La tormenta había amainado y el bergantín navegaba en un oleaje calmo mientras el viento hinchaba las velas y el sol penetraba por el ventanal de popa. Los hombres de la Themis, aún vestidos con la arrugada ropa francesa, por fin seca, intentaban no mostrarse demasiado voraces mientras comían los platos que les habían servido. El capitán Robert Hertle apenas se sirvió un bocado de cortesía.
—Es un milagro que estemos aquí sentados —concluyó Hayden, levantando la copa de clarete—. Por la dama fortuna.
—Por la dama fortuna —brindaron sus compañeros.
—También yo brindaría por la susodicha —dijo Hertle—; sin embargo, para llevar a cabo tamaña hazaña ha sido necesario mucho arrojo e iniciativa. No me gustaría tener que bajar de noche por ese acantilado.
—Teníamos la luz de las estrellas —recordó Wickham, intentando restar importancia al asunto.
—Ah, claro, eso reduce la hazaña a un paseo por el parque, ¿no? —replicó Hertle sonriendo. Pero entonces se puso serio—. Ha llegado el momento de que les cuente mi historia, aunque no sea tan emocionante como la suya. —Guardó silencio un instante, pensativo y preocupado—. Esta mañana, mientras nos dirigíamos al norte con los despachos de Gibraltar, nos encontramos con una fragata. Le hicimos la señal privada, a la que respondió el buque, convenciéndonos de que era de los nuestros. A las ocho de la mañana hablamos con el barco. Al saber que era la Themis, Charles, pregunté al capitán Hart por usted. Sin embargo, me angustió la noticia de que usted y otro hombre habían desembarcado en la costa para evaluar la fuerza de la flota francesa fondeada en el puerto de Brest, pero que no se habían presentado en el lugar y la hora de la cita en que el bote debía recogerlos, razón por la cual los consideraban prisioneros. Pregunté si no habían vuelto la siguiente noche a la misma hora acordada, y me respondieron que habían enviado el bote a recogerlos, pero sólo una noche. Tratamos brevemente otros asuntos y luego puso rumbo sur.
—No apareció ningún bote —estalló Hawthorne, indignado—. Al menos no lo hizo a la hora acordada.
—Pero tuvo que enviarlo —objetó Hertle, más calmado—. Había oficiales en tierra, por no mencionar al joven.
—Debió de enviarlo a otro lugar —supuso Wickham, levantando la vista del plato, algo que apenas había hecho durante aquella última hora.
—Un malentendido… —apuntó Hertle—. ¿Está sugiriendo que hubo un malentendido?
Wickham se mostró cauto.
—Es posible, señor.
—Charles, ¿qué le dijo Hart? —preguntó Hertle tras volverse hacia su amigo, a quien seguía sin tutear, debido a que no se hallaban en privado.
—Que el bote nos recogería a la una de la madrugada, en el extremo norte de la playa que se extiende al pie de Crozon.
El capitán Hertle frunció el ceño.
—A mí me dijo al sur, no al norte. De hecho lo repitió dos veces, lo cual en ese momento me pareció algo extraño.
—Nos desembarcaron en la punta norte de la isla, el mismo sitio al que debíamos regresar —explicó Hayden. Llevaba unas horas preguntándose por ese mismo asunto. ¿Qué había sido del cúter que debía recogerlos?
Hawthorne enarcó una ceja y lo miró con aire enfadado.
Hertle sacudió la cabeza como si fuera incapaz de considerar siquiera las posibles explicaciones. Acto seguido, reanudó su relato:
—Después de despedirnos de la Themis, ordené hacer avante, decidido a despachar un cúter a tierra esa misma noche. ¿Y qué peculiar encuentro nos reservaba el destino cuando nos acercamos a la costa sur de Brest? Un lugre que se alejaba de Francia aprovechando el viento, y lo que me pareció un buque corsario empeñado en darle caza. —Hertle sonrió—. He oído decir que los corsarios franceses persiguen todo cuanto flota, pero aquella presa parecía poco trascendente incluso para ellos. Como no nos gustan nada los corsarios, pensamos que podríamos intervenir en el asunto. Y aquí están ustedes. Después de todo, no son cautivos de los franceses, y ahora resulta que son tres, y no dos, tal como me había dicho el capitán Hart.
