Los acantilados de Bretaña, la roca desnuda, quebrada, desmoronada y rota, brillaban con los últimos coletazos de luz. La visión despertó un sinfín de emociones en el teniente Charles Hayden. De niño había jugado en esos parajes con su primo Guillaume. Desobedeciendo las órdenes de sus tíos, ambos chiquillos habían explorado los salientes y hondonadas para recoger huevos de aves marinas. Tembló al pensar en ello, en la valentía que habían demostrado… Una valentía insensata, pensó ahora.
Su turbación se debía a la proximidad de una de sus dos patrias, la que únicamente podría hollar en combate contra sus habitantes, que en tiempos habían sido tan compatriotas suyos como los ingleses. Claro que también fue en Francia donde se vio arrastrado por la muchedumbre, y quizá por ello lo invadió cierto desasosiego, una aprensión hacia aquel lugar y sus pobladores. Allí no podía confiar en sí mismo. No sabía de qué sería capaz o qué pasiones aflorarían a la frágil superficie de su racionalidad inglesa.
—Le diré con toda la honestidad del mundo, señor Hayden, que en todos los años que llevo navegando jamás me había atrevido a surcar el estrecho de Four. —Barthe miró las aguas que los rodeaban, impresionado, y de pronto le mudó la expresión hasta revestirse de una inquieta seriedad—. ¿Está satisfecho con nuestra situación?
—Más lo estaría si el viento no hubiese rolado a poniente, señor Barthe, aunque mientras no caiga del todo no corremos peligro. —Hayden enfocó el catalejo a la costa—. Punta Saint Mathieu. Las aguas exteriores del puerto de Brest se encuentran justo al otro lado.
Habían avistado la costa francesa horas antes, y el viento los había llevado hasta los acantilados bretones, escarpados, cubiertos de rocas y rodeados de bancos de arena, para desagrado del piloto. No obstante, Hayden había navegado por aquellas aguas y se mostraba seguro de sí, aunque se comportase con cierta reserva. Había aumentado la cautela una hora antes, cuando el viento roló a poniente sin que mostrase signo alguno de soplar con más fuerza.
Contempló el horizonte a poniente.
—¿Qué cree que resultará de este tiempo?
El piloto de derrota dirigió la vista hacia donde miraba Hayden. Se había puesto el sol, y a baja altura, a poniente, una capa de nubes rotas relucía como ascuas. El suave oleaje apenas zarandeaba el barco, y los zambullidores y los cormoranes moñudos nadaban y se sumergían a su sombra. Los vientos del nordeste los habían conducido lentamente por el Canal, hasta que habían avistado la costa de Bretaña, cuatro días después de abandonar la bahía de Plymouth.
—Quizá tengamos unos días más de calma y vientos flojos.
El primer teniente miró en derredor, calculando la distancia que los separaba de la costa y de las islas y bajíos cercanos.
—Sí, mucho me temo que está usted en lo cierto. Me gustaría verme en un trecho de mar más extenso. Si el viento cae del todo, la corriente podría ponernos en un aprieto. ¿Tiene lista el ancla?
Barthe asintió, pero su respuesta se vio interrumpida.
—¡Cubierta! —voceó alguien desde lo alto del aparejo—. Una vela a dos cuartas por la amura de babor.
Al doblar la Themis la punta y dibujarse ante sus ojos las aguas exteriores, apareció un barco. Hayden y el piloto de derrota se acercaron al castillo de proa, desde donde la verían mejor.
—Hay otro barco, señor Hayden —advirtió el vigía del tope.
—¡Ahí está! —exclamó el primer oficial, que atisbo las velas, medio ocultas detrás de la primera embarcación avistada. El teniente Landry apareció a su lado y dirigió el catalejo sobre ambos navíos.
—Por su aspecto diría que son transportes —aventuró Barthe.
—Sí, y fuera de nuestro alcance —concluyó Landry.
Pero Hayden no bajó siquiera el catalejo.
—Señor Barthe, ¿cree usted posible que podamos abordarlos antes de que franqueen el Goulet?
—¡Bien podríamos intentarlo, señor! —respondió el piloto, que apartó el catalejo y miró expectante al primer teniente.
—Pero el viento no nos favorece —objetó Landry—. Podría caer del todo justo cuando estemos ante el puerto, y eso nos convertiría en presa fácil de las cañoneras.
—Bueno, diría que podemos vérnoslas con unas cuantas cañoneras, señor Landry —opinó Hayden, sintiendo a la vez cierta presión en el pecho, acompañada de una sensación de júbilo.
—El capitán jamás lo permitirá —aseguró el segundo teniente.
—¡No volvamos a discutir por lo mismo! —replicó Hayden—. Tenemos órdenes de calcular de qué fuerzas dispone la flota francesa fondeada en la rada de Brest. Para hacerlo apropiadamente, debemos embocar el Goulet, y si al hacerlo nos topamos con transportes, incumpliríamos nuestro deber si no los apresáramos. —Hayden se volvió hacia el segundo teniente, intentando controlarse—. ¿Me haría el honor de subir al aparejo, señor Landry? No confío en nadie más para contar con exactitud las diversas embarcaciones que puedan avistarse desde lo alto.
El interpelado se puso rojo como la grana.
—Señor Hayden, alguien tendrá que informar al capitán. Está usted abusando de su autoridad, señor.
En ese momento, el cirujano se personó en el castillo de proa.
—Ah, doctor Griffiths, está usted aquí —lo saludó Hayden—. ¿Cómo se encuentra el señor Hart? Confío en que sea capaz de asumir el mando.
El cirujano, muy serio, negó con la cabeza.
—He tenido que administrarle láudano para tratar la migraña. No creo que pueda ser despertado.
—¿Es su opinión médica, doctor, que el capitán Hart no se encuentra en condiciones de asumir el mando de la embarcación?
El cirujano meditó la respuesta sin alterar la gravedad de su expresión.
—Probablemente tenga para cuatro o seis horas.
El primer oficial encaró de nuevo el catalejo hacia los transportes.
—Puesto que nuestro deber consiste en apresar, quemar o destruir al enemigo allá donde lo encontremos, estoy seguro de que el capitán Hart no desaprobaría el intento de apresar uno de esos transportes antes de que acceda a puerto.
—Sopla muy poco viento, señor —objetó Barthe, cuyo entusiasmo pareció templarse. Observó inquieto los acantilados más próximos, y los bancos de arena y las islas que se extendían a estribor.
—Tiene razón —admitió Hayden—, pero he pasado algún tiempo en estas aguas, y puedo decirle que tras la puesta de sol casi siempre se levanta un buen terral, aparte de que en unas horas la marea también nos será favorable. Con un poco de suerte, podríamos apresar uno de esos barcos, y vernos empujados a mar abierto inmediatamente después. —Dirigió la vista hacia el aparejo, que el débil céfiro apenas hinchaba—. Alas y rastreras, señor Barthe, si es tan amable. Y, señor Landry, el Almirantazgo querrá conocer con todo lujo de detalles las embarcaciones fondeadas, incluyendo la clase a que pertenecen, por supuesto. —Acto seguido dio media vuelta, dejando al segundo teniente entre el enfado y el temor—. Señor Archer, habría que tocar a zafarrancho con el menor revuelo posible, ¿comprende?
El tercer teniente, sin duda recién levantado del coy, asintió.
—Entiendo, nada de darle al tambor. Pero será imposible tocar a zafarrancho sin hacer un poco de ruido, señor Hayden.
—Sí, lo sé. Pero deje en su sitio el mamparo que da al camarote del capitán. Nos apañaremos sin los cañones situados más a popa; creo que no será necesario dispararlos. —Se volvió para contemplar los barcos—. Señor Landry, ¿qué hace usted ahí de pie? ¿A qué espera para encaramarse al tope?
