Capítulo 23

Un silencio peculiar, hueco, de una naturaleza indescriptible, había invadido la mente de Hayden. O quizá era la necesidad que tenía de sus habituales pautas de pensamiento, de la diaria rutina mental. El golpe en el cráneo había alterado su proceso de raciocinio habitual, fuera éste cual fuese, aunque Griffiths aseguraba que no se trataba de un estado permanente. Con el tiempo, recuperaría la claridad de pensamiento.

A la mejora de su estado mental no había contribuido un sueño recurrente en que paseaba por las calles de Plymouth vestido con la casaca de seda del capitán francés, de la que se había despojado hacía poco. Allá donde fuera, la gente lo miraba con los ojos muy abiertos y expresión de profundo desprecio. Despertar de aquel sueño era un alivio, puesto que los sentimientos que suscitaba no desaparecían con la vigilia. Le gustase o no, en cuanto caía dormido volvía a verse vestido así. El doctor Griffiths no tenía cura para eso, y Hayden únicamente podía confiar en que ese trastorno cesaría en cuanto se recuperase del todo.

La Themis estaba fondeada en la bahía de Plymouth entre buques de guerra, transportes y embarcaciones mercantes, y un tráfico constante de botes, gobernados a remo o con el aparejo envergado, que rodeaban los grandes barcos como un enjambre. Las estelas de alijadores y lugres se cruzaban entre falúas y barcas de pasaje, cúteres y embarcaciones de cabotaje.

La presa, la fragata francesa Dragoon, había sido conducida al dique seco, donde además de recibir una inspección a fondo, fue sometida a reparaciones. Había fundadas esperanzas de que la comprase la Armada, y Hayden tenía motivos para alegrarse de ello.

El informe que redactó para el Almirantazgo acerca de la travesía a bordo de la Dragoon había supuesto, debido a su estado de desorientación, todo un desafío, y la larga carta remitida a su peculiar amigo, el señor Banks, le había resultado si cabe más difícil. Componer semejante escrito sin faltar a la verdad y sin que pareciese que pretendía desacreditar a Hart con tal de ponerse a sí mismo bajo una luz favorecedora era un baile que únicamente podían ejecutar con precisión los más diestros, y en ese momento él no se sentía capaz de dar un solo paso.

Hayden se hallaba temporalmente al mando de la Themis, puesto que Hart había desembarcado unos días antes para recibir las atenciones de un reputado galeno. A bordo de la fragata había poca gente: los marineros que servían en la presa cuando se produjo el motín y los leales a Hart (o quizá a Inglaterra) que habían sido expulsados de la Themis por los amotinados. Un total de ochenta hombres, veinte de los cuales serían devueltos a la Tenacious en cuanto resultase conveniente. Landry y Archer habían pedido permiso para desembarcar, y Barthe pasaba las noches fuera debido a que su familia había alquilado una habitación en la ciudad, lujo por lo general inasequible pero esta vez facilitado por la perspectiva de cobrar el dinero del botín. No obstante, de día el piloto de derrota regresaba a bordo para ocupar su puesto.

Casi todos los guardiamarinas, incluido Wickham, habían obtenido permiso para visitar a sus familias, pero las visitas debían ser breves, pues en cuanto Hart se recuperara lo suficiente se celebraría un consejo de guerra.

Unos pocos heridos fueron desembarcados para que un médico los atendiera, pero la mayoría siguió bajo los cuidados del doctor Griffiths, incluido Franks, quien finalmente había logrado conservar el pie, aunque el doctor creía que tenía varios huesos fracturados y el contramaestre sufría dolores considerables.

—¡Se acerca el capitán! —voceó un centinela.

Hayden distinguió una falúa que se aproximaba a la Themis a fuerza de remo, con un capitán de navío sentado en la bancada de popa. Pidió el catalejo y reconoció a un sonriente Robert Hertle.

Hayden ordenó que fuese recibido con los honores de rigor, a toque de pito y con la guardia de infantería de marina presentando armas.

—Veo que tu ascenso a capitán de navío se ha convertido en un hecho —le comentó al descubrirse y estrechar la mano de su amigo.

—Sus señorías del Almirantazgo han considerado adecuado concederme el mando de una nueva fragata. Está fondeada en el Hamoaze en este preciso instante, pues la pertrechan para echarse a la mar.

Las sinceras felicitaciones de Hayden fueron pronunciadas con efusión, pero no sin un imperceptible rastro de envidia. Ambos se acomodaron en el camarote del capitán. Hart había enviado a recoger todas sus pertenencias, pues no tenía la menor intención de poner de nuevo un pie en la Themis.

—De modo que ya cuelgas el coy en la cabina, imagino que a la espera de un ascenso, ¿no? —preguntó Hertle mientras se sentaba en la silla.

—No; sigo durmiendo en mi camarote de la cámara de oficiales. Si a Hart le diera por volver, el hecho de haberme instalado en su cabina le parecería una impertinencia imperdonable. No importa que haya recogido todas sus cosas, el caso es que no debo dar nada por sentado. Sin embargo, la he estado utilizando para todo lo relacionado con la gestión del barco.

—No sabes cuántas ganas tengo de que me cuentes lo sucedido, Charles —dijo Hertle, bajando la voz y levantando la vista a la lumbrera abierta—. Corren todo tipo de rumores en Plymouth: motines, asesinatos, capitanes azotados, fragatas enemigas apresadas, venganzas y perjuicios causados al enemigo… La última vez que nos vimos te habíamos rescatado de las fauces de un corsario francés y regresabas a bordo para enfrentarte a una bienvenida incierta por parte de tu capitán. Dime, ¿qué sucedió después?

El sirviente de la cámara de oficiales trajo café y Hayden aguardó a que se retirase para empezar su relato.

—Apenas habíamos puesto rumbo sur para continuar nuestro crucero cuando apareció una corbeta de línea antigua cubierta de lona, dispuesta a interceptarnos. De inmediato Hart dijo que era un barco enemigo y aseguró que tenía la misión de hacer la descubierta para una escuadra francesa, pero sus oficiales protestaron lo suficiente para retrasar la huida y permitir que la corbeta hiciera la señal privada. Resultó estar al mando de un teniente que había perdido a su comandante el día anterior, persiguiendo a los barcos de un convoy francés que había dispersado una tormenta. Bourne la había despachado con la esperanza de encontrarnos a nosotros o a cualquier barco inglés que pudiese ayudarlo a tomar los transportes que se habían puesto al amparo de las baterías costeras de Belle-Île.

Hayden relató su historia animado por el café, sin olvidar mencionar cualquier detalle relevante. Cuando hubo terminado, Hertle sonrió.

—¿De modo que ni siquiera estabas a bordo de la Themis cuando tuvo lugar el motín?

—Estaba al mando de la presa.