—Eso es otra historia —dijo Hayden mirando al guardiamarina, que seguía dedicando toda su atención a la comida.
—Bueno, no importa qué extraños caminos hayan recorrido para llegar aquí, el caso es que ahora son mis invitados y los llevaré de vuelta a Inglaterra a bordo de mi barco.
Cuando los sirvientes retiraron la mesa, los aventureros habían bebido y comido hasta saciarse. Hawthorne se levantó, encorvado bajo los baos.
—Acompáñeme, señor Wickham. Estoy seguro de que el señor Hayden y el capitán Hertle tendrán mucho de qué hablar.
Ambos se despidieron, no sin antes dedicar profusas muestras de agradecimiento a Robert Hertle por su rescate, así como por el reciente y tan necesario ágape. En cuanto los dos hombres abandonaron la cabina, ambos amigos guardaron silencio, pendientes el uno del otro.
—Se diría que el buen capitán Hart no se esforzó demasiado en recuperar a su primer teniente y al teniente al mando de la compañía de infantes de marina —comentó Hertle—. Lo justo para satisfacer las preguntas de rigor que el Almirantazgo pudiera formularle al respecto.
—Ni Hawthorne ni yo mismo tenemos la influencia necesaria en el Almirantazgo para que se abra una investigación.
Robert se recostó en la silla y estiró las piernas.
—Sin embargo, no creo que pueda decirse lo mismo del joven lord Arthur Wickham, cuyo padre es hombre influyente.
—Hart ignoraba que Wickham había desembarcado con nosotros. El muchacho se coló de polizón en el cúter y únicamente reveló su presencia cuando fue demasiado tarde para enviarlo de vuelta a la fragata. Sus compañeros de la camareta de guardiamarinas debían disimular su ausencia si era necesario.
—Me encantaría verle la cara a Hart cuando descubra que ha abandonado al hijo del conde de Westmoor sin molestarse siquiera en volver la vista atrás, y menos aún esforzarse en averiguar qué había sido de él. —Hertle rió—. Y ahora que te he recuperado, su falta de iniciativa será considerada como una negligencia más grave. Casi lo lamento por él. Puede que la señora Hart tenga cierta influencia con sus señorías del Almirantazgo, pero creo que el afligido conde de Westmoor la aventajará en ese detalle. ¿Tú qué opinas?
—¡Cubierta! —se oyó un vozarrón procedente del tope—. Una vela rumbo sur. A juzgar por su aspecto, es una fragata.
Hertle enarcó una ceja.
—Seguro que se trata del capitán Hart, con el rostro a medio enjabonar, que acaba de descubrir que ha abandonado en una playa enemiga al hijo de un conde.
Ambos subieron a cubierta, y tras observar detenidamente la embarcación a través del catalejo, concluyeron que en efecto se trataba de la Themis, que navegaba cubierta de lona con rumbo norte. Hertle ordenó pairear el bergantín, y ambos amigos se retiraron de nuevo bajo cubierta. Con la discreción que le caracterizaba, Hayden aprovechó para relatar a Hertle todo lo sucedido a bordo de la fragata desde que se había personado en ella. El capitán prestó atención, con una expresión más sombría a medida que su amigo lo ponía al corriente de los pormenores.
—Has sido doblemente afortunado, Charles —dijo cuando Hayden hubo terminado—. Por un lado Bourne, y ahora yo. La próxima vez no des por sentado que un amigo acudirá a rescatarte.
—Ya lo sé. —Hayden miró por el ventanal al océano iluminado por el sol, y a las gaviotas y alcatraces que seguían la estela del bergantín—. Desearía que Hart hubiese ido al sur y que tú pudieras llevarnos a Inglaterra.
—También yo, pero no está en mi poder hacerlo. —Hertle se sentó a la mesita, contemplando a su amigo, que se encontraba sumido en sus pensamientos.
—¿Llevarías una carta a Inglaterra de mi parte? —preguntó Hayden.
