Estimado señor Banks:
Actualmente nos encontramos fondeados en Torbay, a la espera de que cambie el tiempo. La bahía de Plymouth quedó a popa ayer al anochecer, aunque no antes de que se registrara un inquietante incidente cuando nos disponíamos a levar anclas. El problema empezó cuando buena parte de la dotación se negó a obedecer las órdenes de los oficiales. Puesto que el capitán Hart, enfermo, guardaba cama, me vi obligado a llamar por el nombre a cada marinero a su puesto. Con la ayuda de algunos oficiales y tripulantes, logramos que la dotación pusiera a regañadientes manos a la obra. Informé del incidente al capitán, pero éste lo achacó a su reciente ausencia del barco y a la pérdida de disciplina derivada de ella. No se me dio oportunidad de asegurarle que no se habían registrado problemas de disciplina durante su ausencia.
El segundo teniente Landry me informa que las órdenes consisten en navegar a la costa francesa y hacer un cálculo de las fuerzas de que dispone el enemigo en diversos puertos, así como de hostigar al francés cuanto nos sea posible. El capitán Hart sigue en cama, dice el doctor que a la espera de expulsar una piedra. También me ha comentado que el pobre hombre sufre de constantes migrañas. Doy gracias a Dios por disfrutar de buena salud.
Parece que los recientes conatos de norteamericanos y franceses se han extendido también a la Armada de Su Majestad. Dos de los panfletos firmados por Thomas Paine han sido hallados en manos de un miembro de la tripulación. El guardiamarina que los encontró se mostró poco dispuesto a poner este asunto en conocimiento del capitán, creo que debido a la reciente sentencia de muerte de McBride, a quien el guardiamarina consideraba inocente. El hombre involucrado es el mejor marinero de primera con que cuenta la Themis, y también el más diligente en el cumplimiento del deber. Tuve ocasión de conversar con él y me expresó su deseo de vivir algún día en Estados Unidos, que según parece se ha convertido en la nueva Tierra Prometida para los marineros. No creo que su presencia a bordo constituya una amenaza para el barco o la oficialidad. Sin embargo, en el barco existe un gran descontento entre la marinería, y si la situación no se maneja con acierto, podrían derivarse graves consecuencias.
Se despide de usted atentamente
Su humilde servidor.
Con una intensa aversión, Hayden puso su sello en el lacre y reunió el resto de la correspondencia.
—¿No quiere que copie la última carta, señor Hayden? —preguntó Perseverance. El muchacho se hallaba de pie en la puerta de la cabina, esperando a llevarse el correo del teniente. Su rostro pecoso estaba muy serio y pensativo.
—Gracias, Perse, pero no será necesario. Es personal, y yo mismo la he copiado.
El muchacho asintió con aire decepcionado. Era una de las diversas cualidades que Hayden había llegado a admirar en él: haciendo honor a su nombre, el chico nunca se arrugaba o quejaba por la cantidad de trabajo.
El primer oficial tendió las cartas al joven, que se apresuró a sumarlas a la saca del correo destinado a tierra. Por un instante estuvo a punto de salir corriendo tras él. ¿Qué haría Stephens si Hayden se negaba a enviarle aquellos odiosos informes? Sin embargo, éste lo dejó marchar, consciente de la promesa que había hecho al primer secretario. No podía faltar a su palabra, aunque la hubiera empeñado en tan deshonrosa labor.
—El capitán requiere su presencia en el alcázar, señor Hayden —le informó Madison tras llamar a la puerta.
El teniente se puso la casaca y, por temor a la escasa altura de la cubierta, se colocó el bicornio bajo el brazo. Al poco se hallaba en el alcázar, donde encontró a Landry, Barthe y Archer de pie junto al capitán. Varios guardiamarinas se hallaban presentes a cuatro pasos de distancia.
—Ah, señor Hayden —saludó Hart al verlo—, qué detalle por su parte reunirse con nosotros.
—Mis disculpas, señor —se apresuró a decir Hayden, calándose el sombrero—. No sabía que se me hubiese convocado.
Tras levantar la vista al cielo, Hayden comprendió que la tormenta estaba a punto de amainar del todo, pues varios fragmentos azules se recortaban aquí y allá en un cielo cubierto de nubes blancas. El viento seguía soplando del sudeste pero suavemente, y ya no llovía, aunque la cubierta seguía mojada. Gotas de agua colgaban de la botavara, donde se hinchaban hasta que la fuerza de la gravedad las precipitaba al suelo. Una gota helada cayó en el cuello de Hayden cuando se llevó la mano al sombrero para saludar al capitán.
Hart observó a su primer teniente con mirada bizca, los ojos azul claro casi ocultos bajo la frente abultada. Tenía el rostro surcado de arrugas, ceroso y brillante por la capa de sudor que lo perlaba. Algo encorvado, como si el dolor no lo hubiese abandonado del todo, extendió el brazo y tomó una cabilla de la rueda del timón.
—Este viento seguirá por poco tiempo —dijo con cierto esfuerzo—. Veo que rolará al norte o al nordeste. Abandonemos este fondeadero mientras aún hay luz. ¿Quién está de guardia, señor Hayden?
—Dryden, señor.
El capitán se volvió para mirarlo fijamente, con el rostro súbitamente sonrojado.
—¿Dryden? ¿El segundo del piloto?
—El mismo, señor —respondió Hayden.
—Entonces, ¿quiénes son los oficiales de guardia? —preguntó Hart con brusquedad.
—Los tenientes Landry y Archer, además del señor Dryden, señor.
—¡Usted no ha de abandonar a sus compañeros cuando tengan guardia! —gruñó el capitán—. ¿De dónde ha sacado esa idea?
