Capítulo 15

El transporte francés no tardó en convertirse en un punto en el horizonte gracias al viento moderado que soplaba del sudoeste, que lo situó fuera del alcance de los corsarios franceses, o eso esperaba Hayden, pues muchos de ellos acechaban en el minúsculo puerto de Conquet. Hart había adjuntado el informe oficial del combate, al igual que había hecho el capitán Bourne. La saca del correo también contenía una carta dirigida al amigo de Hayden, el señor Thomas Banks, en la que se detallaba el punto de vista del teniente sobre los hechos acaecidos.

Al escribir las primeras cartas a Philip Stephens, Hayden se había sentido un traidor, pues la lealtad al capitán siempre había sido su divisa; pero después de presenciar cómo Hart rehuía el combate, por no mencionar el modo en que trataba a su primer oficial y al resto de la tripulación, Hayden se sentía más un conspirador que un informador. Ese hombre no inspiraba lealtad en nadie, a excepción hecha, por lo visto, de Landry.

Hayden no estaba seguro de qué haría Philip Stephens con las cartas, aunque si minaban de algún modo la visión que de Hart tenía el Almirantazgo, Hayden había decidido que eso no le quitaría el sueño. No obstante, le preocupaba que sus cartas no fuesen mantenidas en secreto. En la Armada todo el mundo despreciaba a los delatores. Si Stephens no se mostraba sutil a la hora de desacreditar a Hart y discreto en cuanto a su fuente de información, Hayden podría enfrentarse a una condena al ostracismo; permanecer en la Armada le resultaría casi imposible y seguramente tendría que abandonar el país. La idea de ser tratado con desdén por sus compañeros oficiales lo mortificaba, sobre todo de noche, pero había sellado un pacto con ese diablo que era Stephens y únicamente cabía confiar en que el asunto jamás saliese a la luz.

A pesar de todo, se preguntaba qué habría escrito Hart respecto al combate. No necesitaba especular acerca de lo que había comunicado Bourne a los milores miembros de la Junta Naval, pues el capitán de la Tenacious le había enviado, muy discretamente, una copia de su carta. Era un informe justo que no aprovechaba la información que había obtenido tras la conversación con Hayden, sino únicamente hacía constar todo aquello que había visto desde la posición en que se hallaba, así como aquello que le había sido comunicado en la Themis. En su relato, Hayden quedaba retratado como el héroe de la toma del barco y, si bien Hart era felicitado por su temple al adentrarse en el Goulet a la caza de ambos transportes, también hacía constar que el primer teniente Charles Hayden poseía un vasto conocimiento del puerto y las aguas aledañas. Su propósito era que los milores vocales de la Junta sacasen sus propias conclusiones a partir de dicha afirmación. En una gran muestra de tacto, obvió mencionar la orden dada por Hart a los botes para que regresasen a bordo antes de haber alcanzado al transporte. Únicamente Philip Stephens poseía esa información.

Hayden apartó el catalejo, intentando olvidar el asunto del transporte, aunque no así la agradable perspectiva del dinero del botín que obtendría en un futuro. Hayden jamás había poseído dinero en abundancia, y ese modesto ingreso no le vendría mal.

En eso pensaba cuando oyó un carraspeo a su espalda.

—Señor Archer, ¿puedo ayudarle en algo? —preguntó tras darse la vuelta.

—El capitán me ha pedido que adjunte a sus mejores deseos la petición de que se reúna con él en la cámara, señor Hayden.

El primer teniente dudó que Hart hubiese formulado la petición con palabras tan amables, lo que no le impidió apreciar la intervención de Archer en el estilo.

—Iré inmediatamente. Gracias, señor Archer.

—Felicidades por la presa, señor Hayden. Fue un combate noble, señor —le dijo el tercero con una sonrisa.

—No estoy seguro de hasta qué punto fue noble, pero al fin y al cabo apresamos el condenado barco. ¿Alguien ha propuesto separar parte del dinero para las familias de los fallecidos?

El joven teniente bajó la vista avergonzado, removiendo con la punta de la reluciente bota la roña que había en cubierta.

—Sí, señor. El señor Hawthorne. Pidió que todo el mundo aportase una vigésima parte del dinero del botín para las viudas, pero algunos hombres se negaron. Otros estaban dispuestos a destinar una parte de su dinero a la familia de este marinero pero no a la de aquél. Es un embrollo tremendo, señor.

—Cuánto lo lamento… Por favor, dígale al señor Hawthorne que puede contar con que aportaré esa vigésima parte del total. Y ahora, si me disculpa…

—Por supuesto, señor. Gracias.

Únicamente en un barco como la Themis se daría semejante muestra de mezquindad en lo referente al dinero destinado a las familias de los caídos. El primer teniente negó con la cabeza, desanimado, mientras descendía la escala de toldilla. El infante de marina apostado en la puerta anunció su llegada y al entrar halló a Hart sentado a la mesa y trabajando afanosamente, con las gafas puestas. El capitán tenía las manos pequeñas y gordezuelas, y sus rollizos dedos cubiertos de anillos más parecían salchichas. Las uñas, diminutas y afiladas en punta, hacían que sus manos parecieran las de un gnomo o un trol. Bajo la atenta mirada de Hayden, Hart aferró la pluma con torpeza entre el pulgar y el tieso dedo índice y garabateó unos signos en la inocente superficie de una hoja. Luego levantó la mirada por encima de las lentes en dirección al primer teniente.

—Tengo entendido que es usted medio francés, señor Hayden.

—Soy inglés, señor. Es mi madre quien nació en Francia.

—Sin embargo, ¿habla su lengua como un nativo?

—En efecto.

—Estupendo. —Cogió una hoja de papel de una pila cercana y la deslizó sobre la mesa hacia Hayden—. No estoy satisfecho con la evaluación que hizo de la flota francesa, teniente —dijo—. Necesito asegurarme antes de enviar el informe al Almirantazgo.

Hayden se mostró sorprendido. Se disponía a replicar que los cálculos pertenecían a Landry cuando de pronto comprendió que probablemente el capitán ya era consciente de ello, puesto que el informe inicial lo había escrito el segundo teniente de su puño y letra.

—Por no mencionar el fondeadero que hay en el interior de la isla Longue, que no hemos inspeccionado aún —prosiguió el capitán—. Usted podría efectuar un reconocimiento más exhaustivo si desembarca en la costa. Haremos lo siguiente: lo llevaremos allí esta noche y lo recogeremos mañana, una hora pasada la medianoche, en el extremo más septentrional de la playa que hay bajo Crozon. ¿Queda claro?

—Queda claro, señor… Aunque la Bretaña no es lugar seguro para un inglés, por más que pueda hacerse pasar por francés. Si debemos dar crédito a The Times, la provincia estuvo a punto de rebelarse en julio. Se dice que el pueblo oculta a los clérigos que se negaron a firmar la constitución civil del clero. No mucho antes de hacernos a la mar, leí que varios obispos permanecían ocultos cerca de Brest.

Hart lo miró fijamente, levantando el extremo inferior del labio de modo que se le formó un pliegue raro en la barbilla.

—No me venga con excusas, señor. Se lo desembarcará en la costa y no toleraré más discusiones. —Por un instante se esforzó en recuperar el hilo de sus pensamientos, y entonces añadió—: El señor Landry tuvo suficiente sentido común para conservar algunas piezas de ropa del transporte francés. En cuanto se haga de noche los desembarcaremos a usted y al teniente Hawthorne.

—El señor Hawthorne no habla francés, señor —balbuceó Hayden.

Hart dirigió a Hayden la misma mirada de antes por encima de las gafas.

—Encontramos moneda francesa a bordo de la presa y decidí conservarla para una empresa de este calibre. —Abrió una cajita de metal y sacó unas monedas francesas que acto seguido deslizó en dirección a Hayden—. Mañana los recogeremos a la una de la madrugada.

—Entendido, señor.

—Eso es todo.

Hayden se reunió con Hawthorne y pasó el resto de la tarde enseñándole algunas palabras y frases en lengua francesa. Si la suerte les sonreía, se mantendrían fuera de la vista de día y no hablarían con nadie, pero si tenían la mala fortuna de toparse con alguien, aunque Hayden llevase la voz cantante, sería preferible que Hawthorne no se hiciese el mudo. Puso al oficial un nombre francés e intentó explicarle los modales del enemigo. No fue un ejercicio muy afortunado, aunque tuvo la impresión de que el bonjour de Hawthorne bastaría, siempre y cuando lo pronunciase entre dientes. Tras unas horas, Hayden pensó que era necesario dar un respiro al desdichado Hawthorne, así que le sirvió una copa de vino.

—Dígame qué ha resultado finalmente de nuestro pequeño motín en la cubierta principal —pidió el primer oficial mientras ofrecía el vino al soldado.

Hawthorne cerró los ojos y se masajeó las sienes, como si el rato que habían pasado hablando en francés hubiese dejado un poso de dolor en su agotada mente. Tendió el brazo hacia la casaca, que colgaba del respaldo de la silla, y sacó del bolsillo interior una hoja doblada.

—He intentado encontrar el momento idóneo para darle esto.

Hayden desdobló el papel y vio dos columnas de nombres.

—¿Qué significa esto, señor Hawthorne? —preguntó tras levantar la vista.

—Teníamos la impresión de que se habían formado dos bandos en las brigadas que servían los cañones… Bueno, no es exactamente eso lo que pasó. La mayoría de los hombres no tenían ni idea de lo que sucedía, pero los dos grupos integrados por quienes aparecen ahí citados mantuvieron una discusión, aunque desconozco el motivo. Estaba muy oscuro y me avergüenza admitir que todo el asunto me pilló con la guardia baja, de modo que no pensé con claridad ni mi capacidad de observación era la de costumbre… Aun así, tengo la convicción de que esta lista no anda muy desencaminada.

Hayden examinó de nuevo la relación de nombres.

—Pero ¿se amotinaron? ¿O simplemente se formaron dos facciones que no se tenían simpatía? He visto tripulaciones divididas en grupos que se odiaban más entre sí que al enemigo.

—No lo sé, señor Hayden. Estaban discutiendo, y creo que si no hubiese usted destacado a mis hombres con tanta celeridad, habría habido sangre, de veras lo creo, pese al inminente combate naval.

—¿Y no oyó usted nada? ¿Imprecaciones, insultos, algo que pueda darnos una pista de la naturaleza de su disputa?

—Ah, se cruzaron juramentos, mucho vete al infierno y demás, pero nada inusitado en una riña entre marineros.

—¿Y Hart ordenó azotar a algunos esta mañana?

—Sí, se hizo una selección aleatoria después de hablar conmigo, algunos guardiamarinas y el armero. Estoy seguro de que si los cabecillas fueron castigados fue por pura suerte.

Hayden se recostó en la silla, peinándose el cabello con la mano, sin quitar ojo al oficial de infantería de marina.

—Dice usted que la mayoría de los hombres no estaban involucrados. Al menos, eso es buena señal.

Hawthorne apretó los dientes.

—Bueno, eso es más o menos cierto, pero… tuve la impresión de que los hombres que no se manifestaron en ningún sentido estaban… sopesando la situación. No sabría explicarlo, pero parecían caballeros en una pelea de gallos, intentando decidir por quién convenía apostar.

—Tuve esa misma sensación en Plymouth, cuando la tripulación iba a negarse a dar la vela; algunos hombres se limitaron a esperar para ver de qué lado se inclinaba la balanza. —Hayden tomó un sorbo de vino—. No son conscientes del riesgo que corren, Hawthorne. El hecho de reunirse sin permiso, o concebir un plan para el motín, incluso teorizar, hablar al respecto, puede ser castigado con la pena de muerte.

—¿Qué me dice de cobardía en presencia del enemigo? —replicó Hawthorne—. ¿Cómo debería castigarse eso?

—Nuestras respectivas posiciones no nos permiten impartir justicia en todo, señor Hawthorne, como usted bien sabe. Nuestro deber consiste en combatir a los enemigos de Inglaterra, y un barco de guerra no puede ser gobernado por una asamblea electa, por más que lo deseemos.

Hawthorne se recostó en el respaldo de la silla, mirando fijamente a su interlocutor.

—De modo que es posible que se ahorque a quien tiene razón, y que se ascienda a un oficial que ha demostrado con creces su cobardía ante el enemigo.

Hayden se preguntó qué perverso capricho del destino lo había llevado a defender esa situación, a defender a alguien como Hart.

—Si quiere vivir en un mundo justo, señor Hawthorne, tendrá usted que trasladarse a Estados Unidos, donde según me han dicho reside ahora la perfección.

Hawthorne sonrió.

—Habla usted como Aldrich, nuestro marinero filósofo.

—Sí, y Aldrich debería aprender a mostrarse más circunspecto o mucho me temo que acabará pagando un alto precio.

La sonrisa desapareció del rostro del infante de marina.

—Eso mismo le digo yo, pero Aldrich cree que si alguien dice la verdad, a la larga cualquier hombre juicioso tendrá que mostrarse de acuerdo con él. Maldito insensato…

Poco antes de ponerse el sol, Hart ordenó al barco acercarse a la costa. Se puso timón a banda y se bracearon las vergas, orientando las velas con cierta diligencia. Aquel mismo día se había azotado a bordo a algunos insubordinados, pero Hayden no creía que fuera ése el motivo del inusual celo de la dotación. Habían hecho una presa, y todos y cada uno de los hombres que servían a bordo no sólo eran materialmente más ricos, sino que también su moral se había visto enriquecida por la captura. De acuerdo, la presa no era más que un transporte, pero la habían hecho en circunstancias que requerían cierto nervio, y más de uno había oído al propio Bourne expresarlo de esa manera. Ya no serían objeto de burla en los fondeaderos donde anclasen barcos ingleses, lo cual enardecía el ánimo de la marinería.