—Cuando despierte, el capitán Hart tendrá mucho que decir al respecto —replicó con rencor, dirigiéndose al primer oficial y al cirujano.
—Esperemos que sólo sea para felicitarnos, señor Landry —contestó Hayden.
Después de dedicar otra elocuente mirada a ambos, el teniente giró sobre los talones y se dirigió al obenque para encaramarse al aparejo.
Griffiths permaneció un instante junto a Hayden, mientras éste se llevaba de nuevo el catalejo al ojo para observar los barcos enemigos.
—¿Tanto confía en ese terral, teniente? —preguntó el médico en voz baja.
—Aquí es de sobra conocido y, a menos que la luna se haya detenido en seco, dentro de poco empezará a crecer la marea, puesto que casi estamos en pleamar. Mi temor estriba en que el viento y la marea se vuelvan contra nosotros antes de que alcancemos al enemigo, puesto que jamás podríamos barloventear con el viento que espero se levante, por no mencionar la corriente de marea que surge del Goulet.
—En tal caso, iré a preparar el instrumental. Rogaré por no tener que poner en práctica mis conocimientos.
—Si alcanzamos uno de esos barcos, doctor, predigo que arriará la bandera sin necesidad de efectuar un solo disparo, salvo quizá el de advertencia a proa.
—Ojalá todos los combates navales se dirimieran con medidas tan… económicas. —El cirujano se introdujo en el tambucho de babor, esquivando a los marineros que salían a toda prisa.
Los martillazos para echar abajo los mamparos bajo cubierta reverberaron en todo el barco y Hayden echó un rápido vistazo a popa, casi esperando ver aparecer al capitán Hart dispuesto a poner fin al asunto. Levantó la mirada y vio a Landry en el tope, con el catalejo enfocado en la zona interior del puerto.
Barthe regresó al alcázar.
—Enseguida largaremos alas y rastreras, señor Hayden.
—Gracias.
El primer teniente estaba radiante por haber apartado de su camino al cobarde de Hart y así aprovechar la oportunidad de apresar un barco enemigo, aunque sólo fuese un transporte. No hacía una semana que conocía al capitán de la Themis y ya sentía un intenso desprecio por su persona. Los comandantes tiranos no eran un fenómeno desconocido en la Armada inglesa, pero los pocos de los que Hayden estaba al tanto eran soberbios marinos y sabían entablar combate en el mar. Al menos merecían respeto por ello, pues nunca se habrían encogido ante la perspectiva de enfrentarse al enemigo ni eludido la oportunidad de hacerlo. Al menos en ese aspecto concreto, la maltratada dotación los admiraba. Hart ni siquiera despertaba esa clase de respeto entre sus subordinados.
El piloto de derrota observó las dos embarcaciones perseguidas, intentando calcular a qué velocidad navegaban.
—¿Cree que hay alguna posibilidad de alcanzarlos?
—Todo está en manos de Neptuno, señor Barthe. De vez en cuando se encalman, mientras que nosotros disfrutamos del viento, aunque dentro de un rato la encalmada también nos afectará a nosotros. Podrían intentar embocar la rada de Cámara y ponerse al abrigo de las baterías, pero veo que no sopla viento alguno en la bahía. Quizá podamos alcanzarlos justo fuera del alcance de los cañones largos.
Una bandada de gaviotas sobrevoló una barca de pesca que aproó a la entrada del puerto; a bordo, los pescadores no quitaban ojo a la fragata inglesa que había aparecido de pronto tras doblar el promontorio, pero en cambio Hayden no les prestó la menor atención. Tenía la mente ocupada en asuntos más acuciantes, así que echaba esporádicos vistazos a la embocadura del puerto de Brest, consciente de que el almirante al mando de la plaza despacharía cañoneras en cuanto lo alertaran de la presencia inglesa. Estas embarcaciones menores, armadas con una pieza pesada, constituían una amenaza mayor de lo que el primer oficial estaba dispuesto a admitir en presencia de Landry.
—¿No hay baterías en la costa septentrional? —preguntó Barthe, barriendo los acantilados con el catalejo.
—Más entrado el Goulet, señor Barthe. No nos adentraremos tanto.
Se alzó un penacho de humo: se trataba de un disparo efectuado por la presa más cercana, seguido rápidamente por el estampido del cañón que reverberó en la escarpada costa.
—¡Señor Hayden! —voceó Landry—. Nos disparan, señor.
—Pretenden llamar la atención de las autoridades portuarias. No se preocupe.
Se oyeron risas ahogadas entre la dotación, pues cualquiera que hubiese visto el cañonazo sabría que lo habían disparado en dirección al puerto, y por tanto no era más que una salva sin bala. Los hombres, que antes se habían mostrado tan hoscos y pendencieros, se aplicaban a la labor con presteza y rapidez, nerviosos ante la perspectiva de lo que se avecinaba. Hayden pensó que un combate era precisamente el remedio que necesitaban.
Miró al oeste. El sol se había puesto y la oscuridad no tardaría en extenderse, alzándose, pensó, cual una bruma oscura del lóbrego abismo marino. Volvió de nuevo la mirada hacia los transportes, cuyas velas flamearon a medida que caía el viento. Las velas de la Themis se hincharon con un latigazo seco. Las ondas que surcaban la superficie del agua fluían apresuradamente, aunque sin una pauta que pudiese interpretar un marino.
—Creo que con viento favorable andamos más que ellos. Esos transportes deben ir cargados hasta los topes —opinó el piloto.
—Doy gracias a Dios por nuestro forro de cobre, señor Barthe —dijo Hayden; los fondos de las embarcaciones de la Armada Real estaban chapados con finas capas de cobre para evitar el desgaste de la broma, lo que les permitía pasar largos meses en el mar sin verse sujetos a reparaciones—. ¿Quién es nuestro mejor timonel?
—Dryden, señor. Es quien gobierna ahora la rueda.
—Tendremos que sacar provecho hasta de la menor brizna de viento para alcanzar esos transportes. En cuanto quede todo dispuesto para el combate, sitúe en sus puestos a los que bracean las vergas. Apuraremos hasta el último momento para enviarlos a servir los cañones.
—Es una lástima que andemos tan faltos de gente, señor Hayden.
—Habrá que emplearse a fondo. —Su invitado civil se personó en ese momento en el castillo de proa—. Ah, señor Muhlhauser, no sé si tendrá usted ocasión de probar ese cañón suyo.
El inventor parecía inquieto y basculaba el peso de un pie a otro, algo pálido ante la perspectiva del combate.
—Bueno, es toda una experiencia esto de ver cómo se prepara un barco para una batalla, señor Hayden. En los años que llevo en la Junta de Artillería jamás había visto disparar un cañón con ánimo de hacer daño a nadie.
—Tendremos suerte si podemos efectuar el disparo de advertencia con los cañones de caza, aunque espero que vea cumplido su deseo en un futuro cercano.
—¡Cubierta! —voceó alguien desde lo alto del aparejo—. Una vela en la rada, señor.
—Las cañoneras —informó Landry desde su puesto de observación.
Al volverse, Hayden ubicó al segundo teniente en el tope de trinquete, entre las casacas rojas de los infantes de marina armados con mosquetes.
—¿Cuántas, señor Landry?
El teniente miró a través del catalejo y respondió:
—Tres que yo distinga, señor, aunque hay otra vela más allá, y no se me ocurre qué pueda ser, aparte de un Caza María.
—¿A qué diantre se refiere? —preguntó Muhlhauser.
