Capítulo 10

El viento del sudoeste refrescó durante la noche, rolando a oeste sudoeste, lo que dio por finalizado el rumbo establecido. A las primeras luces del alba, Hart ordenó poner la fragata al abrigo de Torbay y permaneció bajo cubierta, vencido aún por esa piedra que su organismo se resistía a expulsar. A lo largo de la tempestuosa noche, el doctor había entrado y salido de su camarote, importunándolo con un purgante que no parecía causar mayor efecto que tranquilizarlo.

Hayden pidió audiencia con el capitán por mediación del cirujano, aduciendo un asunto de cierta importancia. Tras pasar tres cuartos de hora de pie ante la puerta del camarote, en presencia de un infante de marina apostado de centinela que a cada minuto se mostraba más incómodo, fue recibido en la habitación del doliente oficial.

A pesar de lo plomizo del día, las cortinas estaban echadas y una loneta cubría la lumbrera que filtraba la luz de cubierta. Hart se hallaba tumbado en el coy, que apenas se balanceaba en aquel mar calmo. Tenía el rostro abotargado y los ojos entornados, vidriosos.

Griffiths, que se encontraba a un lado, saludó a Hayden con una inclinación de cabeza.

—¿Qué es tan urgente, señor Hayden? —preguntó el capitán rudamente con un susurro ronco.

—Capitán, creo que es mi deber ponerlo al corriente de que ayer, cuando levamos el ancla, hubo un momento en que temí que los hombres se negasen a obedecer las órdenes de sus oficiales.

Dio la impresión de que una parte significativa de la dotación había pergeñado un plan para negarse a dar la vela.

—¿Es cierto eso? —Hart se llevó la palma de la mano a la frente y cerró los ojos como si le doliera algo—. En fin, no me sorprende en absoluto. Sin duda, debido a mi ausencia y al carecer de oficiales experimentados que los gobiernen, los hombres han empezado a tener ideas propias. Debo decirle, señor, que me asombra que sea capaz de venir a informarme de sucesos que no hacen sino reflejar su incapacidad para el mando. Permítame asegurarle, teniente, que en el caso de haber estado yo en cubierta, los hombres hubieran cumplido las órdenes al punto. No vuelva a incordiarme con semejantes trivialidades. Estoy indispuesto y no deseo que me atosigue usted con tales admisiones de su incompetencia. Y ahora déjeme en paz, señor.

Sin mirar siquiera al cirujano, Hayden salió de la cabina tan furioso que el centinela le cedió el paso tras dar un respingo. Hayden no quería encontrarse a sus compañeros de la cámara en semejante estado, así que subió a cubierta a tomar el aire, y allí anduvo por el alcázar a lo largo del coronamiento, intentando serenarse. Había salvado a Hart de ser relevado del mando, ¡y así era como se lo agradecía!

La llovizna le cubrió la casaca con un velo resplandeciente, además de refrescarle el rostro y el cuello. No obstante, la ira no iba a enfriarse tan fácilmente. Caminó durante una hora antes de que el aguacero lo obligase a bajar, y una vez bajo cubierta se encerró en la cabina e intentó serenarse leyendo Don Quijote.

El fondeadero de Torbay estaba atestado de los barcos que se reunían para formar un convoy atlántico, además de las tres fragatas y los dos bergantines que les servirían de escolta. También encontraron al ancla un navío de setenta y cuatro cañones que se había refugiado para reparar daños en el bauprés y el botalón de foque. La Themis se había hecho un hueco entre la multitud, dispuesta a esperar que se levantara un viento entablado, o al menos a que cesara el temporal.

Hayden permanecía sentado, escribiendo en la diminuta mesa que había en su camarote. A pesar de hallarse al abrigo, era imposible evitar el vendaval, así que de vez en cuando un golpe de viento alcanzaba la fragata en una u otra amura y la balanceaba antes de que la embarcación se adrizara proa al viento.

Hayden examinó dos listas que le habían sido entregadas: la primera, la de enfermos e incapacitados durante la noche del asesinato de Penrith, le había sido confiada por el doctor; la segunda correspondía a la dotación. Empezó a anotar los nombres de los marineros que no estuvieron indispuestos la noche del asesinato de Penrith. Puesto que la dotación ascendía a doscientas seis almas, esto le llevó un buen rato, pero finalmente terminó la lista de hombres que se hallaban en buen estado de salud la noche en cuestión. Luego comparó ésta con la de quienes en un principio se habían negado a dar la vela, por más que el resultado no pudiera considerarse concluyente.

