Capítulo 21

Dieron las cuatro campanadas, el ecuador de la segunda guardia, las dos de la madrugada en tierra. Hayden subió al alcázar y comprobó que el tiempo no había experimentado cambios profundos y que las estrellas aún brillaban en el oscuro firmamento.

—¿Todo en orden, señor Landry?

Apenas se distinguía la silueta del primer teniente, cuyos ojos se extraviaban anegados en sendos pozos negros, la barbilla invisible en la oscuridad.

—Todo bien, señor Hayden, a excepción de algunos bancos de bruma y el viento, que no arranca.

—Vizcaya siempre se cobra su precio. ¿Y la presa?

—Wickham está en el castillo de proa, señor, y hace un rato dijo que había divisado una luz. Yo no llegué a distinguirla, pero él tiene mejor vista que yo.

—Por supuesto. Vaya a descansar usted un rato, señor Landry —dijo Hayden—. Estoy seguro de que un par de horas en el coy y algo de comer le sentarán bien.

—Coincido con usted en eso, señor Hayden.

La silueta se llevó la mano al sombrero francés y se retiró. Hayden inspeccionó el barco, para asegurarse de que los infantes de marina de Hawthorne tuvieran a los prisioneros bajo control, aunque en esa ocasión no se molestó en abrir la puerta. Ver a los compatriotas de su madre derrotados y encerrados no era plato de su gusto.

En el castillo de proa encontró a Wickham, que oteaba el horizonte con el catalejo nocturno.

—Me han dicho que vio usted una luz…

El joven, que llevaba una enorme casaca francesa y parecía un crío que se hubiera puesto ropa ajena para jugar a los mayores, apartó el catalejo y lo saludó.

—Fue un instante, señor Hayden. Pero he vuelto a distinguirla en otras dos ocasiones. Sea quien fuere, le seguimos la estela, señor.

—Esperemos que se trate de la Themis, porque a juzgar por lo que me han contado de mi pobre paje, también a mí me encantaría ahorcar al desgraciado que arrojó a Joshua al mar.

Wickham asintió.

—El señor Hawthorne me lo explicó, señor. Lo lamenté mucho. —Hubo un momento de silencio—. Y ahora ese papista, Sanson, se ha arrojado al mar también, según me han dicho…

—Sí. Toda su familia guardaba una relación íntima con la muerte, pero enseguida comprendí que Sanson era proclive a la melancolía, y las personas como él a menudo acaban quitándose la vida.

—Una tía abuela mía hizo lo mismo, señor, y la familia quedó terriblemente apesadumbrada. —De pronto señaló a lo lejos—. ¡Allí! ¿Lo ha visto? Ha sido un fogonazo, prácticamente a proa.

Hayden escudriñó la oscuridad, intentando apreciar aquella luz que se le mostraba esquiva, pero en vano. Estuvo en el castillo de proa diez minutos, atento a la noche, pero al final se dio por vencido, sacudió la cabeza y encogió los hombros tensos.

—Manténgame al corriente de lo que vea, señor Wickham. Me preocupa que sean conscientes de nuestra presencia y pretendan tendernos una emboscada aprovechando la oscuridad.

—Jamás permitiría que pasara tal cosa, señor.

Cuando Wickham formulaba aquella promesa, el barco se adentró en una nube húmeda y brumosa. Enseguida se formaron gotas de condensación en la batayola y la cubierta se oscureció aún más que antes.

—Maldita niebla —gruñó Barthe cuando se reunió con ambos en el castillo de proa—. Es densa como melaza y cuelga baja sobre el mar, apenas alcanza el tope. ¡Eh, vigía! —voceó—. ¿Se ve algo sobre la bruma?

—Estamos en medio del banco, señor Barthe.

—En fin, cuelga baja sobre el mar —insistió Barthe—, de eso no cabe duda. —El corpulento piloto de derrota proyectaba la silueta de un enano, debido a lo cargado de espaldas que era.

—Eso es evidente, señor Barthe —aseguró Hayden, y abarcó la bruma con un gesto—. Es tan densa que podríamos abordar la Themis antes de saber siquiera que está ahí.

Barthe se subió al pasamano de estribor con intención de atisbar la oscuridad.

—Creo que esta vez la llegada del día me alegrará más que de costumbre, y ya es decir mucho.

—Unas pocas horas, señor Barthe, y tendremos algo de luz. —Hayden llevó a cabo una nueva inspección de la cubierta.

El viento y el mar, las dos cosas que los marinos comentan con mayor frecuencia incluso que todo lo relativo al bello sexo, demostraban que la indecisión no es cualidad exclusiva del ser humano. El viento era capaz de entablarse un rato, empujar el barco a tomar las olas con decisión, y luego perder brío antes de transformarse en un simple céfiro.

Una ola como una montaña podría alcanzarlos procedente de la costa en plena oscuridad, tras lo cual los marineros treparían al aparejo a acortar la vela, confiando en tener el viento que tales olas anunciaban; sin embargo, ese viento podía no materializarse y la mar acabar en calma, misteriosamente, dejando a los veteranos mascullando y negando con la cabeza. No habría necesidad de marear alas y rastreras, a pesar de que pudiesen conservar las juanetes.

El tiempo pasó campanada a campanada hasta que llegó el momento de despertar a la tercera guardia. Dos horas después, una imperceptible claridad en el cielo, al este, señaló el avance de la madrugada otoñal. Hayden se hallaba de pie en el coronamiento cuando oyó el hondo suspiro del piloto.

—Ahí tiene el amanecer que tanto ansiaba, señor Barthe —comentó el capitán en funciones.

El piloto se volvió al este y estuvo contemplando el horizonte un rato.

—Dada la cantidad de horas transcurridas, confieso que me ha parecido una noche condenadamente larga —dijo Barthe, y miró alrededor—. ¿Dónde está el señor Wickham? ¿Tiene avistada la presa?

—El teniente Wickham se encuentra subido al tope de trinquete, señor Barthe —informó Hobson.

—Aún está oscuro para que vea algo. ¿Me acompañaría usted durante el desayuno, señor Barthe? El señor Landry no tendrá problemas para sustituirme en el mando en cubierta.

—¡Una vela! —voceó el joven teniente desde lo alto del aparejo—. Por el través de estribor.

Hayden se acercó al pasamano y alguien le tendió un catalejo, aunque lo único que logró distinguir fue un paisaje de grises varios, una escena que le recordó, inexplicablemente, el invierno londinense. El barco se alzó y se hundió, apartando la bruma y formando pequeños torbellinos a popa. De pronto reparó en que estaba jadeando y procuró controlar la agitación que sentía.

—Señor Franks —llamó al contramaestre—: Piten a zafarrancho, pero con el menor ruido posible. ¿Señor Archer? Ahí está usted. Silencio de proa a popa: pase la voz.

El desayuno quedó relegado al olvido. Abajo se despertó a la guardia recién relevada sin hacer ruido, nada de pitar para recoger los coyes, por ejemplo, y los marineros legañosos subieron de nuevo a cubierta. El día anterior habían despejado los mamparos de la cubierta inferior, de modo que, a excepción del camarote del capitán, podrían ponerse los cañones en batería sin estorbos o problemas de espacio. Hayden oyó a los marineros desarmando los mamparos con todo el silencio posible. Landry asomó por la escala de toldilla, miró en torno y se dirigió rápidamente al pasamano.

—¿Se trata de la Themis, señor Hayden?

—Aún no lo sabemos, señor Landry, pero es muy probable.

Se aprestaron los cañones, se humedeció la lona, se echaron los botes al mar, a popa. Los hombres cruzaban miradas mientras se encargaban de la faena, sin decir nada, impacientes y nerviosos, preguntándose si aquel día harían fortuna o acabarían muertos. Un ojeroso Wickham se presentó en el pasamano.

