Capítulo 17

El cañón retumbó y retrocedió, la cureña emitió un chirrido y finalmente, tras un estampido sordo, la pieza se quedó inmóvil. Hayden acercó la mano al armazón y lo encontró sorprendentemente caliente.

—Siguen preocupándome las chispas —murmuró descontento el cabo de cañón. No cabía duda de qué opinión le merecía aquella nueva pieza de artillería.

—¡Nunca sueltan chispas! —repuso el hombrecillo de la Junta de Artillería, tan contento de ver su invento en marcha que ni siquiera había reparado en la reacción de los hombres.

Buena parte de la guardia que descansaba bajo cubierta se había congregado para presenciar el espectáculo. Los presentes negaron con la cabeza y murmuraron entre sí; algunos de ellos sonreían abiertamente ante el novedoso artilugio.

—El hierro es demasiado frágil para soportar el cañoneo —opinó Barthe—. Mucho me temo que al final se quebrará.

—No lo haría aunque disparase usted un centenar de veces al día —aseguró Muhlhauser—. No lo hemos traído al mar sin haberlo probado antes a conciencia. Descubrirá usted, señor Barthe, que no produce chispas, y que el armazón no se quiebra de repente. ¿Ha reparado en lo rápido que se carga y se pone en batería? Más que una pieza normal. No me sorprendería que en un futuro cercano acabara sustituyendo a muchos de los cañones largos de Blomefield.

Antes de que pudieran disparar de nuevo se oyó la voz del vigía anunciando el avistamiento de un barco. Hayden se dirigió al alcázar, desde donde catalejo en mano, con el bicornio mal calado por las prisas, contempló la dorada luz del sol que iluminaba el golfo de Vizcaya. En aquella cálida jornada de otoño daba la impresión de que el verano había ganado tanta inercia que no estaba dispuesto a ceder ante algo tan simple como el calendario.

—¿Qué rumbo lleva? —preguntó a Archer, que señaló al sud-sudoeste.

Algunos de los marinos reunidos en cubierta encararon las ciclópeas lentes de sus catalejos en esa dirección cuando Hayden se reunió con ellos en el coronamiento.

—Parece una corbeta —apuntó Wickham.

—O un quechemarín —opinó el piloto de derrota cuando llegó detrás de Hayden.

El primer teniente localizó la angular mota blanca entre las palomillas que coronaban el mar. Corbeta o quechemarín, aún hundía el casco, y tampoco era posible vislumbrar la bandera, si es que ondeaba en la driza.

—¿Cree que se trata de uno de los nuestros, señor Hayden? —preguntó Wickham.

—Lo único que veo, señor Wickham, es un pedazo de lona. No sabría decirle si es de factura inglesa.

—Estando tan cerca de la costa será francesa —concluyó Hart—, probablemente se haya separado de una escuadra para hacer la descubierta. —Bajó el catalejo—. ¿Señor Barthe? Cambie el rumbo a oeste cuarta noroeste, así la perderemos.

—¿Y si se trata de una embarcación inglesa, señor? —preguntó Barthe.

Hart se volvió hacia él, ruborizado de indignación.

—Señor Barthe, cuando sea usted el capitán de este barco podrá dar las órdenes. Hasta que llegue ese momento, esa responsabilidad recae aún sobre mis hombros. Oeste cuarta noroeste, he dicho.

—No pretendía cuestionar la orden, señor —replicó Barthe con serenidad, pues no quería dejarse intimidar—. Tan sólo me limito a sugerir que si esa corbeta fuera enemiga, sería muy imprudente de aproar hacia nosotros como lo hace… Pero si es un barco inglés, podría necesitar nuestra ayuda.

—Navega cubierta de lona —intervino Wickham—. Podría tener un francés en la estela.

—Quizá deba encaramarme al tope para ver si se distingue algo —sugirió Hayden.

Hart no disimuló bien su frustración y se volvió hacia Landry, quien apartó la mirada. Los oficiales del capitán habían formado un frente común en su contra.

—Suba usted, Hayden —ordenó el capitán—, pero no pondré en peligro mi barco a menos que tenga la completa seguridad de lo que sucede.

Hayden saludó a su superior y se dirigió rápidamente al obenque de mayor.

