿Cuál es la diferencia entre ambas? —le pregunté a don Juan.
—En la última parte de mi explicación de la conciencia de ser —contestó—, vamos a discutir esa diferencia muy minuciosamente. Lo que es importante que sepas ahora, es que en tu conciencia del lado izquierdo tú guardas celosamente extraños secretos; por eso tú y la Catalina se gustan tanto.
Insistí de nuevo que no era que me gustara la Catalina, sino que más bien yo admiraba su gran fuerza.
Don Juan y Genaro se rieron y me dieron leves codazos como si supieran algo que yo desconocía.
—Le gustas porque ella sabe cómo eres —dijo Genaro chasqueando los labios—. Ella conoció muy bien al nagual Julián.
Ambos me miraron fijamente hasta que me sentí incómodo.
—¿Qué es lo que estás insinuando? —le pregunté a Genaro con un tono agresivo.
Me sonrió y, en un gesto cómico subió y bajó las cejas. Pero no dijo nada.
Don Juan habló y rompió el silencio.
—Hay puntos muy extraños en común entre el nagual Julián y tú —dijo—. Genaro simplemente trata de averiguar si estás consciente de ello.
Le pregunté a ambos cómo diablos podía estar consciente de algo tan jalado de los cabellos.
—La Catalina cree que lo estás —dijo Genaro—. Lo dice porque ella conoció al nagual Julián mejor que cualquiera de nosotros.
Comenté que no podía creer que ella había conocido al nagual Julián, ya que él había abandonado el mundo hacía casi cuarenta años.
—La Catalina no es una jovenzuela —dijo Genaro—. Simplemente se ve joven; eso es parte de su conocimiento. Así como era parte del conocimiento del nagual Julián. Tú sólo la has visto cuando se ve joven. Si la ves cuando se ve vieja, te zurras en tus calzones.
—Lo que hace la Catalina —interrumpió don Juan—, sólo puede explicarse en términos de las tres maestrías: la maestría del estar consciente de ser, la maestría del acecho y la maestría del intento.
—Pero hoy, vamos a examinar lo que ella hace sólo a la luz de la última verdad de la conciencia de ser: que el punto del encaje puede alinear mundos diferentes al nuestro una vez que se mueve considerablemente de su posición original.
Con una seña, don Juan me hizo ponerme de pie. Genaro también se incorporó. Automáticamente agarré el costal lleno de plantas medicinales. Genaro me detuvo cuando yo estaba por echármelo al hombro.
—Deja el costal —me dijo sonriendo—. Tenemos que subirnos a ese cerro para reunirnos con la Catalina.
—¿Dónde está la Catalina? —pregunté.
—Allá arriba —dijo Genaro señalando la cima de una colina—. Si miras fijamente, con los ojos entrecerrados, la verás como un punto muy oscuro contra la vegetación verde.
Me esforcé por ver el punto oscuro, pero no pude ver nada.
—¿Por qué no te subes hasta allá arriba? —me sugirió don Juan.
Me sentí mareado, estaba a punto de vomitar. Con un gesto de la mano don Juan me animó a subir, pero yo no me atrevía a moverme. Finalmente, Genaro me tomó del brazo y los dos subimos hacia la cima de la colina. Cuando llegamos allí, me di cuenta de que don Juan había subido con nosotros. Los tres llegamos al mismo tiempo.
Con mucha calma, don Juan comenzó a hablarle a Genaro. Le preguntó si recordaba las muchas veces que el nagual Julián estuvo a punto de estrangularlos porque eran tan cobardes.
Genaro se volvió hacia mí y me aseguró que el nagual Julián había sido un maestro despiadado. Él y su propio maestro, el nagual Elías, quien aún estaba en el mundo en aquel entonces, solían empujar los puntos de encaje de todos sus aprendices más allá de un limité crucial, y los dejaban allí, en mundos inconcebibles, para que se las arreglasen por sí solos.
—Te dije una vez que el nagual Julián nos recomendaba no malgastar nuestra energía sexual —prosiguió Genaro—. Él quería decir que para mover el punto de encaje uno necesita energía. Si uno no la tiene, el golpe del nagual no es el golpe de la libertad sino el golpe de la muerte.
—Sin suficiente energía —dijo don Juan—, la fuerza del alineamiento resulta aplastante. Tienes que tener energía para resistir la presión de alineamientos que nunca tienen lugar en circunstancias ordinarias.
