Al subir a bordo de la corbeta los saludó el pito del contramaestre, y el teniente Philpott se tocó el sombrero para dar la bienvenida a su nuevo comandante en funciones. Hayden lo condujo aparte.
—Espero, teniente, que no esté usted molesto por mi nombramiento, que supuso una sorpresa para mí tanto como pudo suponerla para usted.
—No se preocupe, señor Hayden —respondió el primero, que había escuchado las palabras de Hayden asintiendo levemente—. El capitán Bourne me confió sus planes antes de reunimos con Hart. En mi corta carrera he tenido la mala suerte, si puede llamarse así, de no haber tomado parte en ningún combate. Coincido con Bourne en que, por la seguridad de la dotación de la Lucy, el mando de la corbeta debe recaer en un oficial con mayor experiencia. No se preocupe por mi orgullo, señor Hayden. Ha encajado peores golpes que éste y no ha flaqueado ni un instante.
Hayden sonrió, a su pesar.
—Reconozco en usted el temple de un protegido del capitán Bourne.
Philpott se mostró algo incómodo, y el autómata se reveló más humano.
—Es difícil tratar a un hombre así sin ver la sabiduría de sus métodos.
—En efecto, y si alcanzamos la mitad de conocimientos del oficio que tiene el capitán Bourne, creo que no habrá nada a lo que debamos temer. —Hayden levantó la vista al sol—. No nos queda mucho tiempo. Voy a echar un vistazo al barco para asegurarme de que se están llevando a cabo los preparativos necesarios.
Puesto que la Lucy no era muy grande, Hayden no tardó en tomarle las medidas. Contaba con veintiséis piezas de seis libras, además de dos cañones pedreros que podían artillarse a proa o popa, o en cualquiera de los costados. Era un barco pequeño y peculiar, ni carne ni pescado, mayor que un bergantín de cubierta corrida y casi una balandra de no ser por los dos palos machos con que contaba su aparejo. Artillaba los cañones en una posición más elevada que una corbeta convencional, y el diseño del alcázar pertenecía al pasado, aunque a su modo resultaba atractivo, como una viuda a la que los años hubiesen tratado benévolamente, pensó Hayden.
—Es muy marinera, señor, y descubrirá que la dotación es muy capaz, aunque en combate no tenga mayor experiencia que la mía.
Mientras doblaban la punta de Belle-Île, Hayden y Philpott se situaron en el coronamiento, contemplando los barcos franceses que fondeaban más allá de Le Palais. El buque francés de dos palos se mecía anclado tras los transportes, y la fragata apenas asomaba detrás. Tras la población de Le Palais se erigía una fortaleza en las alturas, y Hayden alcanzó a ver las bocas de los cañones largos, atentos a los barcos ingleses como ojos fijos.
—Ponga rumbo estesudeste, señor Philpott. Tengo intención de aproar a la isla de Hoédic, para después virar por avante cuando Bourne doble el cabo sur. Con este viento, tardará media hora en alcanzar a la fragata francesa. Me gustaría entablar combate con el bergantín justo antes de que llegue Bourne, para, en la medida de lo posible, atraer sobre nosotros el fuego que puedan dedicarle a él. Tendremos viento de través y podremos alargar o acortar vela según sea necesario, pero en cualquier caso aproaremos directos al francés. —Levantó la mirada a la grímpola que ondeaba en lo alto—. Si no rola el viento, nos veremos obligados a soportar el fuego enemigo, pero tengo intención de enfilar la popa una vez, para luego situarnos a toca penóles y efectuar otra andanada. ¿Cómo se maneja la dotación con los cañones?
—Creo que moderadamente bien, señor Hayden —respondió Philpott con convicción, lo que transmitió cierta confianza a Hayden.
—Entonces pasaremos al abordaje y, si Dios quiere, la tomaremos.
Philpott frunció el ceño.
—Si le parece bien, señor Hayden, reservaré a sus hombres para el trozo de abordaje, aunque también necesitaremos la ayuda de unos cuantos para reducir vela.
—Suyos son, señor Philpott.
