Capítulo 24

A bordo de la Themis se cumplió a buen ritmo con las labores de rigor, a pesar de la falta de efectivos, o quizá, tal como pensaba en ocasiones Hayden, precisamente debido a ello. Los hombres que permanecían a bordo emprendieron sus tareas con voluntad, y para quienes no habían alcanzado la categoría de marinero de primera surgieron sobradas oportunidades de aprender el oficio, puesto que daba la impresión de que el barco habría de pasar una larga temporada en puerto.

Toda la inquietud que antes había caracterizado el ambiente a bordo se había disipado y cierto aire de camaradería envolvía a los marineros. Las órdenes de Hayden se obedecían rápidamente y sin rechistar, incluso con alegría, y el pobre Franks, el contramaestre cojo, así como sus ayudantes, servían de bien poco, porque daba la impresión de que faltaban motivos para espolear a los vagos. En resumen: era la primera vez en años que reinaba la armonía a bordo de la Themis.

Ante la perspectiva del dinero del botín, los hombres descartaron la posibilidad de desertar, y Hayden empezó a conceder breves permisos en tierra, eso sí, distribuidos en grupos pequeños; por su parte, los marineros recompensaron la confianza depositada en ellos regresando al barco más o menos a tiempo, aunque algo borrachos. La maltratada fragata empezó a recuperar el lustre de antaño a medida que carpinteros y veleros iban cumpliendo con su labor. Varias capas de pintura ocultaron la habitual legión de desconchados.

Hayden sintió que se hallaba suspendido en el tiempo; las semanas de sufrimiento transcurridas a las órdenes de Hart formaban parte del pasado, pero el futuro encerraba una profunda incertidumbre. Entre el pasado y el futuro, la paz extendía su poderoso encanto sobre el hombre y el mar, y el ánimo del primer teniente se volvió peculiarmente resignado, aunque sospechaba que la presencia de Henrietta Carthew en Plymouth influía en ello.

Cuando Hayden subió a cubierta una de aquellas doradas mañanas, fue saludado por la dotación y los oficiales, varios de los cuales disimulaban la sonrisa. Ataviado con su mejor casaca, con las medias de lino inmaculadas, para todos era evidente que se proponía visitar a cierta dama, pero él estaba tan contento que no le importó servir de diversión a sus compañeros.

—El mando es suyo hasta mi vuelta, señor Archer —dijo el primer teniente mientras se acercaba al pasamano para embarcar en el bote que lo aguardaba—. No olvide ventilar los pañoles. No pueden pasar muchos más días así.

—Ya hemos abierto los escotillones, señor Hayden. Disfrute de este rato en tierra. —Archer no disimuló la sonrisa, pero tampoco su superior lo hizo.

Cuando el cúter se alejó (se negó en redondo a prestar oídos al insistente contramaestre y utilizar la falúa del capitán), Hayden contempló el barco. Había hombres sentados en los andamios descolgados por los costados, dándole a la brocha y enzarzados en amistosa conversación; tal era el rumor de sus murmullos que parecían abejas alrededor de un arbusto. El fresco aire otoñal únicamente hacía acto de presencia de noche y la mayoría de los días eran cálidos, demasiado para la época del año. Las lluvias brillaban por su ausencia.

—Tiene muy buen aspecto, Price —voceó Hayden.

—Gracias, señor. —Price se volvió hacia él desde el andamio—. Si el hábito hace al monje, una capa de pintura bastará para convertir a esta anciana dama en… bueno, en una fragata, señor.

—Yo no lo hubiera expresado mejor —admitió Hayden.

No tardó en llegar al embarcadero y al lugar acordado para reunirse con el capitán Hertle y su esposa, y con la prima de ésta, Henrietta Carthew. Fue obsequiado con una sonrisa que nunca dejaba de acelerarle el pulso, y en un instante se halló caminando junto a Henrietta mientras los Hertle se retrasaban un poco, pretextando atender algún asunto de interés.

—¿No le parece que tenemos un tiempo excepcional? —preguntó la joven dama—. No recuerdo un octubre tan caluroso.

Hayden le dio la razón.

—Debe de ser toda una bendición para sus hombres y para reaprovisionar el barco. ¿Cómo progresa el trabajo, capitán?

—No soy más que teniente, como bien sabe.

—Pero creo haberle oído decir que su capitán ha abandonado el barco, y tal como me confirmó Robert, uno debe dirigirse al oficial de mayor rango a bordo como capitán. ¿No es así?

—Sí y no. Si me encargasen el mando del barco por alguna razón concreta, la dotación se dirigiría a mí como usted ha dicho, pero puesto que Hart sigue siendo oficialmente el capitán y sólo se ha ausentado por cierto tiempo, no soy más que el primer teniente.

Hayden pensó que ambos disfrutaban mucho de su mutua compañía. Incluso empezó a imaginar que cada vez se conocían mejor, aunque a menudo lo asaltaban las dudas. Pero siempre que el pesimismo estaba a punto de arrastrarlo, Henrietta decía algo que le hacía concebir nuevas esperanzas, casi como si ella fuera capaz de percibir su ánimo y sus pensamientos.

Mientras paseaban por los ajetreados muelles, apartando o llamando la atención de vendedores ambulantes y pescadores, Landry surgió de un corrillo de hombres y mujeres. Apretó el paso, cabizbajo, sin mirar siquiera por donde iba. En el último segundo levantó por fin la mirada y, al hacerlo, se disculpó y sufrió un sobresalto.

—Señor Hayden, señor. Le ruego me perdone. No lo había visto. Señora, acepte mis disculpas. —Y se descubrió de inmediato ante Henrietta.

Hayden hizo las presentaciones de rigor.

—Me alegro de verlo, señor Landry. Hay mucho trabajo que hacer y estamos esperando al trozo de leva para aumentar la dotación… Pero ya hablaremos de todo esto a bordo.

De pronto el segundo teniente se mostró incómodo, tal vez incluso avergonzado.

—Con su permiso, señor Hayden, resulta que el capitán Hart necesita de mi ayuda para preparar el inminente consejo de guerra.

—Preparar el consejo de guerra… ¿A qué se refiere, señor Landry? El capitán Hart expondrá lo sucedido y los oficiales harán lo propio. El cuaderno de bitácora figurará entre las pruebas aportadas, así como los diarios de diversos oficiales, quienes además presentarán testimonio. ¿Qué necesidad hay de prepararse?

—No lo sé, señor. Sólo sé que el capitán requirió mis servicios durante unos días. —Landry se encogió de hombros al tiempo que levantaba las manos a la altura del pecho, como para disculparse.

—Es el capitán, señor Landry —dijo Hayden—, por supuesto que debe usted cumplir sus órdenes. ¿Cómo marcha su recuperación?

—Lentamente, señor, aunque creo que ya ha pasado lo peor.

Hayden meneó la cabeza.

—Fue un asunto deplorable. En fin, no vamos a retenerlo más, teniendo en cuenta la prisa que lleva.

Tras despedirse, el segundo apretó el paso.

—De modo que ése es el teniente Landry… —Henrietta pareció sumida en profundas cavilaciones—. Me ha dado la impresión de que se ha sobresaltado al verlo. Como si lo hubiese sorprendido haciendo algo vergonzoso.

—Parecía consternado —asintió él, pues había pensado lo mismo.

—Es curioso que esté ayudando a Hart. ¿No dijo usted que en el último momento desafió al capitán y que éste lo amenazó?

—En efecto, aunque por lo visto todo ha sido perdonado. O puede que Hart no tenga a quien recurrir y sabe que Landry no va a negarse.

Reanudaron el paseo, aunque la inesperada aparición de Landry empezó a despertar dudas en Hayden. ¿Cuánto llevaba en Plymouth? Le extrañó que no se hubiese alojado a bordo, aunque sólo fuera para pasar la noche.

Cuando se encontraban a solas y nadie podía oírlos, Henrietta le hablaba en francés, principalmente para practicar su casi perfecto acento. Hayden suponía que aquella «lengua privada» creaba una especie de intimidad entre ambos, aunque al mismo tiempo descubrió que revivía la confusa maraña de emociones que había experimentado en la reciente travesía. Mientras hacía lo posible por disimularlo, Henrietta seguía hablándole en su lengua materna.

Comentó que su prima soportaba con estoicismo las frecuentes y a menudo prolongadas ausencias del capitán Hertle.

—¿Le parece a usted intolerable semejante situación? —preguntó Hayden.

—¿Intolerable? No sé. En todo caso fatigosa; claro que todo depende —puntualizó, dirigiéndole una mirada fugaz—. Si estuviera casada con alguien a quien amase profundamente, no sé si un sentimiento tan intenso haría que la separación fuese insoportable o si ese nexo de unión contribuiría a volver la carga más liviana. Usted se ausenta a menudo del hogar, señor Hayden, ¿cómo se siente al verse separado de sus seres queridos?

—A excepción de mi madre, que reside en Boston, no tengo familia, y ambos pasamos tan poco tiempo juntos que no recuerdo cómo era su compañía. Pero si me casara, mucho me temo que echaría terriblemente de menos a mi esposa. Sé que a Robert le pasa. ¡Cuánto deseo que acabe la guerra y todos podamos regresar sanos y salvos a casa!

—Ése es el ferviente deseo de todos nosotros, teniente.

Henrietta aceptó el brazo que le ofreció Hayden para salvar un trecho donde faltaban varias piedras. De hecho, daba la impresión de que la joven aprovechaba cualquier ocasión para apoyarse en su acompañante, y cada vez un agradable calorcillo recorría el cuerpo de éste.

Hayden se despidió en casa de lady Hertle, no sin antes presentar sus respetos a la querida dama, y bajó apresuradamente al muelle en busca del bote. El timonel había fondeado lo bastante cerca del embarcadero para que sus hombres cruzaran palabras impúdicas con las sirenas de la orilla, pero a una distancia suficiente para evitar que aquellos insensibles corazones los llevaran a la ruina. Hayden saludó al bote y Childers lo arrimó enseguida, pero antes de que el teniente ocupase su puesto en la bancada de popa, aquél le hizo entrega de una carta.

—El señor Barthe le ha enviado esta misiva desde el barco, señor —explicó el timonel—. Dijo que requería de su inmediata lectura.

Hayden rompió el lacre, reparando en que no había sido remitida por los cauces habituales. Desdobló la hoja y leyó una breve nota, firmada por Philip Stephens, que lo conminaba a dirigirse a una fonda concreta. El teniente ordenó a Childers que se arrimara de nuevo al muelle y regresó a buen paso por donde había llegado.

El primer secretario había alquilado unas habitaciones que miraban a la bahía y Hayden fue conducido de inmediato a su presencia. En esa ocasión no hubo escritorio tras el que escudarse, ni un recipiente que contuviese un dedo para obtener un mayor efecto dramático. Stephens se levantó para saludarlo, y se sentaron donde la luz de las ventanas abiertas caía sobre ambos. El primer secretario no era muy dado a perder el tiempo con nimiedades, así que de una pila de papeles sacó la última misiva que Hayden había dirigido a su amigo el señor Banks.

Stephens se ajustó los anteojos y encaró la carta al sol, como para refrescarse la memoria sobre su contenido. Hayden acusó entonces una intensa sensación de resentimiento que fue a más. Que él supiera, había sido Stephens quien lo había puesto bajo el mando de Hart. Un teniente capacitado había tenido que soportar a un capitán cobarde, como había sugerido un miembro de la Junta Naval. Sin embargo, Stephens tenía sus propios planes; tal vez minar la posición de Hart en los círculos del Almirantazgo, o acaso exponer a la luz pública al capitán, a pesar de las influencias que tenía, a todo aquel que ignorase su verdadera naturaleza. Y para ello se había servido de Hayden, para mortificación de éste.

Se quitó los anteojos y clavó en Hayden su mirada más seria; sin embargo, el teniente no estaba de humor para dejarse intimidar. Stephens lo había puesto en una situación insostenible a bordo de la Themis, y de resultas de ello su ya de por sí precaria carrera se había visto perjudicada. No quería más «favores» por parte del estimado señor secretario.

—Parece usted indignado, teniente —constató Stephens, que proyectó su voz ronca sin teñirla de emoción alguna.

—¿Y cómo no iba a estarlo, señor? Me puso usted a bordo de un barco comandado por un personaje que por fuerza ha de ser el oficial más cobarde de toda la Armada Real, un tirano que ya tenía en contra a toda su dotación. Y no sólo eso, sino que además esperaba usted que yo lo salvase de sus propios desatinos. ¿Y qué otra cosa hizo este hombre en cada oportunidad que se le presentó, sino minar mi autoridad y mi capacidad para ayudarlo? A partir de ahora, mi nombre se relacionará con el motín de Hart, y ni siquiera me hallaba a bordo del barco cuando sucedió; barco, debo añadir, ¡que fue recuperado de manos de los amotinados en contra de los deseos expresos de Hart! —Hayden se detuvo, arrebatado por la ira y el resentimiento.

Stephens no pareció ofenderse por aquel arranque, aunque tampoco se mostró dispuesto a disculparse por lo sucedido.

—Espero que le consuele saber que su relato ha sido comunicado a ciertos caballeros influyentes, y que si me salgo con la mía, Josiah Hart no volverá a servir en la Armada de Su Majestad.

Hayden levantó las manos.

—Vaya, me alegro de haber arruinado mi carrera por ello —replicó.

Stephens volvió la cabeza y miró un momento por la ventana, sin que Hayden pudiese adivinar en qué estaba pensando. El primer secretario seguía atento al paisaje cuando comentó:

—El consejo de guerra empezará dentro de cuatro días. —Se volvió hacia el teniente y reparó en su reacción—. ¿No lo sabía? Por lo visto, puesto que ha tenido noticia del inminente retorno de Bourne, Hart se ha recuperado lo suficiente para someterse al juicio. Ha habido mucho… politiqueo en lo concerniente a la selección de los capitanes que compondrán el tribunal. He hecho lo que he podido en ese aspecto, aunque ya se verá. Quizá otros sean más habilidosos en estos menesteres que un servidor. —Se levantó y le tendió la mano—. Buena suerte, señor Hayden.

El teniente se levantó también, sorprendido ante lo súbito de la despedida. Estrechó la mano blanda y pequeña del primer secretario sin mayor brío y pronto se encontró en plena calle bastante aturdido. El hombre que había orquestado la ruina de su carrera ni siquiera le había ofrecido una disculpa. Al menos, cuando se conocieron le había propuesto un empleo. Por el contrario, un apretón de manos era lo único que Hayden había obtenido de aquella reunión.

Robert ya le había advertido que no debía haber aceptado el puesto sin recibir a cambio una promesa sólida. Quizá, como de costumbre, Robert sabía más del carácter de Philip Stephens de lo que Hayden había sido capaz de intuir tras una única reunión.

Maldijo entre dientes. Estaba claro como el agua. Después de la reunión con el secretario no había sacado nada en limpio. El teniente Charles Hayden no tenía futuro en la Armada de Su Majestad.

—Pero si fui yo quien recuperó ese maldito barco —masculló, lo cual le valió una mirada de alarma por parte de un transeúnte.

En aquella extraña contienda entre sus dos patrias, Hayden había escogido Inglaterra; sin embargo, ésta no lo había escogido a él.

No había dado ni tres pasos más cuando oyó que alguien lo llamaba. Al levantar la vista, vio al señor Muhlhauser, de la Junta de Artillería, sonriéndole como si fuesen antiguos compañeros de rancho.

El teniente hizo un esfuerzo por disimular la ira que lo embargaba.

—Ah, señor Muhlhauser, me alegro de verlo.

El civil hizo una leve reverencia.

—¿Cómo lleva la herida de la cabeza, señor Hayden? Menudo golpe le dieron; recuerdo que tuvo muy preocupado al doctor.

—Mi insensatez no ha empeorado; no se puede pedir más. Pero ¿qué me dice de sus heridas?

