Capítulo 22

En el último momento, Baldwin se subió a la cureña del cañón y sacudió en el aire una camisa para que Dryden la viera. Éste giró la rueda de tal modo que el barco emprendió una virada lenta. Hayden distinguió a los amotinados, armados y con el torso desnudo, observándolos con una mezcla de rabia y temor. La otra fragata francesa, La Rochelle, cesó el fuego, pues temía alcanzar la embarcación que creía hermana. Silenciados sus cañones, se situaba rápidamente en posición de descargar una andanada en toda regla sobre la Themis, detalle que los amotinados no podían pasar por alto.

—Veamos, monsieur Marin-Marie, vaya repitiendo todo lo que yo le diga —ordenó Hayden al prisionero—, y nada de trucos o el señor McPherson se verá obligado a ensartarlo con su espada. ¿Me ha entendido?

El francés asintió. Hayden se volvió a los demás y ordenó:

—Y ahora ni una palabra en inglés. Ah, señor Stock, sitúese tras los artilleros para evitar que lo reconozcan. —El propio Hayden se sirvió de Marin-Marie y los marineros de la Tenacious para ocultarse.

—Se habrá dado cuenta de que ambos llevamos el uniforme de capitaine, ¿verdad? —comentó el francés en voz baja.

—Esas sabandijas no caerán en la cuenta. Señor Baldwin, ¿podría apuntar el cañón a esa carronada?

El hombre hizo un gesto a modo de saludo, atento a la orden de no pronunciar una palabra en inglés. Hundió el pie de cabra bajo la cureña y, mediante rápidos movimientos, dirigió ésta tan a la derecha como pudo. A pesar de ello, no pudo apuntar a la carronada, al menos no del todo, aunque el fuego de ésta no les barrería la cubierta antes de que pudiesen disparar. Hayden únicamente vio a unos pocos hombres en la cubierta superior de la Themis, pues el resto se hallaba sirviendo los cañones largos de la cubierta principal.

Hayden apoyó la mano en el hombro de Marin-Marie.

—Y ahora diga en voz alta, tan alto como pueda: «Rindan el barco. Sabemos que son pocos hombres. Arríen la bandera y prepárense para ser abordados».

Marin-Marie representó su papel mejor de lo que Hayden había esperado. Pronunció las palabras con audacia y en tono imponente. Los amotinados no lo pasaron por alto. Los que se hallaban en el alcázar se enzarzaron en una disputa, pero el tiempo apremiaba.

Uno de los hombres, Jarvis, se apartó del grupo y se acercó al pasamano.

—Somos amotinados ingleses —voceó haciendo bocina con las manos, a pesar de que la distancia entre ambos navíos podía medirse en metros—. Hemos destituido a nuestros oficiales y deseamos entregar el barco en el puerto de Brest. Deseamos unirnos a ustedes. ¿Lo entienden? Unirnos a la Revolución…

—Diga: «Depongan las armas y hablaremos» —susurró Hayden.

Monsieur, depongan las armas y parlamentaremos —respondió el oficial francés. Entonces, en un aparte a Hayden, se disculpó—: Disculpe, monsieur, he dicho «parlamentaremos».

Pero a Hayden no le importó. Vio moverse la carronada, con los hombres agachados tras ella. Conocía al marinero que sostenía el botafuego, un ayudante del velero llamado Dalford Black, cuya calva relucía perlada de sudor. Hubo cierta vacilación a bordo de la Themis, pues no se llegaba a un acuerdo sobre qué decisión tomar. Finalmente llegaron a una conclusión.

—¿Y vernos encerrados en una cárcel francesa? —voceó uno de los amotinados—. ¡Antes muerto!

Hayden localizó entre los demás a Stuckey, el hombretón de tierra adentro, justo cuando éste apuntaba con la pistola y disparaba. Marin-Marie giró sobre los talones y cayó en cubierta doliéndose de una herida en el brazo.

—Fuego —ordenó Hayden a Baldwin, y el cañón, caliente tras tanto trabajo, dio un brinco y astilló una parte de la batayola de la Themis—. ¡Abandonad el castillo de proa! —ordenó, al tiempo que tiraba de los hombres y ayudaba a Marin-Marie a ponerse en pie—. Llevadlo al cirujano —ordenó a los infantes de marina que escoltaban al prisionero francés.

Entonces disparó la carronada, sumiéndolos en una lluvia de astillas; no obstante, no se encontraban en línea de fuego directa.

—Fuego a discreción —ordenó Hayden a Tristram Stock, quien se volvió e hizo la señal acordada de antemano al hombre que aguardaba instrucciones en el portalón.

La orden circuló hasta llegar bajo cubierta, así como a las brigadas que servían los cañones del alcázar. Hayden desenvainó la espada, la puso en alto y repitió a viva voz esas mismas palabras en francés.

Se oyó el estampido del primer cañón, que sacudió la cubierta y reverberó en el aire. La Themis respondió al fuego con fuego, a tan corta distancia que el estruendo fue ensordecedor. El humo los envolvió. A través de la nube blanca dispararon las armas ligeras, prácticamente al azar. Una bala encontró la hoja del alfanje de Hayden y se la arrancó de la mano, pero el capitán la recogió enseguida, intacta.

Los marineros destacados en el aparejo amollaron escotas y los estayes ondearon sobre la cubierta. Arriaron las vergas superiores hasta que la lona colgó de la percha, y cargaron trinquete y mayor para protegerlas del fuego. Fue un trabajo limpio, ejecutado por los marineros de la Tenacious, que enseguida descendieron por los estayes para armarse.

El trozo de abordaje se reunió en el portalón y el alcázar. Hayden no pudo contar a los hombres debido al humo, pero se subió al pasamano cuando arrojaron los arpeos sobre la Themis. Allí se encontró frente a frente con hombres junto a quienes había servido apenas un par de días antes: Jarvis, Clark, Freeman, y un segundo del condestable llamado Pool.

A medida que los cañones largos daban en el blanco, ambos barcos dispararon casi a un tiempo, tras lo cual el humo levantó una ola de calor y el estruendo de la madera astillada se volvió ensordecedor. Pronto fue imposible hacerse oír mientras ambos barcos se disparaban a una distancia medible en pasos. Los hombres se arrojaron con denuedo sobre la cubierta enemiga. Hayden empuñó una de sus pistolas y, entre el humo, se encontró cara a cara con William Pool, un hombre amable que siempre lo había tratado con respeto. El marinero lo miró con gran sorpresa mientras levantaba la pistola y Hayden lo mató de un solo disparo.

El abordaje de ambos barcos empujó al capitán en funciones a saltar el vacío que separaba ambas regalas. Uno de los tacones se le trabó en la batayola de la Themis y aterrizó torpemente junto a Pool, quien había caído desmadejado en el tablonaje. Hayden se apresuró a levantarse y comprendió que el único motivo de que siguiera con vida era la escasa presencia enemiga en la cubierta de la Themis. Pero entonces los marineros llegaron en tromba procedentes de la cubierta inferior, después de haber abandonado los cañones.

Su propia dotación superó la batayola y Hayden se vio sumido en el fragor del combate cuerpo a cuerpo.

—¡No dejaremos que nos aprese una pandilla de franceses sifilíticos! —rugió un hombre mientras cargaba sobre Hayden esgrimiendo una pica de abordaje.

Hayden se hizo a un lado y notó cómo la pica le rasgaba el hombro de la casaca. En respuesta le lanzó un tajo terrible a la garganta, pero en lugar de degollarlo le alcanzó los ojos. Cuando el herido cayó de espaldas, Hayden se vio atacado por otro hombre. Los amotinados luchaban con desesperación, pero la rabia de quienes habían sido sus víctimas pronto equilibró la balanza. Por un tiempo, la lucha fue un tira y afloja, pero la sorpresa de los amotinados cuando descubrieron que no se enfrentaban a franceses, sino a sus antiguos compañeros de rancho, atenuó un tanto su determinación. Lentamente, Hayden, agotado, empezó a ver que los rebeldes reculaban por los portalones, en franca retirada. Algunos incluso se arrojaron a la cubierta principal.

—¡Señor Hawthorne! —voceó Hayden sin reparar en que el infante de marina se hallaba a dos pasos de él—. Debemos asegurar los pañoles de la pólvora.

El joven asintió y se dispuso a reunir a un grupo de hombres. Hayden corrió por el portalón, arrastrando a otros a su paso. Saltaron a la cubierta principal, donde encontraron una macabra escena de muerte y destrucción, un lugar donde el olor a humo y sangre lo impregnaba todo.

Cuando se acercaron al tambucho, los amotinados subieron en tropel por la escala. Hayden y los hombres que lo seguían se escudaron tras los cañones cuando los otros abrieron fuego de armas ligeras, las balas resonando contra metal y madera. Antes de que los amotinados pudiesen cargar de nuevo las armas, Hayden condujo a los suyos al cuerpo a cuerpo. Los amotinados recularon hasta el tambucho, pero allí se plantaron, luchando con salvaje abandono, apenas conscientes de las heridas que se les infligían.

—¡Ahí estás, maldito Franklin Douglas! —voceó uno de los hombres de Hayden—. Esta te la debía, condenado cabrón. —Y se lanzó a fondo para tumbar al amotinado de una sola estocada.