El barco estableció el rumbo deseado y navegó hacia la pequeña isla de Hoédic, mientras la península de Quiberon se estiraba en dirección a ellos desde el nordeste, y ponían la isla de Houat por la amura de babor. Por la aleta de estribor, la Themis ocupó su posición con poca lona. A Hayden no le cabía la menor duda de que las dotaciones de los barcos franceses, así como las brigadas que servían los cañones de la fortaleza, estaban pendientes de la fragata inglesa; el barco de dos palos que avanzaba a su lado como un perrito faldero apenas era digno de su atención.
Era esencial calcular con precisión el momento en que asomaría Bourne. El gran marino les había dicho cuánto creía que iba a tardar, dadas las condiciones del mar, el viento y la marea, y Hayden no creía que anduviera muy desencaminado. En cuanto lo hiciera, recaía en Philpott y en él la responsabilidad de situarse a la distancia necesaria para acosar al bergantín francés, distancia que ambos calcularon aproximadamente. Esto suponía que tendrían que virar y poner rumbo hacia el barco enemigo antes de que Bourne hiciese acto de presencia, lo cual comportaba ciertos riesgos. Sin embargo, no se podía hacer nada para evitarlos.
—¿Es éste su primer combate, señor Philpott? —preguntó Wickham tras acercarse a ambos.
—Debo admitir que así es, lord Arthur, aunque cuando perseguimos a los transportes hasta este lugar sufrimos el fuego enemigo. Desdichadamente, eso nos costó la vida del capitán Wilson. ¿Es también el primero en su caso?
—No, señor, aunque hasta hace poco me hallaba en la misma situación que usted. El señor Hayden se las ingenió para apresar un transporte en la embocadura del puerto de Brest, empresa en la que tuve la fortuna de participar, y luego desembarcamos en la costa, donde tuvimos que efectuar algunas escaramuzas tanto con soldados regulares como con milicianos.
El joven teniente se mostró visiblemente sorprendido.
—Parece que últimamente no ha parado usted, lord Arthur.
—Todo se debe al señor Hayden —admitió Wickham—. Es de los que prefieren luchar a beber ginebra, como dicen los hombres.
Hayden sonrió al oír aquello.
—Le aseguro que prefiero la ginebra, señor Wickham —dijo—. Lo que demuestra que no debería usted confiar en la presunta sabiduría de los marineros.
—Exceptuando al señor Aldrich, señor —se apresuró a replicar el joven lord.
—Aldrich es la excepción que confirma todas las reglas —admitió el primer teniente, cuyo ánimo decayó al pensar en el marinero de primera tumbado en la enfermería del sollado regentada por Griffiths, con la espalda herida.
Desde las fortificaciones de la isla de Houat se alzó una nube de humo seguida del zumbido de una bala de hierro que rasgaba el cielo. Cayó a veinte metros de la Lucy y levantó un surtidor de agua, asustando a una ballena. Un segundo disparo no tardó en seguir al primero. Durante la media hora siguiente los franceses mantuvieron un cañoneo graneado y una bala pasó a través del velacho de la Themis, aunque por lo demás no causaron mayores daños. Hayden mantuvo el rumbo y se sorprendió al ver que Hart hacía lo mismo. Al teniente le satisfacía comprobar que Hart se veía sometido a fuego enemigo, porque ello le dificultaría virar la fragata mientras la corbeta se infiltraba en la zona. La corbeta ocupaba ya la posición que en el combate correspondía a la fragata, la posición legítima de Hart, y lo menos que éste podría hacer sería desempeñar su papel sin arrugarse.
Mantuvieron el rumbo hasta que juzgaron llegado el momento; entonces, viraron. La batería de la isla de Houat no cejó en el cañoneo, y la Lucy completó la virada cuando una bala surcó el mar tan cerca por el costado que empapó a los oficiales situados ante el coronamiento.
Hayden se secó con la bocamanga el agua salada que le había salpicado los ojos, miró a Philpott, tan empapado como él, y ambos rompieron a reír.
—Malditos franceses… —exclamó Philpott—. ¡Se habrán dado cuenta de que llevaba puesto el uniforme nuevo!