—A un chasse-marée, un quechemarín. Es una embarcación menor que utilizan para la pesca y el comercio costero, y también a veces para hacer el corso cuando surge la ocasión. Son lugres, y muy veloces cuando están bien gobernados, como suele suceder.
—Entiendo que las cañoneras no le preocupan —observó Muhlhauser, esforzándose por parecer indiferente.
—Les resultará difícil superar el Goulet con este viento. Cuando cambie la marea y role el viento, no tendrán ningún problema.
—¿Dónde están los bajíos del Goulet? —preguntó Barthe—. No alcanzo a distinguirlos.
—Apenas asoman con la marea alta —explicó Hayden mientras señalaba a lo lejos—. Los conozco bien, señor Barthe. No tema. Si los capitanes de nuestros transportes son buenos marinos, intentarán interponer Les Fillettes, esas rocas negras, entre sus barcos y el nuestro. Querrán que caigamos en la trampa, pero nosotros estamos al corriente de su existencia.
—¿No irá usted a adentrarse… tanto? —farfulló el civil.
—No iremos más allá de Les Fillettes. No quiero exponernos abiertamente al fuego de esas baterías. —Hayden miró en torno—. ¡Ah, qué no daría por que soplase un poco de viento! ¡La nuestra es una carrera de caracoles! El viento cae. Los transportes cuentan con la ventaja de la distancia y la oscuridad, así que debemos contrarrestarla. —Seguidamente buscó con la mirada al cabo de cañón—. Baldwin, prepara el cañón de caza de estribor. Es posible que tengamos ocasión de disparar a uno de esos transportes.
El viento jugueteó con ellos, empujándolos un instante, para luego caer del todo y dejarlos en plena encalmada; a continuación hinchaba las velas de los transportes, y al poco rato las hacía gualdrapear.
El Goulet se abrió ante ellos, y los palos de la lejana flota francesa se alzaron en el ocaso cual árboles desnudos.
—¡Tienen ahí una flota considerable, señor Hayden! —exclamó Wickham, que con el catalejo encarado permanecía a cubierto tras la batayola formada entre el cañón de caza—. Algunos navíos de tres puentes, numerosos setenta y cuatros, por no mencionar las fragatas.
—Parece que la flota francesa ha regresado. En Plymouth se decía que la habían descubierto fondeada en la bahía de Quiberon. —Hayden observó la flota enemiga con el catalejo y ante aquella visión no pudo evitar arredrarse. Distinguía tan cerca aquellas enormes naves, a las que únicamente se oponía su modesto buque…
—¿Despacharán alguna fragata para hostigarnos cuando role el viento, señor Hayden? —preguntó Wickham.
—Es poco probable. A esas alturas será noche cerrada, y no nos costaría mucho escabullimos al amparo de la oscuridad, eso si ellas no se separan, lo que podría brindarnos la ocasión de apresarlas. No les gusta combatir en igualdad de condiciones, señor Wickham.
—Pues me parece una cobardía, señor.
Hayden sintió que aquel comentario lo ofendía y procuró disimular su reacción.
—Verá, los franceses cuentan con un ejército impresionante, pero nuestra armada supera con creces a la suya. —Hayden apartó el catalejo—. Lo que da como resultado una guerra peculiar.
El viento abandonó entonces a los transportes y Hayden comprobó que el trecho de mar que los rodeaba era como un espejo.
—¡Han caído en una encalmada! —exclamó Barthe, dejándose llevar por el entusiasmo. Levantó la vista al aparejo y luego miró a barlovento—. Si este viento pudiera llevarnos hasta ellos…
Hayden intentaba calcular las distancias.
—¿Cuan lejos cree que están del Goulet, señor Barthe? ¿A dos millas del abrigo de las baterías que protegen la rada de Cámara?
—Eso calculo, señor. Y puede que a algo más de una milla de nuestra actual posición.
—Aún podríamos alcanzarlos —murmuró el primer oficial, que casi temía pronunciar aquellas palabras en voz alta. Sintió que el corazón se le disparaba y que le faltaba el aliento: nervios, si no temor. Aún esperaba oír la voz de Hart en cubierta, dispuesto a frustrar la persecución con cualquier excusa.
—¿Quiere que silbe, señor? —preguntó Wickham, cuyo joven rostro se cubrió con una tímida sonrisa.
—¡Jamás silbe para llamar al viento con la costa a sotavento! —le advirtió el piloto.
Hayden distinguió en el Goulet las cañoneras que viraban al norte. Aún tenían viento, y el teniente sabía por experiencia que éste cobraba fuerza al pasar por el embudo que formaban los altos acantilados.
El cabo abrió el cuerno de la pólvora y cebó el cañón de caza, ansioso por efectuar el disparo que podría suponerles una presa. Hayden creyó distinguir la codicia en la mirada del marinero. Echó un vistazo a los transportes y se desanimó un poco al ver que apenas eran dos sombras ya, como si el anochecer los hubiese alcanzado en plena encalmada.
—Creo que están arriando los botes, señor Hayden —señaló Wickham.
—Van a intentar ganar a remo el puerto, o un trecho de mar donde sople el viento —aventuró Hayden.
—Es una medida un poco desesperada, ¿no cree? —preguntó el piloto.
—Lo es, y también nosotros deberíamos prepararnos para arriar nuestros propios botes. Si logramos acercarnos lo suficiente para apuntarles con nuestros cañones, tendremos que trasladarnos a la presa, siempre y cuando sigamos en plena encalmada. ¿Señor Archer? Quiero que a bordo queden los hombres necesarios para atender el aparejo y los cañones de un costado, pero que los demás se armen y se preparen para embarcar en los botes.
Archer se tocó el sombrero y se alejó presuroso en dirección a popa, dando las voces pertinentes a medida que recorría la cubierta.
—Le ruego me disculpe, señor Hayden —dijo el cabo de cañón, saludándolo—. ¿Abrimos fuego ya? Eso podría asustarlos, señor. —Era un hombre delgado como un junco y las piernas parecían unidas al tronco como las de una muñeca de trapo. Hayden contuvo una sonrisa.
—Paciencia, Baldwin. Creo que los asustaremos más cuando estemos a distancia de alcanzarlos, ¿no le parece?
—A la orden, señor —respondió el cabo, algo avergonzado.
Siguieron surcando las aguas de la bahía, dejando apenas una leve estela. La tensión a bordo era palpable: los hombres ocupaban sus puestos sin perder de vista los lejanos transportes, a los que se acercaban lenta, muy lentamente. Hayden contempló el mar por enésima vez, para asegurarse de que nadie los sorprendiera por la aleta. Un navío francés de setenta y cuatro cañones, o una fragata que doblase en ese momento cualquiera de los promontorios, bastaría para convertir en una debacle aquella modesta empresa. No quería dar a Hart esa satisfacción, o que la caza se transformase en una huida desesperada.
Encaró de nuevo el catalejo. Aun a la tenue luz, distinguió las expresiones inquietas de los oficiales y tripulantes del transporte más cercano. Observaban a la Themis con la misma intensidad que los hombres de Hayden los observaban a ellos, aunque con sentimientos distintos, de eso no le cabía la menor duda. El viento acarició un instante la lona del transporte y todos levantaron la vista al aparejo, pero las velas se limitaron a flamear un poco, sin llegar a hincharse. Hayden distinguió la decepción en aquellos rostros pálidos como la cera.
—¿Cuántos cañones tendrán? —preguntó Muhlhauser.
—Pocos —respondió Barthe—. Probablemente piezas de seis libras. No pueden hacernos mella.
—¡Señor Hayden! —voceó Landry—. Una fragata se dispone a levar anclas y dar la vela.
Hayden dirigió el catalejo hacia las embarcaciones fondeadas en puerto.