Muhlhauser hizo un gesto con el brazo que aún llevaba en cabestrillo.

—Prácticamente como nuevo. Me libraré de esto dentro de unos días.

—Me sorprende encontrármelo aquí. Pensé que habría vuelto a casa. —Hayden no pudo evitar recordar la fracasada cureña que había inventado Muhlhauser.

—He venido para el consejo de guerra, señor Hayden, por si se requiere mi presencia. Aunque en este momento me dispongo a visitar al primer secretario.

—¿A Stephens?

—¿Acaso hay otro?

—No… no, por supuesto que no. En ese caso, no debería entretenerlo.

Ambos se despidieron. Por lo visto Stephens conocía a casi toda la Armada Real. El maltrecho cerebro de Hayden empezó a preguntarse qué podía suponer aquello, pero al no alcanzar mayor resultado que un incipiente dolor de cabeza, decidió olvidarlo mientras se dirigía de vuelta al ajetreado muelle, hacia la ya célebre Themis.

La puerta de la cámara de oficiales se abrió al entrar Archer.

—Señor Hayden, el señor Wickham me ha pedido que lo salude de su parte, pues ya se encuentra a bordo.

—Devuélvale el saludo, si es tan amable. Me alegra tenerlo de vuelta. ¿Está fuera?

—No, señor. Ha bajado a visitar a Aldrich en la enfermería.

—Mañana tendría que poder darle el alta a Aldrich, por cierto —intervino Griffiths—. Sin embargo, al menos durante la primera semana no conviene que se ocupe más que de tareas livianas.

—Según parece, estamos recuperando poco a poco a toda la dotación —comentó Barthe.

—Sí, hoy mismo me he cruzado con Landry —informó Hayden—. Casi tropiezo con él en el muelle. Por lo visto está ayudando a Hart con los preparativos del consejo de guerra.

—También nosotros lo hemos visto, señor Hayden. Subió a bordo y recogió algunos efectos personales de su camarote. Ni siquiera tuvo el detalle de charlar con nosotros.

Se sentaron a la mesa para disfrutar de una copa de vino, que sirvieron de un barrilete procedente de la alacena situada junto a la puerta. Barthe lanzaba ocasionales miradas de ansiedad a una de las copas, cuando la luz avivaba el rojo del vino; entonces se contenía y apartaba la vista, o sonreía con amargura, avergonzado.

—Más me vale poner por escrito todas las tareas de la jornada —dijo al tiempo que se levantaba—. Llevamos a cabo tal cantidad de reparaciones a diario que tener el cuaderno del puerto al día me cuesta Dios y ayuda.

El piloto entró en su modesto camarote y, al instante, abrió de nuevo la puerta con expresión desconcertada.

—Señor Hayden, ¿no me habrá cogido el cuaderno para anotar algo?

—Jamás haría tal cosa, señor Barthe. El cuaderno del barco es una de sus sagradas responsabilidades.

—Tiene que estar aquí —murmuró el piloto mientras regresaba al interior de la cabina. Se le oyó remover libros e instrumentos de un lado a otro, todo ello seguido de un juramento—. Alguien me ha cambiado de sitio el cuaderno —refunfuñó. Reapareció con el rostro rojo de ira y echó un vistazo alrededor como si contara con encontrar el libro en la cámara, abandonado en algún estante.

Se inició un registro generalizado, pero fue en vano. Se formularon las habituales preguntas al piloto: ¿Cuándo había hecho la última anotación? ¿En qué lugar? Barthe insistió en que el cuaderno nunca había salido de la cámara de oficiales.

Se procedió a investigar entre guardiamarinas, pajes y sirvientes. Nadie había visto el libro en cuestión. En plena ronda de interrogatorios se presentó Wickham y, a juzgar por su expresión, Hayden pensó que el joven se sentía muy feliz de verse de vuelta a bordo.

Griffiths repasó en voz alta los nombres de quienes habían entrado en la cámara aquel día, y fue entonces cuando, entre otros tantos, salió a colación la visita del teniente Herald Landry. Un terrible silencio se instaló entonces en la cámara de oficiales.

—El cuaderno de bitácora es un elemento clave para el consejo de guerra —dijo Archer—. Mi hermano me contó que debe hacerse entrega de todos los diarios y cuadernos que mantienen los oficiales, pero que el cuaderno de bitácora es… indispensable, puesto que constituye el relato oficial de la travesía.

Barthe tomó asiento lentamente mientras su rostro airado adquiría una expresión de cansancio infinito.

—Mi mayor responsabilidad consiste en tener al día y cuidar del cuaderno de bitácora —dijo.

Aunque nadie lo mencionó, todos los presentes sabían que el piloto de derrota había sido acusado previamente de negligencia.

—Pero el caso es que usted lo tenía a buen recaudo —quiso consolarlo Griffiths—. Ha sido sustraído; robado, según parece.

—Sin el relato oficial de la travesía, cualquier suceso será puesto en tela de juicio —intervino Wickham con aire pensativo—. Landry y el capitán dirán una cosa, y los oficiales diremos otra. Los capitanes del tribunal tendrán que decidir a quién creer.

—Me pregunto por quién se inclinarán… —observó Griffiths.

Siguió una animada discusión, ya que se había puesto fecha al inicio de la vista y la perspectiva del consejo de guerra había adquirido una inmediatez de la que había carecido hasta entonces. Quienes habían presenciado otros consejos de guerra ofrecieron descripciones exhaustivas del proceso, interrumpidas por infinidad de preguntas.

—El rey es quien ejerce de fiscal —aseguró Barthe. Por motivos en los que no deseaba ahondar, el piloto sabía más sobre consejos de guerra que el resto—. Todos los oficiales y la dotación serán juzgados por la pérdida de la Themis.

—Pero fue un motín —recordó Wickham, confundido—. ¿No debería culparse de lo sucedido a los amotinados?

—Por supuesto —explicó Hawthorne—. Todos ellos serán sometidos por separado a su propio consejo de guerra, y lo más probable es que acaben ahorcados. Perder el barco es el único cargo del que se nos acusa; no importa qué motivara dicha pérdida, puesto que de todos modos se celebraría un consejo de guerra. ¿Estoy en lo cierto, señor Barthe?

—Totalmente. A veces, la pérdida de un navío se debe a error o negligencia por parte de un oficial, por ejemplo un error de navegación del piloto, lo que no quita que todos los oficiales sean acusados —explicó Barthe, armado de paciencia—. Por supuesto, el capitán será objeto del interrogatorio más exhaustivo y es él quien corre mayor peligro.

—Que Hart se vaya al diablo —espetó Hawthorne—. Me preocupan más los caballeros con quienes comparto el rancho. ¿Cómo nos defenderemos de estas acusaciones? Yo no quiero cargar con la culpa, y estoy convencido de que se pondrá en duda mi actuación, puesto que es responsabilidad de los infantes de marina salvaguardar el barco de posibles motines.

—Todos ustedes redactarán un informe detallado de lo sucedido desde que supieron que se había declarado un motín —dijo Hayden—. No me cabe duda de que todos se comportaron de forma honrosa. No tienen nada que temer.

Las lámparas siguieron iluminando la cámara de oficiales mientras transcurría la noche. Los hombres dieron forma a las respuestas que pronunciarían ante cualquier pregunta imaginable que pudiese plantearles el tribunal.

Mientras escribían sus informes, Hayden fue al camarote del capitán y envió por el joven Worth. El muchacho, que no tendría ni diecinueve años, entró en silencio poco después. El término «llano» se aplicaba a ese mozo de tierra adentro en casi todos los aspectos posibles. Su rostro era, en opinión de Hayden, del tipo que no deja el menor rastro en la memoria. El cabello poseía un tono anodino y las facciones carecían de rasgos característicos tanto de forma como de tamaño; tenía una estatura media y, en cuanto a la complexión, no era enclenque ni fornido. Dejaba tan poca huella que casi se antojaba invisible.

—Tranquilo, Worth, no te he hecho llamar para regañarte.

El joven, que se mostraba tenso e incómodo, no pareció tranquilizarse con tales palabras.

—Quizá sabrás, Worth, que algún miembro de la tripulación me ha estado dejando notas muy útiles en los bolsillos de la casaca. Lo ha hecho con discreción, y no deseo desenmascarar al responsable, pero eso también supone que no puedo agradecerle lo que ha hecho. ¿No te parece raro?

—Tal vez la persona en cuestión no quiera que le dé usted las gracias, señor —opinó Worth sin mudar un ápice la expresión.

—Lo cual lo honra. —Hayden clavó un instante la mirada en el rostro del muchacho—. Por lo visto, el señor Barthe se ha metido en un lío sin quererlo. Estoy buscando un modo de socorrerlo, pero he llegado a la conclusión de que necesito ayuda. No obstante, existe un peligro considerable para quien me preste su colaboración, y por ello dudo…

—¿Qué riesgo, señor?

—La cárcel. Quizá algo peor.

El muchacho empezó a enredar el hilo de una costura del pantalón.

—Pues es un riesgo considerable, señor. ¿Se me permite preguntar qué podría hacerse para ayudar al señor Barthe?

—El cuaderno de bitácora del barco ha desaparecido de su cabina, lo cual se considerará una negligencia grave en el cumplimiento del deber. Los oficiales que formen el tribunal podrían preguntarse si el señor Barthe ha «extraviado» el cuaderno porque su contenido no arroja una imagen favorable de él.

—Le juro, señor Hayden, que no sé dónde está ese cuaderno.

—Pero yo sí. O al menos creo saberlo. ¿Sería posible que alguien diestro y con experiencia en tales asuntos recuperase el cuaderno de bitácora del señor Barthe de esa casa, o de alguna otra residencia, sin correr demasiados riesgos?

El joven apenas pestañeó.

—Pues creo que sí, señor Hayden.

—¿Cuántos hombres crees que requeriría tamaña empresa?

—Tres, señor. —Hubo una breve pausa—. Creo que podría recomendarle a alguien, señor, si me permite el atrevimiento.

—Pediré al cirujano que anote sus nombres en el rol de enfermos y heridos. Se sentirán tan débiles que no podrán acudir al consejo de guerra, donde estoy seguro de que el señor Landry y el capitán Hart pasarán, como mínimo, toda la mañana.

Hayden se acuclilló para inspeccionar la limera a la tenue luz de una lámpara que sostenía el carpintero. Presionó con la punta de una navaja la madera y le sorprendió ver que ésta se desmigajaba sin apenas esfuerzo, al hacer una ligera palanca.

—Me sorprende que no se nos abriese un boquete cuando tuvimos mala mar. No sé cómo habrá caído usted en la cuenta, señor Chettle, pero le felicito.

—Si no llega a ser porque al pasarle una mano de pintura se formaron unas burbujillas en la superficie, ni siquiera habría sospechado que estuviese tan podrida, señor Hayden. Completamente podrida por dentro. No habría tardado en causarnos graves problemas, se lo aseguro.

—Sí. Habrá que reconstruirla. —Hayden se levantó, inclinando la cabeza bajo la caña—. Mejor antes que después.

—Será lo primero que hagamos, señor Hayden.

Cuando éste se volvió hacia proa, un cabo de la infantería de marina entró en el círculo de luz que proyectaba la linterna.

—Ah, aquí está usted, señor Hayden —saludó el soldado—. Hay un patrón que desea verlo, señor. El señor Hawthorne lo ha hecho pasar al camarote del capitán hasta que usted pueda atenderle.

—Iré de inmediato.

Hayden entró en la espaciosa cámara y halló a un hombre sentado a la mesa, con las manos sobre el sombrero y el abrigo desabrochado. El desconocido alzó la mirada cuando se abrió la puerta, se levantó y tendió la mano a Hayden con los aires de un hombre de negocios.

—Señor Hayden. Cuánto me alegra conocerlo. Soy Ben Tupper, patrón del New England. Le traigo correspondencia de parte de la señora Adams, señor, y decidí acercarme en cuanto supe que estaba usted a bordo de la Themis. —Le tendió un paquete envuelto y atado con cordel.

—Vaya, qué amable por su parte, señor Tupper. Muy amable, sí. ¿Querría tomar una copa conmigo?

—Sería un placer, pero habrá que dejarlo para otra ocasión, señor, puesto que aún debo atender un compromiso esta noche…

—Entonces que sea en otra oportunidad, señor Tupper. Dígame, se lo ruego, ¿cómo se encontraban mi madre y el señor Adams la última vez que tuvo ocasión de verlos?

—Les va muy bien, señor Hayden. Cené en su casa no hará ni seis semanas, y vi a la señora Adams feliz y muy alegre. El señor Adams también respira felicidad y progresa en sus diversos negocios. Hablaron de usted con gran ternura, señor Hayden, y me pidieron que le hiciera entrega de estas cartas, aunque reconozco que temí no poder cumplir con sus deseos, puesto que levo anclas dentro de tres días, de modo que, si usted quiere, será un placer llevarles su respuesta.

—Aprovecharé el primer rato que tenga para escribirlas y haré que las lleven a su barco antes de que zarpe, señor Tupper. Muy amable por su parte.

—Cualquier cosa por los señores Adams, señor, a quienes tengo en alta estima.

Hayden acompañó a cubierta al patrón estadounidense y lo vio partir, antes de regresar de nuevo a la cabina para abrir las cartas. Con su elegante caligrafía, su madre plasmaba los matices de su pensamiento, sus emociones inconstantes, y lo hacía siempre que el francés daba paso al inglés en mitad de una frase —en una ocasión, incluso a mitad de un verbo—, y de vez en cuando añadía algo en español e italiano para darle color al texto. Daba sobradas muestras de preocupación por sus familiares en Francia, de quienes sabía poca cosa, aunque por lo visto se encontraban bien, al menos de momento. Le había enviado tres cartas, y todas rebosaban felicidad por la nueva vida que llevaba en Estados Unidos, lo que hizo pensar a Hayden que Aldrich se alegraría de leerlas. Esa felicidad manifiesta se mezclaba con malvados y satíricos comentarios acerca de los estadounidenses que en más de una ocasión lo hicieron reír.

En el paquete encontró también una carta correcta de su padrastro, casi vacía de contenido, y una más extensa de la hija más joven del señor Adams, Emma, quien a sus doce años sentía por él una admiración desmesurada.

Las respuestas tendrían que esperar; había mucho que hacer, y Hayden no sabía cómo explicar la situación en que se hallaba, aunque tampoco él podía explicársela. No estaba acusado de la pérdida de la fragata HMS Themis, a pesar de lo cual tenía la sensación de que al día siguiente toda la culpa de aquel célebre asunto recaería sobre sus hombros. Quizá aquellas cartas en las que se hablaba en términos tan elogiosos de las virtudes de la vida en Estados Unidos fuesen más reveladoras de lo que parecía a simple vista.

Al día siguiente, muy temprano, Hayden recibió una misiva de Landry, en la que se le informaba que el capitán Hart enviaba al barco a su abogado, sir Hubert Chatham, miembro del Consejo Real, para que asesorara a los oficiales con motivo del consejo de guerra que estaba a punto de celebrarse.

A las diez en punto, sir Hubert subió a bordo y Hayden lo recibió en el portalón. Después lo acompañó al camarote del capitán, donde había reunido a los oficiales de guerra y a los jóvenes caballeros, así como a los oficiales de cargo. Se llevaron a cabo las presentaciones de rigor, durante las cuales sir Hubert permaneció serio, destilando cierta impaciencia. Hayden pensó que nunca había conocido a alguien tan absorto en un único propósito. Daba la sensación de que el letrado jamás sonreía, bromeaba o pensaba en algo más que en el negocio que tuviese entre manos. Fiel a la impresión que causaba, empezó a hablar en cuanto Hayden hubo terminado las presentaciones.

