Capítulo 26

—El tribunal considera que existen pruebas suficientes que justifican estos graves cargos. —El almirante Duncan entrelazó los dedos de ambas manos y las apoyó en la mesa—. Peter Aldrich tendrá ocasión de defenderse a sí mismo, como la tendrá todo aquel que sea acusado. Si puede garantizarnos su detención, señor Hayden, permitiremos por el momento que permanezca bajo los cuidados de su cirujano.

—Su estado de salud es demasiado delicado para intentar fugarse, señor, pero lo tendremos custodiado hasta que se encuentre mejor y puedan encerrarlo con los demás presos.

—Con eso bastará, señor Hayden —convino Duncan.

—Mientras decidimos quién debe ser acusado, volvamos al asunto que concierne al señor Hayden, puesto que comparece ante este tribunal —intervino entonces Bainsbridge—. Creo que ya hemos escuchado testimonios suficientes para concluir que el descontento de la dotación se desató mientras el teniente Hayden estaba al mando de la Themis, en ausencia del capitán Hart. Creo que esto deja bien claro que el señor Hayden y la laxitud de sus métodos fueron los causantes de los infaustos hechos.

Varios miembros del tribunal asintieron, dando a entender que respaldaban aquella teoría.

—Cierto, cierto —dijo más de uno.

—¿Acaso hemos asistido a dos consejos de guerra distintos? —contraatacó rápidamente el capitán North—. Yo personalmente no he oído suficientes «testimonios» para dar el paso sin precedentes de incluir el nombre del señor Hayden entre los acusados, o el de cualquier otro hombre que no estuviera a bordo cuando estalló el motín. Más bien todo lo contrario.

Esta réplica sirvió de detonante a una acalorada discusión entre los capitanes que componían el tribunal, pero Duncan levantó la voz para imponer silencio. Los presentes, expectantes, se inclinaron un poco, y Hayden vio que Wickham miraba en su dirección. El teniente procuró relajar las manos, que tenía crispadas.

—Está claro que en este asunto estamos divididos —comentó Bainsbridge, rompiendo el silencio—. Propongo que votemos.

—Me veo obligado a recordarle que esto no es el Parlamento, capitán Bainsbridge —replicó Duncan, airado—. No votamos en materia de jurisprudencia. He decidido no incluir a nadie que se encontrara ausente de la Themis en el momento en que se produjo el motín, y ésa es mi última palabra al respecto. Señor Hayden, puede volver a su asiento.

Bainsbridge no pareció dispuesto a dejarse amilanar por la respuesta airada del almirante Duncan.

—Pues a mí no me satisface. De esta manera, el señor Hayden evita ser responsabilizado de una situación cuya culpa, evidentemente, recae sobre él. Así no se hace justicia.

Este último comentario ofendió visiblemente a Duncan, que se irguió en la silla con el rostro tenso.

Hayden se dirigió a su asiento, consciente de que aún no se había dicho la última palabra acerca de su destino.

Gardner habló en ese momento en tono razonable:

—Creo que el capitán Bainsbridge está en lo cierto en una cosa: no hemos profundizado lo necesario en quién es responsable de este motín. Está claro que tan desdichado suceso no constituyó la inesperada sorpresa que el capitán Hart sugirió al principio. Me gustaría repasar el incidente de Brest… cuando fue apresado el transporte. Propongo que llamemos de nuevo a declarar al capitán Hart. He leído las anotaciones del cuaderno de bitácora, así como todos los diarios de los oficiales, y tengo muchas dudas. Comprendo que el señor Hart se hallaba en el coy en ese momento y que únicamente salió a cubierta después de que el teniente Hayden se hubiese alejado con los botes para apresar el transporte, pero digo yo que el capitán debió de reparar en que había algún problema, sin ir más lejos al ver a los infantes de marina apuntando a los hombres que servían los cañones. Sin embargo, ha declarado que no había muestras de malestar entre la dotación. ¿Y qué me dicen de la negativa a dar la vela en Plymouth y de esa petición mencionada por el piloto? Entiendo que el capitán se hallaba de nuevo tumbado en el coy, pero seguro que podría aportar más datos para arrojar nueva luz al escaso conocimiento que tenemos de los hechos.

—Sí —susurró un hombre que se hallaba detrás de Hayden—, a ver si le quitáis a ese bellaco las plumas prestadas.

Bainsbridge se dispuso a defender su terreno.

—Creo que ya hemos tratado estos puntos de forma exhaustiva, capitán Gardner.

Hayden sorprendió una mirada dirigida por el consejero legal de Hart a su cliente en la que parecía decirle: «¿Acaso no se lo advertí?» Además de desconcertado, el capitán parecía algo confundido. Hayden empezó a pensar que el capitán no se percataba cabalmente de cuanto estaba sucediendo: que su propia perversidad al implicar a Aldrich, los panfletos y luego intentar culpar a Hayden había suscitado todas las preguntas comprometidas que habían surgido a continuación. De pronto Gardner amenazaba con revelar ante el tribunal la escasa presencia de ánimo de Hart ante el enemigo y su negligencia en el cumplimiento del deber.

El señor Gardner se inclinó y sostuvo la mirada de Bainsbridge.

—Si vamos a hablar de incluir en la lista de acusados a oficiales que ni siquiera estaban a bordo de la Themis cuando se produjo el motín, tendríamos que redoblar nuestros esfuerzos en mostrarnos rigurosos al interrogar a quienes más puedan despejar nuestras dudas: los oficiales y tripulantes que sí estaban a bordo en el momento del motín. Los escritos del piloto de derrota, así como los pertenecientes a los oficiales, ofrecen un terreno abonado para ahondar en esta cuestión.

