Capítulo 19

Hart dio un respingo cuando un disparo silbó en lo alto, e incluso hizo ademán de interponer el brazo como si aquel gesto bastara para protegerse de una bala rasa. Recuperó rápidamente la compostura y miró en dirección a la Lucy.

—¿Qué está haciendo Hayden? —preguntó Barthe.

Los oficiales se encontraban en el coronamiento de la Themis observando la Tenacious, que cerraba sobre la fragata francesa. Para su asombro, la Lucy había alterado el rumbo y parecía haber abandonado toda intención de atacar al bergantín francés.

—Bueno, ya conoce al señor Hayden. Percibe muchas más cosas que el capitán Bourne o yo mismo, de modo que ha optado por hacer caso omiso de mis órdenes y se dirige a auxiliar a la Tenacious, como si un capitán tan capaz como Bourne tuviera necesidad de dicha ayuda.

—¿Nos trabamos en combate con el bergantín? —preguntó Barthe—. Siempre y cuando la Lucy no vaya a hacerlo, claro está.

Hart negó con la cabeza y se le avinagró la expresión, incapaz de mirar al piloto de derrota.

—De ninguna manera. Permaneceremos aquí para que los transportes sigan fondeados, tal como se planeó. Me pregunto qué tendrá que decir Bourne acerca de su protegido cuando todo esto haya terminado.

—Algún motivo habrá para que el señor Hayden desobedezca sus órdenes de ese modo —opinó Archer, convencido. Contemplaba a través del catalejo a los barcos ingleses, que se acercaban a la fragata francesa bajo la sombra que proyectaba Belle-Île.

—El señor Hayden no siente más que desprecio por las órdenes —insistió Hart con desdén—. Y ahora está haciendo gala de su incompetencia ante todos nosotros. Imagínense: resulta que nuestro valentón primer teniente se arruga ante la perspectiva de abordar un bergantín de nada…

Hart habría seguido hablando, pero en ese momento el capitán francés ordenó disparar una andanada. El humo envolvió por completo la fragata y, a esa distancia, los efectos en la Tenacious fueron tremendos. Tanto la jarcia de labor como buena parte de las velas cayeron, y el mastelerillo de juanete se precipitó lentamente por la borda; sin embargo el barco, a pesar de todo, sufrió sólo una sacudida y se mantuvo en rumbo.

—¿Lo ven? —dijo Hart señalando los navíos—. Bourne no ha titubeado. No necesita al señor Hayden, cuyos esfuerzos únicamente le ofenderán.

Ambas fragatas se acercaron tanto que no tardarían en abordarse, a pesar de lo cual los cañones ingleses no respondieron al fuego.

—¿Por qué Bourne no ordena disparar? —murmuró Archer.

—Porque conoce su oficio —respondió Barthe—. Aguardará hasta que pueda infligir el mayor daño posible, hasta que el francés se disponga a efectuar una nueva andanada, momento en que nuestros cañones dispararán todos a una.

—El francés ha vuelto a poner una pieza en batería —exclamó Landry.

Y justo cuando terminaba de pronunciar estas palabras, la Tenacious se vio envuelta por el humo y el poderoso estampido reverberó en la isla; a este disparo lo siguió un segundo.

—Allí, ¿lo ve, señor Archer? —preguntó Barthe—. Así se hacen las cosas. Bourne no ha perdido el temple un instante. Ni un solo instante.

La Tenacious dobló la popa de la fragata, antes de poder cargar de nuevo los cañones. El humo cubrió el barco francés, hasta tal punto que apenas asomaron los extremos de los palos a través de la nube negra.

—Demasiado tarde para que el francés pueda disparar de nuevo. Bourne lo ha doblado.

La nave inglesa pasó de largo por la galería de popa del francés, facheó el aparejo, braceó vergas y viró por avante. En lugar de ganar velocidad, las velas la arrimaron a la fragata enemiga. Por un momento dio la impresión de recostarse en ella, pero luego ambos barcos descargaron a una el fuego de sus respectivas baterías.