—Voy a buscarte papel y pluma.
Hertle le proporcionó pluma y tintero, así como un pliego de hojas. Hayden empezó la tarea y antes de que la Themis se pusiera a la voz, el teniente había concluido una carta, dirigida al «señor Banks», en la que detallaba todo lo sucedido, relatándolo de tal modo que el primer secretario entendería que habían sido abandonados en la costa enemiga intencionadamente y que no existía duda acerca de ello. Cuando Hayden confió la carta a Robert Hertle, éste tuvo la delicadeza de no hacerle preguntas al respecto.
Hayden se reunió con sus compañeros en cubierta y se quedó observando mientras la dotación de Hertle echaba un bote al agua con la destreza y profesionalidad de rigor. Hayden deseó que su tripulación fuese tan disciplinada. Los tres aventureros embarcaron y, poco después, se vieron a bordo de la Themis. Hayden se volvió para saludar con la mano a su amigo Robert cuando puso de nuevo un pie en su propio barco. Robert respondió al saludo y luego se centró en la maniobra.
La dotación de la Themis se había reunido en cubierta, pero no hubo vítores o palabras de bienvenida, únicamente un silencio violento e incómodo. Todos los presentes estaban al corriente de lo sucedido, y si Hayden necesitó una prueba que corroborase sus sospechas, ahí la tenía.
Condujo a sus compañeros por el portalón en dirección al alcázar, donde se encontraba el propio Hart, algo apartado de sus oficiales. Tan sólo Barthe y el cirujano dedicaron una sonrisa a los recién llegados. Los demás apenas se molestaron en cruzar la mirada con Hayden.
Hart no fingió sentirse complacido por el regreso de su teniente.
—Pero ¿qué se propuso usted, señor? —empezó con el tono más beligerante posible—. ¡Hacerse acompañar por el señor Wickham en una expedición tan peligrosa! ¡Y sin consultármelo siquiera!
El joven dio un paso al frente.
—Con su permiso, capitán Hart, el señor Hayden no estuvo al tanto de mi presencia en tierra hasta que fue demasiado tarde. Ignoraba por completo que yo me había introducido en el cúter de polizón.
La intervención inesperada del noble desarmó momentáneamente a Hart.
—Señor Wickham, usted confunde su lealtad. No puede intervenir. El señor Hayden tendrá que asumir la responsabilidad de su presencia…
—La asumo.
Hart se sorprendió. Un brillo triunfal le relampagueó en la mirada. La comisura del labio se elevó perceptiblemente.
—Entonces, admite usted que era consciente de su presencia…
—No era consciente de su presencia, lo cual no quita que ello sea responsabilidad mía. Si lord Westmoor desea culpar a alguien de lo sucedido, ese alguien tendré que ser yo. El señor Barthe puede transcribir mis palabras en el cuaderno de bitácora, que yo lo firmaré.
Hart se mostró confundido, como si Hayden le estuviera tendiendo una trampa. El primer teniente hizo un esfuerzo para reprimir la sonrisa. Estaba seguro que Wickham confiaría a su padre el relato fiel de sus aventuras, y Hayden no recibiría reprimenda alguna por su parte.
—También puede usted escribir en el cuaderno de bitácora que nos presentamos en el punto de recogida previamente acordado, en el momento estipulado, pero que no apareció ningún bote.
—¿Cómo? ¡Malditos sean sus ojos, señor! —estalló Hart—. ¿Qué quiere decir con eso? ¡Condenado imprudente! ¿Me acusa usted de… de…?
—No se trata de ninguna acusación, señor —repuso Hayden con mesura—, me limito a describir un hecho. El bote no llegó tal como debería, aunque ignoro el porqué.
—¡Fue enviado al extremo sur de la isla que se extiende al pie de Crozon, tal como acordamos! —tronó Hart—. Y eso nadie puede negarlo. Childers coincidiría palabra por palabra.
—Tendría que habernos recogido en el extremo norte de la playa, señor. Ése fue nuestro acuerdo.
