El sol asomó por el horizonte, empujando en retirada la fría noche. Una leve brisa, este sudeste, puso los barcos a la transitoria sombra de una nube pasajera. Alrededor del horizonte, la bruma densa y lejana colgaba baja sobre el mar, velándolo todo a excepción de las cotas más elevadas de la costa francesa. La Lucy apareció en medio de una burbuja azul: mar y cielo, envuelta en una bruma densa y gélida. En el coronamiento de la corbeta se encontraba Philpott, que de nuevo ejercía de comandante, atento al cúter de Hayden que tomaba las olas proa a la Tenacious. A la luz desnuda del sol naciente, el rostro de Philpott se antojaba macilento y meditabundo. Había sido la clase de noche que avejenta al más pintado, por joven que uno fuera.
La dotación de Philpott atestaba la cubierta de la corbeta, reparando el maltrecho aparejo mientras la nave cabeceaba y se balanceaba a merced de la lenta marejada oceánica. Al este se desarrollaba una escena similar de actividad febril a bordo de la Tenacious, así como a bordo de la fragata francesa, ya que Bourne le había asignado un trozo de presa para navegar en conserva con ella.
—Diría que es un barco de primera —opinó Wickham, señalando la embarcación francesa—. Y apostaría a que no hace mucho que la botaron.
Antes de que Hayden pudiese mostrarse de acuerdo, la embarcación auxiliar se abarloó con la fragata inglesa y el primer teniente de la Themis se puso en pie conservando el equilibrio, a la espera de que el mar lo levantase, pues el barco y el cúter no se ponían de acuerdo en el balanceo. En la cresta de una ola, asió la escala y ascendió con agilidad por ella tal como había hecho en innumerables ocasiones. En cuanto asomó por la batayola, seguido de Wickham, vio formado al pelotón de infantería de marina y al contramaestre anunciando su llegada a golpe de pito. Los soldados presentaron armas, levantaron los mosquetes y efectuaron una salva a modo de saludo, en el mismo instante en que tanto la Lucy como la presa dispararon sendos cañonazos. A bordo de los tres barcos se homenajeó a Hayden con un fuerte y cálido hurra.
Bourne le estrechó la mano con una amplia sonrisa de oreja a oreja.
—Bienvenido a bordo, señor Hayden. Creo hablar en nombre de todos mis oficiales y tripulantes si expreso mi más profunda gratitud por habernos salvado de los franceses; de no ser por su iniciativa, todos los aquí presentes habríamos despertado esta mañana en las mazmorras de Belle-Île.
—El señor Philpott y la dotación de la Lucy comparten cualquier mérito que pueda usted atribuirme, señor —respondió Hayden, abrumado ante el cumplido—. Y fue el señor Wickham, aquí presente, quien reparó en la presencia de ese soldado de infantería que asomó en cubierta, al que un oficial regañó.
Bourne estrechó la mano de Wickham.
—Reciba todo mi reconocimiento por ello, señor Wickham. Un gran poder de observación contribuirá a que haga usted una sólida carrera en la marina. —Bourne hizo un gesto a popa—. Acompáñenme ambos a mi cabina. Hay decisiones que tomar y me gustaría saber qué opinan al respecto.
Verse incluido en tan digna compañía por un oficial como Bourne hizo que Wickham se sintiera ingrávido, a pesar de lo cual logró poner un pie delante del otro para caminar. Cuando recorrían la cubierta, el capitán se volvió hacia Hayden.
—Deduzco que eso que oímos no fue el fuego de sus cañones hundiendo uno de los transportes franceses.
—Deduce bien, señor. La pobre Lucy sufrió una andanada en toda regla; además, perdimos a un hombre.
—Lo siento —dijo Bourne—. La corbeta está muy dañada para haber sido objeto del fuego de unas cuantas piezas de seis libras…
—¿Eso cree? —repuso Hayden.
Bourne adoptó una expresión áspera y no añadió nada más.
En el confortable camarote del capitán, los invitados tomaron asiento y disfrutaron de un almuerzo servido con esmero. Hayden reparó en la buena disposición que mostraban los sirvientes en su labor, en contraste con la dotación de la Themis, temerosa quizá ante las censuras inmerecidas y las humillaciones sin fin.
—Ésta es nuestra actual situación, caballeros —empezó Bourne mientras dejaba la copa tras pronunciar un brindis por su éxito y otro por el rey—. Nos encontramos a dos leguas y media de la costa francesa con una fragata enemiga en nuestro poder. Hart no aparece, aunque a mi vigía le pareció divisar un barco que navegaba rumbo norte justo antes de salir el sol. Se perdió en la bruma antes de que pudiéramos asegurarnos.
—¿Al norte? —preguntó Hayden—. Ese barco no pudo ser la Themis, que debía navegar rumbo sur, siguiendo el contorno de las costas francesa y española hasta Gibraltar.
—Cabe la posibilidad de que el vigía se haya equivocado —dijo Bourne—. Sin embargo, seguimos sin noticias de Hart, y mucho me temo que haya ido a resolver sus asuntos y los haya dejado a ustedes dos atrás, caballeros. No se me ocurre otra explicación.
Wickham miró a Hayden, que no tenía respuesta a la pregunta implícita en aquellas palabras. Hayden estaba convencido de que Hart lo habría dejado sin titubear, pero ¿y a Wickham?… Que hubiese abandonado al joven era improbable.
—Al menos que nosotros sepamos, un buque de guerra francés partió anoche de Lorient. Nos cruzamos en la oscuridad. ¿Creen posible que hayan apresado a la Themis? —preguntó Wickham.
—Si es presa del francés, Hart se rindió sin siquiera efectuar un disparo de pistola: el único cañoneo que oímos fue la andanada que alcanzó a la Lucy. He aquí mi propuesta —continuó Bourne, a quien no parecía preocupar demasiado el destino de Hart—. Llevarán ustedes el barco francés Dragoon de vuelta a Plymouth. Tendremos que apañar una dotación de presa con los hombres de que disponemos. Ambos cuentan con la docena de marineros de la Themis. No me gusta tener que privar a la Lucy de gente, puesto que ya anda escasa de tripulantes… —Bourne levantó ambas manos—. Yo tendré que contribuir al resto, dado que el capitán Hart no podrá hacerlo.
—Eso no le impedirá reclamar su parte del botín —apuntó Hayden.
—En fin, Hart no está y no hay nada que pueda hacerse —concluyó Bourne, cuya expresión benévola no se vio enturbiada por el comentario—. A bordo del barco francés hay muchos prisioneros, aunque por lo visto muchos hombres se alejaron en los botes cuando se percataron de que la suerte les daba la espalda. Eso no quita que haya más de un centenar, aunque nosotros matamos a otros tantos.
—¿Perdieron un centenar de hombres? —preguntó Wickham.
—Setenta y tantos soldados de infantería, muchos de ellos caídos en cubierta por el fuego de la Lucy, y otros sesenta y tantos miembros de la dotación del barco. Una cuenta horrible, me temo, tratándose de un combate tan breve. Y eso sin incluir a los heridos, todos los cuales están recibiendo los cuidados del cirujano francés y sus ayudantes: cerca de cincuenta hombres figuran en la relación de heridos, algunos de gravedad.
—Jamás había escuchado nada semejante… —se asombró Hayden.
Bourne asintió, más serio.
—Fue un trabajo a conciencia, y nuestras andanadas efectuadas a una distancia tan corta les hicieron pagar un alto precio.
—Aun así… —Hayden dejó el tenedor en la mesa, pues había perdido el apetito.
—Disponemos de muy poco tiempo para lamentarnos de las pérdidas en ambos bandos —comentó Bourne—. Me gustaría que la Dragoon arribara sana y salva a Inglaterra. Es un buen barco, muy marinero, aunque ligero como sólo los franceses los construyen. A pesar de todo, no veo ningún motivo que impida que pueda armarse para el servicio.
—Será un placer llevar la presa a puerto, pero desearía que Hart estuviera presente para confiarme personalmente la labor. Probablemente se enfade cuando descubra mi ausencia, por no mencionar que lord Arthur me ha acompañado.
—Hart lo puso a usted bajo mi mando. En su ausencia y puesto que ignoramos cuándo volveremos a verlo, yo le daré órdenes para comandar el barco apresado y llevarlo a Plymouth. Hart puede quejarse cuanto quiera, que yo corro con la responsabilidad, y si el Almirantazgo tiene algo que decir al respecto, yo seré quien responda. Quiero que parta usted enseguida. Queda una escuadra francesa en Lorient, y podrían tomar la decisión de salir de puerto para recuperar la fragata. —Bourne se volvió hacia el guardiamarina—. Señor Wickham, ¿le importaría que tuviese unas palabras a solas con el señor Hayden?
Wickham estuvo a punto de levantarse de un salto.
—En absoluto, capitán Bourne. —Y abandonó la estancia en un abrir y cerrar de ojos.
—¿Qué opinión le merece? —preguntó Bourne, ladeando la cabeza hacia la puerta.
—Creo que algún día será un buen oficial.
—Eso pienso yo también. —Bourne se recostó sin apartar la mirada del primer teniente—. ¿Cree usted que fue Hart quien les disparó anoche, que no fue un barco francés?