—He sido contratado por su capitán, sir Josiah Hart, para asesorarle en el consejo de guerra pendiente —expuso, dando pie a expresiones sorprendidas y, luego, de consternación entre los presentes—. Como ustedes sin duda sabrán, pueden ser aconsejados pero no representados por su abogado, y deben hablar en su propia defensa, respondiendo a cuantas preguntas puedan formularles los capitanes que componen el tribunal. El propósito del consejo de guerra consiste en profundizar en las causas y circunstancias del motín. Las circunstancias son bastante claras, y estoy convencido de que ustedes estarán de acuerdo, pese a haber presenciado lo sucedido desde distintas partes del barco o de modos distintos. Si, no obstante, sus relatos difieren significativamente, alguno de los capitanes se verá obligado a formularles infinidad de preguntas. Por este motivo deben asegurarse de que coinciden en los puntos fundamentales: el tiempo y el lugar; quién estuvo involucrado; qué sucedió; quién lo hizo y quiénes lo sufrieron; por qué acabaron embarcados en los botes. Sus relatos no tienen que ocuparse del posterior rescate o de lo sucedido a continuación. Esos asuntos no atañen al consejo de guerra. —Hizo una pausa, que aprovechó para mirar en derredor—. Hay un punto en que es muy importante que coincidan, porque de lo contrario se plantearán preguntas que podrían incomodarlos. Todos deben decir que el estallido del motín les cogió por sorpresa, que no tuvieron motivos para sospechar que tal cosa iba a suceder. Existe una razón de peso para ello: si aseguran haber sido conscientes de la posibilidad de lo que acaecería, el tribunal querrá saber por qué no se tomaron medidas para evitarlo. A este respecto, en lo que atañe a esta advertencia, no puedo insistir lo suficiente. He tratado de este punto repetidas veces con sir Josiah: todos deben coincidir en que no sabían nada de un posible motín, que no sospechaban de potenciales conductas rebeldes o de que la dotación hablase de ello. Hacer lo contrario provocaría muchas preguntas que no ayudarían a nadie en su futura carrera en la Armada, preguntas que no servirían de nada, puesto que el motín fue una sorpresa para todos a bordo. ¿Me equivoco?

Hubo un momento de silencio incómodo y luego algunos asintieron, mientras que otros susurraron que sí. No obstante, también hubo quienes dirigieron al abogado torvas miradas.

Sir Hubert Chatham no se molestó en hablar más del particular; cogió el sombrero y se marchó. Al cerrarse la puerta del camarote del capitán, los hombres sentados a la mesa cruzaron miradas.

—Vaya con el maldito sir Josiah Hart —juró Barthe entre imprecaciones y gestos negativos por parte de muchos de los presentes.

—Yo no sabía nada de que la dotación planeara amotinarse —aseguró Franks—. Usted coincidirá conmigo en eso, señor Hawthorne. Si hubiese habido la menor sospecha, usted habría apostado más centinelas. Podríamos haber trasladado el armero a la cámara del capitán, además de todo aquello que no hicimos porque nos pillaron por sorpresa.

Hawthorne asintió con expresión desdichada.

—Por mucho que aborrezca la perspectiva de seguir el juego a Hart, me temo que ese abogado tiene razón: a todos nos dejaron a la deriva en el mismo bote, y si no remamos juntos nos iremos al fondo.

—Sin duda al capitán Hart no podría convenirle más que todos estemos de acuerdo —señaló Barthe con amargura—. Lo que está claro es que no quiere que nada de esto salga a la luz.

—No sé si ha entendido usted el alcance de las palabras de sir Hubert, señor Barthe, si me permite decirlo. —El médico observó al piloto de derrota con una mirada severa—. Si este consejo de guerra acaba con Hart, y Dios sabe que así tendría que ser, éste se las ingeniará para arrastrar consigo a todos sus oficiales. Al señor Archer, a Hawthorne y puede que incluso al señor Hayden, y dé usted por sentado que no se librará, señor Barthe. No subestime el afán de venganza del capitán Hart. Si decide usted exponer a la luz pública sus fracasos, sea consciente de lo que supondrá eso para sus compañeros de la cámara y para usted mismo.

—Señor Hayden. —El rostro mal afeitado del guardiamarina Hobson apareció tras la puerta recién abierta.

El primer teniente permanecía sentado a la mesa de la cámara de oficiales, leyendo los relatos que sobre el motín había escrito la dotación, o más bien dictado, puesto que la mayoría de los marineros no sabía escribir.

El hermano de Archer, que había llegado el día anterior procedente de Londres, había asumido la defensa de los oficiales, a quienes había aconsejado redactar su versión de los hechos. Por su parte, Hayden había decidido aprovechar aquella valiosa recomendación para ayudar a los pobres marineros, la mayoría de los cuales tenía menos medios para defenderse. Aldrich y el joven Perse también habían puesto por escrito numerosos relatos de lo sucedido.

—Han efectuado un cañonazo desde el barco del almirante, señor.

—En un momento estoy con usted. —Hayden reunió todos los documentos y los ordenó cuidadosamente para que Perse los envolviera en tela encerada y así protegerlos de la humedad. Cogió el sombrero y subió a cubierta, donde encontró a los demás oficiales, todos vestidos con sus mejores galas. Algunos quisieron sonreírle, con escaso éxito, y aquel intento de tranquilizarse unos a otros se antojó demasiado forzado. Ni siquiera antes de un combate se había sentido Hayden tan angustiado.

Ocuparon sus asientos en los botes, que los trasladaron rápidamente al buque de setenta y cuatro cañones que durante los días siguientes serviría de escenario para el consejo de guerra. Pese a no figurar entre los oficiales acusados, debido a que la fortuna había querido que se hallase a bordo de la presa, Hayden aún se sentía muy preocupado. Aquel asunto era una auténtica vergüenza y un peligro para él, pues todo lo que iba a salir a la luz podía acabar salpicándolo.

La mañana anterior, Hart había remitido una carta en la que pedía que se le enviase la falúa un cuarto de hora antes del inicio del consejo de guerra, y Hayden alcanzó a verlo entonces. Observó los rostros tensos y desdichados de los remeros que bogaban en silencio, y a Hart y Landry sentados en la bancada de popa, acompañados por sir Hubert Chatham.

—Retrásate un poco, Childers —ordenó Hayden a su timonel, quien le había rogado que no lo enviase a buscar a Hart—. Dejemos que el capitán suba a bordo antes que nosotros.

Se demoraron mientras Hart subía lenta y trabajosamente por la escala.

—¿Cree que se habrá recuperado? —preguntó Hayden a Griffiths.

—Mejor que Aldrich —respondió el médico negando con la cabeza—. Mucho me temo que la salud del marinero quedará resentida para siempre.

Al cabo subieron por el costado del barco, donde todos los oficiales, a excepción de Hayden y Wickham, fueron puestos bajo la custodia del preboste general.

—Buena suerte —deseó el teniente a los demás; Wickham y él sólo eran espectadores, razón por la que tuvieron que separarse de los acusados.

Poco después, el resto de la dotación, que había embarcado en los botes de la Themis, llegó a bordo, puesto que todos podían ser convocados para declarar acerca de lo sucedido durante el motín. Si los oficiales parecían desalentados, los marineros estaban desesperados, y Hayden se acercó para animarlos en lo posible y decirles que no tenían nada que temer. Muchos habían sufrido heridas en la defensa del barco, y aún iban vendados o lucían las cicatrices, detalles ambos que los miembros del tribunal no podrían pasar por alto, o al menos eso pensó Hayden.

Habían retirado todos los mamparos del camarote del capitán y ante la galería de popa habían colocado tres mesas, la central apenas mayor que un escritorio. Aquel día se filtraba una peculiar luz otoñal por las ventanas y el reflejo del agua bailaba en el techo blanco. Los doce capitanes que componían el tribunal ocuparon sus puestos en las mesas, y en el centro, en el lugar destinado al almirante del puerto, se sentó Frederick Duncan, el oficial de mayor antigüedad presente en aquellas aguas. Frente a Duncan, de cara a las ventanas, había un escritorio situado para el auxiliar. A un lado, con permiso del tribunal, había un escritorio individual, desde el cual podrían hablar cómodamente los consejeros legales de los acusados con sus clientes.

Los espectadores se distribuían a ambos lados, sentados en sendas hileras de sillas, separados del tribunal por cordones forrados de bayeta verde. Los miembros de la dotación de la Themis se habían acomodado tras el auxiliar, con los oficiales de guerra y los jóvenes caballeros al frente, los oficiales de cargo y mar detrás, y finalmente, cerrando la formación, la marinería. Les estaba permitido escuchar las declaraciones de los demás, detalle que el tribunal no tendría con los amotinados, quienes se enfrentarían a un proceso separado fijado para los días siguientes.

Antes de llamar al orden a la sala, apareció Muhlhauser y tomó asiento junto a Hayden, a quien saludó en voz baja. Aún llevaba el brazo en cabestrillo, aunque por lo demás se lo veía sano como una manzana.

Los capitanes juraron solemnemente, y Hayden se sintió un tanto intimidado por la presencia de aquellos hombres, todos los cuales, a excepción de uno, eran los de más antigüedad y comandaban navíos de línea, buques de setenta y cuatro cañones o embarcaciones de mayor porte. Estaban imbuidos de cierta majestad, un aura de intimidante autoridad, que casi se hubiera podido tachar de aterradora. Estaban acostumbrados a dar órdenes de las que suponen la muerte de muchos hombres, de las que ponen en peligro la integridad del barco. Si lo creían justificado, no titubearían a la hora de dictar la pena de muerte.

El abogado de la defensa se levantó y expuso el objeto de aquel consejo de guerra:

—Investigar las causas y circunstancias del apresamiento de la fragata HMS Themis, al mando del capitán sir Josiah Hart, y juzgar la conducta del susodicho capitán Hart durante lo sucedido, así como la de aquellos oficiales y tripulantes que estuvieron presentes.

El primero en dar testimonio fue el propio Hart, que ocupó su lugar, de pie a la izquierda del abogado de la defensa. Los espectadores guardaron un silencio absoluto y todos se inclinaron levemente adelante. Hayden vio a Hart pálido y avejentado, demacrado y con la piel deslucida. Se apoyaba en un bastón, al parecer dolorido.

—¿No podemos acercarle una silla a sir Josiah? —preguntó uno de los oficiales que formaban el tribunal—. El buen capitán aún no se ha recuperado del todo.

La petición fue concedida sin discusión. Hart depositó su considerable peso en la silla, aunque tuvo cuidado de no reclinarse en el respaldo.

—Si place al tribunal —empezó en tono bastante discreto—, debido a las tribulaciones y maltratos de que he sido objeto recientemente, solicitaré que mi declaración escrita sea leída por mi consejero legal, sir Hubert Chatham.

También a esto accedieron, momento en que sir Hubert dio un paso al frente para empezar agradeciendo la indulgencia de los jueces y proceder a leer la declaración del capitán. Hayden supuso que el texto sería en buena parte obra del propio letrado, puesto que reconoció poco del tono del capitán Hart, y no sólo debido al hecho de que no se maldijesen los ojos de nadie en todo el documento.

—«Señor presidente, caballeros, recientemente tuve el honor de mandar la fragata HMS Themis, embarcación de treinta y dos cañones, despachada por sus señorías del Almirantazgo con la misión de hostigar al enemigo en la costa atlántica y calcular la fuerza con que cuenta la flota francesa en tantos de sus puertos como pudiésemos introducirnos. Iniciamos la travesía el vigésimo tercer día de septiembre, partiendo de Plymouth con temporal del sudeste, debido al cual nos recogimos en Torbay. Al cesar el temporal nos dimos a la vela con rumbo a la costa de Francia, donde, a la entrada del puerto de Brest, tuvimos la buena suerte de apresar un transporte enemigo mientras contábamos los efectivos de que disponía allí la flota enemiga.

»Cuando nos dirigíamos al sur, en el quinto día de octubre, nos encontramos al capitán Bourne, de la Tenacious, caballero cuya reputación estoy convencido de que sus señorías conocen sobradamente. Mi barco participó entonces en la captura de la fragata francesa Dragoon, anclada bajo las baterías costeras de Belle-Île. A mi primer teniente le fue concedido el mando de la presa y se le ordenó poner proa a Plymouth, y debido a esta circunstancia él y cierto número de hombres no se hallaban a bordo de la Themis en el momento de declararse el motín. El día seis de octubre, a eso de las siete campanadas de la segunda guardia, me despertó el ruido de la puerta de la cabina, que alguien abría con disimulo. Tres individuos, uno de ellos con una linterna en alto, y los otros dos armados, irrumpieron y me ordenaron, bajo amenaza de muerte, levantarme de la cama y obedecerlos en todo. Vestido con la camisa de noche, se me permitió ponerme los calzones antes de que me atasen y me tumbasen en el suelo, donde fui custodiado. En ese momento se oyeron gritos y ruido de armas ligeras en varios puntos del barco. Poco después alcancé a distinguir, procedente de la cámara de oficiales, situada bajo mi cabina, el ruido de una refriega, y lo mismo arriba, en el alcázar. Al oír aquello me sentí enardecido e intenté razonar con los dos hombres que me vigilaban, Dundas y Clark, a quienes ofrecí procurar que no se presentasen cargos en su contra si me liberaban, pero si bien ambos me miraron con cierta aprensión, se limitaron a ordenarme que me mordiese la lengua si no quería que me la cortaran.

»Oí los últimos disparos efectuados en la cámara de oficiales y poco después cesó también el estruendo en el alcázar, pero transcurrieron unos minutos antes de saber el resultado de ambas escaramuzas. Había un griterío considerable y no menos juramentos en todo el barco, y tras un rato de silencio, no sé bien cuánto fue, apareció un hombre en la puerta y ordenó que me sacaran de la cabina. Fui llevado a cubierta, donde vi a los oficiales y a muchos de los nuestros agrupados en el combés; algunos de ellos sangraban o estaban muy malheridos tras la reciente lucha. Al principio me pusieron junto a mis oficiales, donde fui objeto de vejaciones por parte de quienes integraban el motín. Me maniataron y abofetearon, me golpearon con la hoja plana del alfanje. No fui el único a quien trataron así, puesto que muchos aprovecharon la situación para saldar cuentas, y lamento decir que dos hombres que me habían sido leales fueron asesinados ante mis ojos. Antes de que terminase la hora, otro abandonó este mundo como consecuencia de las heridas sufridas.

»Entonces se produjo una discusión entre algunos amotinados respecto a qué debía hacerse a continuación; algunos estaban decididos a partir a puertos lejanos, al tiempo que otros deseaban navegar al puerto de Brest y entregar el barco a las autoridades francesas. Mientras se dirimía el asunto, ciertos elementos de la dotación, encabezados por William Stuckey, se hicieron conmigo y me ataron a un enjaretado. Aunque fueron muchos, amotinados incluso, los que protestaron ante este acto, el ya mencionado Stuckey procedió a propinarme una violenta paliza con el gato de nueve colas, diciendo al comenzar: “Esto va por el señor Aldrich”. Esta declaración sofocó las quejas, e incluso algunos que habían protestado ante el trato que se me dispensaba gritaron: “Eso, eso, por el señor Aldrich”. Posteriormente me cortaron las ataduras que me sujetaban al enjaretado y permitieron que el doctor me atendiera. El susodicho William Stuckey y algunos otros la emprendieron entonces con el primer teniente en funciones Herald Landry, a quien también se disponían a azotar, pero en ese momento uno de sus líderes, el marinero de primera Peter Aldrich, asomó procedente de la cubierta inferior y ordenó que no se impusiesen más castigos físicos, y sugirió que la tripulación que me era leal y yo debíamos ser depositados en los botes y abandonados a la deriva, orden que se puso en práctica de inmediato. Puesto que estas embarcaciones menores no disponían de aparejo, armamos los remos y pusimos rumbo noroeste, con la esperanza de hallar un barco inglés en las inmediaciones de Ouessant. Sucedió que nos topamos con la presa francesa Dragoon, comandada por mi propio primer teniente con objeto de llevarla a Inglaterra.