Temiendo que sus hombres se viesen empujados a la retirada, Hayden sacó su otra pistola y disparó al adversario más feroz, un gaviero llamado Michaels. La bala le alcanzó en la boca y el impacto lo derribó escalera abajo. Los amotinados mantuvieron la posición unos momentos más, pero luego se retiraron con cierto atropello. Sin tenerlas todas consigo, Hayden los siguió, alerta y agazapado, atento a los rincones oscuros, temiendo ser objeto del fuego enemigo en el momento más inesperado, pero los rebeldes se habían retirado o yacían tendidos en la cubierta inferior. El fragor de la batalla había cesado por completo. Un silencio peculiar, fúnebre, envolvió el barco. Un grupo de la Dragoon salió de la camareta de guardiamarinas e hizo seña de que el lugar estaba despejado.

Hayden condujo a sus hombres a la cubierta del sollado y al pañol de la pólvora, que encontró forrado de mantas humedecidas para impedir que se produjesen chispas. El lugar estaba prácticamente a oscuras, aunque se filtraba algo de luz del pañol contiguo, la llamada caja del farol, donde un par de linternas colgaban tras un nicho cubierto de cristal para servir de ayuda a los pajes que trajinaban con la pólvora.

La puerta del pañol estaba entornada y Hayden la abrió un poco más. En el interior, iluminado por el turbio fulgor que emanaba de la caja del farol, distinguió a un hombre encogido de dolor y con el rostro perlado de sudor. Giles, el gigantón, recostaba todo el peso de su cuerpo en el mamparo, con una mano en el costado y con la otra empuñando una pistola apuntada a un tonel abierto. A su alrededor, iluminado por la tenue luz, distinguió un reguero formado por granos de pólvora.

—Giles… —dijo Hayden, intentando que la voz le sonara suave y razonable—. ¿Qué estás haciendo?

El joven no pudo disimular su sorpresa.

—Señor Hayden… ¿Es usted, señor?

El capitán en funciones abrió un poco más la puerta para que ambos pudieran verse.

—Así es, Giles. Tranquilízate.

—¿Se ha pasado a los franceses, señor?

—En absoluto, Giles —respondió Hayden, intentando poner coto al miedo que delataba su voz, con la garganta y la boca secas—. Gobierno la presa francesa que hicimos en Belle-Île y nos hemos vestido de franceses para engañar al enemigo. Encontramos a los oficiales de la Themis y algunos tripulantes navegando a la deriva en los botes.

—Entonces, ¿se encuentran bien?

—Perfectamente —respondió, y esbozó una sonrisa—. El señor Barthe me contó que no participaste en el motín, pero que Stuckey no te permitió embarcar en los botes. Está dispuesto a dar testimonio de ello en el consejo de guerra, y el señor Hawthorne me ha asegurado que hará otro tanto. Puedes bajar esa pistola. Estoy seguro de que te declararán inocente.

El muchacho negó con la cabeza.

—Los que somos como yo no nos libramos, señor Hayden —dijo entristecido—. A mí me ahorcarán. Para muestra, lo que le hicieron a McBride, que ni siquiera era culpable…

A Hayden no le gustó el tono de Giles: fue como si supiera que McBride era inocente.

—Pero tú no mataste a Penrith —aseguró Hayden con convicción—. Stuckey mintió.

Por un instante dio la impresión de que el joven iba a romper a llorar.

—No quería hacerlo, señor Hayden. Pensé que lo asustaría, que conseguiría que dejase de insistir para que firmase esa petición. Stuckey me contó que me colgarían por firmarla, pero Penrith sacó un cuchillo y…

—Y dejaste que ahorcaran a McBride en tu lugar… —concluyó Hayden, perplejo.

—Era un mentiroso de tierra adentro. Nadie derramó ni una lágrima cuando lo colgaron de la verga.

Hayden hizo un esfuerzo por disimular el asco que sentía.

—Aparta esa pistola, Giles. Vas a matarnos a todos, a ti incluido.

—Me han dado en las tripas, señor Hayden. La sangre y la mierda me salen por el culo. —Cerró los ojos un segundo. La mano que empuñaba la pistola empezó a temblarle visiblemente.

—El cirujano ha cosido heridas peores.

El muchacho hizo un gesto negativo.

—Dígale a sus hombres que suelten las armas, señor Hayden, o haré que la Themis salté por los aires.

—Es evidente que la muerte de Penrith fue un accidente por el que has vivido torturado desde entonces. ¿De veras estás dispuesto a matar a dos centenares de personas?

—Yo ya estoy condenado al infierno. No vendrá de unas cuantas muertes más.

Vio que el herido acariciaba el gatillo con el pulgar, después de haber amartillado el arma. De pronto, alguien dijo en voz baja detrás de Hayden:

—Giles…

Al volverse, Hayden vio que Aldrich, muy demacrado, se abría paso entre los hombres situados a su espalda. Cada movimiento que hacía le causaba un terrible dolor, pero a juzgar por su expresión estaba decidido a seguir adelante. Hayden le cedió el paso como si se tratara de un oficial superior. A punto estuvo incluso de llevarse la mano al sombrero.

—¿No ha habido ya suficientes muertes? Cuando hablábamos de poner rumbo a Estados Unidos no pretendíamos que pasara nada de esto. —Aldrich abrió la puerta y luego se encorvó para sentarse al pie del escalón interior, apoyando todo el peso en el marco.

—Señor Aldrich… —dijo el muchacho antes de que las lágrimas le surcaran las mejillas—. Ya nada importa, es como si todos estuviéramos muertos…

—No todos —replicó Aldrich con tristeza y decepción—. El señor Hayden no, ni el señor Wickham. Ni muchos de tus compañeros de rancho. Yo tampoco he muerto… aún. —Extendió la mano—. Pero sí han muerto muchos de los nuestros, Giles. Los suficientes.

El joven empezó a sollozar y la mano le tembló vivamente. De pronto una punzada de dolor le hizo doblarse por la cintura y soltó un grito.

—Lo siento, señor Aldrich… pero esto es lo que acordamos. Juré que dispararía sobre el barril de pólvora si nos apresaban. Si no lo hago, nos ahorcarán a todos…

Hayden reparó en que había cesado el fragor del combate. Un silencio espectral se adueñó del barco. De un momento a otro esperaba que ese silencio se viese quebrado por una explosión mucho más terrible que cualquiera de las que había presenciado, momento en que Charles Saunders Hayden abandonaría el mundo de los vivos.

Cuando Giles cerró de nuevo los ojos debido al dolor, Aldrich dio un paso al frente en silencio, con una mano extendida para aferrar el arma.

Hayden entró en el pañol tras el marinero.

Aldrich, pese a que estaba muy debilitado, logró agarrar la pistola y se puso a forcejear con Giles. Entonces Hayden se adelantó y propinó a Giles un puñetazo en el abdomen, haciéndolo doblar de dolor. Luego aferró al herido con ambas manos y lo arrastró fuera del pañol, a pesar de que Aldrich seguía forcejeando con su compañero de rancho y no soltaba la pistola. Los tres cayeron en cubierta hechos un ovillo, y en la refriega Hayden procuró hacerse con el arma, pero Aldrich logró destrabarse y yació inmóvil, exhausto, con el arma en la mano apoyada en el pecho.

Alguien tuvo la iniciativa de cerrar la puerta del pañol de la pólvora. Hayden se sacudió de encima al muchacho y se puso de rodillas.

Giles seguía en el suelo retorcido de dolor, jadeando. Wickham se agachó rápidamente junto a él y lo puso boca arriba, pero el gigantón sufría convulsiones y tenía los ojos en blanco. Al final se quedó inmóvil tras exhalar un hondo suspiro, como si hubiese hallado una satisfacción inesperada en aquel último instante de vida.

—Aldrich, ¿está usted herido? —preguntó Hayden.

El marinero negó con la cabeza, hizo una pausa y finalmente asintió. Se echó a llorar al tiempo que soltaba la pistola, que cayó con un golpe seco en la cubierta. Se tapó los ojos y, tras tumbarse de lado, todos los presentes vieron las heridas que tenía en la espalda.

Nadie supo qué decir. Permanecieron mudos, incómodos, conmovidos por el dolor de aquel hombre a quien todos respetaban. Aldrich lloró con ganas, pero se calmó enseguida, y cuando se puso en pie con dificultad, secándose las lágrimas con los dedos callosos, los hombres se acercaron para ayudarlo.

—Se la ha jugado usted a conciencia —dijo el capitán en funciones de la Dragoon, reparando en que sin darse cuenta lo trataba de usted.

—Había puesto el dedo en el gatillo, señor. De hecho llegó a apretarlo, pero el resorte no se movió.

—De no ser por su valentía, ahora estaríamos muertos —declaró Hayden. Y dirigiéndose a sus hombres—: Por favor, llevad al señor Aldrich de vuelta a la enfermería. Y pedid al cirujano que lo atienda lo antes posible.

Apostó tres centinelas en el pañol, subió la escala y se dirigió a popa por la cubierta inferior. Cerca de la camareta se encontró con Hawthorne, que descendía por la escala de toldilla.

—¿Ha asegurado el pañol, señor Hawthorne?

—Así es, y no crea que nos costó mucho, porque no había ni un alma cerca.

—Supongo que habrá destacado algunos hombres de confianza…

—En efecto. —El teniente de infantería de marina tenía el pelo pegado a la frente debido al sudor, y llevaba una mano envuelta en un vendaje improvisado.

—En tal caso, reúna algunos hombres y registren las cubiertas de proa a popa, por si queda alguna rata oculta que pueda causarnos un disgusto.

—A sus órdenes.

Hayden subió a la cubierta principal, donde descubrió a un oficial francés encaramado a la batayola, espada en mano. Sorprendidos, los hombres de la Themis se quedaron paralizados. Hayden metió la mano en el bolsillo de la casaca y sacó un pañuelo que se llevó a la boca.