—¡Se equivoca! —le espetó Hart—. Está muy equivocado. ¿No es verdad, Landry? ¿No me oyó decir al señor Hayden que se reuniese con el bote en el extremo sur de la playa?
—Así es —asintió el interpelado sin mirar a nadie a los ojos—. Yo mismo lo escuché con claridad.
—Pero si ni siquiera estaba presente —replicó Hayden con desdén.
—No, señor, pero por casualidad llegué a la puerta del capitán cuando le comunicaba sus instrucciones. Consciente de que se hallaban ocupados, decidí que ya hablaría con el capitán cuando terminasen la conversación, así que me retiré.
Hawthorne lanzó un bufido y descargó un taconazo en cubierta capaz de levantar el tablón, todo ello mientras sacudía la cabeza, incapaz de creer lo que oía.
—¿Tiene algo que decir, señor Hawthorne? —preguntó Hart.
—Sí, señor. El señor Landry se encontraba en cubierta comprobando los escasísimos daños que había sufrido uno de los botes del trozo de abordaje que tomaron la presa. No abandonó la cubierta hasta que el señor Hayden regresó después de hablar con usted. Yo estaba presente, y otros también y podrán dar fe de ello.
Hart se puso rojo como la grana. El primer teniente pensó que iba a propinar un puñetazo al infante de marina.
—¿Está acusando al señor Landry de mentiroso, señor? Está claro que tiene un concepto erróneo de lo que sucedió.
—No me equivoco, capitán. El señor Franks y uno de sus ayudantes se encontraban junto al señor Landry en ese momento. ¿Por qué no se lo pregunta a ellos?
—No tengo necesidad de preguntarles nada —rugió el capitán—. ¡Sé lo que dije, señor! El señor Hayden me entendió mal y como consecuencia de ello estuvo a punto de conducir a la ruina a sus compañeros. Ahora vuelvan a sus puestos. ¡No pienso permitir que nadie más cuestione mis palabras! —Hart dio media vuelta y se retiró bajo cubierta, mascullando entre dientes.
El segundo teniente también hizo ademán de retirarse.
—¿Huyendo, Landry? —preguntó Hawthorne sin alterarse un ápice—. Justo cuando no creía que pudiese usted caer más bajo, me sorprende con una nueva infamia.
Landry no tenía nada que alegar en su defensa, y puesto que era demasiado cobarde para desafiar a Hawthorne, decidió escabullirse. Hayden y sus acompañantes se retiraron bajo cubierta para asearse y ponerse el uniforme.
Barthe se presentó casi de inmediato, negando con la cabeza, con los labios apretados y el porte muy tenso.
—Señor Hayden, el modo en que lo trata ese hombre es un ultraje —susurró—. Lo abandona en una playa y luego, cuando tiene usted el coraje de burlar a sus perseguidores y evitar ser ejecutado por espía, atenta contra su dignidad y lo acusa prácticamente de insubordinación. —Se dejó caer en una silla y levantó las manos en un gesto de indefensión.
—Señor Barthe, debo recomendarle que se muestre más circunspecto —lo amonestó Hayden.
—Sin duda se trata de un buen consejo, y de veras estaría encantado de seguirlo si no estuviera tan enfadado…
Wickham irrumpió en ese momento en la cámara de oficiales sin llamar a la puerta. Estaba pálido y, aunque abrió la boca para hablar, no pronunció una sola palabra.
—Lord Arthur —dijo Hayden, preocupado—. ¿Qué ha pasado, señor?
Wickham separó de nuevo la mandíbula con idéntico resultado, hasta que finalmente logró pronunciar:
—Hizo azotar a Aldrich mientras estuvimos en tierra, señor.
—¡Aldrich! ¿Por qué razón?
—Por estar en posesión de los panfletos del señor Paine —intervino Barthe—, y también por incitar al desorden a la dotación.
Hayden tomó asiento.
—Pero ¿qué prueba tiene de eso? Si guardé todos esos panfletos en mi baúl.
—Hart no tiene ninguna prueba, pero interrogó a Aldrich y éste admitió haber estado en posesión de los panfletos —explicó Barthe.