—¿Pitamos a zafarrancho de combate? —preguntó Archer.

—Sí —respondió el capitán muy a su pesar—. Pero si fuera necesario, señor Barthe, esté usted listo para alterar el rumbo y largar trapo.

Hayden se encaramó rápidamente al tope del palo mayor, donde encontró a Wickham. El muchacho se le había adelantado por el obenque de estribor.

—¿Distingue usted algo? —preguntó el primer teniente.

El guardiamarina no apartó el catalejo, sino que mantuvo la vista clavada en la lejana vela.

—No sabría decirle, señor. Acaba de asomarle el casco.

Hayden encaró el catalejo cuando la fragata efectuó un cañonazo a estribor e izó las banderas de señales por la driza.

—¡Cubierta! —voceó Hayden—. Creo que es uno de los nuestros, a menos que algún francés se haya apoderado de nuestro libro de señales.

A regañadientes, Hart ordenó alterar el rumbo para reunirse con la corbeta, pero indicó a Hayden que permaneciera en el tope por si resultaba ser un barco enemigo decidido a engañarlos. A medida que el navío se acercó, quedó claro que no lo perseguía nadie, y casi con toda seguridad era de nacionalidad inglesa.

Se trataba de una corbeta de construcción antigua. En menos de una hora se abarloó, se puso en facha y echó al mar un bote. Su comandante subió apresuradamente a bordo de la Themis, llevándose la mano al sombrero a modo de saludo, demasiado apresurado para entretenerse en las cortesías de rigor. Era bastante más joven que Hayden y tan sólo llevaba una charretera, lo que lo identificaba como teniente. Era bajo y pulcro, de movimientos precisos, como un autómata.

—Herald Philpott a su servicio, capitán Hart, comandante en funciones de la corbeta Lucy —se presentó—. El capitán Bourne me ha enviado a solicitar su ayuda, señor. Tiene cuatro transportes, un bergantín y una fragata francesa bloqueados en el fondeadero de Belle-Île. Con viento del sudoeste, señor, ningún barco procedente de Lorient ha podido acudir aún en ayuda de sus compatriotas. Solicita respetuosamente que se reúna usted con él a una legua al noroeste de Belle-Île, donde se ha propuesto tentar al francés para que emprenda la huida a Lorient. El capitán Bourne cree que, con la ayuda de usted, algunos de esos barcos, si no todos, podrían ser apresados o destruidos antes de que alguien acuda en su ayuda.

—¿Acaso esos franceses no fondean al amparo de las baterías de la isla? —preguntó Hart.

—Creo que así es, señor.

—En tal caso, ¿qué espera Bourne que haga? —preguntó Hart indignado—. ¿Situar mi barco al alcance de esas piezas de veinticuatro libras?

Al hombrecillo se le endureció la expresión y se envaró aún más.

—Estoy convencido de que el capitán Bourne ha sopesado adecuadamente los riesgos, capitán Hart.

—¿De veras? ¿Y cuál es el cariz de la situación en este preciso instante? En fin, como suele decirse, todo debe suceder al menos una vez. —Hart se apartó del visitante y volvió la vista al mar.

—¿Debo informar al capitán Bourne de que se niega usted a ayudarlo, capitán Hart?

Hayden contuvo la sonrisa. Saltaba a la vista que Bourne había dado instrucciones al joven teniente para que pronunciase exactamente esas palabras. Negarse a prestar ayuda a un barco inglés en una situación desesperada podía dar al traste con la carrera de un oficial y era motivo de consejo de guerra. Si Bourne alcanzaba siquiera un éxito parcial sin la ayuda de Hart, entonces éste quedaría como un cobarde. Si Bourne fracasaba, siempre le quedaba la posibilidad de declarar que la empresa podría haberse visto coronada con éxito de haber contado con la ayuda de Hart…

—Yo no he dicho tal cosa —repuso Hart, tal vez consciente de que el joven comandante había escogido mantener esa conversación en cubierta, en presencia de numerosos testigos, no todos los cuales eran partidarios suyos.

Ver que Hart recibía una dosis de su propia medicina satisfizo a Hayden.