»Como sus señorías sin duda sabrán, contando únicamente con ochenta hombres sanos, tuvimos entonces la buena fortuna de alcanzar la Themis y recuperarla de manos de los amotinados, para devolverla a la Armada de Su Majestad. Esto es, señores, en lo que alcanzan mi conocimiento y recuerdos de lo sucedido, todo cuanto ocurrió. Hago entrega de este relato junto a otras listas: la primera, la de los hombres que participaron en el motín; la segunda, la relación de quienes me acompañaron en los botes; la tercera es menos evidente: un buen número de hombres murió durante el motín y me ha sido muy difícil separar a los leales que perecieron cumpliendo con su deber de los amotinados que cayeron. Pero lo he conseguido. En lo que respecta a los fallecidos cuya lealtad o motivaciones desconozco, he listado sus nombres en una cuenta distinta, con la esperanza de que con el tiempo se esclarezca el papel que desempeñaron. Los demás miembros de la dotación se hallaban ausentes, formando parte de los trozos de presa o, tal como he comentado, bajo los cuidados del doctor en la enfermería cuando se produjo el motín».

Sir Hubert se inclinó levemente y volvió a sentarse al escritorio. Wickham apoyó la mano en el brazo de Hayden.

—Ha incluido a Aldrich entre los amotinados —susurró, incapaz de disimular la sorpresa.

—Estoy seguro de que su papel quedará aclarado —respondió Hayden, aunque no las tenía todas consigo.

Cuando se levantaron murmullos tras la lectura hecha por el consejero legal, el almirante Duncan hizo un gesto para imponer el silencio.

Sir Josiah, se me ha informado del extravío del cuaderno de bitácora. ¿Es esto posible?

—Me temo que así es, señor. Ignoro los detalles particulares, almirante, puesto que sucedió estando yo en tierra para recibir los cuidados de un médico, aunque estoy seguro de que el señor Barthe, piloto de derrota de la Themis, tendrá una explicación. No obstante, he hecho entrega de mi propio diario, el cual sin duda compensará la pérdida del cuaderno de bitácora.

Al almirante no pareció complacerle mucho tal respuesta, como tampoco los murmullos que se levantaron entre los hombres de la Themis. Seguidamente preguntó si algún miembro del tribunal tenía alguna pregunta que hacer al señor Hart.

—Capitán, ¿tal muestra de incompetencia es normal por parte de su piloto? —preguntó un capitán llamado McLeod, claramente contrariado por lo que acababa de escuchar.

—Lamento decir que así es, señor, tal como atestigua la hoja de servicios del señor Barthe.

Hayden se envaró. Desde su puesto, buscó a Griffiths con la mirada, y vio que éste había apoyado la mano en el brazo del piloto, quien había hecho ademán de levantarse, rojo como la grana y con las manos crispadas. Sólo Hawthorne y el cirujano fueron capaces de mantenerlo sentado, aunque su reacción no pasó desapercibida en la sala.

—Capitán Hart, ¿le decepcionó a usted la conducta de alguno de sus hombres durante el transcurso de tan desafortunadas circunstancias? —preguntó Gardner, capitán del navío de setenta y cuatro cañones Goliath.

—No tengo una palabra de reproche respecto a los oficiales que se encontraban a bordo del barco en el momento de producirse el motín, señor. Todos los hombres que servían a bordo se resistieron en la medida de sus posibilidades. Creo que esto lo demuestra la larga lista de heridos y fallecidos en defensa del barco. —Hart se rebulló en la silla, mirando alrededor—. Hay otros, quienes tuvieron la suerte de haber abandonado el barco pocas horas antes de declararse el motín, con quienes no estoy tan complacido —concluyó, acompañando estas palabras de un gruñido.

—¿A qué se refiere, señor? —preguntó Bainsbridge, capitán del Defiant.

Hart no pareció reparar en la mirada asustada de su propio consejero legal.

—Estuve ausente del barco durante diez semanas antes de emprender la travesía, señor, de modo que no regresé hasta pocos días antes de producirse el motín. A pesar de ello, es a mí a quien se acusa. El teniente Charles Hayden tuvo el mando de la Themis durante todas las semanas en que me encontré ausente, y hacía pocas horas que había transbordado a otro barco cuando se produjeron los hechos. Creo que precisamente quien debería cargar con la culpa ni siquiera consta en la lista de acusados. —Mientras hacía esta aseveración, a Hart le tembló la barbilla, debido a la ira o la edad. Un silencio sepulcral se impuso en la estancia.

—¿Qué está sugiriendo, sir Josiah? —preguntó el propio Bainsbridge sin alzar mucho la voz.

Hart no dudó en responder, y con amargura:

—Que el desprecio de la dotación empezó a producirse cuando el teniente Hayden, en ausencia de mi persona, asumió el mando de la Themis. Hasta entonces no se había dado un solo indicio que apuntase en esa dirección. Pero durante aquellas semanas en que me encontraba ausente se produjo un cambio radical en la tripulación. A mi regreso, no pude percibirlo, razón por la cual el motín me tomó totalmente por sorpresa.

Muhlhauser y Wickham miraron asustados a Hayden.

«¡Rata tirana y cobarde!», pensó el teniente. Sabía perfectamente que había malestar antes de que Stephens lo pusiese a bordo de ese malhadado barco. ¿Acaso no había sido asesinado un hombre a manos de un compañero?

—No nos hemos reunido para juzgar a quienes no se hallaban a bordo en el momento de estallar el motín —recordó con firmeza Gardner—, por más que el buen capitán tenga formada una opinión de su servicio.

Algunos miembros del tribunal alzaron protestas, pero el almirante Duncan zanjó el asunto levantando la mano para imponer silencio.

—El capitán Gardner tiene toda la razón. Procedamos. ¿Tiene alguien alguna pregunta que hacer a sir Josiah?

El propio Gardner se inclinó para puntualizar:

—Ha felicitado a sus oficiales por el celo que demostraron en la defensa del barco, pero entiendo que usted no presenció ningún acto de dicha defensa, puesto que estaba preso en su cabina.

—En efecto, señor, pero estoy seguro de que la declaración de mis oficiales me dará la razón. Permítame decir en mi descargo que, si los amotinados no se hubiesen introducido sigilosamente en mi cabina, habría puesto toda mi energía en la defensa de mi barco.

—Dada su ilustre hoja de servicios, señor —replicó Gardner secamente—, ¿quién iba a poner en duda tal cosa?

El significado de aquellas palabras no escapó a los presentes y hubo quienes incluso ahogaron la risa, lo cual hizo rebullir de nuevo a Hart en el asiento, sonrojado de ira. Hayden estaba demasiado furioso para sonreír. Quizá el capitán Gardner era uno de los partidarios de Philip Stephens.

Bainsbridge aguardó a que se hiciera el silencio, momento en que preguntó:

—¿De modo que lo tomaron a usted por sorpresa, capitán Hart? Con anterioridad a esa noche, ¿no sucedió nada que pudiera ponerle sobre aviso de que se fraguaba un motín?

—No, señor. En mi ausencia la dotación se había vuelto indisciplinada, pero aun así lo sucedido sorprendió a todos y cada uno de mis oficiales. De haber tenido la menor sospecha, habría dado orden de apostar centinelas por todo el barco, y además habría advertido a mis oficiales que estuvieran atentos, pero no fue así.

Bainsbridge asintió, satisfecho.

—Si se me permite —intervino entonces el auxiliar—, estoy repasando sus listas, capitán Hart, y reparo en que ha incluido usted el nombre de Aldrich entre los amotinados, aunque ese apellido también figura en el rol de tripulantes heridos o enfermos aportado por el doctor. A juzgar por sus propias palabras, quienes se hallaban en la enfermería no tomaron parte en el motín. ¿Acaso había a bordo dos personas con ese mismo apellido?

—Únicamente había una, y era el líder de los amotinados. También se encontraba en la enfermería cuando estalló el motín.

Gardner, de quien Hayden empezaba a creer que no se sentía demasiado a gusto tomando parte en aquel juicio, aprovechó la ocasión para ahondar en el particular.

—Si se encontraba en la enfermería, capitán Hart, ¿cómo es posible que esté usted tan seguro de que ese marinero tomó parte en el motín?

—En mi relato, leído por sir Hubert, he reseñado textualmente las palabras que pronunció el amotinado William Stuckey cuando empezó a fustigarme con el látigo; dijo que lo hacía por Aldrich. Después, el propio Aldrich apareció en cubierta y ordenó a los amotinados que dejasen de azotar a los oficiales, y éstos obedecieron al punto. Además, señor, el propio Aldrich había sido azotado apenas unos días antes por incitar al motín.

Sir Hubert clavó la mirada en Hart, gesto que acompañó de un leve carraspeo.

Gardner enarcó una solitaria y poblada ceja.

—De modo que azotó a un hombre, de quien asegura que se trataba de un amotinado, por incitar al motín, a pesar de lo cual declara que no hubo indicio alguno del descontento de la dotación. ¿El castigo físico de un hombre que promueve un motín no es muestra suficiente de que la marinería contempla la posibilidad de rebelarse?

Bainsbridge se adelantó a Hart en la respuesta.

—Creo que hemos establecido que ni el capitán Hart ni sus oficiales tuvieron conocimiento alguno o sospecha razonable de que iba a producirse una rebelión. Se castiga a los marineros por incitar al motín con alarmante regularidad, a pesar de lo cual esos sucesos no desembocan necesariamente en revueltas. Eso es indiscutible.

—Por supuesto, nada más cierto —convino Gardner—, pero en este caso sí se produjo un levantamiento. Nuestro deber consiste en analizar sus causas, y el castigo de un miembro de la tripulación por incitar al motín se antoja más que pertinente.

—Coincido con el capitán Gardner —intervino el almirante Duncan—. Dejemos que el capitán Hart exponga las circunstancias que rodearon el castigo de ese hombre, Aldrich.

Hart carraspeó y se rebulló de nuevo en el asiento.

—Necesitaría acceder a mi diario para especificar las fechas exactas, señorías, pero baste decir que se me informó de que Aldrich, que figura en el rol de tripulantes en calidad de marinero de primera, se hallaba en posesión de ciertos panfletos inflamatorios escritos por el revolucionario Thomas Paine. También fui informado de que había estado leyendo en voz alta dichos panfletos a los marineros, con lo cual provocó la discordia y mucha insatisfacción entre los hombres. De resultas de ello, ordené que Aldrich fuese castigado.

Gardner se mostró algo confundido.

—¿Y cómo lo descubrió, capitán?

—Mi segundo teniente, el señor Landry, me informó de ello.

—¿Y cómo se enteró el señor Landry?

—¿Acaso importa? —protestó Bainsbridge.

—Capitán Bainsbridge. Podrá formular sus preguntas cuando le llegue el turno —advirtió el almirante.

Hart no pareció muy preocupado ante el giro que adoptaba la vista, al contrario que su consejero legal.

—Creo que el señor Landry lo descubrió por medio del primer teniente, el señor Hayden —respondió Hart.

—Pero ¿el señor Hayden no le informó a usted directamente de ello?

—No.

—¿No es lo habitual que el primer teniente informe de cualquier asunto serio, como por ejemplo la incitación al motín, personalmente al capitán?

—Así es, señor, pero el primer teniente pecó nuevamente de negligencia, así que el señor Landry tuvo que encargarse de ponerme al corriente.

—¿A qué se refiere cuando dice que pecó de negligencia en este caso?

—No creo que comprendiera el alcance de la transgresión, señor.

—¿Y usted sí?

—Supuso una infracción del Código Militar, señor.

—Por supuesto. ¿Qué panfletos del señor Paine requisó usted al señor Aldrich?

—Ninguno, señor.

—¿Ninguno?

—Correcto.

—Entonces, ¿basándose en qué pruebas ordenó usted castigar al señor Aldrich?

—Basándome en el relato verbal del señor Landry.

—¿Había presenciado el señor Landry la lectura de los panfletos que hizo el tal Aldrich?

—No lo creo.

—En tal caso, admito que me siento confundido. Hizo usted azotar a un hombre sin asegurarse precisamente de que existiesen pruebas de su transgresión del Código Militar. Al fin y al cabo, a bordo de un barco de guerra existen corrientes de antipatía entre hombres de distinto temperamento, y he visto casos en que uno ha acusado a otro de alguna ofensa por malicia o puro afán de venganza.

—Pregunté a Aldrich si había estado leyendo los panfletos de Thomas Paine a los marineros y él lo admitió.

Estas palabras bastaron para callar incluso al hábil Gardner.

—¿Lo admitió sin coacción?

—Sí, señor.

—La experiencia me dice que, por lo general, los amotinados no actúan tan abiertamente, capitán Hart. Sea como fuere, lo cierto es que tuvo usted motivos para sospechar del descontento de la dotación. Si castigó al señor Aldrich por incitar al motín, entonces los hombres a quienes leyó en voz alta esos panfletos eran culpables de conspiración. ¿Ordenó usted azotarlos también?

Hart se mostró tan enfadado como avergonzado ante el rumbo que tomaba el interrogatorio.

—No —masculló.

—¿Y por qué?

—A juzgar por sus palabras, dio la impresión de que había leído los panfletos a la mayoría de la dotación, si no a la totalidad de la misma.

A varios de los capitanes se les escaparon risas ahogadas.

—Da la impresión, capitán Hart, de que tiene usted motivos para creer que ciertos individuos de su tripulación conspiraron para organizar un motín, a pesar de lo cual —continuó Gardner—, usted no movió un dedo para garantizar la seguridad del barco.

—Creo que está extrayendo demasiadas conclusiones de un incidente aislado —objetó por su parte Bainsbridge—; un incidente tan habitual en un barco que, si doblásemos la guardia cada vez que se pronuncian palabras que mueven al motín, tendríamos que triplicar el complemento de infantes de marina a bordo.

—¿Alguien tiene alguna pregunta más? —preguntó el almirante, sin que hubiese una respuesta—. Puede retirarse de momento, capitán Hart, aunque más adelante este tribunal podría requerir su presencia con objeto de ampliar la información de que dispone. También tendrá ocasión de rebatir todas aquellas pruebas que puedan presentarse en su contra, siempre y cuando sea necesario.

Sir Hubert se levantó rápidamente y ayudó a Hart a incorporarse. A juzgar por la expresión del capitán, Hayden no tuvo la impresión de que estuviese exagerando, sino todo lo contrario: sufría un intenso dolor, aunque ello no le inspiró la menor lástima. Aquel hombre acababa de echar a perder la reputación de Hayden ante el tribunal. Su ya precaria carrera corría serio peligro de irse a pique.

—Hablemos con cada oficial por turnos —propuso el almirante Duncan.

—Teniente Herald Landry —llamó el abogado de la defensa.

—¿No deberíamos entrevistar al primer teniente? —preguntó Bainsbridge—. El capitán Hart acaba de recalcar que el descontento de la tripulación empezó mientras el primer teniente estaba al mando del barco.

—Pero en el momento del motín se hallaba a bordo de la presa, capitán Bainsbridge —le recordó el auxiliar.

—Eso tenía entendido, pero él fue el primero en descubrir los panfletos de Tom Paine. Me gustaría saber cómo lo hizo, y por qué no informó directamente al capitán Hart, entre otras cosas.

—Aldrich admitió haber leído esos panfletos a la dotación —apuntó uno de los capitanes—. No necesitamos que el primer teniente verifique lo que ya ha sido admitido.

—De acuerdo, pero me gustaría saber qué opinión le merecía al primer teniente la atmósfera que se respiraba a bordo. ¿Albergó acaso la sospecha de que los hombres conspiraban con intención de amotinarse? Al fin y al cabo, estuvo en el barco hasta unas horas antes de que se produjese el motín.