—La veo, señor Landry. Gracias.
—¿Es una fragata de treinta y ocho cañones? —preguntó Muhlhauser, cuyo interés profesional pudo más que la inquietud.
—Aunque resulta difícil estar seguro desde este ángulo, es muy probable —respondió Barthe.
—¿Cañones de dieciocho libras, pues?
—Sí, pero es imposible que nos alcancen.
—¡Cubierta! —voceó el vigía del tope—. ¡Una segunda fragata se dispone a dar la vela, señor!
La noticia causó cierta agitación entre la marinería.
—Gracias, Sparrow —respondió Hayden—. No levarán el ancla con la marea y el viento en contra, pero tenme informado.
—Eso lo ha dicho para no distraer a la dotación —aclaró a Muhlhauser un sonriente Barthe—. Así siguen concentrados en la presa, en lugar de estar pendientes de las fragatas.
—¡Señor Hayden! —Madison llegó apresuradamente al castillo de proa con expresión alterada—. Problemas en cubierta, señor.
A pesar del sudor frío que sintió de pronto, Hayden no dejó de mirar por el catalejo.
—¿Qué clase de problemas, señor Madison?
—Las brigadas que sirven los cañones discuten entre sí —informó el guardiamarina, y guardó silencio un momento, pues no sabía qué más decir—. No obedecen las órdenes, señor.
Hayden se volvió hacia Madison.
—Avise al señor Hawthorne para que forme un pelotón de infantes. Que el armero reparta armas y alfanjes entre los oficiales. Señor Hobson, hay un par de pistolas en mi baúl. Tenga la amabilidad de pedir a mi escribiente que las cargue y me las traiga. —Hobson echó a correr y el primer oficial lo siguió tras dejar el catalejo en manos de Muhlhauser—. Señor Barthe, dé alcance a esos transportes, si puede.
—A la orden, señor.
Hayden llegó al portalón de babor en un abrir y cerrar de ojos, y a medida que se fue acercando cobró conciencia del griterío procedente de la cubierta principal. Los hombres discutían a voz en cuello, y también los cabos de brigada, quienes habían perdido ya el control de la situación.
Hawthorne y los soldados se acercaron corriendo por cubierta, y Hayden tomó prestada el arma de un infante. A la tenue luz sólo distinguió a las brigadas de los cañones discutiendo abiertamente.
—Apunten al combés —ordenó a los soldados, antes de amartillar el mosquete y efectuar un disparo hacia el mar.
Al volverse, los hombres se vieron apuntados por una docena de armas. Hobson apareció justo en ese momento con las pistolas de Hayden, quien empuñó una que dirigió al marinero más cercano.
—Ahora regresaréis a vuestros puestos —ordenó sin apenas levantar la voz, aunque el tono no dejaba lugar a dudas acerca de su determinación—. Quienquiera que se niegue a disparar su cañón cuando así se le ordene, o que no obedezca a los oficiales durante el presente combate, será considerado amotinado y ejecutado de un disparo donde esté.
Los hombres titubearon un momento, pero enseguida regresaron a sus puestos. En la creciente oscuridad, Hayden no alcanzó a reconocer quiénes eran, aunque sospechaba que entre ellos se contaba Bill Stuckey.
—Teniente Hawthorne, voy a dejar la situación en sus manos. Avise si necesita más hombres.
El armero y su ayudante se hallaban a popa de los tambuchos, preparados para armar a los trozos de abordaje, pero sin decidirse a ello. Hayden lo comprendió de inmediato: el armero temía entregar pistolas a aquellos hombres capaces de insubordinarse.
—¡Señor Hawthorne! —llamó Hayden—. Tenga la amabilidad de ordenar al resto de sus infantes que se sumen a los trozos de abordaje.
Hawthorne empezó a cantar los nombres de los soldados que debían unirse a los marineros destacados a los botes, y Hayden se acercó al armero, un hombre serio y juicioso, pues estaba convencido de que conocía mejor que él a los marineros.
—Arma a los hombres en quienes confíes, Martin, y di a los demás que su presencia se requiere a bordo —ordenó en voz baja el primer teniente.
Oyó la voz de Barthe dando voces a los marineros que braceaban las vergas.
—¿Tiene pistola, señor Hobson? —preguntó Hayden.
—Sí, señor —respondió el guardiamarina con voz levemente temblorosa.
—Madison y usted se encargarán de supervisar las brigadas de las piezas de proa de la cubierta principal. Si alguien intenta desarmarlos, abran fuego. ¿Se ve capaz?
El muchacho lo miró algo inquieto, pero no asustado, al menos abiertamente.
—Eso creo, señor.
—No se trata de creerlo. Su vida dependerá de ello, al igual que las de muchos de sus compañeros.
—Lo haré, señor Hayden. —Así las cosas, el joven empuñó la pistola.
—Bravo, Hobson.
El guardiamarina llamó a Madison, con quien descendió por la escala al combés, y aunque es posible que ambos anduvieran más juntos de la cuenta, mostraron una entereza admirable, teniendo en cuenta que todos los marineros les ganaban en altura.
—¡Señor Landry! —llamó el primer oficial al regresar al castillo de proa—. Necesito su presencia en cubierta, si es usted tan amable. —Algo llamó la atención de Hayden en ese momento: ¡había una vela más allá de la isla de Beniguet!—. ¿De dónde diantre ha salido ese barco? —preguntó señalando—. ¡Vigía del tope! ¿Eso de ahí no es una vela? —Al teniente empezó a palpitarle el corazón.
—¡Fragata a poniente! —anunció en respuesta el vigía, cuya voz no transmitió la seguridad de antes, pues el hecho de que alguien en cubierta descubriese antes que ellos tierra, barco u otra cosa de interés los ponía en un brete.
—¡Maldición! —juró Barthe en un susurro, girando sobre los talones para mirar a mar abierto—. Pues estamos vendidos.
—¡Vigía del tope! —llamó de nuevo el primer teniente, esforzándose por serenar su voz por el bien de la marinería—. ¿Es de las nuestras o de las suyas?
Landry seguía en el tope de trinquete con el catalejo encarado a mar abierto.
Un penacho de humo envolvió la lejana fragata, cuya driza de señales se vistió con una serie de banderas: la señal privada. Al mismo tiempo, la bandera inglesa ondeó en el palo de mesana.
Hayden cerró los ojos unos segundos y dio las gracias en un murmullo. Si la fragata hubiese pertenecido al enemigo, habrían acabado la jornada con los huesos en una prisión francesa.
—Bueno, por el solo hecho de saber que no hay franceses a poniente, compartiré el dinero del botín, siempre y cuando haya algo que compartir.
—¡Landry se acordará de ésta! —aseguró Barthe—. Aunque tuviera órdenes de contar a la flota enemiga.
—Todos teníamos la vista puesta en el dinero del botín —dijo Wickham.
—¿Quién es el guardiamarina de guardia? —preguntó Hayden.
—Williams, señor —respondió un marinero.
—Pídele que ice la señal privada y enarbole «Dando caza». —Se volvió hacia los transportes—. Dejemos que esas fragatas francesas vean que tenemos un aliado. —Era poco probable que el lejano barco inglés pudiese alcanzarlos con aquel viento, pero Hayden sentía un gran alivio por el mero hecho de tenerlo cerca. Al menos no era probable que su dotación se amotinase, sabiendo que había una fragata inglesa en las inmediaciones.
Landry apareció al cabo de un momento, con una expresión entre asustada y resentida, pero Hayden no tenía tiempo de mostrarse conciliador.