—Así lo hacíamos en la fragata donde serví, señor.
—Pues a bordo de mi barco, usted ha de hacer la guardia como los demás tenientes. Ordene a la gente dar la vela, señor Hayden. Pongamos rumbo a Brest. —Soltó la rueda y dirigió un gesto a Landry, quien se acercó a él para que se apoyase en su hombro—. Procure no trabarnos con la cadena de otro barco —espetó al primer teniente—. No quiero que su incompetencia mancille el buen nombre de mi barco.
Griffiths, que se hallaba cerca, se acercó a echar una mano a Landry, y entre ambos ayudaron al capitán a bajar por la escala de toldilla.
—Bueno, señor Barthe —dijo el primer teniente con los puños crispados y conteniendo la rabia—. Preparémonos para dar la vela.
—A la orden, señor —dijo el piloto, dedicándole lo que podía interpretarse como una mirada compasiva—. Esperemos que la dotación esté más dispuesta que la última vez que levamos el ancla.
—Son los oficiales quienes me preocupan, excepto usted y algunos otros, señor Barthe. ¿Dónde está el señor Franks? —Hayden miró en busca del contramaestre de la nariz rota.
—Ha llevado el correo al Captain, señor. Tenía intención de observar nuestros palos desde la proa cuando regresara.
Se dieron las voces correspondientes para dar la vela y, con alivio de Hayden, los hombres se apresuraron a obedecer: adujaron drizas y escotas, armaron las barras en el cabrestante y prepararon el aparejo para levar el ancla. Los marineros no se aplicaron de buen grado a la labor, pero al menos habían recuperado su anterior nivel de eficacia. Franks se abarloó en plena maniobra y ordenó que subieran el bote.
—¿Qué aspecto tienen nuestros palos, señor Franks? —le voceó Hayden.
—Firmes y bien rectos, señor.
—¿Podría echar un vistazo a la jimelga de la verga de mayor? Tuvo que luchar a destajo durante la tormenta, y no quiero que trabaje tanto.
—¡Así se hará, señor! —Franks se hizo acompañar por Aldrich y uno de sus ayudantes para comprobar el estado del aparejo.
Se metieron en los botes, estibados sobre las perchas de respeto. A continuación se armó un aparejo para enganchar la gata del ancla, y los hombres ocuparon sus puestos a las barras del cabrestante.
—Me parece increíble que pueda imponerse el orden en semejante maniobra —opinó alguien a su espalda. Hayden se volvió y vio a Muhlhauser, que contemplaba el espectáculo con una mezcla de asombro y diversión.
—Hay mucho que hacer al mismo tiempo —admitió el primer oficial—, pero los hombres conocen su trabajo razonablemente bien. —Pensó que en realidad eran lentos y desorganizados, pero no tardaría en resolver ambos problemas, siempre y cuando Hart se lo permitiera. También observó a los hombres para identificar los diferentes elementos. Algunos trabajaban de buena gana, otros se mostraban lentos, y finalmente los últimos únicamente se aplicaban a la labor cuando Franks acudía a llamarles la atención rebenque en alto.
—¿Podría tildarse esta dotación de «abigarrada»? —preguntó Muhlhauser.
Hayden contuvo una sonrisa ante el comentario. Echó un vistazo a la expresión del invitado para asegurarse de que no estaba bromeando, mas la mirada de asombro e inocencia de Muhlhauser le dio a entender que no era así.
—Creo que nada podría describirla mejor que ese adjetivo.
Un sonriente Hawthorne apenas distaba un paso de ambos.
—De hecho, creo que es absolutamente acertado —dijo el infante de marina—. Tendría que verlos cargar las mayores y dejar sueltos los puños, señor Muhlhauser. Da la impresión de que se han puesto los calzones del revés.
El comentario arrancó risas por parte de Wickham y Madison, quienes se apresuraron a abandonar el alcázar en compañía del infante de marina.
Muhlhauser mudó su expresión.
—Veo que se están burlando de mí —protestó con aire indignado.
—En absoluto, señor —le aseguró Hayden—. Era un juego de palabras que sólo pretendía arrancarle una sonrisa.
—¿Un juego de palabras? ¿Y qué juego de palabras?
Hayden carraspeó y contuvo la risa.
—«Abigarrado» es un adjetivo que viene a calificar una mezcla confusa y caótica, y las mayores se cargan con los puños más o menos sueltos cuando se pretende reducir su superficie, a lo cual, coloquialmente, se califica como «dejar las velas en calzones», de modo que al decir que daba la impresión de que llevaban los calzones del revés, el señor Hawthorne pretendía dar a entender que la dotación se movía con torpeza, arrastrándose de un lado a otro. Si acaso, fue una burla dirigida a la marinería.
Muhlhauser no pareció comprender la broma, pues no se le suavizó un ápice la expresión.
—En fin, si está usted seguro de que no pretendía faltarme…
—Lo estoy. El señor Hawthorne no tiene un pelo de bromista.
Esto pareció satisfacer al inventor, que intentó calmarse.
—Muy ingenioso el comentario, aunque algo rebuscado y demasiado marinero, quizá —admitió.
Hayden sonrió. «Sí, demasiado marinero», pensó.
—¿Y ahora qué hacen? —preguntó Muhlhauser.
—Pondrán en facha el velacho cuando asome el ancla. Al mismo tiempo, bracearán las vergas de las gavias de mayor y mesana. Cuando levemos el ancla, el barco empezará a andar de empopada, o sea, a navegar hacia atrás, y cuando metamos el timón a banda viraremos hasta poner el viento por la amura de estribor. ¿Lo entiende? Luego bracearán de nuevo las vergas de velacho y gavias, las velas se inflarán, el barco ganará andadura y nos habremos dado a la vela… Siempre y cuando todo salga según lo previsto.
