Capítulo 27

La desaparición de Aldrich costó a Hayden la amonestación oficial del presidente del consejo de guerra, pero el teniente se excusó por lo sucedido y soportó los reproches del tribunal con una satisfacción bien disimulada. A pesar de la recompensa que se ofrecía, el marinero de primera Peter Aldrich no fue hallado en Plymouth ni en sus alrededores, por lo que se especuló ampliamente sobre la posibilidad de que la corriente lo hubiese arrastrado a mar abierto cuando intentaba ganar a nado la costa.

Se nombró un nuevo capitán para la Themis y, puesto que éste tenía intención de llevar consigo a sus propios oficiales y guardiamarinas, los demás oficiales y jóvenes caballeros de la fragata se vieron en tierra, tomando cada uno un camino distinto. El valiente Hawthorne, a quien nunca faltaban invitaciones, tomó la posta hacia Bath para visitar a unos amigos, y sin duda también a alguna que otra joven dama. Barthe se fue a casa, a Kent. Griffiths a Portsmouth. Después de despedirse de lady Hertle, Hayden tomó la silla de posta a Londres, en compañía de lord Arthur Wickham. Gracias a la alegría del joven, lo que le habría parecido una especie de retirada acabó resultándole casi soportable. Wickham encontraría puesto en otro barco, pero en el caso de Hayden las circunstancias eran muy diferentes. Casi con toda seguridad no le quedaría más remedio que seguir los pasos de Aldrich.

Hayden también tenía la sensación de huir del consejo de guerra a los amotinados, cuyo inicio estaba programado para unos días más tarde. Ni Wickham ni él serían llamados ante el tribunal para prestar declaración, puesto que no se hallaban presentes a bordo cuando estalló el motín. Sintió un gran alivio al pensar que no presenciaría las ejecuciones que tendrían lugar una vez celebrado el proceso.

—¿Me acompañará a casa de mis padres? —propuso Wickham—. Estoy seguro de que les encantaría conocerlo.

—¿Tiene lord Westmoor por costumbre recibir a tenientes que acaban de ser despedidos de su barco?

—No, pero tiene por costumbre recibir a mis amigos.

—Qué amable por su parte pensar en mí en esos términos. Si me es posible, no dude que iré a visitarlo. No creo que vayan a asignarme un puesto enseguida, de modo que tendré tiempo libre de sobra.

—¿Por eso está tan preocupado, señor Hayden? ¿Por obtener un nuevo puesto?

—Ah, por eso y por haberme comportado como un idiota respecto a cierta dama.

—Un día oí que recibía la visita de una dama encantadora. En la camareta no se habló de otra cosa durante días.

—No sabía que fueran ustedes tan poco discretos.

—Oh, no, señor. No fue por falta de respeto hacia usted o la señorita Henrietta. Todos los guardiamarinas dijeron que la dama en cuestión se mostró muy atenta con usted. Todos lo consideraron un hombre muy afortunado, señor.

Hayden recostó la espalda en el asiento del carruaje, incapaz de disimular la angustia.

—Voy a darle un consejo, lord Arthur: si alguna vez se enamora de una mujer, no vacile. Mejor enfrentarse a la posibilidad de un rechazo que dejar que se le escape, convencida de que no está interesado en ella. No, nunca titubee.

Wickham lo miró con aire de extrañeza, como si se preguntara si Hayden se burlaba de él.

—Usted nunca titubearía con una dama, señor Hayden. Le he visto ir derecho por una fragata francesa a bordo de una corbeta sin pensarlo dos veces.

Hayden tuvo que sonreír, tanto por las palabras de Wickham como por su propia insensatez.

—Puede que una mujer me intimide más que una fragata, señor Wickham. Una solitaria andanada verbal, un amago de resistencia y me veo a la deriva. Se dice que un bravucón en el alcázar puede ser el hombre más tímido en un salón de baile.

—Verá, señor Hayden, soy demasiado joven y carezco de experiencia en esas lides para aventurarme a dar una opinión… No obstante, considero que si ha dejado usted escapar la presa, tendrá que concebir un nuevo plan para darle caza. Al menos así se haría en el mar, y creo que esta estrategia también puede aplicarse en tierra.