Barthe se apartó del coronamiento y dejó de mirar a través del catalejo.

—¡Dios mío! Ni siquiera los separaban diez metros. La cuenta del carnicero de esa andanada será la más dolorosa de todas.

—Y miren… —Hart señaló a lo lejos—. Allá va nuestro insensato teniente Hayden, quien ni siquiera ahora abandona su descarriado empeño.

Las dos fragatas se abarloaron en una nube de humo, y los vítores de las respectivas dotaciones pudieron oírse en la Themis. El fuego de armas ligeras restalló como un sinfín de ruidosas burbujas, pero fue posible distinguir muy poco a través del humo. La Lucy, casi en la estela de Bourne, se situó de costado respecto de las fragatas, y se adentró en la nube de humo al distanciarse de las embarcaciones de mayor calado.

—Ahora Hayden tendrá su merecido —se regodeó Hart—. Una andanada de cañones de dieciocho libras a esa distancia le dará una lección de las que se tarda en olvidar.

Todos los presentes en el alcázar contuvieron el aliento, atentos a la corbeta medio oculta por la nube de humo. Sin embargo, el francés no abrió fuego. La nave inglesa pasó de largo por la popa, metió el timón a la orza y puso el viento de proa junto al costado del francés.

—Vaya, o es muy afortunado o tiene una astucia endiablada —declaró Landry con cierta admiración—. No sabría decirlo.

Hawthorne, situado unos pasos por detrás de los oficiales de la fragata, esbozó una leve sonrisa. Hart era incapaz de contener la ira después de constatar que Hayden no había encajado una andanada a distancia de tiro de pistola. A cambio de eso, ¿qué importaba que toda la dotación de la Lucy hubiese acabado muerta?

A medida que el viento arrastró el humo, asomaron partes de las cubiertas de la fragata y todos contemplaron el combate cuerpo a cuerpo que se libraba en el barco.

—Señor. ¡Ese buque está lleno de infantería francesa! —advirtió Archer, sorprendido—. ¿Lo ven?

—He ahí la explicación que buscábamos —murmuró Hawthorne, tan sorprendido como Archer.

—¿Y cómo diablos estaba Hayden al corriente de ello? —preguntó Barthe en voz alta.

Hart encaró el catalejo y observó aquella terrible escena justo cuando la Lucy disparaba un cañonazo, seguido de otro.

—El señor Hayden ha llegado en el momento justo —comentó Archer—. El pobre Bourne está sufriendo lo suyo. —Y así era; a juzgar por la superioridad numérica, los casacas azules empujaban a la dotación inglesa a reagrupar filas en la cubierta de su propia fragata.

Sin necesidad de disponer de un catalejo, Hawthorne distinguió a Hayden encaramándose al coronamiento de popa de la embarcación enemiga, armado de alfanje y pistola. Wickham lo seguía de cerca, ambos oficiales en mangas de camisa y chaleco, y tras ellos el tropel de marineros de la Lucy. La tripulación de la Themis estalló en vítores, y Hawthorne se sumó al griterío antes de darse cuenta siquiera, lo cual le granjeó una mirada torva por parte de Hart.

—¡Tres hurras por el señor Hayden! —voceó un marinero bajo cubierta.

—¡¡Hurra!! —corearon con alma los hombres.

Una bala de la batería de Belle-Île escogió ese preciso instante para abrir un agujero en la mesana, a unos cinco metros sobre la cabeza de los oficiales. Hart estuvo a punto de soltar el catalejo, pero Barthe levantó la mirada con absoluta parsimonia y a continuación se volvió de nuevo hacia la batalla entre ambas fragatas, con una serena expresión en el rostro.

—Diantre, acabábamos de coser esa vela de quilla a perilla —comentó.