—¿Le ha parecido que era la Themis, señor Wickham? —preguntó Hayden al teniente en funciones, que jadeaba un poco.

—Creo que sí, señor, aunque no estoy seguro del todo. Mantiene el mismo rumbo, más o menos.

Hayden asintió y guardó silencio unos instantes, decidido a retener el curso desaforado de su pensamiento para sopesar la situación con serenidad.

—Señor Barthe… Prepárese para virar por redondo. Ordene a los hombres que se sitúen en sus puestos de combate o a las brazas.

—¿Qué tiene en mente? —preguntó Landry.

—Viraremos por redondo e intentaremos situarnos en su popa. Antes de que se percaten de nuestra presencia les enfilaremos la popa.

—¡Una vela, señor! —exclamó Wickham, señalando a lo lejos.

Lentamente el barco empezó a cobrar forma, velas y aparejo, el borrón oscuro del casco, pero la niebla era tan espesa que resultaba imposible contar las portas.

—¡Es la Themis! —exclamó alguien.

—Silencio ahí —advirtió Landry, y tras volverse hacia Hayden dijo—: Creo que tiene razón. Ése es nuestro barco… ¿qué opina usted?

Fuera el que fuese, Hayden estaba seguro de que se trataba de una fragata. Distaba cerca de una milla inglesa de distancia, y navegaba con las mayores, las gavias y las juanetes, aunque el velo de la inconstante bruma impedía distinguir si la gobernaban los amotinados.

Wickham la miraba fijamente a través del catalejo.

—Se disponen a pitar a zafarrancho, señor.

—Hemos perdido nuestra pequeña ventaja. —Hayden enfocó la nave enemiga con su propio catalejo, al tiempo que maldecía la niebla.

—Los hombres están en sus puestos, señor Hayden —informó Barthe—. ¿Debo dar orden de virar por redondo?

Hayden apartó el instrumento, pero no apartó la vista de la lejana fragata.

—Aguarde un momento, señor Barthe. Antes asegurémonos de que sea nuestro barco. Aún podríamos escabullimos en la bruma.

—Está izando la bandera, señor Hayden —informó Wickham en voz baja.

Hayden miró a través del catalejo a tiempo de ver la bandera desplegarse en el pico cangrejo, donde flameó una vez antes de recortarse extendida sobre el fondo gris.

—Diría que es la tricolor —observó.

—Podría perfectamente tratarse de la Themis —aseguró Barthe—. Enarbolamos la bandera francesa para confundir al enemigo en más de una ocasión.

Se alzó un penacho de humo del barco e izaron una serie de banderines de la driza de señales. El saludo llegó a sus oídos a través del trecho de mar que los separaba.

—Si se trata de la Themis, confían en que la niebla hará que parezca una señal privada de la Armada francesa —aventuró Wickham.

—¿Dónde está mi escribiente? —preguntó Hayden—. Que alguien vaya a buscar a Perse y lo envíe a la cabina por el libro que le ordené guardar hace unas horas.

Barthe lo miró con extrañeza, como si considerara que era un momento poco afortunado para disfrutar de la lectura.

Poco después, Perseverance Gilhooly se presentó corriendo en cubierta para depositar el lastrado volumen forrado de loneta en manos del capitán en funciones. Hayden se puso el catalejo bajo la axila y empezó a hojear el libro. Paró al dar con una hoja suelta que habían insertado.

—Me temo, señor Wickham, que no son nuestros amotinados. O eso, o han descubierto la señal privada del enemigo. —Dio media vuelta para contemplar la cubierta—. Señor Archer… ¿Sabe usted leer en francés?

—Así es, señor, pero no lo hablo tan bien como usted o el señor Wickham.

—No importa. —Hayden indicó al joven oficial que se acercara y le mostró el libro—. Aquí tiene la respuesta a la señal privada, ícela inmediatamente, si es tan amable.

—A la orden, señor. —Archer cogió el volumen de manos de Hayden—. ¿Es el libro de señales del capitán francés?

—Sí.

Archer siguió inmóvil un momento, como aturdido, y después corrió al baúl de las banderas.

—¿Cómo pudieron olvidarse de eso? —preguntó Barthe—. Tuvieron todo el tiempo del mundo para arrojarlo al mar.

—Y ésa era su intención, pero se lo confiaron a monsieur Sanson, quien tuvo la amabilidad de hacerme entrega de él.

—Tres hurras por los melancólicos gitanos franceses, pues, señor —soltó Wickham, haciendo reír a Hayden.

Al cabo de un instante, Archer ordenó efectuar un disparo de cañón y luego izó en la driza de señales una serie de banderas a modo de respuesta. Hayden contempló la lejana embarcación, visible apenas debido a las condiciones atmosféricas.

—¿Qué efecto ha tenido el cruce de señales, señor Wickham?

—Es difícil saberlo con seguridad, señor, pero me arriesgaría a asegurar que se muestran aliviados.

—Saldremos de dudas si su respuesta consiste en dispararnos una andanada —masculló Barthe.

—¡Cubierta! —voceó el vigía—. Una vela. Casi a proa.

—Señor Wickham. ¿Podría ir a ver si distingue la nacionalidad del barco? Espero que no compartamos aguas con una escuadra francesa. Señor Landry, dé la orden de que no se pronuncien voces de mando en inglés, no vayamos ahora a delatarnos.

Wickham recorrió el portalón en dirección al castillo de proa, acompañado de Hobson. Al llegar, ambos encararon los catalejos al frente. Por un instante los guardiamarinas no se movieron un ápice; entonces, Wickham se volvió hacia el alcázar.

Capitaine —voceó—. C’est l’anglaise. La Themis.

—Mierda —protestó Barthe—. Tenemos a los amotinados a proa y una fragata francesa por el través, una fragata que sin duda cuenta con toda su dotación. Hemos caído en medio de las brasas. —El piloto sacudió el estay que tenía en una mano, incapaz de ocultar su preocupación.

Hayden recorrió a buen paso la cubierta para reunirse en el castillo de proa con los dos guardiamarinas.

—¿Está seguro, señor Wickham?

—Lo estoy, señor. La niebla se aclaró un momento y la distinguí perfectamente. Ese de ahí es nuestro barco, capitán. Lo conozco.

Hayden miró al frente con el catalejo y localizó la fragata en cuestión. La bruma le estorbaba la visión, pero no hasta el punto de impedirle distinguir el gallardete de la Armada francesa a medida que lo izaban. La embarcación efectuó un disparo e izó a continuación las banderas de señales correspondientes, que identificó.

—Vaya, no son tan estúpidos como era de esperar —comentó.

—¿Creen de veras que van a poder engañar a la fragata francesa, señor?

—Es difícil saberlo. —Hayden paseó la mirada de la Themis a la fragata enemiga. Su situación había adquirido un cariz totalmente distinto: dos barcos hostiles, uno de ellos seguramente con la dotación al completo. Se preguntó si debía aprovechar las condiciones atmosféricas para escabullirse, aunque de algún modo, el hecho de tener a Hart bajo cubierta, furioso ante la perspectiva de perseguir a los amotinados, lo llevó a pensar que precisamente eso, escabullirse, sería la decisión que habría tomado alguien como Hart.

—Señor Wickham, si abrimos fuego sobre la Themis, ¿cree usted que el francés pensará que en realidad somos ingleses?

Wickham bajó el catalejo y meditó.

—De lo que no cabe duda es de que darán por sentado que uno de los dos barcos es inglés. ¿Qué otra cosa iban a suponer?