—Entonces tú no tendrás que tomar parte en el consejo de guerra —concluyó Hertle con evidente alivio.

—Es posible que pidan mi comparecencia para que aporte pruebas, pero ni Wickham, el guardiamarina que me acompañó a la presa, ni yo, seremos nombrados en las actas, lo cual agradezco mucho. Si bien Hart y sus oficiales serán exonerados de toda culpa, un incidente como éste no hace sino empañar la carrera de un oficial.

—La carrera de Hart ya está bastante empañada. Su fama no podría haber caído más bajo. Es de esperar que incluso sus padrinos del Almirantazgo le retiren al menos su apoyo, a riesgo de verse salpicados por defender a semejante individuo.

—Eso espero. —Hayden se puso a pensar en la despreciable correspondencia que había mantenido con el tal «señor Banks».

—Te veo de malhumor, Charles. Si no te conociera bien, diría incluso que melancólico —dijo su amigo.

Hayden intentó sonreír, pero no lo logró.

—Me siento… raro. Puede que se deba al golpe que recibí en la cabeza, pero me siento como distanciado de todo, como si me hubiese hundido un poco más en mi desdichada mente. —Por un instante le faltaron las palabras—. Fue una travesía peculiar. Empecé sirviendo de teniente inglés y enfrentándome a mi capitán por el privilegio de luchar contra los franceses. Luego, por un tiempo fui un capitaine francés que persiguió y tomó un barco de guerra británico; y ahora aquí me tienes, de nuevo ocupando plaza de teniente, sin perspectiva alguna en la Armada Real. —Negó con la cabeza, mirando a su amigo, que lo observó de nuevo con aire pensativo—. El hecho de vestir de nuevo el uniforme inglés me haría más feliz si mis compatriotas me diesen la bienvenida. En lugar de ello, soy un traidor para el pueblo de mi madre, mientras que el de mi padre me desdeña. Aquí estoy igualmente, el único oficial de la flota que celebra una victoria inglesa al mismo tiempo que lamenta la derrota francesa. Estoy partido en dos, Robert, y no sé cuánto tiempo más seré capaz de soportarlo.

Robert se rebulló en la silla con incomodidad, basculando el peso del cuerpo hacia delante y apoyando el brazo en la mesa.

—No puedes ponerte de parte de los ingleses decidiendo únicamente con la cabeza, Charles. Tu corazón, a falta de una palabra más adecuada, debe hacerlo también. Se parece mucho a escoger esposa: se puede hacer la elección más razonable e inteligente del mundo, pero si el corazón no se compromete tanto o más que el raciocinio, nunca se alcanza la felicidad. Es más, creo que la desdicha es lo único que le aguarda a alguien así.

—De acuerdo, pero ¿cómo lograr que te obedezca el corazón? Es eso lo que no sé hacer. El corazón, el mío al menos, nunca se ha dejado gobernar por mi mente.

Unos golpes en la puerta interrumpieron la conversación. Hobson asomó la cabeza.

—Le ruego que me perdone, señor Hayden. Un bote con dos damas se ha abarloado al costado, señor. Una dice ser la señora Hertle, señor. He ordenado que las suban a bordo. Espero haber hecho lo correcto.

—Sin duda que sí —respondió Hayden al tiempo que se levantaba de la silla. Una mirada de felicidad iluminó el semblante de su amigo, ante lo cual Hayden comentó—: Bueno, es evidente que tanto tu corazón como tu cerebro están absolutamente de acuerdo en algo, Robert, al menos en lo que a la elección de pareja concierne. Subamos.

Siguió a Robert al alcázar, donde no sólo encontraron a la señora Hertle, sino también a su prima, la señorita Henrietta Carthew, que miraba a todas partes encandilada. Ambas tenían las mejillas sonrosadas por el sol y el viento, a pesar de parasoles y sombreros, y al ver a los caballeros se sonrojaron, lo que no hizo sino realzar su aspecto.

Hayden sintió que su alicaído ánimo remontaba el vuelo, como si un viento fresco le hinchara de pronto las velas tras haber pasado semanas en plena encalmada.

Puesto que estaba de invitado a bordo de otro barco, el recibimiento que Robert Hertle hizo a su querida esposa careció de las muestras dé afecto que normalmente le habría dispensado, sobre todo tras una separación tan larga, aunque le resultó imposible disimular el placer que sentía. Henrietta hizo una reverencia y los saludó por orden de rango.

—Teniente Quijote —dijo, conteniendo apenas la sonrisa.

—Señorita Henrietta, cuánto me alegra tener ocasión de agradecerle el amable gesto de prestarme su libro.

—Puede usted recompensarme mostrándome el barco, señor Hayden, si fuera posible.

—Por supuesto. ¿Señora Hertle? ¿Querría usted acompañarnos?

—¿Le parecería demasiado descortés por mi parte si le ruego que me disculpe, teniente Hayden? Creo que he tomado demasiado este sol otoñal, y…

—En absoluto, ¿le apetece retirarse a descansar en la cámara? Allí hace fresco, y durante toda la mañana se filtrará la corriente por la lumbrera.

El capitán Hertle acompañó abajo a su esposa y Henrietta dedicó a Hayden una sonrisa de complicidad. Ambos emprendieron un tranquilo paseo por cubierta, en el transcurso del cual se formularon y respondieron infinidad de preguntas. Ya en el castillo de proa, Henrietta se hizo visera con la mano y levantó la vista al laberíntico aparejo.

—Me recuerda al juego de los cordeles, ¿no le parece, teniente?

—Pues sí, tiene razón.

—¿Y todas esas cuerdas tienen una función distinta y una oscura denominación náutica, como «barbibraza» o «quiebratopes»?

—Así es, en efecto —respondió Hayden, y se esforzó por sonreír, pues su estado de salud le hizo sentirse muy por debajo del nivel de ingenio y entendimiento que requería la situación.

—Por favor, señor Hayden, ¿qué son esas cuerdas de ahí? —preguntó ella, indicando con un ademán los cabos que descendían hasta el botalón.

—Estayes, señorita Henrietta.

—¿Rodean la cintura del barco?

—Más o menos.

—¿Y el barco? ¿Se queja?

—Sólo después de cenar.

—A eso deben de referirse cuando dicen que el barco está bien pertrechado.

Dieron la vuelta a la fragata hasta regresar al alcázar y situarse junto a la escala de toldilla. Los marineros que trabajaban en cubierta disimularon la fascinación que sentían ante aquella criatura que había hallado de algún modo el camino hasta su pequeño mundo, al contrario de lo que les sucedía a las damas que ellos conocían.

—Señor Hayden… —Henrietta lo observó inclinando la cabeza en un gesto encantador—. Me aventuraría a decir que esa venda que lleva usted en la cabeza obedece a algún tipo de atavío náutico.