—Capitán Hart, me temo que debo insistir en que tome usted una decisión: o bien presta su ayuda al capitán Bourne, o bien se niega a hacerlo —expuso el joven oficial sin levantar un ápice la voz.

Hart se enfureció, escandalizado por la falta de respeto con que era tratado. Miró alrededor como un animal acorralado y de pronto, demostrando un gran dominio de sí mismo, asintió.

—Me reuniré con Bourne e intentaré disuadirlo de que lleve a cabo semejante locura. Señor Barthe, ponga rumbo a Belle-Île.

El teniente Philpott miró a Hayden con una fugaz sonrisa triunfal. Se despidió rápidamente y las puntas de sus lustrosos zapatos repicaron en el costado a medida que descendía por la escala hacia el bote.

Entonces la cubierta cobró vida. Se llamó a la gente a sus puestos para largar velas y bracear las vergas. Tras alterarse el rumbo, el barco alcanzó siete nudos en dirección a aquella isla francesa que los ingleses habían controlado durante varios años en la anterior guerra librada entre ambas naciones.

Wickham se acercó a Hayden, que se había dirigido al castillo de proa con intención de poner toda la cubierta de por medio entre Hart y él. El capitán era insufrible cuando en él se combinaban el miedo y la ira.

—¿Ha estado alguna vez en Belle-Île, señor? —preguntó el guardiamarina.

—En dos ocasiones —respondió Hayden—. Hace honor a su nombre: no se me ocurre otra isla que posea tanto encanto.

—Quizá debimos quedárnosla.

—No creo que sus actuales habitantes contemplasen con buenos ojos semejante perspectiva —dijo Hayden tras reír—. Tengo entendido que buena parte de ellos son acadianos, canadienses que no se sometieron al gobierno inglés. Los trasladaron a este lugar después del Tratado de París, y mucho me temo que no nos tienen demasiada simpatía.

Hayden miró por el catalejo. El lejano horizonte estaba cubierto de una bruma blanca, y el primer teniente no pudo estar seguro de si distinguía una masa oscura o si aquello que veía era fruto de su imaginación.

Wickham echó un vistazo alrededor y acto seguido se acercó un poco más.

—¿Qué hará Hart? —preguntó el muchacho en voz baja—. No puede irle a Bourne con que no son barcos franceses, o con que se trata de navíos de tres puentes a los que no debemos enfrentarnos.

—Ah, no —susurró Hayden—. Bourne no permitirá que Hart se libre tan fácilmente, pues sabe muy bien que nuestro capitán lo intentará por todos los medios. No; ha tendido un excelente cebo, y nuestro buen capitán no puede hacer más que forcejear en cubierta como haría un pez recién sacado del agua.

El ruido de pasos a su espalda dio por concluida la conversación. Hayden se dio la vuelta para ver quién se acercaba.

—Ah, señor Muhlhauser, dígame, ¿le han parecido satisfactorias las pruebas realizadas?

—Muy satisfactorias, señor Hayden, aunque me lo habrían parecido más de haber tenido ocasión de efectuar otras dos docenas de disparos. No obstante, tengo entendido que tal vez se presente la oportunidad de llevar a cabo una prueba de verdad.

—Las pruebas de verdad escasean en estos tiempos, señor Muhlhauser, aunque pronto se verá. ¿Qué le ha parecido la brigada que sirve la pieza? ¿Satisfecho de su trabajo?

A juzgar por su expresión, la pregunta puso en un brete a Muhlhauser.

—Bueno, señor Hayden, si no se amotinan creo que lo harán bien.

—¿A qué se refiere, señor? ¿Tiene usted motivos para dudar de su lealtad? —preguntó el primer teniente.

—No más de los que tengo para dudar del resto de los marineros, aunque quizá sean suficientes, ¿no le parece?

—Me temo que tiene usted razón, señor Muhlhauser. Quizá debería encargarme de que le hicieran entrega de una pistola.

—Gracias, pero tengo un par en la cabina —respondió el invitado sin jactancia alguna; de hecho, parecía un poco asustado.

—En tal caso ya está preparado. Confiemos en que el señor Hawthorne y sus infantes de marina garanticen la lealtad de la dotación, y así los demás podremos desempeñar nuestras tareas.

