El temporal, que no daba muestras de amainar, zarandeó el barco sujeto sólo por el cable del ancla, mientras la lluvia repiqueteaba en el tablonaje de cubierta como el tambor que llama a zafarrancho de combate. Los guardiamarinas habían invitado a cenar a los tres tenientes y el cirujano, y hacían lo posible por que la velada fuese memorable. Se habían procurado un clarete aceptable, Hayden supuso que gracias al contrabando, y el plato principal de cordero, guisantes y patatas hervidas fue sabroso y saludable. El clarete constituyó el punto más destacable de la cena.
Hayden echó un vistazo a la atestada mesa. Junto a Wickham se sentaba el señor Archer, seguido del pensativo doctor Griffiths, Freddy Madison, James Hobson, Landry y los otros dos guardiamarinas que habían regresado a bordo unos días antes que el propio Hart: Tristram Stock y Albert Williams. Trist y Bert, así los llamaban sus compañeros, siempre estaban dispuestos a poner motes a los miembros de la dotación, la mayoría de los cuales no podían pronunciarse en presencia de los interesados. Hayden pensó que sería mejor no averiguar cómo lo apodaban a él.
Se preguntó qué habría hecho alguien como el capitán para reunir un grupo de guardiamarinas tan capaces, pues estaba convencido de que no se los merecía… ni ellos a él. Claro, la esposa de Hart estaba muy bien relacionada.
Hayden respondió preguntas relativas a su hoja de servicios y se mostró un poco apurado por el modo en que los guardiamarinas parecían dar vueltas a todas y cada una de sus palabras.
—Después de aprobar el examen de teniente, serví de tercero a bordo en un sesenta y cuatro cañones.
—Nunca he estado a bordo de uno de ésos —admitió Madison—. ¿Tuvo la impresión de que era bueno?
Landry levantó la vista del plato; en la barbilla tenía una mancha de carne que se confundía entre tanta peca.
—Todo el mundo sabe que los buques de sesenta y cuatro cañones navegan como cerdos remolones, Madison —dijo el segundo teniente, malhumorado—. En cambio, un setenta y cuatro es un barco en el que cualquiera querría servir.
—¿Es eso cierto, señor Hayden? —preguntó Madison, que se granjeó una mirada torva por parte del segundo teniente.
—Lo que dice el señor Landry es verdad en lo que respecta a muchos viejos navíos de sesenta y cuatro cañones, razón por la que no solemos tenerlos en muy alta estima. Sin embargo, las naves construidas a partir de los planos del Advent, como por ejemplo el Agamemnon, son muy buenas, casi tanto como una fragata, pero con mayor peso de andanada, por supuesto, ya que en la cubierta de la segunda batería artillan cañones de veinticuatro libras, además de que en la cubierta alta lleva piezas de dieciocho. Son grandes barloventeadores, no cabecean mucho, no parten al puño y casi nunca dan guiñadas. No recuerdo haber faltado a la virada mientras soplase una brizna de viento. Resumiendo: son buenos barcos.
—Entonces, ¿por qué el Almirantazgo no encarga construir más? —quiso saber el segundo teniente, dirigiéndole una torva mirada.
—Vaya, señor Landry, he ahí una buena pregunta. Creo que se debe a que no son lo bastante pesados para formar parte de una línea de batalla, a diferencia de los de setenta y cuatro cañones, lo cual los reduce a la categoría de fragatas caras. Me han contado que por el precio de un sesenta y cuatro pueden construirse dos fragatas, de modo que ésa podría ser la respuesta. A menudo pienso que el cometido de un sesenta y cuatro debería ser enarbolar el gallardete de un comodoro que esté al mando de una escuadra compuesta de fragatas. Tres o cuatro fragatas y un sesenta y cuatro constituirían una formidable flotilla, rápida y mortífera.
Los guardiamarinas se miraron entre sí, convencidos de las admirables cualidades del navío de sesenta y cuatro cañones. Landry, hosco, centró de nuevo toda su atención en el plato.