—Un francés ingrato me dio un buen golpe, señorita Henrietta. Me temo que me hace parecer un zote… aunque espero que sólo sea temporalmente.

—Lamento verlo herido, teniente —dijo ella, al tiempo que una extraña expresión le cruzaba fugazmente el rostro, tal vez debida a una sensación de inquietud que reprimió enseguida—. Nuestro modesto círculo no sería el mismo, ni de lejos, si no contáramos con sus sesudas reflexiones —añadió.

—Es lo más agradable que me han dicho en un mes.

—Entonces es que la Armada no valora apropiadamente su talento.

Hayden temió no haber disimulado bien su reacción ante aquel comentario.

—Eso he pensado yo muchas veces. —Habían llegado a la rueda del timón, y Hayden preguntó en voz alta, de tal forma que su voz se proyectara por la lumbrera—: ¿Nos reunimos con el capitán Hertle y su esposa?

—Nada me apetecería más —respondió Henrietta, casi en el mismo tono de voz.

Mientras descendían la escala de toldilla no dejaron de reír sonoramente y de hacer otros ruidos que anunciasen su inminente llegada. Hayden incluso llamó a la puerta y esperó a que se le diera permiso para entrar antes de abrirla.

—¿Es ésta su cabina, señor Hayden? —preguntó Henrietta, mirando en derredor con aprobación, incluso con sorpresa—. Es mucho más confortable de lo que esperaba.

—Lamento decir que no es la mía, sino la del capitán. Sin embargo, hago uso de ella puesto que mi superior ha abandonado el barco y yo, al menos temporalmente, soy el oficial de mayor antigüedad a bordo.

—Tendría que ser la cabina del señor Hayden —declaró la señora Hertle—. Estoy segura de que algún día tendrá usted una así, Charles.

Hayden se inclinó ante el cumplido, pero entonces reparó en la expresión sombría de su amigo.

—¿Sucede algo? —preguntó.

Robert le tendió un ejemplar del diario londinense The Times.

—Doy por sentado que no has leído la prensa de hace dos días.

—Así es.

—Yo tampoco. Me lo ha traído Elizabeth. Quizá deberíamos sentarnos todos a tomar el té.

Por supuesto había un servicio de té en la mesa, que habían preparado con un mantel blanco y la mejor porcelana de la cámara de oficiales, cedida para la ocasión.

Henrietta se encargó de servir el té, lo cual habría complacido mucho a Hayden de no haberle asustado tanto la actitud de Robert.

Robert Hertle sacudió el periódico en el aire para abrirlo en condiciones.

—Permíteme saltarme el preámbulo —empezó—. «Sería muy complejo encontrar una travesía más repleta de sucesos que la de la Themis, fragata de Su Majestad, una nave artillada con treinta y dos cañones, enviada el pasado mes a hostigar al enemigo en la costa del Atlántico. Bajo el capacitado mando del capitán Josiah Hart, la Themis emprendió la travesía y apresó un transporte en la mismísima embocadura del puerto de Brest, a pesar del fuego de las baterías costeras, el acoso de las cañoneras y la amenaza de dos fragatas francesas que levaron anclas para emprender la persecución. Toda la empresa fue presenciada por el capitán Bourne a bordo de la fragata Tenacious; este oficial escribió que se trataba de una “hazaña de gran valor, ejecutada con la frialdad y el sentido táctico que cualquier marino debería admirar”.

»Al cabo de unos días, la ayuda del valiente capitán Hart fue requerida por el emprendedor Bourne, quien había perseguido a cuatro transportes franceses, un bergantín y una fragata, hasta que no tuvieron otro remedio que ponerse al abrigo de Belle-Île, donde fondearon al amparo de las baterías. Ni uno ni otro capitán estaban dispuestos a arrugarse ante la amenaza de simples cañones, de modo que idearon un plan para apresar los barcos. Con la ayuda de la Lucy, una corbeta de veinte cañones al mando del teniente en funciones Herald Philpott, ambas fragatas atacaron al francés al anochecer. Tras reparar en la fugaz presencia en la cubierta enemiga de un soldado de infantería de línea francés, la astucia de Hart lo llevó a deducir que habían subido a bordo de las embarcaciones tropas procedentes de la guarnición costera de Belle-Île, tropas que aguardaban dispuestas a sorprender a los marineros y soldados ingleses destacados para el abordaje. Incapaz de alcanzar a la fragata francesa antes de que lo hiciese el capitán Bourne, Hart hizo señal a la cercana Lucy para que ayudase a la Tenacious. Sin tan puntual ayuda, admitiría más tarde Bourne, éste se habría visto superado en efectivos y habría perdido el barco, pero con la contribución de la Lucy fue capaz de superar la fragata enemiga.

»Los restantes barcos franceses soltaron amarras y huyeron en dirección a Lorient, adonde escaparon al amparo de la oscuridad. Cuando una escuadra francesa partió del puerto con viento entablado, la Lucy encajó una andanada de una, y los barcos ingleses aproaron a mar abierto, pero no antes de haber ocupado la presa y de haberse apropiado también de la fragata francesa Dragoon en calidad de presa de ley.

»Después de tan próspero inicio, el crucero del capitán Hart tomó un giro del todo inesperado, ya que la dotación, influida sin duda por espías franceses y simpatizantes republicanos, se amotinó de noche. Tras haber confiado a sus mejores y más leales marineros a bordo de las presas, el noble capitán se vio sorprendido y, tras una lucha encarnizada en la que hubo numerosos muertos y heridos, se vio obligado a rendir el barco a un lamentable hatajo de taimados revolucionarios. Su pasión por los ideales republicanos era tal que decidieron azotar al capitán Hart por el daño que había infligido a su causa y, tras abandonar en botes a Hart y aquellos de sus tripulantes que le eran leales, tal como le sucedió hace años al desafortunado capitán Bligh, decidieron llevar la Themis al puerto de Brest y entregarla a las autoridades francesas.