Ambos tenientes y el guardiamarina se quitaron la casaca y el sombrero, que un sirviente de Philpott se ocupó de llevar bajo cubierta. Puesto que el primer teniente no disponía de otra casaca, los tres llegaron a la conclusión de que habría que luchar únicamente con el chaleco y la camisa.
—Los hombres a bordo de la Tenacious pensarán que nos hemos quitado la casaca por temor a los tiradores —apuntó Philpott.
—En tal caso, habrá que esforzarse para demostrar que no nos arrugamos ante nada —replicó Hayden.
—¡Cubierta! —voceó el vigía—. Una vela. Sur cuarta sudeste.
—Ahí tenemos al capitán Bourne —dijo Wickham muy animado, dando un saltito jovial.
—Así es —confirmó el primer oficial, escrutando el barco que doblaba la punta Kerdonis, el extremo sudeste de la isla.
Mientras observaban a la Tenacious, ésta se situó a la sombra de la isla, cubriéndose de lona cuando el viento aumentó un poco con el sol poniente. Con aquella luz mortecina, Hayden pensó que la fragata se antojaba imponente y terrible, y le alegró no estar a bordo de la nave francesa, observando cómo reducía a toda vela la distancia que las separaba.
—Los barcos franceses han tendido las redes de jarcia, señor Hayden —informó Wickham. Se hallaba de puntillas con el catalejo en el ojo, contemplando los buques fondeados.
—Las carronadas de Bourne darán buena cuenta de ellos —aseguró Hayden, encarando el catalejo—. ¿Eso que veo en la aleta de la fragata es un cable de ancla?
Wickham volcó toda su atención en el barco situado más al sur.
—Creo que sí, señor. ¿Por qué habrán hecho tal cosa?
—Para arriar más cable del ancla, de modo que se desplace la proa del barco y pueda mostrar la batería al capitán Bourne, sin importar qué ruta de aproximación escoja.
—Muy ingenioso, señor —admitió Wickham—. ¿Estará el capitán Bourne al tanto de semejante artimaña?
—No lo sé. —Hayden se volvió hacia poniente, donde el sol se ocultaba rápidamente. Belle-Île proyectaba una larga sombra sobre los barcos fondeados. Un cable solitario no tardaría en volverse completamente invisible, incluso a corta distancia.
Los cañones de la fortaleza de Belle-Île, que habían guardado silencio momentáneamente, retumbaron de nuevo, escupiendo balas más allá de la fragata fondeada, a pesar de que Bourne aún no se hallaba a su alcance.
—No arredrarán fácilmente a la Tenacious —aseguró Philpott.
—Qué cosa más rara… —dijo Wickham sin dejar de mirar a través del catalejo—. Juraría que acabo de ver a un soldado de línea francés, como los que nos persiguieron en tierra, asomando por la escala de toldilla de la fragata. Un oficial lo ha abroncado para que volviera bajo cubierta.
Hayden dirigió el catalejo hacia la fragata, pero no vio ni rastro de casacas azules.
—¿Está usted seguro, señor Wickham?
—Totalmente, señor.
—¡Maldición! —Hayden bajó el catalejo. La Tenacious se hallaba a muy escasa distancia de la nave francesa—. Ponga rumbo a la fragata y enarbole la señal de cese de combate, señor Philpott.
Éste izó las banderas de señales y ordenó efectuar un cañonazo. En cubierta, todos observaron inquietos la Tenacious.
—Ignora nuestra señal, señor Hayden.
—Me lo temía. Bourne no es de los que abandonan fácilmente.
La Tenacious había caído al este, pues planeaba hacer lo que el propio Hayden se había propuesto: enfilar la popa del francés, barrerle la cubierta para luego meter el timón a la orza, ponerse a toca penóles del enemigo, descargar una andanada, aferrarlo y abordarlo. Al tender a popa el cable del ancla, el francés pretendía frustrar sus planes.