—A picar el cable de los arpeos, señor Philpott —ordenó Hayden tras carraspear, esforzándose por dominar su reacción ante la carnicería de soldados franceses—. Y den vela. Hay que alcanzar a un bergantín y algunos transportes.

Se procedió a cortar los arpeos a golpe de hacha, por lo que el barco cayó al noroeste con viento de través. Algunos marineros se encaramaron al aparejo y Hayden ordenó meter el timón. Al poco rato el barco empezó a hacer avante y la proa fue mirando lentamente al norte. Las gaviotas lo sobrevolaron lanzando tristes lamentos. El humo flotaba en el ambiente. Belle-Île, agreste y oscura, se recortaba contra la tenue luz que agonizaba en el horizonte.

Hayden tomó el catalejo nocturno y se encaramó al obenque de trinquete. A lo lejos titilaban las luces de Lorient, y en medio se extendía un mar negro que el viento moribundo ondulaba.

—Cubierta —dijo Hayden, no demasiado fuerte, pero sí lo suficiente para hacerse oír—. Diviso un barco a una cuarta a estribor. Señor Philpott, que los hombres ocupen sus puestos de combate y que haya silencio de proa a popa.

—El viento está refrescando. ¿Ordeno largar alas y rastreras? —susurró Philpott.

Wickham llegó al tope en ese momento.

—Sí, si es tan amable, señor Philpott —respondió Hayden.

Lord Arthur contempló la oscuridad con su propio catalejo. Era el único guardiamarina a bordo de la Themis que poseía uno nocturno, y tenía vista de lince.

—Señor Hayden, creo que hay otro barco. Está prácticamente a proa, pero algo más lejos que el primero.

—Sí, ya lo veo. ¿Cree usted que es el bergantín?

—Es posible, señor, aunque no le distingo la vela mesana.

Los marineros circularon por su lado y se deslizaron por las vergas hasta el extremo de éstas, lugar desde el que largaron las perchas para marear alas y rastreras. La punta de Belle-Île pasó a babor, y a poniente se extinguió como un suspiro el último vestigio de luz. Algunas nubes bajas velaban el horizonte. En lo alto, las estrellas titilaban ya, proyectando su luz fría sobre un mar de aguas oscuras.

—¿Cree que esos transportes llevarán a bordo soldados de infantería? —preguntó Wickham.

—No sé si la guarnición de Belle-Île es tan numerosa, pero es posible.

—En la Lucy no hay suficientes hombres para abordar barcos tan tripulados.

—No.

Wickham se apartó del catalejo y se volvió hacia Hayden en la débil luz.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer, señor?

—Intentaremos que arríen la bandera: los obligaremos a rendirse.

—Pero los franceses del Goulet arriaron la bandera y después atacaron a nuestros trozos de abordaje.

—Y no tardarán en comprobar lo temerario de su acción. Ya no confiaremos en ellos, sino que dispararemos al barco hasta haber acabado con buena parte de su dotación. ¡Maldito patrón! Sólo consiguió poner en peligro a sus compatriotas.

Hayden hizo bocina con las manos y preguntó:

—¿Tiene las bengalas azules, señor Philpott?

—Así es, señor Hayden. La prenderemos treinta segundos cada cinco minutos en cuanto oscurezca del todo. Ordenaré prenderla, señor.

Una llamarada azul surgió a popa y el marinero que sostenía la bengala quedó iluminado por la llamativa luz, que enseguida se extinguió.

Hayden se sirvió del catalejo para rastrear el trecho de mar que no le ocultaba la propia lona de la Lucy.

—Condenado viento —susurró—. Mira que refrescar justo cuando los franceses aproan a puerto…

Obviamente ofendido por la insolencia de Hayden, el viento cayó por completo, lo que provocó no pocos juramentos mascullados en cubierta. El teniente de la Themis se colgó el catalejo al hombro y, asiendo el contraestay, se deslizó hasta la cubierta. Allí localizó a Philpott en el alcázar.