»Pero el capitán Hart no iba a rendirse tan fácilmente. A pesar de los treinta y seis latigazos que había sufrido, interceptó a la presa francesa, la fragata Dragoon, cuando ésta aproaba a Plymouth, y tras sustituir en el mando al teniente que la comandaba ordenó que la fragata persiguiera a la Themis. Lograron alcanzar a los amotinados al día siguiente, tras lo cual se vistieron con uniformes franceses y enarbolaron la odiosa bandera tricolor, dispuestos a burlar a un buque de guerra francés que se hallaba en las inmediaciones, al que convencieron para que les prestase ayuda para recuperar la Themis. Una vez el buque francés hubo aceptado la propuesta, Hart abordó su antigua fragata, apresándola tras un combate encarnizado durante el que sólo sobrevivieron veinte amotinados. Hart burló entonces al francés, ¡cuyo capitán jamás descubrió que la Dragoon estaba gobernada por un trozo de presa inglés que únicamente contaba con ochenta hombres! Al amparo de la oscuridad, la Dragoon y la Themis, de nuevo enarbolando ambas la bandera inglesa, partieron en plena tormenta rumbo a Plymouth, adonde llegaron sin mayores consecuencias. Aunque forma parte de la política del Almirantazgo llamar a consejo de guerra a los oficiales y dotación de cualquier barco perdido por cualquier motivo, quienes entienden de estos asuntos aseguran que la vista de Hart será breve y será exonerado de toda culpa por el incidente, sobre todo porque el barco perdido fue recuperado gracias a sus propios desvelos. Se habla mucho en Londres acerca de que tan digno oficial recibirá el título de caballero por sus esfuerzos, y dadas las circunstancias, Su Majestad podría no esperar a que se celebre el consejo de guerra, puesto que su desenlace está fuera de toda duda».

Robert levantó la vista del periódico.

—¡No hay una sola verdad en esa noticia! —protestó Hayden, aturdido aún por cuanto acababa de escuchar—. El gran público tal vez se deje engañar por semejante sarta de mentiras, pero sus señorías del Almirantazgo conocerán la verdad. —De pronto se le ocurrió algo—. ¿No creerá que este texto refleja parte del informe que hizo Hart al Almirantazgo? Está el cuaderno de bitácora del barco, los diarios de los oficiales, y además el capitán Bourne sirvió de testigo a estos sucesos y no dudará en tacharlo de mentira.

—El capitán Bourne no se encuentra aquí, Charles, y no es probable que regrese antes de que la opinión pública centre su atención en otro asunto.

Se realizó cierto esfuerzo por cambiar el tema de la conversación, pero no sirvió de gran cosa. Hayden fue incapaz de apartar la mente de aquella letanía de mentiras impresas, mentiras que también habían inquietado a los demás. Tras extender una invitación para la cena de aquella noche, los visitantes se disculparon y Hayden los vio alejarse en bote. El señor Barthe salió de las entrañas del barco, donde había estado supervisando el cambio de ubicación de varias toneladas de lastre, en un esfuerzo por mejorar la estiba a popa la siguiente vez que se embarcaran los pertrechos. Hayden invitó al piloto a la cámara y le mostró la odiosa noticia de prensa.

A medida que Barthe leía el texto, su cuello adquirió una tonalidad carmesí que poco a poco se fue extendiendo al rostro, cada vez más sonrojado. Finalmente, el cuero cabelludo acabó encendido bajo el cabello, rojo como una estufa recalentada. Las manos del piloto empezaron a temblar y con ellas el periódico que sostenían.

Barthe lo dejó bruscamente encima de la mesa y su cólera dio paso a un tumultuoso episodio de blasfemias e incoherencias.

—El muy pusilánime hijo de su puta madre, seguro que se tira a las cabras el muy… —Claro que ni siquiera el riquísimo y enciclopédico acervo lingüístico del piloto bastó para trazar un retrato adecuado del carácter del capitán Hart y de su maldad sin par.

Tras aquella erupción volcánica, el piloto recuperó el control, aunque ocasionalmente recurrió a algún que otro insulto e invectiva, entremezclados con un discurso más o menos coherente.

—Señor Hayden, ¡jamás en la vida había leído semejante sarta de mentiras! ¡A Hart tendrían que azotarlo de nuevo! ¡Será atrapapedos! —La tez de Barthe recuperó un poco la tonalidad normal, de modo que ya no parecía a punto del síncope.

—Deshonra usted el oficio de atrapapedos —le recriminó Hayden, puesto que así se refería uno vulgarmente al paje de un cabañero, debido a que caminaba detrás de su señor—. Da usted por sentado que el origen de este relato es cosa de Hart. Cabe la posibilidad que lo haya concebido algún iluminado de Fleet Street a partir de un montón de rumores.

—Vaya, es usted muy indulgente con nuestro glorioso capitán, señor Hayden. Hart, o alguno de sus partidarios, proporcionó este cuento inverosímil a The Times. —Apoyó el dedo índice en el periódico—. ¿Ve usted esto? Citan al capitán Bourne, y si damos por sentado que éstas son sus palabras, es de suponer que no puedan provenir de otra fuente que no sea el Almirantazgo. No: Hart quería ser el primero en efectuar su andanada, antes de que el consejo de guerra pueda apuntar siquiera sus cañones. Cuesta considerar culpable a semejante héroe de ficción. El capitán sir Josiah Hart será exonerado de toda responsabilidad por la pérdida de su barco, y recibirá las más sinceras felicitaciones por su repentina entrega y heroísmo, tras toda una vida de retroceder ante el peligro. Maldito ordenancista. ¡Pero si se ha adjudicado la autoría de todas sus empresas, señor Hayden!: la captura del transporte en Brest, cuando ordenó volver al barco a los botes que llevaban los trozos de abordaje; incluso el mérito de haber reparado en la presencia de ese soldado francés a bordo de la Dragoon, lo que obviamente no hizo. ¡Yo estaba a su lado en el alcázar y le oí decir las mayores infamias acerca de usted! Casi lo tacha de cobarde por auxiliar a Bourne.

—Al fin y al cabo no es más que el relato de un periódico, señor Barthe. Nadie da demasiada credibilidad a estas cosas, puesto que las más de las veces resultan inexactas.

—Para mí será un placer declarar ante los capitanes que formen el tribunal, porque ningún detalle escapa a mi diario y mi memoria, de eso puede usted estar seguro. El verdadero Hart saldrá a la luz; puede que no a la luz pública, pero sí ante el tribunal.

—No cuente con ello, señor Barthe. ¿Recuerda usted el consejo de guerra al capitán Bligh? Los capitanes que lo presidieron únicamente querían asegurarse de que los oficiales y tripulantes presentes se hubiesen resistido a los amotinados hasta donde lo permitió la situación. Y aunque nadie pareció haber ofrecido resistencia, todos fueron absueltos. Piense usted en la de hombres que murieron o resultaron heridos durante el motín de la Themis. Los jueces del tribunal no harán responsable a nadie de la pérdida del barco. No se hablará, ni se permitirá hablar, de hasta qué punto contribuyó Hart al resentimiento y descontento de la dotación. No cuente con poder intervenir.