Pasó un rato reflexionando, pero decidió que no existía una correlación clara entre ambas listas. Reparó en que Stuckey no había estado enfermo la noche del asesinato, pero tampoco alguien tan noble como Giles, el gigantón, lo había estado. Smithers había gozado de buena salud, igual que Smyth, Price y Starr…

—Señor Hayden.

Wickham se encontraba bajo el dintel de la puerta, cargado con unos libros. De no haber sido por el uniforme, habría tenido todo el aspecto de un escolar angelical, con su cabello rubio y rizado.

—Señor Wickham.

—Si no es mucha molestia, señor, quisiera pedirle consejo respecto a un asunto.

—Siempre y cuando no se trate del matrimonio, Wickham, porque lo cierto es que no sé nada de mujeres… He descubierto que, pese a las cualidades femeninas que los hombres solemos atribuir a los barcos, las mujeres no se parecen en nada a éstos.

Wickham no sonrió, sino que más bien se mostró turbado.

—No, señor, se trata de… —Sacó un par de panfletos arrugados entre dos libros y, tras echar un par de miradas suspicaces, los tendió a Hayden.

Para su sorpresa, el teniente se vio con sendos ejemplares de El sentido común y Los derechos del hombre, escritos por Thomas Paine.

—Los hallé entre unos libros que me devolvió el señor Aldrich. —El joven se mordió el labio—. No estaba seguro de qué hacer con ellos, señor.

Hayden contempló el papel con manchas de humedad y suspiró.

—¿Sabe qué es? —preguntó con El sentido común en alto.

—Es un panfleto que critica al rey y la forma de gobierno que se practica en Inglaterra, señor.

—En efecto, es eso y más. En el momento de su publicación en Estados Unidos, fue leído por la práctica totalidad de las personas que sabían leer. Provocó una oleada de odio hacia la Corona.

Wickham asintió.

—Creo que el señor Aldrich me los dio sin darse cuenta, señor.

—Me atrevería a asegurar que no es usted un sujeto demasiado susceptible de compartir ideales revolucionarios. No obstante, ¿los ha leído… de principio a fin?

Wickham asintió de nuevo.

—¿Cree que el señor Barthe tiene razón, señor Hayden? Respecto a que hay radicales en la dotación, me refiero…

—No lo sé, Wickham. Ya vio lo que sucedió en Plymouth. Según el capitán fue consecuencia de dejar el barco en manos de oficiales incompetentes. Pero el motín… —Bajó la vista hacia el panfleto que sostenía—. Hace falta un profundo descontento para que una dotación tome ese camino, puesto que en la mayoría de los casos el asunto acaba mal para los involucrados. No creo que un panfleto baste para empujar a la tripulación a un motín.

—Pues empujó a una colonia a rebelarse, señor.

—Quizá ayudó en ese caso concreto, y de todos modos los estadounidenses tenían mayores posibilidades de salirse con la suya; pero la mayor parte de los motines acaban con los responsables colgando de la verga.

Wickham meditó la respuesta. Cuando reflexionaba permanecía inmóvil como un niño, con aire de inexpresiva inocencia.

—¿Tenemos que olvidar el asunto, señor Hayden? ¿Guardar silencio?

Tras el resultado obtenido al informar al capitán del conato de insubordinación en Plymouth, Hayden no se sentía muy proclive a mostrarle aquellos panfletos. Probablemente Hart volvería a reprenderlo, como tenía por costumbre. Levantó la vista hacia el guardiamarina, preguntándose por qué el muchacho le habría hecho partícipe del asunto.

Quizá Wickham no había olvidado lo sucedido a McBride, ya que había sido el único que declaró a favor del desdichado marinero, y temía que algo parecido sucediese de nuevo. No obstante, Hayden tenía responsabilidades. No era propio de un primer teniente esconder información a su capitán, aparte de que no poseía la autoridad necesaria para enfrentarse a una posible sedición. Pese a ello, temía las medidas que podía emprender alguien como Hart. Al fin y al cabo, Aldrich era el mejor marinero de primera, un hombre diligente en el cumplimiento del deber. No parecía ser de los que se amotinan.

—Tendré una charla con Aldrich —se oyó decir Hayden—. Al fin y al cabo, sólo son un par de panfletos, por más que el autor esté considerado un sedicioso.