El viento cayó hasta reducirse a una sombra de su antigua gloria y la fragata se deslizó por las aguas sin apenas perturbarlas. Cuando quedó claro que aquella noche no podrían arrimarse más a la costa, Hart ordenó colgar el cúter por el costado y echarlo al agua.

—Tendrán que alcanzar la costa a remo —dijo—. Transmita a los franceses nuestros mejores deseos, señor Hayden.

Aquélla era la única guasa que Hayden oía de labios de Hart.

—Pero estamos a millas de distancia —objetó—. El bote no podrá alcanzar la playa y regresar antes del alba. Los franceses sospecharán que ha desembarcado gente.

—No, no pensarán nada de eso —aseguró Hart—. Además, usted puede hacerse pasar por francés. Pongan manos a la obra y no desperdicien lo que queda de oscuridad.

Hayden y el teniente de infantería de marina embarcaron en el cúter.

—¡Arriad bote! —ordenó el timonel, momento en que los hombres se inclinaron sobre los remos.

Hayden se volvió hacia Hawthorne, visible apenas en la bancada de popa.

—¿Qué aspecto tengo? —preguntó el soldado, a todas luces incómodo vestido de francés.

—Pues parece un inglés al que hubiesen ataviado a la fuerza con ropa francesa.

—Eso me parecía. Espero que no nos crucemos con nadie. —Guardó silencio unos instantes y a la pálida luz de la luna su preocupación se hizo evidente. Luego, inclinándose hacia el primer teniente, preguntó en un susurro—: ¿Cree usted que el capitán se ha propuesto librarse de nosotros?

Hayden le hizo un gesto de advertencia.

—Ah, no tiene usted que preocuparse por Childers —dijo Hawthorne, señalando con la barbilla al timonel.

A decir verdad, a Hayden se le había ocurrido la misma idea, y también él se preguntaba si Hawthorne tendría razón.

—En Plymouth escogimos cumplir con nuestro deber. ¿Acaso ahora tenemos opción de tomar otro camino?

—Es cierto —admitió Hawthorne. Después, ambos guardaron silencio.

El bote surcó la marejada y, puesto que habían enmudecido los escálamos con trapos, apenas se oyó nada, aparte del susurro del agua al deslizarse por el casco y arremolinarse a popa. A Hayden le sorprendió la belleza que reinaba en aquella noche extemporánea y cálida. En lo alto la luna, apenas una guadaña, y las estrellas colgaban relucientes y claras en el oscuro abismo. Sintió una extraña inquietud ante la perspectiva de regresar a Francia; inquietud y emoción, como el reencuentro con la mujer amada tras una larga separación. Los sentimientos lo inundaron como las aguas del mar, aunque no tenía un nombre para cada uno. Intentó en vano arrinconar sus emociones, concentrarse en la tarea que le ocupaba; a fin de cuentas, de él dependía la vida de Hawthorne. La Bretaña en la que estaban a punto de desembarcar no era la tierra de su juventud, sino un lugar que se había vuelto peligroso, y por muchas razones.

Tardaron un buen rato en bogar a la costa y, tal como había predicho Hayden, fue casi al alba cuando finalmente hundieron la quilla en la arena al pie de la población de Crozon. Hayden había manifestado su deseo de desembarcar en el extremo septentrional de la playa, tan lejos como fuese posible del modesto embarcadero. Cuando el primer oficial y el teniente chapotearon al salir del agua, los marineros también saltaron por ambos costados para devolver el bote al mar, conscientes de que si se dejaban ver, probablemente los franceses ordenarían un registro de la zona.

—Buena suerte, señor —susurró Childers.

—Lo mismo os deseo —respondió Hayden.

Los marineros empujaron el bote hasta que el agua les llegó a la cintura, momento en que se encaramaron a él. No tardaron en hundir los largos y oscuros remos en aquel mar que el claro de luna teñía de plata.

—A forzar la marcha, que dentro de poco saldrá el sol —ordenó Hayden, dispuesto a echar a correr por la playa.

—A la orden, señor —se oyó una voz a la espalda de ambos—. No hay un minuto que perder.

—¡Wickham! —exclamó Hayden tras darse la vuelta.

—El mismo, señor. Pensé que podría necesitar otro hombre que dominara el idioma. He encontrado ropa de mi talla, ¿ve? —Aunque su rostro no se distinguía del todo, a juzgar por su tono sabía que tenía que hacerse perdonar.

—Va usted a volver inmediatamente al barco… —Entonces, Hayden se volvió al mar y vio que el cúter ya se había alejado. Se acercó al guardiamarina—. Señor Wickham, ésta es la segunda vez que embarca usted en un bote sin el permiso de sus superiores. Cuando Hart se entere le aseguro que se pondrá hecho una furia.

—No tiene de qué preocuparse, señor Hayden —respondió Wickham en voz baja, nada avergonzado por su conducta—. El capitán no me echará de menos. Ya lo verá. Y la última vez le salvé a usted la vida, o al menos eso dijo.

—Y en esta ocasión todos podríamos perderla.

—Vamos —dijo Hawthorne, tirando de la manga de Hayden—. Hay que ponerse en marcha. Puede que lord Arthur sea una gran aportación a nuestra ruse da gar.

Hayden se sintió dividido ante la perspectiva de contar con otro elemento capaz de hacerse pasar por francés, o al menos por un joven francés, y aquella nueva muestra de indisciplina.

Ruse de guerre —corrigió Hayden mientras echaba a correr por la orilla, donde la arena era más firme y les permitía avanzar más fácilmente.

—Lo que he dicho —susurró Hawthorne al situarse detrás.

Hallaron el embarcadero donde ardía un fuego que iluminaba la playa y los botes varados fuera del alcance de las olas. Sin duda había gente, pero Hayden estaba seguro de que estarían durmiendo junto al fuego. Los ingleses alcanzaron un sendero que serpenteaba a lo largo de la orilla y se dispusieron a seguirlo.

—¿Eran guardias? —susurró Wickham cuando llegaron al camino.

—Supongo. Un equivalente francés de la milicia costera. Incluso es posible que sean soldados. Espero que no nos topemos con más. Shh…

El ruido que habían hecho al recorrer aquel tramo había llamado la atención de alguien que les dio el alto en francés.

—¿Huimos?

—Sólo si se ve usted capaz de nadar hasta la Themis.

Hayden respondió en francés y condujo a sus compañeros al frente.

Dos hombres con capas y sombrero redondo, pertenecientes a la milicia local, o eso pensó Hayden, les salieron al paso en el sendero. Les apuntaron con el mosquete, aunque la perspectiva de haberse topado con el enemigo no parecía preocuparles demasiado.

—¿Quiénes sois?

Hayden reconoció el acento y no se limitó a responder en francés, sino en la lengua local. Al escucharlo, los milicianos bajaron las armas.

Hayden presentó a sus acompañantes y tuvo lugar una conversación apresurada, en cuyo transcurso cambió de manos cierta suma de dinero. Después, los tres ingleses se adentraron en la oscuridad.

—Eso no era francés, ¿verdad? —preguntó Wickham cuando hubieron recorrido unos cien metros.

—Bretón —respondió Hayden—. Creen que eres mi hijo, a pesar del hecho de que tendría que haberte tenido a los ocho años, y también creen que el señor Hawthorne es un contrabandista inglés. Esperan que éste sea el principio de una larga y lucrativa relación comercial.

—¡Me han descubierto! —susurró un indignado Hawthorne—. Pero si sólo he dicho bonjour.

—Bueno, sí… —respondió Hayden, y echó a andar de nuevo.

La costa de la estrecha península carecía de vegetación, era un páramo maltratado por las tormentas invernales procedentes del frío Atlántico. Pero al superar la cresta de la colina que miraba al puerto de Brest, el paisaje cambió por completo y ante sus ojos aparecieron fértiles pastos y frondosos bosques, como si hubiesen franqueado un portal a un lugar totalmente distinto.

Evitaron tanto las casas como la pequeña aldea de Crozon, cuya torre de la iglesia se alzaba entre las estrellas. Siempre que les fue posible recorrieron angostas sendas y campos de cultivo, ocultándose en las sombras que proyectaban árboles y setos. Los recuerdos de infancia de Hayden lo traicionaron de vez en cuando, pero en general les fueron de gran ayuda, pues permitió al teniente guiar a sus compañeros si no de manera infalible, sí al menos tangencialmente hasta el lugar al que deseaba llegar. Por desdicha todo se antoja distinto de noche debido a la luna y las sombras. Se vio obligado a detenerse con frecuencia y comparar los accidentes del terreno con las imágenes que recordaba.

El alba no tardó en sorprenderlos, y se tumbaron en una arboleda para comer la galleta que llevaban. Hayden también había incluido en la bolsa un catalejo plegable y una pistola. Había sumado un libro que tenía sobre aves y otras especies animales de Europa oriental, con la esperanza de que al menos sirviese de justificación para el catalejo, puesto que la presencia del arma sería más difícil de explicar. Se haría pasar por un filósofo de la naturaleza que observaba el milagro de la vida botánica y aviaria. Por suerte, el libro estaba escrito en italiano, no en inglés.

Aquel bosque ofrecía ejemplos muy diversos de este milagro: pinzones, chochines, herrerillos y alondras. Los tres hombres gandulearon al sol, que los bañó a través de las hojas que sacudía el viento.

—¿Cuánto queda? —preguntó Wickham.

—No más de un kilómetro. —Hayden cambió de sitio para evitar que se le clavara en el trasero una raíz, pero acabó posándose sobre otra—. Creo que deberíamos pasar aquí buena parte del día. No tiene sentido vagabundear a plena luz a menos que sea estrictamente necesario. Aquí la gente se muestra curiosa en presencia de forasteros, y no queremos darles que hablar o que nos interroguen. Si partimos una hora antes de la puesta de sol, podremos alcanzar un punto desde donde observar la rada de Brest, para luego regresar a Crozon al anochecer… Incluso en plena noche, si fuese necesario. Sobornaremos a nuestros amigos, los milicianos franceses, y antes de las doce regresaremos a la playa.

—Tan fácil como ir cuesta abajo —admitió Hawthorne, aunque su sonrisa torcida dijera lo contrario—. Debo mencionar, sin embargo, que no me impresionan sus prácticas agrícolas. ¿Es que no han oído hablar de plantar trébol? ¿De la rotación de los cultivos? ¿Han visto esas calabazas abandonadas? Eran enanas y estaban infestadas de insectos. Un zapatero remendón cultivaría mejor.

Hayden rió.

—Mucho me temo que no habrá tiempo para que los ayude a mejorar sus métodos adoptando medidas científicas, señor Hawthorne. —Miró en torno—. Aquí estamos bien escondidos, así que deberíamos descansar por turnos. Es posible que tengamos otra larga noche por delante. Señor Wickham, usted…

—Yo haré la primera guardia, señor —asintió el guardiamarina.

Hayden sonrió al tiempo que se tumbaba en el duro suelo.

—Señor Hawthorne… Le aconsejo que no ronque. Eso lo delataría como inglés.

—Dormiré como un francés, señor Hayden. Cuente con ello.

Hayden permaneció despierto un rato, aspirando la fragancia del bosque, que le evocaba vividos recuerdos de la infancia. Había pasado buena parte de su juventud no muy lejos de aquel lugar, y en una ocasión incluso había jugado en ese mismo bosque con su primo. La alegría que había conocido entonces, la satisfacción y la percepción de que el mundo era a la par un lugar seguro y justo, volvieron a inundarlo de pronto. ¡Cuánto había cambiado ese mundo! De joven había sido francés o inglés alternativamente, dependiendo del país en que se encontrase, pero las circunstancias y la edad ya no permitían tales licencias. Uno debía escoger, pero era como si un niño tuviese que decidirse por el padre o la madre: una pérdida, se mirara como se mirase.

Recordó haber comentado a Henrietta que en Francia se sentía un inglés disfrazado de francés. ¿Cuándo había empezado a tener esa sensación? No lo recordaba. Sin embargo, jamás había esperado que tal impresión pudiese volver tan intensamente como esa noche.

Hayden no supo cuánto tiempo había dormido, pero despertó de un sueño profundo cuando alguien le sacudió levemente el hombro. Abrió los ojos y se vio bajo el cálido sol, empapado en sudor debido a la capa francesa con que se había cubierto.

—¿Es mi guardia?

—Aún no, señor —susurró Wickham—. Es que anda gente cerca.

Hayden se incorporó aturdido y muy acalorado. Sacudió la cabeza y apartó la capa, lo que le permitió refrescarse al viento.

—¿Dónde?

Wickham se agachó y se acercó a unos matojos, donde apartó una rama y señaló al frente en silencio. Dos jóvenes damas acompañaban a un bullicioso tropel de niños.

—Maldición… —susurró Hayden.

—¿Qué hacen? —preguntó Wickham.

—Diría que han salido de paseo. —Reparó en que las niñas mayores llevaban cestos—. Puede que a recoger setas.

—¿No serán sus primos?

—No. La familia de mi tío se trasladó hace años a Arcachon.