—¿Así lo cree? Bueno, dudo mucho que resulte más errado que lo que he venido haciendo hasta el momento.

Su conversación dio para mucho en el viaje a Londres. Fuera del barco, Wickham demostró poseer un amplio y sorprendente abanico de conocimientos para su edad. Además, su familia poseía una extensa biblioteca donde habían animado a lord Arthur a pasar las horas desde niño. Hayden sintió una punzada de envidia cuando el joven guardiamarina le habló de todos los libros que había descubierto en las estanterías de su padre. Los libros no eran artículos baratos, y Hayden consideraba que poseer más de unos pocos constituía un gran lujo.

—Preferiría tener la estupenda biblioteca de lord Westmoor que un coche de cuatro caballos —admitió Hayden ante el joven.

—Creo que es mucho mejor que una casa cuente con una buena biblioteca que con un salón de baile. Aunque nadie le pondría un pero a una casa que poseyera ambas cosas.

—Desde luego.

El viaje a Londres en la silla de posta, entre las sacas de correo, fue agotador, y Hayden se alegró de que llegase a su fin. Las atestadas calles de la gran ciudad frenaron el paso del coche. El teniente se despidió de Wickham en la fonda y se encargó de que llevaran el baúl al lugar donde solía hospedarse. Luego echó a andar a buen paso y no tardó en llegar a la residencia de Robert Hertle. Al principio sólo tenía intención de dejar la tarjeta al lacayo, con la esperanza de que la señora Hertle le enviase una nota a la posada, pero descubrió que ésta no se encontraba en casa. Ni siquiera estaba en Londres.

—No debería decírselo a nadie, teniente Hayden, pero la señora Hertle ha ido a visitar a la familia de la señorita Henrietta… en la campiña —le informó el lacayo.

—Me alegro por ambas. John, si me lo permites dejaré una breve nota para la señora Hertle…

Hayden regresó al lugar donde se hospedaba, una fonda donde había alquilado una habitación normal. Pasó un rato caminando arriba y abajo, reflexionando sobre su futuro, ya que la Armada había considerado apropiado prescindir de nuevo de sus servicios. Al llegar a Plymouth había remitido una carta a su agente, y en ese momento pensó que sería apropiado hacerle una visita, lo que programó para primera hora de la mañana. Luego podía visitar a Philip Stephens para rogarle un empleo, por más que el primer secretario debía de estar al corriente de su situación, la cual no era muy probable que le preocupase lo más mínimo.

—Quizá tendría que haber acompañado a Aldrich a Estados Unidos —murmuró.

Aquella noche cenó en su habitación, después de contar los fondos que le quedaban. Incluso la modesta suma que había dado a Aldrich lo había acercado peligrosamente a la insolvencia. De no haber recibido la paga de remate, su situación sería desesperada. Puesto que se había alojado previamente en aquella fonda, probablemente el propietario aceptaría ampliarle la cuenta unas semanas, aunque en breve necesitaría su parte del dinero del botín.

Después de cenar dio una vuelta por las calles, paseando por la zona de los teatros para regresar después a su habitación, donde el sueño se mostró esquivo. La absoluta ausencia de movimiento, sumada a los sonidos propios de la ciudad, lo desvelaron. Despierto en la oscuridad se sintió asombrosamente solo.

Nada más salir el sol dio un paseo por las calles, atestadas de carros de comerciantes, y también disfrutó de un desayuno improvisado gracias a las viandas que ofrecía un vendedor ambulante, pero ni una cosa ni otra le levantaron el ánimo. Regresó a la habitación bastante malhumorado, y allí encontró una nota del padre de Wickham, el conde de Westmoor, en la que lo invitaba a cenar al cabo de dos semanas y justificaba fecha tan tardía aduciendo que no visitaría Londres hasta entonces. Esa carta enviada por un hombre de cierta importancia lo alentó más de lo que cabría esperar, por lo que fue a visitar al agente encargado de gestionarle el dinero de las presas con mejor cara y paso más firme que un rato antes. La ciudad ya no le pareció tan oscura, incluso la gente le dio la impresión de ser más amable.