Los hombres empujaron las barras del cabrestante y enseguida éste empezó a virar poco a poco. Transcurrió otro largo instante antes de que el barco se desplazase. Aunque reinaba una gran actividad en cubierta y en el aparejo, la nave se movió despacio, pues todo dependía de los hombres que empujaban las barras. Lenta, muy lentamente, se cobró el cable del ancla y éste se aferró sobre el pozo.
—¡Gavieros y juaneteros arriba! ¡A dar la vela! —voceó el piloto a través de la bocina.
Finalmente, se levó el ancla y se mareó la lona, que cayó a estrepadas como cae el agua de una cascada, pensó Hayden. El velacho quedó en facha, prieto contra el palo.
El guardiamarina Williams se hallaba junto al coronamiento, atento al oleaje a popa.
—¿Vamos de empopada, señor Williams? —preguntó Hayden.
El muchacho escupió al agua y observó cómo se disipaba el escupitajo.
—Aún no, señor Hayden… —No tardó en añadir—: Ahora sí, señor.
—Timón a banda, si es tan amable, señor Dryden.
Éste giró la rueda del timón y el barco anduvo a popa. El primer teniente miró en derredor, calculando la distancia que los separaba de las embarcaciones más próximas, asegurándose por quinta o sexta vez de que tenían espacio suficiente para la maniobra.
Al alba había aparecido un bergantín que había anclado demasiado cerca, a popa de ellos, con gran torpeza. En ese momento, Hayden reparó en su comandante, que ordenaba a los hombres halar más cable; sin embargo, el primer oficial de la Themis confiaba en mantener las distancias con la embarcación.
La proa del barco cayó hacia la amura de estribor y se bracearon las vergas de proa. Al inflarse con un estampido sordo, las velas produjeron ese sonido que los marinos jamás olvidan. Por un instante el barco anduvo a la deriva, y luego empezó a deslizarse hacia delante, pasando cerca de la proa del bergantín. Hayden inclinó levemente la cabeza ante el comandante cuando el barco pasó de largo. Mesana y cangreja adrizaron enseguida la embarcación.
—¡Atención! —alertó Barthe a los marineros pendientes de las vergas—. ¡Marea!
Las velas mayor y trinquete cayeron de las vergas, tomando el viento de inmediato. Dieron la vuelta al reloj de arena y se oyó una campanada. Las velas de estay guarnieron sus respectivos cabos y el barco tumbó un poco antes de adrizarse. La Themis anduvo entre el convoy, con su flamante mano de pintura refulgiendo a la tenue luz.
Había una nota triste en la escena, pues los barcos maltratados por la tormenta se hallaban fondeados en la tranquila bahía, como aves con la cabeza oculta entre las alas, mientras la solitaria fragata embocaba el canal y se cernía la oscuridad. Hayden sintió en el pecho una punzada que fue mezcla de orgullo y tristeza: orgullo de que su barco se hiciese a la mar para enfrentarse al enemigo, y respecto a la tristeza… No supo a qué atribuirla. Aparte de la melancolía, aquella escena también estaba teñida de soledad, pues todos los barcos y sus dotaciones permanecían al abrigo de la tormenta, mientras que la solitaria fragata hacía avante.
La Themis salió a las aguas del Canal. Cuando apenas se había alejado cuatro millas de la costa, el viento remitió por completo y la fragata se quedó meciéndose. Hayden se asió al obenque de mesana.
—¡Mire este charco! —maldijo el piloto, al tiempo que clavaba la vista en el horizonte—. ¿Y dónde está nuestro viento?
—Tarde o temprano nos encontrará —respondió el primer oficial—, y cuando crezca la marea el mar quedará como un espejo.
Muhlhauser se asió también al obenque, con el rostro ceniciento y sudoroso.
—¿Y por qué la marea allanará el mar? —preguntó.
Barthe se acercó al desdichado con expresión amable.
—Cuando el viento sopla en una dirección y la corriente en otra, el mar está picado; pero cuando cambia la marea, el mar se convierte en un espejo en un abrir y cerrar de ojos. He observado el fenómeno en diversas ocasiones. ¿Usted no, señor Hayden?
—Muchas veces, como bien dice, señor Barthe. Estas condiciones no durarán. —El barco empezó a cabecear y balancearse con violencia, al tiempo que las velas comenzaban a gualdrapear. Hayden asentó bien los pies y levantó la vista—. Creo que deberíamos aferrar las velas, señor Barthe, o acabarán hechas jirones.
—¡Maldita sea esta mar! —juró el piloto de derrota—. ¡Señor Franks! Llame a la gente, si es tan amable. Hay que aferrar toda la lona.
Las nubes se fracturaron en lo alto y asomó el sol, descendiendo sobre el mar con un extraordinario brillo. Se hizo de noche antes de que los marineros descendieran de las vergas, mascullando imprecaciones contra aquel «jodido mar de mierda», ya que el balanceo del barco dificultaba sobremanera la labor en el aparejo. Los hombres se volcaron después en la cena, que se había retrasado, y el paje sirvió café a Hayden, que éste tomó apoyándose en el coronamiento y con los pies bien plantados.
Después de varias horas de zarandeos se levantó un viento procedente del noroeste. La dotación se dispuso a dar de nuevo la vela, de manera que la Themis pudo al fin establecer un rumbo.
—Avistaremos la costa francesa al amanecer —dijo Hayden a Wickham, que era el guardiamarina de guardia—. ¿Cuánto anda?