—Qué mala pata.

Hayden contempló la escena no sin cierta melancolía: dos hermosas mujeres tocadas por sendos sombreros de paja sujetos con un lazo, dos muchachas jóvenes y alegres. Los niños corrían y saltaban en torno a ellas como un mar agitado, sumergiéndolas de vez en cuando con oleadas de risas. Qué lejos parecían aquellas personas de los sansculottes de la turba parisina. En ese momento lo asaltó la angustiosa idea de que también les hacía la guerra a ellos.

—Si entran en el bosque tendremos que salir por el otro lado. No me hace la menor gracia, porque en esa dirección hay un caminito y una granja, y probablemente reparen en nuestra presencia.

—¿Cree usted que entrarán en el bosque?

—Es lo más probable, sí. Hace demasiado calor para quedarse al sol, y si buscan setas tendrán que hacerlo donde haya sombra.

—Entonces sugiero que no esperemos —opinó Wickham, soltando la rama poco a poco.

—Sí. Mejor despierte a Hawthorne. Desde aquí se oyen sus ronquidos.

—A la orden, señor. —Wickham anduvo con cuidado, y el teniente se quedó escuchando la risa de los niños.

Wickham y el infante de marina regresaron al cabo de unos minutos; Hawthorne parecía alarmado.

—Un tambor, señor Hayden, al sudoeste.

El primer teniente se internó entre la arboleda y, agachándose tras un tronco caído y unos arbustos, divisó una compañía de infantería de línea. Desfilaban en perfecta formación, hileras e hileras de casacas azules, acompañados por oficiales a caballo.

—Tropas revolucionarias —susurró Hayden—. Les encantaría echarles el guante a unos espías ingleses.

—No somos espías, sino oficiales de la Armada inglesa —protestó Wickham.

—Eso sería cierto si vistiéramos el uniforme. Pero tal como vamos ataviados, nos declararán espías y nos condenarán como tales.

Wickham se mostró sorprendido.

—¿Cuál es la pena por espionaje?

—La guillotina es el castigo más en boga actualmente. —Vio que al joven se le enturbiaba la expresión—. Pero no se preocupe, lord Arthur. Su padre ocupa un escaño en la Cámara de los Lores. Con usted harían un intercambio. Hawthorne y yo… —Se encogió de hombros—. Sospecho que en este momento los espías ingleses carecen de interés para ellos. Son muchos los bretones que no apoyan la Convención, y como buenos papistas, han estado ocultando a miembros reaccionarios del clero. Una presencia militar aquí tiene poco que ver con los ingleses.

En ese momento, el infante de marina apareció entre las ramas del arbusto.

—Ahí están —susurró, situándose junto a ambos—. Uno de los niños entró en el bosque sin que yo me diera cuenta hasta que fue demasiado tarde. Vamos, que me han visto.

—¡Maldición! —Hayden reculó agachado dos pasos desde el tronco—. ¿Cómo han reaccionado?

—No lo sé. El crío echó a correr aullando como un poseso.

—Quédense aquí. —Hayden anduvo agachado unos pasos adentrándose de nuevo en el bosque; luego se puso en pie y corrió tan rápido como pudo sobre el musgo y las raíces. La luz del sol se filtró a través de la vegetación y no tardó en ver los inquietos y jóvenes rostros de las damas. Hayden sacó de la bolsa el catalejo y el libro, les dedicó una amplia sonrisa y avanzó hacia ellas.

Bonjour, bonjour, mesdemoiselles. —Y pasó a hablarles en bretón—: ¡Dios nos ha bendecido con una preciosa mañana! Cálida y soleada para alegrar a todas Sus criaturas. —Mostró el catalejo y el libro, sonriendo como quien está un poco azorado—. Discúlpennos a mis amigos y a mí por entrometernos; estamos buscando la curruca cabecinegra, Scorbutus cani, por cierto bastante lejos de lo que constituye su hábitat natural. Es imposible observarlas sin mostrarse asombrosamente sigiloso. Es cauta, mesdemoiselles. Esa ave es muy, muy cauta.

El miedo de ambas se convirtió en diversión.

—Pero si no me he presentado. —Hizo una elaborada reverencia que rozó lo cómico—. Yves Saint Almond a sus pies.

Los niños ahogaron risitas y ambas jóvenes sonrieron. Su acento bretón y sus modales relajaron el ambiente.

—Usted no es de por aquí —señaló un niño, observándole con suspicacia.

—Qué perceptivo eres —lo felicitó Hayden—. Cuando tenía tu edad visitaba a menudo este lugar. Mi tío vivía a un rato de aquí a pie.

—¿Y quién era, monsieur? —preguntó una de las damas. Ambas se parecían mucho: ojos almendrados, con un pequeño archipiélago de pecas distribuidas en las mejillas. Tenían aspecto de haber contado con una buena alimentación de granja durante sus jóvenes vidas, y compartían ambas la piel lechosa, el cabello sedoso y rubio, la elegancia de movimientos y también la estatura.

—Gabriel de Saint Almond.

—¡Ah! —exclamó la más alta—. Los Saint Almond se trasladaron.

—A Arcachon —concluyó Hayden, y vio cómo se disipaba el último resquicio de duda de aquellos rostros lozanos.

—A Marie le partió el corazón —dijo la otra muchacha antes de reír, encajando acto seguido un codazo de su amiga.

—¿Conocían ustedes a Guillaume? —preguntó Hayden con inocencia.

Ambas rieron.

—Soy Anne Petit —se presentó la alta—, y ésta es mi prima Marie. Estos renacuajos son una manada de lobos feroces en busca de inocentes corderos a los que devorar.

—Ya me pareció que eran fieros —aseguró Hayden, adoptando una expresión seria—. Mi amigo me lo dijo: «¡Yves! ¡Acaba de asaltarme una manada de lobos!» Estaba muerto de miedo.

—Guillaume también tenía un primo inglés; ¿lo conoce? —preguntó Anne, mirándolo fijamente—. También él tenía los ojos de colores distintos, monsieur.

—¡El primo Charles! —Hizo un gesto para señalarse la cara—. Es un rasgo común en mi familia. Los ojos. Ahora vive en Estados Unidos. Su madre se casó allí con un próspero comerciante, y residen todos en una casa enorme donde se han dedicado a engordar y disfrutar de la buena vida.

Anne asintió como si eso fuera precisamente lo que esperaba oír.

—Lo conocimos cuando era joven y nosotras no éramos más que unas niñas.

—No era tan guapo como Guillaume —aseguró Marie, pensativa.

—Pero sí más ingenioso —apuntó Hayden. De pronto torció el cuello, y movió la cabeza a un lado y otro—. ¿Han oído eso? ¡Es el canto de mi curruca cabecinegra! Me está llamando. Si me permiten…

Ambas lo despidieron con una sonrisa. Hayden regresó al amparo de los árboles, deteniéndose un instante antes de perderse en la vegetación para alzar el catalejo hacia las ramas más altas de un roble. Las saludó con la mano por última vez y se adentró en la espesura del bosque. Unos minutos después, se reunió con sus compañeros, que seguían vigilando a la tropa que marchaba por el camino.

—Deberían apartarse de ahí, antes de que alguien haga un comentario sobre sus pálidos rostros ingleses —susurró Hayden.

—¿Y los niños? —preguntó Hawthorne.

—Creo haberlos convencido de nuestra inocencia, aunque también he hecho lo posible por convertirnos en filósofos naturales algo esperpénticos que andan a la caza de la curruca cabecinegra.

—Por el amor de Dios, ¿qué es una curruca cabecinegra? —quiso saber Hawthorne.

—Por lo que sé de aves, bien podría tratarse de una gallina. Esos de ahí cierran la marcha de los soldados. Por fin.

Los últimos soldados desfilaron ante su mirada y la compañía de casacas azules serpenteó camino abajo. Hayden soltó un largo suspiro de alivio. Entonces, un oficial francés a caballo, precedido de un niño, regresó al trote y abandonó el camino para pasar al este de su posición.

—Pues diría que la situación dista mucho de estar bajo control. Ese crío fue el que me descubrió —advirtió Hawthorne.

—No me dijeron que había acudido a los soldados. —Hayden se puso en pie—. Diantre.

Wickham se incorporó de un salto.

—¿Echamos a correr?

—¿Con doscientos soldados franceses en las inmediaciones? No creo que sirviera de nada. —Hayden se secó la frente con la áspera manga—. Tendré que hablar con el oficial, aunque dudo que sea tan crédulo como esas dos jóvenes. Maldición, ahora desearía no haber mencionado a mi tío.

Hayden atravesó corriendo la arboleda y asomó al otro lado para encontrarse con el oficial, que escuchaba a las damas con la cabeza ladeada. El inglés salió del bosque, saludó sacudiendo el catalejo en el aire, y con gran afabilidad dio la bienvenida en bretón al oficial. Este lo miró fijamente, como si lo evaluara, y respondió en francés. Hayden repitió el saludo en esa lengua.

—Mire, ahí lo tiene —anunció Anne—. Pero si resulta que lo conocemos. De niño venía a menudo por aquí para visitar a su tío, Gabriel Saint Almond, que era vecino nuestro.

—¿Y qué asuntos le traen de nuevo por estos lares, monsieur, si me permite preguntarlo? —El oficial no parecía especialmente suspicaz, sino sencillamente un hombre que desempeñaba su trabajo con esmero.

—Me han traído aquí motivos sentimentales, monsieur, pues deseaba ver de nuevo el lugar donde pasé muchos veranos de mi infancia. El día de hoy lo he dedicado a las aves. —Mostró el catalejo y sacó el libro de la bolsa.

—Está buscando la curruca cabecinegra —apuntó Anne.

El oficial no mudó un ápice la expresión, al contrario que el tono de voz:

—La cabecinegra anida en las costas del Mediterráneo, si no me equivoco, y emigra al sur en invierno.

Hayden maldijo su insensatez por haber mencionado un ave de la que no sabía ni palabra.

—Es cierto, monsieur, así que podrá imaginar mi sorpresa cuando oí en este bosque el canto de una de estas aves a estas alturas del año. Se tiene noticia de ejemplares que han alcanzado cotas más septentrionales. Apenas hará dos años se encontraron dos en los Países Bajos, sin ir más lejos.

—Parece usted tener muchos conocimientos, monsieur

—Habla latín —dijo Marie, como si ese detalle la hubiese impresionado.

—¿De veras? —preguntó el oficial, interesado.

—No con la fluidez que desearía —se disculpó con modestia Hayden, consciente de la imprudencia que había cometido al recurrir a la lengua del clero.

—¿Y qué otras lenguas habla un hombre tan culto? —inquirió el oficial.

—Un poco de alto alemán; italiano, hasta cierto punto; español, aunque apenas mejor que el latín.

—¿Habla inglés también?

—Puedo preguntar direcciones y pedir algunos platos.

—Buscamos espías ingleses. Creemos que anoche desembarcaron tres hombres que ahora recorren a sus anchas la campiña.

—¿Y qué aspecto tenían? —quiso saber Hayden, abriendo los ojos como platos.

—¿Por qué lo pregunta?

—Esta mañana, temprano, vi tres hombres en el camino que lleva a Folgoit. Caminaban con prisa, lo cual me sorprendió; diría incluso que aparentaban huir de algo.

—Haré que se indague en las inmediaciones de Folgoit. ¿Dónde están sus amigos, monsieur?

—En el bosque, buscando la curruca.

—Faltaría a mi deber si no hablara también con ellos. Espero que disculpe mi intromisión.

—El deber es una cruel amante, monsieur —respondió Hayden con una sonrisa—, pero no tendrá usted problema en disponer de nuestra colaboración. —Dedicó una sonrisa al oficial, a pesar de tener el corazón en un puño. Había fracasado a la hora de distraer su curiosidad, y bastaría con que Hawthorne dijese una sola palabra para delatarlos. Hayden no estaba seguro de si sería capaz de disparar al oficial a sangre fría, allí mismo, delante de las jóvenes damas y la pandilla de críos. Probablemente Hawthorne no tendría tantos miramientos.

Hayden se volvió hacia el bosque.

—Será mejor que alguno de los niños vaya a buscar a sus amigos, monsieur —propuso el oficial antes de que Hayden diese un paso.

—Como prefiera… —El teniente hizo lo posible por mostrarse despreocupado. Confió en que no le pidiera que abriese la bolsa, porque de pronto recordó que la pistola que contenía era de fabricación inglesa.

Los adultos enviaron a dos niños al bosque y éstos se adentraron en él sin temor alguno gracias a la presencia del oficial francés. No tardaron en regresar con Wickham.

—Permítanme presentarles a mi sobrino, Pierre le Pennec —dijo Hayden, apoyando la mano en el hombro de Wickham.

Monsieur —saludó el guardiamarina, inclinándose levemente ante el oficial.

—¿Y de dónde proviene usted? —preguntó el francés, que había compuesto una expresión de absoluta neutralidad.

—De Arcachon, monsieur.

—Ya veo. ¿Y a qué se dedica su padre?

—Mi padre falleció, monsieur, pero era abogado.

—Mis condolencias, pero… Debo preguntarle por las circunstancias de su muerte.

—Los médicos lo llamaron tisis, pero creo que en realidad no sabían qué le pasaba, monsieur. Se puso muy enfermo y estuvo semanas a las puertas de la muerte. —Wickham bajó la vista, como si el recuerdo le resultase insoportable.

El oficial lo observó fijamente sin mostrar emoción alguna.