La propuesta sorprendió tanto a Bainsbridge que durante unos instantes fue incapaz de articular palabra. Por supuesto, no se le escapaba la repetida insinuación de Gardner de que en los diversos cuadernos y diarios existían pruebas perjudiciales para su amigo Hart.

—Quizá el almirante se halle en lo cierto y yo me esté obstinando en lo que respecta a Hayden —replicó Bainsbridge en voz baja—. Sin embargo, me opongo enérgicamente a repasar de nuevo lo sucedido a bordo, debido al tiempo que ya le hemos dedicado. Por tanto, deseo que mi objeción conste en acta. —Inclinó la cabeza ante Duncan, pero sin perder de vista a Gardner, que se recostó en la silla y entrelazó las manos ante sí. Hayden estaba convencido de que Gardner iba a sonreír, pero no lo hizo.

Simpson, el capitán más joven del tribunal, hizo un gesto de desprecio con la mano.

—Ambos buscan al culpable en el lugar equivocado. Son los hombres que intentaron entregar al enemigo una de nuestras fragatas quienes deben cargar con la culpa. Tan sólo me interesa saber si el capitán Hart y sus hombres hicieron todo cuanto estuvo en su mano para resistirse a esos traidores, y a juzgar por las declaraciones de los caballeros que han intervenido hasta el momento, no me cabe duda de que el barco se defendió con denuedo ejemplar. Nos hemos reunido para averiguar eso. Sigamos adelante.

—Sí —convino Duncan—. Sigamos adelante. ¿Quién es el siguiente en declarar?

En aquella jornada no se formularon más preguntas aparte de qué había hecho cada hombre para resistirse a los amotinados y, en aquellos casos en que no pudieron hacerlo, el porqué. Ni siquiera Gardner preguntó por las causas, las conspiraciones o las reuniones para organizar el motín. No profundizó en la declaración de Barthe acerca de que la dotación había decidido negarse a dar la vela a las órdenes de Hart y remitir una petición al Almirantazgo para la destitución del capitán. Se tomó declaración a los oficiales de mar y los guardiamarinas, y luego, por pura formalidad, a algunos miembros de la tripulación. La cámara fue desalojada para que los capitanes pudieran deliberar en privado, y Hayden subió a cubierta con algunos oficiales de la Themis. Allí permanecieron de pie, conversando discretamente.

—¿Qué diantre acaba de suceder? —preguntó Barthe—. Ni siquiera había terminado de declarar. ¿Qué pasa con todo lo que se dijo el día anterior? ¿Es que lo han olvidado?

—No lo han olvidado, pero han decidido prescindir de ello —opinó el hermano de Archer, que se ganó una mirada de disgusto del piloto—. Diría que esta noche se han alcanzado algunos acuerdos, aunque ignoro a quién favorecerán.

Hayden había sentido molestias durante toda la mañana, pero al escuchar aquello se le revolvió el estómago. Se acercó a la regala y contempló la bahía. Gardner no se había mostrado muy convencido de su influencia en el tribunal, aunque Hayden le debía su agradecimiento por haber hecho callar a Bainsbridge y haberlo protegido de una posible acusación. Pese a ello, aún cabía que fuese amonestado por el tribunal. Podían declararlo responsable sin declararlo culpable, lo que ejercería más o menos el mismo efecto en su carrera y en la percepción que tendría de él el gran público. ¿Todo el empeño que había puesto para obligar a Hart a trabar combate con el enemigo para eso?

La dotación de la Themis recorrió la cubierta durante dos horas, una guardia sin viento, un día metálico con cielo plomizo y mar de mercurio. Las gaviotas no alzaban el vuelo, sino que anadeaban lentamente por el muelle, lúgubres y mudas. Los hombres no lograban ocultar la tensión. Hubo poca conversación, y sólo en susurros.

—¿Creen que tardarán mucho más? —fue la pregunta recurrente, pronunciada siempre por alguien distinto.

Los guardiamarinas se hallaban reunidos junto al pasamano y conversaban con discreción, solícitos unos con otros, con un rictus de tensión en la boca. Hart y Landry permanecían aparte, y nadie se acercó a ellos. Todo el mundo los rehuía. Eso sí, mantuvieron varias conversaciones acaloradas con el consejero legal. A pesar de la fraternidad de los capitanes, Hayden tuvo la impresión de que Hart estaba bastante nervioso, y tenía motivos para ello. Si la verdad salía a la luz pública, jamás se recuperaría.

Más o menos había transcurrido una hora cuando el doctor Griffiths interrumpió el paseo de Hayden por cubierta.

—¿Es cosa mía, señor, o me ha dado la impresión de que Gardner y Bainsbridge alcanzaban un acuerdo? A cambio de no mencionar las peticiones o los incidentes registrados en Plymouth, Bainsbridge dejaría de insistir en que lo incluyesen a usted entre los acusados.

Hayden no podía mencionar su reunión con el capitán Gardner y otros miembros del tribunal.

—No creo que sólo se lo haya parecido a usted, doctor.

—Es una suerte contar con el favor de Gardner. Parece un hombre extraordinario.

—Todos esos caballeros lo son, y Hart tiene más partidarios que yo en el tribunal.

El doctor se acercó más de lo habitual y le habló en voz muy baja.

—Cuanto más dura el debate, menos seguro estoy del resultado. Pensé que todo estaba decidido antes de empezar la jornada de hoy. No sé qué estarán discutiendo ahora.

—Tal vez consideran la posibilidad de nombrar baronet a Hart. O puede que un ascenso a capitán de navío para Landry. Y para todos nosotros, la infamia.

Griffiths se esforzó por sonreír.

—Mucho me temo que existe una posibilidad tan real de que todo eso se cumpla, que no podemos bromear al respecto. He oído que necesitan cirujanos para los pontones de prisioneros… Ése será mi próximo destino.