—¿Se halla en la sala el primer teniente? —preguntó el almirante dirigiéndose a los presentes.

—Lo estoy, señor —respondió Hayden, consciente de la fuerza con que le latía el corazón.

—No tiene usted ninguna obligación con este tribunal, teniente… —Duncan consultó la documentación— Hayden. No se le ha acusado de nada, y si prefiere no declarar le aseguro que no insistiré, a menos que alguno de los acusados lo requiera para prestar declaración.

—Será un placer responder a cualquier pregunta que se me formule, almirante Duncan —se oyó decir Hayden, nada dispuesto a seguir de brazos cruzados mientras Hart le echaba toda la culpa.

Le abrieron paso y se le permitió el acceso más allá del cordón extendido en el centro de la cabina. Ocupó su lugar, de pie donde se había sentado Hart. No le cabía la menor duda de que Gardner no sólo era partidario de Philip Stephens, sino de que también había tenido acceso al informe secreto que Hayden había hecho de la travesía. De otro modo, sus preguntas, ingeniosamente disimuladas, se le antojaban demasiado astutas. El primer teniente recordó que Stephens había mostrado escasa confianza en que pudiese influir lo suficiente en el tribunal para marcar la diferencia.

—Teniente Hayden, ¿cuánto tiempo ha pasado a bordo de la Themis? —preguntó Duncan, iniciando el interrogatorio.

—Subí a bordo el día veintitrés de julio, señor.

—Entendiendo que no ha tenido tiempo de preparar o consultar su diario, y sin necesidad de especificar fechas concretas, ¿podría decirme cómo se enteró usted de que Aldrich había estado leyendo esos panfletos a los marineros?

—No sabía que hubiese estado leyéndolos en voz alta, señor, pero sí puedo decirle cómo descubrí que él los había leído.

—Tenga la amabilidad, señor Hayden…

—Una noche, Arthur Wickham, uno de los guardiamarinas, acudió a mi cabina en la cámara de oficiales. Llevaba varios libros que Aldrich acababa de devolverle. —Este comentario levantó varios murmullos—. Entre los libros encontró dos panfletos, ambos escritos por Thomas Paine.

—¿Recuerda usted los títulos?

El sentido común y Los derechos del hombre.

—Continúe.

—El señor Wickham no estaba seguro de si la propiedad de estos panfletos contravenía alguna reglamentación, de modo que pidió mi opinión al respecto. Requisé ambos documentos y le respondí que hablaría con Aldrich, consciente de que no sabíamos cómo habían llegado esos escritos a mezclarse con los libros. Debo poner en conocimiento de este tribunal que todos los guardiamarinas conocen su contenido y que algunos oficiales han leído, si no estos ejemplares en particular, tanto El sentido común como Los derechos del hombre, al igual que yo mismo. Únicamente menciono este detalle para demostrar que cualquiera puede leer estas obras por puro interés, sin albergar intención alguna de organizar un motín.

»Ordené que Aldrich se personase ante mí y le mostré los escritos, al tiempo que le comunicaba que los habíamos encontrado entre los volúmenes que él había devuelto al señor Wickham. En ese momento le dije, creo, que no quería saber cómo habían ido a parar entre los libros, ni siquiera si eran suyos, sino únicamente si estaba involucrado en una conspiración para organizar un motín a bordo. Me aseguró que no. Debido a que Aldrich era el marinero de primera más capacitado del barco, apreciado por oficiales y marineros por igual, y que me pareció totalmente honesto, tal como se deduce de la respuesta que dio al capitán Hart cuando se le preguntó si había leído los panfletos, decidí no decir nada más al respecto. No creí en ese momento, ni creo hoy por hoy, que Aldrich incitase a nadie al motín, como tampoco que tomase parte en él. Subió a cubierta procedente de la enfermería del sollado en cuanto supo que el capitán estaba siendo azotado en represalia por lo que le habían hecho a él, cosa que no estuvo dispuesto a permitir. Debido al gran aprecio que sentía la dotación por Aldrich, los hombres dejaron de castigar al señor Hart cuando el marinero se lo pidió. Luego se desmayó y fue conducido de nuevo a la enfermería. Es cierto que después Bill Stuckey no permitió que Aldrich embarcase en los botes, alegando que era uno de los suyos o algo similar, pero no podemos concluir que se tratara de algo más que de una opinión personal. No se sabe qué habría elegido Aldrich, porque nadie le dio a escoger. Sin embargo, tengo la certeza de que habría escogido acompañar en los botes a la tripulación leal.

—Pero usted no presenció estos sucesos que nos describe, teniente —recordó uno de los capitanes.

—No estuve presente en el momento en que se declaró el motín, señor, pero relato los hechos tal como me fueron descritos por mis compañeros oficiales, todos los cuales coinciden conmigo en su versión de lo sucedido.

—Voy a insistir en su decisión de no informar al capitán Hart de su conversación con Aldrich —intervino Bainsbridge—. Hart ha dicho que pecó usted de negligente. ¿No se le ocurrió pensar que era responsabilidad del capitán, y no de usted, decidir sobre la culpabilidad de Aldrich?

—El primer teniente dispone de cierto margen en cuanto a qué información filtra a su capitán; al fin y al cabo, uno debe tomar decisiones propias, de lo contrario habría que informar de todas las conversaciones. Me satisfizo que el interés de Aldrich por los panfletos se debiese únicamente a la curiosidad, como es el caso de los guardiamarinas, quienes leyeron al señor Paine para poder debatir los méritos y deméritos de sus argumentos. Tampoco sentí la menor necesidad de informar de la existencia del club de debate de los guardiamarinas.

—Claro, pero la lectura de estos panfletos a la marinería pudo contribuir al descontento, tal como ha sugerido el capitán Hart.

—Es verdad, señor, razón por la cual advertí a Aldrich, quien accedió a mostrarse más circunspecto en el futuro, pero fue demasiado tarde para abandonar la lectura de los panfletos a la dotación.

Bainsbridge no estaba dispuesto a pasar página.

—¿Preguntó usted al tal Aldrich si sabía de compañeros suyos que conspiraran para organizar un motín o que abrigaran la intención de rebelarse?

—No, señor.

—¿Y por qué no?

—Respetaba demasiado a Aldrich para pedirle que me informase sobre sus compañeros, señor. También me pareció que ningún amotinado habría aceptado a Aldrich en su círculo. Era el polo opuesto a lo que entendemos por un hombre descontento, dado que cumplía con sus obligaciones con gran destreza y la mejor disposición posible. No es el tipo de marinero que intentaría reclutar un amotinado.

—Pero no se lo preguntó.

—No, señor.

—Da la impresión, señor Hayden, de que actuó con negligencia, y también de que no pudo andar más errado —lo acusó Bainsbridge—. No informó usted del hecho de que Aldrich estaba incitando al motín, y de resultas de ello se produjo uno.

Aquella inferencia pilló por sorpresa a Hayden.

—Si se me permite decirlo, señor, se informó al capitán de que Aldrich estaba en posesión de los panfletos, Aldrich fue castigado, y el motín sucedió de todos modos. Mi conclusión es que si hubiese informado del incidente al capitán, él habría tomado la misma decisión, lo que habría desembocado en el mismo resultado. Permítame añadir que el hecho de azotar a Aldrich provocó un gran resentimiento entre la marinería.

Bainsbridge le dirigió una mirada torva.

—Eso no disculpa su falta de sentido común, señor. Y si esta impertinencia constituye un ejemplo de cómo acostumbra usted a dirigirse a su capitán, no me extraña que el señor Hart esté tan insatisfecho con usted.

—En ningún momento era mi intención mostrarme impertinente, señor, sólo defender mi proceder, que es para lo que el tribunal nos ha convocado.

A Bainsbridge lo interrumpieron antes de que pudiese seguir hablando.

—Señor Hayden, ¿qué dijo el segundo teniente cuando le comunicó usted lo de Aldrich y esos panfletos? —preguntó Gardner.

—No hablé del asunto con el señor Landry, señor.

—Entonces, ¿cómo lo averiguó él?

—Lo ignoro, señor, pero no lo supo por mí.

—Lo que nos gustaría saber —insistió Bainsbridge, sin esforzarse en ocultar el desprecio que le inspiraba Hayden— es cómo, tras asumir usted el mando de lo que sir Josiah nos asegura que era un barco perfectamente armonioso, la dotación de la Themis acabó amotinándose en cuestión de semanas.

Hayden respiró hondo, pero ello no logró calmarle tal como esperaba.

—El descontento de la dotación de la Themis se fraguó meses antes de mi llegada a bordo, capitán Bainsbridge. Un hombre fue asesinado en la anterior travesía, y un marinero de la dotación del capitán Hart fue ahorcado de resultas de ello. El día que llegué a bordo, un marinero llamado Tawney fue hallado víctima de una brutal paliza. Mucho más tarde averiguamos que ambos se habían visto envueltos en redactar una petición y que habían requerido a los hombres que se negasen a dar la vela hasta que los términos de dicha petición fuesen satisfechos. Cuando subí a bordo entonces, y lamento decirlo, ya reinaba la discordia, por no mencionar una absoluta falta de disciplina en la dotación. Atribuirme a mí la culpa de ello es una injusticia.

Estas palabras impusieron un silencio momentáneo entre los capitanes, para quienes la petición constituía toda una novedad, puesto que Hart no lo había mencionado en su diario. Sin embargo, todos los presentes supusieron qué exigencias figuraban en ella. Algunos miembros del tribunal se volvieron hacia Hart como si lo vieran por primera vez.

—¿Recuerda algún incidente que indicase una tendencia al motín entre la dotación del capitán Hart? —preguntó McLeod a Hayden—. ¿Se impusieron castigos físicos a los hombres que, a posteriori, le revelaran a usted que existía un problema a bordo?

Hayden recordó la advertencia del consejero legal de Hart, pero frente a las acusaciones de que había sido objeto por parte del capitán, comprendió que no tenía más remedio que defenderse.

—Cuando partimos de Plymouth, los hombres estaban al borde de la insubordinación; no se negaban a obedecer las órdenes de los oficiales, pero sí se mostraban reticentes llegado el momento de cumplirlas.

—¿Y qué medidas adoptó el capitán? —preguntó Gardner.

—En ese momento, el capitán se encontraba enfermo y no podía desempeñar el mando. Los demás oficiales y yo tratamos de solucionar la situación llamando a los hombres por su nombre, advirtiéndoles que si se negaban a obedecer tomaríamos nota de cara a un futuro consejo de guerra.

—¿Y esos hombres se contaban entre los amotinados, teniente?

—Muchos no. Unos se enfrentaron a los amotinados, y otros, que más tarde se convirtieron en cabecillas durante el motín, animaron a la dotación en Plymouth a ocupar sus puestos para levar el ancla, lo cual me sugiere que los amotinados no querían que la petición saliese adelante.

Se produjo un largo silencio que los presentes aprovecharon para meditar en las implicaciones de aquellas palabras.

—Sin duda usted informaría de lo sucedido al capitán Hart.

—En efecto, señor. Me dijo que si él se hubiese encontrado en cubierta, los hombres habrían ocupado sus puestos sin rechistar, y que aquella actitud pendenciera sólo podía achacarse al hecho de que el barco hubiese pasado semanas bajo el mando de un oficial de rango inferior que había permitido semejante comportamiento.

—¿Le echó a usted la culpa? —preguntó McLeod.

—Eso me dio a entender, señor.

—Que usted recuerde, ¿fue ése el único incidente protagonizado por los descontentos antes del motín? —preguntó Gardner.

—Hubo otro, señor, cuando apresamos el transporte en la embocadura del puerto de Brest. Las brigadas que servían los cañones empezaron a discutir unas con otras y no respondían a las órdenes de los oficiales. Me vi obligado a reunir a los infantes de marina y forzar a las brigadas a servir las piezas a punta de mosquete.

—¿Se vio usted «obligado»? —preguntó Gardner—. ¿Y qué me dice del capitán Hart? ¿Cuáles fueron sus órdenes?

—El capitán en ese momento se hallaba bajo los cuidados del doctor, señor, y no asumió el mando hasta que nos disponíamos a abordar el transporte.

Los capitanes que formaban el tribunal cruzaron miradas.

—¿Se hallaba la Themis cercana al motín, señor Hayden? —preguntó otro.

—No sé qué decirle, señor. Acompañé a los trozos de abordaje para tomar la embarcación enemiga y dejé que el señor Landry y los infantes de marina se asegurasen de que los hombres permanecieran en sus puestos. Después, el señor Hawthorne, teniente de infantería de marina, admitió que no podía tener la seguridad de que el incidente no se hubiese debido a la antipatía de un grupo de hombres por otro, puesto que discutieron entre ellos y hubo muchos juramentos y empujones.

—¿Y en qué quedó el asunto? ¿Qué hizo el capitán Hart? ¿Fueron castigados esos hombres?

—Por lo visto se infligieron castigos, señor, pero yo no me hallaba en la Themis cuando se produjeron, puesto que en ese momento me encontraba a bordo de la presa.

—Ha tenido usted mucha suerte con sus ausencias, señor Hayden —comentó Bainsbridge—. Está diciendo, señor, que en el momento en que se produjeron ambos incidentes que acaba de mencionar, la Themis estaba bajo su mando.

—No, señor. El capitán Hart se hallaba al mando, yo únicamente me limité a cumplir con mi labor de primer teniente.

—Creo que hace usted una distinción muy sutil. El capitán Hart se encontraba indispuesto y usted, en todos los aspectos menos en el título, comandaba el barco. —Bainsbridge se volvió hacia Duncan—. Ya he oído todo cuanto tenía que contarme este hombre.

Hubo una pausa.

—Si no hay más preguntas… —dijo el almirante Duncan, y se apresuró a añadir—: Que el señor Hayden vuelva a su asiento.

Los capitanes que integraban el tribunal asintieron.

—Gracias, señor Hayden. Puede retirarse.

El abogado de la defensa levantó la vista de la documentación.

—¿Anoto el nombre del señor Hayden entre los oficiales acusados por la pérdida de la Themis, señor?

La pregunta tomó por sorpresa al almirante, que por un momento pareció desconcertado.

—Está claro que debería ocupar su lugar entre los hombres a quienes juzga este tribunal —aseguró Bainsbridge—. Tuvo el mando del barco casi durante tres meses antes de que se produjese el motín, y tan sólo un golpe de suerte le impidió hallarse a bordo cuando la dotación se rebeló contra los oficiales. La justicia exige que asuma parte de la responsabilidad por lo sucedido.

—Creo que no existe precedente para acusar a un hombre que no se encontrara presente en un barco en el momento de un motín —objetó Gardner, encarándose a Bainsbridge—. Y no me cabe duda de que ello sentaría un peligroso precedente. ¿Habría oficiales que decidirían descargar toda la culpa en los hombros del desdichado que hubiese tenido el mando en un momento pretérito? Según el testimonio del teniente Hayden, está claro que existía un clima de descontento a bordo de la Themis antes de que fuese siquiera destinado a servir en ese barco; tendremos que admitir que los asesinatos y las palizas no apuntan precisamente a un clima de armonía.

La réplica de Gardner desencadenó un encendido debate, pero el almirante Duncan se impuso para llamar al orden.

—Tendré en cuenta la recomendación de que incluyamos al teniente Hayden entre los acusados, pero, como bien ha señalado el capitán Gardner, esta decisión no debe ser tomada a la ligera. No obstante, si en el transcurso del juicio salen a la luz más pruebas de que Hayden contribuyó en gran medida a la discordia entre los tripulantes, me veré obligado a anotar su nombre entre los oficiales acusados. —Duncan hizo un gesto al abogado de la defensa—. Continuemos, señor Sheridan.

Así las cosas, Hayden se sentó de nuevo entre Wickham y Muhlhauser. Hubo un breve receso en la sesión, que el inventor aprovechó para susurrarle:

—Bien dicho, señor Hayden.