Empezó a llover alrededor el fuego graneado de la fortaleza, acompañado por el temible e inolvidable gemido de las balas que pasaban por encima de su cabeza. Hayden intentó prescindir de ello. Una bala podía llevar su nombre escrito o no llevarlo. Acobardarse no cambiaría ese hecho.
Se preguntó qué haría Bourne. El capitán francés arriaba lentamente el cable, manteniendo la batería del costado dirigida al buque inglés que se le acercaba. Era admirable la frialdad de aquel hombre, que no estaba dispuesto a desperdiciar un tiro a un objetivo lejano.
—Parece que la Tenacious llegará a la altura del francés cinco minutos antes que nosotros —observó Philpott tras volver a su lado.
—Me temo que tiene usted razón. Imagino que Bourne pasará a sotavento del francés, intercambiarán andanadas, orzará por su popa, disparará de nuevo si el tiempo se lo permite, andará y virará a babor, para luego caerles encima con intención de pasar al abordaje. —Se volvió en busca de Wickham, situado a unos pasos de distancia—. ¿Dónde está la Themis?
—Al nordeste, señor. A media legua, quizá un poco menos. Sigue encajando el fuego.
—No entiendo que le dediquen tantas atenciones —dijo Hayden—. No creo que el francés permita que el viento lo alcance de costado. Cuando lleguemos a él, tendré a la Tenacious a toca penóles, inmersa en el proceso de abordar a su atacante, para sorpresa de Bourne. No creo siquiera que carguen de nuevo la batería de babor, lo que significa que podríamos pasar de largo sin temor al fuego de sus cañones.
—¿Le dedicaremos una andanada al pasar? —preguntó Philpott.
—No; creo que sacaremos más provecho de nuestras modestas piezas de seis libras. Cuando metamos el timón a la orza por su popa, abriremos fuego con todos los cañones, uno tras otro, apuntando a su cubierta inferior. Si realmente llevan una compañía de soldados a bordo, podríamos causar muchas bajas. Luego arrojaremos los arpeos por la popa de ambos barcos y abordaremos al francés por el coronamiento. Es más fácil decirlo que hacerlo, desde luego. Debo pedirle que gobierne la Lucy a la popa del francés, puesto que ignoro cuan lejos se desplazará.
—Déjelo de mi cuenta, señor Hayden. —Philpott se dirigió a buen paso a la rueda, donde sustituyó al timonel y ajustó levemente el rumbo al barco enemigo.
Hubo una tremenda explosión y la fragata francesa se vio envuelta en una nube negra. La Tenacious dio la impresión de tambalearse, perdió el avance que mantenía en el mar, pero entonces ajustó el rumbo de nuevo y siguió adelante con el aparejo maltrecho, con algunas perchas destrozadas y colgando de motones, balanceándose de un lado a otro. Hayden alcanzó a distinguir a los marineros que se ponían de nuevo en pie y arrojaban por la borda el cordaje y la lona caídas para desembarazar las baterías. Dos hombres arrojaron por la batayola el cadáver ensangrentado de un compañero, y por un instante Hayden cerró los ojos, aunque no fue tan fácil desechar aquella imagen.
Cuando Hayden encaró el catalejo, Bourne apareció en medio del desastre haciendo gestos, dando órdenes a voz en cuello, con la cabeza descubierta y una mejilla ensangrentada. La Tenacious recibió la terrible caricia de los tentáculos de fuego, a pesar de lo cual su capitán no dio orden de disparar. El primer teniente lo vio de pie en el portalón con el alfanje en alto, mientras los cabos de cañón se inclinaban sobre la cuña de puntería de las piezas. En cuanto las piezas asomaron por las portas, Bourne bajó el alfanje y la andanada inglesa detonó con un gran estrépito que reverberó en los acantilados de Belle-Île.
