DON JUAN, DON GENARO y yo acabábamos de regresar de recolectar plantas en las montañas circunvecinas. Estábamos en la casa de don Genaro, sentados a la mesa, cuando don Juan me hizo cambiar niveles de conciencia. Don Genaro me había estado mirando fijamente y comenzó a reírse entre dientes. Comentó que era tan extraño que yo tuviera dos criterios completamente diferentes para tratar con los dos lados de la conciencia. Mi relación con él era el ejemplo más obvio. En mi lado derecho, él era el respetado y temido brujo don Genaro, un hombre cuyos actos incomprensibles me encantaban y a la vez, me llenaban de un terror mortal. En mi lado izquierdo, él era simplemente Genaro, o Genarito, sin un don añadido a su nombre, un vidente simpático y amable cuyos actos eran totalmente comprensibles y coherentes con lo que yo hacía o trataba de hacer.
Concordé con él y agregué que en mi lado izquierdo, el hombre cuya mera presencia me hacía temblar de pies a cabeza era Silvio Manuel, el más misterioso de los compañeros de don Juan. También dije que, siendo un verdadero nagual, don Juan trascendía todos los criterios y en mis dos estados era respetado y admirado.
—Pero ¿es temido? —preguntó Genaro con voz temblorosa.
—Muy temido —interpuso don Juan hablando en falsete.
Nos reímos todos, pero don Juan y Genaro se rieron con tanto abandono que inmediatamente sospeché que sabían algo que no me querían decir.
Don Juan parecía leer mis sentimientos. Explicó que en el estado de conciencia acrecentada, el cual es una fase intermedia antes de que uno entre de lleno en la conciencia del lado izquierdo, uno es capaz de tremenda concentración, pero también es uno susceptible a cualquier influencia. En mí, estaba influyendo la sospecha.
—La Gorda siempre está en esta fase —dijo—, y por ello, la Gorda tiene extraordinaria facilidad para hacer todo, incluso para ser un verdadero dolor de cabeza. No puede evitar ser influenciada por cualquier cosa que cruce su camino, incluyendo, desde luego, cosas ejemplares, como la total concentración.
Don Juan explicó que los, nuevos videntes descubrieron que durante esa fase intermedia es cuando tiene lugar el aprendizaje más profundo, y que también es cuando hay que supervisar, a los guerreros y darles explicaciones para que puedan evaluarlas debidamente. Si no reciben explicaciones antes de entrar por completo en el lado izquierdo, llegan a ser magníficos brujos pero malísimos videntes, como les pasó a los antiguos toltecas.
Dijo que, en especial, las mujeres guerreras sucumben a la atracción del lado izquierdo. Son tan ágiles que pueden entrar en él sin necesidad de explicaciones y sin esfuerzo alguno, de una forma tan fácil que las perjudica la mayoría de las veces.
Después de un largo silencio, Genaro se quedó dormido y don Juan siguió hablando. Dijo que los nuevos videntes habían tenido que inventar cierto número de términos para poder explicar la segunda verdad del estar consciente de ser. Su benefactor había cambiado algunos de esos términos, y él había hecho lo mismo; los videntes creían que no importaba en absoluto cuáles términos se usen siempre y cuándo las verdades hayan sido verificadas, viéndolas.
Me interesó muchísimo saber qué términos había cambiado él, pero no supe cómo plantear mi pregunta. Él entendió que yo dudaba de su derecho o habilidad para cambiarlos, y me explicó que si los términos que proponemos se originan en nuestra razón, sólo pueden comunicar el sabor mundano de la vida diaria. Por otra parte, cuando los videntes proponen un término, es ostensible que ese término se origina en su capacidad de ver y, por lo tanto, es una expresión de todo lo que los videntes pueden alcanzar.
Le pregunté por qué él y su benefactor habían cambiado ciertos términos.
—Es un deber del nagual buscar siempre mejores maneras de explicar —contestó—. El tiempo lo cambia todo, y cada nuevo nagual tiene que incorporar nuevas palabras, nuevas ideas, para describir lo que ve.
—¿Quiere decir que un nagual toma ideas del mundo cotidiano? —pregunté.
—No. Quiero decir que un nagual habla de lo que ve en formas siempre nuevas —dijo—. Por ejemplo, como el nuevo nagual, tú tendrás que decir que el estar consciente de ser da lugar a la percepción. Dirías lo mismo que dijo mi benefactor, pero de manera diferente.
—Don Juan, ¿qué es la percepción para los nuevos videntes?