—No llega a los cuatro nudos, señor —informó Wickham.
—De acuerdo, entonces probablemente será a media tarde.
Ambos permanecieron de pie ante el coronamiento, contemplando los últimos atisbos de luz. A su alrededor, los ruidos familiares de un barco en plena navegación supusieron cierto alivio, a pesar de los tristes graznidos de las gaviotas.
—¿No le resulta extraño, señor? —preguntó Wickham—. Me refiero a combatir contra el pueblo de su madre.
La pregunta sorprendió al primer oficial.
—Lo siento, señor Hayden —se disculpó rápidamente el guardiamarina—. ¿Me he excedido?
—No, no es eso. Se trata de una pregunta que nunca me han formulado, aunque es posible que yo siempre haya querido responderla. En cierto modo supongo que es como si mi mano izquierda fuese a la guerra contra la derecha, dada mi ascendencia; pero uno puede sentir simpatía por los franceses sin aprobar su gobierno, y no negaré que el pueblo francés me inspiró cierta simpatía cuando derrocó a Luis, a pesar de lo que sucedió luego con el levantamiento… Los así llamados líderes de la revolución se han enfrentado entre ellos. En París dominan los jacobinos y la muchedumbre, de lo que en mi opinión derivarán muchos males. Es imperativo que los franceses sean vencidos antes de que extiendan su sangrienta revolución por toda Europa, incluso al otro lado del Canal. Por lo que sé, ninguno de mis parientes franceses sirve en la Armada, de modo que no es muy probable que deba enfrentarme directamente a ellos, lo que admito supone un consuelo. —Dio unas palmadas en el coronamiento—. A pesar de la gran disparidad de población que existe entre ambos países, tengo fe en las murallas de madera de Inglaterra, señor Wickham, y en las gentes que las gobiernan.
Hayden apenas acertó a distinguir la silueta del joven en la oscuridad, aunque lo vio asentir.
—¿Cómo acabó sirviendo usted de guardiamarina en la Themis, Wickham?
—Mi madre conoce a la señora Hart de toda la vida, son amigas desde niñas. Tengo tres hermanos mayores, de modo que era la Armada o una parroquia. Como la parroquia se me antojaba un poco aburrida, rogué a lord Westmoor que me permitiese enrolarme. El capitán y la señora Hart visitaban a menudo nuestra casa antes de la guerra, y yo lo tenía por el hombre más grande que conocía. Más que mi propio padre, que tan sólo era conde. —El joven rió; una risa contagiosa, infantil incluso—. Ahora lo conozco mejor. Si apruebo el examen de teniente, buscaré empleo a bordo de un buque insignia.
—Aprobará. ¿Cuánto le queda para los diecinueve?
—Tres años, señor.
—Entonces no le falta mucho, y de hecho incluso podría obtener el cargo a los dieciocho; no es muy probable que el tribunal se moleste en comprobar su edad.
—¿Fueron escrupulosos en su caso?
Hayden recordó a los tres capitanes sentados ante él en aquella silenciosa estancia, y lo serios e intimidadores que le habían parecido.
—Sí, me hicieron una serie interminable de preguntas. Tuve la impresión de que querían que suspendiera, pero aprobé, y al final el capitán de mayor antigüedad del tribunal me dedicó un buen cumplido al decir que nunca había visto un guardiamarina capaz de soportar semejantes apuros. Luego se corrigió y añadió: «He querido decir teniente».
—He oído que algunos guardiamarinas aprueban porque uno de los capitanes que componen el tribunal tiene referencias de su reputación.
—Sí, ¡y por lo general se convierten en los tenientes más ineptos de la flota! —exclamó Hayden—. Se necesita una buena dosis de conocimientos para gobernar un barco adecuadamente, señor Wickham. Asegúrese de dominar su oficio antes de presentarse a examen, y así aprobará por difíciles que sean las preguntas. No quiera ser usted uno de esos zopencos incapaces de levar anclas sin provocar múltiples daños en las embarcaciones vecinas.
—De ninguna manera —aseguró Wickham—. Tengo intención de aprender el oficio a conciencia, señor Hayden, de modo que si me hacen la clase de preguntas que le hicieron a usted, seré capaz de responderlas correctamente, a plena satisfacción del tribunal examinador.
—Bien por usted, Wickham. Y ahora tenga la amabilidad de echar la corredera y dígame que andamos cerca de los cuatro nudos. Luego encárguese de cambiar al vigía del tope, porque diría que le he oído roncar.
—A la orden, señor.
Hayden despertó cuando llamaron a la puerta de su camarote, a lo que siguió la aparición del rostro de Madison, linterna en mano. El teniente, aún medio dormido, apenas hizo ademán de incorporarse en el coy.
—¿Qué sucede, Madison?
—Dos velas rumbo sur, señor Hayden —informó el joven, entusiasmado.
—¿Qué hora es? —preguntó incorporándose.
—Aún no ha salido el sol, señor.
El primer oficial se frotó los ojos.
—Enciéndame esa vela de ahí. Subiré enseguida a cubierta.
—A la orden, señor.
Poco después, Hayden asomó por la escala de toldilla y un guardiamarina le hizo entrega de un catalejo. Una tonalidad azul turquesa bañaba el horizonte, aunque en lo alto aún relucían las estrellas. Un puñado de nubes deshilachadas, oscuras como el humo, salpicaban el firmamento. El ambiente de tormenta no había desaparecido del todo; aún se percibía la humedad, el silencio hueco, el mar turbio, de un gris deslucido.
Lejos al sur alcanzó a distinguir dos puntos que destacaban en el horizonte. Encaró hacia ellos el catalejo apoyándose en una carronada para impedir que el balanceo del barco le estorbara.