Wickham asintió con una de sus sonrisas tensas que revelaban cierto alivio: todo aquello ya estaba fuera de su jurisdicción, y no había tenido que informar de nada al capitán.

—¿Podemos llevar este asunto con discreción, señor Wickham?

—No pienso decir una palabra a nadie al respecto, señor. —El joven permaneció en la puerta y de pronto Hayden temió lo que se disponía a añadir—. ¿No le parece extraño, señor, que un puñado de palabras puedan interpretarse como una amenaza para el rey? ¿Que un panfletillo como ése pueda empujar al pueblo a la rebelión?

—En mi opinión, las nuevas ideas surgen en función de la época, y ésta es la era de las ideas republicanas, de la libertad y los derechos humanos. Tan sólo tenemos que mirar al otro lado del Canal para ver de qué son capaces las ideas.

—Siempre que haya un gobierno incompetente —reflexionó Wickham en voz alta—. Es imposible que se dé una revolución allí donde se gobierne con justicia, señor Hayden. —Señaló con la mano el panfleto, antes de añadir—: Eso no es más que la semilla, señor. Debe plantarse en tierras abonadas para que crezca, ¿no le parece?

Hayden no quería compartir sus ideas con ese joven noble a quien apenas conocía.

—Son muchos quienes se mostrarían de acuerdo, lord Arthur. Muchos le darían la razón.

—¿Ha estado en Estados Unidos, señor? —preguntó el guardiamarina.

—Pues sí. Mi madre vive allí, en Boston.

—En ese caso, su madre es estadounidense…

—Hace unos años contrajo matrimonio con un ciudadano de ese país.

—¿Es inglesa su madre?

—De hecho es francesa.

—Ah; por eso domina usted el idioma.

Hayden asintió.

—Yo lo hablo un poco —añadió Wickham en francés—. De pequeño tuve una niñera francesa.

—Tiene un acento loable, Wickham. Muy loable.

—Gracias, señor. ¿Ha estado en Francia?

—Muchas veces.

—Entonces, ¿sabrá decirme por qué se han vuelto unos asesinos? Dice el señor Aldrich que ello se debe a mil años de resentimiento.

Hayden experimentó una repentina sensación de ahogo. Aquella pregunta lo acosaba a menudo, generalmente en plena noche.

—Con el debido respeto a Aldrich, creo que es más complejo que eso. ¿Ha visto alguna vez a una muchedumbre en movimiento, Wickham?

El joven negó con la cabeza.

—No, señor.

—Si lo hubiese hecho no lo olvidaría fácilmente, se lo aseguro. —Hayden inspiró hondo antes de continuar—. Por definición, la turba no responde ante la ley. Es imposible saber a quién atacará la muchedumbre, porque su naturaleza es tan violenta como volátil. He llegado a la conclusión de que es el miedo lo que empuja a la gente. En cuanto la manada integra en sus filas a una persona, ésta empieza a correr peligro, ya que para demostrar que ése es su lugar, habrá de granjearse la aprobación del resto a cualquier precio, y para lograrlo debe destacar, ser visto cometiendo actos más violentos que los anteriores. Si alguien rompe el escaparate de una tienda, otro debe robar los productos que se ofrecían en él, y el tercero prenderá fuego al edificio. Y así es como progresa la función, a medida que todos y cada uno de los actores reclaman un puesto en la aglomeración. El dueño del negocio y su familia son arrastrados a la calle. Alguien da una patada al propietario, otro le arrea con un bastón. Los cuerpos acaban desfigurados, son asesinados hombres y mujeres. La situación degenera a partir de actos fuera de la ley que no tardan en convertirse en auténticas atrocidades, en abominaciones incluso: beberse la sangre de las víctimas, devorarles los entrañas. Nada está prohibido.

—Leí acerca de lo que hicieron a los presos… en París —susurró Wickham, cuyo rostro se había revestido de gravedad. Titubeó entonces, abrió la boca para hablar, pareció cambiar de idea, y finalmente se atrevió a preguntar con voz ronca—: ¿Cree que los marineros están tan resentidos con nosotros, señor Hayden?

—Es posible que algunos sí lo estén, al menos en este barco. He descubierto que los marineros respetan a los oficiales que cumplen con su deber y se muestran justos, aunque no indolentes. Un tirano puede inspirar miedo, pero no respeto. Sin embargo, no se preocupe por eso, señor Wickham. Salta a la vista que la dotación le tiene en gran estima.