Hawthorne se unió a ellos.

—¿He oído risas? ¿Ahogadas, pero risas a fin de cuentas?

—Hablábamos de nuestros posibles futuros destinos.

—Ah. He ahí un tema divertido. ¿Creen posible que pueda adquirir un pasaje para Canadá y comprar un terrenito, todo por diez libras y tres peniques?

—¿Por qué viajar tan lejos, señor Hawthorne? —preguntó Griffiths—. ¿Por qué no se compra una mansión aquí en Inglaterra, se dedica a salir a caballo rodeado de lebreles y pasa el resto de su vida disfrutando de la caza? Podría hacer todo eso por diez libras y guardarse los tres peniques para cuando vengan los malos tiempos.

—Precisamente usted, doctor, tendría que saber que cualquier mansión respetable me costaría al menos tres veces esa suma. No; creo que tendré que contentarme con los fríos inviernos canadienses.

—No hay motivo para bromas. —Barthe los alcanzó en cubierta. Su rostro, por lo general sonrosado, no podía estar más pálido—. He vivido antes esta misma situación y les aseguro que nada bueno puede salir de ella. Hart se irá de rositas y el tribunal acabará acusando a quienes sean menos capaces de defenderse. —Contempló a sus compañeros un momento, con una expresión extraña—. Aunque tal vez sea mejor que se rían mientras puedan, porque cuando todo esto haya terminado ya no tendrán oportunidad de hacerlo.

Los oficiales y tripulantes de la Themis descendieron hacia la cámara, en cuyo interior permanecieron de pie, sombrero en mano, con aire fúnebre. Únicamente el tablonaje emitía un quejido mientras los hombres inclinaban el peso ora en un pie, ora en el otro. Hayden no distinguió sonrisas entre los capitanes del tribunal. De hecho, todos se mostraban disgustados, como si la reunión no hubiese satisfecho a nadie. El teniente sintió la boca seca y apretó los puños.

El almirante se puso en pie, tomando una hoja de papel que tenía ante sí.

—Este tribunal determina que el capitán Josiah Hart y sus oficiales, así como la tripulación que se mantuvo fiel, defendieron el barco con gran empeño contra el motín producido el seis de octubre, a pesar de lo cual fueron sorprendidos y se vieron superados en número. Por consiguiente, se retirarán los cargos al capitán Josiah Hart, a sus oficiales y a los tripulantes.

El silencio se extendió por un fugaz segundo durante el cual Hayden aguardó a que Duncan prosiguiera, que pronunciara su nombre, que anunciara que su carrera estaba arruinada. Sin embargo, el almirante se volvió hacia uno de los capitanes, a quien habló en voz baja. El consejo de guerra había concluido.

El teniente no sabía si sentirse aliviado o furioso. Se hundió en la silla un instante mientras le llovían las felicitaciones. Alguien le estrechó la mano. Luego otra persona hizo lo propio. Por encima de la conversación atropellada oyó la voz de Muhlhauser, que voceó algo que él no llegó a entender. Al menos uno de los marineros se derrumbó, hundió el rostro entre las manos y rompió a llorar.

La multitud que atestaba la cámara se dispuso a abandonarla en fila, siguiendo a los jubilosos tripulantes de la Themis, algunos de los cuales empezaron a hacer cabriolas antes de llegar a la puerta. Hayden se levantó y aguardó a que la gente que había a su lado empezara a moverse. Griffiths lo miró con una sonrisa, visiblemente aliviado, a pesar de que la decisión del tribunal no hubiera puesto en peligro la integridad o la carrera del cirujano.

Hayden se preguntó si debía hablar con Gardner, pero al ver el apretado grupo que se había congregado en torno a los capitanes del tribunal lo pensó mejor. Mientras se dejaba llevar por el gentío, observó que Hart se acercaba a Duncan y otros miembros del tribunal. Estos caballeros formaban pequeños corros, sentados a las mesas, hablando entre ellos, a veces con algún que otro amigo que se había unido a ellos. Cuando Hart se acercó al almirante, Duncan le dio la espalda y se puso a hablar con North de tal modo que la plática no admitiese intromisión alguna. El capitán permaneció inmóvil mientras el rostro se le cubría de un intenso rubor. Luego volcó su atención en Spencer, quien lo interrumpió con brusquedad. Bainsbridge y algunos otros acudieron en su ayuda y lo escoltaron rápidamente fuera de la sala.

Hayden reparó en que Wickham seguía con atención el desarrollo del espectáculo.

—Y pensar que hubo un tiempo en que lo consideré el hombre más extraordinario que conocía —comentó Wickham, incapaz de disimular cierta tristeza en la voz.

«Así caen los héroes de nuestra juventud», pensó Hayden, que no dijo nada. Recorrió la cubierta en dirección al bote que lo aguardaba, embargado por una sensación de irrealidad.

En cuanto se alejaron lo bastante del buque insignia, Barthe no pudo contener la ira por más tiempo.

—¿Qué les parece este ejemplo de la justicia que imparte el Almirantazgo? —preguntó el piloto con amargura—. Mientras se ahorca a los amotinados, el hombre que los condujo a amotinarse recibe el título de caballero. ¡Al diablo con la Armada!