—He aquí nuestras circunstancias, señor Landry. Creo que el señor Hawthorne y los oficiales pueden mantener a la dotación en sus puestos, sobre todo ahora que hay una segunda fragata a la vista, pero me preocupa la tripulación de la presa. Tengo la sensación de que debo sumarme a los botes, si se diese la ocasión, para evitar que los marineros se enfrenten a los infantes de marina y oficiales. Eso le deja a usted al mando del barco. ¿Está dispuesto a hacerlo? Sé que desde un principio no se ha mostrado usted a favor de entablar combate.
—No veo que tenga otra salida —contestó el segundo teniente tras mirar en derredor con un mohín—. No podemos alejarnos y permitir que la dotación crea que la tememos. Eso jamás.
—No, jamás —convino Hayden. Aguardó para dar paso a las palabras de su interlocutor, pero Landry no añadió nada más—. En ese caso, ¿asumirá usted el mando del barco?
Landry asintió con expresión desdichada.
—¡Señor Barthe! —llamó el primer oficial. Trazó rápidamente un esbozo de la embocadura del puerto de Brest, señalando dónde se encontraban las rocas. Hayden sospechaba que Landry no tenía el temple para llevar la empresa a buen puerto si surgía algún contratiempo; viraría por redondo a las primeras de cambio, tal vez incluso lo hiciera aunque eso supusiera dejar atrás a los botes y sus dotaciones. Hayden dependía de que Barthe los respaldara.
¡En menuda posición se había puesto! Se sentía un idiota por ello. No había imaginado que los hombres se negarían a entablar combate ni que fueran capaces de enfrentarse a los oficiales en plena crisis. Aquello iba más allá de presentar una petición firmada o, incluso, de negarse a dar la vela.
Hayden dirigió la mirada a los transportes. El más alejado había hecho avante y casi se hallaba fuera de su alcance, pero el más próximo seguía encalmado en un mar oscuro. Hayden contempló las negras aguas, intentando calcular la andadura del buque. No hacía ni dos nudos, pensó. La presa estaba casi a tiro.
—¿A qué distancia se encuentra ese transporte, señor Barthe? —preguntó al piloto de derrota.
—A unos quinientos metros, señor Hayden. Puede que a quinientos cincuenta. Con esta luz es difícil estar seguro.
—Tiene razón. A esta distancia no creo que nos consideren una amenaza, aunque podamos efectuar un disparo a proa.
Al volverse, Hayden reparó en la presencia del tercer teniente.
—Señor Archer, tenga la amabilidad de embarcar a los trozos de abordaje y resérveme una plaza en el cúter.
Las estrellas empezaron a despuntar entre la ya moribunda luz diurna. Hayden distinguía aún los transportes: siluetas recortadas contra los oscuros acantilados. El más cercano había echado a proa los botes, y los hombres bogaban para alejar el barco de la calma chicha que los tenía presos. El otro transporte había abandonado al buque con el que había navegado en conserva y hacía avante rumbo a la embocadura del puerto, puede que aprovechando el reflujo de la marea saliente entre los acantilados. Más allá, las cañoneras habían dado una nueva bordada, y aún más lejos, en la bahía, las fragatas aguardaban a que rolase el viento y la marea les permitiese salir de puerto.
Perseverance se presentó con el catalejo nocturno de Hayden, quien le confió el que había empleado hasta ese momento.
—Gracias, Perse —dijo el primer teniente.
—¿Distingue usted con eso las rocas de la embocadura? —preguntó Barthe.
Hayden enfocó el instrumento y contempló la creciente oscuridad que envolvía el mundo vuelto del revés, puesto que el catalejo nocturno invertía la imagen; por eso era necesario estar familiarizado con su manejo.
—Apenas. —Señaló a lo lejos—. Con nuestro rumbo actual pasaremos a barlovento de ellas.
La intermitente brisa los impulsó por las oscuras aguas. Hayden distinguió a los infantes que, armados con mosquetes, vigilaban a los marineros del combés. A pesar de la creciente oscuridad, advirtió el miedo y la tensión en la postura que adoptaban. Se encendieron los faroles y se oyó el tañido de la campana de a bordo. En cubierta, uno de los marineros encargados de bracear las vergas susurró algo a otro, lo que le mereció un rebencazo por parte de un ayudante del contramaestre.
Un paje de la pólvora, un huérfano de diez u once años, se presentó con el cartucho en el castillo de proa, pero Baldwin, el cabo de cañón, le indicó que se fuera.
—Eso es para las carronadas, Lytton —susurró, empujando al muchacho en esa dirección con una palmada en el hombro, como si fuera su propio hijo.
Hayden pensó que la mayoría de ellos eran buena gente. Sin embargo, el resto constituía un misterio: reservados y marrulleros, acaso incluso asesinos. Acaso.
Cada vez costaba más calcular la distancia que los separaba de la presa, que seguía calmada y apenas hacía avante gracias a los botes que la arrastraban a golpe de remo.
—¡Baldwin! Apunte el cañón, si es tan amable. Vamos a efectuar un disparo de advertencia a proa del barco. Intente no matar a los hombres de los botes.
—A la orden, señor.
El cabo recurrió a la cuña de puntería y, con la ayuda del espeque, ajustó el ángulo del cañón.
—Preparado, señor.
—Aguarde un poco —ordenó Hayden, levantando la mano. Como si el gesto constituyese una seña, el viento cayó entonces por completo—. ¡Maldición! —espetó.
A pesar de ello, la fragata logró cubrir aún cierta distancia, gracias a la inercia.
—Ahora o nunca, Baldwin.
—A la orden, señor. —El cabo echó otro vistazo, se apartó a un lado de la pieza y aplicó el botafuego. El estruendo del cañonazo quebró el silencio y una bandada de aves marinas emprendió el vuelo. El penacho de humo fue envolviendo lentamente todo el barco.
Wickham se encaramó al extremo del bauprés, cubierto unos segundos por la nube de humo; acto seguido, se quitó el sombrero y voceó:
—¡Se han rendido, señor! Están arriando la bandera.
Hayden suspiró casi involuntariamente.
—El mando es suyo, señor Landry. Debe respaldarnos hasta que hayamos asegurado la presa. ¿Lo entiende?
El teniente de corta estatura asintió con hosquedad; miró resentido hacia la lejana fragata inglesa, que serviría de testigo a todo cuanto ocurriese allí.
—Pronto cambiará la marea y no tardará en soplar el terral. Debemos hacernos con la presa antes de que las fragatas puedan moverse.
Landry asintió de nuevo bruscamente. El primer oficial respondió al gesto y se dirigió al combés.
—¿Tiene la situación controlada, señor Hawthorne? —preguntó al pasar junto a él.
—No se preocupe, señor. Usted encárguese de tomar posesión de la presa.
—Eso pienso hacer, señor Hawthorne.
Hayden tomó el alfanje de manos del sirviente y se encaramó por el costado del cúter, donde se procuró un sitio a proa, en lugar de hacerlo en la bancada de popa, junto al timonel. Quería situarse a espaldas de los remeros para que éstos no lo vieran a menos que se dieran la vuelta; posición ventajosa dado lo peliagudo de la situación.
—Arríen los botes al agua —ordenó—. Ponga rumbo a la presa, Childers.
Los botes fueron izados y luego depositados en el agua, tras lo cual fue cosa de los remeros armar los remos. Hayden contempló un instante la oscuridad que los envolvía.
—Esos franceses aún podrían jugárnosla, sobre todo ahora que la Themis ha perdido el viento y tal vez sea incapaz de apuntar los cañones —advirtió Hayden a los hombres—. Preparémonos para lo peor, en caso de que intenten rechazar el abordaje.
—Ellos no… —Pero Childers se mordió la lengua—. Señor Hayden, ¿los cree capaces de…?