Una idea cobró forma en la mente de Hayden, un plan arriesgado, por supuesto, un plan audaz.

—Eso mismo. —Titubeó por un fugaz instante, algo impropio de él, y luego se volvió hacia el otro guardiamarina—: Señor Hobson, vuelva usted al alcázar y pida al señor Archer que ice la señal conforme perseguimos a un bajel enemigo, que busque el equivalente en el libro de señales francés.

—Ahora mismo, señor. —El guardiamarina se dirigió corriendo a popa.

Hayden hizo un esfuerzo por recuperar el aliento. Era una decisión arriesgada, y en breve podría revelarse insensata.

Wickham volvió a contemplar la situación a través del catalejo, mientras que Hayden tenía la sensación de que también él era observado a través de uno.

—¿No es una jugada muy peligrosa, señor? Sin duda los franceses acudirán en nuestra ayuda.

—Pero si nos trabamos con la Themis, por las buenas, sin previa explicación, pensarán que el barco que persigue es inglés y se pondrán de parte de los amotinados. No tenemos elección, aparte de alejarnos y dejar que Bill Stuckey y los suyos se dirijan al puerto de Brest. Pero enfrentados a dos navíos franceses, creo que los amotinados arriarán la bandera, la falsa bandera que flamea en la driza. Los abordaremos y tomaremos posesión del barco antes de que adviertan que somos sus antiguos compañeros de tripulación.

—¿Y qué haremos entonces, señor? Ésa es la duda que tengo. El francés dispone de gente. ¿Qué haremos si despacha un trozo de abordaje para ayudarnos?

—Hay una bruma muy densa. Tendremos que aprovechar las circunstancias y escabullimos, o al menos entretenerlos lo suficiente para lograrlo.

Wickham titubeó, apartando el catalejo.

—Usted me supera en experiencia, señor Hayden, y su buen juicio ha quedado demostrado. Pero mucho me temo que este francés podría no dejarse engañar por nuestros disfraces, que no son gran cosa —dijo contemplando la holgada casaca que vestía—. No todos podemos hacernos pasar por franceses como usted.

Hayden se volvió hacia el alcázar y reparó en que Archer izaba una serie de banderas de señales.

—En ese caso, tendremos que mantener cierta distancia de la fragata francesa, señor Wickham. Confiemos en que se contente con hacerse a un lado y dejar la pelea de nuestra cuenta.

Guardaron silencio un momento, contemplando el banco de niebla que los envolvía. La Themis (Hayden empezaba a coincidir con Wickham respecto a su identidad) navegaba con las mayores y las gavias. Ese conjunto de lona era el único detalle que podía revelar a un observador el hecho de que ya no era un barco al servicio de Su Majestad, amén de la bandera que había izado. Llevaba rumbo a la costa francesa, las velas estaban bien braceadas y en cubierta parecía reinar el buen orden, nada que ver con la atmósfera de anarquía que habría sido de esperar en un barco gobernado por amotinados. Cuatro pinceladas descoloridas en el coronamiento de popa correspondían, sin duda, al mismo número de amotinados que observaban la situación a través de los catalejos sustraídos a los oficiales.

—¿Despejan las cubiertas para el combate, señor Wickham?

—Creo que sí. Están abriendo las portas del costado de estribor.

—Sólo tienen hombres para servir los cañones de un costado, e incluso así cada batería cuenta con un hombre menos.

—¿Qué hacemos, señor?

—Izar señal a nuestro buque hermano para abrir fuego sobre su costado de estribor. Nosotros nos encargaremos del costado de babor, y dejaremos que los franceses les dediquen una o dos andanadas, antes de abarloar y abordarla, aunque imagino que primero arriará la bandera.

—Podrían arriar la bandera e intentar salir airosos de la situación tras ponerse a la voz, puesto que si realmente planean entregarse a la autoridad portuaria de Brest, ¿por qué no hacerlo en el mar?

—Porque corren el peligro de que cualquier capitán francés los declare presa de ley y acaben dando con los huesos en prisión hasta el final de la contienda, momento en que serían devueltos a suelo inglés para enfrentarse a la horca.

—Sin duda tiene usted razón, señor, pero sabemos que Stuckey y su pandilla no suelen pensar en las consecuencias de sus actos. Hay hombres en el aparejo, señor Hayden… Están largando las juanetes, creo.

Aunque no se manejaron de la forma más adecuada, finalmente halaron la verga y marearon la juanete mayor, que quedó a merced del viento.

—Más claro, el agua. Intentarán ganar el puerto de Brest y mantendrán izado el pabellón francés. No es la peor decisión que podrían tomar. ¿Sigue usted pensando que nuestro barco es más veloz, señor Wickham?

—No pretendo mostrarme desleal con la Themis, señor, pero sigo siendo de esta opinión.

—Pronto lo comprobaremos.

Hayden regresó apresuradamente al alcázar, donde encontró a Barthe y Landry conversando con Hawthorne.

—Señor Barthe, ¿está satisfecho con nuestra velocidad? Lo digo porque la Themis ha decidido huir en dirección a Brest. ¿Cree que podemos alcanzarla?

—Ordenaré largar de nuevo las alas y rastreras, capitán.

—Gracias, señor Barthe. —Hayden vio a Archer contemplando la fragata francesa a través del catalejo—. Señor Archer, ¿cómo marcha nuestra correspondencia con los franceses?

El segundo teniente saludó tras bajar el catalejo.

—Bastante bien, señor Hayden. Hace un momento han izado su número. Es La Rochelle. El señor Barthe afirma que es una fragata de treinta y ocho cañones botada hace poco, y que no frecuentaba esta agua desde hace un año. Cree que la destinaron al apostadero de Antillas.

Hayden inspeccionó de nuevo la fragata francesa, ya que a medida que avanzaba la mañana resultaba más fácil distinguir los detalles. Tenía aspecto de ser un barco que acabara de cruzar el Atlántico: la pintura apagada y desconchada, además de algunas vías en la obra muerta necesitadas del mazo del calafate.

—Excelente —dijo Hayden.

—¿Disculpe, señor?

—Esperemos que el señor Barthe esté en lo cierto. Si acaban de cruzar el Atlántico, probablemente no hayan oído hablar de la captura de la Dragoon por parte de la Armada inglesa, por no mencionar que también tendrá los fondos sucios. Sería demasiado pedir que la dotación estuviera plagada de enfermedades o anduvieran faltos de gente también, pero un fondo sucio nos permitiría ganar en andadura y escabullimos, sobre todo a bordo de esta escurridiza dama. —Acarició el pasamano—. Confiemos en que la Themis no sea más veloz que La Rochelle, ya que cuento con su ayuda.

—¿Debo izar nuestro número a modo de respuesta, señor? Lo he encontrado en el libro.

—Sí. Hágalo, señor Archer. No queremos que dejen de pensar que somos de los suyos.

Si La Rochelle tenía los fondos sucios no había nada que lo indicase. Se cubrió tanto de lona como la presa de Hayden, y mantuvo la posición en el triángulo que formaban los tres barcos en la mar gris.

A medida que el sol calentaba la mañana, la bruma empezó a escampar, revelando a la Themis en todo su amotinado esplendor.

—Cuando maldecimos esa condenada niebla no hay forma de librarnos de ella —gruñó Barthe—. Y ahora que la necesitamos, nos abandona.

—Timonel, media cabilla a babor —ordenó Hayden—. No permitas que el francés cierre distancias sobre nosotros.

Wickham había plantado la semilla de la preocupación en la mente de Hayden. Se arriesgaba a jugársela con el francés porque podía hacerse pasar por uno de ellos, pero el resto de la dotación no se las apañaría tan bien como él. Tal vez el galo descubriese el engaño si se acercaba lo suficiente. Ahora que había escampado, Hayden no tenía intención de permitir que eso sucediera.