Hayden tomó asiento a la mesa del camarote del capitán, dispuesto a escribir cartas dirigidas a algunos de los acusados de amotinarse. En cada una de ellas decía que, antes de producirse los hechos, se habían comportado con diligencia y habían demostrado una conducta irreprochable. Era consciente de que las cartas no servirían de nada y que todos ellos acabarían en la horca, pero aun así las redactó con esmero, quizá sin otro propósito que proporcionarles esperanzas unos días, o aliviar su propia conciencia. Se preguntó entonces, a pesar del tiempo que había pasado, si no podría haber hecho algo para evitar el motín. Casi cada hora pensaba en ello. Stuckey y sus amigos se habían mostrado muy astutos cuando llegó el momento de aprovechar la ira natural que derivó del castigo físico a Aldrich, así como del hecho de que el capitán se arredrase en Belle-Île, justo cuando los hombres adquirían cierto respeto por sí mismos. Nadie podía negar que la actitud de Hart había minado la posición de su primer oficial y que se había negado a prestar oídos a sus advertencias. No obstante, Hayden se preguntó si no podría haber hecho algo más: reunir a los oficiales para ponerlos al corriente de sus advertencias sobre el estado de la dotación, o intentar convencer de nuevo al capitán. Se preguntó si el orgullo herido lo habría empujado a dejar que la situación empeorara, diciéndose que ya había cumplido con su deber y que Hart tendría que recoger lo que había sembrado. El delito de muchos de quienes iban a acabar ahorcados había sido no soportar por más tiempo la tiranía y la cobardía del capitán sir Josiah Hart.

Llamaron a la puerta. Al abrirse ésta apareció el doctor, a quien Hayden invitó a entrar.

—¿Cómo se encuentra esta noche, teniente? —le preguntó Griffiths, pronunciando con cierto atropello.

—Estoy escribiendo algunas cartas que den fe del carácter de varios de los amotinados. Un esfuerzo inútil, pero siento que debo hacerlo.

—Bien hecho, pero no se moleste mucho en lamentarse por ellos. Todos sufrimos el acoso de Hart de un modo u otro, pero eso no hizo que nos amotináramos. Muchos quizá tomaron esa decisión en el calor del momento, y el resentimiento les nubló el buen juicio; algunos no tardaron en recuperarlo, pero ya era demasiado tarde. Sea como fuere, escogieron ese camino, y nosotros no. No malgaste su energía lamentándose por ellos.

—Pues lo hago. —Hayden se inclinó y habló en voz muy baja—: Al fin y al cabo, ¿no conspiramos para dar a Hart aquel medicamento, en el momento más oportuno para tomar la presa? ¿No fue eso un motín a pequeña escala?

—No sé de qué me habla, señor Hayden. Es más, me temo que ha bebido usted más de la cuenta. El capitán Hart sufría de migraña y piedras en el riñón. Le suministré un remedio cuando fue necesario. Permítame llenarle la copa. —Extendió el brazo hacia la botella, pero estuvo a punto de tumbarla.

—¿No ha bebido suficiente, doctor? —preguntó Hayden.

Griffiths se recostó en la silla y cerró los ojos.

—No. Aún soy capaz de sentir. No estoy aturdido del todo, y es a ese estado al que aspiro. ¿Se ha fijado en lo que he dicho?… «Es a ese estado al que aspiro».

El doctor guardó silencio. Por un instante, Hayden pensó que había perdido el conocimiento.

—¿Sabe? De todos los crímenes de Hart, y son muchos, el que ahorcaran a McBride me parece el más abyecto —añadió Griffiths en voz baja.

—No debería culparse, doctor. Usted se limitó a declarar que el dedo no pertenecía a nadie que estuviese a bordo.

Griffiths, ebrio, hizo un gesto con la mano para restar importancia a aquellas palabras.

—Olvide mi papel. Yo estoy condenado con él o sin él. Hart hizo ahorcar a un hombre por un crimen que no había cometido. McBride era un individuo terco y pendenciero, pero no se merecía la muerte por ello. —Hizo una pausa—. Yo a veces también soy pendenciero.

—Nunca he tenido ocasión de sorprenderle en tal actitud, doctor.

—A Hart tendrían que haberlo nombrado miembro de la Orden de los Caballeros Cobardes.

—La OCC —rió Hayden.

En el silencio que siguió, Hayden creyó oír que alguien anunciaba en cubierta la llegada de un capitán, seguido de unos pasos que descendían por la escala y, después, unos breves golpes en la puerta.

—El capitán Gardner solicita permiso para subir a bordo, señor.

—¿Gardner? ¿A estas horas? —Hayden se puso en pie—. Ayuda al doctor a llegar a su cabina, ¿quieres, Jennings? Creo que el balanceo del barco lo tiene un poco mareado.

—¿En puerto, señor?

—Ha sido cosa del clarete.

Hayden subió a buen paso la escala y, ya en cubierta, vio que Gardner subía sin ceremonia alguna por el costado.

—Capitán Gardner, mis más sinceras disculpas. Ni siquiera el contramaestre ha anunciado que subía a bordo, señor…

—Precisamente tenía el propósito de no llamar la atención, señor Hayden. Soy yo quien debería disculparse por presentarme sin ser anunciado. ¿Puedo hablar con usted en privado?

—Por supuesto, señor. Sígame.

Se retiraron a la cabina de Hart, donde Hayden sirvió una copa de vino al invitado. Mientras, Gardner contempló el compartimiento vacío.

—¿Hart ha desembarcado todas sus pertenencias?

—Sí.

Gardner asintió con un gesto de aprobación.

—No creo que vuelvan a darle un barco.

—Después de haber sido nombrado caballero y con la reputación que se ha forjado, ¿es posible que no le concedan un gallardete? Almirante sir Josiah Hart. —Hayden sintió que la amargura y la ira le ascendían como bilis. Volcó toda la atención en el invitado—. Al fin y al cabo, el tribunal lo ha salvado.

Gardner sostuvo con su mirada inteligente la de Hayden.