Las noticias del agente no fueron tan prometedoras como había esperado. El transporte y su cargamento habían alcanzado un precio inferior al calculado en un principio, y la Armada aún no se había declarado en firme en cuanto a la compra de la Dragoon. Le reembolsarían su parte del dinero por el transporte, pero no podía esperar esa cantidad al menos hasta unas semanas después.

Al marcharse, se encontró con un conocido que en ese momento servía como primer teniente en un navío de setenta y cuatro cañones. Tras saludarse con alegría, permanecieron de pie en la calle hablando de sus últimos empleos y los amigos comunes, así como de los rumores que corrían en la Armada. Finalmente se produjo un silencio en la conversación y Hayden pensó que su amigo iba a despedirse para acudir a la cita que tenía con el mismo agente. Sin embargo, el otro se acercó un poco y, bajando la voz, dijo:

—No estoy seguro de que me corresponda repetir esto, Hayden, pero estuve en la casa de campo de unos amigos hará un par de noches, ¿y a que no adivina quién acudió a cenar? Pues ni más ni menos que sir Josiah y lady Hart. —Inspiró hondo—. Sir Josiah pasó un rato hablando de usted con severidad, empleando el lenguaje más denigrante posible para desacreditar tanto su carácter como sus logros. Antes de que pudiera yo salir en su defensa, lo que le aseguro me proponía hacer, cuál no sería mi sorpresa, y la de todos los presentes, cuando otro caballero, lord Westmoor, le prestó a usted ese servicio, y es que tanto él como su esposa son amigos de toda la vida de sir Josiah y lady Hart. Su señoría habló de usted en los términos más elogiosos. «Mi hijo me habló muy favorablemente del carácter del teniente Hayden, sin escatimar un solo detalle referente al apresamiento del transporte en la embocadura del puerto de Brest así como a la toma de una fragata amparada por los cañones de Belle-Île. Tengo entendido que Hayden estaba al mando de la corbeta que acudió en ayuda de Bourne; verá, mi hijo lo acompañaba a bordo, por lo que disfrutó de un lugar privilegiado para observar lo sucedido. Hayden es un joven oficial de lo más prometedor». Como podrá imaginar, este comentario no pudo ser más humillante para Hart, y quizá le enseñe a mostrarse más circunspecto en el futuro. Únicamente le cuento esto para que sepa que el capitán pretende desacreditar su buen nombre entre gentes influyentes.

—Muy amable por su parte —respondió Hayden, consciente de que la ira le sonrojaba el rostro—. No puedo decir que me sorprenda, a pesar de lo cual resulta igualmente perturbador. No sé por qué, pero ese hombre me trata como si fuera su peor enemigo.

—Sin embargo, tendría que alegrarle saber que alguien como lord Westmoor salió en su defensa. Estoy seguro de que no tardará en extenderse por todo Londres la noticia de que su señoría refutó las palabras de Hart con tanto denuedo, por no mencionar que durante el resto de la velada se negó a cruzar una palabra con él.

—No creo que Hart se olvide tan pronto de mí. Es incapaz de controlarse en estos asuntos.

Así las cosas, ambos se despidieron. El teniente apenas era consciente de lo que sucedía a su alrededor mientras regresaba a su posada. La resultaba inconcebible que Hart, no contento con haberse apropiado de toda la gloria de la reciente travesía, amén de haber obtenido un título nobiliario y un lugar en la sociedad, necesitara desacreditarlo en las cenas. Quizá temía que Hayden anduviera por ahí contando la verdadera historia de la travesía y que intentara también arrastrar por el fango su buen nombre.

Así de solitaria transcurrió primero una semana, y luego diez días. Hayden esperaba recibir a diario una nota de la señora Hertle en que le informara de su regreso a la ciudad, acompañada de su prima Henrietta, y de que se alojaban de nuevo en la casa de Londres, pero esa carta no llegó. La decepción diaria de sus esperanzas tuvo el efecto de reducir sus expectativas poco a poco cada mañana, hasta que ya no se permitió albergar la ilusión de recibir carta alguna.

Al décimo día de su llegada a Londres recibió una carta, y aunque se convenció de que debía de ser de Wickham o algún compañero de la Armada, no lo era. Tampoco de la señora Hertle o Henrietta. En lugar de ello, al abrirla encontró una misiva remitida por el primer secretario Philip Stephens en la que le pedía que se reuniera con él en la sede del Almirantazgo.