—¿No había otro hombre? —Buscó con la mirada entre los niños, hasta encontrar al que había ido a buscarlo—. ¿Éste es el hombretón que te asustó?

El pequeño negó con la cabeza, demasiado asustado para hablar.

—El sirviente de mi tío cruzó el camino, persiguiendo un pájaro al que confiaba atrapar.

—Pues vayamos a buscarlo —propuso el oficial al tiempo que se descubría ante las damas—. Mesdemoiselles

Acompañado por dos espías ingleses, el francés cabalgó lentamente alrededor del bosque. Aunque no daba muestras de temor, cuando creyó que nadie lo miraba destrabó una de las pistolas que colgaban de la silla de montar.

Hayden se preguntó si le habría tomado por un clérigo disfrazado, o por un noble enviado a la región para levantar en armas a la Bretaña. Incluso era posible que los creyese espías ingleses. Cada eventualidad se le antojaba peor que la anterior.

Descendieron por un terraplén herboso hasta llegar al camino: dos sendas de tierra gris separadas por una ringlera de hierba pisoteada. Un muro de piedra demarcaba la ladera meridional, y el bosquecillo donde se habían ocultado delimitaba el norte. Los pájaros canturreaban en la tarde serena y el grave zumbido de los insectos casi ahogaba el lejano rumor del tambor, que se perdía en la distancia.

—¿Dónde está su sirviente, monsieur? —preguntó el oficial, cuyo tono delató quizá una nota de inquietud.

—No lo sé —respondió Hayden con sinceridad—. Si persigue una curruca cabe la posibilidad de que se haya alejado bastante.

El oficial se volvió en la silla para mirar en dirección norte, momento en que algo procedente del bosque cayó sobre él por la espalda, algo contundente que lo tumbó de la silla. Hawthorne y el oficial rodaron por el suelo hechos una maraña y el inglés se impuso un instante, mientras el francés trataba de dar la voz de alarma.

Hawthorne intentó asfixiarlo, pero no logró evitar que un grito ahogado escapara de la garganta de su enemigo. El caballo se apartó de la riña, trotando unos pasos. Hayden reaccionó por instinto. Saltó sobre la confusa maraña de extremidades, asió un brazo con la esperanza de que perteneciese al francés, y lo retorció hasta pegarlo al suelo. Tras otro grito ahogado, un objeto grande y pesado llovió del cielo. Después de recibir dos golpes terribles, el oficial quedó inmóvil, y el brazo que Hayden había inmovilizado en el suelo dejó de forcejear de pronto, tieso como un cable de gruesa mena.

Wickham, acongojado, se hallaba de pie ante ambos, sosteniendo una piedra que al menos tenía el tamaño de una bala rasa de veinticuatro libras. Hayden se puso en pie de un salto y escudriñó ansiosamente el camino, a izquierda y derecha. Nadie.

Hawthorne, que se encontraba medio sepultado bajo el cadáver del francés, se libró sin ayuda y se puso de rodillas, jadeando, sin aliento y con la nariz ensangrentada. Seguidamente se llevó la mano al ojo y pestañeó rápidamente.

—Hawthorne, ¿está herido?

—Me dio dos veces en el ojo. —Sacudió la cabeza para aclararse la visión—. No es nada.

El primer teniente miró de nuevo camino abajo, en la dirección en que había desaparecido la compañía de soldados. Wickham permaneció inmóvil, contemplando horrorizado el cadáver sin soltar la piedra ensangrentada.

—¿Y ahora qué, señor? —logró susurrar—. Somos espías y asesinos. No lo habría matado, pero se disponía a empuñar la pistola.

Hayden reparó entonces en lo sucedido: prácticamente a sus pies yacía una pistola de chispa, a unos centímetros de la mano inerte del oficial.

—¡Maldición! —masculló Hayden, recuperando el arma. Al hacerlo, miró los ojos azules del muerto. El francés yacía boquiabierto, mirando al cielo, con el cráneo fracturado y cubierto de sangre. Brazos y piernas habían adoptado una postura inverosímil.

Al levantarse, Hayden contempló con fijeza el paisaje.

—Ahora nos perseguirán, señor Hayden —dijo Hawthorne—. Lo harán en cuanto encuentren a este francés.

—No perdamos la calma. —Miró en derredor, como buscando algo que pudiera salvarlos. Señaló la hondonada de tierra húmeda de la que Wickham había cogido la piedra.

—Tenga la amabilidad de devolver la piedra al lugar que le corresponde, señor Wickham. Procure dejarla tal como la encontró, con la parte manchada de tierra bocabajo. Así, eso es.

El guardiamarina lo hizo con sumo cuidado y Hayden se agachó para allanar la hierba que crecía a su alrededor. Enseguida volvió a ponerse en pie y examinó su obra.

—Tendremos que cubrir las huellas que hemos dejado en el barro. ¿Comprenden? Debe parecer que por aquí sólo ha pasado la compañía de soldados. No puede haber huellas de nadie cerca del muerto. No pisen las huellas de los cascos del caballo. El oficial llegó después de que los soldados pasaran por aquí. —Hayden señaló—. Algo espantó a la montura y el caballo se encabritó y desmontó al jinete. Justo ahí, donde Hawthorne se arrojó sobre él. El caballo hundió los cascos como si se dispusiera a emprender el galope, asustado. El francés se vio lanzado de la silla y la mala suerte hizo que al caer se golpeara la cabeza con esa piedra. Claro como el agua.

Echó a andar por el sendero, seguido de sus compañeros. Borraron las huellas de bota con otras que llevaban la misma dirección que habían seguido los soldados. Hayden inspeccionó el terreno, recorriendo después el camino hasta el punto en que habían tomado el sendero, pisando sus propias huellas para que diera la impresión de que sólo el oficial francés había seguido esa dirección. El caballo había regresado y en ese momento pacía a unos pasos de su amo, que yacía tendido.

—Confiemos en que las jóvenes y los niños no descubran el cuerpo de ese hombre antes de que concluya la jornada —murmuró el teniente, y señaló al frente—. Vamos, por aquí.

Siguió a las tropas francesas, corriendo a lo largo del margen del camino cubierto de hierba.

—Pero, señor Hayden… —empezó Wickham al alcanzar a su superior—. Los soldados se alejaron en esta dirección. Supongo que enviarán a un jinete para averiguar qué ha demorado a su camarada.

—Sí, pero no podemos volver por el otro camino sin correr el riesgo de que nos descubran. Por esa amura están las casas, y ésta es la que debemos tomar para inspeccionar la rada. Esperemos que los soldados tarden un rato en echar de menos al oficial.

La suerte, que hasta entonces les había sido esquiva, se mostró más benévola y finalmente dieron con una cañada que les permitió abandonar el camino sin ser vistos. Cruzaron un pasto literalmente alfombrado de excrementos de oveja y luego se adentraron en una tupida arboleda de castaños y robles, entre el denso sotobosque. Tal como sospechaba Hayden, en medio de la arboleda había una senda angosta, oculta a posibles miradas hostiles.

—Justo lo que necesitábamos —comentó Hawthorne cuando lo tomaron.

—No es infrecuente encontrar caminos así en esta parte de Francia —respondió Hayden—, pero son transitados y tendremos suerte si no nos topamos con algún lugareño. Aprisa.

Al cabo de dos horas se asomaron entre la espesura para vigilar a un destacamento de casacas azules que registraban a golpes los arbustos que había al otro lado de una amplia pradera en pendiente.

—¿Buscan asesinos, o sólo a los espías ingleses que desembarcaron anoche? —preguntó Wickham.

Hayden negó con la cabeza antes de responder.

—Esperemos que vayan tras algún obispo leal a Roma.

—¡Maldito sea Hart por habernos desembarcado al rayar el alba! —exclamó Hawthorne—. Seguro que lo ha hecho aposta y que no quiere que volvamos a bordo. —Enrojeció de ira, consumido por el temor—. Esto es un hervidero de soldados franceses que andan tras nuestros pobres pellejos. Creo que será mejor que me entregue antes de que mi torpeza dé al traste con la misión. Sin mí, no tendrán problema para hacerse pasar por franceses.

—No quiero volver a oír tal cosa —replicó Hayden con firmeza—. Permaneceremos juntos pase lo que pase.

Wickham coincidió con Hayden y el infante de marina asintió, agradecido a pesar de no estar muy seguro de que fuese la decisión acertada.

El destacamento de soldados desapareció tras una elevación y Hayden ordenó seguir adelante.

—Ahora, antes de que aparezcan más.

Echaron a correr agazapados por la pradera despejada, siguiendo el recorrido de un muro de piedra a medio derruir, para luego adentrarse en un bosque. A través de los árboles distinguieron la rada de Brest, con sus aguas azules coronadas por las crestas blancas levantadas por una brisa repentina.

—Es un mar en miniatura —comentó Wickham.

—Veinticinco kilómetros, más o menos, de sur a norte, con tres ríos que desembocan en el puerto. Cabría toda nuestra flota y nunca he visto trabarse el ancla.

Al salir del bosque, la rada se dibujó ante ellos rodeada por antiguos riscos, salpicados de motas de hierba verde, que caían sesgados hasta la orilla. El terreno allanado por el oleaje se extendía liso como una piel por la costa lejana y hacia el interior de la isla Longue, que se hallaba a sus pies y a cierta distancia a la izquierda. En la bahía, al nordeste, fondeaba la flota francesa con los barcos inmóviles, perturbados apenas por el viento.

—Bueno, señor —dijo Wickham contemplando el puerto—, no hay barcos fondeados en la isla Longue.

—No, aunque no esperaba que los hubiera —respondió Hayden.

Los pastos descendían en suave pendiente hacia lo alto del risco, situado a quinientos metros, con algunos setos, meandros y muros bajos de piedra que delimitaban el terreno. Hayden se sirvió del catalejo para examinar la zona despejada y las lindes del bosque.

—Creo que estamos solos, al menos de momento —concluyó—. Contemos los barcos y marchémonos. El sol se pondrá dentro de un par de horas, y no habrá luna que nos ilumine el camino hasta pasada la medianoche, de modo que tendremos que llegar a la costa antes de que reine una oscuridad total. No queremos que el bote nos deje aquí varados.

—Ojalá alguien hubiera talado esos castaños —señaló Hawthorne—. Nos estorban la vista.

Hayden miró en torno.

—Señor Wickham, apuesto a que a usted le encanta trepar a los árboles.

El muchacho sonrió.

—Más que el pudin, señor.

—En tal caso, arriba —ordenó el teniente.

Los dos adultos ayudaron al guardiamarina a alcanzar la rama más baja y el joven trepó hasta coronar la altura necesaria.

—Eche un ojo a ver si encuentra alguna curruca cabecinegra, ¿lo hará, señor Wickham? —susurró Hawthorne.

—De acuerdo, señor Hawthorne —dijo muy serio el guardiamarina—. Hay un navío de tres puentes con los masteleros desaparejados, señor Hayden. Un centenar de cañones, puede que ciento veinte.

—Sí, lo veo. La Côte-d’Or, creo —asintió Hayden, mirando por su propio catalejo. Hawthorne anotó los números en una hoja de papel. Media hora más tarde, Wickham descendió del árbol y se sacudió el liquen del pelo y la casaca.

—¿Qué le parece, señor? —preguntó mientras Hayden hacía la suma.

—Creo que coincide exactamente con las cifras que Landry dio a Hart.

Hawthorne sacudió la cabeza, incapaz de disimular el desánimo.

—Maldición —masculló—. Nos hemos jugado el cuello para nada.

Wickham le dedicó una sonrisa amarga.

—La luna no va a iluminarnos el camino, ¿verdad?

Antes de responder, Hayden contempló los alrededores.

—No; tardará un buen rato en salir. Tendremos que ponernos en marcha al anochecer y confiar en la suerte. O eso, o volvemos a la Themis a nado.

—Lo cual es posible que tengamos que hacer de todos modos —añadió Hawthorne, furibundo.

—¿A qué se refiere? —Wickham volvió sus ojos inocentes hacia el soldado.

—Pues que no estoy muy seguro de que Hart no nos haya encargado esta misión para desembarcarnos en tierra y librarse de nosotros —respondió el infante de marina tras dirigir una mirada de incomodidad a Hayden.

Wickham asintió gravemente.

—No creo que mi padre aprobase semejante plan —dijo el muchacho.

Hayden se volvió hacia él y lo contempló con aprecio.

—¿Es ésa la razón de que nos haya seguido?

—No, en absoluto, señor Hayden. Es impensable que un capitán de la Armada de Su Majestad abandone en una costa hostil a dos de sus oficiales. He venido a evaluar los esfuerzos agrícolas de la región.

—Y, dígame, ¿están a la altura de lo que esperaba encontrar? —preguntó Hawthorne con una sonrisa de oreja a oreja.

—Bueno, no poseo un conocimiento tan amplio de la agricultura científica como puedan tener otros caballeros, pero los setos de Surrey no tienen rival.

Emprendieron el camino de regreso a través del bosque. Luego se detuvieron para inspeccionar los pastos con el catalejo.

—Creo que está despejado, señor Hayden —aseguró Hawthorne antes de ofrecer el catalejo al primer teniente.

—Aprisa, pues. —Hayden corrió agachado, con tanto sigilo como pudo, dadas las circunstancias.

Avanzaban al amparo de un muro bajo cuando un grito quebró el silencio reinante. Un soldado francés asomó de un seto al sur haciendo gestos, señalando a los ingleses sorprendidos en terreno despejado.