Monsieur! Monsieur! No aborden el barco —advirtió en francés—. Estos ingleses tienen la fiebre, la fiebre amarilla. Por eso queda sólo la mitad de la dotación. El resto ha muerto. ¡Aléjese! ¡Aléjese! —Sacudió el brazo para ahuyentar al recién llegado—. ¡Vuelva al bote de inmediato!

El oficial titubeó un instante mientras su perpleja mente asimilaba la información que Hayden acababa de darle. Acto seguido, se encaramó de nuevo a la batayola y descendió por la escala de mano.

Hayden lo siguió para echar un vistazo a los franceses que habían abarloado los botes a la fragata.

—La fiebre —decían—. Tienen la fiebre. —Y estas palabras corrieron como la pólvora y, al igual que ésta, prendieron tal sensación de alarma que los franceses huyeron atropelladamente, a veces abordándose mutuamente de regreso a su embarcación.

Cuando el bote que iba en cabeza dejaba atrás la popa de la Themis, Hayden oyó que alguien gritaba en francés:

—¡Son ingleses! No os dejéis engañar. ¡Son ingleses! —De pronto la voz enmudeció. Al volverse, Hayden vio que Marin-Marie era apartado del pasamano de la Dragoon, a pesar de sus ímprobos esfuerzos por aferrarse al obenque.

—¡Llevad a ese loco al cirujano! —ordenó a voz en cuello Hayden en francés—. ¿Acaso no tenemos ya suficientes problemas? —Y se volvió hacia el oficial del bote—. Haremos cuanto esté en nuestra mano en este buque y luego lo remolcaremos al fondeadero de cuarentena. ¿Tendrá la bondad de adelantarse para alertar a las autoridades portuarias, para evitar que se nos acerquen los botes?

—¿No necesita nuestra ayuda? —preguntó el oficial, de pie en la bancada de popa.

—No, gracias, teniente. Nos las apañaremos. Espero que no lleve usted estas terribles fiebres a su barco.

A pesar de la distancia que mediaba entre ambos, Hayden tuvo la impresión de que el hombre palidecía.

—Buena suerte —le deseó el oficial antes de sentarse y ordenar a los remeros que bogaran con alma.

Mon capitaine —dijo Wickham, dirigiéndose a él en francés—. ¿Cuáles son sus órdenes?

—Reúnan a los prisioneros ingleses y aíslen a los enfermos. Es necesario separar los heridos ingleses de los nuestros. Que su médico los atienda. —Hayden reparó en Barthe—. Emprenderemos las reparaciones y nos dispondremos a remolcar la presa a Brest. —Y luego, en inglés, susurró—: Reparemos ambos barcos, señor Barthe, pero no antes de que anochezca. Tengo intención de escabullirme en cuanto caiga la noche.

Por primera vez contempló la cubierta, escenario de una auténtica carnicería, pues los muertos y heridos yacían por doquier. Algunos amotinados que presentaban heridas de consideración eran vigilados por los soldados de Hawthorne y por marineros armados. Acompañado por un par de guardiamarinas, Archer se desplazaba entre los hombres postrados, ocupándose de la macabra labor de separar a los heridos de los muertos.

Al considerar segura la distancia que los separaba de los botes franceses, Hayden se dirigió en inglés al primer teniente.

—¿Cuántas bajas hemos sufrido, señor Landry? ¿Lo sabemos ya?

—El señor Archer lleva las cuentas, señor. —Titubeó y su entereza se resquebrajó un poco, aunque finalmente logró contenerse—. Me temo que la cuenta del carnicero será terrible, señor. Me atrevería a asegurar que no quedan ni veinte amotinados con vida, todos ellos heridos, porque han luchado hasta la muerte o hasta verse obligados a rendirse. Nadie entregó el arma por propia voluntad.

—No querían caer prisioneros… ni en manos de los franceses ni en las nuestras. Encontramos a Giles cuando se disponía a prender el pañol de la pólvora.

Landry se pasó la mano por el cabello, turbado por la noticia.

—Y yo me sentía afortunado de haber sobrevivido a la riña…

Hayden levantó la vista.

—Señor Landry, tenga la amabilidad de ordenar que aferren esas velas; de lo contrario acabarán hechas harapos.

Landry quiso llevarse la mano a un sombrero que había perdido en el abordaje y se dispuso a cumplir las instrucciones.

Con la Dragoon aferrada al costado de babor, la Themis se había desplazado lentamente de tal modo que acabó con el viento por el través, de manera que las velas se zarandeaban de las drizas. Por suerte, ni el mar ni el viento eran de consideración.

Los heridos fueron llevados a la Dragoon para recibir las atenciones del cirujano. A popa se había formado un corrillo de hoscos amotinados, y cada pocos minutos se sumaban otros más, a quienes habían hallado escondidos bajo cubierta. Allí había astillas por todas partes y el aparejo colgaba hecho trizas.

—¡Capitán Hayden! —La voz de Wickham lo interrumpió del repaso de los daños sufridos. A Hayden no le sorprendió encontrar al teniente en funciones de pie en el pasamano del coronamiento de popa, mirando a través del catalejo.

—El capitán francés aún tiene el barco al pairo y está izando señales, señor.

Hayden se hizo visera con la mano para contemplar la fragata, que no se encontraba tan lejos como le habría gustado.

—¿Qué ha sido de nuestro libro de señales, señor Wickham?

—Iré a buscarlo, señor. —Wickham no tardó en regresar, hojeando rápidamente el volumen—. ¡Aquí está! —Señaló con el dedo en la página—. Es la señal conforme se mantienen en las inmediaciones, dispuestos a prestar ayuda.

—Maldito francés metomentodo —oyó mascullar a Hawthorne en perfecta consonancia con el sentir del propio Hayden.

—¿Respondo, señor? —preguntó Wickham.

—Dé por recibida la señal. Que uno de los nuestros vigile la fragata francesa. Ojalá abriguen buenas intenciones, pero ese condenado Marin-Marie podría haberlos hecho dudar; quizá se nos ha escapado algún detalle que se les haya antojado «poco francés». —Echó un vistazo al tiempo que se preguntaba qué podía ser. Pero, desgraciadamente, no tenía tiempo de profundizar en la cuestión, ni de pensar demasiado en el barco francés que paireaba cerca—. Pase la orden de no dar voces desde los topes o la cubierta. El sonido puede cubrir una gran distancia sobre el agua, como bien sabe. Señor Barthe, tendrá usted que pronunciar las órdenes en un tono normal o despachando gente para que las transmita.

El piloto saludó.

—Señor Hawthorne, creo que nuestros amotinados se han ganado unos grilletes.

El teniente de infantería de marina esbozó una sonrisa esquinada y asintió.

Hayden se dirigió a buen paso a proa.

—Cuando hayan terminado allí, señor Archer, debemos revisar la cubierta principal. Aún hay hombres tendidos, demasiados, aunque mucho me temo que todos muertos.

—A la orden, señor —respondió el segundo teniente, dirigiéndole una mirada torva.

—¿Dónde está el carpintero?

—En la bodega, capitán —respondió Stock.

—Justo la persona que andaba buscando. Stock, transborde a la Dragoon y compruebe si hay alguna vía de agua.

El joven se alejó presuroso.

Ya en el portalón, Hayden contempló la cubierta principal y vio a Chettle, que asomaba procedente de la cubierta inferior.

—¿Cuál es el diagnóstico, señor Chettle? ¿Nos hundimos o flotamos?

—Flotamos, señor, al menos de momento. Ha sufrido muchos daños: el tablonaje está muy perjudicado; las curvas de peralto, hechas astillas; la madera presenta grietas y demás. Sin embargo, a pesar de todo embarca poca agua.

—A flote, pues. ¿Ha inspeccionado la Dragoon?

El hombre lo miró con ojos bizcos.

—Tendré que transbordar y echar un vistazo, señor Hayden.

—He enviado a Stock para que compruebe si embarcaba agua, pero preferiría contar con su experta opinión.

Chettle se llevó los nudillos a la frente y, seguido de sus ayudantes, se introdujo por la porta astillada de un cañón para transbordar al barco abarloado. Hayden descendió a la cubierta principal para evaluar los daños sufridos, pero le costó ver más allá de la carnicería que había tenido lugar allí. Ambos barcos se habían disparado mutuamente a una distancia de pocos metros, y el estado de la cubierta daba fe de ello. La mayoría de las portas estaban destrozadas, y el resto se había quebrado en el abordaje. Pero el daño no era tanto como había esperado. El barco era más o menos estanco, o al menos lo suficiente para permitirles poner rumbo a Inglaterra.

Wickham saltó desde el portalón y no pudo disimular la reacción que le provocó semejante escena.

—¿Dónde está Franks, Wickham? ¿En el aparejo?

—Lo llevaron al doctor, señor Hayden.

—Espero que no esté herido de gravedad.

—No lo sé, señor. Holbek acaba de decírmelo.

—Tendré que sustituir a Franks como pueda.

Hayden dividió a la dotación y puso a Landry, Barthe y Archer en la Themis, mientras que él hizo lo que pudo con uno de los segundos de Franks, un puñado de marineros de primera, y otro grupo algo más numeroso compuesto por hombres de tierra adentro y marineros ordinarios. Ambos barcos se separaron para evitar el castigo de verse empujados el uno sobre el otro, y para facilitar también las labores de reparación de los costados. La escasez de marineros capacitados y la incesante trayectoria del sol a poniente dio como resultado que el trabajo no pudiera hacerse a plena satisfacción de Hayden, pero tenían que escabullirse aquella misma noche, antes de que otro barco francés diera con ellos. Hayden no estaba seguro de que el engaño de la fiebre amarilla le permitiera salir airoso una segunda vez.