—Es difícil decirlo con seguridad, pero no creo que un barco francés pudiese alcanzarnos tan pronto. No hacía mucho que se había levantado viento.
—¿Llevaban las luces tal como acordamos?
—Así es.
Bourne se mostró confundido y preocupado.
—Es un asunto de lo más desagradable, aunque por supuesto no sería la primera vez. En noches oscuras ha habido barcos que han sufrido fuego amigo, pero aun así… —Bourne negó con la cabeza—. Puede que Hart haya puesto rumbo sur y usted se haya librado de él. Usted y el joven Wickham.
—Pero cuando regrese a Inglaterra yo volveré a verme sin barco.
El elocuente rostro de Bourne se cubrió de una expresión de profundo desánimo.
—Haré lo que pueda por usted, Charles. Quizá podamos buscarle un puesto de primer teniente, eso como mínimo. Es menos de lo que merece, pero en un buen barco mandado por un capitán combativo tendría la posibilidad de distinguirse en combate.
—Sería un alivio servir al mando de un capitán dispuesto a pelear con el enemigo, en lugar de uno a quien haya que insistirle tanto para atacar un solitario transporte.
—Hizo usted lo posible en una situación adversa. Llevar el transporte a Brest y acudir en nuestra ayuda con la Lucy le granjeará cierta atención dentro del Almirantazgo. Yo cumpliré con mi parte a ese respecto, puede darlo por seguro.
—Usted siempre se ha batido como un león por mí, capitán Bourne, por lo que le estoy sumamente agradecido.
—Es una desgracia que tenga tan poca influencia entre los milores de la Junta Naval. ¿No cuenta alguno de ellos con una hija casadera? —De nuevo una amplia sonrisa iluminó el rostro del capitán—. El amor puro y verdadero podría beneficiarlo mucho.
—Ay, capitán, mucho me temo que sus señorías del Almirantazgo no pasean a sus hijas por mi derrotero.
Bourne rió.
—Laméntese también por mí. Tengo a mi segundo teniente a bordo de la Dragoon. Ha sufrido daños tanto en el casco como en el aparejo, pero no los suficientes para impedir que recibamos un buen dinero cuando la Armada de Su Majestad la arme para el servicio. —Bourne se acercó a un diminuto escritorio, de cuya superficie tomó algunos documentos. Luego tendió a Hayden una hoja—. Sus órdenes. —Seguidamente, le mostró la correspondencia—. He escrito al Almirantazgo diciendo que, tras perder contacto con el capitán Hart y puesto que ignoro si nos reuniremos en un futuro, le he confiado a usted el mando de la presa para que la lleve a Plymouth. También incluyo un informe completo de nuestra batalla en Belle-Île, aunque no menciono las peripecias que vivió usted a bordo de la Lucy aquella misma noche. Eso se lo dejo a usted, aunque le recomiendo prudencia en lo concerniente a la identidad del barco que abrió fuego sobre usted en la oscuridad. El cuaderno de bitácora de Hart dará cuenta del particular, aunque no creo que sirva de nada. Estas cosas pasan, y nunca suponen motivo de sanción. Es un accidente de guerra, algo lamentable pero muy difícil de prevenir. Seguramente deseará usted subir cuanto antes a bordo de su nuevo barco. —Bourne se llevó la mano a la herida del cráneo en un gesto inconsciente, y por un instante flaqueó la expresión benévola de su mirada.
—¿Qué tal se encuentra? —preguntó Hayden.
La sonrisa asomó de nuevo al rostro de Bourne cuando aparcó sus pensamientos.
—Ah, no es nada. He sufrido heridas mucho peores durante las refriegas que sostengo a diario con la cuchilla de afeitar.
Hayden lo siguió a cubierta y ambos salieron al azul que cubría el golfo de Vizcaya.
—Espléndida mañana para poner rumbo a Inglaterra. Mi dotación le confía una saca de correspondencia y desea que no la pierda usted de vista un instante, señor Hayden.
—Ni un instante. —Estrechó la mano del capitán—. No tengo palabras para agradecerle su amabilidad.
—¿Amabilidad? —repitió Bourne, perplejo—. Jamás le atribuiría mayores méritos de los que merece, señor Hayden. Puede que el Almirantazgo favorezca la carrera de hombres que ascienden inmerecidamente, pero yo jamás haría tal cosa. Le deseo mucha suerte.
Hayden descendió por la escala al cúter. El barco francés no disponía de botes, puesto que parte de su dotación había huido a Belle-Île en ellos, de modo que Bourne les había cedido uno de los suyos, sacrificio considerable por su parte. Si la suerte no favorecía a Hayden, el hecho de contar con un bote podía salvar tanto la propia embarcación como la vida de sus tripulantes.
Mientras los hombres bogaban hacia la presa, Hayden se descubrió contemplando la fragata, una embarcación preciosa. De haber permanecido en Francia, con su origen y educación, a esas alturas tendría el mando de una. Inquietante reflexión, en parte porque la idea le resultaba tan atractiva como repulsiva, de modo que cuando llegó el momento de asir la escala para trepar por el costado del barco lo hizo algo turbado.
Al contrario de lo que sucedió en su recepción a bordo de la Tenacious, hubo poca ceremonia cuando llegó a la presa francesa. El segundo teniente de Bourne lo felicitó calurosamente, pero después Hayden hizo a un lado el desasosiego para afrontar sus nuevas responsabilidades. Los hombres de la Themis transbordaron procedentes de la Lucy, y Hayden confió a Wickham el empleo de primer (y único) teniente en funciones. El barco fue inspeccionado de proa a popa para evaluar a conciencia los daños sufridos.
A proa de la cubierta del sollado se habían colocado gruesos mamparos para ubicar a los prisioneros franceses. Hayden ordenó al armero que abriese el candado y la puerta, tras lo cual entró encorvado en la oscura estancia, con lo cual el murmullo de los prisioneros cesó por completo. Circulaba un poco de aire por el enjaretado, lo que no impedía que el ambiente fuese húmedo y poco saludable. Los cautivos se apretujaban en la estancia, mirando torvos al inglés que de pronto se presentaba ante ellos. Tenían un aire dolido, afligido incluso, como si los hubieran acusado y encarcelado injustamente.
Hayden se dispuso a hablar, pero de pronto sintió la boca seca y reculó rápidamente. Cuando salió hizo un gesto al centinela, que corrió los cerrojos y puso el candado en su lugar. Sentía una desesperada necesidad de aire, pero antes de dirigirse a la escalera, el teniente de Bourne habló.
—Uno de los prisioneros parece repudiado por el resto —le informó—. Ha intentado hablar con nosotros, pero no entendemos qué pretende decirnos. El único francés que parece hablar un poco de inglés civilizado se limita a encogerse de hombres cuando le preguntamos qué dice ese hombre. Creo que lo más probable es que se trate de un pederasta. La dotación francesa lo llama algo parecido a le Bobo, pero no sé qué significa.
—Boho? —repitió Hayden, sorprendido—. ¿Sabe cómo se llama?
—Se hace llamar Fournier —respondió el joven oficial—, pero los prisioneros lo llaman Sanson. —Al ver la reacción de Hayden, preguntó—: ¿Ha oído hablar de él?
—Sanson es un nombre habitual en Francia. ¿Podría ir a buscarlo?
—Por supuesto. —Y el teniente se alejó a buen paso.
Hayden se retiró a la luz del día y al aire que soplaba en el alcázar, donde Wickham se reunió con él.
—Disponemos de los pertrechos necesarios para llegar a Inglaterra, señor Hayden, pero poco más —le informó el nuevo oficial en funciones—. Pólvora, bala, cordaje y lo suficiente para cubrir nuestras necesidades. El único artículo de lujo del que carecemos es el grog, señor, aunque este hecho parece compensado con creces por un abundante cargamento de vino.
—Pobres marineros, tendrán que apañarse con clarete y alimentos franceses —respondió Hayden, a cuyas facciones asomó una sonrisa.
El teniente de Bourne subió por la escala de toldilla acompañado por un hombre maniatado, custodiado por dos marineros armados con mosquete. Hayden estudió al francés, sintiendo a un tiempo repulsión e intriga. Era joven, de veintipocos años, y poseía un atractivo sombrío a pesar de su corta estatura. El hombre se mostró grave, susceptible, como si esperara que lo maltratasen, lo que no le impidió comportarse con orgullo, incluso con desafío.
—Monsieur —dijo Hayden.
—Capitaine —saludó el hombre, inclinando levemente la cabeza en un gesto de deferencia, al tiempo que levantaba un poco ambas manos como implorándole—. Me llamo Giles… Sanson —dijo en un francés propio de un parisino que hubiera acudido a una buena escuela—. A usted podrá importarle bien poco, monsieur, pero el caso es que si me encierra con mis compatriotas lo más probable es que acaben atacándome, ya que los pocos oficiales que quedan no tienen autoridad para impedírselo.
—¿Y por qué iban a hacerlo, monsieur Sanson?
El francés titubeó un momento y miró a los ojos a Hayden.
—Aunque he intentado ocultarlo, han descubierto que provengo de una familia de verdugos que se remonta a varias generaciones. Se nos desprecia, monsieur, y aunque yo personalmente no he presenciado siquiera una ejecución en la vida, pues he logrado distanciarme del oficio familiar, me odian de todos modos. Le ruego que se apiade de mí, capitaine, y que me proteja. Si no lo hace, mucho me temo que acabaré gravemente herido, o incluso muerto.