Echó un vistazo, sometiendo al mar a un frío escrutinio. La costa de Francia dibujaba una ondulante línea azul al este. Estaba seguro de que se trataba de un promontorio, probablemente punta del Raz. Más allá de La Rochelle, algunos puntos blancos se recortaban contra el mar azul: velas de las barcas pesqueras y los transportes costeros. El viento refrescaba un poco procedente del sudoeste, aunque no había aún cabrillas en el agua. Siete nudos, calculó. Ante ellos, la Themis se mecía suavemente en el oleaje del golfo de Vizcaya, las juanetes hinchadas. Era demasiado pronto para saber si la Dragoon le ganaba terreno, aunque supuso que así era.

El doctor Griffiths se presentó en cubierta.

—Buenos días, doctor. ¿Cómo se encuentran sus pacientes? —Hayden se arrepintió de aquella muestra de buen humor, dada la seriedad y las muestras de fatiga del cirujano.

Griffiths se acercó un poco más y le dijo en voz baja:

—Anoche perdimos a McLeod, capitán.

—Oh, lo siento…

—Y el capitán Hart ha empeorado. Necesita un médico. Un hospital. Un tratamiento que yo no puedo proporcionarle. —Miró en derredor y reparó en la presencia de los otros barcos—. ¿Ha pensado usted en las consecuencias que se derivarían de la muerte de Hart? Cuenta con muchas amistades en la Armada de Su Majestad, señor Hayden. Si se averigua que podría haber salvado la vida de no haber sido por la insistencia de usted en recuperar la Themis, contraviniendo los deseos expresos de Hart…

—No regresamos a Inglaterra cada vez que alguien resulta herido, doctor Griffiths, como usted bien sabe. Estoy convencido de que Hart nunca hizo el menor esfuerzo por llevar de vuelta a puerto a alguien a quien hubiese ordenado castigar con el látigo. Los hombres viven o mueren según sea la voluntad de Dios y la destreza de nuestros cirujanos. No haré una excepción con Hart cuando hay un barco inglés a punto de ser entregado a los franceses. —Señaló al frente—. Máxime teniendo ese barco tan cerca.

—Sí, señor Hayden, sé que no nos dirigimos a puerto cada vez que alguien sale herido, pero Hart es capitán, un hombre que goza de una influencia considerable en el Almirantazgo. La situación posee un… un cariz político que no conviene desdeñar. —También Griffiths parecía enfermo, tanto por su aspecto como por su estado anímico.

—Soy consciente de ello, doctor, pero creo saber cuál es mi deber. Haré que el señor Barthe tome buena nota de sus preocupaciones en el cuaderno de bitácora, por si el capitán Hart empeorase. No tendrá usted parte alguna de culpa.

—Me preocupa menos mi futuro en la Armada que el de usted, señor Hayden. Llevar a Hart de vuelta a casa para ponerlo al cuidado de un médico y de su querida esposa le facilitaría a usted más las cosas que apresar una docena de embarcaciones enemigas. Pero no diré más. —Miró de nuevo los otros barcos, que no distaban mucho de la fragata—. Supongo que Stuckey y sus compañeros no se rendirán sin luchar.

—Si podemos convencerlos de que somos franceses, es posible que presenten batalla, sí, aunque ni siquiera estoy seguro de ello. No quieren que su barco se convierta en una presa, puesto que entonces ellos serían considerados prisioneros.

El cirujano lo miró con aire de cierta extrañeza.

—Desde que subió usted a bordo no hemos descansado un solo día, señor Hayden.

—¿Y lo lamenta, doctor?

Griffiths lo observó con su mirada inteligente.

—En calidad de médico, sí, puesto que la lista de heridos y fallecidos ha aumentado considerablemente, y hemos sufrido mucho. Pero, puesto que soy inglés, me siento bastante orgulloso de cuanto hemos hecho.

—Sepa, doctor, que intentaré, como siempre, limitar en la medida de lo posible las bajas que podamos sufrir.

En ese momento se oyó un cañonazo y la bala fue a caer al agua, no muy lejos de la amura de estribor.

—Nos dispara la Themis, capitán —informó Hobson, a quien hicieron callar media docena de voces en inglés.

—Parece que no quieren parlamentar, ni terminar convirtiéndose en presa de los franceses. Habrá que luchar para tomarla, lo cual sucederá en las próximas dos horas.

Griffiths se llevó la mano a un sombrero que no llevaba puesto.

—Prepararé la mesa. Procure no darme mucho trabajo, señor Hayden. El menos posible.

—No es a mí a quien debe pedírselo, doctor, puesto que son los franceses los responsables de ello.

Griffiths lo observó de arriba abajo.

—Pero ¿acaso no es usted francés, señor? Porque eso es lo que parece. —El galeno frunció los labios esbozando una sonrisita al retirarse bajo cubierta.

Formaron las brigadas que servían los cañones de caza y Hayden se dirigió de nuevo a la proa. La Themis mantuvo un fuego graneado con los guardatimones. Las balas caían cerca.

—Aún no están a nuestro alcance, señor —informó el cabo del cañón de caza de estribor cuando Hayden llegó al castillo de proa.

—Eso parece. —Dirigió el catalejo a la popa de la Themis, donde distinguió claramente a Bill Stuckey, el hombre a quien creyó haber reformado, alfanje en mano y con un par de pistolas al cinto. La ira y el resentimiento se adueñaron entonces de él.

Hawthorne se presentó en el castillo de proa, armado con un mosquete.

—¿Ese que hay ahí en el alcázar es mi querido Willy, señor?

—Creo que sí, señor Hawthorne.

—Qué lástima, aún no lo tengo a tiro de mosquete.

—De momento… —Hayden se volvió hacia el este, calculando la velocidad de La Rochelle. Parecía mantener la posición, lo que le satisfizo—. Señor Hawthorne, cuando nos situemos de costados paralelos con la Themis, apostará algunos de sus mejores tiradores en los topes. Dígales que oculten el rostro lo mejor que puedan. No quiero que nadie sea reconocido hasta que estemos en su cubierta. El resto de sus infantes formarán parte del trozo de abordaje. Necesitaré hasta el último hombre si de veras deseamos recuperar la embarcación.

—Mis infantes arden en deseos de venganza, señor.

—Bien. Nos superan en número, de modo que habrá que emplear los cañones y las piezas de artillería de La Rochelle para equilibrar un poco las cosas.

A pesar de la gravedad de la situación, Hawthorne parecía contener una sonrisa.

—¿De qué se trata, señor Hawthorne? —preguntó Hayden—. ¿Se puede saber qué le divierte tanto?

El joven teniente dejó de contener entonces la sonrisa y se llevó la mano a la solapa de la casaca de oficial de la marina francesa.

—Cuando dije a Muhlhauser que daba la impresión de que la dotación se había puesto los calzones del revés, ni siquiera yo comprendí el alcance de mi ingenio.

Hayden sacudió la cabeza y rompió a reír, a pesar del cariz de la situación.

La Themis disparó de nuevo y la bala cayó tan cerca que el agua alcanzó el extremo del botalón de foque.

—Creo que ha llegado el momento de responder al fuego, Baldwin, cuando estés listo. Si logras destruirles un guardatimón, te daré media corona.

—Una oferta muy tentadora, señor Hayden. —El cabo de cañón lo saludó y luego se volvió hacia sus hombres. Se agachó sobre la cuña de puntería con una expresión de absoluta concentración, movió la pieza unas pulgadas a babor, suspiró de nuevo, elevó un poco el cañón, se apartó, advirtió a sus hombres que hicieran lo propio y aplicó el botafuego.