El mar, que había permanecido prácticamente en calma, creció considerablemente con una corriente del sudoeste. El viento frío los alcanzó cuando un manto gris se extendió a poniente en el horizonte sobre el limpio cielo azul.

—Ve a buscar al señor Wickham, por favor —ordenó Hayden a un paje para que éste avisara a su único teniente.

El joven no tardó en llegar con su holgado uniforme, que se le movía extrañamente al andar.

—Va a estallar una tormenta, señor Wickham, y la ampolleta del barómetro coincide con mis observaciones. Busque al condestable y asegúrese de que todos los cañones estén batiportados con doble trinca, y si las reparaciones no lo permiten, que los amarren de lado. Que se claven todas las escotillas, exceptuando la de proa. Únicamente tendremos tiempo de asegurar los mastelerillos, pero las vergas habría que arriarlas. Arríe también la verga de gata. Deberíamos reforzar puños y brazas, contrabrazas a babor en las vergas inferiores, y armar el aparejo de la caña del timón. —Hayden concluyó el repaso mental de su lista.

—¿Metemos los botes, señor? —preguntó Wickham.

—Eso también. Y asegúrese de que el racamento de la verga de gavia está bien hecho, porque se ocupó de ello uno de tierra adentro y no habrá tiempo de pergeñar otro.

—No llegaremos a terminar todas las reparaciones antes de que nos alcance la tormenta.

—Me temo que tiene usted razón. —Hayden lo meditó unos instantes—. Señor Wickham, tenga la amabilidad de visitar a los presos franceses acompañado de algunos infantes de marina. Mire a ver si da con su carpintero y su contramaestre, y cualquiera de sus ayudantes. Se los confiaremos al señor Hawthorne. Prefiero que un marinero francés diestro se ocupe del trabajo a que lo haga un infante de marina manazas, más apto para vigilar a los prisioneros. Permitiré que algunos de estos prisioneros suban a cubierta, un puñado cada vez, ya que además no han tomado el aire en todo el día. Por desgracia, esa condenada fragata francesa sigue demasiado cerca para mi gusto.

Wickham dejó a Hayden observando el mar, que oscurecía por momentos. Consultó la ampolleta de nuevo y comprobó que la aguja seguía bajando. Los hombres abandonaron la labor en el casco para encaramarse al aparejo armados de jimelgas y pallete, para forrar y asegurar en lo posible palos y velas. Forraron los cables para evitar el exceso de trabajo, y sujetaron con bozas las vergas superiores. Los hombres de la Tenacious trabajaron repartidos en eficaces equipos que apenas necesitaban recibir órdenes.

Cuando el día dio muestras de flaqueza, un bote procedente de la fragata enemiga, situada aún a cierta distancia, partió de ésta dispuesto a cubrir el trecho de mar que los separaba. Cuidando de no caer a sotavento, vieron a un teniente sorprendentemente maduro de pie en la bancada de popa.

—Capitán —dijo cuando se situó a la voz—. Mi capitán pregunta si cuenta usted con materiales suficientes para las reparaciones, y si su médico dispone del instrumental necesario.

—Transmita mi más sincero agradecimiento a su capitán, y dígale que nos apañaremos con lo que contamos a bordo —respondió Hayden en francés—. No conviene que se acerque usted más. Muchos son los fallecidos debido a la fiebre. —Hayden señaló la lejana costa—. La rada de Brest no está lejos.

—Se acerca una tormenta, capitán. Tiene el casco dañado por el inglés. Debería poner proa al puerto en cuanto pueda largar la lona.

—Así lo haremos, teniente. Así lo haremos.

Por un momento dio la impresión de que el francés iba a añadir algo, pero finalmente se limitó a saludar con la mano.

Bonne chance, capitaine. —Tomó asiento y, para horror de Hayden, ordenó al timonel poner proa a la Themis.

Hayden comprendió demasiado tarde que también tenía que haberle informado que el barco inglés estaba bien provisto. El bote bogó hasta situarse cerca de la Themis, a la que el teniente formuló la misma pregunta.

Archer asomó por el coronamiento y respondió en francés que estaban efectuando las reparaciones. Asimismo, le advirtió que mantuviese las distancias debido a la fiebre.

El tipo del bote hizo bocina con las manos y elevó la voz, lo suficiente para imponerse al rugido del viento:

—No, señor, preguntaba si cuentan a bordo con los materiales necesarios para realizar las reparaciones, y si su cirujano necesita alguna medicina que podamos proporcionarles.

—Nos apañaremos —respondió Archer, sin hablar demasiado alto—. Gracias, teniente. Es usted muy amable.

Hayden exhaló un suspiro de esperanza: a distancia, y con el rumor del mar y el viento de fondo, costaba mucho apreciar el acento de Archer. Sin embargo, entonces vio que el teniente francés hablaba con su timonel.

Hayden pidió el catalejo y enfocó al oficial francés, inclinado sobre el timonel.

—Vaya a buscar al señor Wickham, señor Stock —susurró al guardiamarina.

El teniente en funciones se presentó enseguida.

—Señor Wickham, mucho me temo que hemos sido descubiertos. Reúna a todos los hombres no imprescindibles para las reparaciones del casco y dispóngalo todo para dar la vela. Que suban a bordo todos los andamios. Dispare un cañón y enarbole señales dirigidas a la Themis, señales inglesas. Tenemos que partir de inmediato.

Wickham no perdió el tiempo haciendo preguntas. Descendió por la escala de toldilla con tal estruendo que dio la impresión de tocar la generala con la suela de los zapatos.

Al instante subieron a cubierta varios hombres, aunque no los suficientes, y cobraron los tablones que previamente habían empleado los carpinteros a modo de andamio, a fin de tenderlos en los portalones.

El barco paireaba con poca lona, la suficiente para atenuar el balanceo, lo que constituía una gran ayuda para quienes trabajaban en el aparejo. Dar la vela con tan poca gente era un proceso tan lento como laborioso. El propio Hayden echó una mano a la hora de bracear las vergas, y haló de las brazas con un ojo puesto en el bote francés que recorría una mar cada vez más picada. La oscuridad se extendía rápidamente, ayudada por unas nubes negras como la pólvora.

Pusieron las vergas en cruz y largaron toda la lona que fue prudente. El barco cobró andadura e hizo avante.

—Noroeste cuarta norte, señor Wickham.

—A la orden, señor. Me pregunto si alguno de nosotros podría echar un vistazo atrás, señor Hayden. No hemos podido terminar las reparaciones en el casco y me temo que la Themis embarcará agua.

—Yo me ocupo, señor Wickham, pero procure que alguien se ponga a achicar la bomba de inmediato.

Hayden echó un último vistazo al barco francés. El bote, prácticamente invisible en aquel mar que oscurecía por momentos, casi había alcanzado la fragata, y a pesar de la distancia columbró los remos blancos que relampagueaban entre las cabrillas.

Descendió con cuidado por una escala que habían tendido de manera provisional desde un portalón y se vio sumido en una oscuridad casi absoluta. Las linternas colgaban por doquier, o eran sostenidas por pajes cuya tarea consistía en iluminarle un rincón particular al carpintero que se encargaba de las reparaciones sin dejar de gruñir.

—Capitán en cubierta —anunció alguien, y quienes no tenían las manos ocupadas se llevaron los nudillos a la frente. Había conservado a Chettle a bordo de la Dragoon, porque la estructura de ésta, menos recia, era la que se había llevado la peor parte. Un francés, probablemente uno de los carpinteros, hacía aspavientos y hablaba en su lengua a toda velocidad.

—¿A qué viene ahora todo eso del tulipán? —respondió Chettle bruscamente.

—¿Cuál es el problema, señor Chettle?

—Este maldito franchute, y disculpe mis modales, señor. Este francés, que Dios bendiga su oscuro corazón de papista, está farfullando algo que no logramos entender, señor.

Hayden se dirigió al carpintero en su propia lengua. Cuando éste hubo terminado de explicarse, al capitán en funciones de la Dragoon se le escapó la risa.

—Vaya, me alegra saber que este pobre hombre sólo estaba bromeando —gruñó Chettle.

—Dice que la estopa, l’etupe, está muy hundida, y que cuando los tablones se dilaten acabarán expulsándola —explicó Hayden al carpintero.

—Swinburn lleva veinte años trabajando de calafate, señor, y vamos, digo yo que conocerá su oficio. La hundió con fuerza, señor, pero estos tablones en concreto estaban casi verdes y no se hinchaban adecuadamente. Entonces los alquitranamos con brea y apuntalamos bien las costuras. Hicimos lo propio en la cubierta inferior, pero forramos los tablones nuevos con loneta embreada antes de apuntalarlos, un auténtico quebradero de cabeza, señor, aunque en estas circunstancias es el mejor método. En ciertos puntos de la nave no bastaría con clavos más pequeños, puesto que ambos barcos se arrimaron tanto que se produjeron grandes destrozos. Embarcará un poco de agua, señor Hayden, al menos hasta que los tablones secos se adapten. Luego se convertirá en un barco tan estanco como quepa desear, dado el tiempo y los materiales de que disponíamos.

—Mientras aguante la tormenta…

Chettle respondió a eso con un gesto en el que mezcló inclinación de la cabeza con encogimiento de hombros, lo cual no transmitió precisamente una gran confianza a Hayden.

Descendió a la cubierta inferior, linterna en alto. Había un centímetro de agua, y cuando el casco se hundía en el oleaje, había filtraciones por los tacos.