Hayden salió con tiempo hacia la casa de la tía de Robert, pues no deseaba retrasarse. Allí residían la señora Hertle y la señorita Henrietta cuando visitaban Plymouth, un arreglo feliz para todos, puesto que la tía de Robert Hertle, lady Wilhelmina Hertle —conocida como «tía Bill», aunque nadie la llamase así a la cara—, era la viuda del almirante sir Sidney Hertle, y vivía con la única compañía de una prima solterona y enclenque a la que había acogido por pena. Para gran pesar suyo, los hijos de lady Hertle habían fallecido antes que ella: una de sus hijas murió muy joven, y otra lo hizo víctima de unas fiebres de origen desconocido; su único hijo varón, el primo mayor de Robert, a quien éste admiraba, vio truncada su carrera y murió en el mar con el rango de teniente cuando se esforzaba por trincar un cañón que se había soltado en plena tormenta.

A Hayden le sorprendió y alivió la mejoría que había experimentado su ánimo al descubrir no sólo a los Hertle en Plymouth, sino también a la encantadora Henrietta Carthew. Su mente apartó toda la confusión y el resentimiento recientes, distraída por perspectivas mucho más agradables.

Tía Hertle estaba unida por un parentesco muy peculiar tanto con Robert como con la esposa de éste, y también con la propia Henrietta Carthew, prima de la señora de Robert Hertle. El almirante sir Sidney era hermano mayor del padre de Robert, lo cual convertía a lady Hertle en tía de Robert. Además de la futura lady Hertle y el resto de sus hijos, el padre de lady Hertle tuvo varios descendientes de un segundo matrimonio con una dama más joven que él. Esta unión dio frutos en varias ocasiones, y una de sus hijas se casó con cierto señor Carthew y alumbró a la adorable Henrietta. Otra tuvo una hija que al crecer se casó con el buen amigo de Hayden, Robert Hertle. Distanciados tanto por la sangre como por la geografía, Robert y Elizabeth vivieron sin tener noticias el uno del otro hasta cumplir los veinte años, momento en que se conocieron por casualidad en una excursión campestre.

Y así era como tía Bill tenía el placer de contar entre sus sobrinas y sobrinos a Robert, Elizabeth y Henrietta.

Tía Bill residía en la colina que se alza sobre Plymouth Hoe, en una espléndida casa con vistas a toda la bahía. Hayden encontró el lugar y fue recibido por un lacayo, en quien reconoció enseguida a un marinero veterano, con toda probabilidad uno de los antiguos sirvientes del almirante. El lacayo se retiró con su sombrero cuando Robert Hertle se acercaba ya a dar la bienvenida a Hayden.

—¡Cuánto nos alegra que hayas podido ausentarte del barco, Charles! Entra, entra, que tía Bill está esperándote. Le he hecho un resumen de tu reciente travesía y desea conocerte.

Tía Bill fue una especie de revelación, pues desafiaba la edad con un impresionante despliegue de vigor. A pesar de haber cumplido ochenta años, apenas tenía una cana en el cabello oscuro, y había que mirarla con atención para distinguir las imperceptibles arrugas que le adornaban las comisuras de los labios y los ojos. Era alta, aunque en opinión de Hayden demasiado delgada, y ni su cuerpo ni su rostro mostraban indicios de engordar un ápice. Su porte altivo tenía cierto aire militar y poseía una mirada perspicaz, calculadora, que centró en Hayden.

—Lady Hertle —dijo éste, haciendo una reverencia—. Es un gran honor conocerla.

—También lo es para mí, teniente, aunque me ha inquietado enterarme de la vileza con que lo han tratado los milores de la Junta.

Hayden no quería parecer resentido, de modo que se limitó a sonreír y restó importancia a lo sucedido.

—No hay viaje exento de tormentas, lady Hertle. No puedo quejarme del mío, cuando tantos han sufrido el mal tiempo antes que yo.

—Pero las tormentas son cosa de Dios, señor Hayden, y por tanto obedecen a un designio divino. El nepotismo y la influencia son artificios del hombre, y únicamente sirven a los intereses particulares de unos pocos, ni siquiera a las más amplias aspiraciones de una nación. —Le indicó una silla y se sentó a su lado—. Mi difunto marido, el almirante Hertle, valoraba por encima de todo a los oficiales con iniciativa y capacidad, y siempre los ayudó a progresar en la carrera. De seguir vivo, estoy convencida de que intervendría en su favor, porque era un hombre cabal que aborrecía las injusticias.

—Disfrutar de la opinión favorable de un oficial tan respetado habría supuesto una recompensa suficiente para mí, lady Hertle.

Ésta le dedicó una sonrisa jovial.

—Por lo general no es tan encantador —comentó alguien. Al volverse, Hayden vio a la señora de Robert Hertle y la prima de ésta que entraban procedentes de la terraza—. Te advierto que no es muy aficionado a las conversaciones de salón.

—Estoy acostumbrada a los hombres de la Armada, Elizabeth, y los conozco al dedillo. Debo añadir que tampoco yo soy muy amiga de trivialidades, gracias a Dios, como tampoco vosotras —añadió, refiriéndose a ambas jóvenes.

—Pero, tía, me sorprende oírte decir eso. Soy capaz de hablar largo y tendido sobre moda, carruajes, sucesos triviales, compromisos y los defectos de los demás.

—Que si ésa dijo esto, que si aquélla dijo lo otro… —añadió Henrietta.

—Y estoy al corriente de los últimos chismorreos de la corte.

—He ahí la mayor falsedad que he oído nunca.

Henrietta se dejó caer en una silla.

—Tanta conversación trivial me tiene agotada.

—Lo mismo digo —admitió la señora Hertle—. Dime, tía, ¿vamos a cenar o te has propuesto matarnos de hambre?

—¿No le parece el comportamiento de mi sobrina un tanto inapropiado, teniente Hayden? Por no mencionar que esta tal Henrietta, con quien según parece me une una relación de parentesco muy lejana, se comporta de la misma manera. En mis tiempos, semejante actitud habría suscitado toda clase de murmuraciones. ¿Sabe cómo me llaman a espaldas mías?

—Lo ignoro, lady Hertle —mintió Hayden.

—¡Tía Bill! ¿Puede usted creer semejante impertinencia? ¡La viuda de un almirante que tuvo el honor de ser nombrado gran comandante de la orden de Bath!

—Escandaloso.

—Vamos, tía; Henrietta me cuenta que las damas que conforman el círculo del príncipe de Gales son unas descaradas —dijo riendo la señora Hertle—. Según parece, llevan vestidos tan reveladores que todo Londres conoce lo que sólo sus maridos deberían conocer. No puedes acusarnos de comportamiento escandaloso por algo que se ha convertido en lo más… común.

Lady Hertle se abanicó con cierta afectación.

—Me alegro profundamente de haberme retirado a esta casita, lejos de tan denigrantes espectáculos. —Entró un sirviente, que se inclinó ante la señora de la casa—. Según parece la cena está servida, Elizabeth. ¡De nuevo hemos mantenido a raya a la hambruna!