Genaro dijo que el nagual Julián también era un maestro inspirado. Siempre encontraba formas de enseñar y de divertirse al mismo tiempo. Uno de sus métodos favoritos consistía en agarrarlos desprevenidos en estados de conciencia normal, darles el golpe del nagual y mover sus puntos de encaje. Después de un par de veces, lo único que tenía que hacer para conseguir su total atención era amenazarlos con un golpe inesperado.
—El nagual Julián fue realmente un hombre inolvidable —dijo don Juan—. Tenía una gran facilidad con la gente. Solía hacer las peores cosas del mundo, pero hechas por él eran sensacionales. Hechas por cualquier otra persona hubieran sido groseras e insensibles.
—Por otra parte, el nagual Elías no tenía facilidad con la gente, pero era un soberbio maestro.
—El nagual Elías era muy parecido al nagual Juan Matus —me dijo Genaro—. Se llevaron muy bien. Y el nagual Elías le enseñó todo, sin jamás alzar la voz o jugarle trampas.
—Pero el nagual Julián era de verdad otra cosa —prosiguió Genaro tocándome con el codo—. Yo diría que, igual que tú, él guardaba celosamente extraños secretos en su lado izquierdo. ¿No dirías tú lo mismo? —le preguntó a don Juan.
Don Juan no contestó, pero movió la cabeza asintiendo. Parecía estar conteniendo su risa.
—Él era muy juguetón —dijo don Juan y ambos irrumpieron en grandes risotadas.
El hecho de que obviamente aludían a algo que sólo ellos sabían me hizo sentirme aún más contrariado.
Don Juan dijo que se referían a las extrañas técnicas de brujería que el nagual Julián había aprendido en el curso de su vida. Genaro agregó que, además del nagual Elías, el nagual Julián tuvo otro maestro único. Un maestro que lo quiso inmensamente y que le enseñó novedosas y complejas maneras de mover su punto de encaje. Como resultado de esto, el nagual Julián fue extraordinariamente excéntrico en su comportamiento.
—¿Quién fue ese maestro, don Juan? —pregunté.
Don Juan y Genaro se miraron uno al otro y se rieron como dos niños.
—Es una pregunta muy difícil de contestar —repuso don Juan—. Lo único que puedo decir es que él fue el maestro que desvió el curso de nuestra línea. Nos enseñó muchas cosas, buenas y malas, pero entre las peores, nos enseñó lo que hacían los antiguos videntes. Y por eso, algunos de nosotros quedamos atrapados. El nagual Julián fue uno de ellos, y también lo es la Catalina. Sólo esperamos que tú no sigas sus pasos.
De inmediato comencé a protestar. Don Juan me interrumpió. Me dijo que yo no sabía contra qué protestaba.
Conforme don Juan hablaba, sentí un terrible enojo contra él y Genaro. El enojo se transformó de pronto en una rabia incontenible. Comencé a gritarles a todo pulmón. Mi reacción estaba tan fuera de tono que me asustó. Era como si yo fuera otra persona. Me controlé y los miré buscando ayuda.
Genaro tenía puestas las manos sobre los hombros de don Juan, como si necesitara apoyarse. Ambos se ahogaban de risa.
Me sentí tan abatido que casi me salían lágrimas. Don Juan vino a mi lado. Puso su mano sobre mi hombro para tranquilizarme. Dijo que, por razones que le resultaban incomprensibles, el desierto de Sonora fomentaba una definida agresividad en el hombre o en cualquier otro organismo.
—La gente podrá decir que se debe a que aquí el aire es demasiado seco —prosiguió calmadamente—, o porque hace demasiado calor. Los videntes dicen que se debe a que aquí se encuentra una confluencia particular de las emanaciones del Águila que, como ya dije, ayuda al punto de encaje a moverse hacia abajo.
—Sea como fuera, los guerreros están en el mundo, realmente, con el fin de entrenarse a ser testigos sin prejuicios para así descubrir y entender el misterio que somos. Esta es la meta más alta de los nuevos videntes. Y no todos ellos la alcanzan. Creemos que el nagual Julián no la alcanzó. Pudiéramos decir que asaltaron a él y a la Catalina en el camino y los desviaron.