—Apagad todas las linternas —se oyó susurrar—. Ordenes del capitán Hart. No debe encenderse ninguna luz. —El armero se hallaba en lo alto de la escala que descendía al combés, y Hawthorne repitió la orden sin cuestionarla. No obstante, al subir por la escala de toldilla, el infante de marina captó una discusión en el alcázar.

—Pero se acordó que llevaríamos linternas en el mastelero mayor y prenderíamos una bengala azul —insistió Barthe, incapaz de disimular su frustración.

—Fue el señor Hayden quien tuvo esa idea —replicó Hart—, y, como cabía esperar, era nefasta.

Hawthorne apenas distinguía al capitán y al piloto en la penumbra. Alzó la vista y vio que las estrellas quedaban ocultas por las nubes.

—Nuestros propios barcos podrían acabar disparándonos —apuntó Barthe.

—Malditos sean sus ojos, Barthe —juró el capitán—. La Tenacious y la Lucy tienen una presa francesa de que preocuparse, por no mencionar los daños que han sufrido en casco y aparejo. Compartimos estas aguas con otros cuatro barcos franceses: las luces y las bengalas no harían más que revelarles nuestra posición y les permitirían atacarnos sin previa advertencia. No encenderemos luces, ésas son mis órdenes.

Hawthorne se dirigió a proa siguiendo el pasamano de babor. Observó un instante el combés, donde las brigadas que servían los cañones permanecían en sus puestos. Se preguntó si la oscuridad no ocultaría la existencia de problemas bajo cubierta.

Un hombre topó con él y el infante de marina estuvo a punto de trastabillar. El otro lo saludó llevándose los nudillos a la frente y murmurando una disculpa. Hawthorne no tenía ni idea de quién se trataba. Siguió avanzando a tientas por la batayola y localizó a los centinelas en sus puestos.

—Me ha parecido ver algo, señor —le susurró un cabo—. Allí, casi por el través.

Hawthorne se volvió hacia la oscuridad. La lejana isla de Groix apenas proporcionaba iluminación alguna y la bruma se extendía sobre el mar como un manto que lo oscurecía todo.

—¿La ve, señor? Esa luz… ¿Quizá sea…?

—No estoy seguro. Déjeme informar al capitán.

Regresó apresuradamente al alcázar y localizó a Hart paseando por la borda de estribor. El viento se había reducido a un suspiro, y el guardiamarina estaba seguro de que permanecían encalmados en el agua.

—A uno de mis centinelas le ha parecido distinguir una luz a babor.

Hart se dirigió al pasamano, seguido de Landry, o eso pensó el joven. La noche era tan cerrada que era imposible distinguir nada. El capitán y su lacayo miraron fijamente en la dirección señalada por Hawthorne, presa ambos de una inquietud palpable.

—Creo que se trata de una luz —asintió Landry—. Me ha parecido verla un instante.

La bruma se extendió procedente del oeste, silenciosa e impenetrable. Se proyectó sobre ellos como una masa informe, absorbiendo al barco y los hombres en su masa cristalina.

—¿Cree que saben nuestra posición? —susurró Landry con voz quebrada.

—Lo averiguaremos en cuanto una bala de seis libras lo parta a usted por la mitad —respondió el piloto.

—Efectuaremos una andanada —anunció de pronto Hart.

—Pero, capitán, no estamos seguros de que se trate siquiera de un buque francés —advirtió Barthe.

—Nos encontramos en aguas francesas —replicó el capitán—, así que no puede ser otra cosa. Señor Landry, dispóngase a dar la orden de disparar las baterías de babor.

—Pero ¿contra qué objetivo?

—Timonel, meta el timón a estribor. Nuestro objetivo se halla justo por el través. Vamos, adelante.

Hawthorne oyó los vacilantes pasos del segundo teniente, que abandonó el alcázar para transmitir las órdenes.

—El cielo se vuelve brumoso, señor Hayden —comentó Philpott. En ese momento, una bruma húmeda y fría cayó lentamente sobre el pasamano.