—¡Qué mala suerte! —protestó Hawthorne.

—No creo que esta vez podamos burlarlos —dijo Hayden, y Hawthorne asintió comprendiendo que su francés los delataría.

Echaron a correr. Al volver la vista atrás, Hayden vio al soldado francés apuntándoles con el mosquete. Se oyó un estampido sordo, pero la bala no los alcanzó. Apretaron el paso cuando oyeron más voces. Hayden hundió la mano en la bolsa mientras corría por la hierba. Sacó la pistola y se preguntó cuánto tiempo sería capaz de mantener el paso. La vida a bordo de un barco no fortalecía la forma física necesaria para una carrera a pie y, para colmo, estaba seguro de que se le había abierto la herida del costado, que le escocía como si lo hubieran azotado.

Sonaron otros disparos y cuando los tres ganaron finalmente el seto, apareció un casaca azul salido de los árboles a cuatro pasos de distancia. Hayden le disparó antes de que el soldado acertase a apuntarles. Otros tres franceses siguieron al primero. Hawthorne y Wickham les dispararon, mientras Hayden iba golpeando al suyo con la culata hasta que el soldado cayó inerte. El inglés jadeaba sin aliento y tenía la sensación de que el corazón iba a estallarle en el pecho.

Hawthorne asió un mosquete, apuntó con cuidado y disparó al soldado que cruzaba el campo en cabeza. De inmediato se deshizo del arma, empuñó la otra y volvió a disparar. Los franceses se arrojaron cuerpo a tierra tras un muro de piedra y se dispusieron a responder al fuego. Hayden, a cubierto tras el tronco de un árbol, cargó la pistola con pulso tembloroso.

—¡Quítesela! —exclamó Hawthorne a Wickham mientras tomaba el cuerno de pólvora y las balas de uno de los franceses muertos.

El guardiamarina apenas titubeó: arrebató a uno de los caídos la bandolera, a pesar de los gemidos del francés, cuya herida sangraba profusamente. Cargaron los mosquetes y echaron de nuevo a correr, armados con un arma francesa por cabeza y una pistola cargada.

Tomaron un sendero que descendía desde el cercado, mientras a su alrededor todo eran voces y gritos de alarma. Incapaces de mantener el ritmo, los tres adoptaron un paso ligero, jadeando faltos de aliento. A Hayden le dolía el costado y Hawthorne se vio obligado a parar un instante, prácticamente tambaleándose de agotamiento.

—Continúen —dijo entre jadeos—. Yo los mantendré… a raya.

—No dejamos a nadie atrás —replicó Hayden, doblado por la cintura y con las manos en las rodillas. Los gritos de los soldados se oían por encima de sus jadeos, aunque era difícil saber de qué dirección procedían. La oscuridad que se cernía sobre el seto proyectaba sombras alargadas.

—El sol no tardará en ponerse —comentó Wickham. El guardiamarina era quien menos acusaba la huida; permanecía erguido, apartando las ramas para echar un vistazo a los campos que los rodeaban—. Hay un campo de heno al sudeste, señor Hayden —susurró.

—¿Qué altura alcanza?

—Pues bastante, señor, aunque no creo que llegue a un metro.

—¿A quién se le ocurre no recoger el heno a estas alturas del año? —masculló Hawthorne.

En ese momento llegó hasta sus oídos el redoble de un tambor. Hayden se incorporó, atento.

—¡Se acercan! —susurró Hawthorne con apremio.

Se abrieron paso a través de un zarzal, dejándose en el camino jirones de ropa y restos de piel. Avanzaron cuerpo a tierra, serpenteando por el campo de heno. Cuando los franceses irrumpieron en el lugar, encabezados por un oficial a caballo, los ingleses se quedaron inmóviles. Hayden acarició con el pulgar el percutor del mosquete, esperando oír el grito que alertaría de su posición, pero los soldados pasaron de largo. El primer teniente gateó de nuevo, sin preocuparse por los arañazos en rodillas y codos. Tardaron un buen rato en cruzar el terreno, envueltos por el aroma dulzón a hierba fresca y trébol. Cuando al cabo de un rato salieron del campo, se quedaron tumbados unos instantes, atentos al menor ruido, dejando que la oscuridad se hiciera más densa.

Finalmente, Hayden se sentó y llamó con voz queda a los demás, que no andaban muy lejos. Se levantaron del heno y se adentraron en un seto oscuro. La silueta de Hawthorne se dibujó en la penumbra.

—¿Señor Hayden?

—Aquí, Hawthorne. ¿Dónde está Wickham?

—Detrás de usted, señor.

—¿Qué me dice, Wickham? ¿Se alegra ahora de habernos acompañado? —preguntó Hayden.

—Sí, señor —se apresuró a responder el joven. Hayden meneó la cabeza.

—Este seto nos lleva en la dirección adecuada, pero estoy un poco desorientado. Tenemos que cubrir una distancia considerable si queremos llegar al bote, así que no disponemos de mucho tiempo. Habrá que arriesgarse a hacer algo de ruido, porque si nos quedamos varados en este país, tarde o temprano los franceses acabarán atrapándonos.

No distinguió bien las expresiones de sus compañeros, que asintieron en la oscuridad. La aguda visión de Wickham le permitió guiar a los demás por un sendero estrecho contiguo al campo que se extendía más allá. Avanzaron a buen paso, fieles a las sombras, tropezando de vez en cuando debido a la escasa luz.

A pesar de no disponer de una campana que marcase el paso del tiempo, Hayden era perfectamente consciente de él y sabía que no faltaba mucho para la medianoche. No estaba seguro de qué harían si llegaban tarde a la playa y el bote partía sin ellos. Supuso que acudirían a la cita la noche siguiente a la misma hora, con la esperanza de que Hart no los diese por perdidos.

Surgió a su paso un camino y se detuvieron bajo un árbol. Desdichadamente, no pudieron permitirse esperar el tiempo que Hayden habría deseado y transcurridos diez minutos indicó que siguieran adelante. Una voz quebró el silencio a unos cincuenta metros, superaron un muro bajo de un salto y corrieron a campo abierto, mientras la tenue luz de las estrellas proyectaba ante ellos sombras danzarinas.

Se oyó el chasquido del fuego de mosquete y Hayden apretó el paso, precedido por Wickham y con Hawthorne a dos metros a su izquierda. El infante de marina cayó al suelo y Hayden lo ayudó a levantarse. Hawthorne soltó el mosquete y se llevó la mano al brazo cuando echó a correr de nuevo.

—¡Han alcanzado a Hawthorne! —voceó Hayden.

Sin titubear, Wickham se detuvo, apuntó con cuidado y abrió fuego para finalmente situarse en la retaguardia, el último lugar donde el primer teniente quería ver al muchacho. Franquearon como pudieron un muro de piedra; Wickham tomó el mosquete del teniente y disparó de nuevo hacia sus perseguidores.

—¿Dónde le han dado? —preguntó Hayden a Hawthorne, que desgarró con torpeza el agujero que tenía en la capa.

—No lo sé… Aquí, junto al hombro —respondió el herido, apretando los dientes.

Hayden apartó la tela basta y le tanteó la espalda hasta que notó la sangre.

—Inclínese así para que pueda verlo. —Hayden observó la herida al frío resplandor de las estrellas—. Parece que lo protege un ángel, señor Hawthorne. Sólo es un rasguño. No creo que la bala haya quedado alojada. —Sacó el cuchillo y se cortó el faldón de la camisa para usarlo a modo de venda.

Mientras, Wickham hacía lo posible por mantener un fuego graneado, moviéndose por el muro para evitar disparar dos veces desde una misma posición. Había logrado que los franceses se echasen cuerpo a tierra en el campo, no por la rapidez con que disparaba, sino porque rara vez fallaba el tiro. Cuando Hayden terminó de vendar a Hawthorne, el guardiamarina se reunió con ambos.

—¿Cómo se encuentra el paciente, señor?

—Sobrevivirá, incluso podrá tener hijos. ¿Qué tal usted?

—Creo que he tumbado a cuatro, señor. Tres seguro.

—¡Ah, sin duda será nombrado caballero por ello! —exclamó Hawthorne.

Hayden intentó ordenar las ideas.

—El tiroteo atraerá a más soldados. Tenemos que movernos. ¿Puede usted andar, señor Hawthorne? ¿No se habrá mareado?

—No hay problema, señor Hayden. No se preocupe.

—Bien, vamos a avanzar agachados. Tendrá tiempo de recuperar el equilibrio. Por aquí. —Señaló una dirección al pie del muro.

Un seto se recortó en la oscuridad y los tres avanzaron al amparo de su oscura sombra. Hayden cerraba la marcha. Hawthorne había perdido velocidad y a menudo se desviaba y tropezaba, tanto que Hayden no pudo evitar preocuparse por él.

Vieron en la distancia pelotones de soldados franceses que registraban los setos y se comunicaban mediante voces. A cierta distancia se oyeron disparos y algunos soldados y jinetes se apresuraron en esa dirección.

—Hemos tenido suerte —susurró Hawthorne cuando hicieron un alto al pie de un árbol para recuperar el aliento—. ¿A quién estarán disparando?

—Probablemente se hayan disparado entre sí.

—Eso no estaría mal —opinó Wickham.

Con la esperanza de que aquella distracción atrajese a la mayoría de los soldados desplegados en las inmediaciones, los ingleses reemprendieron la marcha tan rápidamente como les fue posible.

Tras recorrer doscientos metros, hicieron un nuevo alto bajo otro árbol para inspeccionar los alrededores. Allí fluían las aguas de un riachuelo, y Hayden se alegró mucho de encontrarlo, ya que le permitió reconocer dónde se hallaban. Los tres saciaron la sed, considerable tras tantos esfuerzos.

—¿No nos encontramos al norte de nuestro lugar de destino? —preguntó Wickham.

—En efecto —asintió Hayden—. Estoy seguro de que nos estarán buscando al principio del sendero que discurre al pie de Crozon.

—¡Pero la costa occidental se compone de kilómetros y kilómetros de acantilados! —exclamó Hawthorne, angustiado.

—En efecto, pero hay otro modo de descender. Será necesario trepar un poco, aunque se requiere de más maña que fuerza para hacerlo. ¿Cómo tiene el brazo, Hawthorne?

El infante de marina levantó el brazo herido y lo movió un poco.

—Algo anquilosado, pero no será problema.

—Pues pongámonos en marcha. Los riscos no están muy lejos, pero se nos acaba el tiempo.

Tras una última carrera se encontraron contemplando la playa, abajo, y el océano que se extendía hasta el lejano horizonte. Las diminutas y blancas olas rompían en la costa, y el viento salobre les sacudió la ropa.

—La altura es considerable —comentó Wickham sin apartar la vista de la playa.

—Parece más de lo que es por la falta de luz —replicó Hayden, pensando en que la caída era mucho mayor de lo que recordaba.

—¿Dónde está el sendero? —preguntó Hawthorne.

Hayden señaló a la derecha.

—Por ahí. No muy lejos, creo.

Avanzaron por el borde del risco y Hayden fue agachándose de vez en cuando para inspeccionar los salientes que descendían por la pared, pero siempre acababa sacudiendo la cabeza y siguiendo adelante. Tras diez minutos de búsqueda se detuvo, confundido.

—¿Qué sucede, señor? —preguntó Wickham.

—Diría que hemos pasado de largo, porque el sendero que descendía a la playa estaba por aquí.

Miró a norte y sur siguiendo la pared rocosa, esperando hallar un accidente del terreno que le revelase dónde se encontraba, pero no vio nada especial, así que se dispuso a retroceder para examinar con mayor cuidado el risco. Se oyó una voz que el viento no logró enmudecer, y Hayden se incorporó.

—¡Ahí, señor! —había voceado Wickham, señalando al sur.

A pesar de que aún los separaba cierta distancia, un puñado de hombres se dirigía corriendo hacia ellos.

—Van armados, señor —advirtió Wickham.

Hayden los saludó en bretón, pero le respondieron en francés.

—Bueno, señor Hayden —dijo Hawthorne—. Aquí hay más franceses que ingleses. Si no tenemos ruta de retirada, sugiero que nos situemos lo más cerca posible y afinemos la puntería para no desperdiciar munición. —Empuñó la pistola con la mano buena y la amartilló con el pulgar.

Hayden miró desesperado alrededor.

—¡Ahí! —exclamó—. Eso debe de ser… —Dudó.

Hawthorne inspeccionó con mirada crítica la angosta fisura en la roca.

—¿Está seguro, señor Hayden? Prefiero morir luchando antes que como consecuencia de una caída.

—No estoy totalmente seguro, pero casi. Tiene que ser ahí.

Hayden arrojó el mosquete, se dio la vuelta y se aferró a la pared rocosa para descender de espaldas, tanteando con los pies. Tres metros más abajo encontró un saliente de medio metro de ancho que descendía en suave pendiente en ambas direcciones.

—¡Vamos, vamos, bajen! —exclamó—. Éste es el camino.

Hubo un fogonazo arriba, seguido de un estampido de mosquete. Se oyó un segundo disparo, y luego el fuego que los franceses efectuaron a modo de respuesta. Wickham descendió con soltura, seguido de Hawthorne, ambos más asustados de lo que Hayden los había visto hasta entonces.