—Si es usted tan amable, señor Hayden, ¿podría contarles la historia que me relató? —preguntó Archer con una sonrisa afectada—. La de aquel hombre del pico cangrejo…
Hayden no pudo evitar esbozar una sonrisa, ya que aquel asunto siempre lo divertía.
—Por entonces yo era guardiamarina. Sucedió en el apostadero de Norteamérica —dijo.
—¿Durante la guerra americana? —preguntó Wickham.
—Fue en el año ochenta y dos. Yo estaba en el alcázar, y nos disponíamos a levar el ancla junto a otros barcos de la escuadra. A bordo de una fragata de veintiocho cañones llamada Albemarle, vimos que un hombre se llegaba al extremo del pico cangrejo con la intención aparente de zafar la bandera. Un visitante en el alcázar preguntó qué se proponía hacer, y un teniente sugirió que debía de estar preparándose para protegerla con la vida, a lo que alguien ingenioso respondió: «Debe de ser Nelson».
Los guardiamarinas rompieron a reír.
—¿Quién es Nelson? —preguntó Stock, que había reído como el que más.
—El capitán Horatio Nelson —dijo Archer, poniendo los ojos en blanco—. Está muy bien que se interesen por las lecturas, ¡pero deberían prestar más atención a lo que sucede en nuestra Armada!
—Es un buen oficial, aunque también se dice que en ocasiones se excede en el cumplimiento del deber. Ahora está al mando de un sesenta y cuatro, o eso me han dicho —explicó Hayden.
—¿Quién es el mejor capitán a cuyas órdenes ha servido? —quiso saber Williams.
—Sin duda alguna, Bourne —contestó Hayden, y añadió apresuradamente—: No es por menospreciar al capitán Hart, a quien apenas conozco. Siempre decíamos que si a los hombres del barco se les hubiese permitido escoger a su capitán entre todas las almas que había a bordo, habrían escogido a Bourne por unanimidad, así de querido era. No conocerán a un marino mejor, ni a un hombre más valiente en el combate. Creo que buena parte de lo que sé del oficio lo aprendí sirviendo a sus órdenes, y no podría haber tenido un maestro mejor. —El primer oficial consideró que había llegado el momento de cambiar de tema—. Y usted, señor Landry… ¿cuál es su barco preferido?
—Comparado con ustedes, he conocido pocas embarcaciones: al principio serví en calidad de guardiamarina a bordo de un antiguo setenta y cuatro, pero después de terminada mi primera travesía en toda regla fue desarmado; luego estuve en la Níger, una fragata de treinta y dos cañones; a continuación me destinaron a un modesto bergantín llamado Charlotte, luego a una corbeta y finalmente a ésta. La Themis es con mucho el mejor, aunque lo cierto es que disfrutaba mucho a bordo del bergantín, ya que era una nave muy buena que nos llevó a través del Atlántico en medio de una terrible tempestad invernal. Después de aquello tuvimos en gran aprecio a ese barco y le dispensamos todos los cuidados posibles.
Nadie pareció interesarse demasiado por la carrera de Landry, y el silencio se impuso en la mesa unos minutos. Hayden nunca había conocido a un teniente de la edad de Landry que hubiese servido a bordo de tan pocas embarcaciones, y se preguntó a qué se debería.
—Díganme qué han estado leyendo últimamente —pidió el primer oficial a los guardiamarinas—. Según cuentan, estas últimas semanas se han producido debates muy animados en la camareta.
—Al señor Burke —respondió Madison con una mirada de orgullo—. Sus Reflexiones sobre la Revolución Francesa, señor.
—¿Lo ha leído usted, señor Hayden? —intervino Wickham. El pequeño guardiamarina lo miró fijamente a la luz de la linterna.
—Mi amigo el capitán Hertle tuvo la amabilidad de prestarme su ejemplar —respondió Hayden—. ¿Disfrutó con la lectura?
—Al señor Archer le agradó mucho —respondió Hobson, que era más bien reservado.
Hayden se volvió hacia el joven teniente, que parecía más pendiente del cordero que de la conversación.
—¿De veras, señor Archer? ¿Y qué opinión le merece?
El interpelado se limpió los labios con la servilleta, tomándose su tiempo antes de responder.