Al levantar la vista, Hayden comprobó que las estrellas se habían reducido a unos puntos difusos.

—Como si no tuviésemos ya suficientes problemas para encontrar nuestras presas. —Se inclinó hacia Philpott a fin de que sólo el teniente oyese sus susurros—: En otras circunstancias, ordenaría embarcar en bote e intentaría tomar ese barco en alta mar, pero no hay modo de saber si llevan infantería a bordo. Debo decir que me parece poco probable. ¿De cuántos hombres pudo prescindir la guarnición de Belle-Île?

Philpott asintió en la oscuridad.

—Ésa es la cuestión. A bordo de la fragata francesa encontramos muchos; diría que no menos de un centenar. No habrán reforzado también los cuatro transportes y el bergantín. Diría que se trata de un riesgo asumible, y yo mismo dirigiré el trozo de abordaje de buena gana.

A Hayden le impresionó el temple del joven. No hubo titubeos, nada que le recordase al capitán Hart.

—Si voy a despachar a mis fuerzas para que se enfrenten a la infantería francesa, yo mismo encabezaré el abordaje. Usted asumirá el mando de la Lucy en mi ausencia.

Philpott asintió con aire decepcionado.

—Ordenaré a todos sus marineros de la Themis que embarquen en los botes, además de cuantos podamos prescindir.

—Señor Hayden… —susurró Wickham en lo alto del aparejo—. ¿Eso que hay a estribor es un barco? ¿Lo ve?

Hayden se dirigió al coronamiento y escudriñó la noche cerrada.

—¿Lo distingue usted, Philpott?

La respuesta del teniente quedó ahogada por el estampido de los cañones largos; Hayden trastabilló en cubierta. Por un instante permaneció tumbado, aturdido, cubierto y rodeado por los restos. Se inclinó sobre el hombro y sacudió la cabeza.

—¿Señor Philpott? —susurró al tiempo que levantaba la mirada hacia el destrozado aparejo—. ¿Wickham?

—Aquí estoy, señor —respondió el guardiamarina—. Creo que el aparejo se ha llevado la peor parte, señor.

—Estoy seguro de que así ha sido. ¿Está usted herido, señor Wickham? ¿Puede encaramarse para apagar las linternas?

—Sí, señor.

Hayden inspeccionó la cubierta a oscuras.

—¿Señor Philpott? —Alguien se movió a unos pasos y Hayden se apresuró a acercarse al bulto: el joven teniente yacía de espaldas, inconsciente y con espasmos. Otro bulto se incorporó a cierta distancia: el timonel, supuso—. Vayan por el cirujano —ordenó—. El señor Philpott está grave.

Al cabo de un instante, Wickham se presentó ante el primer oficial.

—¿Está herido? —preguntó éste al guardiamarina.

—Un par de astillas. Nada que merezca las atenciones del doctor.

Hayden hizo un esfuerzo por tenerse en pie, a pesar de que aún se encontraba aturdido.

—Eso no ha sido cosa de los cañones de seis libras del bergantín —aseguró—. Mire qué destrozos nos han causado…

Se produjo una segunda andanada, aunque únicamente un proyectil alcanzó la proa de la corbeta. El resto hendió silbando la oscuridad, hasta hundirse a cierta distancia en el mar.

Un marinero gimió de dolor.

—Que guarde silencio ese hombre —ordenó Hayden—. Silencio de proa a popa.

—¿Señor…?

Philpott intentó sentarse, pero no pudo.

—Llévenlo abajo —susurró Hayden a los dos hombres que se presentaron en el alcázar.

—No… —rogó Philpott—. No creo estar herido. Sólo algo… aturdido. —Hayden distinguió en la oscuridad cómo se palpaba el teniente las extremidades y el torso, en busca de heridas—. Por increíble que parezca, diría que estoy entero.