Demasiado impaciente para enviar una nota correcta y aguardar un cruce de cartas para acordar fecha y hora, Hayden se apresuró a acercarse directamente a Whitehall, donde entregó una nota dirigida a Stephens en la que solicitaba fecha para la reunión. Para sorpresa del teniente, aunque en respuesta a sus deseos, el primer secretario ordenó que lo acompañaran inmediatamente a su despacho.

Allí encontró de nuevo a Stephens, sentado al escritorio y con los anteojos bien limpios. Cruzaron los saludos de rigor, breves esta vez, mientras el primer secretario rebuscaba entre una ordenada pila de documentos.

—¡Ajá! —exclamó—. ¡Aquí está! —Quizá el comentario daba a entender que había hallado algo de suma importancia, pero al parecer Stephens no tenía intención de revelarlo de inmediato—. Señor Hayden, en ese flujo y reflujo que caracteriza la suerte de todas las personas, según parece la suya acaba de sufrir un cambio de marea. A pesar de los esfuerzos de ciertas personas, sus señorías han reparado en sus recientes hazañas. No sé muy bien cómo ha ocurrido tal cosa, pero el hecho es que han considerado adecuado ascenderlo a usted al cargo de comandante.

Stephens esbozó una sonrisa al constatar la sorpresa de Hayden.

—Permítame ser el primero en felicitarlo por tan pertinente ascenso.

Hayden, atónito, no pasó de tartamudear una respuesta cortés que no estuvo a la altura de las circunstancias.

—Aquí mismo tengo su nombramiento. Pero ahí no acaba todo, aún hay más buenas noticias, o así espero que usted las considere. Tiene usted barco —anunció mientras repasaba con la mirada el documento que tenía delante—. La Kent… una corbeta algo antigua, me temo.

—Conozco la embarcación —aseguró Hayden—. Más de una vez hemos compartido puerto con ella. Es una hermosura de cubierta corrida y castillo de proa. Artilla piezas de seis libras y cañones de pivote en el alcázar.

—Tengo entendido que ahora son carronadas. Es un experimento del Almirantazgo. Espero que salga mejor que el último en que usted participó. Pobre Muhlhauser, tiene puestas tantas esperanzas en esa nueva cureña suya… —El secretario perdió el hilo un instante—. En este momento su barco viaja hacia Plymouth y debería llegar a puerto mañana, o pasado a más tardar. —Stephens se levantó y le tendió la mano—. Le deseo todo el éxito del mundo, señor Hayden.

El teniente le estrechó la mano.

—No sé cómo darle las gracias…

—Mediante los hechos, señor, aunque estoy convencido de que esta vez el primer lord no ha depositado su confianza en la persona equivocada. —Stephens alcanzó otro documento—. Por cierto… creo que esto le pertenece.

Y depositó un paquete de correspondencia sujeto con un cordel en manos de Hayden. Éste tardó un segundo en reconocer las cartas que había enviado al señor Banks.

—Gracias, señor —dijo, y su tono traicionó la emoción que sentía.

—No tengo por costumbre disculparme, señor Hayden…

Cuando aquella mirada imperturbable e indiferente recaló en Hayden, éste masculló algo que esperó fuese lo más correcto posible.

No tardó en verse en la calle, tan distraído que apenas logró evitar que lo arrollara un birlocho, y cubrió a pie la distancia que lo separaba de la fonda. Allí redactó una nota a Elizabeth para hacerla partícipe de las noticias y pedirle que diera recuerdos tanto a Robert como a Henrietta. Escribió otra breve nota al padre de Wickham, en la que se disculpaba por verse obligado a abandonar Londres en la primera posta de la mañana. Envió una carta a su agente de presas, advirtiéndole de su nuevo puesto, seguida de una nota de agradecimiento a Philip Stephens, y, finalmente, una misiva a su madre para comunicarle la buena noticia, aunque ella no la leería hasta al cabo de unas semanas.