Muhlhauser asintió cuando Griffiths, el cirujano, se reunió con ellos en el castillo de proa.

—¿Cómo se encuentra Aldrich, doctor? —preguntó el civil.

—Tan bien como pueda estarlo cualquiera a quien le hayan hecho jirones la piel.

La respuesta impuso un melancólico silencio en el castillo de proa, un silencio que quebró el propio Muhlhauser cuando estiró el brazo para señalar un ave que volaba cerca del costado de la fragata, inmóvil casi en el remolino de viento causado por las velas.

—¿A qué especie corresponderá, doctor? ¿Lo sabe usted?

—Pues es una Avis albi, señor Muhlhauser —respondió Griffiths—. Muy común en este rincón del mundo.

—Ah. Yo me refería a… —Pero se alejó sin terminar la frase cuando el cabo lo llamó para atender uno de los cañones de caza.

¿Avis albi, doctor? —preguntó Hayden con discreción.

—¿Acaso no se trata de un ave, señor Hayden? ¿No me dirá que me he equivocado?

—Desde luego, es un ave.

—¿Y no es blanca? Porque así a simple vista lo parece.

—Blanca como la estela de un barco, doctor.

—Entonces, yo diría que Avis albi se ajusta a la descripción, ¿no?

—Eso no puedo negarlo, y confío en que nuestro invitado considere siempre satisfactorio este nombre.

El doctor se inclinó levemente ante Hayden y se retiró del castillo de proa.

El primer teniente no había olvidado la reacción de Muhlhauser cuando creyó ser objeto de burla por parte de Hawthorne; ¿cómo iba a reaccionar si descubría que Griffiths también lo hacía?

No habían transcurrido ni diez minutos cuando Hayden oyó que Muhlhauser conversaba con Barthe.

—¿Ve usted esa ave blanca…? —preguntó Muhlhauser.

—Sí —respondió el señor Barthe.

—Pues se llama Avis albi.

—Verá usted, así la llamarían los romanos —replicó el piloto—, pero nosotros los marinos ignorantes la llamamos alcatraz.

Un poco más tarde, Griffiths subió de nuevo a cubierta en busca de Hayden. Por un instante se limitó a contemplar el horizonte, a oriente, como hacían muchos aquella tarde a bordo de la Themis.

—Así que su amigo Bourne nos arrastrará al combate.

—Eso parece.

—¿Usted lo consideraría temerario?

Antes de responder, Hayden negó con la cabeza.

—En todas las empresas que ha llevado a cabo, es de los que siempre piensan primero en cómo preservar la vida de sus hombres. Sólo quienes carecen de su imaginación tachan sus decisiones de temerarias, pues, al contrario que muchos otros, posee la capacidad de percibir la debilidad del enemigo y sabe trazar los métodos más ingeniosos para sacar provecho de la misma. No, Bourne no es de los que dejan las cosas en manos de la improvisación. Habrá concebido un plan concienzudo.

—Dígame, ¿qué cree que hará con esas baterías costeras?

—A Bourne no le preocupan mucho las baterías costeras. En cuanto nos situemos a toca penóles de un francés, no podrán disparar por temor a alcanzar a sus compatriotas. Mientras haya viento para mantenernos en movimiento burlaremos brevemente el fuego enemigo, pero no sin sufrir daños. Aunque a bordo de la Themis no se tenga mucha conciencia de ello, estamos en guerra. Es inevitable correr ciertos riesgos.

Griffiths se volvió hacia él con mirada burlona.

—Señor Hayden, se diría que le satisface la perspectiva del combate.

—¿Y cómo no iba a hacerlo, doctor? Si no fuera por el singular componente bélico, la nuestra sería la carrera más aburrida del mundo. Sería más provechoso ejercer de banquero o dedicarse a la jurisprudencia. Mire, si no, su propio caso, doctor. Aunque podría haber abierto una consulta en Bath y haberse pasado las jornadas atendiendo a ancianitas, en cambio escogió hacer carrera en la Armada. Algún motivo debió tener.

—Pretendía huir de mi familia, señor Hayden.

El teniente rompió a reír.