—Vamos. —Hayden los condujo por el saliente que, afortunadamente, algo más allá doblaba una roca, con lo cual se situaron fuera de la vista de los franceses. Sin embargo, se oyeron más disparos.

—Disparan a las sombras —susurró Hawthorne. Una amplia hendidura surgió ante ellos.

—La parte más pronunciada se encuentra allí —explicó Hayden, señalando hacia abajo—. No se desplacen mucho. No faltan asideros ni puntos para apoyar el pie, pero compruébenlos antes de descargar todo el peso. En más de una ocasión me he quedado con un pedazo de roca en la mano. —Se volvió hacia sus compañeros—. ¿Qué tal va ese brazo, señor Hawthorne?

—Sólido como un lingote de oro, señor.

Hayden inclinó levemente la cabeza ante Wickham y se dispuso a descender. La débil luz de las estrellas iluminaba ciertos puntos del risco, lo que representaba a la vez una ventaja y un inconveniente: aunque se hallaban al amparo de las sombras, lo cual dificultaba los disparos desde lo alto, descender por esa pared resultaba doblemente peligroso. Hayden tanteó los asideros deslizando los pies por la piedra en busca de salientes o de cualquier punto sólido donde apoyar el pie. No había descendido mucho cuando una piedra se le quebró en la mano y acabó perdiendo pie y golpeándose con la pared del risco. Hayden apoyó la frente en la piedra fría e intentó controlar la respiración.

—¿Algún problema, señor Hayden? —preguntó Wickham.

No veía bien al guardiamarina, que estaba encima de él.

—Bueno, se ha desprendido un pedazo de roca, nada más.

Se obligó a seguir descendiendo, consciente de que si alguno de sus compañeros tenía la mala suerte de quedarse con una piedra en la mano probablemente acabaría arrollándolo al caer. Era consciente también de que la imaginación es terreno abonado para el temor, así que intentó centrarse en el descenso. Tanteaba con un pie mientras permanecía asido con ambas manos y el otro pie. Luego movía una mano. El descenso era lento e inseguro. A veces tenía que buscar un buen rato un punto donde apoyar el pie, y mientras tanto no había más remedio que lidiar con el miedo que pugnaba por apoderarse de él.

—No los oigo ahí arriba —susurró Wickham.

Hayden levantó la vista hacia la cima del risco, que se recortaba contra las estrellas. Sentía el peso de las miradas que los buscaban en la oscuridad, atentas al menor movimiento, pendientes de cada grieta. Intentó pegarse a la angosta hendidura y luego se quedó quieto como una piedra. Le cayó en la cara un poco de tierra. Hayden cerró los ojos y se preguntó si sería de sus hombres o si la habría empujado al vacío la bota de un francés.

Se tranquilizó un poco cuando dejaron atrás las voces, que sin embargo no tardaron en alzarse de nuevo. Los soldados se habían desplazado en dirección norte por la cima y discutían acerca de qué podía ser un hombre o qué podía ser una irregularidad de la pared rocosa. Tras un fogonazo y el correspondiente, casi simultáneo, estampido, una bala de mosquete rebotó en la piedra a cuatro pasos de distancia. Hawthorne masculló una maldición.

—Están disparando a Hawthorne, señor —susurró Wickham.

Hayden maldijo también.

—Dígale que no se mueva. Y que no haga ruido.

Templando los nervios, Hayden empezó a descender tan rápido como se atrevió a hacerlo. Un grito procedente de la cima precedió a la bala de mosquete que estalló a un brazo de distancia. Esquirlas de piedra llovieron sobre el rostro de Hayden.

Un segundo proyectil le rozó la espalda. Hayden alcanzó un saliente y logró ponerse al abrigo de una roca, fuera de la línea de visión de los tiradores. Se oyeron gritos en francés, y seguidamente los soldados corrieron por la cima del risco, buscando un punto desde donde poder dispararle de nuevo. Hayden confió en que no hubiesen dejado a nadie atrás, porque desanduvo el camino, encontró apoyo para el pie y sacó la pistola del cinto. Colocó el cañón en un saliente de roca y apuntó con cuidado a la cima del risco, a un punto algo apartado del que pretendía alcanzar, pues tuvo en cuenta tanto la distancia como la fuerza del viento.

Disparó en cuanto se recortó la silueta del francés y logró que los tiradores se apartaran de la cima.

—¡Continúen! —susurró a sus compañeros, antes de devolver la pistola al cinto para seguir descendiendo.

Al cabo de diez minutos alcanzó un rellano lo bastante espacioso para que cupiesen los tres. Desde allí no se divisaba la cima del risco, de modo que de momento estarían a salvo.

Wickham no tardó en descender y luego, con mayor lentitud, lo hizo Hawthorne. Hayden había aprovechado el tiempo para cargar y cebar de nuevo la pistola.

—Creo que le ha dado a uno de ellos —le informó Hawthorne cuando alcanzó el rellano.

—No es muy probable, pero al menos les he hecho retroceder —admitió el primer teniente—. Vamos, por aquí.

Descendió medio metro y recorrió un estrecho saliente que bordeaba una roca, donde aguardó con la pistola preparada. Tal como temía, los tiradores apostados en lo alto dispararon cuando tuvieron a Wickham a tiro, momento en que Hayden respondió al fuego con la esperanza de proporcionar a Hawthorne una cobertura que le permitiese cruzar.

—¿Le han alcanzado, Wickham?

—No, señor. Me han agujereado la bolsa, nada más.

—Pues parece bastante cerca.

Cuando Hawthorne dobló la roca se oyeron tres disparos, pero el hombretón no resultó herido.

—Creo que a partir de ahora ya no hemos de temer nada de ellos, a menos que empiecen a bajar por la pared, algo bastante probable, me temo.

—Tengo la impresión de que han enviado a un hombre al sur, señor Hayden, así que probablemente destaquen tropas que nos hostigarán por la playa procedentes de Crozon.

—Nos habremos escabullido antes de que lleguen allí. No nos demoremos. El descenso ya no es tan peligroso.

En unos momentos ganaron la playa. Hayden los mantuvo al abrigo del acantilado y desde allí observaron el mar con el catalejo, en busca de la Themis o del cúter.

—Cuesta distinguir un bote sin la luna a poniente, señor —comentó Wickham.

—Sí. ¿Cómo tiene el brazo, señor Hawthorne?

—Un poco de ejercicio era la terapia que necesitaba, señor Hayden. Está perfectamente.

Hayden sonrió. Buscó el arco que trazaba la playa y distinguió el fuego que ardía junto al embarcadero, donde los milicianos vigilaban los botes pesqueros varados en la arena.

—¿Qué hora calculan que es? —preguntó Hayden.

Hawthorne levantó la vista al cielo.

—Cerca de medianoche, a juzgar por las estrellas.

—En ese caso, ¿dónde está el señor Childers con nuestro bote?

—Si se retrasa tendré que desollarlo, quitarle la grasa y utilizarla como combustible para mi lámpara —gruñó Hawthorne.

Wickham se acercó a ellos. Había estado buscando algo al pie del acantilado y levantaba en alto un mosquete con gesto triunfal.

—¿Es uno de los nuestros?

—Los arrojé por el acantilado antes de bajar —explicó el joven, muy ufano—. A uno se le ha chascado la llave al dar con las rocas, pero éste podría disparar de nuevo. Sólo tiene un poco de arena en el cañón. —Amartilló el mosquete y apretó el gatillo—. Ajá. ¿Lo ven? Ya lo tenemos como nuevo. —Se acuclilló para limpiar y cargar la llave de chispa, y cuando hubo terminado hizo lo propio con la pistola del primer oficial.

—¿Puedo echar un vistazo, señor Hayden? —preguntó Hawthorne, esforzándose en vano por evitar que su voz delatara su impaciencia e inquietud.

Hayden le tendió el catalejo y el infante de marina se tomó su tiempo contemplando aquel mar.

—Está oscuro como el oporto, señor.

—Me temo que tiene usted razón. ¿Algún francés en la playa?

Hawthorne dirigió el catalejo hacia esa dirección y negó con la cabeza.

—No, señor, aunque no pondría la mano en el fuego: está muy oscuro.

El primer teniente paseó la mirada por la playa y a continuación la clavó en el mar, frunciendo el ceño.

—Si el cúter de Childers se retrasa pasaremos muchos apuros. No creo que podamos escalar la pared. Si los milicianos peinan la playa no nos quedará más remedio que luchar o nadar, y no creo que ninguna de estas alternativas sirva de gran cosa.

Wickham contempló el horizonte, aplicando los conocimientos astronómicos que tanto le había costado adquirir.

—Diría que ya ha pasado la medianoche, señor —declaró tranquilamente, sin el menor atisbo de inquietud.

—Señor Hayden… Me ha parecido ver hombres forzando la marcha en la playa.

Hayden lanzó un juramento. Hawthorne le ofreció el catalejo.

—Desde luego, no puede decirse que se hayan rezagado —comentó el primer teniente, desmoralizado, antes de contemplar una vez más el mar. Luego enfocó el catalejo en la playa, en la dirección por donde avanzaban los franceses, y finalmente levantó un poco la vista—. Hasta que salga la luna habrá sombra al pie del risco. Con un poco de suerte podríamos ocultarnos aquí y cruzar los dedos para que los franceses pasen de largo. Tendremos que hacernos con un bote para escapar. La marea ha pasado ya su punto álgido, pero igualmente no tenemos un minuto que perder.

Mientras avanzaban al pie del risco, la arena seca amortiguó sus pasos. Cuando los franceses llegaron corriendo a lo largo de la orilla, los tres se tumbaron cuerpo a tierra y hundieron la cara en la arena. El grupo, compuesto por tres soldados y varios milicianos, pasó de largo sin dedicarles siquiera una mirada, pues todos estaban pendientes del extremo de la playa donde los ingleses habían logrado descender.

Hayden y sus compañeros se levantaron y echaron a correr a paso ligero al amparo de la sombra que proyectaba el risco, la cual se iba adelgazando a medida que la altura de éste se recortaba. No tardaron en agazaparse en un trecho de sombra desigual, contemplando el fuego del centinela que ardía cerca del embarcadero.

—¿Cuántos hombres ve usted? —susurró Hayden a Wickham.

—Yo cuento tres, señor.

—Podría disparar a uno desde aquí, y luego cargar y hostigar a los otros dos con fuego de pistola —sugirió Hawthorne.

—Necesitaremos ser tres para empujar el bote al agua. Somos pocos para apañárnoslas sin ayuda. —Hayden consideró la situación—. Acérquense a la playa hasta colocarse más allá del fuego. Aún hay sombra suficiente para hacerlo. Cuando estén situados, saldré caminando y me dirigiré a ellos en bretón, como si llegase del camino de Crozon. Cuando los tenga distraídos, acérquense por la espalda y apúntenles con la pistola. ¿Entendido?

—Sí, señor —dijo Wickham al tiempo que Hawthorne asentía.

Ambos se alejaron agachados, mientras el primer teniente permanecía de cuclillas al pie del risco, atento a los hombres que había cerca del fuego.

Hayden rogó que no hubiese más enemigos durmiendo en el suelo, pero supuso que los soldados se habrían hecho acompañar por la mayoría de los milicianos, y que los que quedaron estaban despiertos y eran demasiado cautos para echarse a dormir de nuevo.

Hayden aguardó un tiempo prudencial y salió al camino que llevaba a Crozon, avanzó un trecho y al cabo de un momento lo desanduvo por la senda, saludando en bretón. Las siluetas junto a la fogata levantaron las armas de caza y apuntaron al forastero. Hayden esperó que no fueran los mismos con quienes se había topado la noche anterior.

—¿Dónde han acorralado a esos insensatos espías ingleses? —preguntó en tono jovial—. Prometí a la parienta que cazaría a uno y llevaría a casa una abultada recompensa.

No dejaron de apuntarle, ni el hecho de que hablase en bretón hizo que se mostraran más confiados. Supuso que les habrían advertido de que un inglés hablaba su lengua.

—Lo que vas a llevarle de vuelta a casa es tu culo gordo —dijo uno de los hombres—. Iban a acorralarlos en el otro extremo de la playa, o eso han dicho. ¿Quién eres?

—Pierre Laviolette —respondió Hayden—. Y ahí detrás están mis dos amigos.

Los hombres se volvieron, confundidos, y encontraron a Wickham y Hawthorne apuntándoles.

Hayden los encañonó con su propia arma y los tres franceses se pusieron muy nerviosos.

—Dejad los mosquetes en el suelo, si sois tan amables —pidió Hayden educadamente—. Necesitaremos que nos echéis una mano para devolver al agua una de estas barcas. —Observó las embarcaciones varadas en la arena y escogió la de mayor calado, que podría ser arrastrada por la arena por cinco hombres.

La barca de pesca, de unos seis metros de eslora, era de proa redonda y buena arrufadura. Parecía una embarcación inglesa destinada a la pesca de la sardina y tenía un yugo cuadrado de modestas dimensiones, además de un aparejo de dos palos de proporciones similares. Mojaba ya la popa en el agua y una rápida inspección bastó para comprobar que estaba pertrechada con lo necesario. A los suministros se sumó toda la comida de los guardias y un barrilete de vino.

Los franceses se aplicaron a la labor, con la ayuda de Wickham y Hayden, mientras Hawthorne vigilaba mosquete al hombro. Fue una apuesta arriesgada, pues sus fuerzas estaban igualadas; sin embargo, los franceses no parecían dispuestos a arriesgar la vida por una barca que ni siquiera les pertenecía.