Hayden contempló al joven. En la temporada que había pasado en Francia había oído hablar de les bourreaux, aunque al igual que la mayoría de los habitantes de ese país era poco lo que sabía acerca de ellos. Un grupo reducido de familias habían alumbrado durante varios siglos a los verdugos: hombres despreciados, temidos y excluidos de la sociedad. Las bodas se celebraban entre miembros de otras familias de verdugos, a menudo vivían cerca unos de otros, y mantenían una misteriosa sociedad propia, cuidando de la guillotina y confiándose los secretos del oficio de generación en generación. El tío de Hayden le había contado que algunos individuos habían llevado a cabo cientos de ejecuciones durante el tiempo que ocuparon el cargo. Y allí tenía a un miembro de una de esas familias, maniatado, rogándole que lo protegiera.
—Puedo encerrarlo por separado del resto de sus compatriotas, monsieur Sanson, pero tendré que ponerle grilletes.
—Capitaine, aceptaré esta medida de buena gana, siempre que no permanezca con mis compañeros, y le daré mi palabra de que no intentaré escapar o causarle el menor contratiempo.
Hayden miró al joven a los ojos, intentando percibir si le mentía.
—¿Qué oficio desempeñaba a bordo?
—Ayudaba al cocinero hasta que descubrieron quién era, y luego los hombres se negaron a tocar cualquier alimento que yo hubiese manipulado. El capitaine me tomó de sirviente, aunque diría que su opinión sobre mí no difería de la de los demás.
—En tal caso, será usted mi sirviente, aunque si me causa algún problema tendré que encerrarlo de nuevo con los suyos. De noche tendrá que llevar grilletes.
El hombre inclinó la cabeza.
—Haré cuanto esté en mi mano para compensar su amabilidad, y juro que, en todo momento, actuaré como lo haría un inglés.
Hayden despidió con la mano al francés, mientras decía en inglés:
—Soltadlo. Hasta que arribemos a Plymouth este hombre será mi sirviente.
Libraron a Sanson de sus ataduras y éste se masajeó las muñecas mientras los ojos se le empañaban de lágrimas apenas contenidas.
—He subido a bordo sin enseres de aseo; ni siquiera tengo una navaja —comentó Hayden al francés—. Tendré que aprovechar lo posible de las pertenencias de los oficiales franceses.
—El difunto capitaine ya no las necesita —repuso Sanson—. Con su permiso, me encargaré de averiguar en qué estado se encuentran.
—Sí, vaya a su cabina y mire a ver qué encuentra. Hablaremos más tarde.
El hombre inclinó la cabeza y, tras dedicar una mirada a los dos marineros que seguían apuntándole con los mosquetes, se retiró bajo cubierta.
—Confío en que sepa lo que hace, señor Hayden —advirtió el teniente de Bourne.
—En eso confío yo también.
—¿Quién es, señor Hayden? —preguntó—. ¿Por qué sus compañeros lo tratan de ese modo?
—Creen que es gitano —mintió Hayden.
—Ah, sí, tiene la tez morena, ¿no le parece? —observó el teniente—. ¿No le preocupa que pueda robarle?
—A mí no me robará.
El teniente se mostró un tanto incómodo, no muy seguro ante la brusca respuesta de Hayden.
—Sin duda usted ya sabe lo que hace —insistió—. Si no puedo servirle en nada más, regresaré a bordo de la Tenacious.
Hayden le agradeció la ayuda prestada y le estrechó la mano cuando se encaramó a la batayola.
—¿Ha entendido usted la conversación que he mantenido con el francés? —preguntó entonces Hayden a Wickham.
El guardiamarina se descubrió para secarse la frente con la manga.
—Sí, señor Hayden. Qué… peculiar.
—Debo pedirle que sea discreto. Ese hombre parece haber sufrido mucho.
—Por supuesto, señor. No diré ni una palabra, pero los franceses lo saben, así que cuando lleguemos a Inglaterra no podrá usted seguir protegiéndolo.
—En efecto, pero al menos estos próximos días podrá vivir tranquilo, sin miedo. Eso sí puedo dárselo. Acompáñeme, tenemos mucho trabajo pendiente. Quiero dar la vela antes de que el sol alcance el cénit.
Pero el sol ya había superado el apogeo, al menos un poco, cuando Hayden dio orden de levar el ancla. Observó su nuevo mando, la modesta dotación compuesta por cuarenta almas, afanándose por cubierta y encaramándose al aparejo. Rogó que los vientos le fuesen favorables durante la travesía a Inglaterra, puesto que apenas disponía de marineros para reducir la vela, y mucho menos para salvar una ventisca.
—¿No cree que se desplaza de maravilla por el agua? —preguntó Wickham. Se hallaba junto al hombre que gobernaba la rueda del timón, contemplando el barco con ojos febriles. Era la primera vez que desempeñaba el puesto de teniente en funciones. No importaba que lo hubiera obtenido por la escasez de oficiales, o porque su propio barco se hallaba lejos y lo había abandonado. Era un oficial, al menos por unos días.
—Totalmente de acuerdo, señor Wickham.
—Creo que supera en andadura a la Themis en idénticas condiciones de viento y mar.
—Es muy posible —convino Hayden, conteniendo la sonrisa. Se dirigió al pasamano de popa y contempló el horizonte. La Tenacious y la Lucy caían a popa, y hacia la costa francesa apenas alcanzó a distinguir algunas velas medio desdibujadas por la bruma, pesqueros o embarcaciones costeras que no hubiese valido la pena plantearse apresar, aunque dispusiese de hombres para luchar. Si se topaban con el enemigo, se vería obligado a recurrir a algún subterfugio y a rezar. Con tan poca gente ni siquiera podía servir algunas piezas de artillería y, al mismo tiempo, bracear las vergas o dar o acortar la vela.
Hayden acarició el pasamano de roble francés. Aunque aquel barco únicamente se distinguía de una fragata inglesa por los detalles, tuvo la sensación de tocar algo familiar y al mismo tiempo terriblemente ajeno.
—¡Cubierta! —voceó el vigía del tope—. Botes a una cuarta y media por la amura de estribor.
Hayden sacudió la cabeza con desaprobación.
—¿Barcas de pesca, Price?
—No lo parecen, señor. Más bien diría que son los botes de un barco. Cúteres, creo.
—Señor Wickham, tenga la amabilidad de subir al tope y echar un vistazo.
—Señor. —El guardiamarina se dirigió a proa apresuradamente. Allí se encaramó al obenque con la misma energía de que siempre hacía gala, y a Hayden le alegró comprobar que el ascenso temporal no se le había subido a la cabeza, pues no había protestado porque le encomendase una tarea inferior a su rango.
Poco después, Wickham llegó al tope y se volvió hacia Hayden, que se había acercado al pie del trinquete.
—Price conoce su oficio, señor Hayden. Si no son los botes de un barco es que soy un lenguado.
—Rumbo a estribor —ordenó Hayden a voz en cuello al hombre que gobernaba la rueda—, una cuarta y media a estribor. ¡Gente a bracear las vergas!
Andaban tan faltos de marineros que Hayden echó una mano para halar la escota de trinquete, consciente de haber olvidado casi el tacto del cáñamo endurecido por la sal. Pidió que le acercaran el catalejo y se situó en la amura un instante contemplando las lejanas embarcaciones auxiliares, demasiado lejanas para distinguirlas claramente mientras bajaban y subían en el oleaje. Se colgó el catalejo al hombro y se reunió con Wickham en el tope de trinquete. El teniente en funciones encaraba el mar a través del catalejo.
—Verá, señor, hay un tipo sentado a proa del bote más próximo que tiene un parecido asombroso con el señor Barthe. Juraría que tiene el mismo pelo rojo, e incluso las mismas canas.
Hayden miró a través del catalejo el bote más cercano.
—Tiene usted mejor vista que yo, Wickham. Distingo los botes, pero poco más, aunque me ha parecido ver a alguien de pelo rojo en el más alejado.
Wickham ajustó ligeramente el catalejo y por un instante se concentró en el bote, intentando compensar el movimiento de su propio barco.
—Veo hombres vestidos con casacas rojas —informó el muchacho—. ¿Cree que pueden haber hundido un barco francés en estas aguas?
—Es posible, aunque esos botes viajan al norte con el viento, no hacia la costa, tal como sería de esperar. ¿Agitan una casaca para llamar nuestra atención?
—No parece que hagan nada en ese sentido, señor Hayden. Diría que se comportan como náufragos. Puede que nos hayan tomado por ingleses…
—Y no andarían errados, aunque entiendo a qué se refiere. Enseguida averiguaremos qué sucede.
Hayden se disponía a descender a cubierta cuando Wickham exclamó:
—¡Señor! ¡Son infantes de marina ingleses! Lo juro.
Hayden se acomodó de nuevo para compensar el balanceo del barco e intentó enfocar el lejano bote con el catalejo. Mantener un objeto tan pequeño centrado en la lente era muy difícil, pero al cabo de un rato distinguió, al menos, que había personas vestidas con prendas rojas. No pudo decir si se trataba de infantes de marina, ni siquiera si eran hombres, aunque por supuesto Wickham tenía mejor vista que él.