—Si sube el nivel en esta cubierta, habrá que hacer algo para solucionarlo, señor Chettle. Unos pocos centímetros de agua en movimiento bastan para poner en peligro la estabilidad de un barco.

Luego anduvo rápidamente por cubierta, inspeccionando lo necesario. Las reparaciones se habían efectuado principalmente desde la parte exterior del casco, aunque era posible ver las fracturas, reparadas con prisas. Hayden juzgó satisfactorio el resultado, a pesar de que no era el mejor trabajo del mundo.

Descendieron al sollado y a la improvisada enfermería. Hayden se abrió paso entre los coyes que colgaban de los baos y comprobó que el casco estaba intacto. Sin embargo, el agua se filtraba por los tablones de la cubierta superior. Se habían repartido tinas para las goteras, e incluso había algunas colgando del techo, pese a todo lo cual la cubierta estaba húmeda. Se habían armado toldos de loneta encima de algunos coyes.

—¿No hay nada que pueda hacerse respecto a esta agua, señor Hayden? —preguntó Griffiths.

—No tardará en solucionarse, doctor —respondió el carpintero, adelantándose a Hayden—. No se preocupe.

—Creo que el señor Chettle tiene razón, doctor. La madera se hinchará a medida que se empape de agua y las filtraciones cesarán. Hasta que llegue ese momento, enviaré algunos hombres con baldes y lampazos.

—Rezaremos para que no tarde toda la noche en hincharse —respondió el médico—. ¿Nos espera una tormenta?

—Me temo que sí. ¿Cómo le va?

—Ha pasado lo peor, pero tenemos muchos heridos, incluyendo a los amotinados —respondió Griffiths en voz baja—. Aunque contamos con dos cirujanos, y créame si le digo que el doctor Bordaleau es muy competente, sobre todo con el serrucho y el cuchillo de amputar, lo cierto es que apenas damos abasto.

—En este momento todos nos vemos sometidos a una gran presión. Yo debo ocuparme de una tormenta y apenas dispongo de gente para arrizar la mayor. Confío en que hará lo que pueda, mientras nosotros hacemos lo propio. ¿Cómo se encuentra Franks?

—Muy dolorido. Le cayó una verga encima del pie. Seguramente tendré que amputarlo, pero antes de decidirme esperaré a que baje la mar, por si aún puedo salvarlo.

—Pobre Franks… Luego le haré una visita, si puedo. Debo reanudar la inspección, si no le importa, doctor.

Al volverse vio a un hombre sentado en una silla con la cabeza y medio rostro cubierto por una venda. El hombre levantó la mano, también vendada.

—Señor Muhlhauser…

—He sido víctima de mi propia invención, señor Hayden. Estoy convencido de que fue mi propio cañón el que disparó en el costado y me alcanzó. Y mire —dijo señalándose la cabeza con la mano sana—, ¡puede decirse que el disparo fue un éxito demoledor!

—Eso parece. Confío en que la herida no revista gravedad.

—No es más que un rasguño, señor, gracias por su interés. Mañana estaré listo para servir un cañón, si es necesario.

—Esperemos que no sea preciso. —Hayden tuvo la sensación de que Muhlhauser se enorgullecía tanto de su herida como de haber participado en el combate. Sin duda no tardaría en aspirar a ser nombrado caballero. Hayden se abstuvo de decirle que su invento había sido destruido en la batalla, o más bien que se había destruido a sí mismo, pues la cureña metálica se había demostrado tan quebradiza como muchos habían predicho.

Ordenó abrir el recinto donde habían encerrado a los prisioneros franceses, para llevar a cabo una inspección de los daños sufridos. Los presos se mostraron tan temerosos como molestos. Hayden pronunció algunas palabras tranquilizadoras en francés, ante las cuales los prisioneros cruzaron miradas al ver que hablaba sin acento. Uno susurró trâitre, y otro renégat. Rojo de la ira, Hayden abandonó el lugar conteniendo el mal genio.

—Bien hecho, señor Chettle —murmuró mientras subían por la escala que llevaba a la cubierta superior—. Denle a la bomba con cada campanada, e informe del agua que embarca la nave al oficial de guardia, si es tan amable. Estaré en cubierta.

Al llegar allí fue recibido por un fuerte viento y un mar cada vez más temible, cuyas olas se alzaban más y más. Aún no reinaba una completa oscuridad. Distinguió el bulto oscuro de la Themis por la aleta de babor, puede que a medio kilómetro de distancia. En el aparejo, los hombres terminaban los preparativos para la tormenta, y en cubierta los marineros cubrían los botes con loneta y tendían andariveles de proa a popa.

—¿Dónde está nuestro francés, señor Wickham? —preguntó al teniente en funciones.

—Apenas veo la fragata, señor —respondió el joven, señalando hacia el sudoeste—. Si se fija, distinguirá la luz intermitente de una linterna. Cuando nos hicimos a la vela efectuó un cañonazo y enarboló la señal de ponerse en facha, pero me pareció mejor no responder a la orden. Espero no haberme excedido en mi autoridad.

—Yo habría tomado la misma decisión. Con la tormenta que se avecina no puede hacernos gran cosa, y la oscuridad tampoco la ayuda precisamente. Pero si mañana sigue con nosotros, con poco viento y la mar en calma podría causarnos grandes perjuicios.

Wickham miró a barlovento.

—Creo que esta tormenta nos llevará a Inglaterra. Me pregunto si el barco está en condiciones de superarla. Nunca he tenido que atortorar un buque, señor, pero supongo que podremos apañárnoslas pese a la escasa tripulación.

A Hayden le alegró que la oscuridad le ocultase la sonrisa.

—Es un barco estanco, de reciente construcción, señor Wickham. Dañado, sí, pero fuerte. No creo que sea necesario atortorarlo.

—Claro, señor. Seguro que tiene usted razón.

—¿Con qué frecuencia relevará usted a los hombres que le dan a las bombas?

—Con cada campanada, señor. No tenemos suficientes para permitirnos mayores lujos.

—Creo que deberíamos apostar a los franceses en las bombas, señor Wickham. Los infantes de marina podrían vigilarlos, y encargarse de que se fueran relevando, puesto que forman un numeroso grupo y podría beneficiarlos un poco de ejercicio.

—Sí, señor.

Hayden pasó un rato junto a la rueda del timón. Empezó a llover, y las gotas le dieron en la espalda. Perse apareció salido de la oscuridad con capotes de tela encerada.

—El cocinero le ha preparado una cena compuesta por alimentos de aspecto extranjero, señor —le informó el paje con su ligero acento irlandés. A pesar de la oscuridad, Hayden adivinó la expresión de desagrado del muchacho.

—¿De veras? —preguntó, agradecido de ponerse el capote.

—Sí, señor. No sé muy bien qué dice, pero se explicó por gestos y me pareció que se refería a que el plato se echará a perder si no se come deprisa, señor.

—Bajaré en cuanto el señor Wickham regrese a cubierta. Perse, asegúrate de que no se filtre la luz por la ventana de la cabina, si eres tan amable. Hay una fragata francesa ahí fuera y creo que nos ha olido el rastro.

—La he cerrado a conciencia, señor, tal como me ordenó el teniente Hawthorne. Y también he revisado los ventanales de la galería de popa.

—Bien hecho.

Dryden se presentó mientras Hayden esperaba a Wickham. Levantaba la mano y se encorvaba como si le bastase con eso para protegerse de la lluvia.

—La mayor me tiene preocupado, señor Hayden —dijo elevando la voz para imponerse al rugido de la tormenta—. La verga tiene astillada una quinta parte de su longitud. La aseguramos bien con gemelos, pero no creo que aguante. —Hizo un gesto para abarcar el viento que soplaba—. Puede que si arrizamos la vela…

—No, Dryden, aferrémosla. No quiero enviar a nadie al aparejo para arrizarla, y luego tener que aferraría media hora más tarde. Si la verga cede en un momento inoportuno, moriría gente. Aferradla pronto y luego arrizad también la gavia.

Dryden asintió, pero el gesto pasó desapercibido a la débil luz de la bitácora.

—A la orden, señor. Me tomé la libertad de guarnir el trinquete con un aspa. Espero que cuente con su aprobación.

—Con mi absoluta aprobación, Dryden.

El joven ayudante del piloto se alejó a buen paso hacia proa en busca del contramaestre. Durante los siguientes tres cuartos de hora, Hayden se encontró mirando la impenetrable oscuridad, preocupado de que la verga cediera y los hombres que aferraban la vela y tomaban los rizos pudiesen verse arrojados a cubierta. Finalmente terminaron la labor y el capitán en funciones pudo respirar tranquilo.

—¿Quiere que asuma el mando hasta que haya cenado, señor?

—Muy amable por su parte, señor Wickham. Debemos conservar este rumbo hasta asegurarnos de haber franqueado Ouessant, pero en cuanto dejemos la isla atrás tendríamos que arrumbar a Plymouth, porque disponemos de viento de sobra; demasiado, quizá.

—Correremos en popa hasta llegar a casa, señor Hayden.

Fuir devant le temps, señor Wickham.

—¿Disculpe, señor?

—Es la expresión que equivale a «correr en popa»: fuir devant le temps. Correr con viento fresco.

—Ya que vestimos como ellos, más nos vale hablar su idioma —comentó Wickham en francés.

Hayden se libró del capote al descender a la cabina, que halló más o menos seca. Luego se quitó también la casaca francesa y se puso la suya, de gastado paño azul, en cuyo hombro relucía apagada la solitaria charretera de teniente.

Dobló meticulosamente la casaca de seda roja y la guardó en el baúl del capitán francés. Tras contemplar unos instantes el baúl abierto, lo cerró con cuidado.