Los dos marineros ayudaron a Philpott a ponerse en pie. Éste permaneció inmóvil un instante, temblando como trigo al viento, y al poco recuperó el equilibrio.

—¿Qué diantre ha sido eso? —preguntó.

—Cañones de dieciocho libras, o al menos esa impresión me ha dado —respondió Hayden.

—¿De dónde ha salido una fragata francesa? —preguntó Wickham.

—No es francesa —repuso Hayden con firmeza—. Apuesto a que se trata de la Themis.

Alguien maldijo en la oscuridad y los juramentos se extendieron como la pólvora desde el alcázar hasta la proa.

—Entonces deberíamos hacer la señal secreta —propuso Philpott.

—No —respondió Hayden—. Si nos equivocamos, sufriríamos otra andanada.

De nuevo se oyó el estampido de cañones que iluminaron las aguas a doscientos metros de distancia; el destello bastó para alumbrar un instante el aparejo del barco. El estruendo cubrió como una ola el trecho de mar que los separaba, pero los proyectiles iban dirigidos a cierta distancia a proa de la Lucy.

—¿A qué están disparando?

—A fantasmas —dijo Hayden—. A sombras. No debemos encender una sola luz, así evitaremos que nos vean.

—Pero hemos sufrido muchos daños y la luz de las estrellas no tardará en desaparecer por completo. Sin luz no se verá nada.

Entonces los alcanzó una suave brisa procedente del este que empujó levemente la lona sobre los palos.

—Al fin refresca —susurró Philpott, levantando la vista al aparejo.

Hayden se dispuso a cambiar el timón de banda.

—Facheamos, señor Philpott. Tenemos que bracear las velas.

—¿Qué rumbo ponemos?

—Aún querría atrapar a un francés, de modo que rumbo norte a Lorient. —Contempló la oscuridad que los rodeaba—. Envíe hombres a lo alto para que inspeccionen los daños sufridos en el aparejo. Realizaremos cuantas reparaciones nos sean posibles. ¿Habrá una vía en la bodega, señor Wickham?

—Bajaré a echar un vistazo, señor Hayden. —Y desapareció por el tambucho.

Los marineros recorrieron rápidamente la cubierta para desembarazarla de los jirones de lona y piezas rotas. Otros se encaramaron al aparejo tan rápido como se lo permitió la oscuridad. La cubierta empezó a llenarse con los susurros de los gavieros.

—Braza de velacho, costado de babor. Habría que empalmarla.

—La gavia cuelga de las drizas, señor Philpott.

—El obenque del costado de estribor está hecho un desastre, señor —susurró el contramaestre.

—¿Aguantará, señor Plym? —preguntó Philpott.

—Podría hacerlo con este viento escaso, señor.

—Arreglaremos todo lo posible —dijo Hayden—. Para empezar habría que guarnir una nueva braza de velacho. Vamos a necesitar esa vela. —Y añadió en voz baja a los marineros—: Amarrad la verga de gavia al aparejo. Que no se nos caiga en la cabeza.

Las vergas se bracearon y las velas se hincharon. El barco permaneció inmóvil unos instantes, planeando como una gaviota al viento, y entonces hizo avante. Poco después, el agua formó burbujas bajo el casco: tres nudos más o menos, calculó Hayden, que siguió mirando inquieto el palo mayor, esperando que la gavia cayese de un momento a otro.

Wickham asomó por el tambucho de popa.

—Ninguna vía de agua, señor Hayden, al menos que el carpintero haya visto. —Se acercó para situarse junto a la rueda—. Sin embargo, tenemos un agujero considerable en el casco, a un metro por encima de la línea de flotación.

—Diga al carpintero que no encienda luces mientras lleve a cabo la reparación, por mucho que vea que arrojamos algunas velas viejas por el costado.

—Ya lo he hecho, señor. Protestó, pero le expliqué que si veían nuestras luces tendría muchos más agujeros que tapar, puede incluso que en su estómago.