—Dicen que la percepción es una condición del alineamiento; las emanaciones que están en el interior del capullo se alinean con las que están afuera y encajan con ellas. El alineamiento es lo que permite que el estar consciente de ser sea cultivado por cada ser viviente. Los videntes pueden afirmar esto porque ven a los seres vivientes como son en realidad: seres luminosos que parecen burbujas de luz blanquecina.
La pregunté cómo las emanaciones interiores del capullo encajaban con las de afuera para lograr la percepción.
—Las emanaciones de adentro y las emanaciones de afuera —dijo— son los mismos filamentos de luz. Los seres conscientes son minúsculas burbujas hechas con esos filamentos; microscópicos puntos de luz, unidos a las emanaciones infinitas.
Prosiguió, explicando que la luminosidad de los seres vivientes se debe a la porción particular de las emanaciones del Águila que tienen dentro de sus capullos: Cuando los videntes ven la percepción, son testigos de que la luminosidad de las emanaciones que están afuera intensifican la luminosidad de las emanaciones que están dentro de los capullos. La luminosidad exterior atrae a la interior; la atrapa, por así decirlo, y la fija. Esa fijación es el estar consciente de ser.
Los videntes también pueden ver cómo las emanaciones exteriores ejercen una presión particular sobre las emanaciones interiores. Esta presión determina el grado de conciencia que tiene cada ser viviente.
Le pedí que me aclarara cómo las emanaciones del Águila que están afuera del capullo ejercen presión sobre las interiores.
—Las emanaciones del Águila son más que filamentos de luz —contestó—. Cada una de ellas es una fuente de energía ilimitada. Piénsalo de esta manera: puesto que la minúscula porción de las emanaciones que están dentro del capullo es igual a una minúscula porción de las que están afuera, sus energías son como una presión continua, pero el capullo aísla las emanaciones que están adentro y de esa manera dirige la presión.
—Ya te he dicho que los antiguos videntes eran maestros del arte de manejar la conciencia de ser —prosiguió—. Ahora, lo que puedo agregar es que eran maestros de ese arte porque aprendieron a manejar la estructura del capullo del hombre. Te he dicho que ellos desenredaron el misterio del estar consciente de ser. Con eso quiero decir que vieron y comprendieron que la conciencia de ser es un resplandor en el capullo de los seres vivientes. Y con toda razón lo llamaron el resplandor del huevo luminoso.
Explicó que los antiguos videntes vieron que la conciencia de ser del hombre es un resplandor de luminosidad ambarina, más intenso que el resto del capullo. Ese resplandor se encuentra sobre una banda angosta de luminosidad, al extremo del lado derecho del capullo, y corre a todo lo largo de la verticalidad del capullo. La maestría de los antiguos videntes consistía en mover ese resplandor, en hacerlo extenderse de su posición original en la superficie del capullo, hacia adentro, cruzando su ancho.
Dejó de hablar y miró a Genaro, quien seguía bien dormido.
—A Genaro le importan un pepino las explicaciones —dijo—. Él actúa. Mi benefactor lo empujaba constantemente a que enfrentara problemas insolubles. Así entró de pleno al lado izquierdo y nunca tuvo oportunidad de hacerse preguntas.
—¿Es mejor ser así, don Juan?
—Eso depende. Para él, es perfecto. Para ti y para mí no, porque de una manera o de otra, nosotros nos vemos obligados a explicar. Genaro o mi benefactor son más como los antiguos videntes que como los nuevos: pueden controlar el resplandor de la conciencia y hacer lo que quieran con él.
Se puso de pie sobre el petate en el que estábamos sentados y estiró los brazos y las piernas. Le rogué que siguiera hablando. Sonrió y dijo que yo necesitaba descansar, que mi concentración menguaba.
Alguien tocó a la puerta. Me desperté. Era de noche. Durante un momento no pude recordar donde me hallaba. Había algo en mí que parecía estar distante, era como si una parte de mí siguiera dormida, y sin embargo estaba completamente despierto. Por la ventana abierta brillaba la luz de la luna.
Vi que don Genaro se incorporó y fue hacia la puerta. Me di cuenta entonces de que estaba en su casa. Don Juan estaba echado de lado, profundamente dormido sobre un petate en el suelo. Tenía yo la clara impresión de que los tres nos habíamos quedado dormidos después de regresar agotados de un viaje a las montañas.
Don Genaro encendió su quinqué. Lo seguí a la cocina. Alguien le había traído una olla de guisado caliente y una canasta de tortillas.