—Vaya, aunque están muy lejos para saberlo con seguridad, quizá se trate de un par de transportes arrastrados al Canal por la tormenta, que ahora navegan desesperados por hacer avante a poniente. Nos acercaremos más para salir de dudas. —Oteó el horizonte en busca de más embarcaciones y luego apartó el catalejo. A Barthe también lo habían sacado del coy y se hallaba a su lado con ojos vidriosos.
—¿Qué dice el barómetro, señor Madison? —preguntó Hayden.
—Está subiendo, señor.
—Excelente. —El primer oficial echó un rápido pero atento vistazo para formarse una idea del estado del viento y las condiciones reinantes en mar y cielo—. Necesitaremos más lona, señor Barthe. Y debemos ajustar el rumbo para interceptar a esos barcos: diría que a oeste sudoeste. Dentro de una hora tocaremos a zafarrancho. —Levantó la vista hacia el tope de mayor—. Que no les quiten ojo. No nos convendría ser sorprendidos por una fragata que pueda estar escoltando a esos dos barcos —señaló el horizonte con el catalejo—, o que resulten un par de fragatas y decidan dar caza a una solitaria embarcación de treinta y dos cañones como la nuestra.
El resto de los guardiamarinas subió atropelladamente a cubierta, poniéndose la casaca y olvidando el sombrero con las prisas.
—¿Hay barcos, señor? —preguntó Wickham. Todos estaban sonrojados de la emoción.
—¿Acaso es la primera vez que ven un navío? —preguntó Barthe, que pareció molesto por lo despiertos y animados que llegaban los jóvenes a cubierta.
—Estando tan cerca de la costa francesa, serán franceses —aventuró Williams.
—O barcos neutrales, o parte de una escuadra inglesa, o una combinación de cualquiera de estas posibilidades. —El piloto se volvió para mirar los barcos que se distinguían a lo lejos, apenas visibles con aquella luz—. Procedan con sus tareas y procuren no molestar; lo más probable es que todo este revuelo sea en vano.
Los guardiamarinas se apartaron del piloto para acercarse a Madison, que era el guardiamarina que estaba de guardia. Todos encararon el catalejo hacia las lejanas velas.
—¿Qué ha dicho el señor Hayden? —preguntó discretamente Wickham a Madison.
—Que deberíamos echar un vistazo más de cerca… —susurró el joven—, pero que probablemente sean transportes.
Estas palabras fueron acogidas con un inquieto murmullo de aprobación.
Landry hizo entonces acto de presencia, seguido por el doctor Griffiths.
—¿Una vela, señor Hayden? —preguntó el segundo.
El primer teniente tendió a Landry el catalejo al tiempo que señalaba el horizonte. El hombrecillo miró un instante a través del cilindro de cobre.
—Debo informar al capitán.
—Acaba de conciliar el sueño, señor Landry —objetó Griffiths—. ¿No sería mejor esperar a que averigüen qué clase de barcos son? Lo más seguro es que no sea necesario despertarlo.
Landry permaneció inmóvil y ceñudo, balanceándose en cubierta.
—El capitán Hart ha dado orden de que se le despierte siempre que se avisten barcos que puedan suponer una amenaza.
Barthe, que se hallaba muy cerca, puso los ojos en blanco.
—Podrían serlo o podrían no serlo —adujo el piloto—. ¿Por qué no nos acercamos un poco para cerciorarnos de su nacionalidad? —Sin embargo, hasta ahí le alcanzó la paciencia—. Santo Dios, señor Landry, ¿es necesario pedir permiso al capitán cada vez que queramos sonarnos la nariz?
—¡Señor Barthe! —protestó el teniente—. ¡No hago más que obedecer órdenes! Usted más que nadie debería saber cuál es el precio por disgustar al capitán.
—¿Y usted pretende ganarse su aprobación despertándolo porque se han avistado un par de velas? ¡Esto es el canal de la Mancha! ¡Es una arteria principal del comercio marítimo! —Exasperado, Barthe se volvió hacia el cirujano—: Doctor Griffiths, ¿dice usted que el capitán no se encuentra recuperado del todo?
—Ha logrado expulsar la piedra, pero necesita descansar o padecerá migrañas —explicó prudentemente el interpelado.
El piloto se encaró de nuevo a Landry.
—No puede haber mal alguno en dejarlo descansar en paz. Ya habrá ocasión de despertarlo cuando emprendamos la caza, siempre y cuando sea necesaria. ¿Qué le parece?
—Yo asumiré la responsabilidad —se ofreció Hayden, consciente de qué motivaba la inquietud de Landry.
—Ah, el capitán Hart escogerá a quién culpar, señor Hayden, no usted —objetó el segundo teniente, que miró de nuevo al horizonte—. Dentro de una hora habrá luz suficiente y podremos distinguir qué clase de barcos son. Entonces despertaré al capitán. —El teniente devolvió con gesto brusco el catalejo a Hayden y abandonó la cubierta, envarado.
—Usted sabe perfectamente que el señor Landry tiene razón, señor Barthe —dijo Hawthorne a unos pasos de distancia, con la casaca puesta, roja como el amanecer—. Esto no agradará al capitán.
—Tampoco le complacerá que lo despierten, ya sea dentro de una hora o dentro de dos. Dejémoslo descansar. Probablemente esos barcos sean neutrales o ingleses; luego retomaremos nuestro rumbo, sin que nadie nos maldiga los ojos, al menos por una vez.
Barthe se dispuso a ordenar que se largara más vela. A medida que clareaba, repararon en que las naves se hallaban más cerca de lo que había calculado Hayden. La más próxima enarboló banderas de señales, y ambas viraron por redondo al mismo tiempo, poniendo rumbo a la costa francesa.