—Bien dicho. Y ahora tenga la amabilidad de acercarse al extremo del botalón con un catalejo nocturno. Mire a ver si distingue uno de los transportes o el propio bergantín, no vaya a ser que acabemos abordándolos en la oscuridad.

Wickham se dirigió a proa y desapareció a los pocos pasos. Hayden ya no distinguía la proa de su propio barco, porque las estrellas quedaron ocultas tras las nubes y la bruma se iba espesando. El viento soplaba procedente de la costa, casi del este, perfecto para que los franceses intentasen ganar Lorient antes de que los alcanzasen las embarcaciones inglesas. Hayden se quitó el chaleco para cubrir la bitácora, todo con tal de apagar la escasa luz que despedía. Como casi no distinguía la aguja del compás, gobernaba la rueda guiándose por el viento.

—Espero que no se prenda fuego el chaleco —murmuró.

Un guardiamarina se presentó ante él con el brazo en cabestrillo.

—Tenemos un cristal ahumado con el que podríamos cubrir la bitácora, señor Hayden. Apagaré la otra luz. No hay manera de verlo a diez metros, se lo aseguro.

—De acuerdo, hágalo. ¿Qué tal tiene el brazo?

—Me han dado unas puntadas, señor. El doctor dice que no lo utilice durante una semana. Estoy seguro de que no tardará en sanar.

Hayden oyó en lo alto el trajín de los marineros que reparaban el aparejo. Subieron un calabrote para halar los cables necesarios y recuperar el obenque de mayor que se había partido como consecuencia del fuego. Los hombres trabajaban casi en completa oscuridad, pero se conocían aquel barco de quilla a perilla. Las sacas eran arrastradas por cubierta y los tripulantes arrojaban en su interior los materiales necesarios para emprender las reparaciones, antes de que los bultos se fundiesen en la noche.

A su lado apareció una sombra cuya voz correspondía a la de Philpott.

—¿Quiere que le releven a la rueda, señor Hayden?

—Si es usted tan amable, señor Philpott.

Un ayudante del pañolero tomó el timón y Hayden recuperó el chaleco de la bitácora que el guardiamarina del brazo en cabestrillo había cubierto con cristal ahumado para amortiguar la luz que desprendía.

—¿Dónde está la fragata que nos ha disparado? —preguntó Hayden—. ¿La distinguís?

Los vigías informaron que la habían perdido en la oscuridad y la bruma. Un fulgor lejano, que llevaba rumbo noroeste cuarta norte, era, casi con toda certeza, la luz del faro de la isla de Groix.

—¿Conoce estas aguas? —preguntó Hayden a Philpott.

—Un poco. Ahora navegamos a mar abierto, puede que estemos a seis leguas al sur de Lorient. El fulgor que se ve al noroeste es la luz del faro que se levanta en el extremo sur de la isla de Groix. Ese extremo de la isla cuenta con fortificaciones. Al este, la costa dibuja un arco largo que tiende al norte y luego se curva a poniente. Claro que seguramente usted ya sabe todo esto.

—En una noche tan cerrada es todo un consuelo escuchar que otra persona confirma los cálculos de uno. Si no alcanzamos al francés en las próximas dos horas, señor Philpott, mucho me temo que nos veremos obligados a abandonar la empresa. —Hayden contempló el cielo—. Diría que el tiempo no tardará en experimentar cambios. Este terral caerá y confío en que se levante viento de sudeste, quizá una ventisca moderada. Habría que ganar un poco de barlovento.

Hayden se dirigió a proa por la oscura cubierta. Un golpe seco resonó a unos pasos al frente, seguido de mucho juramento y murmullos por parte de los marineros. Por lo visto había caído un mazo del aparejo.

—¡Eh, los de ahí arriba! —susurró uno de los hombres del combés—. Si cae otro de ésos me subo allí a daros con él en los dedos de los pies. ¿Entendido?