—Ese singular aprecio por el sagrado vínculo de la familia es responsable de la práctica totalidad del cuerpo de oficiales de la Armada de Su Majestad, doctor Griffiths. Sin embargo, muchos acabamos en el mar como quien acaba en el destierro. Su caso es algo peculiar. —Hayden miró a través del catalejo y anunció—: La hermosa isla.

Bourne se inclinó sobre la mesa en lo que había sido su cabina antes de que los ayudantes del carpintero despejasen los mamparos de la estancia. Los demás se agruparon en torno a él. El anfitrión tamborileaba con el dedo sobre una vieja carta náutica de las aguas que rodeaban Belle-Île, que había extendido para que todos pudieran consultarla.

—La fragata francesa se encuentra anclada aquí, en el extremo meridional de donde fondean los demás barcos. Los transportes se distribuyen, más o menos, en línea al norte, y el más próximo a la fragata ha perdido los palos de trinquete y mayor. La fragata lo llevó a remolque anoche, y estuvimos a punto de apresar ambas naves. —Miró a los demás mientras una sonrisa se le dibujaba en el rostro al recordar la persecución—. Los seis navíos han sufrido daños… durante la reciente tormenta, de eso no cabe duda. Pero ahora tienen problemas más serios, ¿no creen? Una de las naves está prácticamente desarbolada, aunque creo que los demás la abandonarían sin presentar batalla si creen que podrán ponerse al abrigo de las baterías de Lorient.

También estaba presente el joven comandante de la corbeta, además de los dos tenientes de mayor antigüedad de Bourne y su piloto, que se mostraban tan impacientes como el propio Hayden.

—Rodearé la isla desde el sur y entablaré combate con la fragata. Hay un bergantín al norte; creo que anteriormente perteneció a la Armada inglesa. He señalado su posición en la carta. Despacharemos a la Lucy para que se encargue de él, así no tendré que preocuparme de que pueda enfilarme la cubierta con sus cañones mientras paso al abordaje: incluso los de seis libras resultan mortíferos cuando se enfila la popa enemiga a tiro de pistola. En cuanto trabemos combate con los primeros barcos, los demás picarán los cables para dar la vela proa a Lorient, de modo que es posible que tengamos que perseguirlos. No querría tener que hundirlos, tanto por su valor como porque me desagrada la idea de matar más franceses de lo imprescindible. —Miró rápidamente a Hayden, antes de centrarse de nuevo en la carta.

—Me conmueve la preocupación que demuestra por la vida de los franceses, cuando nuestras propias dotaciones inglesas sufrirán el castigo de los cañones costeros —replicó Hart tras desaprobar con un gesto las palabras de su colega—. Discúlpeme, Bourne, pero no me parece un plan útil. Vamos, hombre, admita usted que sufriremos innumerables bajas.

Bourne se envaró tanto como se lo permitió el tablonaje de la cubierta superior.

—Siempre que el viento se mantenga firme nos infiltraremos al anochecer, así que no temo el fuego de los cañones costeros. Las brigadas que sirvan esas piezas tardarán en localizarnos, puesto que les resultará difícil distinguir dónde caen los tiros de tanteo que efectúen. Como ya he dicho, en cuanto nos situemos a toca penoles del enemigo, los cañones costeros serán incapaces de disparar por temor a alcanzar a su propia gente. Pero no deberían preocuparle estas baterías, Hart, y verá por qué. Sugiero que se sitúe frente a la punta septentrional de la isla, a la vista, para desalentar a los transportes que decidan huir del puerto.

Hart fue incapaz de ocultar su sorpresa.

—Usted me está pidiendo que interprete un papel más bien secundario —gruñó como si no lo atrajese la perspectiva de embolsarse una parte del botín a cambio de tan escaso esfuerzo.

—Al fin y al cabo mi dotación sacó provecho de su captura en Brest, así que le pagaremos con la misma moneda. Tengo la esperanza de que la presencia de la Themis impida a los transportes franceses intentar la huida a Lorient, aunque podrían jugársela, picar los cables, dar la vela y confiar en que no pueda usted dar caza a los tres. Ya se verá. Si la Lucy desarbola el bergantín enemigo sin sufrir daños considerables, serán dos los barcos ingleses que puedan perseguirlos.