—No fue a Hart a quien quisimos salvar, señor Hayden, sino a usted. Ah, sí, en un mundo perfecto las cosas habrían sido diferentes y el capitán Hart habría quedado expuesto ante la sociedad como lo que es… —Hizo una pausa—. Pero el mundo no es precisamente perfecto y ha sido necesario alcanzar ciertos… acuerdos. Hart no fue culpado de ninguno de sus fracasos, a cambio de lo cual usted evitó ser amonestado por el tribunal. Y debo decirle que sin el apoyo del almirante Duncan, los amigos de Hart habrían logrado culparle a usted de los delitos del buen capitán.

—Perdóneme, señor Gardner. He hablado sin pensar, siguiendo mi desafortunada costumbre.

—De vez en cuando todos tenemos que decir lo que pensamos. Pero debería consolarle saber que la carrera de Hart está acabada. Incluso sus partidarios del Almirantazgo comprenderán este hecho. El perdón y el título de caballero son sus compensaciones. Puede que haya sido un mal trato, pero al menos ha salido algo bueno de ello: su futuro en la Armada.

—Les debo a ustedes…

—No nos debe nada, señor Hayden —interrumpió Gardner—. Mis buenos amigos, los señores Bourne y Stephens, quien por cierto en breve será nombrado caballero, título en su caso sobradamente merecido, me han dado tales referencias de usted que me he sentido obligado a hacer lo posible por salvarlo de tan desdichada situación. En este proceso conté con ayuda, puesto que no podría haberlo logrado yo solo. —Una sonrisa de medio lado, la de un conspirador, se dibujó en el rostro de Gardner.

La sonrisa desapareció, y en su lugar el capitán hizo un gesto de desánimo.

—Es casi un crimen que el capitán Hart reciba crédito por unas hazañas que no ha realizado, aunque estoy convencido de que la verdad no tardará en salir a la luz. —Por un instante Gardner guardó silencio, como si hubiera perdido el hilo de sus pensamientos—. Pero hay otro asunto que debemos tratar, señor Hayden. Un asunto que merece toda su atención. Tuve la impresión de que ese marinero, Peter Aldrich, era apreciado por todos los oficiales, a excepción de su bizarro capitán. —Hizo una pausa, pero no permitió que Hayden interviniera—. Ese hombre corre grave peligro, señor Hayden. Fue castigado a bordo por incitar al motín y, aunque el tribunal no pueda condenarlo de nuevo por esa ofensa, es culpable de haberse reunido con fines conspirativos, o así se lo parecerá a los capitanes que juzguen su caso…

—Pero leyó esos panfletos por pura inocencia, porque cree que cualquier conocimiento que se adquiera es edificante. Para el caso, podría haber leído a la dotación los tratados de medicina del cirujano.

Gardner alzó sus grandes manos con las palmas hacia arriba.

—No me cabe la menor duda, señor Hayden, pero los capitanes del tribunal no conocen a Aldrich. Tendrán la impresión de que leyó textos sediciosos a unos marineros que luego se amotinaron mientras él estaba ingresado en la enfermería, indispuesto para participar. Es cierto que más tarde evitó que se impartieran más castigos físicos, pero aunque consideren que no tomó parte en el motín, juzgarán que fue un factor determinante para fomentar el descontento que desembocó en la revuelta. Es posible que no lo ahorquen, pero casi con toda seguridad lo azotarán en los barcos de la flota: cien latigazos si el tribunal se apiada de él, trescientos si no lo hace.

—No sobrevivirá a ese castigo —declaró Hayden, consciente de que se había puesto lívido—. La última vez, tres docenas de latigazos casi lo sentenciaron a muerte.

* * *

Después de comer, el teniente visitó a su amigo Robert Hertle en su nueva fragata, bautizada Fairway por los milores de la Junta Naval.

—Supongo que Roadstead ya no estaba disponible —comentó Hayden mientras paseaba la vista por la cubierta recién entablada, de una pureza casi virginal.

—Al menos no tiene un nombre en la línea del Indomitable. Indefatigable, etc.

—¿Impregnable…? —sugirió Hayden—. No se permiten mujeres a bordo.

Indefensible —contraatacó Hertle—, para abogados.

—¿Irresolute?

—Ya sabemos a quién darían el mando de ese barco.

Ambos rieron.

—Menudo alivio que no hayan incluido tu nombre entre los oficiales encausados, Charles.

—Retiraron los cargos que se imputaban a Hart y los demás.

—Los retiraron, sí.

Hayden levantó la vista a los hombres encaramados al aparejo, protegiéndose la vista del sol con la mano.

—¿Cuándo os hacéis a la mar? —preguntó.

—Mañana, con la pleamar —respondió su amigo Robert.

—Tu esposa se entristecerá.

—No verá partir al barco… Es una superstición. La señora Hertle y Henrietta regresaron a Londres ayer.

La noticia sorprendió a Hayden.

—¿Se han marchado…?

—Sí. —Hertle lo miró, y luego observó la cubierta inmaculada—. Tendrías que haber dicho algo, Charles. Opino que tendrías que haber hablado. Sé que no estás muy satisfecho con tus perspectivas, pero ahora Henrietta cree que no te convence el enlace. Y yo mismo he empezado a dudarlo.

—No se trata de eso. Robert, tú no puedes saber la preocupación constante que supone tener una renta baja. Henrietta está acostumbrada a llevar una vida de comodidades, de viajar a Londres siempre que lo desea, de vestir a la última moda, de comprar las prendas más en boga. Las ocho libras que percibe cada mes un teniente no bastan para mantener ese tren, y su padre tiene varias hijas. El no podrá proveerlas a todas de una renta.

—¿Ya te has olvidado de lady Hertle y sus dos espléndidas casas?

—No suelo pensar en las damas en función de su fortuna.

—No tienes claro el enlace, Charles. Por fuerza ha de ser eso, porque lo que me ofreces no son más que excusas. Henrietta Carthew jamás será pobre, y no pienses que los demás hombres son insensibles a ello.