—¿Quién le trajo comida? —le pregunté—. ¿Tiene usted por ahí una vieja que le calienta las tortillas?
Don Juan había entrado a la cocina. Ambos me miraron, sonriendo. Por alguna razón, sus sonrisas me resultaban aterradoras. Poseído por un pánico incontrolable, estaba yo a punto de gritar cuando don Juan me golpeó en la espalda y me hizo cambiar a un estado de conciencia acrecentada. En un instante me di cuenta de que quizá mientras dormía, o al momento de despertar, había regresado a la conciencia de todos los días.
La sensación que experimenté entonces, ya de vuelta en la conciencia acrecentada, fue una mezcla de alivio, enojo y la más aguda tristeza. Sentía alivio al volver a ser yo mismo, porque había llegado a considerar que esos estados incomprensibles constituían mi verdadero ser. La razón era muy sencilla, en esos estados me sentía completo, nada me faltaba ni me sobraba. Mi enojo y mi tristeza eran una reacción ante mi impotencia, ante las limitaciones de mi ser cotidiano.
Le pedí a don Juan que me explicara cómo era posible que yo hiciera lo que estaba haciendo. En mi nivel de conciencia normal yo no podía recordar nada de lo que había hecho en estados de conciencia acrecentada, aunque mi vida dependiera de ello. Pero una vez que entraba en la conciencia acrecentada podía yo contemplar el pasado y recordar todo; podía rendir cuentas de todo lo que había hecho en los dos estados; incluso podía acordarme de mi incapacidad para recordar.
—Espera un momento —dijo—. Aun en la conciencia acrecentada todavía no recuerdas mucho. Más allá de ella hay infinitamente más, y tú has estado ahí muchas, muchas veces. Ahorita no puedes recordar todo lo que has hecho en ese más allá aunque tu vida dependa de ello.
Tenía razón. No tenía la menor idea de lo que hablaba. Le rogué que me diera una explicación.
—Ya viene la explicación —dijo—. Es un proceso lento, pero ya llegaremos a ella. Es lento porque yo soy igual que tú: me gusta entender. Yo soy lo opuesto de mi benefactor, que no estaba dado a explicar. Para él sólo existía la acción. Le gustaba ponernos directamente frente a problemas incomprensibles y dejarnos resolverlos por nuestra cuenta. Muchos de nosotros nunca resolvimos nada, y acabamos en la misma situación de los antiguos videntes: mucha acción y muy poca comprensión.
—¿Están esos recuerdos atrapados en mi mente? —pregunté.
—No. Eso sería demasiado sencillo —contestó—. Las acciones de los videntes son más complejas que dividir al hombre en cuerpo y mente. Tú no te acuerdas de todo lo que has hecho, porque cuando uno está en la conciencia acrecentada uno ve.
Le pedí a don Juan que volviera a interpretar lo que acababa de decir.
Me explicó con mucha paciencia, que yo había olvidado todo, porque, al entrar en la conciencia acrecentada o al ir más allá de ella, mi conciencia normal había sido elevada, intensificada, y que eso significaba que otras áreas de mi ser total fueron usadas.
—Todo lo que no puedes recordar está atrapado en esas áreas de tu ser total —dijo—. El usar esas otras áreas es el ver.
—Don Juan, estoy más confundido que nunca —dije.
—No te culpo —dijo—. Ver es dejar al desnudo la esencia de todo, es ser testigo de lo desconocido y vislumbrar lo que no se puede conocer, pero ello no nos trae desahogo. Generalmente, los videntes se descalabran al ver que la existencia es incomprensiblemente compleja y que nuestra conciencia cotidiana la difama con sus limitaciones.
Reiteró que, durante sus explicaciones, mi concentración tenía que ser total, que el comprender era de crucial importancia, y que los nuevos videntes daban el más alto valor a las comprensiones profundas que no eran producto de la emoción.
—Por ejemplo, el otro día —prosiguió— cuando creíste haber comprendido algo muy significativo acerca de tu importancia personal y la de la Gorda, en realidad no entendiste nada. Tuviste un arranque emocional, eso es todo. Digo esto porque al día siguiente andabas de nuevo abrazado de tus ideas, como si nunca te hubieras dado cuenta de nada.
—Lo mismo le pasó a los antiguos videntes. Eran dados a las reacciones emocionales. Pero cuando llegó el momento de comprender lo que habían visto, no pudieron hacerlo. Para comprender uno necesita de sensatez, de cordura, no de emocionalidad. No te confíes en aquéllos que lloran con la emoción de comprender, porque no han comprendido nada.