—Bueno, gracias, señor, aunque sé que aún me queda mucho que aprender.

—Como a todos, señor Wickham. El mar es un maestro muy severo, del que jamás llegaremos a aprender todo lo que deberíamos. No obstante, usted ha dado sus primeros pasos de forma muy encomiable.

Wickham intentó componer una sonrisa.

—Buenas noches, señor.

—Buenas noches, Wickham.

El joven salió por la puerta justo cuando entraba uno de los críos que hacían las veces de sirviente. Hayden escondió los panfletos bajo el rol de tripulantes de a bordo.

—Vaya, vaya —murmuró. El joven Wickham demostraba ser más interesante de lo que había esperado. Hayden había pasado los años de rigor en la camareta de guardiamarinas y las más de las veces la había compartido con compañeros distraídos, a quienes la adquisición de conocimientos no importaba demasiado. Pero aquellos guardiamarinas habían formado un club de debate con la tutela del tercer teniente Archer, con el propósito de leer y comentar los libros que caían en sus manos. Wickham prestaba la mayoría de esos libros, si no todos, a Aldrich en una peculiar alianza constituida por un marinero y el hijo de un noble. Hayden pensó que eso decía mucho a favor de ambos.

Reparó en el hecho de que Wickham había efectuado su visita en un momento propicio, pues en la cámara de oficiales no había nadie a excepción de Archer, que dormía en su cabina. El joven Wickham no era en absoluto insensato y por lo visto se le daba bien juzgar el carácter ajeno, o así lo creyó Hayden, para halago propio. No obstante, ¿estaría a la altura de las expectativas del joven? Evidentemente, el primer oficial se hallaba en una situación incómoda. Su deber consistía en confiar a Hart la existencia de los panfletos, aunque ya sabía lo que supondría hacerlo. Tendría que hablar directamente con Aldrich, a pesar de no tener claro cómo proceder.

El teniente llamó a Perseverance y lo envió en busca del marinero de primera, quien se personó en la cámara poco después y lo saludó formalmente. Hayden pensó, y no por primera vez, que Aldrich tenía los modales de un caballero, aplomado sin llegar a mostrarse jactancioso. La marinería lo apreciaba porque era el mejor marinero de a bordo y siempre estaba dispuesto a echar una mano a sus compañeros. Lo que más sorprendió a Hayden fue el brillo de inteligencia que tenía la mirada de Aldrich. Su frente era alta y despejada, señal de agudeza, y estaba coronada por un cabello rubio y lacio.

—¿Quería verme, señor Hayden?

—Así es, Aldrich. —El teniente no sabía muy bien cómo iniciar la conversación, y por un instante siguió observando al marinero, que se encontraba algo encorvado en el umbral de la puerta—. Me han contado que eres aficionado a la lectura.

—Sí, señor.

—¿Dónde aprendiste a leer?

—Fui sirviente del capellán del Russell, señor. Él me enseñó a leer y a hablar con propiedad.

—¿Es cierto que has leído todos los libros de medicina del doctor?

—Sí, señor. No son aguas fáciles, señor Hayden, pero doblé todos los cabos de la anatomía y salvé los peligros de la farmacia y la sangría.

—¿Es ése tu anhelo, pues, convertirte en ayudante de cirujano?

A Aldrich pareció sorprenderle la pregunta.

—No, señor. En una ocasión asistí al doctor Griffiths en una amputación cuando su ayudante se puso enfermo. Fue algo que espero no volver a presenciar en la vida —aseguró torciendo el gesto.

A Hayden casi se le escapa una sonrisa.

—Sí, yo tampoco creo que tenga vocación; pero tú podrías ser ayudante del contramaestre, y qué duda cabe que podrías aspirar al puesto de contramaestre tras un tiempo.

—Con todos mis respetos, señor, nunca aceptaría un puesto en el que tuviera que golpear o azotar a mis compañeros. —Hizo una breve pausa antes de añadir—: Tampoco deseo tener autoridad sobre los demás. El señor Barthe me ofreció una vez proponerme para segundo del piloto de derrota, pero le dije que no podía aceptar.

—¿Todos los hombres son creados iguales?

Aldrich asintió con reticencia.

—Lo que me lleva a estos… —Hayden le mostró los panfletos que había ocultado hasta ese instante—. Wickham me mostraba unos libros que le habías pedido prestado, cuando encontramos estos papeles entre sus páginas.