—Confío en que la Lucy equivalga, si no supere, al bergantín francés, señor —apuntó el teniente Philpott.

Bourne sonrió con amabilidad al joven, antes de volverse de nuevo hacia Hart.

—Tengo otra petición que hacerle, Hart. Aunque aquí el teniente Philpott estaría dispuesto a entablar combate con un navío de tres puentes francés si yo se lo permitiera, he decidido poner coto a su arrojo. Con el debido respeto al teniente Philpott, que es un excelente oficial, como ha demostrado en la Lucy, prefiero poner el navío a las órdenes de un hombre de mayor experiencia. ¿Permitiría usted que el teniente Hayden asumiera el mando de la corbeta?

Hart miró a Hayden antes de volverse de nuevo hacia Bourne.

—¿Qué ha sido del oficial originalmente al mando?

—Cuando perseguíamos a estos barcos ante Belle-Île, el capitán Wilson tuvo la desdicha de morir en el acto alcanzado por una de las balas de dieciocho libras que disparaba la fragata francesa. Que Dios se apiade de su alma.

Un escalofrío sacudió a Hart, lo cual no escapó a la atención de los presentes.

—¿No dispone usted de un teniente propio a quien pueda asignar tal responsabilidad?

—Ninguno de ellos posee tanta experiencia como el señor Hayden, y además me gustaría contar con ambos cuando nos enfrentemos a la fragata.

Hart meditó unos segundos la petición, que finalmente aceptó con una inclinación de la cabeza.

—En tal caso, pongo temporalmente al teniente Hayden a sus órdenes, con la esperanza de que todos salgamos beneficiados, ¿eh? —Rió como si formasen parte de una hermandad en que todos desempeñaran papeles similares.

Bourne también rió, evitando, con su expresión cordial, delatar muestra alguna de censura.

—También quería preguntarle si podría ceder una docena de buenos hombres para dotar la Lucy, puesto que no anda sobrada de gente y los franceses quizá se muestren reacios a dejarse apresar.

Hart asintió. Hayden comprendió que Bourne podía pedir a Hart lo que fuera, siempre que no comprometiera a la Themis en primera línea de fuego. Bourne debía de haber contado con que Hart se mostraría reacio a cualquier intento de ponerse en peligro, de modo que había reservado un papel secundario para la Themis. Hart dejó de insistir en que las baterías costeras costarían muchas vidas inglesas apenas se vio libre de aquel riesgo.

—Mi plan es muy sencillo y, en cuanto lo exponga, estoy seguro de que todos ustedes coincidirán conmigo en ello. Mi barco bordeará la costa de Belle-Île abierta a alta mar. La luz apenas alcanzará para permitírmelo. Doblen con sus barcos la punta norte y accedan al canal que separa Quiberon de Belle-Île. Cuando alcance el extremo meridional de la isla, tendré viento de aleta y me acercaré rápidamente a la fragata francesa. Tras entablar combate con ella, sus dos barcos aproarán hacia el bergantín francés, aunque la Themis reducirá vela hasta situarse fuera del alcance de los cañones costeros. Tengo la esperanza de que los cañones concentrarán un rato su fuego en la Themis, lo que permitiría a la Lucy situarse a toca penóles del bergantín francés, abordarlo o dejarlo sin gobierno. Si mi dotación hace lo propio con la fragata, los transportes habrán caído en nuestras manos, de lo cual ellos mismos serán conscientes. —Levantó la vista de la carta náutica donde había visto desarrollarse mentalmente la batalla—. Cuando piquen los cables e intenten huir, su captura correrá de su cuenta, señor Hart. ¿Estamos de acuerdo?

Todos los presentes asintieron.

—No tardará en oscurecer —comentó Hayden—. Si debemos perseguir a los transportes, y quizá también a la fragata, necesitamos un modo de reconocer unos barcos de otros.

—Dos linternas, una sobre la otra, en el mastelero de mayor —resolvió Bourne—, y que una bengala azul arda medio minuto a popa cada cinco minutos. ¿Bastará con esto?

Los demás asintieron. No había tiempo para proponer un brindis, puesto que el día tocaba a su fin y no tardaría en anochecer.