El comedor era amplio, aunque no podía considerarse imponente. A pesar de ello era una estancia muy acogedora y elegante, con una larga mesa de teca, traída de algún rincón de Oriente. Una espléndida vitrina guardaba la plata, buena parte de la cual había sido obsequiada al difunto almirante por los muchos servicios prestados.

La cena consistió en platos típicamente británicos, más bien ingleses, algo que Hayden había aprendido a soportar y que obviamente era preferible a la comida de la Armada: sopa, un plato de pescado, asado de ave servido con espárragos y guisantes, venado, huevos de chorlito en gelatina; todo ello servido a la russe. Jerez. Madeira. Un postre de chocolate. Café. Nueces.

La habilidad de los lacayos era muy dispar, tanto que Hayden supuso que uno de ellos debía de ser el jardinero vestido de librea para la ocasión. El grupo de comensales era tan reducido que hubo pocas ocasiones de mantener charlas privadas, aunque por suerte lo habían sentado junto a Henrietta, cuya presencia sentía a su lado como si fuese un carbón ardiente.

Lady Hertle era una conversadora hábil y afable, y era obvio que había estado casada con un miembro de la Armada, puesto que no tardó en hacer gala de un exhaustivo conocimiento de los caracteres de los almirantes y miembros de la Junta Naval, un conocimiento más exhaustivo del que Hayden soñaba con alcanzar. Cuando salió a colación el apellido Hart, ella, con mucho tacto, condujo la conversación por otros derroteros.

Al igual que la señora Hertle y Henrietta, era una lectora ávida y hablaba con gran conocimiento de poesía, de las obras de Shakespeare, de la historia de Roma. De joven había acompañado a su esposo a muchos apostaderos donde éste había desempeñado una constituye un misterio para mí, porque no tenía principios ni ninguna otra causa que no fuese la propia, la de Rousseau. No sé cómo pudo evitar la cárcel, porque estoy convencida de que han ahorcado a ladrones mucho más altruistas que él. Aunque también es posible que sufra yo de mezquindad y envidia por su innegable genio; aun así, por dotado que sea alguien, no considero que deba eximírsele de las leyes y costumbres que rigen para los demás, ¿no le parece?

—Estoy de acuerdo. He estado entre los indios de Canadá y le aseguro que no son los «buenos salvajes» que concibió Rousseau, sino un pueblo que se rige por costumbres y leyes hechas por el hombre, una sociedad tan jerárquica y arbitrariamente estructurada como pueda estarlo cualquier sociedad europea. Al menos, ésa fue mi impresión.

Después de la cena, Hayden y Robert Hertle se retiraron a la terraza, donde Robert aprovechó para encender un cigarro, puesto que lady Hertle no permitía fumar en la casa. Las luces de decenas de barcos salpicaban la oscura bahía. Era una noche muy tranquila.

—Has dejado el barco a cargo del señor Barthe, ¿verdad?

—No; el señor Barthe está en tierra con su familia. El señor Archer, tercer teniente de la Themis, regresó a bordo esta tarde y tiene el mando en mi ausencia.

—No me lo habías mencionado, Charles. ¿Es buen oficial?

—Es más que competente, pero creo que sufre de cierto sentimiento de ambivalencia respecto a su carrera. O puede que se deba a su falta de pasión o energía, no sabría decir. Me gusta. Su compañía es agradable, aunque es un hombre callado y parece preferir la compañía de los guardiamarinas a la de sus compañeros de la cámara de oficiales. —Hayden se encogió de hombros—. La falta de ambición le limitará la carrera, o eso pienso yo, porque capacidad no le falta.

—¿Y no será que servir a las órdenes del capitán Hart ha afectado a su entrega?

—Es perfectamente posible.

—¿Qué te parece tía Bill?

—Extraordinaria. Ya querría yo tener su vitalidad a los ochenta años.

—Sí. No estoy totalmente seguro, pero sospecho que la señora Hertle y nuestra querida Henrietta heredarán sus propiedades. No posee una inmensa fortuna, pero aun así estamos hablando de esta casa y otra más modesta en Londres, además de las acciones distribuidas en compañías y tierras… Todo ello vinculado a la familia.

—¿A qué viene tanto detalle, Robert? —preguntó Hayden, a pesar de que conocía perfectamente la respuesta.

—Para que veas que Henrietta, además de sus muchos y evidentes encantos, dispondrá siempre de una cómoda renta.

—Alguien con mis perspectivas no puede aspirar a alcanzar las de una dama como la señorita Henrietta, aunque ella no tuviera ni un chelín. Su familia jamás aprobaría semejante unión.

—¿Acaso conoces a su familia?

—Ya sabes que no.

—No te apresures a dar nada por sentado en el caso de los Carthew. Elizabeth cree que en tales asuntos respetan los deseos de sus hijas. Al menos así ha sucedido con las hermanas mayores de Henrietta. De hecho, una de ellas se casó con un estudiante de medicina sin apenas bienes, aunque ningún miembro de la familia Carthew parece desaprobar dicha unión, puesto que se trata de un tipo extraordinario en todos los aspectos.

—Bueno, al menos el estudiante y yo nos parecemos en algo, ya que tampoco yo poseo gran cosa. ¿Basta con eso para convertirme en un posible pretendiente?

Robert rió.

—No sé qué decir, pero me da la impresión de que la señorita Henrietta te trata con cierta predilección, más de la que ha dedicado a los jóvenes pavos reales que en anteriores ocasiones la han cortejado. Y debo añadir que ha habido más de uno.

—No me cabe la menor duda.

En ese momento, la señora Hertle se acercó a la puerta y llamó a su esposo para que ayudase a su tía en algún asunto. Hayden decidió pasar un rato más al aire fresco, pensando en la fuerza y la dirección del viento y observando el estado del cielo. Puesto que carecía de abrigo, la bahía era tenida por un fondeadero problemático, y había que mantenerse atento a la ampolleta del barómetro y a los diversos cambios atmosféricos por lo que pudiese pasar. Decidió que la noche estaba tranquila y que lo más probable era que las condiciones no sufrieran cambios.

Oyó abrirse la puerta, pero en lugar de a su amigo Robert, tal como había esperado, vio a Henrietta caminando hacia él mientras se ajustaba un chal sobre los hombros.

—Le tenemos muy abandonado, señor Hayden. Qué desconsiderado por nuestra parte.

—En absoluto, señorita Henrietta. Robert acaba de marcharse, y yo he estado contemplando el tiempo, una obsesión propia de marinos.

—¿Y merece el tiempo su aprobación?

—En todos los sentidos, pese a que la noche podría ser más cálida para esta época del año.

Ella se situó a su lado, muy cerca, y paseó la mirada por el hermoso paisaje hasta el río que dibujaban los astros.

—¿Volverá a hacerse a la mar pronto? —preguntó.