Hayden descendió a cubierta, donde experimentó cierta inquietud. Durante el transcurso de la siguiente media hora regresó a proa con el catalejo; allí se detuvo a contemplar los botes lejanos, cuyos remos blancos relucían rítmicamente en aquel luminoso día. La segunda vez que se hallaba de pie junto a uno de los cañones de caza, intentando mantener los botes en la temblorosa lente del catalejo, Wickham le informó desde el tope:
—¡Ese de ahí es el señor Barthe, señor Hayden! Esos botes pertenecen a la Themis. Estoy seguro de ver también al señor Hawthorne.
Los hombres de cubierta murmuraron y algunos se acercaron al pasamano para echar un vistazo. La siguiente media hora transcurrió con mayor lentitud de la habitual. Los botes coronaban una ola y luego se hundían de nuevo, y los rostros, algunos de ellos ensangrentados, de los compañeros de dotación de Hayden se volvieron inconfundibles. Wickham descendió por el obenque y se situó junto a Hayden, quien se encontraba en el pasamano de proa.
—¿Qué habrá pasado? —se preguntó el guardiamarina, pero Hayden no tenía respuesta.
El teniente no recordaba otra ocasión en que hubiese visto tantas caras compungidas. Los botes, atestados hasta la regala, abarloaron, con sus ocupantes silenciosos como penitentes. El señor Barthe se hallaba en la proa de un cúter y se dirigió al barco en un francés entrecortado.
—Aquí puede usted hablar el inglés del rey, señor Barthe —respondió Hayden. Por un satisfactorio instante, el piloto de derrota se quedó sin habla.
—¿Señor Hayden? —preguntó—. ¡Es la presa francesa! Gracias a Dios.
Esta noticia levantó visiblemente el ánimo de los demás, que empezaron a escalar por el costado. Muchos necesitaron ayuda, y a unos pocos hubo que subirlos con el aparejo, demasiado heridos para hacerlo por su cuenta. Casi todos tenían contusiones y el rostro tiznado de pólvora; la ropa, sucia, cuando no hecha jirones.
Barthe subió por el costado muy envarado, hasta que finalmente se rindió al caer en la batayola. Allí recuperó el aliento y cerró los ojos un minuto. En ese momento apareció Hawthorne, mostrando gran preocupación por todos, sobre todo por el piloto de derrota.
—¿Qué ha sucedido, señor Barthe? —preguntó, impresionado al ver a sus compañeros de dotación en tan lamentable estado—. Es como si hubieran librado una batalla terrible.
—¿Dónde está la Themis? —preguntó Wickham—. ¿La hemos perdido?
El propio Hawthorne daba la impresión de ser incapaz de articular palabra.
—No, señor Wickham —logró decir finalmente con voz ronca, reseca—. Y sí. Se declaró un motín, y nosotros somos los hombres leales al rey. Nos embarcaron en los botes, creo que porque nos tenían miedo, y pusieron rumbo a Brest, donde doy por sentado que se proponen entregar la fragata a los franceses.
Hayden maldijo en voz alta y los demás mascullaron toda clase de juramentos.
—¡Silencio en cubierta! —ordenó Wickham.
—¡Tengan cuidado ahí! —advirtió Griffiths desde un cúter—. El capitán se dispone a subir a bordo.
Apenas capaz de permanecer sentado en el taburete, el capitán Hart fue izado a bordo entre las protestas del aparejo. Landry subió en ese instante por el costado y ayudó a depositar al capitán en cubierta, mientras éste no dejaba de gemir. La casaca del capitán, que llevaba puesta sobre los hombros, se le resbaló mientras lo descendían, y el silencio se impuso a bordo como si les hubieran echado un jarro de agua fría, pues Hart tenía la espalda cubierta de heridas ensangrentadas.
Landry levantó la vista. Tenía el rostro tiznado de pólvora y los ojos hundidos en sendas fosas negras.
—Dos docenas de latigazos, dados con ganas —declaró Landry.
—¿Quién…?
—Fue Stuckey quien impartió el castigo.
—¿Stuckey? —repitió Hayden, como un eco.
Entonces Griffiths subió por el costado y necesitó ayuda para mantenerse en pie.
—Tenemos que bajar al capitán a un camarote —dijo, pasándose el dorso de la mano por la mejilla sin afeitar.
—El cirujano francés improvisó una enfermería a proa —informó Hayden.
—Yo mismo cuidaré de él —insistió Griffiths.
—Por supuesto. —Hayden se inclinó para ayudar a levantar al capitán—. Levantadlo ahora, con cuidado. Con cuidado.
Llevaron a Hart bajo cubierta y lo tumbaron en un coy, donde Griffiths se dispuso a conversar con el cirujano de a bordo en un francés entrecortado. Hayden los dejó hablando y, al alejarse de la enfermería, oyó los gritos de Hart pidiendo socorro.
Poco después se encontraba en cubierta, llamando a Barthe y Hawthorne. En momentos como aquél solía recurrir a un empeño férreo, y su mente alcanzaba un nivel de concentración absoluto. Todos los años de adiestramiento a las órdenes de capitanes capacitados como Bourne rendían su fruto, y tomaba decisiones con una rapidez extraordinaria, sopesando cientos de datos con una intuición sin par.
—¿Cuántos hombres han llegado en los botes? —preguntó.
—Cincuenta y uno —respondió Hawthorne sin titubear—. Pero O’Connor perdió la vida y tuvimos que arrojarlo al mar.
—¿Cuántos pueden luchar o ayudar en las faenas del barco?
El teniente de infantería de marina se volvió hacia Barthe.
—Dieciocho, señor, aunque todos están sedientos, hambrientos y necesitados de un largo descanso —informó el contramaestre.
—Tenemos comida y bebida, pero no hay tiempo para descansar. ¿Cuántos hombres quedan a bordo de la Themis?
—El doctor Griffiths calcula que murieron unos treinta, y que otros quince estarán muy malheridos para tomar parte en la guardia. Ustedes eran catorce cuando transbordaron a la Lucy. Según mis cálculos, quedan casi ochenta hombres capaces a bordo de la Themis, aunque un número considerable sea de tierra adentro.
—Nosotros disponemos más o menos de esa misma cantidad —dijo Hayden—. Señor Barthe, ¿ejercerá usted de piloto de derrota?
El hombre hizo ademán de acercar la mano al sombrero, a pesar de llevar la cabeza descubierta.
—Si usted es el capitán, señor Hayden, yo seré su piloto.
—Señor Wickham… —llamó el primer teniente.
—Aquí me tiene, señor Hayden —respondió el muchacho mientras se dirigía a proa pasando entre los náufragos, que seguían tumbados en cubierta. Hayden reparó en que llevaba pluma y papel.
—¿Qué tiene ahí? —le preguntó.
—Estoy haciendo una lista de quién embarcó en los botes, así como de los heridos. Vamos a trasladar a éstos para ponerlos al cuidado de los cirujanos a medida que puedan atenderlos, señor.
—Señor Wickham, si sigue usted demostrándose tan eficiente, lo ascenderán directamente a primer lord. Tenemos que distribuir la dotación tan bien como podamos. Alimentar a los hombres de la Themis y luego concretar las guardias. —Se volvió hacia Barthe—. ¿Estará muy lejos la Themis?
—No tanto como cabría pensar. Pasaron un buen rato discutiendo acerca de lo que debían hacer con el barco, los oficiales depuestos y la dotación que se mostró leal. —Se peinó el cabello con la mano mientras lo meditaba—. Puede que tres leguas, aunque a falta de marineros de primera no le sacaban mucho partido al aparejo y navegaban cortos de vela.
—En tal caso, ordene largar las juanetes, y también las alas y rastreras, si es tan amable. Tal vez no logremos dar caza a la Themis, pero no será por falta de ganas. En cuanto los hombres hayan comido y se les asignen sus puestos, pitaremos a zafarrancho de combate.
Hayden se encaramó al palo mayor y aflojó los tomadores de juanete. En un abrir y cerrar de ojos descendía para halar de la driza, y los hombres reconocieron que no habrían podido apañárselas sin él.
—Le ruego me perdone, señor —dijo uno de los tripulantes de Bourne, saludándolo—, pero es la primera vez que me veo halando de la driza de juanete hombro con hombro con el capitán del barco.
—Pues confío en haberlo hecho con propiedad —dijo Hayden.
—Ah, lo ha hecho usted con mucha propiedad, señor —le aseguró el marinero, para diversión de sus compañeros.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Hayden.
—John Lawrence, señor. Marinero de primera.
—Bueno, señor Lawrence, a partir de ahora serás el capitán del tope de mayor. ¿Crees que podrás apañártelas?
—No decepcionaré la confianza que deposita en mí, señor —murmuró el hombre—. Es decir, no ha depositado mal su confianza. Ni un ápice.
—Me alegra oír eso.
Unos minutos más tarde, Hayden se encontraba en el alcázar, donde halló a Barthe y Wickham inclinados sobre una carta náutica. Se habían adentrado en la bruma, que no sólo era irregular, sino que tenía una densidad variable: en un punto era apretada como piel de cordero, y en otro fina como la gasa.