—En el camino del conocimiento hay peligros incalculables para quienes carecen de sobriedad y serenidad —prosiguió—. Con mis explicaciones, estoy delineando el orden en el que los nuevos videntes arreglaron las verdades del estar consciente de ser, para que te sirva como un mapa, un mapa que tienes que sensatamente ver, pero no con tus ojos.
Hubo una larga pausa. Me miró con fijeza. Definitivamente, esperaba a que yo le hiciera una pregunta.
—Todos caen presa del error de que se ve con los ojos —prosiguió—. Pero no te sorprendas de que después de tantos años aún no te das cuenta de que el ver de los brujos no es cuestión de los ojos. Es muy normal cometer ese error.
—Entonces, ¿cómo ven? —pregunté.
Contestó que ver es alineamiento. Y yo le recordé que me dijo que la percepción es alineamiento. Explicó que alinear emanaciones que se usan rutinariamente es la percepción del mundo cotidiano, pero alinear emanaciones que nunca se usan es ver. El acto de ver, siendo resultado de un alineamiento fuera de lo ordinario, no puede ser algo que uno simplemente vea con los ojos. A pesar del hecho de haber visto incontables veces, yo había sucumbido a la manera en que se clasifica y se describe ver.
—Cuando los videntes ven, hay algo que les explica todo a medida que se lleva a cabo el nuevo alineamiento —prosiguió—. Es una voz que les habla en el oído. Si esa voz no está presente, el vidente no está viendo.
Después de una pausa momentánea, siguió explicando que sería igualmente falaz decir que ver es oír, pero que los videntes habían optado por usar la frase la voz del ver, como norma de un alineamiento fuera de lo común. Dijo que esa voz era algo extremadamente misterioso e inexplicable.
—Mi conclusión personal es que la voz del ver pertenece sólo al hombre —dijo—. Quizás ocurre porque el hablar es algo que nadie más hace, además del hombre. Los antiguos videntes creían que era la voz de una entidad de increíble potencia íntimamente relacionada con la humanidad, un protector del hombre. Los nuevos videntes descubrieron que esa entidad, a la que llamaron el molde del hombre, no tiene voz. Para los nuevos videntes la voz del ver es algo incomprensible; dicen que es el resplandor del estar consciente de ser que toca las emanaciones del Águila como un arpista toca el arpa.
Se negó a explicar más, diciendo que más adelante, conforme avanzara en su elucidación, todo se aclararía para mí.
Mientras don Juan hablaba, mi concentración había sido tan total que realmente no recordaba haberme sentado a la mesa a comer. Cuando don Juan dejó de hablar, me di cuenta que su plato de carne guisada estaba casi vacío.
Genaro me miraba fijamente, con una sonrisa radiante. Mi plato estaba frente a mí sobre la mesa, y también estaba casi vacío. Ya sólo contenía un pequeño residuo de guisado, como si en ese momento acabara de comer. Y yo no recordaba haber comido, pero tampoco recordaba haber ido a la mesa o haberme sentado.
—¿Te gustó la comida? —preguntó Genaro, y miró hacia otro lado.
Le dije que sí, porque no quería admitir que tenía problemas para recordar.
—Para mí, estaba demasiado picante —dijo Genaro—. Tú nunca comes comida picante, así que me preocupa un poco lo que te vaya a pasar. No debiste comer dos platos. Supongo que eres un poco más tragón cuando estás en la conciencia acrecentada, ¿eh?
Admití que probablemente él tenía razón. Me pasó una gran jarra de agua para saciar mi sed y aliviar mi garganta. Cuando bebí toda el agua ávidamente, los dos comenzaron a reír a carcajadas.
De pronto, comprendí lo que ocurría. Mi comprensión fue física. Fue un destello de luz amarillenta que me golpeó como si se hubiera encendido un cerillo justo entre mis ojos. Supe entonces que Genaro bromeaba. Yo no había comido. Estuve tan absorto en la explicación de don Juan que olvidé todo lo demás. El plato frente a mí era el de Genaro.
Después de la cena, don Juan siguió adelante con su explicación. Genaro se sentó a mi lado, escuchando como si nunca antes hubiera oído la explicación.
Don Juan dijo que, en todos los seres conscientes, es igual la presión que las emanaciones exteriores, llamadas emanaciones en grande, ejercen sobre las emanaciones interiores. Sin embargo, los resultados de esa presión son enormemente diferentes entre ellos, porque sus capullos reaccionan en todas las formas imaginables.