—Capitán en cubierta —anunció uno que había reconocido a Hayden, momento en que cesó la discusión.

Hayden anduvo con cuidado entre los hombres que trabajaban en el combés, hasta llegar al castillo de proa. Parecían haber dejado atrás la bruma, o quizá fuese el terral lo que la dispersaba.

—¿Wickham? —susurró.

—Aquí, señor Hayden. —La voz del guardiamarina surgió de la oscuridad.

—¿Algún rastro de nuestras presas?

El joven se desplazó por el botalón y aterrizó en cubierta, sin que su agilidad se viera afectada lo más mínimo por la falta de luz.

—¿Acaso ve usted en la oscuridad, Wickham?

Éste rió antes de responder.

—No del todo, señor, pero me enorgullece decir que me las apaño mejor que la mayoría. Creo que hay algo a lo lejos, señor. ¿Lo ve? A media cuarta a estribor…

Hayden intentó distinguir algo, primero a simple vista, luego con el catalejo nocturno.

—Es una linterna —afirmó el primer teniente.

—Eso me ha parecido, señor. Pestañea como estorbada de vez en cuando por el aparejo.

—O por hombres en cubierta —apuntó Hayden.

—Eso supondría que hemos vuelto a encontrarla, señor.

—En efecto.

—¿Se trata de la Themis?

—No lo sé, Wickham. Si fue la Themis la que abrió fuego sobre nosotros, Hart no llevaba dos linternas en lo alto del palo mayor, así que quizá este barco sea la fragata.

—En tal caso, se ha dado la vuelta.

—Eso parece, a menos que una nave procedente de Lorient se haya visto arrastrada aquí por el viento.

—Lleva soplando dos horas, señor. A cuatro nudos eso hace un total de ocho millas.

—Muévase por cubierta e informe a todos que no hagan un solo ruido. Hay un barco enemigo en las inmediaciones. Pida al señor Philpott que cambie a rumbo oeste.

Wickham estiró el brazo para tomarlo del hombro.

—¡Un barco justo a proa!

Hayden dio media vuelta.

—Vaya a hacerse cargo de la rueda. Que nadie hable una palabra en inglés.

A continuación, Hayden hizo bocina con las manos y voceó en francés:

—¡Barco a proa! ¡Vira a babor!

Llegaron voces en francés procedentes de la oscuridad, y cuando la Lucy cayó a babor, la proa del otro barco se alzó sobre ellos. Hayden empezó a maldecirlo con el francés más pintoresco que tenía.

Un oficial asomó por el pasamano linterna en alto.

—¿Por qué no llevan encendidas las luces? —preguntó con un fuerte acento de la Provenza.

—Una fragata inglesa nos ha atacado —se lamentó Hayden—. Mire en qué estado nos ha dejado.

—¿Y dónde está esa fragata? —preguntó el hombre.

—Se perdió en la oscuridad dos leguas a popa, gracias a Dios.

Cuando los barcos se cruzaron, el hombre se desplazó por cubierta para seguir hablando con Hayden. Éste mantuvo también el paso, en dirección a popa. Al llegar al coronamiento, el francés se paró sin soltar la linterna.

—¿Cuántas había? ¿Cuántas fragatas?

—Dos o tres, una corbeta y un barco de sesenta y cuatro cañones —respondió Hayden.

El oficial lanzó un juramento y la negrura lo engulló por completo.

No se produjo sonido alguno a bordo de la Lucy durante un buen rato, y entonces Philpott dijo con un hilo de voz:

—Bendito sea su dominio del francés, señor Hayden. Tenían los cañones en batería.

—Sí. Imagino que habrían oído el cañoneo previo. Creo que tendríamos que salir a mar abierto, señor Philpott. Quién sabe cuántos barcos franceses habrán abandonado Lorient.

Se ordenó que los hombres ocuparan sus puestos para bracear el aparejo y dar la vela, y se estableció un rumbo capaz de adentrarlos en el océano Atlántico.