Las astillas zumbaron a través del humo. Bourne había pasado de largo antes de que los franceses se recuperasen, y la débil andanada no alcanzó más que la nube de humo. Hayden vio a los marineros de la Tenacious dándole a la lanada y el sacatrapos para limpiar el ánima de los cañones, antes de cebar de nuevo las piezas. La Tenacious orzó lentamente hasta que las gavias flamearon un instante, para luego pegarse a los masteleros mientras se ponían las vergas en cruz. Se bracearon rápidamente y el barco viró por el ojo del viento para caer sobre estribor del buque francés. A menos de diez metros, ambos navíos cruzaron andanadas y se desató el seco chasquido del fuego de mosquetería. Al cabo de un momento ambas embarcaciones se abarloaron torpemente con un golpe seco, y los trozos de abordaje situados a lo largo del costado lanzaron vítores. Los marineros ingleses saltaron de batayola a batayola blandiendo alfanjes y hachas de abordaje. Cayeron sobre la dotación francesa en el preciso instante en que los casacas azules asomaban de escalas y tambuchos a proa y popa. Cuando la infantería formó en cubierta, los ingleses retrocedieron, pero los angostos pasos no facilitaban a los soldados el acceso a cubierta. Hayden vio a la dotación de la Tenacious luchar con denuedo en las batayolas, aunque era cuestión de tiempo que los casacas azules los superasen en número y repeliesen el abordaje, empujándolos a la retirada a la cubierta del buque inglés.
A través del catalejo, Hayden vio a los marineros ingleses caer víctimas de las bayonetas enemigas. Bourne parecía haber desaparecido y el primer teniente se preguntó si el indómito comandante habría caído. Los hombres apostados en el tope de la Lucy abrieron fuego con los mosquetes, y aunque Hayden no pudo cerciorarse del efecto, no se lo impidió. Permanecer de brazos cruzados observando aquella carnicería era más de lo que nadie podía soportar.
Cuando la Lucy pasó junto a la fragata francesa, Hayden se dispuso a encajar una andanada, pero únicamente asomaba en batería un solitario cañón, que además no disparó. Un silencio terrible se instaló en la corbeta hasta que hubieron pasado de largo, y luego dio la impresión de que todo el barco exhalaba un hondo suspiro.
—Me dispongo a orzar, señor —anunció Philpott, y giró la rueda del timón.
Hayden se dirigió rápidamente al cañón de proa, diciendo a todos los cabos de cañón a medida que pasaba junto a ellos:
—No disparen hasta que yo dé la orden.
Halló a Wickham unos pasos a su espalda, empuñando un alfanje y una pistola, y le indicó que se acercara.
—Señor Wickham, si me alcanzan tendrá usted que asumir el mando de nuestra artillería. Abra fuego a discreción, un cañón por vez a lo largo de su cubierta. Acabe con tantos casacas azules como le sea posible.
El muchacho asintió muy serio, pálido como la cera.
—A la orden, señor.
La corbeta siguió adelante a pesar de que el viento no soplaba con fuerza, pero Philpott sabía cómo respondía el barco y mantuvo el timón a la orza mientras se disponían a cruzar la popa enemiga. Los hombres que formaban los trozos de abordaje se apiñaron en la batayola con los arpeos en la mano, dispuestos a aferrar ambas embarcaciones.
—Esperad a que pierda andadura —advirtió Hayden a los hombres, proyectando la voz para imponerse al estruendo.
El fragor de la batalla era increíble. Los mosquetes restallaban desde el aparejo y el entrechocar del acero reverberaba en el ambiente. El humo aún invadía las cubiertas, tanto que a Hayden le escocían los ojos. Contempló la escena que se desarrollaba ante sus ojos: la locura, la violencia y la brutalidad, y por un instante experimentó tal repulsión que estuvo a punto de vomitar en cubierta.
—Vamos a pasar junto al francés, señor —le advirtió el cabo de cañón.
—Ten paciencia —replicó Hayden, tratando de alejar aquellas imágenes de la mente. Observó los ventanales de la galería de popa de la fragata. Cuando se disponían a pasar de largo la última ventana, Hayden dio una palmada en el hombro del cabo.
—¡Fuego! —ordenó a voz en cuello.
El cañón retrocedió y la bala hizo añicos el vidrio del ventanal. Hayden se desplazó al siguiente cañón y esperó unos segundos hasta que se situó ante la pieza aquella misma parte del ventanal. A través de los destrozos efectuados alcanzó a distinguir la luz que se filtraba procedente del combés, a veinte metros de distancia. Aún había casacas azules agrupados allí, todos presa del pánico.