—Lo ignoro. Primero debe celebrarse el consejo de guerra, y después… Mis perspectivas en la Armada de Su Majestad no son tan prometedoras como las de Robert.

La señorita Henrietta se abrigó con el chal y miró a Hayden. La hermosura de sus ojos le robó el aliento.

—Ese asunto lo tiene muy preocupado.

—Mucho me temo que permito que me preocupe más de lo que debería. Espero que mi ánimo no la haya afectado.

Ella negó con la cabeza.

—Es la carrera que ha escogido. ¿Cómo no iba a preocuparlo?

—Es usted muy amable, pero debo admitir que sería mucho más feliz si mi futuro se dibujara con mayor claridad.

—¿Acaso no nos sucede lo mismo a todos? —preguntó ella con cierto énfasis—. Entiendo, pues, que el deber lo retendrá aquí en Plymouth un par de semanas.

—Probablemente más de dos. El consejo de guerra no se celebrará hasta que el capitán Hart se haya recuperado del todo, y tengo entendido que el buen capitán no sana tan rápido como debería.

—A juzgar por lo que Robert nos ha contado, el capitán Hart siempre estaba dispuesto a zaherir con el látigo a sus hombres, fueran o no culpables, y a uno en particular le hizo algo peor. Creo que es de justicia que sienta en propia carne el castigo que tan dispuesto ha estado siempre a infligir al prójimo.

A Hayden le sorprendió la emoción con que aquellas palabras habían sido pronunciadas.

—Sí, aunque ahora, según parece, podrá consolarse con el título de caballero.

Henrietta esbozó una sonrisa amarga.

—Pese a sus escasas esperanzas respecto a su carrera, intuyo, y sepa que rara vez me equivoco, que le será confiado el mando de un barco. La Armada se verá obligada a admitir el talento que ha demostrado usted, teniente. Ya verá qué razón tengo.

—Ojalá acierte usted, señorita Henrietta, aunque ignoraba su capacidad de predecir el futuro.

Ella se movió un poco, de lado a lado, obsequiándolo con una sonrisa encantadora.

—No suelo tenerla, pero de vez en cuando presiento que se producirán ciertos sucesos de un modo determinado, y aunque esté mal que lo diga, a menudo se demuestra que estaba en lo cierto.

Hayden repitió cuánto deseaba que Henrietta tuviese razón, pero de inmediato se sintió estúpido por decirlo. Se produjo un momento de tenso silencio.

—Quizá tendríamos que reunimos con los demás —propuso Henrietta en voz baja, y Hayden tuvo la impresión de haber dicho algo inapropiado, aunque no supo qué.

Cuando abrió la puerta para cederle el paso, ella se detuvo y dijo:

—En ese caso, ¿podemos confiar en que nos visitará, teniente Hayden? —Y se apresuró a añadir—: Estoy segura de que eso complacería mucho a lady Hertle.

—Nada me gustaría más —admitió él con cierta sensación de alivio al ver que era tan fácil superar el comentario desagradable que había hecho, fuera cual fuese.

Ya en el interior, encontraron a Robert supervisando a los sirvientes mientras éstos cambiaban una marina que había encima de la chimenea por un retrato del almirante: ése era el asunto que había reclamado su presencia.

Lady Hertle levantó la vista a la imagen de su esposo. Pintado cuando tenía alrededor de cincuenta años, el retrato correspondía a un hombre atractivo, de rostro redondo y expresión risueña, como si estuviese a punto de romper a reír o contar un chiste.

—¿Sabes, Elizabeth? Es mucho mejor cuando el amor va creciendo en ti sin que te des cuenta —decía en ese momento lady Hertle—. El almirante nos visitaba a menudo en casa, hacía años que lo conocía y jamás sospeché que entre nosotros hubiese algo más que el afecto normal entre dos jóvenes que pasan bastante tiempo juntos. Me sorprendió descubrir que pensaba en él a menudo, como si soñara despierta. Fui consciente de ese giro en nuestra relación antes que el almirante, y me vi obligada a esperar a que también él cayese en la cuenta, cosa que felizmente sucedió. Es increíble que los hombres que a menudo no titubean a la hora de atacar al enemigo suelan ser los más indecisos cuando llega el momento de afrontar sus sentimientos por una dama. Sin embargo, al cabo de un tiempo me propuso matrimonio, y cada vez que lo pienso aún se me llena el corazón de gozo.

»Es muy distinto cuando te crees enamorada de alguien al poco de conoceros; entonces tu corazón está agitado, no puedes pensar qué decir y ofreces las respuestas más insensatas a las preguntas más inocentes. Cada palabra supone la vida o la muerte, y buscas en cada frase, en cada mirada, indicios de que tus sentimientos son correspondidos. —Hizo un gesto como quien aparta algo desagradable—. ¿No está usted de acuerdo, teniente? ¿No es infinitamente preferible descubrir que uno está enamorado de una joven a la que conoce desde hace un tiempo, en lugar de una completa desconocida cuyas inclinaciones deben deducirse a partir de rumores y esperanzas?

—Estoy seguro de que ése es el mejor modo, lady Hertle, aunque imagino que uno debe aceptar el amor cuando lo encuentra, y no es que sea yo una autoridad en la materia, por supuesto.

Lady Hertle lo miró algo sorprendida.

—Sus palabras evidencian una gran sabiduría, teniente. Es usted una auténtica caja de sorpresas. —Y dirigiéndose a los demás—: Veamos, ¿quién va a tocar esta noche? Tengo los dedos algo rígidos. Querida Elizabeth, ¿tocarías un poco para tu tía Bill? Acabo de hacer afinar el pianoforte.

Elizabeth interpretó una pieza y luego acompañó a Henrietta cuando ésta cantó. Después, a instancias de lady Hertle, tocaron a dúo, aunque cometieron un sinfín de errores que fueron causa de una gran hilaridad. Finalmente, Henrietta los obsequió con dos preciosas canciones y su sonora voz de soprano llenó la estancia. Mientras cantaba, Hayden pensó que en su rostro siempre había algo que apuntaba a que iba a perderse en la música, algo que podía ser más grande que ella, a pesar de lo cual se resistía a ceder a aquel sentimiento y permanecía siempre en la frontera de lo que podía considerar aceptable en cuanto a expresión del sentimiento musical.

—Tocas con el corazón, querida —aplaudió lady Hertle cuando hubo terminado de interpretar ambas piezas—. Con todo tu delicado corazón.

La velada llegó a su fin rápidamente, demasiado en opinión de Hayden, y de pronto tuvo que despedirse. La señora Hertle se acercó a él un momento, aprovechando que los demás habían volcado la atención en un perrillo que había irrumpido en la estancia perseguido por una doncella horrorizada, que se disculpó profusamente a pesar de que aquel incidente había provocado hilaridad.