—¿Qué están mirando ahí, caballeros? —se interesó Hayden.
Barthe levantó la vista, se tocó un sombrero invisible y luego puso la yema del dedo en la carta.
—Antes de adentrarnos en la niebla, el señor Wickham y yo coincidimos en que nos encontramos cercanos a este punto, si no en el preciso lugar que señalo con la uña. He calculado la posición de la Themis en el momento en que nos dejaron a la deriva. Seguía en facha cuando la perdimos en esta condenada bruma, de modo que es imposible predecir con precisión su rumbo o velocidad. Tanto el doctor como un servidor tenemos la impresión de que la facción que estaba a favor de aproar al puerto de Brest y entregar el barco a los franceses iba a salirse con la suya, y el castigo que recibió el capitán no hace sino reforzar esa impresión. Sea como fuere, la Themis no puede andar lejos, aunque debo admitir que en esta niebla podríamos estar muy cerca sin vernos. Incluso cabe la posibilidad de que nos crucemos con ellos a tiro de pistola y no nos demos cuenta, siempre y cuando tengan el suficiente sentido común para guardar silencio.
Hayden contempló la carta.
—No hay nada que podamos hacer, señor Barthe, aparte de poner rumbo a Brest. Si alcanzamos a la Themis, mejor que mejor. Si no, quizá podamos arribar a puerto antes que los amotinados. Allí mantendremos la posición todo el tiempo que podamos, y aguardaremos su llegada; los recibiremos con una andanada de las que hacen época.
—En eso no vamos a disentir, señor Hayden. Cuando se hicieron con el gobierno del barco nos trataron como a perros, y de resultas del sangriento golpe de mano murieron muchos buenos hombres. Nada me gustaría más que atravesar a Bill Stuckey con una hoja afilada, ya lo creo que sí. —Hizo otro saludo a pesar de la falta de sombrero—. Si es tan amable, señor, no veo braceada a mi gusto la verga de velacho. —El corpulento piloto se dirigió a proa, voceando órdenes a los marineros para que lo ayudaran.
—Al señor Barthe le ha afectado mucho la pérdida de uno de sus ayudantes… además de algunos amigos suyos.
Al volverse, Hayden vio al teniente de infantería de marina observando al piloto mientras se dirigía a proa.
—Eso parece, señor Hawthorne. Aunque a usted no le quedan más que una docena de infantes de marina. Imagino que ninguno de ellos se sumó a los amotinados, lo que supone que usted ha perdido cerca de veinte hombres…
Hawthorne asintió. Su mirada recaló perdida en la bruma.
—Sí. No nos lo esperábamos y nos sorprendieron. No hubo balas rodando por cubierta ni nada por el estilo. A las seis campanadas asaltaron a los hombres que hacían guardia en el armero y el pañol de la pólvora de proa. Uno de los marineros leales dio la voz de alarma y acto seguido hablaron las pistolas y los mosquetes. Nos vimos empujados a retroceder al alcázar y a la sección de popa del barco. Landry con algunos guardiamarinas y sirvientes aguantaron un rato en la cámara de oficiales, y se lo hicieron pagar caro a esos malnacidos, aunque Albert Williams y mi cabo murieron en el combate. Subí corriendo a cubierta en cuanto me despertaron, con la camisa de noche puesta, armado de alfanje y pistola. No estábamos bien armados, porque de otro modo creo que habríamos vencido, pero la dotación tenía picas y hachas y, no mucho después, mosquetes, y la mayoría de ellos disponía de pólvora, mientras que nosotros no tardamos en quedarnos sin ella. —Hawthorne hizo una pausa y tragó saliva, incapaz de continuar; al poco recuperó la voz—: Nadie se arrugó ni se rindió sin luchar, salvo quizá Hart, aunque no puedo decir qué fue de él en la oscuridad. Fue un asunto sangriento: los hombres caídos en cubierta que rogaban piedad fueron golpeados hasta la muerte, y los marineros lucharon unos contra otros, aunque finalmente perdimos y los pocos que permanecimos en el alcázar rendimos las armas. Nos ataron juntos como a ganado y nos hicieron tumbar bocabajo en los portalones, unos sobre otros en ocasiones, mientras discutían qué hacer a continuación. En cuanto el barco fue apresado, los amotinados se mostraron unánimes en pocos detalles: puede que el odio que sienten hacia Hart sea lo único que los une. Algunos, encabezados por Stuckey, se inclinaron por llevar el barco a Brest y ofrecérselo a los franceses a cambio de asilo. Otros querían navegar a puertos más exóticos, aunque había un nutrido número que daba la impresión de sentirse muy arrepentidos y consternados por su acción. Su intención era situar aparte a Hart, aunque mucho me temo que tampoco tenían un plan concreto sobre lo que iban a hacerle. Entonces, Stuckey y sus secuaces, que tenían al capitán, propusieron que lo azotaran, asegurando que era «para compensar el daño hecho al señor Aldrich». Antes de que nadie cayese en la cuenta de lo que sucedía, ataron a Hart a un enjaretado y a Stuckey casi se le queda el brazo inútil de los golpes que le dio, tal fue la violencia con que lo hizo. Jamás he visto unos azotes más salvajes. A continuación, Stuckey cayó en cubierta y fue incapaz de recuperar el aliento durante un minuto. Y eso fue todo… Se decidieron por Brest, porque el Almirantazgo no malgastaría fuerzas persiguiéndolos, cosa que todos sabían. Se habló de castigar a Franks y Landry, pero, contraviniendo los consejos del cirujano, Aldrich subió a cubierta y sermoneó a los hombres en contra de los castigos físicos, y les advirtió que bajo ningún concepto debían hacerlo en su nombre. Hubiese seguido hablando, pero se desmayó y tuvieron que llevarlo bajo cubierta.
—¿Qué fue de él? —preguntó Hayden.
—Los amotinados no quisieron soltarlo, pues se empeñaron en considerarlo uno de los suyos, aunque no estoy muy seguro de que eso fuera cierto. Nos atormentaron bastante mientras estuvimos allí tumbados, y todo aquel marinero con una cuenta pendiente, o que seguía furioso, encontró a alguien con quien pagarla. Fue un alivio que decidieran subirnos a los botes, porque la perspectiva de quedarnos con esos salvajes bastaba para acobardar al más valiente.
—Me sorprende que no intentaran entregarlos a los franceses, quienes los habrían encerrado en prisión.
—También nos sorprendió a nosotros, pero Stuckey quería subirnos a los botes, como si temiera cada minuto que pasábamos a bordo.
—Puesto que los amotinados estaban divididos, quizá tomó la decisión más sensata, si es que puede hablarse de sensatez tratándose de alguien como él.
—Sí, bueno, nos cogió por sorpresa.
—Y se preparó a conciencia para ello. Stuckey fue uno de los hombres que se encararon a los desafectos en Plymouth.
Este comentario preocupó a Hawthorne.
—Así fue, pero ahora puede decirse que Stuckey y otros impidieron que se presentase la petición porque habían concebido planes más ambiciosos. No querían que relevasen a Hart del mando, puesto que él constituía el mayor activo de su causa; provocaba como nadie a los marineros, de modo que los insurrectos podían sacar provecho de la indignación general. En cuanto Aldrich fue azotado sin motivo, resultó fácil encender los ánimos de la dotación. Se ha reído de todos nosotros.
Hayden sintió una gran inquietud. No podía haber interpretado más erróneamente la situación.
—Tendrá usted que comparar datos con el señor Barthe y el doctor para elaborar una lista de todas las bajas sufridas: entre los amotinados, entre quienes permanecieron leales a Hart y cualquier otro, como por ejemplo Aldrich, que estuviera indispuesto y no tomase partido por nadie.
—Sí, habrá que hacerlo. Hay uno que merece una lista propia, una lista compuesta por un único nombre: el suyo.
—¿De quién se trata?
—Giles.
—¿El joven Giles? ¿El gigantón?
Hawthorne asintió antes de explicarse.
—No se puso a favor ni en contra de los amotinados. De hecho, parece que se escondió y habría embarcado con nosotros si Stuckey lo hubiese permitido, pero se empeñó en decir que alguien que había asesinado a un compañero de rancho estaba mejor entre amotinados, aunque lo maniataron y golpearon por no haberles ayudado durante el motín. «Dejadlo que nos acompañe si eso es lo que quiere», arguyó el señor Barthe, pero Stuckey no atendía a razones. «Os aseguro que no queréis que un tipo como él os acompañe», intervino entonces el viejo Bill, con una sonrisa torcida en su fea cara. Y añadió: «Fue él quien asesinó a Penrith. Él y no otro, por mucho que el Jonás de McBride pagase el pato».
Esta revelación hizo que Hayden guardarse silencio.
—¿Y le creyeron?
—En absoluto, pero entonces vi que el muchacho bajaba la cabeza. «Diles que tú no fuiste», le animó uno de los guardiamarinas, para quienes el joven es uno de sus preferidos. Pero éste no respondió. «Pues claro que fue él», insistió Stuckey. Y agregó: «El viejo Penrith se acercó a Giles para que firmase la petición, y cuando éste cayó en la cuenta de lo que había hecho ya no había vuelta atrás. Giles y Penrith tuvieron una charla en la verga de mayor, y Penrith acabó dándose un chapuzón, ¿no es así?» Por lo visto, Stuckey se cree un tipo muy ingenioso. En resumen, se quedaron con Giles, y éste tenía aspecto de ser culpable.