—Ya vuelvo a ser un simple teniente inglés, sin futuro alguno —susurró antes de acercarse a la mesa.

El plato de gallina con salsa de coñac y champiñones ya estaba frío, como todo lo demás. Le satisfizo comprobar que el clarete francés casi estaba a la temperatura ideal, de modo que saboreó cada sorbo. Supuso que se trataba de un aromático burdeos de Paulliac, requisado de la despensa del capitán. Llamaron a la puerta y el infante de guardia dio paso a Griffiths.

—Acompáñeme, doctor, tómese una copa de este magnífico clarete. Ya verá cómo le devuelve el color a sus mejillas.

El cirujano estuvo a punto de dejarse caer en la silla. Se quitó las gafas y por un instante se acarició la nariz con unos dedos huesudos mientras cerraba los irritados ojos. Hayden aguardó a que los abriese. El médico agradeció con un susurro el vino que se le ofrecía.

—Ha tenido un día difícil en la enfermería, doctor.

—El más difícil que recuerdo; claro que Hart nunca se expuso más de la cuenta, de modo que únicamente tuve que tratar heridas ocasionales producidas por el día a día del gobierno del barco. Sin embargo, hoy… —Levantó una mano con la palma hacia arriba y a continuación tomó un sorbo de vino—. Le diré con toda honestidad, señor Hayden, que cuando los hombres se niegan a rendirse son capaces de aguantar heridas terribles antes de ceder. He vendado las de un marinero que fue acuchillado, y tiene más cortes de los que puedo contar. Únicamente había sufrido una o dos heridas de gravedad, pero la acumulación del resto le han hecho desangrarse terriblemente.

—He ahí un paciente al que nunca será necesario sangrar —comentó Hayden.

Griffiths abrió los ojos como platos y luego se echó a reír.

—¿Cómo es capaz de bromear en semejante situación?

—No es la primera vez que me hace esa pregunta, ¿verdad? —Hayden levantó su copa, de forma que la luz de la linterna incidió a través del líquido carmesí—. Las bromas son como el vino, doctor, hacen más llevaderas las cargas que soportamos, y nos permiten contemplar el mundo como si fuera un lugar mejor del que es. Recuperamos la Themis, y aunque sé que pagamos un alto precio, impedimos que una fragata inglesa acabase en manos del enemigo.

—Venga a echar un vistazo de cerca a la enfermería y se preguntará si ha valido la pena.

—Estoy seguro que desde allí, en pleno combate, todas las batallas carecen de sentido. Yo mismo pensaría de ese modo. Pero no podemos ganar una guerra sin sufrir heridas, muertes incluso. Visitaré la enfermería en cuanto hayamos superado el temporal. Es importante que los oficiales comprendan el coste humano de las empresas que acometen, para que luego no empeñen con despreocupación la vida de sus hombres.

Griffiths asintió para mostrarse de acuerdo con tales palabras.

—¿Y dónde cree usted que está nuestra fragata francesa?

—Espero que haya puesto rumbo a Brest, pero lo único cierto es que en este momento no podemos verla. Confío en que nos hayamos librado de ella.

—Por que el enemigo se confunda —brindó Griffiths, levantando la copa.

—Por que el enemigo se confunda.

—Tengo otra noticia que debería usted escuchar antes de que lo deje en paz. Al ser informado de que había logrado recuperar la Themis, Hart se enfureció como un poseso. Le he estado suministrando láudano y ha desvariado un poco —explicó el cirujano—. Me temo, no obstante, que se muestra más sincero que nunca, y entre sus murmullos y maldiciones lo he oído repetir: «Si cree que va a dejarme en ridículo, ya verá de qué pasta estoy hecho cuando lleguemos a Inglaterra. Yo me encargaré de que pague con creces». Esa entre otras lindezas pronunciadas. A mi entender, lo que más teme Hart en este mundo es que se revele su verdadero carácter, algo que usted ha hecho sin contemplaciones.

—El capitán Bourne es de la misma opinión.

—De momento Hart no está muy en sus cabales, pero sus amenazas no son baladíes.

Hayden estaba muy cansado para prestar atención a la advertencia, a pesar de que su agotado cerebro le decía que Griffiths no exageraba.

—Lo tendré en cuenta, doctor. Gracias.

En menos de una hora, Hayden había regresado a cubierta bajo el capote encerado del capitán francés. No había ni rastro de la fragata enemiga, y tampoco distinguía la Themis, en parte porque mirar a barlovento era imposible debido a la lluvia. Landry tendría el sentido común necesario para dejarle espacio. Un abordaje en esa oscura noche de tormenta supondría la ruina para ambos navíos. La lluvia repiqueteaba en su espalda como granizo. A medida que el mar y el viento arreciaron, Hayden ordenó acortar la vela hasta no dejar más que la gavia y el trinquete, ambas arrizadas. Los puños bajos de la gavia se aferraban a la dañada verga mayor, pero Hayden confiaba en que la vela, con todos los rizos tomados, no ejerciese demasiada presión para quebrar las jimelgas. Ordenó a Dryden asegurarse de que se atendieran las brazas con cuidado, para evitar que ambos costados sufrieran presiones indebidas.

A medida que avanzaba la noche, la tormenta refrescaba por momentos. Hayden estableció guardias para los oficiales, pero dada la escasez de gente, las condiciones del barco y la dureza del temporal, prefirió permanecer en cubierta el mayor tiempo posible, toda la noche si era necesario. Wickham era un guardiamarina excepcional, maduro para su edad y con un conocimiento del oficio de marino que no solía darse tras pasar tan pocos años en el mar; sin embargo, le faltaba experiencia, y ni siquiera la mente más avispada podía compensar esa carencia.

La Dragoon se balanceaba más de lo que Hayden habría deseado, tanto que no la hubiese perjudicado un aumento de ventola. No obstante, las perchas corrían peligro en tales condiciones. La fragata también acusaba una fuerte tendencia a dar guiñadas, algo que podría corregirse estibando mejor la bodega para aumentar el calado a popa.

Las olas que siseaban en la oscuridad elevaban la popa, llevaban a hombros el barco, y luego desaparecían a proa cuando la embarcación se asentaba en el seno. Correr con viento fresco podía entrañar peligro si las olas se alzaban demasiado. Hayden había apostado cuatro hombres al timón, y prestaba atención al menor movimiento del barco, consciente de que a pesar de su tendencia a dar guiñadas, los timoneles eran capaces de mantener más o menos el rumbo.

De vez en cuando, un monstruo de largas melenas los acometía por detrás y se estrellaba sobre la dañada popa, tras lo cual Hayden enviaba a alguien abajo para asegurarse de que no había más daños.

Dryden se acercó en plena oscuridad, también cubierto con un capote encerado. Había subido al aparejo para inspeccionar los palos e intentar proteger los cabos del exceso de trabajo.

—¿Cómo va el pallete, Dryden?

—Bastante bien. El señor Barthe no está muy desanimado con la labor que habíamos hecho, si se me permite decirlo. —Dryden guardó silencio un instante—. Menuda mareta, señor Hayden. ¿No le parece?

—Desde luego, y empeorará antes de que alcancemos la bahía. No recuerdo una tormenta de finales de verano tan intensa.

—No, señor, aunque no llevo mucho tiempo en el mar. El señor Barthe diría que no es tan imponente como las «barbas grises de los mares del sur».

Hayden rió.

—Y estoy seguro de que tendría razón, aunque con el barco tan dañado y el aparejo ajimelgado por todas partes, yo me conformo con ésta.

—Desde luego, señor, aunque me da la impresión de que el viento aún refresca. Creo que todavía no hemos pasado lo peor.

Como quedaría demostrado en breve, Dryden tenía más intuición de lo habitual. La tormenta arreció y el mar se volvió más peligroso. La cubierta se vio barrida en más de una ocasión, y unas olas tremendas estuvieron a punto de llevarse por delante al capitán. No obstante, el barco respondió bien, y las reparaciones del señor Chettle demostraron su calidad, aunque la cubierta inferior había embarcado más agua de la deseada.

Hayden relevó a menudo a los timoneles y, tras enviar a Wickham a descansar, secarse y entrar un poco en calor, él mismo se permitió un respiro. Fue durante la segunda guardia, a pesar de lo cual Perseverance Gilhooly le sirvió una pierna fría de cordero y un pedazo de queso duro que no estaba muy mohoso, todo lo cual regó Hayden con un poco de oporto.

Se tumbó una hora a dormir un poco en el coy que había colgado a popa para acomodarlo a la dirección que seguía el mar. Trazaba un buen arco en la cabina, pues lo subía a lo más alto, para luego zarandearlo en dirección contraria. Tuvo que recordarse que era el barco lo que se movía de ese modo, y que el coy permanecía más o menos estable. El sueño no lograba atraparlo más que unos minutos de vez en cuando, y luego el sueño y la vigilia se confundían, haciendo que el estruendo de la tormenta rugiese en su imaginación hasta que apenas conseguía distinguir una cosa de la otra. En una ocasión creyó oír susurrar en francés. Se desveló totalmente y sonrió. Se oyeron los tañidos de la campana y alguien giró la ampolleta. Todo estaba en orden.

Hayden permaneció en el coy, pues de pronto se sentía muy cómodo allí tumbado. Prestó atención a los sonidos de la tormenta: el crujir del barco, el agudo gemido del viento que circulaba racheado arriba y abajo, los chirridos del timón a medida que en timonel corregía el rumbo. Entonces oyó de nuevo aquellos susurros. Silence!, susurrado en francés. ¿Estaba despierto o seguía dormido?