Aquel cañón francés no era más silencioso que los ingleses, y Hayden cerró los ojos tanto por el estruendo como por el humo acre que desprendió. De inmediato hizo un esfuerzo por separar los párpados, con la esperanza de ver dónde caía la bala. Al igual que el resto, contuvo el aliento, esperando a que el viento arrastrase el humo, lo que no resultó muy útil porque el barco navegaba a la orza y por tanto se vieron inmersos en él.

Una blanca mota de agua surgió en la estela de la Themis.

—Buen ojo, Baldwin —comentó Hayden—. Algo más de elevación y veremos si esos amotinados tienen el nervio suficiente para permanecer en el alcázar o si, por el contrario, se escabullen como ratas.

La brigada que servía el cañón realizó la rutina de rigor: limpiaron a conciencia el ánima, insertaron el cartucho y lo empujaron con el atacador.

—¡Ya! —anunció Baldwin, que sostenía una aguja para perforar el cartucho mientras esperaba a que aplicasen la lanada mojada, introdujesen la bala y aplicasen de nuevo la lanada. Entonces agujereó el cartucho con preciso ademán y el segundo cebó el cañón antes de ponerlo en batería. En esa ocasión, Baldwin lo ajustó un poco a estribor, aumentó el ángulo y se apartó. Advirtió a los suyos y aplicó de nuevo el botafuego.

Se produjo un segundo estampido y Hayden escudriñó a través del humo, atento al impacto en el agua o, mejor, a la lluvia de astillas. Hubo un instante de confusión.

—¡Has perforado la sobremesana, Baldwin! —celebró Wickham—. ¿Lo has visto?

—Tiene ojo de halcón, señor Wickham —dijo Baldwin con admiración. La brigada que servía el cañón se dispuso a hacer su trabajo; limpiaron a fondo el ánima, y lo hicieron con ganas. A un penacho de humo de la proa de la Themis siguió el familiar e inquietante chillido de la bala que se les acercaba. Ésta alcanzó el velacho, justo antes del crujido de la madera y la lluvia de astillas.

Hayden levantó la vista y vio que la vela de trinquete gualdrapeaba de un lado a otro.

—Señor Barthe. Han alcanzado la verga de trinquete. Habrá que asegurar una nueva braza y acuartelar las velas. A ser posible, me gustaría conservarlas en su lugar.

Los marineros treparon al aparejo y, antes de que la Themis volviera a disparar, se había logrado contener el daño. En cuanto las lonas dejaron de zarandearse, en cubierta volvió a reinar un completo silencio mientras los hombres aguardaban el siguiente disparo.

La Themis efectuó un nuevo cañonazo, pero habían apuntado mal o tal vez el mar les jugó una mala pasada, porque la bala fue a caer a babor. Todos a bordo rieron, incluido Hayden, aunque no supo por qué.

Por su parte, el cabo aplicó el botafuego y Hayden tuvo motivos sobrados para componer una mueca ante el estruendo. Tras unos segundos de espera, una de las ventanas de la galería de la Themis saltó hecha pedazos. Los hombres vitorearon.

Un disparo lejano llamó la atención de Hayden, que reparó en el humo que caía a sotavento de la proa de La Rochelle.

—A nuestros compatriotas no les arruga la perspectiva del combate, señor Hayden —comentó Hawthorne.

—No están dispuestos a desaprovechar la ventaja que tenemos, señor Hawthorne: dos fragatas contra una. Según parece, nuestra pequeña masquerade de guerre surte efecto.

Pero el disparo de La Rochelle erró la Themis por doscientos metros.

—Señor Wickham, convendría que trepase usted al tope de trinquete y voceara en francés, como si fuera usted el vigía.

Wickham sonrió, hizo el saludo de rigor y se apresuró hacia el obenque.

—Avisen al señor Barthe —ordenó el capitán en funciones, y a continuación dio una voz marinera en francés, esperando que nadie la comprendiese u obedeciese. Barthe apareció al pie del trinquete, con la bocina bajo la axila—. Espero que no tenga pensado utilizar eso, a menos que hable usted francés.

—No, señor, me la trajo mi ayudante y la tomé por la fuerza de la costumbre.

—Vamos demasiado deprisa. No quiero alcanzar la Themis antes que la fragata francesa. ¿Podría reducir la andadura sin que se note demasiado?

—Aventaré algunas escotas, señor Hayden, y lo prepararé todo para arriar las gavias, cargando por los chafaldetes, además de recoger las juanetes.

—Hágalo, por favor, aunque dudo que los amotinados presenten batalla. Huirán hasta que los desarbolemos o los dejemos sin gobierno; ésa es mi opinión. Aún necesitaremos las mayores y las juanetes.

Barthe asintió y ya se disponía a marcharse cuando Hayden tuvo una idea.

—¿Señor Barthe? Búsquese un sombrero, señor. Ese pelo rojo es demasiado llamativo. Ocúltelo, si es tan amable.

El piloto asintió y envió a su ayudante a buscarle un sombrero.

La siguiente bala pasó tan cerca que Hawthorne juró haber notado la corriente de aire que generaba. Alcanzó la cubierta en un ángulo agudo, rebotó una vez y retumbó en el tablonaje sin darle a nadie ni a nada, antes de sumergirse en la estela de la fragata.

Hayden se volvió hacia la popa, donde todos los hombres ocupaban sus puestos, pálidos y torvos.

Wickham dio una voz en francés y Hayden respondió a pleno pulmón, pero sus palabras quedaron ahogadas cuando Baldwin acercó de nuevo el botafuego al cañón. Al ver que la bala no alcanzaba su objetivo, el cabo de la brigada se volvió hacia Hayden algo avergonzado.

—Discúlpeme, capitán. No esperaba que el barco diese una guiñada.

—Así ha sucedido, Baldwin. Voy a acercarme al alcázar para relevar al timonel.

El cabo lo saludó y Hayden se alejó del castillo de proa. Recorrió todo el camino por el portalón sin dar muestra alguna de temor ante sus hombres, pese a los efectos evidentes de la bala rebotada en cubierta. Hayden pasó de largo sobre el punto afectado, mostrando mayor indiferencia de la que en realidad sentía.

Ordenó sustituir al timonel y el segundo del piloto se prestó voluntario para gobernar la rueda, aunque estaba pálido y ojeroso.

—¿Has tenido un minuto de descanso desde que estás a la rueda, Dryden? —le preguntó Hayden.

—Un rato, señor. No se preocupe. No hace falta mucho esfuerzo para mantenerla en rumbo.

—Espero que pronto recuperemos nuestro barco para devolver a la tripulación a sus puestos. Entonces procuraré que el señor Barthe le releve del puesto durante una guardia para que pueda descansar largo y tendido.

El marinero le dedicó un rápido saludo con una expresión de agradecimiento. Hayden estaba convencido de que había muchos hombres tan cansados como Dryden, y sintió una punzada de culpabilidad por haber descansado un rato.

—¿Nos ha dirigido la fragata francesa alguna otra señal, señor Archer?

—Dio por recibida su petición de trabar combate con el ene… con la Themis, por el costado de estribor, señor. —Archer se hallaba de pie catalejo en mano y el libro de señales metido en la cintura—. He estado observándolos con atención para descubrir en ellos el menor indicio de sospecha, señor. Un oficial nos observa de vez en cuando por el catalejo, pero hasta el momento no creo que nos hayan descubierto.

El cañón disparó a proa, hubo un momento de silencio expectante, y entonces los hombres situados en cubierta lanzaron vítores. Hayden miró a través del catalejo la proa y, entre el humo, vio una escena caótica en el alcázar de la Themis.