Hayden sintió una punzada de angustia.
—No creo que el muchacho hable en su favor. No debería aceptar la palabra de Bill Stuckey, que podría haber cometido personalmente ese asesinato y culpar a Giles de lo sucedido.
A Hawthorne no le convenció tal argumento.
—Cuesta imaginar por qué iba a molestarse en hacerlo. En cualquier caso, Stuckey acabará ahorcado si la Armada le pone las manos encima.
—En efecto. Aun así, ese hombre es un mentiroso y un cobarde. Las buenas noticias son que si han elegido a un hombre de tierra adentro como Stuckey para ocupar el puesto de capitán, no creo que hayan llegado muy lejos.
Wickham se acercó a buen paso por cubierta.
—Señor Hayden… El capitán Hart pregunta por usted, señor.
Hayden se volvió hacia el infante de marina, que enarcó una ceja.
—Si me disculpa usted, señor Hawthorne… Éste inclinó levemente la cabeza.
Habían improvisado una enfermería bajo el castillo de proa, aunque sería necesario trasladarla cuando el barco se pusiera en ordenanza para el combate, lo que constituía una lamentable molestia. El hedor que reinaba en el lugar sorprendió a Hayden mientras descendía por el tambucho de proa: era la mezcla del tufo acre del alcohol, el purgante y la carne podrida que desprenden las heridas infectadas. Los coyes colgaban en ordenadas hileras, tan cerca de los cirujanos y sus ayudantes que éstos apenas podían desplazarse entre ellos. En lo alto, un enjaretado permitía que veinte diminutas rendijas cuadradas futrasen su luz sobre los coyes que se columpiaban lentamente a merced del balanceo del barco. Las lámparas iluminaban los rincones más oscuros, de donde provenían gemidos inhumanos y algún que otro grito de dolor.
Hayden vio a Landry a proa y se abrió paso entre una hilera de coyes, intentando sonreír a los hombres y dedicarles miradas llenas de esperanza que disimulasen el horror que sentía, que transmitiesen su propio deseo de huir de aquel lugar y regresar a la luz del sol, a un ambiente más despejado.
Hayden encontró a Griffiths de pie junto al coy del capitán Hart, separado del resto de los pacientes por un mamparo de lona. El cirujano aplicaba una película de un líquido brillante, puede que aceite de oliva, sobre la espalda desollada del capitán. Hart gruñía y gemía de vez en cuando, mascullando juramentos y oraciones que apenas se distinguían unos de otras. Landry, pálido, se apartó a un lado para dejarlo pasar.
Griffiths terminó de aplicar el ungüento, levantó la vista y saludó con un gesto.
—Capitán Hayden.
Hart se volvió lo suficiente para mirar a Hayden con el rabillo del ojo, y su rostro, por lo general ya encarnado, había cobrado un tono rojo intenso.
—¿Qué es eso que he oído, Hayden? ¿Ahora se ha propuesto perseguir a la Themis?
—Exacto, capitán. Espero darle caza antes de que alcance el puerto de Brest.
—¡No hará usted nada de eso! ¿Se ha propuesto que nos maten a todos? Tuvimos suerte de salvar la vida. Pondrá usted proa a Plymouth a la mayor brevedad.
—Con todo mi respeto, señor, tengo intención de perseguir a los amotinados y, en la medida de lo posible, recuperar el gobierno de la fragata o hundirla —replicó Hayden.
—¡Maldito descaro el suyo, señor! Soy su oficial superior. Obedecerá usted mis órdenes o tendré que destituirlo.
—Me puso usted a las órdenes del capitán Bourne, señor, quien a su vez me confió esta embarcación. Es usted mi invitado, y aunque se encontrara en condiciones de asumir el mando, tampoco podría hacerlo…
—¡Malditos sean sus ojos, señor! Señor Landry, asumirá usted el gobierno del barco y pondrá proa a Plymouth de inmediato.
Landry cuadró sus hombros estrechos y carraspeó.
—Le ruego que me perdone, capitán Hart, pero creo que el señor Hayden está en lo cierto: somos sus invitados. Somos náufragos rescatados y puestos bajo su protección. Intentar hacernos con el control, en caso de que fuera posible, sería considerado un motín… señor.
—¡Váyase al infierno, Landry! —exclamó el capitán, volviéndose para clavar su mirada turbia en el segundo teniente—. Ya me encargaré yo de que lo convoquen a un consejo de guerra junto al señor Hayden, para que los destituyan a los dos y los expulsen de la Armada al son del tambor.
—Tal vez lo consiga, señor —repuso Landry sin levantar la voz—, aunque ni siquiera eso me perjudicará tanto como estos últimos años de servicio en la Armada. Cumpliré con mi deber y respaldaré el empeño del señor Hayden en recuperar la Themis. —El teniente bajito se inclinó con brusquedad y desapareció tras el mamparo de loneta, alejándose a buen paso.
—¡Landry! —voceó Hart. Pero no hubo respuesta.
El capitán exhaló un gemido de dolor y giró un poco el cuerpo para clavar su mirada bizca en Hayden.
—No puede ni imaginar las consecuencias de sus actos, Hayden —siseó—. Cuando volvamos a Inglaterra…
—Está amenazando al capitán de un barco, señor —lo interrumpió Hayden—. Debo advertirle que eso contraviene el Código Militar. Buenos días.
Hayden oyó los juramentos y gritos de dolor de Hart mientras se abría paso entre los heridos, que habían oído toda la conversación. No faltaría gente dispuesta a atestiguar que se había negado a obedecer las órdenes de Hart… aunque Hayden ya no tenía estómago para seguir aceptando órdenes de él, de modo que al negarse a obedecer se sintió como quien se libra de un gran peso.
—¡Maldito inglés! —masculló mientras subía la escala, lo cual le sorprendió bastante.
Cuando salió de nuevo a la cubierta bañada por la difusa luz solar y las sombras que proyectaba el aparejo en el tablonaje, descubrió que Landry lo estaba esperando. El segundo teniente le hizo el saludo de rigor.
—Landry, no estoy seguro de que el Almirantazgo esté de acuerdo en que las órdenes de Bourne invaliden la autoridad de Hart. Sería más seguro para usted no apostar de ese modo por mí.
—Señor Hayden, después de lo que ha pasado, no me cabe duda de que para mí no habrá más travesías en un buque de la Armada Real. Me gustaría pensar que lo último que haré será recuperar la Themis, barco que se perdió debido a la incompetencia de sus mandos, entre los cuales me cuento. No he hecho nada para ganarme su confianza, señor, pero si lo permite me esforzaré por lograrlo. —El hombrecillo se mostró tan serio, tan necesitado de aprobación, que Hayden sintió que desaparecía parte del rechazo que le inspiraba.
—De acuerdo, señor Landry —asintió—. Hay mucho que hacer.
En el alcázar, Hayden convocó a sus oficiales: Barthe, Landry, Archer y Franks, además de los guardiamarinas.
—¿Dónde está el señor Wickham? —preguntó.
—Acaba de enterarse de lo de Williams, señor —respondió Madison.
—Ah, una pérdida terrible —admitió Hayden, y acusó de nuevo una sensación de angustia en el pecho.
—Iré a buscarlo —se ofreció Hobson, y desapareció por la escala de toldilla.
Al poco rato Wickham se presentó en cubierta, muy serio y apesadumbrado, procurando recuperar la dignidad propia de un oficial.
—Capitán, ahora que dispone usted de dos tenientes a bordo, debo renunciar a mi puesto de primer teniente en funciones —declaró, saludando a Hayden.
—Me temo que así es, señor Wickham —admitió Hayden muy a su pesar—. Voy a nombrarlo tercer teniente en funciones. Los señores Landry y Archer servirán respectivamente en calidad de primer y segundo oficial. El señor Barthe será el piloto de derrota. Franks, el contramaestre. ¿Hemos asignado las guardias?
—Sí, señor. —Wickham sacó del bolsillo de la casaca un papel doblado que tendió a Landry.
Hayden echó un vistazo a la lista cuando llegó a sus manos, principalmente para asegurarse de que los pocos hombres de que disponían fuesen distribuidos de la manera más inteligente posible.
—Bien hecho, Wickham. ¿Cómo se encuentran los marineros de la Themis? —preguntó a los oficiales reunidos.
—En este momento les están dando de comer, señor, y creo que eso bastará para que levanten el ánimo —respondió Landry.
—Señor Archer, reúna una brigada y traslade la enfermería al sollado. Sé que hay poco espacio, pero no nos queda más remedio. Yo los movería a mi cabina, pero en combate ése no es lugar apropiado ni para el cirujano ni para los heridos. En cuanto termine, pitaremos a zafarrancho de combate. No disponemos de fuerzas suficientes para atender el barco y servir los cañones, de modo que las brigadas tendrán que prescindir de un hombre y mantendremos a los marineros más capaces en cubierta para las labores relacionadas con el aparejo. Creo que sería mejor destinar a los marineros de Bourne en cubierta, puesto que se conocen y juntos trabajan bien.