Salir del coy constituyó una aventura en sí misma, pero la práctica hizo que llegase de pie a cubierta. Se vistió rápidamente y empuñó el alfanje que descansaba en el armero. Fuera encontró al centinela sentado en un rincón, la espalda contra el mamparo y la cabeza vencida hacia delante. Hayden lo tocó con el pie. Luego se agachó ante él cuando el infante de marina, Jennings, se sacudió el sueño con una expresión de indignación en el rostro.

—No hagas un solo ruido, Jennings —le advirtió Hayden en voz baja.

En el tiempo que tardó el centinela en incorporarse, la indignación dio paso a la preocupación. El incumplimiento del deber era motivo más que sobrado para ordenar el castigo de un infante de marina.

Pero Hayden no tenía tiempo para ocuparse de ese asunto. Se llevó el dedo a los labios y avanzó, cuidando de asentar bien los pies descalzos para contrarrestar el movimiento del barco. La tormenta no había cedido un ápice, y el rugido del mar y el chillido del viento seguían imponiéndose a todo lo demás. Se dirigió a la escala de toldilla, al pie de la cual aguardó inmóvil un instante, aguzando el oído. Entonces oyó otro susurro, esta vez en inglés, pero con fuerte acento.

—Muévase. Aprisa y sin ruidos —murmuró alguien.

—Pero si sólo soy el cirujano… —se oyó la respuesta, pronunciada en tono firme pero con una nota de frustración—. No tengo llaves ni del candado ni del armero.

«Griffiths», pensó Hayden.

Entonces se oyó un susurro, sofocado por el estampido del mar, aunque al capitán en funciones le dio la impresión, debido al tono y la cadencia del habla, que había sido pronunciado en francés, al igual que la respuesta.

Se acercó al oído del infante de marina.

—Hay franceses sueltos en la cubierta inferior. Ve a proa y reúne a cuantos hombres encuentres. Pero sobre todo sed discretos y no hagáis ruido.

El soldado asintió y se alejó en aquella negrura absoluta hacia la cubierta principal. Un leve golpe de aire hizo temblar la solitaria llama de la linterna, y le pareció oír que abajo los hombres se quedaban inmóviles, aunque el estruendo del oleaje le impidió tener la seguridad de ello.

Siguió tumbado bocabajo cerca de la escala de toldilla, preguntándose qué hora sería y cuánto faltaría para el cambio de guardia. Si alguien hiciera sonar la campana… Intentó controlar la respiración y se concentró en los ruidos. ¿Cuántos serían? Marin-Marie y al menos otro más, porque lo había oído dirigirse a alguien en su propia lengua. Aguzó el oído entre golpe y golpe de mar, pero no llegó a distinguir el rítmico trajín de las bombas. Seguramente los prisioneros habían reducido a los guardias. Entonces, eran ocho franceses más Marin-Marie, aunque este último estaba herido. Demasiados para enfrentarse a ellos él solo, por más que los acompañase el cirujano, a quien en ese momento consideraba un rehén. Era el único motivo para no dar la voz de alarma. Si los franceses se hacían fuertes en la camareta con uno o más rehenes, las posibilidades de herir a un miembro de su propia tripulación serían muy elevadas.

Sin embargo, Hayden no podía permitirles llegar al armero y liberar a sus compatriotas, ni hacerse con el control de alguno de los pañoles de la pólvora. Se hallaban en la cubierta inferior, él estaba una cubierta por encima, y el armero se encontraba una cubierta por debajo de ellos, en la del sollado. Los pañoles de la pólvora, situados a proa y popa, estaban medio hundidos, de tal modo que se adentraban bajo el sollado a cierta distancia de la bodega. A juzgar por la procedencia de los susurros, Hayden ubicaba a los franceses a la altura de la cámara de oficiales, junto a la escala, básicamente donde se alojaban los guardiamarinas. Debido a la escasez de tripulación, había menos centinelas de lo habitual en una fragata de esa clase. Hayden sabía que los hombres que descansaban en los coyes a proa del alojamiento de los guardiamarinas estaban tan exhaustos que no sería fácil despertarlos, por no mencionar que la fuerza de la tormenta amortiguaría más de un ruido.

El susurro del imponente oleaje recorrió los costados del barco; en el aparejo, el espectral gemido del viento; la pala del timón se movía de un lado a otro como una puerta de goznes chirriantes, al tiempo que la madera emitía su peculiar quejido. Entre todo esto se oían los pasos de pies descalzos, que descendían una escala y titubeaban a la luz tenue, y luego el paso torpe de pies calzados con botas, probablemente Griffiths, que no había llegado a acostumbrarse al balanceo de un barco en plena tormenta.

Hayden se asomó un poco, apoyando la mano en un peldaño para echar un vistazo a la oscuridad reinante bajo cubierta. No había más que sombras; las paredes emblanquecidas del casco, manchadas de hollín debido al humo de las velas; una puerta, cerrada, y más allá la silenciosa cámara de oficiales. Todo eran rectas y ángulos, ningún bulto irregular que pudiese corresponder a una persona.

Hayden miró hacia la puerta por donde había desaparecido el infante de marina, preguntándose dónde diantre se habría metido. Descendió la escala en silencio y a gatas, sirviéndose de pies y manos como un niño pequeño. La puerta de la camareta solía crujir, de modo que para abrirla esperó a que el mar rompiese con estruendo en cubierta.

Dentro no había más que oscuridad. Habrían apartado las sillas para asegurarlas. La mesa, no obstante, estaba clavada en el suelo. Anduvo a tientas, topó con el canto de la mesa y continuó avanzando con las manos por delante, siguiendo una pared. Hawthorne prefería la cabina central a la de estribor, de modo que Hayden tenía la esperanza de encontrarlo allí.

Abrió la puerta y susurró:

—¡Señor Hawthorne! ¡Señor Hawthorne! ¡Señor!

Se escuchó un frufrú.

—Vete a la mierda, pero si acabo de acostarme —masculló el oficial.

—Hawthorne, soy Hayden.

Más frufrú.

—¡Señor Hayden! ¡Le ruego me perdone, señor! No preten…

—Hawthorne. Unos franceses han logrado soltarse y han hecho rehén al doctor.

Oyó que el infante de marina saltaba del coy y se ponía los calzones a toda prisa.

—¿Dónde habré metido la maldita espada? —masculló.

Hawthorne tanteó el hombro de Hayden en la oscuridad.

—Cuando no está en cubierta, Dryden cuelga el coy en esa esquina.

Al cabo de unos instantes, ambos despertaron a Dryden y salieron como tres ciegos a tientas. Un infante de marina estuvo a punto de dispararles cuando asomaron a la trémula luz que proyectaba una linterna.

—Jennings, soy yo —susurró Hayden—. Son nueve en total. Han descendido al sollado y tienen al doctor de rehén.

Cuatro hombres permanecían agazapados tras Jennings: dos infantes de marina y dos marineros, los primeros armados con mosquetes, aunque cabía la posibilidad de que la pólvora estuviese tan húmeda que no pudiesen disparar. Hawthorne y él empuñaban sendos alfanjes, y Dryden iba desarmado.

—No podemos permitir que liberen a los prisioneros o irrumpan en el armero —advirtió en susurros Hayden—. Intentaré negociar su rendición, pero quizá haya que luchar.

—¿Despierto a los hombres, señor? —preguntó Dryden.

—Bastará con unos pocos de confianza. Sería contraproducente hacer demasiado ruido. —Hayden se acuclilló junto a la escala de toldilla, aguzando el oído, hasta que finalmente decidió tumbarse y apoyar la cabeza en la abertura. No oyó ningún ruido producido por el hombre, no vio sombras ni detectó movimiento. Abajo se hallaba el entarimado del sollado, la enfermería; a proa, el pozo del cable del ancla y a continuación varios pañoles, incluido el armero; y a proa y a la derecha, en vez del pañol del velero, se encontraba el lugar que habían habilitado provisionalmente para encerrar a los prisioneros. Detrás de éste se encontraba el pañol de la pólvora de proa.

Allí había dos guardias apostados, dos guardias que seguramente no eran infantes de marina, debido a la escasa dotación. De los baos colgaba una linterna entre ambos, una condenada linterna hollinienta que apenas proyectaba luz.

Se oyó un gruñido y el carraspeo de un grito ahogado. Dos cuerpos cayeron como sacos de patatas en cubierta. Susurros.

A partir de ese momento hubo que dar por sentado que los franceses contaban con dos mosquetes, y aunque los guardias no tenían las llaves, con tiempo era posible forzar los candados y los goznes. El estruendo casi constante de la tempestad facilitaría mucho su labor, ya que la tripulación no caería en la cuenta de lo que estaba sucediendo allí abajo. Un centinela empezaría las rondas en ese mismo punto, se procedería al cambio de guardia, pero los franceses serían liberados y a esas alturas habrían irrumpido ya en el armero. En cuanto se armaran, el barco les pertenecería.

Hayden localizó a Hawthorne en la oscuridad.

—Debemos sorprenderlos con sigilo. Si reparan en nuestra presencia, caeremos sobre ellos. El doctor tendrá que cuidar de sí mismo.

Hawthorne acercó los labios a la oreja de Hayden.

—No hay que olvidar el pañol de la pólvora.

—Informe a sus tiradores —susurró Hayden, que encabezó el descenso al sollado.

Avanzaron lentamente, rodearon la escotilla que llevaba a la bodega, manteniéndose agazapados en todo momento, ocultos tras el pozo del cable, sobre las enormes adujas del metal de las anclas, que desprendían hedor a sal y fango. Hayden distinguió a los presos, inclinados ante la cerradura de la puerta. A su derecha se oyó un martilleo.