—Bueno, creo que eso responde a una de nuestras preguntas —declaró Archer—. No son barcos ingleses.
—¡Pues claro que no! —exclamó Hayden—. Creo que deberíamos avisar al capitán, señor Archer. Han puesto rumbo a El Havre, y con un poco de suerte podríamos darles caza. Toquemos a zafarrancho de combate. Ah, doctor, su llegada no podría ser más oportuna. ¿Podemos despertar al capitán Hart? Nuestras presas se alejan con el rabo entre las piernas en dirección a la costa francesa.
—Yo mismo le informaré de ello, señor Hayden.
El tamborilero ocupó su sitio y emprendió ese toque capaz de acelerar el corazón de toda la tripulación. Los hombres asomaron corriendo de escalas y tambuchos, algunos con cubos para humedecer las velas, otros dispuestos a meter los cañones en batería, mientras hombres y muchachos empezaban a colocar las balas de hierro en las chilleras de la cubierta principal. Era la primera vez que Hayden veía a los marineros responder con alma. Por lo visto, en ese asunto no había divergencia de opiniones.
Hayden dejó a Archer a cargo del alcázar y se dirigió a proa para echar un vistazo a los barcos que huían. Al poco rato se presentó Hart, acompañado de Landry y el cirujano. El capitán tenía mejor color, pero saltaba a la vista que hacía ímprobos esfuerzos para despertar de un sueño profundo, y que su temperamento se resentía por ello.
—¿Qué pretende, señor Hayden, tocando a zafarrancho sin mi expreso consentimiento? —preguntó.
—Hemos avistado barcos enemigos, capitán. Me he limitado a seguir la costumbre de la Armada.
Hart meneó la cabeza.
—¿Y dónde están esos «barcos enemigos»?
Hayden le ofreció el catalejo y señaló a lo lejos. Las popas de ambas embarcaciones eran visibles a simple vista. A través del catalejo incluso se distinguía a los tripulantes, quienes contemplaban la fragata inglesa a través de sus propios ojos de cristal.
Hart levantó el cilindro de cobre y observó brevemente ambos barcos.
—Fragatas francesas —anunció—. ¡Señor Barthe!
El piloto dio un paso al frente.
—Ponga rumbo a Brest.
—Con el debido respeto, señor —intervino Hayden—. Cuando las hemos visto por el través hemos tenido la impresión de que eran transportes. No estaría de más echar un vistazo más de cerca. Si fuesen fragatas, no creo que se alejaran de nosotros, teniendo en cuenta que nos superan en número.
Hart clavó sus ojos azules en el primer teniente.
—Son fragatas, señor, ¡cualquier imbécil se daría cuenta! ¿Quiere que la emprendamos a cañonazos con dos fragatas enemigas de treinta y ocho cañones, capaces de doblarnos el peso por andanada?
Hayden apenas podía controlar la rabia.
—Pues yo las perseguiría con la esperanza de atrapar una mientras la otra se halle lejos.
—Precisamente por esta razón no ha pasado usted de teniente —declaró Hart con crueldad—. Carece del sentido común necesario para comandar un barco.
Hart dejó el catalejo en manos de Barthe y dio media vuelta.
—Rumbo a Brest, señor Barthe —ordenó en voz alta—. Y por el amor de Dios, ¡dejen de tocar a zafarrancho! —A continuación caminó a grandes trancos junto al pasamano y enseguida volvió bajo cubierta, dejando a sus aturdidos oficiales reunidos a proa.
«De modo que a esto se debe el mote de Corazón Débil», pensó Hayden. El teniente jamás había servido en un barco mandado por un capitán que actuase así teniendo el enemigo a la vista.
—Se lo advertí, señor Hayden. El capitán no tolera que se desafíen sus órdenes —lo regañó Landry.
—Hasta un hombre de tierra adentro se daría cuenta de que son transportes franceses, no fragatas.
—No según el capitán Hart, que lleva sirviendo en el mar más que cualquiera de nosotros. —El segundo teniente se dio la vuelta y recorrió la cubierta siguiendo los pasos del capitán.
Los guardiamarinas titubearon unos instantes, y luego, con la vista gacha, decepcionados, se dispusieron a atender sus labores, dejando a Barthe y Hayden a solas en el castillo de proa.
La misma decepción se adueñó de los rostros y portes de toda la dotación. Apenas se masculló una palabra, aunque de hecho las palabras no eran necesarias. Gavieros y juaneteros ocuparon sus puestos sin garbo alguno, y en el alcázar los marineros, sacudiendo la cabeza, empezaron a batiportar de nuevo los guardatimones, los cañones que miraban a popa.
—Qué vergüenza —murmuró alguien—. Pero qué vergüenza.
—Por favor, señor Barthe, dígame que esto no es lo que sucede habitualmente a bordo de este barco —rogó Hayden en voz baja.
El piloto se quitó el sombrero y lo agitó en un gesto de frustración.
—Así sucede siempre —declaró en voz alta—. Siempre encuentra un motivo para rehuir el combate con el enemigo. —Inclinó la cabeza para señalar los barcos que se alejaban—. Todos a bordo, incluido Landry, sabemos que son transportes. A pesar de ello debemos fingir que son potentes fragatas francesas, aunque huyan de nosotros como si fuéramos un navío de noventa y ocho cañones. Lamento que haya acabado usted aquí, señor Hayden. Se merece un destino mejor.
Hayden cerró los ojos intentando refrenar la ira que bullía en su interior como una tormenta a punto de estallar. Tenía un deber que cumplir y, cuando se dirigió al piloto, intentó hablar en tono comedido.