—Por lo visto le debo media corona a Baldwin —comentó con satisfacción.

El guardatimón intacto de la Themis disparó una bala que les atravesó las gavias sin causar mayores daños. No obstante, la sobremesana de la Dragoon casi se abrió en dos mitades.

—¿Señor Barthe? —llamó Hayden, alzando apenas la voz.

—Me encargaré de ello —respondió el piloto cuando llegó a buen paso por el portalón.

A pesar de hacerlo lentamente, la fragata se acercaba a la popa de la Themis. Hayden ya veía a simple vista a los amotinados, y con la ayuda del catalejo alcanzaba a distinguir perfectamente los rostros, todos lívidos, con expresiones que daban fe del miedo que sentían. Largaron alas y rastreras de un modo que Hayden consideró propio de hombres de tierra adentro, pero de nada sirvió, pues la Dragoon les ganaba en andadura, como muy bien sabían los amotinados.

—Si la Themis cae a babor, señor Dryden, nosotros haremos lo mismo. Tenemos que ser capaces de responder cualquier andanada que nos dirijan.

—No le quito ojo, señor Hayden. No permitiré que me la juegue un novato como Stuckey.

Muhlhauser se encontraba a babor del coronamiento, con aspecto amedrentado. Hayden comprendió que el inventor interponía los palos machos entre su posición y la dirección de la que provenía el fuego de la Themis. Al capitán en funciones le extrañó que alguien que trabajaba para la Junta de Artillería, cuya función consistía en potenciar la capacidad ofensiva del armamento, se asustara tanto al verse en el extremo equivocado de sus propias creaciones.

—¿Cómo se encuentra, señor Muhlhauser? —le preguntó, solícito.

—La bala que rebotó en cubierta casi me lleva por delante, señor Hayden. Si llego a dar otro paso al frente me habría alcanzado de lleno.

—Ah. Más de un marinero podría contar esa misma historia, señor Muhlhauser. En esas circunstancias se advierte claramente cuan angosto es el río que separa la vida de la muerte. —E intentó esbozar una sonrisa amable—. Se me ha ocurrido que una persona con sus conocimientos en la materia sería de gran ayuda en la cubierta principal. Los cabos de cañón agradecerían cualquier aporte que pueda usted hacerles, y, como bien sabe, andamos faltos de hombres capaces de echar una mano.

Muhlhauser asintió.

—Será un placer ayudar en lo que pueda, señor Hayden. —Hizo ademán de alejarse, pero se detuvo para añadir—: Cuando uno soporta el fuego de los cañones largos, para seguir de pie en el alcázar se necesitan más agallas de lo que pueda imaginar quien no lo haya soportado. —Lo saludó y descendió a paso vivo por la escala de toldilla.

Archer, que no se hallaba demasiado lejos, también saludó a Hayden, imitando el gesto del inventor.

—Que en medio de un combate tenga usted semejante gesto de amabilidad con un hombre de tierra adentro…

—Aún no puede considerarse un combate. Al menos, de momento. Señor Archer, ¿alguno de los prisioneros habla un poco de inglés?

—Más que un poco, señor Hayden. Me refiero a un oficial llamado Marin-Marie.

—Que el señor Hawthorne le proporcione una casaca y un sombrero de oficial y lo traiga a cubierta, acompañado por una guardia de honor de dos infantes de marina.

Archer, perplejo, fue en busca de Hawthorne. Lo encontró ayudando a los marineros que servían las piezas del castillo de proa. Poco después se personó en el alcázar el francés, bastante inquieto y escoltado.

—Teniente Francois Marin-Marie —lo presentó Hawthorne. Cabía la posibilidad de que aquel hombre de rostro redondo y complexión rolliza no tuviese experiencia, ya que se trataba de un simple muchacho, no mayor que Wickham. Pese a ello, dedicó a Hayden una elegante reverencia y una mirada levemente desdeñosa.

—¿Por qué me ha subido aquí? —preguntó en inglés.

—Necesito su ayuda, teniente —respondió Hayden en francés. Señaló la Themis—: Ese de ahí es un barco inglés controlado por amotinados ingleses. Creen que el barco de usted sigue en manos francesas, razón por la cual vestimos así. —Se señaló la ropa—. Tenemos intención de recuperar el barco, pero probablemente nos reconozcan a mí y otros miembros de la dotación, de modo que usted se encargará de hablarles cuando nos situemos a la voz.

El muchacho se envaró.

—¿Y por qué iba yo a hacer tal cosa? —preguntó en francés—. No es asunto de mi incumbencia.

—Porque cuando lleguemos a Inglaterra, el trato que se le dispense dependerá en gran medida de su cooperación en este lance. Podría ser una guerra larga y yo personalmente no querría pasarla en un pontón de prisioneros varado en una orilla apestosa, sin que mi familia o amistades sepan qué ha sido de mí.

La capa protectora de desdén se resquebrajó un poco y el joven tragó saliva. Miró en torno, a los ingleses que lo rodeaban.

—¿Y qué barco es ése? —preguntó en inglés, señalando con un gesto la fragata francesa.

—Es la Tenacious del capitán Bourne, que navega bajo bandera enemiga.

Otra fugaz mirada a los rostros poco amistosos que lo rodeaban.

—¿Qué quieren que diga? Mi inglés no es… muy bueno —dijo pronunciando con su peculiar acento.

—Yo me situaré a su espalda y le iré dictando lo que tiene que decir.

Una bala alcanzó el casco. El cañón de caza de la fragata respondió al fuego. A bordo los hombres volvieron a lanzar vítores.

—¿Por qué lo hace? —preguntó el muchacho en voz baja—. Usted es francés, se le nota por su dominio del idioma.

—Mi madre es francesa, teniente. Yo soy inglés. —Hayden le dio la espalda—. ¿Señor Hawthorne? Que sus hombres mantengan en el alcázar al teniente Marin-Marie, apartado de los demás. Desátele las manos. Cuando llegue el momento se requerirá su intervención.

Hayden se acercó al pasamano y echó un vistazo a proa. La Themis había perdido la sobremesana de resultas de un disparo. Incluso si inclinaban los cañones al máximo, comprendió que no sería posible efectuar una andanada navegando con ese rumbo. Si arribaban un poco para apuntar los cañones, la Themis les sacaría ventaja, y a menos que el disparo dañara el aparejo, luego tendrían que recuperar la distancia perdida. Era preferible mantener el rumbo y esperar el momento adecuado para el disparo. Se oyó otro estampido lejano cuando los amotinados dispararon, pero la bala alcanzó una ola y luego surcó la superficie como un guijarro lanzado rasante a las aguas de un estanque.

Un grupo de marineros se había congregado junto al acceso al alcázar, donde conversaban con el infante de marina que montaba guardia.

—¿Qué cree usted que querrán? —preguntó Landry, señalando con la cabeza a los marineros. Había ido a comunicar a Hayden que las brigadas se hallaban listas para situarse a los cañones—. ¿No son hombres de la Themis? Hace nada les ordené servir las piezas.

El capitán en funciones vio que el infante de marina miraba en su dirección y decidió acercarse a buen paso. Landry lo siguió.

—Estos hombres piden permiso para hablar con usted, capitán —informó el centinela.

—Tendrían que ocupar sus puestos —intervino Landry—. ¿De qué se trata, Lawrence?

El segundo del condestable lo saludó y luego miró a los cinco hombres que lo acompañaban. Uno de ellos inclinó la cabeza como animándolo a hablar.

Lawrence no parecía muy cómodo en el papel que le había tocado y extravió la mirada en cubierta.