Landry fue el siguiente en comparecer. El menudo teniente ocupó su lugar, sujetando con mano temblorosa su relato de lo sucedido durante el motín.

—Señor presidente, caballeros —empezó con una voz que se antojaba tan trémula como su pulso—. En la noche del seis de octubre dormía en mi cabina cuando el guardiamarina Hobson irrumpió en la cámara de oficiales para anunciar a voz en grito que la dotación se había amotinado. Salté del coy y me dispuse a interrogar a Hobson cuando oí un primer disparo de mosquete, inmediatamente seguido por otro. El señor Hawthorne, teniente de infantería de marina, despertó al mismo tiempo y, tras empuñar pistola y espada, salió de la cámara de oficiales. Los guardiamarinas entraron entonces y ordené que uno de ellos registrara los camarotes de todos los oficiales en busca de armas. Encontramos un par de pistolas en la del tercer teniente Archer, y un soldado se nos unió armado con su mosquete. Casi de inmediato fuimos asaltados por los amotinados, que empezaron a hostigarnos con fuego de mosquete. Apilamos el mobiliario ante la puerta de la cámara y el mamparo, para reforzar el escaso grosor del tablonaje. Practicamos algunos agujeros a través de los cuales pudimos disparar hasta que se nos acabó la pólvora, momento en que los amotinados, que se habían reunido ante la puerta, cargaron sobre nuestra posición y, tras una escaramuza, lograron irrumpir en la estancia. Allí luchamos con alfanje y cuanto pudimos aprovechar como arma, incluso las patas de los muebles, pero no tardaron en reducirnos. Muchos estábamos heridos y habíamos sufrido dos bajas mortales: el guardiamarina Albert Williams y el cabo de infantería de marina Davidson. Antes de subirnos a la cubierta nos propinaron golpes y patadas. Muchos tripulantes fueron obligados a tumbarse bocabajo en los portalones, donde sufrieron vejaciones por parte de los amotinados, enardecidos por la reciente lucha. Nos lo hicieron pagar caro: no sólo por habernos resistido, sino por la muerte de sus camaradas. Entonces los amotinados discutieron sobre qué hacer tras la toma del barco. Seguían discutiendo cuando Bill Stuckey y otros ataron al capitán a un enjaretado y lo azotaron sin piedad. Me habían inmovilizado y se disponían a hacer lo mismo conmigo, cuando el marinero de primera Peter Aldrich apareció en cubierta y les ordenó que se detuvieran. Poco después nos vimos en los botes, abandonados a la deriva.

Landry levantó la vista de la declaración que había escrito y dedicó a los capitanes aquella mirada suya tan característica de perro apaleado, quizá más acusada en esa ocasión.

—Señor Landry, ¿tuvo usted motivos para sentirse satisfecho de la conducta de todos los hombres con quienes convivía en la cámara de oficiales? —empezó Bainsbridge—. ¿Ninguno de ellos se arrugó al enfrentarse a los amotinados?

—Todo lo contrario, señor. Lucharon con coraje y denuedo. Acabamos con bastantes amotinados y creo que habríamos resistido en la cámara de oficiales un tiempo más de no habérsenos acabado la pólvora. Williams y Hobson destacaron por su coraje, al igual que Davidson, un cabo de la infantería de marina.

—¿Podría contarnos quién lo acompañó en la cámara de oficiales durante el combate?

—El señor Barthe, piloto de derrota; Davidson, a quien ya he mencionado; el doctor Griffiths y los guardiamarinas Hobson, Madison y Albert Williams, quien pereció en la riña. Ah, y el señor Muhlhauser, que trabaja en la Junta de Artillería.

—¿Un total de ocho personas?

—En efecto, señor.

A Gardner no pareció interesarle mucho el rumbo del interrogatorio.

—Acaba de declarar que el marinero de primera Aldrich subió a cubierta y ordenó el cese de los castigos físicos. ¿Recuerda cuáles fueron sus palabras? —preguntó.

—No exactamente, señor. Creo que dijo que no debía castigarse a nadie de la tripulación, y que de ninguna manera debían hacerlo en su nombre.

—¿Pero les ordenó dejarlo, o les comunicó su deseo de que dejasen de hacerlo? —preguntó Gardner.

Landry se mostró incómodo y miró a sir Hubert, que permanecía sentado con el rostro inexpresivo.

—Supongo que dijo algo a medio camino entre una cosa y otra, señor.

—En tal caso, ¿imploró el cese de los castigos?

—Sí, señor. Diría que lo que hizo fue implorar.

—Y después se desmayó, ¿verdad?

—Así fue.

—¿Opina usted que Aldrich fue uno de los cabecillas del motín o estuvo involucrado de algún modo en el mismo y, en caso afirmativo, qué le lleva a pensar de ese modo?

—Supongo que esa opinión se debe a que Bill Stuckey no permitió que Aldrich embarcase en los botes cuando los guardiamarinas se lo pidieron. Stuckey dijo que Aldrich era uno de los suyos.

—Pero nadie preguntó a Aldrich si deseaba acompañarlos.

—Que yo sepa, no, señor.

—Entonces es imposible saber qué habría respondido, ¿no le parece?

—En efecto, señor.

El almirante Duncan, que había guardado silencio hasta el momento, levantó la mirada.

—Señor Landry, tenga la amabilidad de contarnos qué papel desempeñó usted en la defensa de la cámara de oficiales.

Antes de responder, Landry basculó el peso del cuerpo.

—No teníamos suficientes armas de fuego para todos, señor, así que me dediqué a cargarlas para quienes disparaban.

—Muy loable. ¿A quiénes se refiere?

—Para empezar, a Davidson, Williams y Hobson, señor, y luego al señor Barthe y al doctor Griffiths.

—Comprendo. ¿Fue durante esta refriega cuando el señor Williams perdió su joven vida y el cabo de infantería de marina sufrió el mismo destino?

—Así fue, señor.

—De modo que disparar las armas era la labor más peligrosa.

Landry asintió.

—Permítame preguntar, teniente Landry, por qué usted, el oficial de mayor antigüedad de los presentes en la cámara, no se puso en primera línea. ¿No sería ése el lugar adecuado para un oficial, en lugar de ocuparlo un guardiamarina o el cirujano del barco?

Landry tuvo la decencia de mostrarse incómodo ante el derrotero que tomaba el interrogatorio.

—Sencillamente así sucedieron las cosas. Yo estaba ocupado apilando los muebles con el propósito de improvisar una barricada para protegernos, y cuando hube terminado las armas ya se habían distribuido. Entonces hice cuanto estaba en mi mano para colaborar con quienes disparaban. Cuando los amotinados irrumpieron en la cámara de oficiales, empuñé el alfanje y luché codo con codo junto a los demás. Creo que quienes estuvieron en la cámara atestiguarán que cumplí con mi deber y no me arredré ante el peligro, señor.

—Permítame preguntar, señor Landry, si percibió usted indicios de descontento en la tripulación de la Themis antes de que el señor Hayden llegase a bordo. ¿O acaso el malestar que más tarde desembocaría en el motín se fraguó después de que el teniente Hayden ocupase el puesto?

Landry hundió en el cuello la diminuta barbilla, sin mirar a izquierda o derecha.

—Debo decir que todo empezó en las semanas que el señor Hayden tuvo el mando del barco en Plymouth, señor.

La frente de Hayden se perló de sudor al tiempo que la ira lo embargaba momentáneamente. Se preguntó qué le había empujado a suponer que al fin Landry había encontrado la hombría.

—Si tiene usted la amabilidad, señor Landry, ¿podría elevar el tono de voz para que quienes ya no estamos en la flor de la juventud podamos captar sus palabras? —pidió el almirante Duncan.

—Discúlpeme, señor. Creo que el descontento empezó después de que el señor Hayden asumiese el mando en Plymouth.

Los miembros presentes de la tripulación prorrumpieron en murmullos y se rebulleron en los asientos.

—Si se me permite, almirante Duncan —dijo Gardner, algo irritado—, aquí no juzgamos la conducta del teniente Hayden. Creo que se trata de una estratagema para desviar la atención de los caballeros a quienes se ha convocado a juicio.

—Aún está por ver si el teniente Hayden será acusado de los mismos cargos, capitán Gardner —repuso Duncan, para visible satisfacción de Bainsbridge y otros capitanes.

Gardner elevó la vista al techo y luego volvió a volcar toda su atención en Landry.

—En tal caso, permítame preguntarle lo siguiente, señor Landry: ¿cómo explica el asesinato de un miembro de su dotación semanas antes de que el señor Hayden llegase a bordo, por no mencionar la paliza que recibió un marinero el mismo día que el teniente asumió su puesto?

—El asesinato fue un asunto personal, un asunto lamentable, aunque no es la primera vez que sucede algo así en la Armada. Respecto a la paliza, no sabemos quién fue responsable, señor.

—El señor Hayden ha declarado que dos desdichados hicieron circular una petición e intentaron convencer a la dotación para evitar que se hiciese a la mar. Hayden opina que los futuros amotinados perpetraron ambos ataques.

—Ésa es la opinión del señor Hayden, señor. Mi parecer es muy otro.

Por un instante, el tribunal se quedó perplejo. Entonces, McLeod se volvió hacia el segundo teniente.

—¿Creía usted, señor Landry, que había marineros dispuestos a amotinarse?

Landry titubeó.

—Responda sí o no, señor Landry —ordenó el almirante.

—No, señor, no creía tal cosa.

—¿Ni siquiera tras los problemas habidos con la dotación cuando partieron de Plymouth y, posteriormente, en Brest? —se apresuró a preguntar Gardner.

—No, señor, ni siquiera tras los problemas que hubo.

—Pero fue usted quien informó que el señor Aldrich había estado leyendo a la dotación panfletos que exponían abiertamente los ideales revolucionarios.

—Fui yo, sí.

—Si no le preocupaba, ¿por qué informó de ello al capitán?

—Me preocupaba, señor.

—¿Cómo lo descubrió, señor Landry?

—No lo recuerdo, señor.

—Un hombre fue castigado porque usted informó acerca de sus actividades, señor Landry. Seguro que recuerda cómo descubrió ese delito.

—Creo que me lo contó el señor Hayden, señor.

—Pero el primer teniente ha declarado que no le dijo a usted nada al respecto, señor.

Landry titubeó.

—Señor Landry…

—Creo que el señor Hayden se equivoca, señor.

—Ah. ¿Cree usted que el señor Hayden tiene por costumbre olvidar las conversaciones que mantiene, señor Landry?

—No, pero ésta sí la ha olvidado.

—¿Y qué hicieron con los panfletos?

—No lo sé, señor. El señor Hayden me dijo que se los había requisado al señor Wickham, pero más tarde descubrimos que habían desaparecido del baúl del primer teniente, donde los había guardado.

—Quizá acabaron en el mismo lugar que el cuaderno de bitácora del piloto de derrota.

—No sé a qué se refiere, señor.

El tribunal guardó silencio. El testimonio aportado por Landry estaba plagado de contradicciones. Hayden tuvo dificultades para interpretar la reacción de los miembros del tribunal, todos los cuales eran caballeros duchos en el arte de disimular sus emociones ante la tripulación.

—Si no hay más preguntas por el momento, daré permiso al señor Landry para retirarse.

Todos los capitanes asintieron.

—Gracias, señor Landry —dijo Duncan—. Puede usted volver a su asiento, aunque nos reservamos el derecho de llamarlo de nuevo a declarar, y también tendrá usted ocasión de hablar en su propia defensa si las circunstancias lo requiriesen. Escuchemos al teniente Archer.

El joven oficial ocupó el puesto que había dejado vacante Landry. Parecía el más tranquilo de todos, pese a ser el menos experimentado. Hayden se preguntó si la falta de entrega de Archer en la carrera que había escogido influía en ello. Al igual que el resto de los oficiales, Archer leyó en voz alta su declaración de lo sucedido en el alcázar, un relato que Hayden había escuchado en más de una ocasión por boca de Hawthorne y que siempre le dejaba un regusto amargo.

Cuando Archer terminó, confió la declaración a manos del auxiliar y siguió de pie, aguardando las preguntas que pudieran formularle.

—Señor Archer, por favor, no ha mencionado usted el número, de amotinados que los acorralaron en el alcázar.

—Estaba oscuro, señor, y es difícil tener la certeza. El primer grupo que vi en el portalón constaba quizá entre doce y catorce hombres, pero en ese momento había jaleo a proa y algunos se encaramaron al aparejo sin tener motivos para ello, lo que me hace sospechar que también éstos eran amotinados. Quizá veinte o veinticuatro hombres en cubierta, todos armados. La mayoría de los marineros que estaban de guardia hicieron poco o nada para resistirse a ellos, señor. Algunos posiblemente se unieron a los amotinados, de modo que nos superaban en número, puesto que éramos quince, contando a los tres muchachos.

—De esos quince, ¿cuántos fueron asesinados o resultaron heridos, señor Archer?

—El señor Bentley, de la infantería de marina, murió, igual que Cooper y Joyce. Dos de los tres jóvenes perecieron; a uno lo arrojaron por la borda sin razón aparente, señor. Casi todos los demás resultamos heridos de distinta consideración.

—¿Y qué papel representó usted en la defensa del alcázar?

—Bentley fue abatido al instante, señor; yo recogí su mosquete y, con el señor Hawthorne, dirigí el ataque tan bien como pude. Tras gastar toda la pólvora de Bentley, acordamos que debíamos rendirnos, porque el barco estaba perdido y con toda seguridad acabaríamos siendo asesinados si nos empecinábamos en la defensa.

—¿Los maltrataron tal como han declarado los demás, señor Archer?

—No tanto, señor, aunque al segundo del armero le dieron una buena paliza.

—Señor Archer, ¿podría repasar los listados que su capitán nos ha entregado y decirnos si sabe de alguna persona que, a su juicio, haya sido injustamente acusada, o que sea culpable de haber tomado parte en el motín y no figure su nombre entre quienes se rebelaron?

Confiaron los listados a Archer, quien los leyó con suma atención. Mientras estaba enfrascado en ello se registró cierto bullicio en la puerta y, apenas un instante después, uno de los centinelas de la infantería de marina entregó un paquete al señor Barthe, quien fue incapaz de disimular la sorpresa que se adueñó de él al abrirlo.

«Benditos sean Worth y sus dedos ágiles», pensó Hayden.

—Bueno, señor —dijo Archer al cabo de un momento—. Coincido con el señor Hayden en que Aldrich no figuraba entre los amotinados, y que éstos dejaron el gato de nueve colas debido al gran aprecio que les inspiraba, y no porque fuera su cabecilla. En la lista de amotinados figuran varias personas cuya pertenencia a este grupo no puedo confirmar o negar, puesto que no los vi ni armados ni defendiendo el barco contra aquéllos. Bates, el ayudante del cocinero, no fue visto armado, pero siempre hacía lo que mandaba Stuckey, aunque a menudo pensé que era porque le temía, puesto que además de joven era muy asustadizo; en su defensa diré que sólo es un muchacho. Por lo demás, la lista me parece correcta, señor.

—Teniente Archer, ¿el descontento en la dotación de la Themis se remonta a antes de la llegada a bordo del señor Hayden? —preguntó Gardner.

—No puedo decir que, estando bajo el mando del teniente Hayden, la disposición de los tripulantes experimentase cambios, señor.

—Pero no ha respondido a mi pregunta, teniente. Permítame formularla de otra forma. Dígame con precisión cuándo empezó la dotación de la Themis a dar muestras de descontento.

—No fui consciente del descontento de la tripulación hasta la noche en que estalló el motín, señor —confesó Archer, avergonzado.

—Señor Archer, un hombre fue asesinado y a otro le propinaron una brutal paliza, ¿y usted me dice que no pensó en la posibilidad de un motín a bordo? —preguntó Gardner, entre molesto y desconcertado—. ¿Y qué me dice de los incidentes registrados en Plymouth y Brest? ¿No le parecieron poco comunes? ¿No lo alertaron?