—Debo advertirle, señor Barthe, que por más que admire su empeño por combatir al enemigo, tales manifestaciones no harán sino enfrentarlo a su capitán —dijo en voz queda para que nadie más lo oyera.
El corpulento piloto de derrota se engalló un poco y el rostro se le puso más colorado que el pelo.
—Llevo tiempo sometiéndome a los caprichos de Hart, señor Hayden, hasta tal punto que tanto miramiento ha acabado por convertirme en un cobarde. No seguiré ese camino. Si se atreve, que me forme un consejo de guerra. Siempre y cuando esté dispuesto a que todo el mundo sepa cómo ha rehuido al enemigo en incontables ocasiones durante estos últimos meses, claro. Por no mencionar de qué modo se dirige a usted, señor Hayden, ¡y en presencia de la dotación! Una conducta impropia de un caballero, señor. Si no fuese usted su subordinado, estoy seguro de que lo habría llamado al orden. No me cabe la menor duda de que eso es precisamente lo que habría hecho usted.
—¡Conténgase, señor Barthe!
—No, señor. No pienso contenerme. Acabo de recordar quién fui en tiempos. —El piloto se dio la vuelta y se puso a dar órdenes para bracear las vergas y orientar las velas antes de poner rumbo a Brest.
Hayden observó una vez más a los barcos enemigos. Todos a bordo habrían recibido con los brazos abiertos el dinero del botín; él mismo, sin ir más lejos. Pero lo que era más importante: apresar un barco enemigo habría cambiado los ánimos de la tripulación, tal como Hayden había comprobado a lo largo de su carrera.
Se preguntó qué conclusiones sacaría Philip Stephens de lo sucedido. Era un claro caso de incumplimiento del deber. Hart sería sometido a consejo de guerra. Tenía que serlo. Sin embargo, a menos que sus acciones, o la ausencia de ellas, hubiesen sido presenciadas por un capitán o un oficial superior, el asunto no llegaría muy lejos. ¡Era más probable que Barthe o Hayden fueran sometidos a consejo de guerra por insubordinación, tras haber intentado dar caza al enemigo!
No tenía el menor sentido.
* * *
Hayden se sentó a la mesa de la solitaria cámara de oficiales. Pese a sus esfuerzos, fue incapaz de apartar el pensamiento de lo que acababa de suceder: ¡Hart se había negado a perseguir a dos transportes enemigos que apenas contarían con un par de piezas para defenderse! No logró tranquilizarse más que unos instantes. ¡Pensar que tenía que servir a las órdenes de un asno pusilánime como Hart! Quizá era preferible abandonar la Armada y viajar a Estados Unidos, tal como planeaba Aldrich. ¡Incluso ser barrendero se le antojaba mejor que eso!
Intentó calmarse y concentrarse en la labor que tenía entre manos. Tras abrir un pliego donde guardaba las cuentas y la correspondencia más apremiante, encontró una nota garabateada en un pedazo de papel. Se trataba de una única línea repleta de faltas de ortografía:
«El sirbiente del tenente escucha sus conbersaziones pribadas».
Hayden contempló la nota. No mencionaba a qué teniente se refería, pero no había necesidad de ello.
—El «Adam Tiler» —murmuró Hayden en voz alta. ¿Cómo diantre habría conseguido Worth, un marinero, meterse en su cabina? Deslizó el papelito entre sus cartas y sacó la odiosa contabilidad, y ante la mera visión de tanto número empezó a dolerle la cabeza.
Había transcurrido algo más de una hora cuando el cirujano entró en la cámara de oficiales, donde encontró a Hayden y Perseverance sumidos en la labor extendida en la mesa.
—¿Interrumpo…?
—En absoluto, doctor, estoy a punto de acabar por hoy con todo este maldito papeleo. —Cerró el libro mayor de la contabilidad—. ¡Tomemos una copa de vino!
Reunió rápidamente la documentación y la puso en manos de Perseverance. El muchacho superaba con creces a Hayden en capacidad organizativa, al menos en lo que a los documentos concernía, y el teniente no había titubeado en aprovechar tan valiosa habilidad.
El doctor se sentó y uno de los criados de la cámara se encargó de sacar un par de copas y servirles el vino de un barrilete que había en un estante situado junto a la puerta. Griffiths recostó la espalda en la silla y enarcó las cejas, antes de levantar la copa para proponer un brindis.
—¡Que se confunda el enemigo! —dijo con solemnidad, antes de mover la cabeza negativamente.
Hayden levantó la copa para brindar con él.
Entre los sonidos de rigor en un barco en medio de una travesía llegó procedente de cubierta una voz ahogada imposible de distinguir, al contrario que la ira descomedida e inconfundible que la animaba.
—¿Quién es la víctima del capitán esta vez? —preguntó Hayden, levantando la vista al techo de recios baos y tablazón que separaba la cámara de oficiales del camarote del capitán.
—Creo que el señor Barthe —respondió Griffiths, cuya mirada trazó el mismo recorrido que la de Hayden—. Al capitán no le habrá gustado la mención hecha por el piloto en el diario de bitácora de las «fragatas» avistadas hoy. No conviene que la descripción oficial de la travesía difiera notablemente de la que pueda registrarse en el propio diario del capitán. El gobernador y su lugarteniente han chocado en anteriores ocasiones debido a este mismo hecho. Y qué duda cabe que tampoco será la última vez…
Permanecieron sentados, incómodos ante la bronca que arreciaba sobre sus cabezas, pero entonces dejó de oírse la voz del capitán. Griffiths despidió al sirviente con un gesto, apoyó los codos en la mesa y se inclinó sobre el primer teniente.