—Si pertenecieran a la Armada francesa daría por sentado que se comportarían con honor, Childers, pero los patrones de esos barcos también podrían ser sus propietarios, y quizá estén tan desesperados que no sólo preferirán faltar a la palabra dada, sino que, además, no pensarán en resistirse.
Hayden levantó la vista hacia su propio navío, casi inmóvil en las aguas calmas. Una voz quebró el silencio.
—¿Qué coño significa esto? ¡Malditos sean sus ojos, Landry! ¿Quién ha disparado ese cañón? —Se produjo un segundo de silencio—. Señor Hawthorne… ¿qué está usted haciendo, señor?
No alcanzó a escuchar la respuesta del oficial de infantería de marina.
—No me encuentro bien… —dijo Hart, cuyo vozarrón se proyectó hasta los botes—. Permítame apoyarme en usted, doctor. ¿Landry…?
—Señor —respondió el interpelado, cuya voz trémula alcanzó a oírse a pesar de los sesenta metros que los separaban.
—A bogar con alma, muchachos —ordenó Hayden en voz baja—. Ya no hay vuelta atrás. Ahí delante nos espera el dinero del botín.
¿Tendría Landry la sensatez de no decir a Hart que los botes se disponían a abordar la presa?
—¿Esos de ahí son los acantilados de Brest? —preguntó el capitán, arrastrando tanto la voz que apenas se le entendía.
—¡Diantre! —maldijo el primer oficial en un susurro—. ¡Bogad!
—Hacíamos el reconocimiento de la flota francesa cuando cayó el viento, capitán —respondió Barthe en voz bien alta.
«Es un buen hombre», pensó Hayden, pues con su respuesta había pretendido distraer al capitán de la presa y los botes. Estaba ya tan oscuro que Hayden esperó que los botes fuesen prácticamente invisibles desde la fragata.
Se volvió para ver si distinguía indicios de actividad en la presa. La falúa se hallaba a estribor de ellos, y los de la Themis remaban con alma, tanta que de hecho les sacaban ventaja. El segundo cúter se hallaba a popa, manteniendo la posición. Con un poco de suerte, el patrón del transporte ignoraría cuántos hombres había destacado el barco inglés para tomar posesión de la presa, lo que le dificultaría organizar la resistencia y haría menos posible que se la plantease siquiera.
Hayden se incorporó a proa y se llevó las manos a los labios para hacer bocina:
—Préparez-vous à être abordés! Au moindre signe de résistance, notre navire ouvrira le feu! —voceó a la cubierta de la embarcación francesa.
Aguardó preguntándose si recibiría una bala de mosquete por respuesta, pero sólo se oyó una conversación susurrada en francés.
—¡Señor Hayden! —surgió la voz de Landry de la oscuridad—. El capitán Hart le ordena que regrese al barco de inmediato.
—¡Maldito cobarde! —masculló un remero.
—Silencio ahí —espetó Hayden antes de volverse hacia la Themis, ya apenas visible en la oscuridad.
—¿Qué hago, señor? —preguntó el timonel, medio incorporado para asomar por encima de los marineros.
—Continúe remando —ordenó el primer oficial tras un breve titubeo—. Que me lleven a un consejo de guerra si eso quieren. Pienso cumplir con mi deber.
—El teniente Landry ha dicho: «Regresar con el barco de inmediato» —sugirió otro remero—. Seguro que se refería a la presa, señor. A que regresase con la presa.
—¿Wickham…? —preguntó Hayden—. ¿Es usted?
—Sí, señor.
—¿Qué hace usted aquí? ¿Cómo ha embarcado?
—Se me ocurrió que tal vez necesitaría ayuda, señor.
Hayden estuvo a punto de soltar una risotada.
—¿Está seguro de que Landry ha dicho «con el barco»?
—Totalmente, señor.
—Entonces debo haberle oído mal. ¡Seguid remando! —ordenó, satisfecho al comprobar que los demás botes no titubeaban y mantenían el rumbo.
—¡Señor Hayden! —voceó Landry.
Los altos costados del buque francés surgieron en la oscuridad y saludaron a los trozos de abordaje ingleses con una salva de fuego de mosquete y un cañonazo. La bala alcanzó al remero más próximo a Hayden, que lanzó un gruñido y cayó muerto.
Hayden apuntó la pistola y disparó a una sombra encaramada a la empavesada; un hombre se precipitó al mar y pasó apenas a un metro de distancia. El bote se abarloó con un ruido seco y entonces fue el turno de los hombres de la Themis, que abrieron fuego. Hayden lanzó un garfio de abordaje al obenque y trepó por el costado del barco. Al asomar por la empavesada, enarboló el alfanje y se enfrentó a un hombre, pero otro logró rasgarle la casaca con una bayoneta. Wickham disparó sobre el francés cuando éste se disponía a lanzarse de nuevo a fondo; el hombre cayó en una cubierta que pronto se teñiría de sangre.
Las descargas de mosquetería no tardaron en ceder paso al entrechocar del acero cuando los marineros ingleses pusieron manos a la obra entre gruñidos y maldiciones. El abordaje acabó en un abrir y cerrar de ojos, pues la dotación del transporte no se mostró tan dispuesta como había parecido a dar la vida por el cargamento. Muchos fueron los que huyeron en los botes, y a los pocos que permanecieron a bordo los agruparon en el castillo de proa.
Wickham apareció salido de la oscuridad, ruborizado de emoción.
—¿Está herido, señor?
—Sólo es un rasguño. Señor Franks, ¿está asegurada la cubierta inferior?
—Sí, señor Hayden. Hemos sacado a unos cuantos franceses de sus conejeras.
—Bien hecho. —El primer teniente contempló la cubierta, apenas visible a la luz de las estrellas. Había unos pocos hombres tumbados, atendidos por sus compañeros, y a otros los arrojaban por la borda. Confió en que no fueran de los suyos—. ¿Wickham? Acérquese a la rueda y compruebe si el timón responde.
El joven se dirigió a buen paso a popa.
Hayden sabía que tendrían problemas si el patrón francés había inutilizado el timón. Hayden se hizo cargo de la situación tras recorrer la cubierta. La lona seguía mareada, aunque flameaba de un lado a otro según el balanceo del barco, pues no soplaba viento alguno. La breve escaramuza no había perjudicado la embarcación, al menos en apariencia. Al llegar al alcázar, Wickham alzó la vista.
—El timón responde, señor Hayden.
—En tal caso tenemos una oportunidad de salimos con la nuestra. Que un vigía se aposte en el tope. Tú mismo, Price.
Un marinero se encaramó al obenque y trepó como un mono.
—¿Distingues las cañoneras?
—Sólo veo unos faroles casi a ras de agua, señor —informó Price tras unos segundos de silencio.
—Deben de ser ellas. Las fragatas francesas… ¿Las ves?
—No, señor, pero en el fondeadero hay un montón de fanales encendidos.
—Era de esperar —se dijo Hayden—. ¿Distingues a la Themis desde ahí?
Silencio.
—¡Ahí está, señor!
Hayden supuso que el hombre se la estaba señalando, pero la oscuridad le impedía verlo.
—¿En qué dirección?
—Noroeste cuarta al norte, señor. A una milla de distancia, señor, puede que más.
—La marea está cambiando, señor Hayden —le informó Franks.
El primer teniente permaneció inmóvil unos segundos, alineando la cima de la montaña cercana con una estrella.
—Así es, señor Franks. Salgamos a mar abierto. —Y tras dirigirse a la rueda, dijo—: Señor Wickham, cuente usted a nuestros heridos… Y a los hombres que hayamos podido perder en el abordaje.