—¡Fuego! —ordenó de nuevo el oficial, y la segunda pieza retrocedió, contenida por los bragueros, con una ensordecedora explosión capaz de reventarle a uno los tímpanos. Con el disparo del tercer cañón otra de las ventanas de popa quedó casi destrozada.
La Lucy detuvo su andadura casi por completo y Philpott puso el timón a banda cuando los hombres arrojaron los arpeos sobre la popa de la fragata. Su propósito era situar el alcázar de la Lucy a la altura de la galería de popa de la fragata de tal manera que los cañones barrieran su crujía.
—¡Cargad los cañones con metralla! —ordenó Hayden—. ¡Barred la cubierta inferior!
Al cabo de un instante se dispusieron a trepar por el coronamiento de popa y correr por la cubierta. Hayden advirtió que Wickham y Philpott se hallaban a los flancos y que se arrojaban sobre la retaguardia de una masa azul al tiempo que los artilleros de la Lucy renovaban el fuego sobre la cubierta inferior. Hayden disparó a un hombre, y éste se volvió con una mirada de asombro al ver a un inglés tras él. El primer teniente se deshizo de la pistola y se lanzó a fondo, hundiendo la hoja en el cuerpo del enemigo.
A continuación se abrió paso hasta la batayola, se encaramó a ella y se dispuso a transbordar por las bravas a la Tenacious cuando se oyó el estruendo de un cañón, y un tropel de franceses cayeron segados como trigo ante sus ojos. A su lado, Wickham superó la batayola y señaló al frente con el alfanje ensangrentado.
—¡Nuestros hombres tienen uno de los cañones de popa! —voceó el joven.
Hayden distinguió a través del humo a miembros de su propia dotación cargando como locos una de las piezas de la Tenacious. Hayden sostuvo al hombre situado a su lado, momento en que disparó de nuevo el cañón, aunque éste retrocedió de tal modo que el cascabel golpeó el coronamiento de popa y acabó volcando de lado.
Hayden cubrió de un salto el espacio que separaba ambos barcos, asió el extremo de un obenque y cayó en la cubierta de la fragata, donde resbaló en un charco de sangre. Philpott lo ayudó a levantarse.
Se sumaron al combate y superaron a las fuerzas francesas, que no esperaban un ataque por la retaguardia. Al poco rato los galos arrojaron las armas, aunque en el castillo de proa la lucha seguía igual de encarnizada.
En la creciente oscuridad, Hayden reunió a algunos de los miembros de la dotación de la Lucy y cargó sobre el combate que se libraba en el castillo de proa. En cinco minutos inclinaron la balanza y el enemigo depuso las armas.
Hayden dejó a Philpott a cargo del castillo de proa y se dirigió a popa, dispuesto a descender por la escala de toldilla pasando por encima de los muertos. Cuando el fragor de la batalla se hubo extinguido prácticamente en todos los rincones, los gritos y gemidos de los heridos resonaron en todo el navío. Hayden halló a Bourne de pie junto a la rueda, con un pañuelo en el rostro ensangrentado.
—¡Hayden! Creí que entablaría combate con el bergantín francés, pero aquí está usted, salvándonos de una derrota segura. Pero dígame, ¿cómo supo que debía acudir en nuestra ayuda?
—Wickham reparó en la presencia de un soldado de infantería que asomó por la escala de toldilla y fue reprendido por ello por un oficial. Supuse que habían reforzado el barco con tropas de la guarnición, y ha resultado que así era.
—Se ha anticipado al enemigo de un modo muy eficiente. Wickham… ¿Se trata del mismo joven guardiamarina que cenó con nosotros?
—El mismo.
—Le daré las gracias personalmente. ¿Me haría un favor, Hayden? Mire a ver si el capitán francés sigue con vida. Desearía tener el honor de aceptar su rendición.
—¡Señor Hayden! —Era la voz de Wickham, proyectada desde unos diez metros obenque arriba—. Los transportes han picado los cables, señor. Y también el bergantín, creo. Se están dando a la vela.