Merde —masculló una voz.

Hayden se encontró cara a cara con una sombra y, sin pensarlo dos veces, lanzó con la guarda del alfanje un golpe a la sien del desconocido, que se desplomó como una carpa. Hayden lo arrastró por el tablonaje para darle un nuevo golpe y asegurarse de dejarlo inconsciente.

Se encogieron tras los ruidosos cables para calibrar la situación. Se oyó un gañido ronco cuando los aparejos de metal rascaron la madera.

—Cuando se levante —avisó Hayden.

Cuando la popa empezó a levantarse, saltó por encima del cable. Luego se agachó para evitar golpearse con los baos y cruzaron aquellos escasos metros con todo el sigilo y la velocidad que les fue posible. La penumbra, medio estorbada por los franceses agrupados para forzar la cerradura, y la violencia del mar, se confabuló para encubrir el ataque. Pero en el último momento tuvieron la mala suerte de que uno de ellos tropezara y los liberados se dieron la vuelta.

Hayden hundió la espada en un francés que alzó un mosquete; el disparo alcanzó la cubierta sin herir a nadie. Se alzaron voces, tanto en francés como en inglés, al tiempo que se desataba una lucha desesperada mientras el cabeceo del barco empujaba a los hombres hacia proa.

Alguien seguía forcejeando con la cerradura. En el interior, los prisioneros arremetían contra la puerta una y otra vez. Otro mosquete descargó un disparo, y el marinero situado a la izquierda de Hayden cayó al suelo. El capitán en funciones lanzó un tajo al hombre inclinado ante la puerta.

Una explosión de luz y dolor hizo trastabillar a Hayden hasta que logró caer en cuclillas. Sufrió un momento de confusión cuando el mundo se tambaleó y él cayó sobre un hombro. Las sombras seguían enzarzadas. Apenas fue consciente de un fogonazo, seguido de otro. Llovían hombres que golpeaban a los franceses, que se agachaban sobre ellos para golpearlos con los puños en el rostro y el pecho. Luego oyó una voz, la de Hawthorne.

—¡Basta! ¡Basta! —voceaba.

—¿Señor Hayden? —preguntó alguien, y no por primera vez, sospechó Hayden—. ¿Señor Hayden? ¿Está herido, señor? ¿Está sangrando?

—No… no creo —logró mascullar, intentando incorporarse—. Sólo estoy un poco… aturdido. Me han dado un golpe en la cabeza. —Quiso ponerse en pie en la cubierta zarandeada por la tormenta, pero de nuevo la oscuridad se empeñó en aferrado y perdió el equilibrio.

—¡Cogedlo! No dejéis que caiga. —Y unas manos lo asieron de los hombros, acompañándolo en la caída para que se sentara.

—¡Luz, necesito luz! —pidió alguien.

—A la orden, doctor.

Hayden estaba tumbado en cubierta mientras el mundo oscilaba y se bamboleaba de un lado a otro. Supuso que se había mareado. A su alrededor veía oscuras siluetas de hombres, algunos tendidos, otros que se movían con exagerada parsimonia. Hombres que seguían apareciendo salidos de algún lado. Alguien se inclinó sobre él.

—¡Doctor! Es el señor Hayden.

—Sí, ya lo veo, señor Wickham, pero también veo que no se está desangrando, como le sucede por ejemplo a este otro. Necesito cualquier cosa que pueda servir para hacer un torniquete. Sí, eso. Sosténgale el brazo. Así. No se desmaye, señor. Imagine que se trata de vino tinto.

Hayden se sumió en la oscuridad y cuando de nuevo volvió a enfocar la vista, sintió que lo llevaban, que lo pasaban de un hombre al siguiente escala arriba, hacia la luz. Sus porteadores caminaban con dificultad por la cubierta inferior, como si estuvieran borrachos, y avanzaban entre quienes no estaban de guardia, despiertos todos, pues los coyes colgaban vacíos, balanceándose sin vida, laxos, como pieles puestas a secar.

—Creo que puedo tenerme en pie —dijo Hayden tras cierto esfuerzo para pronunciar las palabras.

—El doctor nos ha ordenado que lo llevemos a su coy, señor Hayden. No tardará en atenderlo personalmente.

Sintió que lo subían de nuevo por una escala y luego lo dejaban en el coy. Al cabo, reparó en que Hawthorne se hallaba a su lado, observándolo.

—¿Ha aprobado usted recientemente el examen de cirujano, señor Hawthorne?

El teniente de infantería de marina rió.

—Esta misma mañana, mire usted por dónde. ¿Se encuentra mejor, señor?

—Sí, un poco. El mundo sigue moviéndose, pero creo que es normal, dada la tormenta. Los doblegamos, ¿verdad?

—Desde luego, señor Hayden, pero nos costó tres heridos y dos muertos. Claro que los franceses se llevaron la peor parte: Marin-Marie no podrá ampliar sus conocimientos de lengua inglesa.

Hayden se irguió más y se palpó la mejilla hasta la oreja, donde encontró una enorme hinchazón y restos de sangre. Tenía esa zona muy sensible y la sentía dolorida.

Hawthorne soltó un silbido.

—Vaya, le dieron bien ahí, ¿eh? —Apartó el cabello de Hayden para echar un vistazo a la herida—. A mí mi hermano me sacudía con más saña —comentó.

—Qué familia tan encantadora.

Llamaron a la puerta. Wickham la abrió para asomar la cabeza en el interior.

—¿Cómo se encuentra, señor? —preguntó con alivio al ver a Hayden sentado en el coy.

—Tengo el peor dolor de cabeza que recuerdo, pero aparte de eso, estoy perfectamente. Me han contado que otros no han salido tan airosos…

—Así es, señor. Marshall y Burchfield han muerto, y Jennings y White tienen heridas de consideración. Jennings ha perdido mucha sangre.

—Entonces habrá que retrasar el castigo que merece por haberse dormido estando de guardia —replicó el capitán en funciones.

—¿De veras se quedó dormido? —preguntó Hawthorne.

—Sí. Dormido con los prisioneros enemigos a bordo. Imperdonable, me temo, por grave que sea su herida.

Hawthorne soltó un juramento.

—¿Cómo se enteró usted de que los franceses se habían liberado?

Hayden se masajeó la frente. No había exagerado un ápice el dolor de cabeza que padecía.

—Fue muy extraño… Estaba adormilado. ¿Conoce usted ese estado peculiar en que uno duerme y despierta, y los sueños se confunden con la realidad? Soñé que alguien susurraba en francés, y entonces pensé que no estaba durmiendo. Por un instante no supe si lo había soñado, y entonces volví a oírlo, o al menos eso creí. Salté del coy alfanje en mano. Abrí la puerta y descubrí a mi centinela, Jennings, sentado en un rincón, roncando plácidamente.

—Imperdonable —sentenció Hawthorne—. Eran muchos quienes estaban exhaustos y eso no les impidió cumplir con su deber.

—Lo envié en busca de refuerzos… —Hayden les contó el resto de la historia. Mientras hablaba, entró Griffiths para examinarle la herida sin interrumpirlo.

—¿Qué hacía usted despierto, doctor? —preguntó el capitán cuando concluyó el relato de lo sucedido.

—Freeman me tenía preocupado, y como el balanceo del barco me impedía conciliar el sueño, decidí ir a ver cómo se encontraba. Cuando salí de la cámara de oficiales me topé con los franceses, dos de ellos armados con mosquetes.

—Aprovecharon cuando bombeaban el agua para reducir a los dos marineros que los custodiaban —explicó Hawthorne.

—Marin-Marie se encontraba entre ellos —prosiguió Griffiths—. Me temo que no estaba tan malherido como yo suponía, y debió de escabullirse de la enfermería. Me llevaron al sollado… y ya saben el resto. Fue un milagro que no me matasen durante el combate; me hicieron tumbar en cubierta y, en cuanto los franceses fueron atacados, empecé a gritar en inglés.

—Recuerdo a alguien blasfemando y maldiciendo… —comentó Hayden, que intentaba contener la sonrisa.

—No recuerdo qué palabras dije exactamente, señor, pero por necesidad debieron tener una naturaleza más apremiante de lo habitual.

—Ha sido una suerte que no hayamos perdido aún más hombres —opinó Hayden—. Me alegra ver que salió usted indemne, doctor.

—El capitán nos advirtió en dos ocasiones que estaba usted preso —dijo Hawthorne.

—¿En qué estado se encuentra el barco, Wickham?

—La tormenta no ha empeorado en estas dos últimas horas, señor, y confiamos en que pronto perderá fuerza. Las reparaciones del señor Chettle han aguantado con creces. El manejo constante de las bombas ya no es necesario, puesto que hemos bombeado toda el agua y, si bien es cierto que el barco sigue embarcándola, lo hace lentamente. Creo que el viento caerá antes del alba. Si el viento no rola, mañana podríamos divisar la costa de Inglaterra.

—Esperemos que así suceda, señor Wickham. Quizá debería hacer una inspección de la cubierta…

—No creo que sea muy recomendable, señor Hayden —intervino el doctor con firmeza—. Todo parece estar en orden. Sería mejor que descansase un par de horas. Veamos qué resulta de ese dolor de cabeza. Después del golpe que ha recibido, podría producirse un derrame en la cavidad craneal, y el movimiento no haría sino aumentar el riesgo.

—Sí, no hay necesidad de forzar el aparejo —opinó Hawthorne—. Además, de todos modos en cuanto volvamos a casa nos enfrentaremos a un consejo de guerra por haber perdido nuestro barco. Qué necesidad hay de apresurar acontecimientos.