—¿Y seguiría a Estados Unidos a un oficial de la Armada fracasado? ¿Cambiaría Inglaterra y a su distinguida familia por la incertidumbre que la aguardaría en Boston y Nueva York?

Robert cruzó los brazos y miró fijamente a su amigo.

—Si sintieras un apego mayor por ella no harías estas preguntas, ni la posibilidad de que te rechazara te preocuparía tanto. Lo digo por experiencia. Cuando el amor se convierte en una locura te importan bien poco las riquezas o dónde puedas acabar viviendo. Mejor dejamos el tema, Charles. —Se apartó del pasamano en que se apoyaba—. Ven, acompáñame y te mostraré el resto del barco.

Durante la cena en el camarote del capitán, Hayden puso al corriente a su amigo; le habló del consejo de guerra, le contó que habían nombrado caballero a Hart y le relató la inesperada visita de Gardner. Hizo un repaso a estos sucesos con escasa atención y menos interés, acusando una punzada de dolor por la súbita marcha de Henrietta a Londres y preguntándose si no habría cometido un grave error. Quizá no estaba seguro de sus propios sentimientos…

Mientras su amigo hablaba, Hertle guardó silencio, pensativo e impasible. Era como si fuese mesurando cuanto oía para ver de qué lado se inclinaban unas cosas y otras.

—Creo que debemos considerar buenas noticias que tanto Philip Stephens como el capitán Gardner, a quien pronto ascenderán a contralmirante, se hayan tomado tantas molestias para que salgas indemne de esa mácula de la que tus compañeros nunca podrán librarse del todo… el motín de Hart.

—Stephens no me hizo ninguna promesa, lo cual recuerdo que en su día te preocupó.

—Sí, pero diría que ha hecho mucho para preservar tu reputación, de tal forma que en el futuro puedas encontrar empleo.

—Igual tiene a otro capitán por ahí que anda necesitado de una niñera.

—Stephens sabe con qué diligencia te has enfrentado al francés en vuestra última travesía. Otros también lo sabrán, a pesar de lo que diga el Times. Esperemos que algo bueno salga de todo ello. Sin embargo, te diré que el método que empleaste para recuperar el cuaderno de bitácora tuvo mayores consecuencias de las que imaginas. Hasta entonces, Hart pensaba que podía hacer lo que le viniera en gana durante el consejo de guerra, pero después no tuvo más remedio que llegar a un acuerdo. —Hertle se reclinó en la silla—. En fin, ¿qué te parece mi barco?

—Es todo lo que un hombre podría desear, aunque me atrevería a decir que su dotación está un poco verde. Es más, dudo que haya visto semejante pandilla de jonases y hombres de tierra adentro en un solo navío.

Hertle rió de buena gana.

—Habrá que trabajar con ellos, sí. Haré que alguien les lea a Tom Paine cada día para mejorarles el entendimiento. Con eso bastará.

Esta broma no sentó bien a Hayden, cuya sonrisa se esfumó.

—Aldrich me tiene muy preocupado, Robert. Si no lo ahorcan, Gardner cree que lo azotarán sin contemplaciones, lo cual también acabará con él.

—La insensatez lo empujó a leer esos panfletos a una tripulación llena de descontentos. Quizá lo hizo de forma inocente, pero su ingenuidad ha costado muchas vidas… Al tribunal no le preocupan las buenas intenciones de nadie si éstas han supuesto la muerte del prójimo. Aldrich demostró tener muy poco sentido común, si me permites decirlo así.

—El sentido común era algo que estaba en boca de todos a bordo de nuestro barco, pero no anidaba en el carácter de nadie.

Después de resolver unos asuntos en tierra, Hayden regresó a la Themis justo cuando el sol se ponía tras un banco de nubes negras como el carbón. Se adentró en las entrañas del barco en busca del cirujano, a quien halló en la enfermería del sollado, pálido si no ceniciento.

—Buenas noches, doctor.

—Lo mismo le deseo a usted, señor —respondió Griffiths, cuyo rostro adquirió cierto color, incómodo sin duda por su comportamiento la noche anterior.

—¿Podemos hablar?

—Podemos.

Hayden reparó en la presencia de Aldrich, que permanecía sentado en el coy, leyendo a la luz de la lámpara.

—¿Cómo te encuentras, Aldrich?

—Como una rosa, señor, aunque el doctor opine lo contrario.

—Prefiero fiarme del señor Griffiths, Aldrich. En este lugar él es la mayor autoridad.

Hayden condujo rápidamente al médico al espacioso y vacío camarote del capitán. Un sirviente los siguió para encender las velas.

—Lo siento, señor —dijo—. No estaba seguro de si utilizaría esta noche el camarote del capitán.

Hayden aguardó a que el sirviente se retirara y enseguida cerró la lumbrera que daba al alcázar. Indicó a Griffiths que lo acompañara a la galería de popa y ambos tomaron asiento en un banco situado junto al alféizar.

—¿Qué secreto nos lleva a aislarnos de este modo? —preguntó el cirujano no sin alarma.

—El señor Gardner me visitó anoche.

—¿Gardner? ¿El capitán del tribunal?

—El mismo. Opina que Aldrich será azotado sin piedad por inducir al motín, siempre y cuando, por supuesto, evite ser ahorcado.

Griffiths guardó silencio, pero se le ensombreció la mirada y sus labios formaron una tensa línea apenas perceptible.

—Y no creo que ande muy errado —añadió el teniente.

—Entiendo. Maldita sea… —Griffiths levantó la mirada hacia Hayden—. No creo que Aldrich lo soporte. ¿Hay alguna esperanza de que el rey conceda el perdón?

—No lo creo muy probable… además, confiar en el perdón real es dejar demasiados cabos sueltos.