—Le ruego que me perdone, capitán. Es que consideramos que algunos de nuestros compañeros a bordo de la Themis nunca quisieron llegar tan lejos… Me refiero a eso de amotinarse. —Sacó un papel—. Martin ha anotado sus nombres, y aquí tiene la lista, señor. —Tendió la hoja a Hayden, que la cogió.

—¿Qué esperas que haga, Lawrence?

—Verá, señor… —Pero de pronto vaciló.

—Habla, Lawrence. No voy a castigarte por ello, ni siquiera te quitaré la ración de grog.

—Verá, señor Hayden —dijo con voz ronca—. A unos cuantos de los nuestros no les sienta nada bien disparar contra compañeros que nunca quisieron hacer ningún mal.

Hayden consultó la lista, compuesta por unos veinte nombres.

—¿Participaron estos hombres en el motín?

Hawthorne se situó a su lado y Barthe apareció tras los marineros reunidos. Hayden extendió el brazo sobre ellos para tender la lista al piloto de derrota.

—Verá… señor —balbuceó Lawrence—, algunos participaron más que otros, aunque ninguno quería hacerlo realmente. Samuel Fowler se metió para salvar la vida de Roth cuando dos marineros se disponían a abrirlo como una gamba. —El hombre se volvió hacia Roth, que asintió para confirmarlo—. Y el mismo Samuel Fowler fue uno de los que se opuso a la idea de impartir castigos físicos, incluso al capitán Hart, señor, razón por la cual lo maniataron varios de sus compañeros.

Barthe repasó la lista, señalando los nombres con un dedo gordezuelo.

—Todos estos hombres se metieron de lleno al final. Palley fue uno de los que asaltó la cámara de oficiales; lo vi con mis propios ojos. Aparte de que tal vez fue quien mató a Williams. Y King…

Hayden levantó la mano.

—Señor Barthe… No es momento de llevar a cabo un consejo de guerra. —Miró a los hombres, en cuyas expresiones se mezclaban a partes iguales la desdicha y el miedo—. No tengo potestad para conceder a nadie el perdón, Lawrence. Tampoco puedo faltar a mis obligaciones. Todos vosotros os mantuvisteis leales al rey y tuvisteis el sentido común necesario para no sumaros al motín. No emprendáis ahora ese camino.

Los hombres levantaron la mano para elevar sus protestas.

—Señor Hayden —se apresuró a replicar Lawrence—, en ningún momento hemos pretendido que esta solicitud pueda considerarse un motín…

—Y yo en ningún momento he pensado que lo fuera, Lawrence. Pero te diré lo siguiente: andamos faltos de brazos y no puedo disculpar a nadie por problemas de conciencia. Debéis ocupar vuestros puestos a los cañones y hacer lo posible por causar daños a hombres que no hace mucho sirvieron a vuestro lado y fueron vuestros compañeros de rancho… Y los míos. Voy a guardarme esta lista, y si finalmente se celebra un consejo de guerra, me encargaré de que se tenga en cuenta. Entonces podréis pronunciaros. Pero hoy debéis luchar. Nadie a bordo tiene elección.

Los marineros, cuya desdicha y agotamiento se hacían patentes en sus rostros, intercambiaron una mirada.

Lawrence bajó los ojos y asintió.

—A la orden, señor Hayden, pero hoy es un día funesto. Un día funesto y muy triste.

—En efecto, Lawrence. Volved ahora a vuestros puestos, y que no se diga una palabra más a este respecto.

Cabizbajos, los marineros saludaron llevándose los nudillos a la frente y se volvieron para descender a la cubierta principal.

Hayden los vio alejarse, preguntándose con cuánto brío lucharían si llegaba la ocasión… Y estaba casi seguro de que así sería. Con esta duda en mente, se acercó al joven teniente francés, que se encontraba de pie junto al coronamiento, fingiendo indiferencia ante el peligro y lo que pasaba a su alrededor.

Monsieur —dijo Hayden—. En cuanto nos situemos a distancia de bocina representaremos una modesta función ante los amotinados, y debe usted saber que se le ha asignado el papel principal: el único hombre a bordo de este barco capaz de hablar en inglés. —Se dirigió a los dos infantes de marina que custodiaban al prisionero—. Llevadlo bajo cubierta. No podemos permitirnos el lujo de que sea víctima del fuego enemigo.

—Capitán —dijo el preso en su propia lengua—, ha cometido un error poniéndose de parte de los ingleses. Pero aún no es demasiado tarde. La Armada francesa lo recibiría con los brazos abiertos. Encuentre un modo de liberar a mis compañeros, recuperemos el mando del barco y se convertirá usted en un héroe a ojos de su verdadera patria. —Y añadió—: Se engaña usted. En el fondo de su corazón se sabe francés. Mírese… ¿No se siente más cómodo vistiendo este uniforme que con la desagradable casaca de teniente inglés?

—Llevadlo abajo —repitió el capitán; sin embargo, cuando el francés alcanzó la escala de toldilla, volvió la vista con una mirada de complicidad. Hayden se quedó inmóvil un instante, olvidando la situación que tenía entre manos, al tiempo que acariciaba la casaca que llevaba.

Una descarga de llamas y humo procedente de la fragata francesa llamó su atención. Casi se habían situado a distancia, y el cañón de caza que artillaban disparó una bala que fue a caer no muy lejos de la Themis. Eso daría que pensar a los amotinados. Los perseguían dos fragatas francesas, y apenas contaban con la mitad de la dotación necesaria para servir los cañones y gobernar el barco.

En ese momento, la Themis disparó el guardatimón que le quedaba, y la bala pasó aullando entre los marineros subidos al aparejo.

—Señor Landry, pase la orden al cabo de cañón de proa: dígale que lo cargue con bala encadenada y apunte al aparejo, si es tan amable.

—A la orden, señor Hayden. —Landry encontró a un guardiamarina, a quien mandó corriendo a proa; algunos de esos jóvenes servían en el alcázar durante el combate, dispuestos a llevar órdenes a cualquier parte del barco.

Wickham escogió ese momento para dar una voz en francés, y Hayden respondió a ella. No estaba del todo seguro de que sus voces alcanzasen la cubierta de la Themis, pero la distancia entre barcos se acortaba por momentos. Era preferible seguir con la pantomima.

Wickham señaló entonces La Rochelle, tan cerca ya que asomaba tras la bruma. Un rayo de sol se le reflejó en la lona y se proyectó sobre el casco negro recortado sobre aquel mar de jade.

—El francés nos saca ventaja porque tenemos el aparejo dañado, señor Hayden.

—Sí, creo que alcanzará la Themis casi al mismo tiempo que nosotros. —Hayden se volvió hacia el primer teniente—. Señor Landry, deberíamos virar de tal modo que situemos el barco a toca penóles de la Themis. Ordene cebar los cañones con metralla, efectuar una andanada, lanzar los arpeos y abordarla.

Landry meditó la orden.

—¿Y qué me dice de ese francés que habla nuestra lengua?

—Cuando nos acerquemos saldrá a cubierta para conminarlos a que se rindan. Si se niegan, procederemos al abordaje. Habrá tiempo para efectuar una andanada cuando nos situemos de costados paralelos, luego los hombres tendrán que armarse y reunirse con nosotros en cubierta.

—A la orden, señor. ¿Quiere destinar a Wickham en la cubierta principal?

—Prefiero tenerlo cerca. Nos beneficiará mantener el intercambio de voces en francés. El señor Archer se encargará de supervisar el fuego de las baterías y entregará el libro de señales a Wickham. —Al volverse, se lo encontró a su lado—. Señor Wickham… ¿Me ha oído?

—Sí, señor.

Archer hizo entrega del libro de señales al joven teniente en funciones, y Landry y el segundo teniente se dirigieron a la cubierta principal.