Dijo que para ser un guerrero sin par uno tiene que amar la libertad, y uno tiene que tener una despreocupación, un desinterés supremo. Explicó que el camino del guerrero es algo extremadamente peligroso porque representa el lado opuesto de la situación del hombre moderno, que ha abandonado el reino de lo desconocido y de lo misterioso, y se ha instalado en el reino de lo funcional. Le ha dado la espalda al mundo de los presentimientos y el júbilo y le ha dado la bienvenida al mundo del aburrimiento.
—El recibir una oportunidad de volver nuevamente al misterio del mundo —prosiguió don Juan—, resulta a veces ser demasiado para los guerreros, y sucumben; los asalta en su camino lo que yo he llamado la gran aventura de lo desconocido. Olvidan la búsqueda de la libertad, olvidan ser testigos sin prejuicios. Y con un gozo ciego, se hunden en lo desconocido.
—Y usted cree que yo soy así, ¿verdad? —le pregunté a don Juan.
—«No es cuestión de creer, nosotros lo sabemos —contestó Genaro—. Y la Catalina lo sabe mejor que todos los demás».
—¿Cómo lo sabe? —exigí saber.
—Porque es como tú —repuso Genaro pronunciando sus palabras con una entonación cómica.
Estaba a punto de iniciar una acalorada discusión cuando don Juan me interrumpió.
—No hay motivo para alterarse tanto —me dijo—. Tú eres lo que eres. La lucha por la libertad, es más dura para algunos. Tú eres uno de ellos.
—Para llegar a ser testigos sin prejuicios —prosiguió—, se comienza entendiendo que la estabilidad o el movimiento del punto de encaje determina lo que somos, y lo que es el mundo que atestiguamos.
—Los nuevos videntes dicen que cuando aprendimos a hablar con nosotros mismos, aprendimos los medios de entorpecernos para así poder mantener al punto de encaje en un sitio fijo.
Genaro aplaudió ruidosamente y soltó un chiflido agudo que imitaba el silbato de un entrenador de deportes.
—¡Pongamos en movimiento ese punto de encaje! —gritó—. ¡Arriba, arriba, arriba! ¡Muévete, muévete, muévete!
Todavía estábamos riéndonos cuando repentinamente los matorrales a mi lado derecho se sacudieron. Don Juan y Genaro se sentaron de inmediato con el pie izquierdo metido bajo el asiento. La pierna derecha, con la rodilla elevada, era como un escudo frente a ellos. A señas, don Juan me indicó que hiciera lo mismo. Alzó las cejas e hizo un gesto de resignación en la comisura de la boca.
—Los brujos tienen sus propias peculiaridades —dijo susurrando—. Cuando el punto de encaje se mueve a las regiones abajo de su posición normal, los brujos no distinguen muy bien. Si te ven de pie, te atacarán.
—El nagual Julián me mantuvo una vez en esta posición de guerrero durante dos días —me susurró Genaro—. Incluso tuve que orinar mientras permanecía sentado en esta posición.
—Y defecar —agregó don Juan con gran seriedad.
—Cierto —dijo Genaro. Y me susurró aún más bajo, como si lo acabara de pensar—: Espero que hayas hecho caca antes. Si no tienes vacíos los intestinos cuando se aparezca la Catalina, te harás caca en los pantalones, a menos que te enseñe cómo quitártelos. Si tienes que cagar en esta posición, tienes que quitarte los pantalones.
Comenzó a enseñarme cómo maniobrar para quitarme los pantalones. Lo hizo con una cara extremadamente seria y preocupada. Toda mi concentración se enfocó en sus movimientos. Sólo después de haberme quitado los pantalones me di cuenta de que don Juan rugía de risa. Nuevamente Genaro se divertía a mi costo. Estaba a punto de incorporarme para ponerme los pantalones cuando don Juan me detuvo. Se reía con tanta fuerza que apenas podía articular sus palabras. Me dijo que me quedara donde estaba, que Genaro sólo bromeaba a medias, y que la Catalina realmente estaba ahí detrás de los matorrales.
Su tono apremiante, a pesar de su risa, me afectó. Al momento, me congelé en mi sitio. Un crujido entre los matorrales me llenó de tanto pánico que olvidé que estaba medio desnudo. Miré a Genaro. Vestía nuevamente sus pantalones. Se encogió de hombros y me sonrió como disculpándose.
—Lo siento —susurró—. No tuve tiempo de enseñarte a ponértelos sin pararte.