—Sí, totalmente de acuerdo. ¿Me equivoco, o no me ha contado usted todo esto sin un fin?

—¿Está dispuesto a arriesgar la carrera o a caer en la infamia?

—¿Por el señor Aldrich? Mi carrera es suya. Pero la infamia… Será mejor que me cuente qué planea…

—Hay un barco estadounidense en la bahía, el New England, propiedad del señor Adams, quien por casualidad resulta ser el marido de mi madre. He hablado con el patrón. Subirá a bordo a Aldrich y lo llevará a Boston con la pleamar… siempre y cuando demos con un modo de acercárselo.

El semblante de Griffiths se ensombreció aún más si cabe. Se levantó y anduvo lentamente por la cabina.

—No quería meterlo en esto, doctor, pero no se me ocurre cómo hacerlo sin su ayuda. Lo conduciré al New England en la lancha, pero debo sacarlo de la enfermería y llevarlo al bote.

Griffiths se detuvo mirando a Hayden; en ese momento, su rostro sólo expresaba determinación.

—Déjelo de mi cuenta. Cuando suenen las cuatro campanadas de la segunda guardia.

—Uno de nosotros tendrá que hablar con él. Este asunto no admite discusiones: quedarse supone la muerte. No habrá justicia. Aldrich debe entenderlo.

El doctor levantó el brazo para asir un bao y apoyó el peso en él.

—Déjelo de mi cuenta… No se preocupe, señor Hayden. Pero, ahora que lo pienso, habrá que pasar junto a los centinelas del señor Hawthorne…

Hayden se levantó, frotándose las manos.

—No había pensado en ello. Podría llamarlos unos instantes con cualquier pretexto, mientras usted lo acompaña al bote…

—Creo que sería mejor acudir al señor Hawthorne.

—Doctor, ya me ha costado involucrarlo a usted —objetó Hayden, negando con la cabeza—. No metamos a nadie más.

El cirujano señaló hacia la cámara de oficiales.

—Hawthorne siente por Aldrich el mismo afecto que los demás y está indignado por la injusticia que se ha cometido: ¡Dios mío, pero si han nombrado caballero a Hart! Estoy seguro de que se encargará de que los infantes de marina miren hacia otro lado cuando llegue el momento. —Griffiths guardó silencio, antes de añadir—: Sospecho que Aldrich no tiene un solo chelín…

—Yo le daré lo que pueda, aunque no dispongo de mucho.

—Sí, yo haré lo mismo, y probablemente sea menos. No metamos en esto a nadie más.

Hayden levantó ambas manos.

—Entregaré al patrón una carta dirigida a mi madre en la que le solicitaré toda la ayuda posible para el señor Aldrich.

Esto no pareció impresionar al doctor.

—Mejor no dejar pruebas escritas. Si detienen a Aldrich, podríamos decir que intentó escapar. Hawthorne siempre alardea de su éxito con los naipes; quizá disponga de una modesta suma que pueda prestarnos.

—¿Hablo yo con él?

—No, déjelo de mi cuenta —dijo Griffiths—. Al fin y al cabo, he sido yo quien lo ha sugerido. Pero estoy seguro de que podrá contar con su ayuda. A las cuatro campanadas. Me reuniré con usted en la enfermería.

El médico se marchó y Hayden permaneció sentado, contemplando la cubierta. Perse se presentó al poco tras llamar respetuosamente a la puerta.

—Los guardiamarinas le esperan, señor. La cena, ¿lo recuerda?

—Ah, Perse, gracias. Hoy estoy muy distraído.

Hayden se vistió adecuadamente y bajó a la camareta de guardiamarinas, donde encontró la mesa puesta; los jóvenes caballeros lo aguardaban vestidos con sus mejores uniformes y los rostros tan limpios que desprendían un resplandor seráfico.

Los guardiamarinas estaban muy animados después de la absolución del tribunal y se pronunciaron muchos brindis: por la justicia del proceso, por el hermano del señor Archer, por el señor Archer (por tener un hermano), por todos y cada uno de los capitanes que conformaron el tribunal, por el almirante… Hayden experimentó ciertas dificultades para mantenerse a la altura, y reparó en que, a diferencia de sus compañeros, Wickham se mantenía sobrio. Varias veces vio al joven lord observándole con una expresión inquisitiva.

Transcurrió la velada y, finalmente, los guardiamarinas acabaron más o menos ebrios. Hobson y Stock incluso llegaron a las manos. Al entrar en la cámara de oficiales, Hayden encontró a Hawthorne y al doctor sentados a la mesa en compañía del señor Barthe. Los tres estaban callados como muertos.

—He aquí tres hombres demasiado serios —anunció Archer cuando cruzó la puerta con cierta torpeza, antes de apoyar media nalga en la mesa en una muestra de exceso de confianza. Se encontraba en el mismo estado de ebriedad que los guardiamarinas, y le sorprendió ver que nadie le reía la gracia—. ¿Me he perdido algo?

—No —respondió Griffiths, intentando sonreír—, todo va bien en el mundo. Pero temo por el futuro, señor Archer, que se parecerá demasiado a mi presente. —Se levantó de la silla—. Buenas noches, caballeros. Hasta mañana… —Luego hizo un gesto con la cabeza a Hayden, inclinándola levemente en dirección a Hawthorne.

Aunque el teniente se retiró al coy y la oscuridad de su cabina, le costó conciliar el sueño, así que permaneció tumbado, atento a los sonidos nocturnos, al ir y venir de los guardias, a las campanadas y a las voces que anunciaban que todo estaba en orden. El viento giró al nordeste y empezó a llover en la bahía de Plymouth. Los infames ronquidos de Hawthorne, regulares como el péndulo de un reloj, ahogaron otros ruidos. Hayden creyó que podía oír al doctor rebulléndose inquieto en el coy, despierto por el mismo motivo que él.