Hayden echó la cabeza atrás en un gesto de asombro.
—¿Es que Aldrich no tiene nada en la cabeza?
—El pobre diablo es un hombre honesto, y esa honestidad le ha costado dos docenas de latigazos. El mejor marinero de primera que tenemos a bordo. Ahora descansa en la enfermería del sollado al cuidado del doctor, porque los latigazos le despellejaron la espalda.
Hayden bajó apresuradamente al sollado y se adentró en el diminuto espacio compartimentado y habilitado para uso del doctor Griffiths. Media docena de coyes colgaban de los baos, y quienes los ocupaban quedaban prácticamente sepultados bajo las mantas. El arcón de la botica se hallaba pegado a un mamparo, el cerrojo estaba abierto y chirriaba ligeramente a merced del balanceo del barco. En la penumbra, Hayden alcanzó a ver a Griffiths inclinado sobre un coy, mientras el ayudante de cirujano sostenía en alto una linterna manchada de tizne.
—Doctor —saludó Hayden en voz baja; Griffiths levantó la vista, asintió y siguió con sus quehaceres. El ayudante dedicó a Hayden el saludo habitual.
Al acercarse, Hayden distinguió a Aldrich tumbado boca abajo, con los ojos cerrados y el rostro bañado en sudor. A pesar de la escasa luz, vio que el marinero tenía las mejillas enrojecidas, casi brillantes. El cirujano retiró con cuidado los vendajes, revelando una espalda que parecía haber sido castigada con una cuchilla. Hayden se llevó tal impresión que retrocedió al verla, aunque enseguida recuperó la presencia de ánimo.
—¿Puedo ayudarlo de algún modo, doctor? —preguntó el primer oficial.
—¿Es usted, señor? —preguntó el herido entre dientes.
—Sí, Aldrich. Lamento mucho encontrarte en este estado. No he tenido nada que ver, Aldrich. Quiero que lo sepas.
—Ni por un momento se me ocurrió pensarlo, señor. Ni por un momento… —Lanzó un gruñido para no gritar de dolor.
—Señor Hayden —dijo Griffiths—. Si fuera usted tan amable…
El primer teniente asintió, retirándose rápidamente de la enfermería. Se quedó unos segundos al pie de la escalera, caminando arriba y abajo, incapaz de contener la ira. Al cabo, el doctor se reunió con él, secándose las manos en un paño.
—¿En qué estado se encuentra el paciente, doctor? —susurró Hayden.
—Ya lo ha visto —respondió Griffiths en un tono de voz que rozaba la hostilidad—. Dos docenas de latigazos. En algunas zonas el hueso ha quedado al descubierto. —Se quitó las gafas y se apoyó en el durmiente del costado mientras la ira desaparecía de su semblante—. Siente mucho dolor, aunque hace lo posible por disimularlo. —Hablaba en voz tan baja que Hayden apenas distinguía las palabras, a pesar de lo cual el primer teniente decidió imitar su ejemplo.
—¿Y todo esto por unos panfletos que Aldrich ni siquiera tenía en su poder?
El cirujano lo miró fijamente antes de responder.
—No debe usted malinterpretar lo sucedido, señor Hayden. A Hart no le importaban lo más mínimo ni Aldrich ni los panfletos. Quería dar un mensaje a la dotación: a partir de ahora, cualquier persona que quiera apoyarlo a usted lo pensará dos veces. —Inspiró hondo—. Y también es un mensaje para usted. Cualquier persona que se considere su amiga corre peligro. Así pretende arrinconarlo.
—¿Cómo conocía Hart la existencia de esos panfletos?
Griffiths levantó la mano, al tiempo que miraba en dirección a la cámara de oficiales. La respuesta era tan obvia que la pregunta estaba fuera de lugar.
—Por favor, le ruego me mantenga al tanto del estado del paciente, doctor Griffiths.
El cirujano asintió y Hayden subió por la camareta, donde los jóvenes caballeros lo recibieron en silencio, turbados. Tras entrar en la cámara de oficiales, Hayden cerró de un portazo. Vio al segundo teniente en su cabina, cuya puerta estaba entornada. Barthe y Hawthorne se hallaban sentados a la mesa.