La pesada embarcación resistió sus esfuerzos hasta que finalmente se deslizó en el agua. Hayden arrimó el hombro y empujó contra el oleaje.

—Requise usted todas las armas y embárquelas —ordenó al infante de marina, que lo hizo en un momento y regresó a su lado—. Ahora embarque, señor Hawthorne.

El teniente obedeció con cierta torpeza, pero una vez hubo embarcado apuntó a los franceses con el mosquete. Wickham fue el siguiente en subir, seguido de Hayden, quien indicó a los franceses que empujaran hasta que el agua les llegase a los hombros y que después regresaran a la orilla. Tras armar los remos, los tres ingleses bogaron para salir a la bahía de Douarnenez. No habían recorrido treinta metros cuando oyeron las voces de los guardias, y luego un fogonazo de pólvora cerca del fuego que ardía en la playa. La bala alcanzó la obra muerta de la barca.

—Mis disculpas, señor Hayden —dijo Hawthorne, poniéndose de nuevo a bogar—. Creí haberles requisado todas las armas.

Wickham desarmó el remo, empuñó un mosquete y respondió al fuego, vaciando todas las armas antes de devolver el remo al tolete. No hubo más disparos, y pronto se fundieron en la oscuridad, mecidos por el oleaje. Mientras los demás remaban, Hayden largó las velas y armó el timón, así que no tardaron en gobernarla.

Volvió la vista atrás, a la costa oscura que empequeñecía rápidamente, y acusó una terrible sensación de pérdida, algo inusitado dada la situación. Un padre que dejara atrás a su hijo no sentiría mayor desconsuelo. Por un instante pensó que iba a echarse a llorar, pero las circunstancias no lo permitían, así que intentó pensar en otra cosa.

Por su parte, Hawthorne lanzó un sonoro suspiro.

—Hemos estado muy cerca —dijo, y añadió a continuación—: ¿Les parecería fuera de lugar comer algo ahora?

—Creo que de momento deberíamos prescindir de la etiqueta, señor Hawthorne, y comer un poco, algo frugal pero suficiente para engañar el estómago —respondió Hayden, que gobernaba la caña a popa, haciendo un esfuerzo por mostrarse alegre.

—En eso mismo pensaba yo, un refrigerio —convino Hawthorne—. Me pregunto qué nos habrán preparado nuestros amables anfitriones. —Buscó en las provisiones, algunas envueltas en papel, otras en pequeñas bolsas—. Pan tenemos, pan francés. Hay una modesta ración de cerdo frío, vino, unas pocas manzanas raquíticas, y unas cuantas zanahorias espléndidas. Dista mucho de poder considerarse un festín, pero…

—Bueno, es un banquete de mendigos, señor Hawthorne, así que no tenemos motivos para quejarnos. Y ahora, siempre y cuando haya un vaso de vino para mí, admito que tengo una sed homérica.

Comieron y bebieron a la luz de las estrellas, mientras Hayden aproaba la barca fuera de la bahía, hacia mar abierto. La modesta embarcación no era muy marinera, aunque lo que más inquietaba a Hayden era que cayera tanto a sotavento. De hecho, con aquel viento de sudoeste lo más probable era que volvieran a la bahía, aunque la siguiente bordada les permitiría arrumbar a mar abierto. Percibió un cambio en el tiempo: se aproximaba una tormenta del sudoeste y la fuerza del viento aumentaba por momentos.

Cuando Hawthorne mencionó el cambio, tanto Hayden como Wickham se mostraron muy serios, tras lo cual el infante de marina guardó silencio.

—Tenemos que barloventear como sea —dijo Hayden. Señaló con un chusco en la mano—. Si doblamos en condiciones el cabo de la Chèvre, cruzamos las aguas exteriores y nos deslizamos junto a Ouessant, tendremos todo el Canal ante nosotros y todo el trecho de mar que podamos necesitar. Pero si el viento nos empuja de vuelta a la costa, podríamos tener problemas —indicó, señalando con el mendrugo los acantilados—. Esta cáscara de nuez abate demasiado, y la marea no nos favorece… aún. —Miró en torno a la barca—. Señor Wickham, ¿sería tan amable de sustituirme a la caña?

A popa había una especie de bañera para el pescado formada por tres tablones clavados. Hayden se las apañó para dar una patada al más grande y separarlo de los demás, y luego recurrió a un cabo para pergeñar una orza que hundió perpendicular en el agua.

—Vaya, señor Hayden, no vea cómo contribuye esa orza al gobierno de la embarcación —aplaudió Wickham.

—Dé las gracias a los holandeses. Que yo sepa, fueron quienes concibieron la primera orza, por mucho que otros aseguren que fue cosa de los chinos —dijo Hayden.

Exhaustos tras la huida a campo través, Wickham y Hawthorne se tumbaron en las redes y los pertrechos de pesca, y no tardaron en quedarse dormidos. Hayden, consciente de que debían salvar la bahía, siguió a la caña, sacudiendo la cabeza a menudo, pellizcándose y abofeteándose con tal de mantenerse despierto. En lo alto, las estrellas empezaron a enturbiarse y su fulgor menguó. El viento del sudoeste cobró fuerzas y, si bien disfrutaban aún de la protección de la larga península al sur, las seis millas que los separaban de ella bastaron para que el mar se creciera, y el oleaje no tardó en romper a su alrededor.

Hayden se puso en pie varias veces para sondear la oscuridad y finalmente despertó a Wickham para que le ayudase a virar por avante. La mayor era un pañuelo empapado, y un hombre no podía bracearla solo. Wickham estaba aturdido y más bien se manejó con torpeza, lo que no le impidió cumplir con su parte: así, se hizo cargo de la caña mientras Hayden transfería la orza improvisada a la banda de estribor, no sin antes reforzar el cabo. Más tarde decidieron tomar rizos a ambas velas y despertaron a Hawthorne para que los ayudara. No era tarea fácil en una barca desconocida y en plena oscuridad, y les llevó algún tiempo.

—¡Por fin! —exclamó Hawthorne; seguidamente, demostrando un desprecio por las supersticiones marineras, añadió—: ¡Maldito sea este viento!

El guardiamarina se tumbó y concilio el sueño de inmediato, aunque en realidad Hayden no estaba muy seguro de que el joven hubiese llegado a despertarse del todo. Aun con los rizos que habían tomado a las velas, la barca escoraba con cada racha fuerte de viento, y Hayden no soltó la escota de mayor por si debía amollarla para evitar que la barca tumbase. Hawthorne se sentó de espaldas al viento, exhausto. Hayden percibía el cansancio que le ganaba la batalla al infante de marina.

Una ola superó la regala, empapando toda la cubierta y al primer teniente. Cuando a Wickham lo despertó el frío azote del agua, se incorporó sacudiendo la cabeza y empezó a soltar juramentos con una elocuencia que Hayden nunca había visto en alguien tan joven.

—¿Ha visto algún balde, señor Wickham? —preguntó Hayden—. Creo que convendría achicar el agua.

—A la orden, señor.

Hayden oyó al muchacho buscar un cubo en la oscuridad.

—Dos cubos y una tina de hojalata, señor Hayden —informó.

—Buenas noticias. No dejemos que se acumule mucha agua o nos buscaremos la ruina. —Hayden sabía que embarcar demasiada agua desestabiliza una embarcación pequeña. Oyó el sonido del metal rascando la madera, y el trajín del agua y los cubos. En un abrir y cerrar de ojos el balde fue vaciado a sotavento, y de nuevo se oyó el rascar del metal en el tablonaje de la barca.

Necesitaron dos bordadas más antes de franquear el cabo de la Chèvre a sotavento. Cuando por fin lo lograron, Hayden lanzó un suspiro de alivio, aunque era consciente de que su situación apenas había mejorado. La marejada los alcanzó entonces, presagiando la llegada de una tormenta procedente del sudoeste. Temió que el amanecer le revelase lo desesperado de su situación: se verían empujados por el viento y el temporal contra los acantilados, o incluso sobre el mismísimo puerto de Brest.

La luna, que no llevaba mucho rato en el firmamento, en ese instante se ocultó tras unas nubes densas, dejándolos a oscuras. Hayden carecía de un compás y el viento era todo cuanto tenían, así que gobernó la caña para navegar de bolina. Los cabos que había empleado para improvisar la orza protestaban por el exceso de trabajo, a tal punto que se preguntó si aguantarían. El cabo de la Chèvre se hallaba cerca en aquella honda oscuridad, esperaba que por la aleta de estribor, aunque era imposible decirlo; la otra orilla de las aguas exteriores se encontraba a proa. Aguzó el oído para escuchar el estruendo del oleaje, pero tal como soplaba el viento era difícil distinguirlo de la barahúnda generalizada de la tormenta en ciernes.

—Maldición, la que se avecina —dijo Hawthorne—. ¿Habrá encendido la Themis los fanales?

—Supongo que sí. La Tenacious podría rondar aún estas aguas y existe cierto tráfico costero.

—¿Cree que la encontraremos? Me refiero a la Themis.

Hayden se encogió de hombros. Una ráfaga le obligó a aventar la escota. Por un instante el viento los zarandeó con fuerza y escoró la embarcación, pero no tardó en aflojar.

—Tal vez la avistemos cuando se haga de día —respondió Hayden. «Si es que no nos han abandonado», pensó—. Creo que ha llegado el momento de intercambiar tareas. Si tiene la amabilidad de encargarse de achicar el agua, señor Hawthorne, yo cederé la escota a Wickham y me ocuparé de la de mayor. No se quede dormido de servicio, Wickham. Si no acierta a amollarla cuando el viento nos alcance con fuerza, la barca tumbará en un abrir y cerrar de ojos.

—A la orden, señor. Estoy más que despierto.

—Me alegro. Tome media vuelta a la escota en torno al tojino y ni se le ocurra soltarla. En la oscuridad no es posible percibir una ráfaga de viento cuando se le viene a uno encima.

El viento refrescó y el oleaje aumentó cuando abandonaron el abrigo que ofrecía la costa. Hayden quiso mantener toda la lona posible mientras aguantara; la costa no podía estar muy lejos en aquella oscuridad. Temía que estuviesen perdiendo la batalla y fuesen empujados a sotavento. Otra ola lo abofeteó en la cara y el pecho, y oyó a Hawthorne achicando agua. Los cabos asegurados alrededor de la orza protestaron ruidosamente y el viento gimió. El mar los alcanzó susurrando en la oscuridad, levantándolos y llevándolos un poco a sotavento, o eso imaginó Hayden. Esperaba que el pañuelo que tenían por vela aguantase el embate del viento.

El primer teniente calculaba mentalmente dónde se encontraban, haciendo un continuo cálculo de la estima. La velocidad de la barca podía deducirse con razonable exactitud, y al pasar el cabo de la Chèvre supo la posición. El rumbo podía intuirlo. Tenía que contemplar un abatimiento mayor del que hubiera deseado. Todo ello le proporcionaba un cálculo aproximado de la situación. Temía que el temporal los estuviese empujando de vuelta al Goulet o a los acantilados que se extendían al norte.

La lluvia se desató con fuerza y golpeó el tablonaje, aunque a esas alturas los tres marinos ya no podían empaparse más.

—No creo que logremos doblar Ouessant —dijo Wickham, amollando la escota cuando los alcanzó un golpe de viento.

—No. Con esta oscuridad será mejor que ni nos acerquemos.

—¿Tiene una idea aproximada de nuestra posición, señor Hayden?

—Nos encontramos en algún punto situado al noroeste cuarta oeste del cabo de la Chèvre. Pronto nos veremos obligados a virar por avante, y con lo que abatimos pondremos rumbo a los acantilados que hay al norte del Chèvre, o puede que a punta Penhir. Con un poco de mala suerte quizá nos veamos empujados de regreso a la bahía de donde partimos, aunque no tengo planeado ir tan al sur.

El mar rompía a su alrededor y, no sin ciertas dificultades, lograron tomar otro rizo a las velas, cambiar de bordo y aferrarías, porque el aparejo carecía de botavaras. Una escota suelta alcanzó a Hayden en la cara. Sin embargo, el dolor y la hinchazón en la mejilla sirvieron al menos para que el primer teniente olvidase el escozor del costado.

—Creo que sólo disponemos de dos juegos de fajas de rizos —apuntó Wickham cuando los tres volvieron a ocupar sus puestos.

—¡Habrá que aferrar las velas y correr la tormenta si el tiempo empeora! —voceó Hayden para imponerse al aullido del viento.

Viraron por avante y pusieron rumbo sur cuarta sudeste, de vuelta a la península alargada que conformaba la costa meridional de las aguas exteriores. No había nada que pudiera hacerse. Al norte se extendían bajíos e islas, con la de Ouessant unas millas más allá. La modesta barca de pesca quedaría hecha añicos en cuanto surcara esas aguas. Con el viento y el mar que tenían, Hayden ni siquiera se habría atrevido a adentrarse allí a plena luz del día.

Las olas rompieron sobre ellos y se vieron obligados a achicar el agua para salvar la vida. Viraron de nuevo, dejándose llevar por el viento: noroeste cuarta norte, supuso Hayden, esperando no mostrarse demasiado optimista.