Landry señaló la relación de guardias y puestos asignados por Wickham.
—Yo mismo me encargaré de organizar a la tripulación si lo desea, señor.
—Si es usted tan amable, señor Landry. Tengo otro encargo que hacerle, señor Wickham. —Se volvió hacia el joven teniente en funciones—. Me temo que tendrá que volver a encaramarse al tope; es el precio por ser el hombre con la vista más aguda de a bordo. Preferiría que avistásemos antes a la Themis que ellos a nosotros.
—No permitiré que suceda tal cosa, señor —aseguró Wickham al tiempo que saludaba y se encaminaba a proa.
El viento, que durante toda la mañana había soplado de forma constante, aunque débilmente, empezó entonces a suspirar, luego a contener el aliento y finalmente a suspirar de nuevo. El barco andaba al hincharse las velas, luego perdía el viento y todo el aparejo gualdrapeaba en la marejada. A pesar del escaso avance lograron adentrarse en la reluciente y gélida bruma que cubría el océano. Se apostaron vigías en varios puntos del barco, uno incluso en un extremo del botalón de foque. La niebla, de un blanco níveo, cristalino, adquiría en ciertos puntos la consistencia de un penacho de humo, para espesarse de nuevo y envolverlos por completo al poco rato.
Hayden paseaba por cubierta, atento a las labores de la tripulación, cambiando impresiones de vez en cuando con el señor Barthe acerca de la disposición del aparejo, dado que aquel viento veleidoso los obligaba a estar atentos a las escotas con frustrante regularidad si lo que deseaban era facilitarle al barco la navegación.
—Señor Hayden… —llamó Wickham desde lo alto, interrumpiendo su paseo por cubierta.
El capitán se volvió hacia lo alto del aparejo y localizó al tercer teniente en funciones colgado de las crucetas de gavia, catalejo en mano, mirando hacia la cubierta.
—Veo la punta de varios palos, señor. Diría que se trata de tres o cuatro navíos de guerra de gran calado.
—¿En alguno de ellos ondea la bandera?
—No que yo vea, señor, pero diría que son navíos de setenta y cuatro cañones. Es posible que uno de ellos sea de mayor porte. Llevan rumbo sur, y no parecen haber reparado en nuestra presencia. —Wickham volvió a encarar el catalejo hacia la bruma y a continuación se inclinó para vocear a cubierta—: Han desaparecido, señor.
—Quizá sería buena idea que se libre usted de esa casaca inglesa, señor Wickham —aconsejó Hayden, y acto seguido se volvió hacia Archer—: De hecho, sería conveniente que todos hiciésemos lo propio, por si tenemos que hacernos pasar por franceses. —Contempló la cubierta—. ¿Monsieur Sanson? ¿Dónde está mi asistente?
—Ici, mon capitaine.
—¿Podrías conseguirnos unas casacas y sombreros de los oficiales franceses? —preguntó Hayden en lengua gala.
—Creo que sí. —El sirviente inclinó la cabeza con preciso ademán.
—Las tendremos a mano por si acaso las necesitamos. Y ponte un uniforme de oficial, porque podría necesitar a otra persona que hable en francés.
Hayden reanudó sus rondas y no tardó en llegar a la conclusión de que los hombres no tenían problemas para adaptarse al nuevo barco. Conversó con varios miembros de la dotación de la Themis. Casi todos se mostraron compungidos por lo sucedido. Hayden nunca se había visto obligado a matar a un miembro de su propia tripulación, de modo que únicamente pudo imaginar lo confusos que debían de sentirse. Además, habían emprendido la caza de la Themis y si Hayden se salía con la suya, tendrían que enfrentarse de nuevo a su gente.
Cuando se despidió del corrillo, Hayden reparó en que Barthe lo observaba con expresión pensativa, la mejilla púrpura, hinchada y reluciente, en contraste con el cabello castaño rojizo.
—Le veo muy pensativo, señor Barthe, como la mayoría de los antiguos tripulantes de la Themis.
—Que te maltraten tus propios compañeros… Ver a los amigos asesinados a manos de esos… Es motivo suficiente para inspirarle a uno cierta melancolía.
—Sí, no me cabe duda. Ahora me pregunto si los hombres que le acompañaron en los botes serán capaces de enfrentarse a sus propios compañeros. ¿Tendrán entrañas para ello?
—Nadie tendrá las entrañas en su lugar, se lo aseguro, pero creo que cumplirán. Ya lo verá. A pesar de todo lo que hizo Hart para castrarlos, son tipos duros.
El barco se adentró en la niebla y, aferrado por su espectral puño, se vio entonces en una encalmada que redujo el mundo a una incertidumbre que flotaba en un mar fluctuante.
—Parece el Hades, ¿no? —comentó Hawthorne mientras tomaba café con Hayden en el alcázar—. Un infierno donde los marineros se extravían y naufragan hasta el fin de los tiempos. Es como si flotáramos en la bruma.
—Pues teniendo en cuenta cómo suelen ser los infiernos, éste es bastante húmedo —respondió Hayden, sorprendido por la seriedad del infante de marina—. Pero no somos nosotros quienes estamos en el infierno. Hoy no. Son Bill Stuckey y sus cómplices quienes tendrían que sentir el calor del fuego. No siento la menor simpatía por Hart, responsable último de esta calamidad, pero los pobres diablos que sufrieron bajo su mando encontrarán la justicia que tanto anhelaban, sólo que la sentencia será terrible.
—Quizá deberíamos rezar para no encontrarlos… —aventuró Hawthorne, atento a la reacción de Hayden.
Pero el primer teniente sacudió la cabeza.
—No, a pesar de la compasión que siento por todo aquel que tuvo que soportar a Hart, no podemos ganar una guerra sin barcos, estén o no al mando de un tirano.
—¿Y qué me dice de los tiranos cobardes, los que son demasiado cobardes para atacar al enemigo? —se apresuró a preguntar Hawthorne.
—A Hart tendrían que haberlo relevado del mando, eso no se lo voy a discutir, pero eso era algo que correspondía al Almirantazgo, no a su tripulación.
—Por desgracia, el Almirantazgo no sólo descuidó sus atribuciones, sino que apoyó a Hart.
—Señor Hawthorne, coincido con usted en que se trata de una contradicción, pero no haríamos más que empeorarla si resolviésemos el asunto por nuestra cuenta. Nuestro deber consiste en recuperar la Themis, siempre y cuando podamos hacerlo sin que comporte nuestra total destrucción. Eso me he propuesto hacer y soy capaz de encañonar con la pistola a todo aquel que no obedezca esas órdenes.
—Y yo me pondré a su lado para hacer lo propio, señor Hayden, pero es un embrollo. Desde que subí a bordo de ese barco, la única justicia que he visto impartir fueron los azotes que recibió Hart, y eso fue decisión de uno de los amotinados.
—Señor Hawthorne… —le advirtió Hayden.
En ese momento refrescó el viento, las velas se hincharon y el barco cobró poco a poco velocidad. El sol, velado por la niebla, también cobró fuerzas y fue imponiéndose a la bruma, que cedió terreno considerablemente alrededor del barco. A pesar de ello, su mundo se había reducido a un círculo irregular determinado por una calina reluciente.
Hayden reparó en el abatimiento de los guardiamarinas y especialmente en el desconsuelo de Tristram Stock debido a la pérdida de su compañero Albert Williams: la pareja compuesta por Trist y Bert nunca más estaría completa. El afligido guardiamarina tenía los ojos llorosos y, aunque eso lo avergonzaba, estuvo a punto de sollozar de nuevo cuando Hayden se dirigió a él.
—Una cosa voy a decirle, señor Hayden —susurró—. Los hombres no querían amotinarse, pero el capitán los empujó a ello. No había más que verles la cara cuando todo hubo terminado. Estoy seguro de que en este momento se estarán lamentando por ello. Muchos tienen esposas e hijos a quienes no volverán a ver. Quizá no teníamos una tripulación de primera, como la de la Tenacious, pero eran gentes de buen corazón, personas bienintencionadas arrastradas por la locura.
Hablaron un rato de Williams, de lo mucho que le gustaba emplear inapropiadamente la palabra «elocuente»: «Tengo un cambio de rumbo de lo más elocuente para usted, Dryden»; «Una elocuente medida de grog para usted, señor». Y también lo mucho que le gustaba discutir, y no era raro verlo adoptar una postura opuesta a la que defendía si alguien le daba la razón. Ambos coincidieron en que algún día se habría convertido en un buen oficial, como solía decirse de cualquier joven caballero que perdía la vida prematuramente.
La niebla se disipó durante aquella larga tarde hasta que al anochecer se despejó por completo.
—Ahora no sé cómo vamos a encontrarla —se lamentó Barthe—. Hemos navegado envueltos en la bruma todo el día, y ahora que aclara se hace de noche. A menos que los abordemos en plena oscuridad y lleguemos al puerto de Brest antes que ellos, se nos habrán escapado, señor Hayden.
—¡Vela a la vista! —informó Wickham desde el tope—. Hunde el casco tras el horizonte y la tenemos justo a proa.
Hayden se dirigió a buen paso a proa hasta situarse en un lugar desde donde veía al guardiamarina.