—A la orden, señor. —El joven se acercó a un grupo de marineros que había agachados junto a un compañero, y Hayden lo oyó susurrar unas palabras. El joven tenía buena mano con los hombres, quienes percibían que su preocupación era genuina y sincera.
Hayden alineó otro extremo del acantilado con una estrella para calcular la andadura. Un viento fresco acarició las velas: era un viento cálido, fragante, procedente de tierra. Ignoraba si ese cambio supondría también la presencia de cañoneras, pero finalmente el terral sopló un instante y cesó de inmediato.
—Señor Franks… Considérese usted contramaestre y piloto de derrota. Sitúe a los hombres lo mejor que pueda para el gobierno del barco. Pongan en cruz la verga de velacho. En cuanto andemos de empopada, meteré el timón a la banda de estribor. Procuraremos franquear esos acantilados y salir a mar abierto.
—A la orden, señor.
Franks empezó a vocear nombres y, para alivio de Hayden, los marineros respondieron de buena voluntad, tal como se encontraban en el momento del abordaje. Al parecer, los descontentos de la Themis ni siquiera se habían molestado en embarcar en los botes: o eso, o el botín había bastado para que se olvidasen temporalmente de los ideales republicanos. Bracearon las vergas en cuanto sopló de nuevo el viento. Hayden metió el timón a banda y a los pocos segundos el barco respondió. Al hincharse las velas, la proa cayó al costado y se braceó rápidamente la verga de velacho. El buque fue ganando velocidad.
—Mantenga el viento por la aleta, señor Franks. Cuando podamos, viraremos por redondo y aproaremos a mar abierto con rumbo suroeste. ¡Vigía del tope! ¿Distingues a la Themis y a la otra fragata?
—A la Themis la veo en la banda opuesta, señor Hayden —informó la voz—. La otra fragata… No la veo, señor. ¡Aguarde, teniente! Ahí están los fanales. A poniente, señor.
—Esa debe de ser la fragata —confirmó Hayden—. No la pierda de vista.
Wickham reapareció muy serio en cubierta.
—Dos muertos, señor: Green y Starr. Seis heridos. —Titubeó antes de añadir—: Aunque no creo que Smyth sobreviva más de una hora. No podemos detener la hemorragia.
—Lo lamento. Necesitamos al doctor Griffiths, pero no habrá manera de alcanzar a la Themis en este pozo. —Aunque era consciente de su ignorancia en cuestiones médicas, dejó la rueda del timón en manos de Wickham y fue a ver a Smyth.
El marinero yacía tendido en el castillo de proa, al cuidado de sus compañeros. Lo habían puesto lo más cómodo posible, pero tenía un paño grueso en el costado que se empapaba de sangre rápidamente.
—¿Sientes dolor, Smyth? —le preguntó Hayden, incapaz de verle el rostro a la escasa luz.
El herido no habló, pero negó con la cabeza. Hayden supo que mentía. Siguió allí un rato más, pero luego se despidió, ordenando a los hombres que hiciesen lo posible por aliviarlo. Una vez en el alcázar, tomó la rueda del timón de manos de un afligido Wickham. Ambos permanecieron en silencio unos minutos.
—De modo que éste ha sido su primer combate, Wickham —comentó Hayden tras abrir un poco el rumbo.
—Sí, señor. En efecto. Me habría dejado mejor sabor de boca de no haber habido muertos ni heridos.
—Sí, maldito patrón francés. Arrió la bandera y luego cambió de idea cuando la Themis no pudo apuntarlo con sus cañones. ¡Canalla!
—Pagó por ello, señor. Franks le dio su merecido.
—¿Sigue a bordo?
—No, señor. Arrojamos el cadáver por la borda.
Hayden no supo qué decir. El patrón había pagado cara la traición, aunque a Hayden el abordaje tampoco le había salido gratis: dos muertos que probablemente al amanecer serían tres. Luego habría que ver qué heridas se gangrenaban. Los marineros temían la gangrena más que a morir en combate.
—¿Ha oído lo del cargamento, señor? —preguntó el joven, deseoso de apartar la mente de las malas noticias.
—No.
—Grano, señor.
—¡Vaya, buenas noticias!
—Sí, señor. Es mi primera presa.
—Aún no hemos escapado, Wickham. Hay fragatas y cañoneras en los alrededores, por no mencionar los bajíos y las rocas, y todo ello con un viento que ni siquiera conseguiría hinchar un pañuelo.
—Lograremos escabullimos, seguro. —La confianza del muchacho era reconfortante—. Pero ¿qué pasará cuando demos con la Themis, señor?
Hayden sabía exactamente a qué se refería el joven, porque él se hacía la misma pregunta. Sin duda Hart estaría furioso. Habían desobedecido una orden directa, y no estaba seguro de que alguien diese crédito a la excusa de que no la habían oído bien. No obstante, habían hecho una presa y efectuado el reconocimiento de la rada de Brest. Hart se encontraba indispuesto para mandar el barco, y cuando subió a cubierta y dio órdenes, apenas se le entendía y no podía tenerse en pie sin ayuda. Su competencia podía ponerse en duda.
—Señor…
—Discúlpeme, Wickham —dijo Hayden—. No sé qué sucederá. Desde luego, no cuento con el favor del capitán Hart, y el botín podría no contrarrestar el hecho de haber desobedecido órdenes y haber acabado con tres marineros muertos.
—Bueno, señor, a él las muertes no le importarán, eso se lo aseguro. Pero en cuanto a desobedecer órdenes… Al capitán no le gusta que lo desafíen. El señor Arnold, nuestro anterior primer teniente, siempre decía que si el capitán te ordenaba poner rumbo sur y lo corregías para evitar embarrancar el barco, era capaz de someterte a consejo de guerra por insubordinación.
Hayden deseó que los hombres no le hablasen de ese modo, como si todos ellos conspiraran contra el capitán y, por tanto, pudieran decir lo que les pasara por la cabeza. Pero ¿qué debía hacer? ¿Defender a Hart? Acababa de desobedecer sus órdenes y había conspirado con el cirujano para asumir el mando del barco, aunque fuera temporalmente.
En el fondo, algo le decía que había ido más allá de la desobediencia: había demostrado a la dotación que su primer teniente no se arredraba ante nada. Que Hart lo maltratase en público cuanto quisiera; el capitán jamás olvidaría que Hayden era capaz de hacer aquello que él no podía, y la tripulación, hasta el último marinero o paje, también sería consciente de ello. Todos considerarían los maltratos e injurias de Hart como lo que realmente eran: el fruto de la malicia inspirada por la envidia.
—Divida a la dotación en dos guardias, señor Wickham… Yo haré la primera y usted se ocupará de la segunda. Quienes no estén de guardia podrán descansar en cubierta. Supongo que será una noche tranquila.
—Sí, señor. —Wickham se alejó, dispuesto a cumplir las órdenes sin demora.
Apostó vigías, ya que no sólo había fragatas en las inmediaciones, sino también cañoneras. Su gobierno de la marinería demostró un admirable equilibrio entre las necesidades del barco y los requisitos de la disciplina, al tiempo que recompensó a los hombres por su papel en el abordaje mostrándose algo laxo con las ordenanzas.
Sacaron bebida y los que no estaban de guardia, además de un grupito que sí lo estaba, o eso temió Hayden, se sentaron en cubierta a la luz de la luna y bebieron en silencio. El primer oficial les había advertido que no hicieran ruido, debido a la posible presencia de barcos enemigos en las proximidades. También ordenó apagar los fanales y confió en que la buena vista de los vigías y la luz de las estrellas los mantuvieran a salvo. En caso de que fuera una fragata inglesa la que acabara alcanzándolos, sería él quien quedaría como un maniático a los ojos de los hombres, pero ante una fragata enemiga no tenían la menor oportunidad, de modo que se limitó a confiar en que la oscuridad los protegiera.