Las siguientes palabras de Archer fueron pronunciadas entre carraspeos.

—En Plymouth, señor, los hombres ocuparon sus puestos en cuanto el señor Hayden se encargó de todo. Y en Brest tuve la impresión de que la cosa no pasaba de ser una pelea entre dos grupos de marineros, señor, nada más. El capitán Hart ordenó castigar a algunos de ellos y pensé que esa medida bastaría para zanjar el asunto.

Uno de los capitanes decidió tomar la palabra.

—Los hombres que el capitán Hart ordenó castigar, ¿se sumaron después a los amotinados?

—Algunos, pero no todos.

Como no hubo más preguntas para el teniente, Archer obtuvo permiso para retirarse, aunque la impresión de muchos de los capitanes fue que sus respuestas no habían sido satisfactorias.

Barthe fue el siguiente en comparecer y se apresuró a ocupar su puesto, ruborizado de enojo. Puesto que Hayden lo conocía, reparó en que estaba muy irritado. El antiguo teniente, que en el pasado había comparecido en un proceso similar que acabó con su carrera, adoptó de pronto una expresión a medio camino entre el miedo y el resentimiento. Barthe empezó leyendo su declaración, un relato que a esas alturas resultaba familiar a todos los presentes. Leyó en voz alta los pormenores de la defensa de la cámara de oficiales y los posteriores abusos sufridos en cubierta. Barthe, un oficial querido por la dotación, no había sufrido maltratos.

—Señor Barthe, debo empezar preguntándole por el desaparecido cuaderno de bitácora —dijo Duncan, indignado—. Este hecho apunta a un descuido grave de sus obligaciones. ¿Puede decir algo que lo justifique?

—Me robaron el cuaderno de bitácora de la cabina, señor, pero acaban de devolvérmelo intacto. —Barthe levantó el libro en cuestión, que acto seguido puso en manos del auxiliar.

Hayden observó atentamente la expresión de Landry cuando el piloto de derrota anunció la recuperación del cuaderno. Ése fue uno de los momentos de mayor satisfacción en toda su carrera de oficial: el teniente se hundió en la silla, moviendo las manos y boqueando como si fuese a hablar o inspirar profundamente. Por su parte, Hart no pareció asimilar el alcance de aquel instante. Sin embargo, poco a poco fue comprendiendo que todas las veces que se había negado a trabar combate con el enemigo habían quedado inmortalizadas en el cuaderno de bitácora del señor Barthe, por circunspecto que fuese el lenguaje, así como cada muestra de negligencia en el cumplimiento del deber. Quizá lo más escandaloso para ambos oficiales fue comprender que alguien había sabido dónde buscar el libro y lo había recuperado. Si esto salía a la luz durante el consejo de guerra no habría posibilidad de salvación. Por un instante, Hart no pudo apartar la vista del libro: fue como si estuviese considerando la posibilidad de abalanzarse sobre él.

—Señor Barthe, ¿cómo es posible que ese cuaderno de bitácora, documento de importancia singular, haya desaparecido? —preguntó uno de los capitanes—. ¿Y cómo es posible también que lo haya recuperado en este momento?

—Tal como les he dicho, señor, el cuaderno de bitácora fue sustraído de mi cabina sin mi permiso ni conocimiento. Respecto al hecho de haberlo recuperado, debo admitir que me ha sido entregado sin explicación alguna. No sé de dónde ha salido.

A pesar de que esta respuesta provocó cierta reacción entre los capitanes, ninguno se mostró particularmente impresionado con lo sucedido.

—Esto es muy irregular, señor Barthe —protestó Bainsbridge.

—Y créame que lo lamento mucho, señor, pero no puedo ofrecerles una explicación más satisfactoria.

Los capitanes cruzaron miradas.

—Esperemos que pueda hacerlo en el futuro —dijo el almirante—. Pero por ahora continuemos. Si le parece, insistiré en las preguntas que ya he formulado a sus compañeros. ¿Abrigaba usted alguna sospecha de la existencia entre la dotación de personas que conspirasen para organizar un motín?

—Así es. —Barthe basculó el peso del cuerpo para adoptar una actitud más aguerrida.

—Señor Barthe, tenga la amabilidad de explicarnos qué le llevó a pensar tal cosa.

—Cuando en verano estuvimos fondeados en la bahía de Plymouth, a nuestro regreso de una travesía de dos meses, corrieron rumores de que la dotación se negaría a dar la vela si el barco seguía al mando del señor Hart, y que remitirían una petición al almirante al mando del puerto solicitando la sustitución del capitán.

Estas palabras causaron un gran revuelo tanto entre los miembros del tribunal como entre los espectadores.

—Polémica acusación, señor Barthe —opinó Bainsbridge—. ¿Cómo llegó a usted dicho «rumor»?

—Un infante de marina me puso al corriente, señor. Davidson.

—¿No fue ése el hombre que pereció en la defensa del barco?

—El mismo, señor.

—¿Le contó cómo se enteró él de la existencia de esa petición, señor Barthe? —preguntó Gardner.

—Tenía amistad con buena parte de la marinería, señor. Hablé de ello con el señor Landry y algunos oficiales, pero acordamos no decir nada hasta haber averiguado más cosas.

—De modo que usted no informó al capitán cuando éste regresó a bordo, ni puso al corriente al primer teniente Hayden cuando éste asumió el mando.

Barthe miró a Hayden y antes de responder inspiró profundamente.

—No, señor.

—¿Y por qué no lo hizo, señor Barthe?

—No era más que un rumor sin fundamento. Cuando regresó el capitán, la dotación dio la vela con algún que otro gruñido, señor, así que tuve la impresión de que habíamos superado la crisis. Por otra parte, decidí no transmitir mis sospechas al teniente Hayden porque, al ser nuevo en el barco, no conocía lo suficiente a la tripulación para encarar el problema.

—¿Fue usted informado de por qué la dotación estaba dispuesta a adoptar la drástica medida de ponerse en contacto con el almirante al mando del puerto para destituir al capitán Hart?

—Porque la dotación consideraba al capitán Hart un tirano, señor, y también porque creían que se arredraba con facilidad.

—¿Que se arredraba con facilidad, señor? —intervino Gardner, mirando a Barthe por encima de las gafas—. ¿El capitán Hart? ¿Por qué diantre iban a pensar tal cosa?

—Almirante Duncan —interrumpió uno de los capitanes, antes de que Barthe acertase a responder—, ¿vamos a permitir que un sinfín de rumores pongan en entredicho el carácter del capitán sir Josiah Hart? Su hoja de servicios es intachable, y más de un capitán combativo ha tenido dotaciones bajo sus órdenes que lo han acusado de tirano, capitanes que únicamente querían mandar un barco de primera y trabar combate con el enemigo. Me atrevería a decir que todos nosotros hemos sido víctimas de estos mismos rumores en un momento u otro. Sin embargo, de los testimonios de estos oficiales se deriva que la información que ocultaron al capitán le habría permitido resolver el asunto de esos amotinados, antes de que sus radicales ideales se extendieran al resto del barco. Si los señores Barthe y Hayden hubiesen tenido suficiente sentido común para mantener informado a su capitán, tal vez se habrían evitado estos desafortunados sucesos, lo que entre otras cosas habría supuesto un ahorro en vidas humanas. Diría que los oficiales del capitán Hart no le sirvieron de la manera apropiada.

Se oyó la campana del barco y el almirante se asomó al ventanal de popa, sorprendido quizá de la rapidez con que había transcurrido el tiempo.

—Dejémoslo por hoy. Mañana retomaremos la sesión con el testimonio del señor Barthe y la mente más despejada —anunció el almirante.

El rato que tardó el bote en llevarlos de vuelta a la Themis lo pasaron en silencio, quizá debido a que los oficiales preferían no hablar del asunto en presencia de los remeros. Nada más subir a bordo de la fragata se reunieron en la cámara de oficiales y todos, excepto el señor Barthe, se sirvieron un oporto. El despensero y los sirvientes se retiraron, y un alterado Barthe echó a andar de un lado a otro, tres pasos arriba tres pasos abajo, ante el eje del timón.

—¡Bueno, tenía que decirlo! —exclamó, consciente del humor de sus compañeros—. Los marineros hablaban del motín mucho antes de que emprendiéramos el viaje. Ahora saldrá todo a la luz. ¡Sir Josiah Hart! ¡Nombrado caballero por su notoria cobardía!

—Tranquilícese, señor Barthe —advirtió Griffiths. El doctor parecía muy preocupado, y su actitud moderada se había revestido de una cautela más palpable de lo habitual—. Aunque debo felicitarlo por su honestidad, creo que Hart y Landry hicieron lo posible por culparlos a usted y al señor Hayden del motín. No estoy seguro de lo que sucederá mañana, porque al haber dos bandos con ideas tan opuestas, los capitanes que conforman el tribunal se verán obligados a dar con la verdad movidos por el instinto, lo cual no me parece la situación más deseable: me temo que la naturaleza los empujará a dar la razón a uno de los suyos.

—Digo yo que los capitanes serán conscientes de que sir Josiah Corazón Débil intenta preservar su espléndida reputación recién adquirida —opinó Hawthorne con repugnancia.

—¿Por qué el señor Hayden y el señor Barthe iban a ser menos? —preguntó a su vez el cirujano—. Si el almirante Duncan decide incluir al señor Hayden entre los acusados por la pérdida de la Themis, no me cabe duda de que las cosas se torcerán para ambos —dijo mirando a Barthe y a Hayden—. Está claro que Hart se ha asegurado varios partidarios en el tribunal, y me atrevería a decir que incluso el almirante Duncan cuenta con el afecto de la familia de la señora Hart.

—Yo estoy muy decepcionado con el abogado de Hart —comentó Hawthorne—. Creí sinceramente que Hart declararía que no tuvimos indicios de que la dotación planease levantarse en armas. Está claro que ha sido un ardid para endilgarnos el muerto.

—Si usted hubiera visto la cara que puso el consejero legal de Hart cuando al bueno de nuestro capitán se le ocurrió culpar de todo al señor Hayden, creo que tendría otra opinión —aseguró Wickham—. No; culpar a otros del descontento de la dotación fue idea de Hart, eso seguro.

En esa ocasión fue Hayden quien se levantó y empezó a pasearse de un lado a otro.

—Cuando nos llevaron al buque del almirante, no imaginaba que corría peligro —dijo. Sintió que se le revolvía el estómago y le subió a la boca un regusto agrio.

—Se lo advertí, señor Hayden —recordó Griffiths—. Le advertí de las amenazas de Hart cuando estaba bajo mis cuidados. Dijo que cuando volviera a Inglaterra se encargaría de usted.

—Yo esperaba que removiera tierra y mar para echar a perder mis perspectivas de ascenso, pero jamás me pasó por la cabeza algo como esto. ¿Alguno de los presentes ha oído mencionar que en el pasado se juzgase por la pérdida de un barco a alguien ausente durante los hechos?

Nadie había oído nada semejante.

Al ver la preocupación plasmada en el rostro del cirujano, Hayden hizo un esfuerzo por sentarse, aunque no sin dificultad, pues estaba muy alterado.

Hawthorne apoyó los brazos en la mesa y se inclinó.

—Hart está desesperado por preservar su nombre. No creo que vacile en echar a los perros a Landry, su mascota, si cree que con eso puede salvarse.

—¿Han oído lo que se dice? —preguntó Archer en voz baja—. Hablé con un teniente que sirve a bordo del barco del almirante y me contó que asignarán a Landry a un buque insignia. Landry, ¿se lo imaginan?

Se produjo un murmullo generalizado, acompañado de gestos contrariados.

—Fui idiota al creer que ese pusilánime había recuperado la hombría —se lamentó Hayden—. Por lo visto tenía un precio, tal como suele decirse.

—¡Cobarde! —masculló Barthe, y volvió a deambular nerviosamente por la cámara.

—La andanada verbal de Landry infligió el daño esperado. —El doctor daba golpecitos con un dedo en la mesa—. Las intenciones de ese hombre… ¿Cómo se llamaba el capitán al que le faltaba una oreja?

—Bainsbridge, doctor.

—Ah, sí, Bainsbridge. Fue él quien dijo que los oficiales del capitán le habían hecho un flaco favor al tenerlo en la inopia respecto al descontento de la dotación y sus planes para rebelarse. También aceptó como verdad irrefutable que la discordia a bordo de la Themis empezó cuando el señor Hayden estuvo al mando, tal como declaró Hart. El será absuelto, mientras que ustedes, señor Barthe y señor Hayden, recibirán una reprimenda. Eso es lo que sucederá, y lamento mucho decirlo, pero no veo la forma de darle la vuelta a este asunto.

Hayden se contuvo para no levantarse de nuevo.

—Pero ¿les permitirá Duncan incluirme entre los acusados? Sentaría precedente para futuras causas y las abriría a toda clase de tretas. ¿Por qué no culpar a los anteriores oficiales de todos los males, del estado del barco, de la falta de empuje de la dotación?

—Me temo, señor Hayden, que subestima usted la influencia de sir Josiah Hart. Por ruinoso que sea se sentará el precedente, si eso sirve a los intereses de nuestro valiente capitán.

—Pero el señor Barthe y el señor Hayden no son los únicos a los que el capitán Hart ha puesto en peligro —intervino Wickham, quien a juzgar por el tono de voz no podía estar más preocupado—. Sea cual sea el precio, debemos asegurarnos de poner a salvo al señor Aldrich.

—El señor Wickham tiene razón —acordó Griffiths—. Cuando Hart lo interrogó, a Aldrich no se le ocurrió negar que tuviera esos panfletos. Es demasiado honesto incluso para su propio bien. Por supuesto, puede demostrarse más allá de toda duda que no tomó parte en el motín; al fin y al cabo, fue él quien impidió que Landry fuera azotado, a pesar de lo cual podría considerarse que la lectura en voz alta de los panfletos de Paine a la marinería contribuyó a la rebelión. Podría ser castigado por ello.

—Pero ya fue azotado por esta ofensa —señaló Hawthorne—. Digo yo que el tribunal no sentirá la necesidad de castigarlo de nuevo.

—Esperemos que no, pero para que Hart salga indemne de ésta, otros tendrán que pagar por él. —El doctor Griffiths se mordió una uña con aire desdichado—. Así funcionan las cosas.

—Hablaré con Aldrich y le advertiré del peligro —aseguró Hayden, contento de olvidar momentáneamente sus propios apuros—. Pero como bien ha dicho el doctor Griffiths, ese hombre es demasiado honesto, y tanta franqueza no le servirá de nada ante un tribunal.

Aldrich se encontraba en la enfermería leyendo un libro. A Hayden le dio la impresión de que se había recuperado por completo, a pesar de la rígida postura y de la pena, o quizá la vergüenza, que insinuaban sus ojos, algo que hacía lo posible por ocultar.

Cuando Hayden entró y fue saludado por el segundo del cirujano y el ayudante, Aldrich se llevó los nudillos a la frente.

—¿Cómo ha ido el consejo de guerra, señor? —preguntó.

—No del todo como esperábamos, Aldrich. —Hayden se sentó en un taburete que le ofreció el ayudante del cirujano—. ¿Cómo te encuentras?

—Tan bien como de costumbre, señor. No sé por qué el doctor me ha metido de nuevo aquí.

—Me dijo que sufriste un episodio de fiebre, algo inexplicable ya que tus heridas han cicatrizado sin problemas.

—Pues yo me encuentro perfectamente —replicó Aldrich, acompañando sus palabras con un encogimiento de hombros, incómodo como cualquier hombre por el hecho de estar enfermo.