El viaje en coche a Plymouth fue muy solitario, puesto que los demás viajeros no se conocían y eran poco habladores. Echó de menos la locuaz compañía de Wickham. Se refugió en su pensamiento, por el que cruzó un paisaje emocional casi tan variopinto como el terreno que recorría el vehículo. Pasó un rato exultante, feliz por aquel golpe de suerte. ¡Por fin era comandante! Pero entonces volvió a poner los pies en el suelo al recordar que otros que llevaban el mismo tiempo que él en la Armada ya sentaban plaza como capitanes de navío; sin embargo, esta incapacidad de disfrutar el momento hizo que se enfadara consigo mismo. La ingratitud dejó al descubierto su presuntuoso orgullo.

Luego se puso a pensar en Henrietta. Pasó un rato convencido de que la joven aún se preocupaba por él y que la relación lograría superar ese estancamiento. Ella sin duda sería consciente del poco tiempo que habían pasado juntos, demasiado poco para pensar en el matrimonio, y su sentido común no le permitiría confundir las intenciones de su indeciso pretendiente. Al cabo de media hora, no obstante, se sentía el hombre más desgraciado del mundo por lo mal que se había portado, convencido de que ella creía que la había rechazado, sobre todo después de haberle dado todas las oportunidades del mundo para hablar. La supuso paseando junto a un caballero acaudalado, con muchas tierras y mayor inteligencia. Pensó que no había muchas posibilidades de volver a conocer a una mujer tan afín. Luego empezó a enumerar sus muchas cualidades hasta conformar una lista considerable, pero eso no hizo sino aumentar la tristeza que lo abrumaba.

Así transcurrieron las treinta y seis horas del viaje a Plymouth.

A su llegada, averiguó que su nuevo barco aún no había llegado a puerto y alquiló una habitación con vistas a la bahía. En ese momento, su entusiasmo bastó para ahuyentar cualquier asomo de decepción. Envió una carta a lady Hertle y recibió en respuesta una invitación a visitarla.

A las cuatro en punto llamó a la puerta y fue conducido al salón, donde encontró a lady Hertle cubierta por un mantón grueso, muy cerca de la chimenea. Lo saludó con gran afecto y pidió al servicio que prepararan café.

—Espero que pueda disculparme, señor Hayden, pero tengo un catarro otoñal del que me estoy recuperando. Se lo he contagiado a Henrietta y la pobre aún guarda cama.

—¿Se encuentra aquí la señorita Carthew?

—Vino a Plymouth hace unos días cuando se enteró de que estaba enferma, pobrecilla. —Negó con la cabeza—. Como si fuera la primera vez que me acatarro. No soy tan mayor ni tan frágil para que una tos me lleve a la tumba. Pero en fin, me ha cuidado con esmero, y ahora su buena obra se ve recompensada por la misma enfermedad que tan hábilmente me ayudó a superar. Pobre niña. —Lady Hertle alcanzó una carta que había encima de la mesilla—. Cuando supo que vendría usted a visitarnos, Henrietta me pidió que le entregara esta carta, señor Hayden. —Lady Hertle se puso en pie bastante envarada—. Léala si quiere. Yo he de ausentarme un momento.

Hayden se quedó a solas. Acababa de romper el lacre cuando oyó pasos. Al levantar la vista, apareció ante sus ojos Henrietta Carthew. Estaba muy pálida, era la desdicha personificada, tenía la nariz roja e hinchada, y llevaba un pañuelo enredado en los dedos de la mano derecha.

—Señorita Henrietta —dijo él al tiempo que se levantaba—. Lamento mucho que esté tan enferma.

—No es nada, señor Hayden. No hay de qué preocuparse. —Se fijó en la carta que él tenía en la mano—. ¿La ha leído?

Al verla tan agitada, Hayden se alarmó.

—Sólo he roto el lacre.

La joven dama se acercó con la mano extendida y temblorosa.

—Hágame el favor de devolvérmela antes de leerla, señor Hayden, porque es una misiva llena de insensateces, en la que hablo de sensaciones pasajeras que seguramente carecen de fundamento. Mucho me temo que cuando la escribí me sentía muy alterada.

Hayden le tendió el papel de inmediato, a pesar de que ella prácticamente se lo arrebató de las manos. Después Henrietta se sentó y se cubrió el rostro con las manos sin soltar la carta.

—Temo haberla afligido. —Hayden se sentó en el mismo sofá, vuelto a medias hacia la dama.