El terral lo llevó unas millas a mar abierto y Hayden ordenó pairear durante la noche. Horas después el viento cayó de nuevo por completo y el barco quedó varado en un mar cuya superficie parecía un espejo. La luz de la luna formaba sobre el agua una senda casi ininterrumpida hasta la costa.
Hayden no logró conciliar el sueño. No estaba preocupado por lo que le deparara el futuro, aunque de vez en cuando no podía evitar pensar en ello. Pensaba más bien en sus estancias de niño en la Bretaña y en la casa que tenía su madre allí. Qué distinta era de la morada de los amigos de sus padres en Inglaterra. El terral llevó hasta él los olores de las casas. El aroma a jardín o a pan horneado, a trigo recién segado. Sintió una profunda añoranza por la patria de su madre, donde siendo niño había conocido la felicidad. Cuánto lamentaba aquellas semanas en París, que habían ensuciado la imagen que tenía del pueblo materno y lo habían llevado a cuestionarse su propia razón. Deseó haber estado en alta mar en aquel momento, lejos del gentío, los discursos incendiarios y las llamadas a las barricadas.
Hayden siempre había pensado que todo se veía con mayor claridad en el mar, al menos hasta que aceptó el puesto de primer teniente en la Themis. El enemigo navegaba bajo una bandera conocida y uno nunca se cuestionaba su culpabilidad; se trataba sencillamente de hundirlo o apresarlo antes de que él hiciese lo propio.
Conocía el mar desde su más tierna infancia, y había servido a bordo de barcos de todas las condiciones imaginables. En el mar confiaba en sí mismo como no lo hacía en tierra. Pero esa claridad de pensamiento había arriado la bandera en cuanto puso el pie a bordo de la Themis, donde nada era lo que parecía. Así las cosas, verse apenas a unos kilómetros del hogar de su tío, a bordo de una presa francesa, esperando a recibir un castigo por cumplir con su deber se le antojaba por lo menos extraño.
Hayden había estado en travesías en que el viento y el mar apenas permitían gobernar el barco. Las condiciones atmosféricas eran un rival demasiado poderoso para enfrentarse a él, de modo que el capitán únicamente podía esperar a que el clima lo favoreciera, o refugiarse en algún puerto al que el tiempo le permitiese arribar. Se preguntó por qué insistía en servir en la Armada de Su Majestad, cuando la propia Armada era como una fuerza de la naturaleza que no dejaba de rechazarlo. No había indicio alguno de que el tiempo fuese a cambiar de parecer.
Sin embargo, en aquella guerra inverosímil había optado por apoyar al bando inglés, y había una parte de él que creía a pies juntillas que cosechar el éxito en su carrera supondría ser aceptado entre los compatriotas de su padre.
La conciencia de sí mismo le bastaba para comprender que su padre no sería perdonado en ese asunto. Había sido un oficial prometedor cuya carrera se había visto prematuramente interrumpida. Ése era su legado, y su hijo tenía una labor que completar, un modelo que asumir. Una insensatez, quizá, o un exceso sentimental. Pero deseaba terminar aquello que su padre no había podido completar.
—No puedes hacer que un muerto se sienta orgulloso —se murmuró en la oscuridad.
Alguien carraspeó a dos pasos de distancia, y al oírlo Hayden se dio la vuelta.
—Creo que es la hora del cambio de guardia, señor —dijo Wickham. La luna proyectaba la sombra del obenque sobre el joven.
—¿De veras?
—Sí, señor.
—En tal caso le cedo el mando. ¿Le importa si me siento en el coronamiento? La luna está muy hermosa.
—Así es, señor. —Wickham se acercó al coronamiento, contemplando el mar—. Es una noche extraña, señor. Invita a la reflexión, supongo.
—¿Cómo?
—Incluso un combate sin importancia, como el que hemos librado hoy, incita a la reflexión filosófica —explicó el guardiamarina, encogiéndose de hombros—. No resulta fácil asimilar que alguien puede estar vivo en un instante y muerto al siguiente. Como un candil que se apaga. Atravesé con el alfanje el pecho de un francés, le atravesé el corazón, estoy seguro. Cayó, y cuando desembaracé el arma le vi el rostro. En ese preciso instante el hombre comprendió que yo lo había matado. Nunca olvidaré su expresión, señor. Qué acto más horrible, arrebatarle la vida a un ser humano… —añadió el joven y guardó silencio.
—Así es. No hay nada peor. ¿Se refiere al mismo que intentó herirme con la bayoneta?
—Sí, señor.
—Usted lo mató, pero al hacerlo me salvó la vida, gesto que aún no le he agradecido.
—No es necesario, señor. Puede que algún día sea usted quien me salve a mí. Somos compañeros —declaró como si con eso bastara.
—Es curioso, pero es como si esos franceses a los que hemos atacado hoy me resultaran conocidos —confesó de pronto Hayden—. De niño, cuando vivía aquí, frecuentaba el puerto de Brest, donde abundan personas como ellos, todas con las gorras bretonas y las camisas remangadas. —Miró a Wickham a la luz de la luna, pero en su rostro sólo encontró una profunda desolación—. Querría serle de algún consuelo, señor Wickham, pero creo que lo mejor que puede decirse es que estamos en guerra. Esos hombres lo hubieran matado a usted sin titubear. Por terrible que resulte, es necesario detener a los radicales. Será mejor que hagamos lo posible por mantener la guillotina al otro lado del Canal. —Hayden se preguntó si sus palabras sonaban tan falsas como le parecía.
El muchacho asintió, intentando recuperar la presencia de ánimo.
—Sí, señor. Ha sido la primera vez… Estoy seguro de que haré las paces con lo que he hecho.
—No me cabe la menor duda.
En ese momento se les acercó un miembro de la dotación que se mantenía despierto caminando de un lado a otro.
—Son como unas vacaciones, ¿no le parece, señor? —preguntó Wickham, comentario que suscitó la risa de Hayden—. Me refiero a que los hombres duermen en cubierta y nadie se molesta en darle la vuelta a la ampolleta o en hacer sonar la campana.
—Sí, igual —admitió el primer teniente.
—Los hombres están muy contentos por lo del dinero del botín.
—Dígales que no lo gasten antes de que solicitemos nuestra parte al Tribunal de Presas.
—¿Es cierto que los hombres que sirven en la otra fragata compartirán nuestra presa?
—En efecto, así es.
—No parece justo.
—Verá, la presa podría no haber arriado tan pronto la bandera de no haber habido cerca otro barco inglés. De modo que si bien no efectuó un solo disparo, ese otro navío intervino en el desarrollo de los acontecimientos.
—Pero la otra fragata jamás habría alcanzado al transporte con ese viento, y nosotros nos vimos obligados a luchar, a pesar de su presencia.
—Todo eso que dice es verdad, pero algún día será su barco el que asome para reforzar a otro, y usted obtendrá una parte del dinero del botín por no hacer prácticamente nada, así que cuando llegue ese momento ya hablaremos de la justeza de todo el asunto, si le parece.
Wickham rió.
—Puede que tenga usted razón. Voy a dejarlo a solas con sus pensamientos, señor.
El primer teniente no estaba muy seguro de que eso le conviniera. Había demasiados hilos sueltos, demasiadas dudas, inquietudes, flotando hacia él hasta encontrarlo en la oscuridad, cosas que al romper el alba no le parecieron tan importantes. Pero el hecho de ser o no bienvenidas no les impidió abordarlo aquella noche.