—Ahora bien, —prosiguió— cuando los videntes ven que la presión de las emanaciones en grande desciende pesadamente sobre las emanaciones interiores, que siempre están en movimiento, y las hace detenerse, saben que en ese momento el ser luminoso está consciente de ser.
—Decir que las emanaciones en grande descienden pesadamente sobre las que están dentro del capullo y las hacen detenerse significa que los videntes ven algo indescriptible, cuyo significado conocen sin la menor duda. Significa que la voz del ver les ha dicho que las emanaciones interiores descansan por completo y encajan en aquellas de afuera que les son correspondientes.
Dijo que, naturalmente, los videntes afirman que el estar consciente de ser procede de nuestro exterior, y que el verdadero misterio no está dentro de nosotros. Ya que, por naturaleza, las emanaciones en grande ejercen tremenda presión sobre las que están dentro del capullo, lo perfecto sería dejar que las emanaciones en grande se amalgamen libremente con las que están dentro. Los videntes creen que si dejáramos que este ocurriese nos convertiríamos en lo que realmente somos, seres fluidos, siempre en movimiento, eternos.
Hubo una extensa pausa. Los ojos de don Juan tenían un brillo intenso. Parecían contemplarme desde una gran profundidad. Sentía que cada uno de sus ojos era un punto de brillantez independiente. Por un instante pareció estar luchando contra una fuerza invisible, un fuego interior que quería consumirlo. Pasó con rapidez y don Juan siguió hablando.
—La calidad de conciencia de cada ser individual —continuó— depende del grado en que las emanaciones en grande se amalgaman con las de adentro.
Después de una larga interrupción, don Juan siguió explicando. Dijo que los videntes vieron que la conciencia de ser crece desde el momento de la concepción, se enriquece con el proceso de vivir. Dijo que, por ejemplo, los videntes ven cómo la conciencia de ser de un insecto o la de un hombre crece de maneras asombrosamente diferentes, pero con igual consistencia.
—¿La conciencia de ser se desarrolla a partir del momento de la concepción o a partir del momento de nacer? —pregunté.
—A partir del momento de la concepción —contestó—. Yo siempre te he dicho que la energía sexual es algo de extrema importancia y que debe ser controlada y usada con mucho tino. Nunca te gustó esa proposición porque, crees que yo hablo de control en términos de moralidad; control para mí significa el ahorro y la recanalización de la energía.
Don Juan miró a Genaro. Genaro asintió con la cabeza.
—Genaro te va a contar lo que decía nuestro benefactor, el nagual Julián, acerca del ahorro y la recanalización de la energía sexual —me dijo don Juan.
—El nagual Julián decía que el sexo era un asunto de energía —comenzó Genaro—. Por ejemplo, él nunca tuvo problemas, porque tenía energía hasta en los dedos gordos de los pies. Pero a mí me echó una sola mirada y de inmediato prescribió que mi chile era sólo para orinar. Me dijo que yo no tenía suficiente energía para el sexo. Dijo que mis padres habían estado demasiado aburridos y demasiado cansados cuando me hicieron dijo que yo era el resultado de una cogida muy aburrida, y que así nací, aburrido y cansado. El nagual Julián recomendaba que la gente como yo jamás tuviera relaciones sexuales, a fin de que pudiéramos almacenar la poca energía que tenemos.
—A Silvio Manuel y a Emilio les dijo lo mismo. Vio que los demás compañeros tenían suficiente energía. No eran el resultado de cogidas aburridas. Les dijo que podían hacer lo que quisieran con su energía sexual, pero recomendó se controlaran y que entendieran que el comando del Águila es que el fulgor de la conciencia de ser se da a través del acto sexual. Todos le dijimos que habíamos entendido y que estábamos de acuerdo.
—Un día, sin aviso alguno y con la ayuda de su propio benefactor, el nagual Elías, abrió la cortina del otro mundo, y sin vacilaciones, nos empujó a todos adentro Con excepción de Silvio Manuel, todos casi nos morimos allí. No tuvimos un ápice de energía para resistir el impacto del otro mundo. A excepción de Silvio Manuel nadie había seguido la recomendación del nagual Julián.
—¿Qué es la cortina del otro mundo? —le pregunté don Juan.
—Pues ya lo dijo Genaro, es una cortina —contestó don Juan—. Y como siempre, te estás desviando de tema. Estamos hablando de que el Águila ordenó que la energía sexual se use para crear vida. A través de la energía sexual, el Águila otorga la conciencia de ser. Por eso cuando los seres conscientes realizan el acto sexual, las emanaciones que están dentro de sus capullos hacen lo mejor que pueden para conferirle conciencia al nuevo ser que están creando.