—¿Es la Themis?
—Aún no lo sé, aunque tampoco puedo asegurar que se trate de otro barco.
Para cuando Hayden alcanzó las crucetas de juanete, era ya noche cerrada. Lo único que distinguió a través del catalejo nocturno fue una forma angular de color claro, aunque no le cupo duda de que Wickham estaba en lo cierto y que se trataba de un barco. Pero ¿sería el que buscaban? Ésa era la pregunta que todos se hacían a bordo.
—Llevan nuestro mismo rumbo, señor —informó Wickham—, y dado que no marean las juanetes con un espléndido viento tan propicio para ello, diría que andan escasos de gente.
—Las corazonadas no me han servido de gran cosa en la mesa de juego, pero quizá en el mar tenga mejor suerte. Creo que se trata de nuestro barco, señor Wickham. Procure dar las instrucciones pertinentes para seguirle la estela mientras sea posible. —Hayden descendió a cubierta justo cuando las estrellas empezaban a cubrir el cielo y un río de caudalosa luz circuló en lo alto, tan densamente poblado de estrellas que nadie pudo explicárselo.
A pesar de la excelente visión nocturna de Wickham, Hayden era consciente de que el método más seguro para alcanzar al barco era mantener su rumbo. Barthe y él asignaron los turnos a la rueda del timón para los timoneles más capacitados y, puesto que no disponían de muchos brazos, el último turno recayó en el piloto de derrota y el propio capitán en funciones. A Hayden no le importó. Le gustaba gobernar el timón de vez en cuando, placer del que le privaba su condición de oficial. En cuanto tuvo las cabillas en la mano, imaginó que notaba la respiración del mar bajo sus pies, que lo sentía alzar el pecho al empujarlos las olas hacia delante, antes de caer en el seno. El viento le acariciaba el cuello, susurrándole de qué dirección soplaba en la brújula, y así gobernó la rueda del timón, consciente de que las velas hinchadas los acercaban a su destino.
La campanada reverberó en la noche. Los guardiamarinas arrojaron al mar la corredera para tomar nota de la velocidad del barco y marcar la posición de la nave en la carta náutica. Landry se acercó a la rueda para informar a Hayden.
—Los ociosos descansan ya en los coyes, señor.
—Gracias, señor Landry. —Hayden concluyó su turno al timón y, tras ser relevado por Barthe, pasó el mando a Landry para dirigirse al camarote del capitán fallecido. Había evitado acercarse a ese lugar por motivos que no lograba explicarse.
Las cinco velas del candelabro de plata iluminaban la mesa y proyectaban sombras en todos los rincones de una estancia bastante dañada por el cañoneo de la Lucy. Había un servicio puesto en la mesa, y a Hayden le dio por pensar que sin duda Williams habría tachado aquello de «elocuente». Todas las ventanas de la galería habían sido destruidas por el fuego de los cañones y estaban cegadas por recios tablones, calafateados y embreados. Giles Sanson, el hijo del verdugo, se hallaba ante la única ventana intacta. Hayden se envaró al fijarse en el objeto que el francés sujetaba.
—¿Monsieur Sanson?
—Capitaine Hayden —saludó el otro, cuya mirada, no obstante, siguió clavada en lo que tenía en las manos—. Creo que le dije que mi capitaine me protegió de mis compañeros… a pesar de lo cual lo traicioné. ¿No le parece extraño? Es posible que tengan razón quienes afirman que estoy maldito, que debido a los miles de asesinatos cometidos por mi familia mi sangre es impura. Llevo en mi interior la esencia de un ser malvado, maldito a ojos de Dios.
—Un hombre se define por sus acciones, no por su sangre —declaró Hayden—. ¿No es éste el motivo por el que sus compatriotas depusieron al rey y la nobleza?
—Sí… quizá. —Guardó silencio unos segundos—. ¿Qué será de mí cuando lleguemos a Inglaterra?
—Probablemente lo encerrarán en un pontón de prisioneros.
—¿Con mis compatriotas?
—Sí, hasta que puedan canjearlo. Lo siento.
El joven asintió como si conociera la respuesta de antemano.
—Mi padre me aseguró que no podía huir de lo que era. Que me vería arrastrado a mi auténtica esencia, y tal vez tuviera razón, al menos en parte. —Sostuvo en alto el objeto que contemplaba—. Es el libro de señales de mi capitaine, monsieur. Yo era responsable de arrojarlo al mar, pero no lo hice con la esperanza de aprovecharlo, utilizarlo para conseguir que no me encerraran con los míos. —Se levantó y lo dejó suavemente en la mesa—. Por su amabilidad. No se moleste en virar el barco por mí, capitaine Hayden —dijo en un hilo de voz—. Me he llenado los bolsillos de metralla.
Y a continuación abrió la ventana y, sin titubear, se arrojó al mar de obsidiana. La ventana se cerró tras él. Hayden corrió a asomar la cabeza al exterior. No vio ni rastro del suicida, sólo la estela que en aquella mar espejada araba el barco a su paso.
—Pobre diablo —murmuró. Su deber consistía en dar la voz para virar la nave y rescatar al náufrago, pero era consciente de que no encontraría nada. Sanson se había sumado al millar de víctimas fallecidas a manos de los miembros de su familia.
Llamaron a la puerta de la cabina, y el infante de marina allí apostado dejó pasar a Archer cuando Hayden aceptó la visita del teniente.
—Señor —dijo el joven, sonrojado tras haber descendido corriendo la escala de toldilla—, el vigía del alcázar ha informado de un objeto caído de su cabina. Hubo un sonoro chapoteo.
—Era Sanson.
Archer se mostró confundido.
—¿El gitano, señor?
—Se tiró por la ventana —aclaró Hayden.
—¿Quiere que viremos, señor?
—No, señor Archer. Sanson se llenó los bolsillos de metralla. No será posible encontrarlo con vida. Pídale al señor Barthe que anote en el cuaderno de bitácora que el sirviente francés del capitán, llamado Giles Sanson, probablemente oriundo de París, se suicidó. Dadas las circunstancias de su muerte, las cuales acabo de relatarle a usted, no se emprendió búsqueda alguna.
—A la orden, señor. —Archer hizo ademán de retroceder hacia la puerta, pero se detuvo—. ¿Por qué lo hizo, señor Hayden?
—Porque era un buen hombre perseguido injustamente por las circunstancias de su nacimiento.
—¿Se refiere a que se suicidó por ser gitano?
—Algo parecido, sí.
—Ya veo de qué les sirve tanta libertad, igualdad y fraternidad.
—En efecto.
Archer lo saludó y abandonó la estancia, cerrando la puerta al salir. Hayden cogió el libro que reposaba sobre la mesa. Pesaba lo suyo, debido a las cubiertas forradas de plomo. En sus páginas encontró las señales utilizadas por el enemigo, algo que al Almirantazgo le alegraría conocer, a pesar de que la ventaja que obtendría sería breve.
Se dejó caer en la silla, consciente de lo cansado que estaba. Después de todo lo ocurrido en las últimas veinticuatro horas, apenas había pegado ojo ni recuperado fuerzas. Y luego aquel desdichado francés había traído la muerte a la cabina. Pensó en el inmenso alivio que iba a sentir el día que pusiera punto y final a aquella malhadada travesía.
Llamaron suavemente a la puerta y asomó su escribiente, Perseverance Gilhooly, con una bandeja de comida.
—Son alimentos franceses, señor —dijo el muchacho con cierto desagrado—, pero el señor Wickham me ha dicho que tal vez a usted no le importe.
—Qué remedio, tendré que contentarme con ello, Perse. Veo que no te hirieron durante el motín.
—Apenas me llevé un rasguño, señor, aunque luché junto a los guardiamarinas y el señor Barthe en la camareta.
—Bien hecho, muchacho.
—Gracias, señor. ¿Se le ofrece algo más?
—No, gracias… ¿Dónde está Joshua?
El joven titubeó bajo el dintel de la puerta y palideció.
—Él… Bueno, abandonó este mundo, señor.
Hayden se llevó la mano a la frente, sin ser consciente del gesto.
—Lo siento —respondió en voz baja—. ¿Qué le pasó?
—No lo vi, señor, pero me contaron que uno de los amotinados lo arrojó por la borda.
—¡Dios mío! Pero si ese crío no sabía ni dar una brazada…
Perseverance ahogó un sollozo, asintió y abandonó la cabina.
Prescindiendo de la comida, Hayden se acercó a la ventana y contempló el mar oscuro. Ahí estaba él, a bordo de una fragata francesa, vestido con la casaca de un capitán de la marina de guerra enemiga y ocupando su cabina. Sintió una fugaz punzada de afinidad por el pobre francés que se había arrojado a las aguas. Por lo visto, tampoco Hayden podía dar esquinazo a su origen. Aquella extraña mascarada parecía haber sido ingeniada para subrayar precisamente ese punto.
—¿Y ahora soy un inglés con casaca francesa? —susurró.
Aunque no tenía apetito, se obligó a comer sin saborear un solo bocado, consciente de que su cuerpo necesitaba el alimento. Se tumbó vestido en el coy que había pertenecido al capitán francés y durmió una hora: una hora repleta de pesadillas, una hora de sueño de la que despertó totalmente agotado.