No tuve la oportunidad de enojarme o de unirme a su regocijo. En ese instante, justo frente a mí, los matorrales se separaron y surgió de entre ellos una criatura absolutamente horrenda. Era de una apariencia tan estrafalaria que ya no pude ni sentir miedo. Estaba fascinado. Aquello que estaba frente a mí no era un ser humano; era algo que ni siquiera remotamente se asemejaba a uno. Era más como un reptil. O un voluminoso y grotesco insecto. O incluso un ave peluda, totalmente repulsiva. Su cuerpo era oscuro y tenía una gruesa pelambre rojiza. No podía verle extremidades, sólo veía la horrible y enorme cabeza. La nariz era chata y sus dos ventanas eran dos descomunales enormes huecos laterales. Tenía algo parecido a un pico con dientes. Aunque era horrenda esa cosa, sus ojos eran magníficos. Eran como dos lagunas hipnotizantes de incomparable claridad. Poseían conocimiento. No eran ojos humanos, ni ojos de ave, ni ojos de ningún otro ser que yo hubiera visto alguna vez.
La criatura se movió hacia mi izquierda, haciendo crujir los matorrales. Al mover la cabeza para seguirla, me di cuenta de que don Juan y Genaro parecían estar tan hipnotizados como yo. Se me ocurrió que tampoco ellos habían visto jamás algo así.
En un instante, la criatura se perdió completamente de vista. Pero un momento después se escuchó un gruñido y nuevamente su forma gigantesca se elevó ante nosotros.
Yo estaba fascinado sin medida y a la vez preocupado por el hecho de que no le tenía el menor temor a ese grotesco ser. Era como si mi pánico inicial hubiera sido experimentado por alguien que no era yo.
En cierto momento, sentí que comenzaba a incorporarme. Contra mi voluntad, mis piernas se enderezaron y me hallé de pie, frente a ese ser. Vagamente sentí que me quitaba el saco, la camisa y los zapatos. Me quedé desnudo. Los músculos de mis piernas se endurecieron con una contracción tremendamente poderosa. Comencé a saltar con colosal agilidad, y después la criatura y yo corrimos hacia un verdor inefable en la distancia.
La criatura corría delante de mí, enrollándose sobre sí misma, como una serpiente. Corrí hasta alcanzarla. Mientras corríamos juntos, me di cuenta de algo que ya sabía, en realidad ese ser grotesco era la Catalina. De pronto, en carne y hueso, la Catalina estaba a mi lado. Avanzábamos sin esfuerzo. Era como si estuviéramos corriendo sin movernos, tan sólo posando en un gesto corporal de movimiento y velocidad, mientras que el paisaje a nuestro alrededor se movía, creando la impresión de una tremenda aceleración.
Nuestra carrera se detuvo tan repentinamente como había empezado, y luego yo estaba solo con la Catalina, en un mundo diferente. No había en él una sola característica reconocible. Había un intenso brillo y calor que provenía de lo que parecía ser el suelo, un suelo cubierto con grandes rocas. O por lo menos parecían ser rocas. Tenían el color de la arenisca, pero no tenían peso, eran como trozos de tejido esponjoso. Con sólo apoyarme contra ellas podía lanzarlas a lo lejos.
Quedé tan cautivado con mi fuerza que me abstraí de todo lo demás. De alguna manera, yo estaba consciente de que los trozos de material, aparentemente sin peso, si me oponían resistencia, era mi tremenda fuerza la que los lanzaba por doquier.
Traté de agarrarlos con las manos, y me di cuenta de que todo mi cuerpo había cambiado. La Catalina me miraba. De nuevo, era la grotesca criatura que había sido anteriormente, y yo también era así. No podía verme a mí mismo, pero sabía que los dos éramos exactamente iguales.
Una alegría indescriptible me poseyó, como si la alegría hubiera sido una fuerza que provenía de mi exterior. La Catalina y yo hicimos cabriolas, nos retorcimos, y jugamos hasta que ya no tuve más pensamientos, o sentimientos, o conciencia humana de algún grado. Sin embargo, definitivamente, yo estaba consciente. Mi conciencia era un vago conocimiento que me inspiraba confianza, era una fe ilimitada, una certidumbre física de mi existencia, no en el sentido de un sentimiento humano de individualidad, sino en el sentido de una presencia que lo era todo.