El mundo empezó a abandonar la negrura y adquirir tonalidades grisáceas, de modo que era posible distinguir la cresta de las olas a cierta distancia. Los tres estaban calados hasta los huesos, helados por el crudo viento de octubre. Hayden los puso a achicar el agua por turnos, una actividad que al menos les permitía entrar en calor. Wickham era buen timonel, pero Hawthorne no conseguía mantenerlos en rumbo por más que se esforzara. La modesta barca no era una embarcación adecuada para aquel mar, y únicamente se mantenía a flote gracias a la pericia y constancia de quienes la tripulaban.

—Calculo que dentro de una hora se hará de día y tendremos luz suficiente, señor Hayden —comentó Wickham. El guardiamarina forcejeaba con la caña, mientras alrededor de la embarcación se dibujaba lentamente un mar blanco, más embravecido de lo que habían supuesto en la oscuridad.

—Creo que tiene razón —convino Hayden antes de volver la vista al este. Navegaban amurados a babor, más o menos con rumbo noroeste. Una sombra, agreste y ominosa, se perfiló a través de la cortina de lluvia. Era imposible saber con certeza si se trataba de tierra o distinguir cuánto distaba.

Bastó una hora para que el mundo se transformase por completo; la costa se dibujó entonces, apenas a tres millas de distancia.

—¡Se ha convertido en una tormenta en toda regla! —gritó Wickham. Tenía el pelo pegado al rostro y la piel brillante, translúcida, con una tonalidad azulada. Aunque parecía estar helado, la determinación de su mirada era la misma de siempre.

Hawthorne estaba mareado, pero seguía achicando agua sin emitir una sola queja. El movimiento de la barca era tan distinto al de un barco que muchos de los que nunca se mareaban a bordo de una fragata se ponían malos en un cúter zarandeado por un poco de mala mar. Hayden lo había comprobado en más de una ocasión, y agradeció el hecho de no haber sufrido jamás de mal de mer.

—Nos hallamos más a la mar de lo que imaginaba —comentó Hayden, golpeando el tope de la regala—. Esta cáscara ha cumplido con creces.

—Creo que ha sido su orza la que nos ha salvado, señor Hayden —observó Wickham.

El primer teniente se puso en pie, aferrándose al palo de mesana, y escudriñó el mar en busca de una vela entre las crestas de las olas.

—¿Algún rastro de la fragata, señor Hayden? —preguntó Hawthorne. Se había sentado apoyando la espalda en la regala para descansar un poco.

Hayden observó el horizonte y negó con la cabeza.

—Voy a sentarme a la caña —dijo Hayden, y se agachó para acercarse a la bancada de popa. Sustituyó a Wickham al timón, y ambos cambiaron la escota de mesana por la escota de mayor. El muchacho fue a proa y se sentó junto al infante de marina. Ambos estaban hechos una pena, y Hayden sabía que él no ofrecía mejor aspecto.

—Me temo que nos estamos jugando el pellejo —dijo Wickham.

Hayden asintió. El joven tenía razón. Quizá sería más seguro correr con viento fresco, pero la costa se hallaba demasiado cerca a sotavento para dejarse llevar.

—Si lográramos barloventear un poco quizá podríamos deslizamos tras Ouessant. Hay un rincón allí, la bahía Staff, donde hallaríamos abrigo. No está exento de ciertos riesgos, pero probablemente encontraríamos a alguien que se ofreciese a ayudarnos.

—Pues a mí me parece demasiado arriesgado, aunque no encontráramos a nadie —objetó Wickham—. Entre nuestra posición y Ouessant median infinidad de bajíos e islas.

El comentario interrumpió un momento la conversación.

—¿Qué creen que habrá sido de Hart? —preguntó Hawthorne.

—Eso dependerá de su posición antes de que lo alcanzara la tormenta. De hallarse al sur del Raz, habrá tratado de poner tanta distancia entre el barco y Francia como fuese posible. Si se encontraba al norte de Ouessant, habrá paireado para intentar conservar su posición a poniente.

—Eso si no cruzó el Canal, puede que de vuelta a Torbay —apuntó Wickham. El muchacho tenía una expresión apagada, debido al frío y el cansancio. Las condiciones eran muy peligrosas. La humedad y el viento helado privaban de calor al cuerpo. No obstante, no había gran cosa que Hayden pudiese hacer por ambos.

—Coman algo —ordenó.

Se preguntó si debía virar y poner rumbo al puerto de Brest. ¿Por qué no habrían de considerarlos pescadores que se ponían al abrigo de la tormenta? Sin duda ya se sabía que unos espías ingleses habían huido en una barca de pesca, de modo que existía el riesgo de que la autoridad portuaria despachase un cúter para interrogarlos.

Pusieron proa a alta mar durante todo el día y no dejaron de achicar agua. Hayden y el guardiamarina se turnaron a la caña del timón. Por suerte, dejó de llover, salvo un chaparrón ocasional que acechaba a barlovento como un espectro negro. El viento sopló cada vez más helado y los secó. Permanecer sentado a la caña del timón era lo peor, pues las ráfagas alcanzaban de lleno al desdichado que gobernase la barca, aunque atender la escota lo condenaba a uno a la inactividad, de modo que también el frío se cebaba en ese hombre. Achicar agua parecía lo menos duro, pero tras desempeñar esa labor, quienquiera que hubiese recorrido la cubierta balde en mano, acababa temblando de frío. Hayden siguió obligándolos a ingerir modestas cantidades de comida, acompañadas de vino o agua.

Después de uno de estos refrigerios, Hawthorne asomó la cabeza por el pasamano de sotavento muy mareado. Luego se sentó en el costado, limpiándose los labios con el dorso de la mano.

—Los peces estaban hambrientos —dijo, y cerró los ojos. Al cabo, se levantó y volvió a achicar el agua, esforzándose por combatir un letargo que podía suponerle la muerte.

A última hora de la tarde el viento empezó a refrescar y el mar no tardó en adquirir un aspecto amenazador, aunque aún imperaba un oleaje escaso. A pesar de haber superado el peligro inmediato, Hayden seguía sin estar convencido de cómo proceder. El agua y las olas que rompían a bordo habían echado a perder buena parte del pan, por lo que no tardarían en verse sin ningún tipo de provisiones. Navegar de vuelta a la costa de Inglaterra a los tres nudos que alcanzarían a lo sumo suponía toda una empresa. Un fuerte viento del nordeste podía empujarlos al Atlántico.

—¡Una vela, señor Hayden! —Wickham señaló en dirección sudsudoeste—. Parece un buque de dos palos. Un bergantín, o un paquebote.

Hayden desempeñaba la labor de achique. Cuando se incorporó para imponerse a la altura del oleaje, distinguió una mancha blanca sobre la mar picada, a unas cinco millas de distancia.

—¿Cree que es de los nuestros? —preguntó Hawthorne, aunque su tono sugería que lo consideraba improbable.

—No podría asegurarlo —admitió Hayden—. Si es francés probablemente nos tomen por pescadores sorprendidos por la tormenta. No suele sucederles a barcas como ésta, pero tampoco es algo fuera de lo común. Si se acercan les pediré comida. —Hayden se puso a inspeccionar las aguas que los rodeaban y de pronto lanzó un juramento.

Wickham se volvió para mirar en dirección nordeste.

—Parece un quechemarín, señor.

Hayden arrojó el cubo de agua a la sentina.

—Sí, y está mucho más cerca que ese bergantín.

—¿Cree que nos persigue…? —Hawthorne levantó la vista desde donde se hallaba, a cubierto del viento, con el cuello encogido como si fuera una tortuga.

—¿Qué hago, señor? —preguntó Wickham sin soltar el timón.

—Mantenga el rumbo, señor Wickham. Si el bergantín es inglés podría dar caza al quechemarín, tomándolo por un corsario. Así veremos si vale la pena arrumbar hacia él o mantener las distancias.

—¿Habrá avistado el bergantín al quechemarín? —preguntó Wickham.

Hayden calculó la distancia que separaba ambos barcos.

—No lo creo. El quechemarín se halla más cerca, pero el bergantín tiene el viento a favor. Lo que está claro es que la cosa se decidirá por poco. Orce a la banda, señor Wickham, tan cerca del ojo del viento como se atreva a llevarla. Tenemos que cortar la proa de ese bergantín… Y tener confianza.

Durante un rato dio la impresión de que el bergantín los alcanzaría antes, aunque ignoraba si sería para bien o para mal. Pero transcurrida media hora, Hayden empezó a pensar que el quechemarín ganaría la carrera. Ya no quedaba duda de que la embarcación aproaba hacia la barca de pesca.

—Es un lugre muy veloz, señor Hayden, de eso no cabe duda —comentó Wickham—. Me atrevería a decir que artilla cañones en cubierta.

—Creo que tiene razón —asintió el primer teniente, volviéndose hacia el bergantín, que largaba lona empeñado en ser el primero en alcanzarlos, lo que sugirió a Hayden que podía tratarse de una embarcación inglesa—. El quechemarín confía en llegar hasta nosotros, virar por redondo y dar toda la vela posible para ganar puerto antes de que el bergantín pueda rescatarnos. Señor Wickham, ¿le importaría cederme su puesto al timón?

—En absoluto, señor. —El guardiamarina, visiblemente aliviado, dejó la caña en sus manos.

Largaron los rizos cuando cayó el viento, y la barca cobró cierta andadura, cabeceando en las largas olas color esmeralda.

El quechemarín se hallaba justo a popa de ellos, lo bastante cerca para que Hayden distinguiera los rostros de los tripulantes franceses reunidos en el castillo. El barco estaba pintado de azul marino, y al surcar las olas éstas salpicaban la proa de largas franjas blancas. Iba cubierto de lona puesto que andaba de bolina, bien hundida y escorada la popa en el agua. Un penacho de humo apareció ante el barco y una bala rasa cayó al mar a unos diez metros a barlovento de la barca pesquera. El estruendo del cañón resonó tétricamente en aquel mar vacío.

Wickham levantó uno de los mosquetes que se había tomado la molestia de cargar y respondió al fuego, gesto aparentemente inútil, puesto que nadie retrocedió o abandonó el castillo de proa.

El barco inglés, pues ya podía distinguirse la bandera, efectuó un disparo de advertencia, y una bala cayó en las olas entre el quechemarín y los fugitivos.

—La frase «entre la espada y la pared» ha adquirido un nuevo significado —comentó Wickham—. Si los franceses no nos hunden, podrían hacerlo los nuestros.

—Pero ¿por quién nos han tomado esos ingleses? —preguntó el infante de marina—. Tres hombres en un pesquero francés… perseguidos por un corsario.

—Seguramente no les preocupamos demasiado. Es el corsario lo que les interesa.

El buque francés efectuó un segundo disparo de advertencia; éste pasó tan cerca por encima de sus cabezas que Hayden y sus compañeros se arrojaron cuerpo a tierra.

—¡Malnacidos! —exclamó Hawthorne.

Seguidamente se oyó el restallido de armas ligeras y los ingleses mantuvieron la cabeza gacha; únicamente Hayden se asomó un poco para gobernar la embarcación. A pesar de la herida del hombro, Hawthorne se sumó a Wickham a la hora de responder al fuego, aunque ambos descubrieron que una barca de pesca era una base muy inestable para practicar el tiro. La siguiente bala les desarboló el palo de mesana, la vela cayó sobre ellos y todo se llenó de astillas.

La barca efectuó terribles guiñadas, pero Hayden recuperó el gobierno y la mantuvo en rumbo, a pesar de verse forzado a arribar, puesto que habían perdido el equilibrio. Su velocidad se redujo drásticamente y la tripulación del corsario lanzó un grito colectivo. El lugre casi los había alcanzado.

—¡No disparen! —advirtió Hayden a Wickham cuando el joven asomó tambaleándose por debajo de la lona caída. Empuñaba un mosquete en una mano y, a juzgar por su mirada torva, estaba fuera de sí—. Si abrimos fuego, ellos responderán y acabarán con nosotros.

Precisamente en ese momento se oyeron disparos procedentes del barco inglés, que había virado a babor para efectuar una andanada en toda regla. Varios proyectiles alcanzaron al quechemarín, cuyas velas cayeron en cubierta. En un abrir y cerrar de ojos el corsario francés emprendió la huida, vuelta la proa al rumbo por donde había llegado, y entonces llegó el turno al inglés de lanzar los vítores de rigor, a los que se sumaron los hombres de la barca. Cuando al cabo de unos minutos el bergantín llegó hasta ellos, Hayden y Wickham desarmaron los remos y abarloaron la embarcación al costado, mientras el bergantín braceaba las vergas para ponerse en facha.

Hayden hizo que el guardiamarina los precediera y luego ordenó subir a Hawthorne. Miró entonces al corsario que huía y sacudió la cabeza. Apartando la barca con el pie, Hayden trepó por el costado del barco y subió a bordo por la batayola.

—Veo que al final le han dado el mando de un barco, Hayden —dijo alguien, y el primer teniente levantó la vista para toparse con el rostro preocupado de su amigo Robert Hertle. Ambos se estrecharon la mano.

—Siempre me alegro de verlo, Robert, pero en esta ocasión aún más —saludó Hayden con calidez.

—No me cabe duda. —Robert miró a los otros dos—. ¿Y quiénes son sus amigos franceses?

—No hay un solo francés a bordo. Le presento al teniente de infantería de marina Colin Hawthorne y al guardiamarina lord Arthur Wickham.

Robert los saludó estrechándoles la mano.

—Salta a la vista que tienen ustedes una historia que contar. Acompáñenme a la cabina y podrán ponerse ropa seca, comer algo y brindar por la huida. Yo también tengo algo que contarles.