—Me gustaría conversar a solas con el señor Landry —dijo Hayden, tras lo cual ambos se levantaron para retirarse rápidamente en dirección a la puerta—. ¿Señor Barthe? Ordene a los guardiamarinas que se busquen algún quehacer en cubierta.
—Así lo haré, señor.
Dio la impresión de que Landry se estaba planteando seriamente la conveniencia de salir corriendo tras el piloto, razón por la cual Hayden le bloqueó el paso.
—Sabe perfectamente que Aldrich es el mejor marinero de primera que hay en este barco, ¿y a pesar de ello lo hizo azotar?
El segundo miró a izquierda y derecha, antes de pegar la espalda al casco.
—Fue el capitán quien lo ordenó, no yo.
—Pero porque usted le ha estado informando de lo que hablamos en la cámara de oficiales.
—Señor, soy un caballero… —replicó indignado.
—Es una desgracia para la Armada, eso es lo que es —bufó Hayden al oírlo—. Va corriendo al capitán con cada chisme que se dice, busca granjearse su favor a toda costa… ¿Ha pensado alguna vez en lo que supondría para su carrera convertirse en el protegido de Hart? —De pronto recordó las cartas dirigidas al señor Banks, y fue como si una lluvia fría cayera sobre la ira del primer oficial.
De pronto, la indignación de Landry se disolvió visiblemente y tomó asiento en una silla.
—Yo no tengo carrera, igual que usted, Hayden. Ambos renunciamos a ella el día que pusimos un pie a bordo de la Themis. —Paseó la vista hasta los baos de cubierta que sustentaban el camarote del capitán, situada encima de la cámara. Por un instante, Hayden pensó que el segundo teniente rompería a llorar—. El… él es nuestra ruina, con su desconfianza y su tiranía. Pero ¿qué puedo hacer yo? Ningún otro capitán me aceptaría en su dotación. A pesar de ello, el mar es la única profesión que conozco. No estoy capacitado para ejercer ningún otro oficio. Hart me lo ha arrebatado todo, y no hay nada que yo pueda hacer, excepto apoyarle en todas sus decisiones, someterme a todas las ignominias, porque sin él estoy perdido. —Levantó la mirada hacia Hayden, una mirada casi implorante—. Soy como un náufrago que se aferra a los pecios, consciente de que esos restos no tardarán en desaparecer y él se hundirá con ellos. Pero usted está en ese mismo naufragio, señor Hayden, aunque aún no se haya percatado de ello. Hart lo doblegará. La primera mella que le ha hecho en el orgullo ha sido gracias a la decisión de castigar a Aldrich. El capitán conoce su debilidad. La dotación se ha convertido en rehén, y si se atreve a desafiarlo ordenará azotar a otro inocente, y a otro después, hasta que al final se comporte usted tal como él quiere. Entonces, una mañana mirará usted por el catalejo, señor Hayden, y me encontrará a mí devolviéndole la mirada.
El primer teniente se quedó sin palabras. A pesar de todo, ¿había un hombre enterrado en lo más hondo de Landry?
—¿Hart desconoce lo cerca que está la dotación de amotinarse? —preguntó Hayden tras acercarse más al segundo teniente.
El hombrecillo negó con la cabeza.
—Cree que el látigo lo protege.
También Hayden se dejó caer en una silla.
—Aldrich era una voz que llamaba a la moderación. Si azota a otro como él, Hart descubrirá que la cubierta que lo sustenta es fina como el papel.
Landry lo observó fijamente; fue casi una mirada de camaradería, de hermandad.
—No sobrevalore el coraje de esta dotación, señor Hayden. Llevan tantos años sometidos que han olvidado dónde escondieron sus arrestos.
—Apresaron el transporte en el Goulet.
—Un transporte apenas defendido no puede compararse con una fragata. Llévelos a una batalla de verdad y no tardará en comprobar de qué pasta están hechos. —Landry se levantó, inclinó la cabeza ante el primer teniente y se dirigió a la puerta—. La suya es una causa perdida, señor. La Themis está podrida. Se viene abajo a nuestro alrededor, y un día nos arrastrará a todos al fondo del abismo más insondable. Y créame: nadie nos echará de menos. —Y abandonó la cámara a buen paso.