—Tuve la impresión de que sus páginas contienen más sentido común que los escritos de ese tal Paine, que es el ojito derecho de los radicales…
—¡Burke también es un radical! —saltó Landry. El segundo teniente se sentó envarado en la silla, mirando fijamente a Archer, a quien aquella muestra de vehemencia no pareció intimidar lo más mínimo—. Apoyaba la causa de los colonos norteamericanos y debió ser expulsado de Inglaterra por traidor. ¡Que se vaya a vivir a Estados Unidos, si tanto le gusta ese lugar! De no haber sido por el éxito de los estadounidenses, en Francia no se les habría ocurrido acabar con la monarquía. Ahora resulta que el movimiento se ha extendido como una plaga que corre de nación en nación, y los franceses han decidido implantarla en los Países Bajos, incluso al otro lado del Canal. Y la guillotina viaja con ella, puesto que los radicales no pierden ocasión de decapitar a sus superiores y a cualquiera que se atreva a protestar contra sus excesos.
—Si se tomara usted la molestia de leer las Reflexiones, señor Landry, no tardaría en descubrir que las ideas de Burke están muy lejos de la doctrina revolucionaria —respondió Archer a la defensiva—. Le recuerdo que no hubo guillotina en Norteamérica. De hecho, a mucha gente leal a la Corona se le permitió salir del país.
—Ah, pero Estados Unidos no prosperará —vaticinó el segundo teniente—. Ya lo verán. Las colonias se volverán unas contra otras movidas por los celos y la avaricia. Sin la legislación inglesa, acabarán olvidando su preciada solidaridad y no tardarán en enzarzarse en una guerra fratricida.
—Pues yo creo que prosperarán —dijo Wickham—. Y también creo que no tardarán en rivalizar en poder con las grandes potencias europeas.
Landry hizo un gesto para desestimar las palabras del joven, aunque más bien dio la impresión de que espantaba las moscas.
—El radicalismo es una enfermedad —opinó—. Ya tuvieron ustedes ocasión de comprobarlo ayer, a bordo de nuestro propio barco. Los hombres no cumplen con su deber como hacían antes, sino que obedecen las órdenes con desidia y una mirada de insolencia en sus rostros colorados de tanto ron. Habrá motines a bordo de los barcos del rey. Recuerden mis palabras. Habrá que ahorcar a unos cuantos, puesto que ése es el remedio que cura la enfermedad. Ahorcar a unos cuantos.
Se produjo un momento de silencio. Las linternas que colgaban de cubierta se balancearon cuando una corriente de aire sacudió el barco y el aparejo gimió lastimero.
—Habla como un francés: receta una buena ronda de ejecuciones como cura para los males de la Armada —dijo Archer.
A Landry no le hicieron gracia las risas que causó este comentario.
—Paine ha escrito un texto en respuesta a las Reflexiones de Burke —comentó Madison en el silencio que siguió.
—¡Y fue acusado de sedición por ello! —exclamó Landry—. Espero que no haya leído usted esa diatriba.
Madison se concentró en la cena.
—Lo leí en la prensa.
Un silencio incómodo se instaló en la cabina y Hayden prestó atención al gemido del viento, esperando que amainara, aunque lo cierto era que gemía y gemía más que nunca.
—¿Y qué dice usted, doctor? —preguntó el guardiamarina—. ¿Cuáles han sido sus lecturas recientes?
—Textos médicos, señor Wickham. He abandonado la infructuosa búsqueda de un título que me proporcione el mismo placer que mis primeras lecturas. ¿Acaso vamos a hacer nuevos libros, igual que un boticario prepara nuevas recetas, vertiendo una pizca de un frasco y una gota de otro? ¿Vamos a dar vueltas y más vueltas al mismo engranaje?
—Puede que la diferencia resida en los matices, doctor —respondió Archer—. Un soneto siempre será un soneto: la misma métrica, la misma pauta en la rima, puede que incluso el mismo tema, pero en manos de un genio cada poema puede ser distinto de modos sutiles.
—Tal como las ovejas son distintas unas de otras —replicó Griffiths—. Prefiero que un libro sea oveja y el siguiente pez, y así luego querré leer un halcón.