—Señor Hayden, permítame preguntarle… Parece usted confiar en su capacidad para enfrentarse a los franceses, y por Dios que ha demostrado con creces su conocimiento del mar, pero ¿realmente habría dado caza a esas dos fragatas enemigas?
—No eran fragatas, doctor Griffiths… —Se interrumpió de repente y rodeó la mesa, procurando andar sin hacer ruido. Abrió bruscamente la puerta del camarote de Landry y el sirviente de éste cayó de bruces en la cámara.
El cirujano se levantó del asiento con el rostro demudado por la ira y la indignación.
—¡Maldito renacuajo! —estalló—. ¡Estabas espiando!
—¡No, señor! Se lo juro… —Al ver la rabia del doctor, el joven se puso en pie de un salto, no sin que antes Griffith le administrara un severo correctivo en el trasero.
—Vamos, doctor… —intervino Hayden, interponiéndose entre ambos mientras el sirviente de Landry abandonaba a toda prisa la cámara de oficiales—. Sospecho que el muchacho no lo ha hecho por iniciativa propia…
El cirujano, que seguía encarnando la viva imagen de la indignación y el ultraje, permaneció inmóvil unos instantes hasta que comprendió el alcance de las palabras de Hayden.
—¡Será posible! ¡Voy a hablar con el capitán! —En ese punto se calmó lo suficiente para comprender lo sucedido, se dejó caer en la silla y su rostro adquirió una expresión no exenta de cierto horror.
—No creo que eso sirva de nada —dijo Hayden.
El galeno maldijo en voz baja pero con suficiente elocuencia.
Hayden llamó a Perse, a quien apostó a la puerta de la cámara de oficiales, con órdenes de avisarles si alguien se acercaba como para escuchar su conversación. El cirujano abrió entonces las puertas que daban a los demás camarotes de la cámara, pero no hallaron a nadie más.
Griffiths tomó un sorbo de vino, respiró hondo y pareció tranquilizarse.
—Disculpe mi arranque —dijo más calmado—. Este maldito barco y su gente… —Pero no terminó la frase. Transcurrieron unos segundos hasta que volvió a hablar—. Esto… ya no recuerdo de qué estábamos hablando.
El primer teniente se sentó también y se acercó más a su interlocutor para que nadie pudiera oírlos.
—Me estaba preguntando usted si habría dado caza a dos fragatas francesas, y creo que yo le había contestado que no eran fragatas.
—Ah, sí, cierto. —También el cirujano se inclinó sobre la mesa. Pareció tomarse un respiro para organizar sus pensamientos—. Permítame ir al grano, teniente. A menudo el capitán Hart está fuera de sí cuando se hace a la mar… La ansiedad, y la responsabilidad del mando, creo. Poco a poco, su condición va experimentando cierta mejoría. Confío en que se recupere del todo dentro de tres o cuatro días, pues entonces las migrañas y otras aflicciones lo tumbarán en el coy con menor frecuencia. En calidad de comandante de esta nave, y por tanto susceptible de requerir en cualquier momento su buen juicio para mantener con vida a la dotación, siempre intento administrarle la menor dosis de cualquiera que sea el remedio que deba tomar, para evitar que el medicamento le nuble el entendimiento. Sin embargo, en determinadas situaciones sus males exigen una dosis mayor, una dosis suficiente para impedirle cumplir con sus funciones durante varias horas, quizá durante buena parte del día. Únicamente quiero advertirle de ello, dado que podría usted verse obligado a asumir el mando durante ese lapso y tomar las decisiones pertinentes para preservar la nave y la dotación, incluyendo lo concerniente a si debe trabarse o no combate con embarcaciones enemigas. ¿Me he explicado con suficiente claridad?
Hayden temía responder a esa pregunta.
—Si estuviese usted seguro de que tales remedios fueran necesarios para mejorar la salud del capitán, doctor Griffiths, yo estaría más que dispuesto a cumplir con mi deber… y ejecutar las órdenes del Almirantazgo tan bien como me sea posible.
El cirujano asintió.
—En tal caso, ¿tenemos un acuerdo?
—Así lo creo, y le doy las gracias, doctor, por ponerme al corriente de esta posibilidad.
—Lo considero mi deber —dijo Griffiths, que se recostó a disfrutar de otro sorbo de vino—. Brindemos por la salud del capitán.
Hayden levantó la copa.
—¡Por el capitán Hart! —Y ambos bebieron.
Hayden cerró los ojos. Conspirar para asumir el mando de un barco, por temporal que fuese esa medida, supondría para los conspiradores un castigo demasiado terrible para pensar en ello. Estaba depositando mucha confianza en un hombre al que no conocía bien. No obstante, a bordo de la Themis había una revolución en ciernes. Los marineros hablaban mediante susurros, y los oficiales estaban al borde de la rebelión. Hayden pensó que aquello no sería precisamente lo que Philip Stephens había tenido en mente cuando le ofreció aquel puesto de primer teniente: que su agente conspirase con otros oficiales para apartar al capitán del mando, al menos unas horas… Pero ¿qué otra cosa podían hacer? ¿Huir del enemigo cada vez que se topasen con él? Hayden no soportaba la idea de vivir con tal deshonra.
A menudo el teniente soñaba con el desdichado Penrith, el hombre que había sido asesinado: un marinero que colgaba de la verga de mayor en plena oscuridad, aferrado a la vida por la punta de los dedos… antes de que cayera el cuchillo. Aquella imagen acudió entonces a la mente de Hayden, solo que era él quien colgaba de la verga. Era él quien veía caer la hoja del cuchillo.