Hayden permaneció sentado un momento, contemplando la mesa vacía, mientras el pensamiento le daba vueltas y más vueltas. ¿Cabía la posibilidad de que el segundo hubiese sido en tiempos como él, un oficial rebosante de entusiasmo, deseoso de ascender en la Armada? ¿Que la podredumbre que se extendía a través del barco lo hubiese alcanzado, que lo hubiese devorado hasta no dejar más que una carcasa vacía, el Landry que Hayden había conocido? En ese caso, ¿cómo evitar que a él le sucediera lo mismo? Si Hart azotaba a un miembro inocente de la tripulación cada vez que deseaba castigar a Hayden por algo, el teniente tendría que moderarse. La dotación no tardaría en comprender el motivo de aquellos castigos, y eso los empujaría a despreciarlo. Entonces se quedaría sin aliados a bordo.
Durante los meses anteriores a la Revolución francesa, ciertos nobles habían tomado partido por los revolucionarios, hasta el punto de enfrentarse a sus pares y, en algunos casos, a sus propias familias. La mayoría fueron perspicaces, gente concienciada, pero otros apoyaron a su rey y su casta contra la voz de su conciencia. Hayden se sentía en ese momento como uno de esos hombres, aunque en su caso la conciencia tirase en ambas direcciones. Hart era un tirano, pero Hayden creía que la causa inglesa, que oficialmente era la de Hart, era la causa justa. Consideraba legítimas las quejas de los hombres, en muchos casos incluso justas, pero aquél no era momento de protestar o negarse a desempeñar la propia labor. Después de todo, Inglaterra estaba en guerra. En toda su vida se había sentido tan dividido. Su mente se veía incapaz de hacer las paces entre tanta contradicción, lo cual le causaba una frustración insoportable.
Y ahí estaban las misivas dirigidas al señor Banks… Cuánto deseó no haber aceptado aquella hoja que reposaba en el escritorio de Philip Stephens. Habría sido preferible no tener barco y mantener la honra sin tacha. ¿Y el futuro? Estaba convencido de que Landry tenía razón: ningún capitán lo aceptaría ya bajo su mando.
Cogió el sombrero y subió a cubierta, al sol. No hubo saludos, ni siquiera un rostro amable. Los marineros parecían mirarlo como si no existiera, distantes, como si fueran hombres condenados y él un espectador que veía pasar el carro del verdugo.
Al volverse, encontró a Hart de pie junto al coronamiento. El capitán lo miró a su vez, con una sonrisa en los labios.
—¿No es un día perfecto, señor Hayden? La tormenta nos trajo las lluvias, que arrastraron lejos todo aquello que Dios consideraría indigno, y ahora es como si el mundo se hubiese rehecho. Y yo… yo estoy encantado con ello.
Hayden se hallaba tumbado en el coy, cansado aún tras la expedición en tierra, con los músculos agarrotados y doloridos. Había cerrado la puerta de la cabina y hacía caso omiso de los rumores de conversación que provenían de la cámara de oficiales, al otro lado de la puerta. El lento cabeceo de la Themis mientras iba rumbo sur lo habría calmado de no haber sido tan grande su ira. El crujido del maderamen, el seco estampido de un barril que se mecía abajo, en la bodega… Eran sonidos familiares, reconfortantes incluso; sin embargo, el alma de Hayden no halló solaz aquella noche.
En sus manos tenía los panfletos del señor Paine que tantos perjuicios habían causado de un tiempo a esa parte. En Los derechos del hombre leyó lo siguiente:
Todo gobierno hereditario es por naturaleza una tiranía. Una corona hereditaria, o un trono hereditario, o sea cual fuere el nombre que tuviera a bien darse a tales cosas, carece de explicación significativa, aparte de que la humanidad es una propiedad hereditaria. Heredar un gobierno es heredar al pueblo, cual si fuera un rebaño.