Ella hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Es culpa de este resfriado. Me ha costado conciliar el sueño y eso me ha perjudicado los nervios —susurró ella mientras se secaba los ojos con el pañuelo y hacía un esfuerzo por ponerse en pie—. Ya me siento mejor —mintió, intentando sonreír.

Hubo un instante de indecisión en que a él le faltó el aliento. Entonces se enfrentó a sus dudas decidido a superarlas.

—Como ignoro el contenido de su carta, confío en su benevolencia para que me haga callar si lo que digo está fuera de lugar.

Henrietta levantó la mano, mirándolo a los ojos con una expresión inquieta e inquisitiva.

—Intuyo que ha recibido usted consejo por parte de Robert, y también quizá de otras personas, como yo lo he obtenido de mi querida Elizabeth y mis otras primas. Qué duda cabe de que todos ellos albergan las mejores intenciones, pero debemos encontrar nuestro propio camino. Ésa es la conclusión a la que he llegado.

Hayden se reclinó un poco, asintiendo.

—Sí, Robert me dijo que debía reflexionar sobre mi afecto, puesto que no hablé con usted la última vez que estuvo en Plymouth, pero ya no dudo de nada. No hablé con usted porque…

—Porque no está preparado —lo interrumpió ella, acercando la mano al pecho de él un instante, para luego apartarla como si se hubiera quemado—. Nuestra relación ha sido breve y no quiero que hable hasta que se sienta convencido. No me importa lo que opinen Robert y Elizabeth. ¿Qué saben ellos de nuestros corazones?

—Sí. Sí, exacto. Entonces, ¿mis dudas no la han lastimado?

—Me dijeron que debían hacerlo. Por un tiempo casi lo creí, pero no, creo que tenía usted razón. Querría llegar a conocerlo mejor. Que dos personas sean buenas y congenien no significa que deban vivir juntas el resto de su vida. Es una decisión muy importante, y ya habrá tiempo de tomarla.

—No tengo palabras para decirle lo mucho que me alivia oír eso. Cuando se marchó de Plymouth pensé que… —Pero no estaba seguro de qué quería decir y no terminó la frase.

Henrietta apoyó tímidamente la mano en la suya.

—No es necesario añadir más. Ambos pensamos del mismo modo, ¿verdad?

—Totalmente.

Ella sonrió y por un instante desapareció todo rastro del resfriado. Entonces… estornudó.

—¿No le parece romántico? Igual que en una novela. La heroína temblando de fiebre, con los ojos hinchados, casi afónica… —Con burlona delicadeza, se sonó la nariz y luego rió. De nuevo le tocó la mano—. Me contento con ser paciente, siempre y cuando tenga la certeza de no haber perdido todo interés para usted.

—Me fascina tanto como de costumbre, y le aseguro que eso es decir mucho. —Hayden le cogió la mano para besarla.

—¡Teniente Hayden! Se está usted tomando muchas libertades.

—Ya no soy teniente. Me han ascendido a comandante, me han confiado el mando de un barco y, en mi alcázar, los demás se dirigirán a mí como su capitán.

Ella sonrió de nuevo.

—Capitán Hayden —dijo, como si quisiera escuchar cómo sonaba—. ¿Acaso no predije este feliz suceso?

Hayden lo había olvidado.

—¡Es cierto! Me pregunto qué predicción hará hoy…

—No voy a abusar de mi suerte. Los dioses podrían pensar que me excedo en mi papel de oráculo. No, no voy a predecir nada. Seré paciente y ya veremos qué nos depara el futuro. Me basta con haber descubierto que mis amigos se equivocaban, tal como yo intuía.

Guardaron silencio unos instantes, sentados muy cerca el uno del otro.

—No quiero mirar demasiado al futuro —añadió ella, pensativa—. Aunque parezca feliz nunca suele ser como uno espera que sea.

—Es verdad.

—¿Lo ve? Ambos pensamos del mismo modo.

Hayden no pudo evitar sonreír. Sentía una felicidad arrebatadora y la alegría le circulaba por las venas como un torrente.

—Y ahora averigüemos si nuestros corazones sienten del mismo modo.

—Sí —murmuró ella—. Hagámoslo.