—¿Cree que Hart tiene arrestos para apresar un bergantín y algunos transportes? —preguntó en voz baja Bourne, atento a la respuesta de Hayden.
—No si los cree reforzados por infantería.
—¿Está muy tocada la Lucy? —preguntó Bourne, dirigiendo la vista al aparejo de la corbeta.
—Prácticamente incólume, tal como puede usted ver.
—En tal caso, encierre deprisa a los prisioneros y emprenda la caza. Mucho me temo que mi barco ha quedado demasiado dañado. —Bourne miró en derredor—. Hemos pagado un alto precio por este francés. Si puede usted impedir que uno solo de los transportes alcance puerto, lamentaré menos lo sucedido.
—Señor Wickham…
El muchacho respondió desde el obenque por el que descendía con agilidad de mono.
—Reúna a los hombres y localice al señor Philpott.
—Aquí me tiene, señor Hayden —saludó el teniente al asomar por la toldilla.
Hayden miró en torno, haciéndose cargo de la situación en la creciente oscuridad, mientras Philpott cruzaba la cubierta para reunirse con ellos.
—¿Se encuentra bien, señor Philpott?
—Apenas tengo un rasguño, señor.
—Me alegro. Estamos virando por avante, lo que me hace pensar que el cable de popa de la fragata se ha partido. Reúna a todos los hombres que se hallen en condiciones: vamos a dar la vela para cazar a esos transportes.
Todos los miembros de la tripulación de la Lucy capaces de reanudar el combate se reagruparon procedentes de las cubiertas de ambas fragatas. Hayden y Philpott los condujeron por la red de abordaje a la cubierta inferior de la fragata francesa, pensando que resultaría más fácil encaramarse a la Lucy por la galería de popa. Una vez llegados a la cubierta inferior, observaron los daños causados por la artillería de la corbeta. Los cañones habían sorprendido a un numeroso grupo de soldados franceses, y los casacas azules yacían despedazados por doquier. Los ingleses se detuvieron, paralizados ante tan dantesca visión.
Un joven soldado de infantería se movió y Hayden dio media vuelta, levantando la espada que empuñaba aún; el hombre, sin embargo, no era mayor que Wickham y apenas había extendido el brazo en silencio como si pidiera ayuda. El guardiamarina se hizo a un lado para acercarse a él, pero Hayden lo asió del hombro.
—No puede ayudarlo —dijo Hayden con voz áspera, y Wickham retrocedió horrorizado.
El soldado, sepultado entre los camaradas caídos, estaba prácticamente partido en dos, y las entrañas se desparramaban por la casaca azul.
Wickham se llevó la manga a los labios tiznados de pólvora, con los ojos desmesuradamente abiertos.
—Dios santo, señor —se oyó decir con voz ahogada—. ¿A cuántas mujeres hemos convertido en viudas?
Hayden apartó suavemente al guardiamarina. Éste cruzó entonces una mirada con Philpott, que había palidecido.
—Nuestros artilleros barrieron la cubierta con metralla —susurró—. Se llevaron las escalas por delante y no hubo lugar donde ocultarse.
Hayden intentó fijar la vista al frente y anduvo con paso inseguro hacia el destrozado ventanal de la galería de popa. Él había dado la orden de efectuar aquel terrible cañoneo, incluso había dirigido el fuego para infligir los mayores daños posibles. En ese momento pensó que casi era un pecado desviar la mirada.
Rato después, Hayden comprendió que no recordaba haberse asomado por el ventanal de popa ni haber transbordado a la cubierta inmaculada de la Lucy. Lo único que recordaba era verse de pie junto a la rueda del timón, aspirando con fuerza el aire limpio, mientras la oscuridad y el olor de la carnicería los envolvían como un sudario, al tiempo que el humo de la pólvora caía sobre ellos procedente de ambas fragatas. Se había dirigido a la rueda, y al volverse descubrió que había dejado a su paso un rastro de sangrientas pisadas, más imprecisas a cada paso que daba, aunque sin borrarse del todo.