Hayden regresó con Hart a la Themis para escoger a los doce hombres y armarse de pistolas. Nadie pronunció una palabra mientras la lancha regresaba rápidamente de vuelta al barco. Hayden observó a su distraído capitán mientras los marineros desarmaban los remos. El teniente había conocido oficiales incompetentes; había conocido hombres de pocas entendederas, demasiados, a decir verdad, y capitanes capaces de salvar un barco en las situaciones más desesperadas, pero que en combate no sabían cómo obrar. Sin embargo, era excepcional toparse con cobardes redomados en la Armada de Su Majestad. Por un breve instante se compadeció de Hart, pero sólo hasta que recordó a Aldrich, tumbado en el coy de la enfermería.

Hayden subió detrás de Hart a la cubierta de la fragata, donde el capitán convocó a los oficiales en su cabina.

—¿Vamos a luchar? —preguntó Hawthorne tras llevar aparte a Hayden—. ¿Ha aceptado Hart?

—Sí y no. Hart les explicará ahora el papel que desempeñará la Themis. En lo que a mí respecta, voy a transbordar a la corbeta, y pienso llevarme una docena de hombres conmigo.

Quienes debían tomar parte en tan apresurada reunión informativa acudieron al camarote del capitán, lugar al que pocos eran invitados salvo por asuntos relativos al barco y su gobierno. Hart expuso rápidamente el plan de Bourne y se las ingenió para dar la impresión de que él había sido crucial a la hora de idearlo. Extendió una carta náutica sobre la mesa, y con los reflejos del sol filtrándose caprichosamente a través de la tablazón de cubierta, el capitán de la Themis expuso las posiciones de los barcos franceses fondeados.

—¿No deberíamos atacar los transportes cuando el capitán Bourne y el señor Hayden entablen combate? —preguntó Barthe—. Podríamos interponer nuestro barco entre dos transportes, echar el ancla y obligarlos a arriar la bandera. Del tercero ya habría tiempo de encargarse, y no olvidemos que el último está desarbolado.

—Bourne y yo hemos tenido en cuenta todas las alternativas, señor Barthe, y estamos de acuerdo en que nuestro plan es el mejor —adujo Hart—. Es demasiado tarde para cambiarlo. —Miró a los oficiales reunidos en la cabina—. Por supuesto, acudiremos en ayuda del capitán Bourne o del señor Hayden en caso necesario. Al fin y al cabo, unos pocos cañones en tierra no bastan para tenernos a raya, ¿eh? —Su risa sonó demasiado estridente—. Una noche de trabajo, caballeros, y todos nos embolsaremos algunas monedas. ¿Está el barco despejado y dispuesto para el combate, señor Landry?

—Así es, señor.

—Señor Archer, usted buscará a la docena de hombres que habrán de acompañar al señor Hayden a bordo de la corbeta.

—A la orden, señor.

Hayden pensó que cuando se lo proponía, Hart sabía imitar a un buen comandante, a Bourne, para ser más concretos. Era increíble ver cómo le había cambiado el humor desde que supo que se mantendría al margen del combate.

Al cabo de una hora, el primer oficial de la Themis embarcó en un cúter y en cuanto ocupó su sitio en la bancada de popa distinguió a Wickham sentado a proa.

—Señor Wickham, confío en que no se haya propuesto poner un pie en la cubierta de la Lucy —le advirtió, muy serio.

—¡Tengo la aprobación del capitán, señor Hayden! —replicó el joven.

—¿Por qué será que eso me parece poco probable?

—Es verdad, señor. Le dije que no era posible tomar parte en la guerra sin correr riesgos, y él me contestó que contaba con su bendición para embarcar en el cúter. Luego añadió que, de todas formas, si se oponía seguramente yo acabaría yendo a nado.

—A tenor de la experiencia, el capitán ha dado en el clavo.

—En cualquier caso, usted necesita gente, señor —añadió Wickham cuando el cúter se apartó del costado del barco—. Una docena de marineros más usted hacen un total de trece, número muy poco propicio. Ahora somos catorce, así que la fortuna nos acompañará.

—De un tiempo a esta parte dependemos demasiado de la fortuna, Wickham, pero confío en que esté usted en lo cierto.