Dijo que durante el acto sexual, las emanaciones contenidas en los capullos de ambos participantes sufren una profunda agitación, cuyo punto culminante es una unión, una fusión de dos pedazos de energía consciente, uno de cada participante, que se separan de sus capullos.
—El acto sexual es siempre una donación de conciencia aunque ese regalo no se consolide y cree un nuevo ser viviente —agregó—. Las emanaciones que están dentro del capullo de los seres humanos no saben del acto sexual sólo como placer.
Desde su silla al otro lado de la mesa, Genaro se inclinó hacia mi y me habló en voz baja, moviendo la cabeza para hacer énfasis.
—El nagual te está diciendo la verdad —dijo guiñándome el ojo—. Esas emanaciones realmente no saben nada.
Don Juan hizo un esfuerzo por no reírse, y agregó que la falacia del hombre es actuar con total desdén por el misterio de la existencia y creer que el sublime acto de conceder vida y conciencia es simplemente un impulso físico que uno puede distorsionar a voluntad.
Genaro hizo gestos sexuales obscenos, girando sus caderas, una y otra vez. Don Juan asintió con la cabeza y dijo que eso era exactamente lo que el hombre hacía. Genaro le dio las gracias por reconocer su sola contribución a la explicación de dicho tema.
A carcajadas me dijeron que yo estaría riéndome con ellos si supiera lo serio que era para su benefactor la explicación de la energía sexual.
Le pregunté a don Juan qué significado tenía todo esto para el hombre en el mundo cotidiano.
—¿Te refieres a lo que está haciendo Genaro? —me preguntó fingiendo seriedad.
El regocijo de los dos siempre era contagioso. Tardaron mucho tiempo en calmarse. Su nivel de energía era tan alto que, a su lado, yo parecía viejo y decrépito.
—Realmente no se —me contestó finalmente don Juan—. Todo lo que sé es que para los guerreros la única energía que poseemos es la energía sexual, dadora de vida. Este conocimiento los fuerza a darse cabal cuenta de su responsabilidad.
—Si los guerreros quieren tener la suficiente fuerza para ver, tienen que volverse avaros con su energía sexual. Esa fue la lección que nos dio el nagual Julián. Nos empujó adentro de lo desconocido, y todos casi nos morimos. Puesto que todos nosotros queríamos ver, tuvimos que abstenernos de desperdiciar nuestra energía sexual.
Ya antes le había escuchado expresar esa creencia. Cada vez que lo hacía, entrábamos en una acalorada discusión. Siempre me sentía obligado a protestar lo que yo consideraba ser una actitud puritana hacia el sexo.
Nuevamente, volví a objetar. Ambos se rieron hasta que les salieron lágrimas.
—¿Qué puede hacerse con la sensualidad natural del hombre? —le pregunté a don Juan.
—Nada —contestó—. La sensualidad del hombre no tiene nada malo. Lo que está mal es la ignorancia que obliga al hombre a pasar por alto su naturaleza mágica. Es un error desperdiciar la fuerza dadora de vida y no tener hijos, pero también es un error no saber que al tener hijos uno disminuye el fulgor de la conciencia.
—¿Cómo saben los videntes que al tener hijos, uno disminuye el fulgor de la conciencia?
—Los videntes ven que, al tener un hijo, el fulgor de la conciencia de los padres disminuye mientras que el de la criatura aumenta. En algunos padres débiles y nerviosos, ese fulgor desaparece casi por completo. Conforme los niños ensanchan su conciencia, crece también en el capullo luminoso de los padres una mancha oscura, en el mismo lugar de donde se desprendió el fulgor que dio vida a esos niños. Generalmente está en la parte media del capullo. A veces, esas manchas incluso pueden verse como si estuvieran pegadas al cuerpo.
Le pregunté si había algo que se pudiera hacer para darle a la gente común y corriente una comprensión más equilibrada de lo que es el fulgor de la conciencia.
—No se puede hacer nada —dijo—. Por lo menos, no hay nada que los videntes puedan hacer. Los videntes aspiran a ser libres, a ser testigos sin prejuicios, testigos incapaces de juzgar; de lo contrario tendrían la responsabilidad de implantar un nuevo ciclo más ajustado. Nadie puede hacer eso. Un nuevo ciclo, si hubiera de surgir, tendría que surgir por sí mismo.