El fuego de la Themis continuó causando pocos daños, mientras que la brigada de Bourne que servía el cañón de caza se mostró más certera con sus disparos. De hecho, Hayden se sintió incómodo al comprobar lo ineptos que eran sus hombres, lo que sin duda se debía a lo poco que Hart les hacía ejercitar el fuego de artillería. Se preguntó cómo se sentiría el capitán, castigado por sus propios hombres. Hayden no recordaba nada igual. Cuando la noticia llegase a Inglaterra, el nombre de la Themis quedaría ligado de por vida a tan terrible infamia, y con él también los nombres de sus tripulantes y oficiales.

Se preguntó si no se debía a eso la descabellada empresa de recuperar la Themis, a pesar de la presencia de una fragata francesa a escasa distancia. Si regresaba a Inglaterra con los amotinados cargados de grilletes, y la Themis volvía a navegar con bandera británica, aún podría salvar su carrera. Contempló el uniforme francés que vestía. Si Philip Stephens pudiera verlo en ese momento… Se lo tenía bien merecido por haberse convertido en la niñera de Hart. Pero el mero hecho de que el primer secretario le hubiese ofrecido esa tarea tendría que haberle bastado para andarse con pies de plomo.

—Este barco vuela, señor —aseguró Wickham desde la regala, a la que se había encaramado asido al obenque.

—Señor Wickham —respondió Hayden—. Aprecio sinceramente su euforia, pero si se cae usted al mar, perderemos el libro de señales francés. Si es tan amable…

Wickham saltó y aterrizó con un golpe seco en cubierta.

—¿No le parece curioso e irónico, señor, que tras hacernos a la mar para enfrentarnos a los franceses, estemos aquí, a bordo de una de sus naves, vestidos como oficiales de su Armada, a punto de enfrentarnos a un barco gobernado por ingleses?

—Curiosísimo. ¿Dryden? —preguntó volviéndose hacia el hombre que gobernaba el timón—. ¿Cómo te encuentras?

—Bastante bien, capitán —respondió éste, uno de los pocos que se dirigía a él por el nuevo cargo que desempeñaba.

—Los artilleros del capitán Bourne parecen empeñados en desarbolar la Themis, de modo que veo que le ganamos terreno. Lo que quiero que hagas es arribar sobre su aleta, pero prepárate a orzar si intentan hacer lo propio. Vira por la popa y luego sitúanos en su costado.

El segundo del piloto apartó la vista de la Themis para mirar perplejo a Hayden.

—¿Cubiertos de lona como vamos, señor?

—Sí, hay poca mar y apenas alcanzamos los cuatro nudos. Encajaremos el fuego de su guardatimón, pero tendremos que soportarlo. En cuanto nos situemos de costados paralelos, ambos barcos descargarán una andanada, pero luego se luchará a alfanje y pistola. Es posible que podamos convencerlos de que se rindan, a menos que reparen en los pocos que somos o descubran nuestro engaño. Sin embargo, eso no alterará nuestra táctica, pues aun así nos acercaremos a su costado. ¿Entendido?

—Perfectamente, señor.

Hayden aguardó en el alcázar acompañado por Landry y Wickham, atento a la lenta evolución de los barcos en aquel mar velado aún por la bruma. El viento flojo de aleta parecía caer, lo que redujo más la andadura de ambas naves. Hayden dio orden de que la dotación comiera, una brigada de cañón cada vez. Luego fue el turno de algunos de los hombres situados en la cubierta superior, seguidos de otro puñado. Landry, Wickham y él no abandonarían el alcázar, de modo que les sirvieron unos platos, de los que dieron buena cuenta sin ceremonia alguna y sin reparar siquiera en lo que comían.

El sol siguió su lento recorrido a poniente, pese a lo cual la espesa niebla se resistió al calor que desprendía y siguió aferrada al mar, manchándolo de plata. Mientras se acercaban a la Themis, los guardatimones de ésta causaron más daños, provocando la preocupación de quienes servían en cubierta y en el aparejo.

Tristram Stock asomó en el alcázar a paso ligero.

—Con su permiso, capitán Hayden, el cabo que dirige la brigada del cañón de caza pide permiso para disparar a los cañones de popa de la Themis.

—Teniendo en cuenta que ha logrado dañar uno, parece muy buena idea. Cuenta con mi permiso, Stock, pero dígale también que lamento no poder ofrecerle otra media corona si logra alcanzarlo.

Stock sonrió.

—Ha estado hablándole a todo el mundo de ese «disparo de la media corona». Está como unas pascuas.

—Estoy seguro de que así es, pero no puedo ofrecer media corona a todo cabo de cañón que atine.

—No se preocupe, señor, los hombres tienen el dinero del botín, y bien contentos que están. —Stock lo saludó y regresó apresuradamente a proa.

El cañón de caza hostigó incesantemente la popa de la Themis. La brigada de Bourne demostró precisión y capacidad para mantener un fuego graneado: la galería de popa quedó hecha trizas y el alcázar se convirtió en un lugar muy peligroso. Se hizo difícil ver a través de la nube de humo que envolvía tanto la popa de la embarcación amotinada como la proa de la Dragoon, al menos hasta que los cañones de la Themis guardaron finalmente silencio y los hombres de Hayden prorrumpieron en vítores.

Con aire solemne, Perse entregó las pistolas y el alfanje al capitán en funciones.

—¿Te han asignado un puesto, Perse?

—El señor Landry me ha enviado bajo cubierta para hacer de paje de la pólvora —respondió el muchacho con su leve acento irlandés—, aunque soy tan fuerte como algunos de los que trajinan con los cañones.

—Todos cumplimos la tarea que se nos asigna, sin protestar.

—No protestaba, señor Hayden… Bueno, al menos no mucho. —El joven le hizo una reverencia y se retiró bajo cubierta.

Hayden desenvainó la espada y le complació ver que habían sacado brillo a la hoja.

Cultellus —dijo Hawthorne a un paso de distancia.

—¿Disculpe? —respondió Hayden.

—Es latín, señor. Es la palabra de la que deriva el término inglés cutlass, el alfanje. Cultellus.

—Su sabiduría es una constante fuente de inspiración, señor Hawthorne —alabó Hayden con una sonrisa.

El infante de marina se echó a reír y el capitán hizo lo propio.

—Espero hundir mi cultellus en la arrogante garganta del señor William Stuckey —dijo Hayden.

—¿Le parece arrogante su garganta?

—En grado sumo, sí. ¿A usted no?

—No tanto como su pelo —repuso Hawthorne.

—Ah. Bien, ¿están listos sus soldados?

—En efecto, capitán. —Hawthorne se detuvo y miró fijamente a Hayden—. Quisiera decirle, señor, que me produce una grata satisfacción llamarlo «capitán».

—No soy más que el capitán de una presa, señor Hawthorne, y todo apunta a que antes de una semana tendrá usted que llamarme de nuevo «teniente».

—¡Capitán! —dijo Dryden desde el timón—. Casi estoy listo para arribar, señor.

Hayden miró a proa. Ambos barcos acortaban distancias y, aunque el fuego certero de la Tenacious había silenciado los guardatimones de la Themis, los estampidos de las armas ligeras estallaron con denuedo. Los hombres de Hawthorne respondieron desde las cofas y el castillo de proa.

—Ten cuidado, Dryden. No abordes la popa con el botalón ni lo trabes en su obenque de mesana.

—Baldwin me avisará si me acerco demasiado, capitán.

Hayden se volvió hacia el teniente de infantería de marina.

—Señor Hawthorne, tenga la amabilidad de escoltar a monsieur Marin-Marie a la cubierta principal.