Las cuatro campanadas de la segunda guardia lo pillaron por sorpresa: quizá una hora antes se había quedado dormido. Se levantó de inmediato, se vistió tan en silencio como la oscuridad se lo permitió, y se deslizó fuera del camarote. Hawthorne apareció en ese mismo instante; ambos salieron por la puerta y descendieron rápidamente la escala. Todos los guardiamarinas dormían la borrachera, de forma que nadie reparó en su presencia.

El cirujano los aguardaba con una linterna al pie de la escala. Aldrich se encontraba a su lado, cabizbajo. Hayden se llevó el índice a los labios y los condujo escala arriba hasta la cubierta inferior. Subieron otro tramo hasta la cubierta principal, que encontraron vacía, pues no había ningún centinela atento a su presencia. Hayden hizo una pausa para asomar la cabeza. Había dejado de llover hacía un rato, pero aún soplaba el viento y no había estrellas en el cielo.

Hawthorne apoyó la mano en el hombro de Hayden y pasó por su lado hasta subir a la cubierta. Allí zarandeó la linterna, señal acordada de antemano con alguien situado a proa, y luego les hizo un gesto para que lo siguieran. Hayden había olvidado recogerse el cabello y un golpe de viento gélido se lo revolvió. Aquella noche, la lancha estaba amarrada a popa de la embarcación sin nadie cerca que la vigilara. Hayden y Aldrich la arrimaron rápidamente al costado.

—¿Qué sucede aquí? —preguntó una voz surgida de la oscuridad.

Hawthorne se volvió y el haz de su linterna iluminó a Wickham, que se abotonaba deslumbrado la casaca.

Griffiths dio un paso al frente para interponerse entre el guardiamarina y Aldrich, como si bastase con ese gesto para ocultar la presencia del marinero.

—Mejor será que vuelva al coy, señor Wickham, y olvide lo que ha visto esta noche.

—No; mejor será que les eche una mano —replicó Wickham—. Usted no es un buen remero, doctor, y es preferible que permanezca a bordo, donde podrá atender a sus pacientes si éstos lo requieren. Permítame acompañar a los señores Hayden y Hawthorne. Al fin y al cabo, no será la primera vez que los tres bogamos en un mismo bote.

—¿Entiende el asunto que nos traemos entre manos? —preguntó el teniente al joven.

—Creo que sí, señor.

—Entonces será mejor que no tome parte en él.

—El señor Aldrich me es tan querido como a cualquiera de ustedes.

—No hay tiempo para discusiones —susurró Griffiths con apremio—. Puesto que no se equivoca en lo tocante a mi destreza al remo, dejemos que el señor Wickham ocupe mi puesto.

Los cuatro descendieron rápidamente a la lancha, se apartaron del casco de la fragata en la oscuridad y un viento helado empujó el bote a sotavento.

—Señor Hayden, usted póngase a la caña —ordenó Hawthorne, relevando al teniente en uno de los remos—. Al menos usted sabe adonde debemos dirigirnos.

Hayden se sentó en la bancada de popa y actuó de timonel mientras los otros tres bogaban. Los guió entre los imponentes y silenciosos barcos fondeados en la bahía, manteniéndose a cierta distancia de ellos para evitar las embarcaciones auxiliares que hacían las veces de centinela. Esa noche era mejor que nadie les diese el alto.

No tardaron en cruzar la bahía hasta el lugar donde fondeaba el mercante estadounidense. Hayden los llevó en silencio al costado.

—¿Señor Hayden? ¿Es usted, señor? —preguntó alguien desde la cubierta.

—El mismo, señor Tupper. ¿Puedo subirle el paquete?

—Si es usted tan amable…

Hayden se inclinó y asió la mano de Aldrich para ponerle una bolsa en la palma.

—¡No puedo aceptar esto! —protestó el marinero.

—Ya me lo devolverá. El señor Tupper le dará la dirección de mi madre, y ya habrá ocasión de que le devuelva el dinero a ella. —Hayden soltó la mano del hombre—. Sean cuales fueren sus proyectos, nunca vuelva a embarcar, señor Aldrich. Quédese en tierra, porque los ingleses lo buscarán siempre. ¿Me ha entendido?

—Sí. Gracias, señor. Quizá algún día pueda usted visitarme en Estados Unidos, donde tendré casa y familia propias.

—Créame que ése es mi más sincero deseo, señor Aldrich. Y ahora, arriba.

El marinero estrechó la mano a los demás, deshaciéndose en muestras de agradecimiento antes de subir por el costado del barco y desaparecer por la empavesada.

—Buenas noches, señor Hayden —susurró Tupper desde arriba.

—Buenas noches, señor Tupper. Quedo en deuda con usted.

—En absoluto. Cualquier deuda que crea haber contraído conmigo queda anulada por los muchos favores que me han hecho los señores Adams. Buena suerte.

Remaron de vuelta a la Themis y la encontraron a la luz de la linterna, la única que había esa noche. El imponente estampido de un trueno se oyó en la bahía y reverberó en las colinas.

—Según parece, al Todopoderoso no le ha gustado nuestro reciente acto de rebeldía —susurró Hawthorne, que a esas alturas manejaba el remo con la destreza de un veterano.

—Pues yo lo considero una muestra de Su aprobación —señaló Wickham—. ¿Cómo iba a ser de otro modo? Salvar a un inocente de recibir cientos de azotes, lo que equivale a salvarle la vida… No nos condenamos por ello. Iremos derechos al cielo cuando nos llegue la hora; puede que ciegos, pero igualmente benditos.

—Al menos, ciegos a nuestros propios desmanes —intervino Hayden—. Ahí está el barco, por fin.