—Quizá, doctor, podría usted inventar una nueva especie de libro —sugirió Hayden—. Estoy seguro de que los escritores de este mundo agradecerían disponer de un nuevo modelo de imitación.
Hubo risas generalizadas, seguidas de propuestas de brindis por la buena fortuna de aquella travesía.
—¿Es verdad que los oficiales del almirante lord Howe no brindan a su salud en su propia cámara? —preguntó Wickham.
—Es cierto, sí —respondió Stock—. No hará ni dos horas que Pellín, un teniente que sirve a bordo de un setenta y cuatro anclado frente a nuestra aleta de babor, me contó eso mismo. Dicen que Howe es tímido y no abandona Spithead por temor al francés.
—¿Cree que el almirante es tímido, señor Hayden? —preguntó Williams, a quien el comentario había preocupado un poco.
—No —respondió el primer oficial—. No estoy seguro de cuáles son sus tácticas, pero no es tímido.
—¿A qué se refiere? —Madison lo miró por encima de la copa de vino, mientras apuraba las últimas gotas carmesíes.
—Ha escogido mantener en Spithead la flota destinada a patrullar el Canal, confiando a las fragatas y embarcaciones menores la vigilancia de la flota francesa que fondea en el puerto de Brest. Si el francés se echa a la mar, Howe no tardará en enterarse y se hará a la vela para iniciar la persecución. Sin embargo, considero que estas tácticas acabarán adoptando la forma de un bloqueo cerrado, como el que se llevó a cabo en puertos extranjeros tiempo atrás.
—Con este método conserva tanto barcos como hombres, puesto que la navegación es perjudicial para ambos, sobre todo en invierno —opinó Landry—. La gente se apresura a tildar de «tímido» a todo aquel con sensatez suficiente para pensar con un poco de sentido común. ¡Tímido!
—Es verdad, señor Landry —admitió Hayden—. Nadie puede negarlo, pero si la flota enemiga se nos escapa de nuevo con viento franco y la flota del Canal abandona el puerto en plena encalmada, tal como es posible que suceda, el francés podría causar terribles perjuicios antes de que demos con él. Sin embargo, no pretendo criticar a lord Howe, a quien considero un comandante valiente y capaz, que no debería ser objeto de críticas por parte de quienes deberían saber de qué están hablando.
—En tal caso, brindemos a su salud —propuso Wickham, levantando la copa—. ¡Por lord Howe!
—¡Por lord Howe! —repitieron los demás como un eco.
Las copas tintinearon al posarse de nuevo en la mesa.
—Vamos a echar un vistazo al puerto de Brest y espiar con cuántos barcos cuenta la flota francesa —acotó Landry mientras asía de nuevo el tenedor.
Hayden apretó los dientes, intentando disimular su ira. Hart debería haberle puesto al corriente antes de informar a Landry.
—¿Y después regresaremos a Inglaterra, o continuaremos de crucero? —preguntó Williams.
—Seguiremos la costa de Francia hacia el sur, observaremos todos los puertos lo bastante grandes para ser dignos de inspección, y causaremos tantos perjuicios al enemigo como nos sea posible —respondió el segundo teniente.
—Pues confiemos en causar más «perjuicios» que los últimos que causamos —comentó Madison.
—No tuvimos suerte, eso fue todo —aseguró Landry, quizá en un tono demasiado elevado.
Este comentario impuso un silencio incómodo en el que los presentes se dedicaron a prestar mayor atención a la cena, quien más quien menos algo sonrojado.
Landry encajó este silencio como una crítica.
—No se puede ir por ahí abriendo fuego contra barcos neutrales o entablando combate con escuadras enemigas. Les recuerdo que sólo disponemos de una cubierta artillada con piezas de dieciocho libras. Cuando se es guardiamarina está bien comportarse como un gallo de pelea, pero un capitán debe sopesar cada situación y preservar tanto el barco como la dotación… so pena de afrontar un consejo de guerra. ¿Me equivoco, señor Hayden?
—En absoluto, señor Landry —respondió el primer teniente—. En absoluto.