—Supongo que no se te ha escapado la moraleja de la historia que ha contado mi tía sobre cómo la cortejaron, ¿verdad? —le preguntó con discreción.

—¿Que uno debería casarse con una mujer lo más parecida posible a una hermana, pero con quien no tenga el menor parentesco? —respondió Hayden.

—Ay, ¿por qué los hombres son a veces tan obtusos? —replicó Elizabeth. Se unió entonces a los demás alrededor del terrier, que había acabado en brazos de lady Hertle y temblaba de emoción.

Después que la irrupción del perrillo hubiese hecho sombra a su despedida, Hayden salió a la oscura calle y descendió hacia el puerto. No fue fácil olvidar aquellas últimas palabras de la señora Hertle, y se descubrió dándole vueltas a la historia del cortejo de lady Hertle. ¿Había pretendido decir que Hayden no debía aspirar a la mano de su sobrina Henrietta porque hacía poco que se conocían? También había opinado que los hombres más dispuestos a enfrentarse al enemigo suelen ser los más reticentes a enamorar a una mujer, o algo por el estilo. Quizá esas palabras apuntaban a que no debía mostrarse tímido a la hora de cortejar a Henrietta, aunque en ese caso, su otra aseveración era totalmente antagónica. Sencillamente Hayden no contaba con ninguna dama a la que conociera desde hacía años y de quien pudiese descubrir que estaba enamorado. En su opinión, la señora Hertle había malinterpretado totalmente las intenciones de su tía: no había mensaje implícito dirigido a nadie, mucho menos a él; tan sólo un comentario sobre las cosas de la vida, uno más entre los muchos que había hecho a lo largo de la velada. Así pues, el teniente optó por apartar el asunto de su mente.

Una hora más tarde entró en la cámara de oficiales, donde encontró a Griffiths sentado a la mesa, con The Times extendido ante sí y una mirada de indignación en el rostro.

—¿Es ése el relato de nuestra reciente travesía, doctor?

—No; es el relato de la travesía de otro barco, porque en esta crónica no leo nada que se parezca a lo ocurrido, aparte del nombre del barco y el tan a menudo repetido apellido del heroico capitán Hart.

—Veo que no le ha afectado a usted tanto como al señor Barthe.

—Nuestro buen piloto de derrota se marchó del barco hecho una furia. En toda la vida había oído yo tanto insulto y tanto juramento. Incluso le dio por maldecir los ojos del capitán, lo cual creía yo que era patrimonio exclusivo del señor Hart. Claro que también se acordó de mencionar otras partes de la anatomía de éste, un exhaustivo catálogo anatómico.

Hayden señaló el periódico extendido en la reluciente superficie de la mesa.

—¿Le ha sorprendido tanto como a mí?

—Por supuesto, señor Hayden. Me sorprendió al principio, unos instantes, pero entonces sentí que mi propia inocencia era la única culpable. Cualquier persona con los pies más asentados en el mundo habría comprendido que desde el principio Hart se proponía hacer precisamente esto. —Tocó el periódico con los dedos—. Esta mañana he ido a visitar a nuestro antiguo capitán. O quizá debería decir que he visitado a su médico, quien me ha hecho creer que Hart no se recuperaba adecuadamente. Incluso llegó a sugerir veladamente que el tratamiento que dispensé al paciente es el responsable de la tardanza del proceso curativo, aunque quizá me equivoque en eso, porque cuando le pedí que me explicara con más detalle el particular, me felicitó por mi destreza, «tratándose de un simple cirujano», apuntó, aunque me aventuraría a afirmar que no es el primer caso como el suyo que ha pasado por mis manos.

—¿Vio usted al capitán?

—No; me dijeron que se sentía indispuesto, aunque descubrí que esta misma mañana había hecho acopio de fuerzas para entrevistarse un buen rato con su abogado. Es terrible lo parlanchines que son algunos ayudantes de boticario.

—Un abogado… —repitió Hayden, pensativo—. Sabrá que no puede culparse a los oficiales por la pérdida de un barco, exceptuando los casos de negligencia mayor.

—En efecto, señor. Sin embargo, el señor Archer estuvo charlando con su hermano, que es abogado, y el caballero era de la opinión de que en un consejo de guerra cualquier oficial haría bien en contar con un buen amigo que, llegado el caso, pueda ayudarle durante su comparecencia.

—¿Y el hermano del señor Archer presenciará la vista, pues?

—Eso creo. —Miró en dirección a la puerta de la cabina del tercer teniente, tras la cual se oía una suave y rítmica respiración—. ¿Ha presenciado alguna vez un consejo de guerra, señor Hayden?

—No.

—Me gustaría poder decir lo mismo, pero me convocaron para que declarara en el juicio a McBride… Sólo pude decir que el dedo que había caído del tomador de la vela había sido amputado con un cuchillo y que nadie a bordo había perdido un dedo hacía poco. Representé un papel insignificante, cierto, a pesar de lo cual me siento como Judas, sobre todo porque todos nuestros temores se han confirmado y McBride ha resultado inocente.

—No cargue usted con los pecados de Hart. Fue él quien acusó a McBride, y fueron los oficiales del tribunal quienes lo declararon culpable y dictaron sentencia sin disponer de las pruebas adecuadas. Usted no tuvo nada que ver.

—Pero no me negará que representé un papel en el drama. Tal vez no el de Judas, pero sí el de un soldado romano. La cuestión es que ese día aprendí hasta qué punto se protegen los capitanes unos a otros, a pesar de la ecuanimidad que fingen. En el caso de McBride, la escasez de pruebas tuvo menos peso que la firmeza con que Hart expuso la culpabilidad del acusado. Lo que me lleva a vaticinar que no encontrarán culpable a Hart si existe otro sobre quien depositar esa carga. —El médico levantó la vista de las páginas del Times y su cabello plateado refulgió fugazmente a la luz de las velas.

—Estoy seguro de que no habrá culpa que atribuir a nadie. La resistencia ofrecida durante el motín fue tan enconada que resulta irreprochable, de modo que ya puede dejar de preocuparse por ello. Respecto a quién culpar por el hecho de que se produjese dicho motín… los insurrectos tendrán que responder por ello. Nadie más. Y no olvide que todos los oficiales y miembros leales de la dotación se condujeron de manera honorable a la hora de recuperar la Themis.

—Se equivoca, señor Hayden. —Griffiths acarició el papel con el dorso de la mano—. En ese momento el capitán Hart, que yacía gimoteando en la enfermería, le ordenó a usted que regresara de inmediato a Inglaterra. Intentó privarle del mando para evitar verse envuelto en el combate que tenía por objeto recuperar el barco que había perdido. Se comportó como un cobarde… No, como un cobarde redomado. Si sale a colación lo sucedido realmente, su reputación se verá arruinada, y no me refiero sólo a su carrera.