—Quizá, pero en este asunto prefiero fiarme de una opinión experta. Hablábamos del consejo de guerra…

Hayden le ofreció una detallada descripción de lo ocurrido ese día, atento a la expresión del marinero al contarle que Hart lo había mencionado como cabecilla de los amotinados. Aunque Aldrich intentó disimular la aflicción que le causaban las noticias, no lo consiguió. Quizá la carrera de Hayden corría peligro, pero Aldrich podía perder la vida si Hart lograba incluirlo entre el grupo de amotinados. De pronto, el desdichado marinero pareció enfermo de verdad.

—Pero no tomé parte en el motín, señor Hayden, tal como puede atestiguar el señor Ariss, aquí presente. No lo incité, ni siquiera hablé de rebeliones con los demás.

—Lo sé perfectamente, Aldrich, pero de todos modos el testimonio de Hart ante el tribunal te ha perjudicado, y ahora debemos ser muy cuidadosos y sacarte del grupo de amotinados. El hecho de que leyeras a la dotación los escritos del señor Paine supone un punto en tu contra, pero debemos convencer al tribunal de que no lo hiciste para mover al descontento o sublevar a la tripulación.

—En ningún momento tuve tal propósito, señor Hayden. Algunos hombres me pidieron que les leyera los panfletos porque ellos eran incapaces de hacerlo. Yo acepté encantado, puesto que soy de la opinión de que el conocimiento es edificante, señor, y nadie podía sacar más provecho de ello que la dotación de nuestro barco, buena parte de la cual, como bien sabrá usted, fue reclutada forzosamente.

—Aldrich, debes tener cuidado con lo que dices. Me temo que si usas ese lenguaje ante el tribunal correrás un gran peligro. Decir que leíste los panfletos porque te lo pidieron los demás está bien. Sería mejor, incluso, si los panfletos no te pertenecieran. Pero es una insensatez insinuar que los marineros tendrían que considerar la injusticia de su situación o criticar el reclutamiento forzoso.

—Pero la situación de la marinería en la Armada Real es injusta, tal como usted sin duda admitirá, señor Hayden. Imagine que lo apartaran de su vida en tierra y lo obligasen a servir a bordo de un barco, lejos de su familia, durante años. Privado de la compañía del bello sexo, de los placeres pequeños que todos a excepción de algunos disfrutan y conocen. Es una gran injusticia, y…

—¡Aldrich! —protestó Hayden, alzando las manos—. Si insistes en proponer ese debate acabarás en la horca. Se ha producido un motín a bordo, y de seguir por ese camino será tu perdición. Te recomiendo encarecidamente que rechaces tales ideas ante el tribunal. Tienes que decir que leíste los panfletos a la dotación porque te lo pidieron, nada más. Guárdate tus opiniones acerca de las injusticias de la Armada. Niega haber tomado parte en el motín, o incluso haber mantenido conversación alguna al respecto. Los oficiales y guardiamarinas te tenemos un gran aprecio, de modo que hablaremos en tu favor. Podemos probar que no participaste en la rebelión y que empleaste tu influencia con la tripulación para que cesaran los castigos físicos infligidos a los oficiales, por no mencionar que evitaste que la Themis saltara por los aires. Todo esto contará a tu favor y será posible librarte de todo cargo, pero si empiezas a sermonear al tribunal con tus ideas radicales, o incluso con la reforma de la Armada, desharás todo cuanto nosotros podamos hacer para salvarte. ¿Lo entiendes? Tal como están las cosas, corres el peligro de acabar ahorcado por amotinarte, gracias a la maldad de Hart. Ahora tienes que plantear una defensa muy cuidadosa; un solo paso en falso y te ejecutarán. ¿Me has entendido?

Aldrich asintió.

—Lo entiendo, señor Hayden. Tengo la debilidad de permitir que mi entusiasmo me nuble el juicio.

—Algo perfectamente aceptable cuando debates con guardiamarinas o discutes con el doctor, pero este lenguaje con los marineros, que por lo general carecen de la educación que tú posees y que pueden malinterpretarte, podría poner en tu contra a los capitanes del tribunal.

Aldrich asintió de nuevo, pero Hayden temió que no comprendiera el alcance del peligro. ¿Había sacado alguna conclusión después de que Hart mandara azotarlo? La inocencia no bastaría para protegerlo.

Hayden abandonó la enfermería más preocupado que antes, debido quizá al hecho de que tampoco su situación estaba clara. Evidentemente, Hart tenía influencia sobre algunos capitanes del tribunal, quienes habían conspirado para cargar las culpas sobre Barthe y él; el piloto de derrota ya se había sometido anteriormente a juicio y por tanto era sospechoso. Esa sola injusticia bastaba para sacarlo de sus casillas. Recordó que en una ocasión, el sentido de la equidad de Wickham, propio de patio del colegio, le había divertido. Ahora el suyo salía a la luz. En el tribunal del Almirantazgo, los cortesanos encontrarían un cabeza de turco a quien culpar de sus fracasos, y Hayden era un simple lacayo. Al menos, el primer secretario lo había tratado como tal.

Cuando alcanzó la cubierta inferior, Perseverance Gilhooly se acercó a él a toda prisa y pareció aliviado de encontrarlo.

—Un tal teniente Janes pidió permiso para subir a bordo hace un instante, señor… para verlo a usted. Está esperando en cubierta, pues ha rechazado mi invitación de aguardar en el camarote.

—Ahora mismo voy, Perse, gracias.

Hayden asomó por la escala a una noche estrellada y fresca. Encontró en cubierta al teniente Janes, el mismo que había acompañado a Hayden a la Themis el día de su inocente llegada a Plymouth. Tenía la impresión de que había pasado mucho tiempo desde entonces.

—Señor Janes. ¿A qué debo el honor?

El hombre se volvió para saludarlo e incluso a la tenue luz reinante en cubierta Hayden distinguió su semblante serio.

—Esta noche represento el papel de mensajero, señor Hayden. Desde la última vez que nos vimos, me he convertido en tercer teniente a bordo del Goliath.

—¿El barco de Gardner? —Hayden se sorprendió.

—Sí. Mi capitán me ha enviado a pedirle que tenga la amabilidad de visitarlo en el Goliath, en cuanto tenga usted un respiro.

—Por supuesto… —respondió Hayden, pillado por sorpresa.

Janes se inclinó y, en voz baja para que nadie más lo oyera, añadió:

—Con eso creo que se refería a que debe usted cruzar inmediatamente el espacio que separa los barcos en la bahía de Plymouth. Tengo el cúter a su disposición.

Hayden hizo una leve reverencia.

—Permítame cambiarme de casaca y hablar con el señor Archer. ¿Tiene alguna idea de cuál puede ser el motivo de esta reunión?

—Me temo que no.

Hayden dio por sentado que se trataba de una mentira educada.

No había transcurrido ni media hora cuando Hayden subió por el costado del Goliath y fue conducido de forma apresurada a la cabina de Gardner, una estancia asombrosamente decorada, donde no sólo encontró al capitán del Goliath, sino a otros tres capitanes que formaban parte del tribunal: McLeod, North y Spencer. Los cuatro oficiales se hallaban sentados a una mesa de la que Hayden supuso se habían retirado hacía poco los restos de la cena. Había copas de vino y oporto, así como tazas de café, al igual que una serie de libros encuadernados, entre los cuales Hayden distinguió su propio diario. De no haber tenido la certeza de que Gardner era amigo de Philip Stephens, le habría inquietado que lo invitaran al barco en tales circunstancias, pero las emociones que predominaban en él eran la curiosidad y la sorpresa.

En lugar de la jovialidad que era de esperar por parte de aquellos oficiales que acababan de disfrutar de una cena regada con vino, se encontró a cuatro solemnes caballeros, todos desconcertantemente sobrios. Gardner se levantó en cuanto Hayden entró en la estancia.

—Señor Hayden, quiero agradecerle que se haya avenido a acercarse esta misma noche, y disculparme también por haberle avisado con tan poca antelación. Por favor, tome asiento. Ha tenido ocasión de conocer a estos caballeros esta misma mañana, pero permítame las presentaciones de rigor.

Hayden hizo unas leves reverencias a medida que Gardner fue diciéndole el nombre de los capitanes, y luego aceptó la silla que se le ofrecía. No había músicos ni sirvientes en la cabina, por lo que el teniente dedujo que los capitanes habían estado debatiendo asuntos delicados. No era necesario preguntarse de qué se trataba.

—Señor Hayden, permítame serle totalmente franco: tenemos la esperanza de que pueda ayudarnos a comprender los sucesos producidos en la Themis. Quiero dejar claro que no tiene usted la obligación de hablar con nosotros de este asunto. No está usted acusado de delito alguno; de lo contrario esta conversación no podría tener lugar fuera de la sala de justicia. ¿Querrá usted responder a unas preguntas?

Hayden sintió las miradas de aquellos hombres formidables y se le secó la boca.

—Es difícil, capitán Gardner, aceptar de antemano, puesto que desconozco la precisa naturaleza de dichas cuestiones.

—Guardan relación con ciertas discrepancias existentes entre el cuaderno de bitácora de su piloto de derrota, los diarios de los oficiales y el informe redactado por el propio capitán Hart. Señor Hayden, considero aceptable que escoja usted responder únicamente aquello que su conciencia le permita. —Miró a los presentes, que dieron a entender que coincidían con sus palabras—. Una vez llegados a este acuerdo, ¿podemos continuar?

—Sí, señor.

Los demás inclinaron de nuevo la cabeza y Gardner fue el primero en intervenir.

—En los pasados meses, ha firmado usted a menudo el cuaderno de bitácora del señor Barthe; más a menudo, de hecho, que el capitán, pero aun así, señor Hayden, debo preguntarle si este cuaderno es fiel a los hechos.

—Que yo sepa lo es, señor.

Los capitanes se rebulleron en sus asientos. Más allá de los ventanales de la galería de popa llegó un murmullo ahogado, acompañado por el susurro de los remos de un bote que cruzaba la popa, y luego, en las entrañas del barco, un violín entonó una melancólica tonada.

—Cuando apresó usted el transporte en Brest, el capitán Hart se hallaba indispuesto en el coy. ¿Correcto?

—Sí, señor, hasta poco después de que efectuásemos el disparo de advertencia.

—¿Y es cierto que el capitán Hart ordenó el regreso de todos los botes, cuando éstos se disponían a abordar la presa?

Hayden se preguntó en qué diario figuraba eso. Miró uno a uno a los capitanes. Le estaba pidiendo que admitiera que había desobedecido una orden directa de su capitán.

Al reparar en que el teniente no las tenía todas consigo, Gardner levantó una mano.

—No tema, señor Hayden. Nada de cuanto diga aquí será utilizado contra usted. Tiene mi palabra.

Hayden inspiró profundamente.

—Sí, señor. El capitán Hart ordenó que los botes regresaran a la Themis. —Estuvo a punto de añadir que Bourne había oído perfectamente esa orden, pero no quiso involucrar a su amigo sin contar con su permiso. Hayden recordaba que Bourne no había incluido tal información en la carta que remitió al Almirantazgo.

—Y cuando acudió usted en ayuda del capitán Bourne, después de que éste se enfrentara a la Dragoon en Belle-Île, ¿actuó usted por iniciativa propia o por una orden directa del capitán Hart?

—Por iniciativa propia, señor. Creo que el capitán Bourne y el teniente de la Lucy lo corroborarán.

—Y, por último… ¿le ordenó Hart perseguir a la Themis, después de subir a los náufragos a bordo de la Dragoon? Me refiero a después del motín.

—No, señor. No me ordenó tal cosa.

—¿Tomó usted la decisión?

—En efecto, señor.

—¿Le aconsejó el capitán Hart que lo hiciera? Tuvo que transmitirle ánimos, bendecir la empresa que se había propuesto usted…

—Lamento decir que no me transmitió precisamente palabras de ánimo.

Los capitanes se miraron, incapaces de disimular la creciente inquietud que los embargaba. Nadie quería exponer en voz alta que Hart, para su infamia, había ordenado que la Dragoon volviera a Plymouth y que incluso había intentado arrebatar a Hayden el mando de la presa, pero estaba claro que todos lo pensaban, aunque no quisieran creer tal cosa de un compañero de armas.

McLeod tomó la palabra.

—Señor Hayden, poco después de que partieran de Torbay, parece ser que avistaron dos embarcaciones desconocidas, pero que surgió cierto desacuerdo entre los oficiales respecto a su naturaleza. Si se lee entre líneas el relato que el piloto hace del suceso, cabría deducir que probablemente se trataba de transportes y no de fragatas enemigas. ¿Cuál era su opinión?

Hayden sostuvo la mirada del oficial.

—Capitán McLeod, yo estaba convencido de que eran transportes. Al vernos, viraron para poner rumbo a El Havre, lo cual no creo que hubiesen hecho tan rápidamente dos fragatas, dada su superioridad numérica.

McLeod parecía una olla a punto de estallar. Habló poco a poco y con gran claridad.

—¿No les dieron caza, para asegurarse?

—El capitán Hart ordenó poner rumbo a Brest.

McLeod negó con la cabeza y cerró momentáneamente los ojos.

—Mi última pregunta, señor Hayden —dijo, centrándose en el teniente—. ¿Informó usted al capitán Hart de que la dotación prácticamente se había negado a dar la vela al partir de Plymouth?

—Por supuesto, señor, y él me respondió en los mismos términos que hoy ante el tribunal.

—¿Lo culpó a usted de ello?

—Más o menos, señor, sí.

—Más bien más que menos —concluyó McLeod, volviéndose hacia Spencer.

Éste parecía el más amistoso de los caballeros presentes, o si no el más hábil a la hora de ocultar sus emociones, porque miró a Hayden con una calma absoluta.

—¿El descontento entre la tripulación era manifiesto cuando subió usted a bordo del barco de Hart? ¿No le cupo duda alguna de ello?

—Ni la más remota, señor.

Spencer se había convencido rápidamente de la situación.

—En tal caso ya lo ha dicho usted todo.

Gardner se volvió hacia sus compañeros y North titubeó antes de mirar al teniente.

—Me gustaría saber, señor Hayden, cómo desapareció el cuaderno de bitácora y cómo fue recuperado.

Por un instante, Hayden se planteó responder, pero en el último momento cambió de idea.

—Fue sustraído de la cabina del piloto, pero si no le importa, capitán North, preferiría no responder al resto de esa pregunta. —Había otras personas involucradas, y si uno de esos capitanes no era lo que parecía ser, Hayden no quería poner en peligro a Worth y sus compañeros.

Gardner interrumpió a North cuando éste insistió.

—Hemos asegurado al señor Hayden que tenía la opción de no responder, y debemos respetarlo. Podemos dar por sentado que el cuaderno de bitácora fue sustraído por alguien a quien no convenía que se conociera su contenido. No considero necesario que se especifique de quién podría tratarse. —Se volvió hacia el teniente con una sonrisa—. Gracias, ha sido usted de gran ayuda. Creo que coincidirá con nosotros en que sería preferible para todos los involucrados que no comente con nadie esta conversación… —dijo y, tras asentir Hayden, añadió—: Haré que lo lleven de vuelta a su barco.

El teniente se levantó, se despidió y se dirigió a la puerta. Entonces, envalentonado por la frustración, se volvió hacia los capitanes allí reunidos.

—Señor, ¿qué sucederá mañana? El capitán Hart me ha perjudicado mucho a ojos del tribunal.

—Hay doce capitanes en el tribunal, señor Hayden, y nosotros no somos más que cuatro. A pesar de ello, haremos cuanto esté en nuestras manos para ayudarlo. Querría decir que la victoria será nuestra, pero no puedo prometerle nada. —Acarició la cubierta del cuaderno de bitácora—. Al menos, disponemos de munición.

—Tengo la impresión de que el capitán Hart cuenta también con amigos entre los miembros del tribunal.

—Es posible, pero creo que aún hay quienes están dispuestos a arriesgarse a incurrir en la ira de la familia de la señora Hart por una causa justa. Al menos, eso espero.