De repente, todo volvió a enfocarse a nivel humano otra vez. La Catalina me tenía agarrado de la mano. Caminábamos en la tierra arenosa y entre las matas espinosas del desierto. Sentí el inmediato y doloroso efecto de las piedras del desierto y los duros pedazos de tierra en mis pies descalzos.
Llegamos a un lugar sin vegetación. Ahí estaban don Juan y Genaro. Me senté y me puse la ropa.
Mi experiencia con la Catalina atrasó nuestro viaje de regreso al sur de México. Me había desequilibrado completamente. En mi estado de conciencia normal me sentí trastornado. Era como si hubiera perdido un punto de referencia. Me sentía abatido, desconsolado. Le dije a don Juan que incluso había perdido el deseo de vivir.
Estábamos sentados en la ramada de la casa de don Juan. Mi coche estaba cargado con bolsas de plantas y estábamos listos para partir, pero me ganó el sentimiento de desesperación y comencé a llorar.
Don Juan y Genaro se rieron hasta que sus ojos empezaron a lagrimear. Mientras más desesperado me sentía, mayor era su gozo. Finalmente, don Juan me hizo cambiar a un estado de conciencia acrecentada y me explicó que el hecho de que se reían de mí no era crueldad de su parte ni el resultado de un extraño sentido del humor, sino la genuina expresión de felicidad al verme avanzar por el camino del conocimiento.
—Te diré lo que el nagual Julián solía decirnos cuando llegamos adonde tú estás —prosiguió don Juan—. De esa forma sabrás que no estás solo. Lo que te está pasando le pasa a cualquiera que ahorra suficiente energía para poder vislumbrar lo desconocido.
Dijo que el nagual Julián solía decirles que habían sido expulsados de los hogares en los que habían vivido todas sus vidas. Un resultado del ahorro de energía había sido la desorganización de su cómodo y acogedor nido en el mundo de la vida cotidiana. La depresión que sentían, les decía el nagual Julián, no era tanto la tristeza de haber perdido un nido aburrido y restrictivo, sino más bien la molestia de tener que buscar nuevas viviendas.
—Las nuevas viviendas —continuó don Juan— no son tan cómodas y acogedoras, pero son infinitamente más holgadas, más amplias.
—Tu aviso de desalojo se presentó en la forma de una gran depresión, una pérdida del deseo de vivir, igual como nos pasó a nosotros. Cuando nos dijiste que no querías vivir, no pudimos evitar reírnos.
—¿Qué me va a pasar ahora? —pregunté.
—En términos vulgares tienes que conseguirte otra cueva donde poner tu petate —contestó don Juan.
Don Juan y Genaro entraron nuevamente en un estado de gran euforia. Cada aseveración o comentario que hacían a mis preguntas los envolvía en risa histérica.
—Todo es muy sencillo —dijo don Juan—. Tu nuevo nivel de energía creará un nuevo sitio para albergar tu punto de encaje. Entrarás en un estado permanente de conciencia acrecentada, y el diálogo de guerrero, que tienes con nosotros cada vez que nos reunimos, le dará solidez a esa nueva posición.
Genaro adoptó un gesto arrogante.
—Sigamos adelante con nuestro diálogo de guerrero —dijo y con voz atronadora me preguntó—: ¿Ya cagaste hoy?
Con un movimiento de cabeza me instó a responder.
—¿Ya lo hiciste? ¡Habla! ¡Habla! —demandó con voz autoritaria.
Cuando amainaron sus risas, Genaro dijo muy seriamente que yo tenía que estar consciente de que de vez en cuando se desequilibra la nueva posición y el punto de encaje regresa a su lugar original. Me dio como ejemplo su propio caso; en su posición normal su punto de encaje alineaba un mundo coercivo con gente agresiva y muchas veces aterradora. Fue una total sorpresa para él cuando un día se dio cuenta de que el mundo había cambiado. El tímido Genaro ya no existía, en su lugar estaba un hombre considerablemente más audaz que se enfrentaba a situaciones que de ordinario lo hubieran hundido en el caos y el temor.
—Un día me encontré haciendo el amor —prosiguió Genaro, y me guiñó el ojo—. Generalmente tenía un miedo mortal a las mujeres. Me desperté como de un sueño en la cama con una vieja rechingona. Aquello era tan ajeno a mí que cuando me di cuenta de lo que hacía casi tuve un ataque al corazón. La sacudida hizo que mi punto de encaje regresara a su miserable posición normal. Fui otra vez el tímido Genaro y tuve que salir corriendo de la casa, temblando como conejo asustado.
—Más te vale que te cuides de la reculada del punto de encaje —agregó Genaro, y comenzaron a reírse nuevamente.
—Como ya lo sabes, la posición del punto de encaje —explicó don Juan—, se mantiene mediante el diálogo interno, por lo tanto es una posición muy frágil. Este es el motivo por el cual los seres humanos pierden tan fácilmente la razón, especialmente aquéllos cuyo diálogo interno es redundante, aburrido y sin ninguna profundidad.
—Los nuevos videntes dicen que los seres humanos más resistentes son aquellos cuyo diálogo interno es fluido y variado.
Dijo que la posición del punto de encaje de un guerrero es infinitamente más fuerte, porque en cuanto el punto comienza a moverse hacia la profundidad del huevo luminoso crea un hoyuelo en la luminosidad, un hoyuelo que alberga al punto de encaje de ahí en adelante.
Es por eso que no podemos decir que los guerreros pierden la razón —prosiguió don Juan—. Si algo pierden, pierden su hoyuelo.
Esa aseveración les pareció tan divertida a don Juan y a Genaro que rodaron por el piso riéndose.
Le pedí a don Juan que explicara mi experiencia con la Catalina.
—Las mujeres son definitivamente más estrafalarias que los hombres —dijo don Juan—. El hecho de que tienen una abertura entre las piernas las hace caer presas de extrañas influencias. A través de esa abertura se posesionan de ellas fuerzas telúricas, extrañas y poderosas. Es la única forma en que puedo entender sus extravagancias. El nagual Julián decía que las mujeres tienen un tercer ojo. Él lo llamaba el ojo telúrico, el ojo que mira al suelo.
Nuevamente los dos se retorcieron de risa. Después guardaron silencio durante un largo rato.
—La Catalina se nos presentó como un gigantesco gusano —comentó don Juan repentinamente.
La expresión de don Juan al decir eso, y la explosión de risa de Genaro me llevaron a un estado de regocijo total. Me reí hasta que me dolía el estómago.
Don Juan dijo que la habilidad de la Catalina era tan extraordinaria que ella podía hacer lo que quisiera en el área de abajo. Su demostración sin par había sido motivada por su afinidad conmigo. El resultado final de todo aquello, dijo, era que la Catalina había arrastrado consigo mi punto de encaje.
—¿Qué cosas hicieron ustedes dos cuando eran gusanitos? —preguntó Genaro y me dio de palmadas en la espalda.
Don Juan parecía estar a punto de ahogarse de risa.
—Ya te dije que las mujeres son más estrafalarias que los hombres —comentó al fin.
—No estoy de acuerdo contigo —le dijo Genaro a don Juan—. El nagual Julián no tenía una abertura entre las piernas, y era más estrafalario que la Catalina. Él fue quien le enseñó a ella a hacerse gusano. Y ni hablar de lo que hacían de gusanos.
Don Juan dio de saltos, como un niño que trata de evitar orinarse en sus pantalones.
Cuando hubo recuperado cierta medida de calma, dijo que el nagual Julián tenía un don especial para crear y explotar las más extrañas situaciones. Dijo también que la Catalina me había dado un ejemplo soberbio del movimiento hacia abajo. Me había dejado verla como el ser cuya forma adoptó al mover su punto de encaje, y luego me había ayudado a mover el mío a la misma posición que le confería esa monstruosa apariencia.
—El otro maestro que tuvo el nagual Julián —prosiguió don Juan—, le enseñó cómo llegar a puntos específicos en esa inmensidad del área baja. Ninguno de nosotros podía seguirlo a esos mundos, pero todos los miembros de su grupo sí lo hacían, especialmente la Catalina y la mujer vidente que le enseñó.
Don Juan dijo además que un cambio hacia abajo implicaba una visión, no de otro mundo propiamente dicho, sino de nuestro mismo mundo de la vida cotidiana visto desde una perspectiva diferente. Agregó que para que yo pudiera ver otro mundo tenía que percibir otra gran banda de las emanaciones del Águila.
Agregó que no tenía tiempo para hablar en detalle sobre el tema de las grandes bandas de emanaciones, porque teníamos que emprender el viaje de regreso. Yo quería quedarme un poco más y seguir hablando, pero alegó que para explicar ese tema él necesitaba mucho más tiempo y yo necesitaba mucha más concentración.