Aldrich torció el gesto.

—Este hombre, Thomas Paine, ha sido recientemente declarado culpable de publicar libelos sediciosos y tiene prohibida la entrada en Inglaterra. No quiero saber si son de tu propiedad, ni siquiera cómo llegaron a estar entre los libros de Wickham, los cuales entiendo que han circulado entre varios hombres. Tan sólo tengo una pregunta: ¿tomas parte en un plan de motín o levantamiento contra este barco y los oficiales que lo comandan?

A la cálida luz que irradiaba la lámpara, Aldrich adquirió una palidez cadavérica, encorvado bajo el dintel de la puerta. Primero se limitó a contemplar la cabina; luego levantó la barbilla y miró al oficial a los ojos.

—No soy un amotinado, señor.

El alivio de Hayden fue evidente. Había algo en la voz de aquel marinero de primera, en su comportamiento, que invitaba a confiar en su palabra.

—No suponía que lo fueras…

—Pero por mor de la verdad, señor Hayden, admito que a mi parecer incluso el marinero más insignificante tiene derecho a protestar si se le trata de forma claramente injusta —precisó.

El primer teniente cerró los ojos.

—Por favor, dime que no has sido tú quien ha hecho circular esta petición, Aldrich.

El interpelado levantó la cabeza un poco hasta tocar suavemente el techo.

—Retiro la pregunta —dijo Hayden, y añadió—: No la respondas. Espero, no obstante, que esta crisis haya pasado y no vuelva a haber problemas la próxima vez que levemos…

—Dudo que los haya, señor. Los hombres parecen haberse resignado a su situación, aunque no puede decirse que estén menos dolidos.

—¿No circula en este momento ninguna petición?

Aldrich titubeó. No sabía si debía responder.

—En este momento, ninguna —contestó en un susurro.

—Debo advertírtelo, Aldrich: los marineros te tienen en gran estima, y si andas por ahí promoviendo las ideas del señor Paine o redactando peticiones, podrías correr grave peligro. Más de un oficial cree que Penrith murió a manos de elementos subversivos a bordo de la Themis. Un panfleto como éste podría suponer unos cuantos azotes para su propietario; eso como mínimo…

—No predico el motín, señor. Únicamente el sentido común. Nuestro propio barco lo demuestra: usted es el oficial más capacitado a bordo, a pesar de lo cual no es el capitán. ¿Qué sentido tiene eso, señor?

Hayden levantó la mano.

—¡Aldrich, por favor! ¡Hay cosas que ningún oficial de la Armada de Su Majestad puede tolerar!

Aldrich inclinó rápidamente la cabeza.

—Lo siento, señor. Me he precipitado al hablar de este modo.

Por un momento Hayden no supo qué decir.

—Si no deseas el certificado de piloto de derrota, ¿qué es lo que quieres?

—Cuando acabe la guerra, y rezo para que eso suceda pronto, me gustaría ganarme con el sudor de la frente un pasaje en un barco que lleve a Estados Unidos, señor —respondió—. Allí podría hacerme granjero, señor Hayden, o abogado… —Se encogió de hombros, algo incómodo quizá por el hecho de haber manifestado su deseo.

—¿Has estado alguna vez en América, Aldrich?

—No en tierra, señor, sólo en el puerto de Nueva York. —Le relucieron un poco los ojos, como si acabara de mencionar a la mujer que amaba.

Hayden titubeó.

—Bueno, espero que logres desembarcar allí algún día. Pero hasta entonces, debo advertirte que seas muy prudente. Me temo que aún podría haber problemas en la Themis, y lamentaría mucho que te vieras envuelto en ellos.

Aldrich asintió.

—Puedes volver a tus tareas.

El marinero lo saludó llevándose los nudillos a la frente.

—Gracias, señor.

Hayden se sentó a la mesilla, contemplando la carta que había empezado a escribir. «En qué clase de barco estoy —pensó—. El capitán es un tirano cobarde. Todos los guardiamarinas son parlamentarios, y el mejor marinero de primera es un philosophe. Y hay alguien a bordo que es un asesino». Tapó el tintero y limpió la pluma. No estaba seguro de cómo explicar todo eso al primer secretario. Ni siquiera sabía cómo explicárselo a sí mismo.

Llamaron a la puerta de la cámara de oficiales y un muchacho asomó la cabeza.

—Con su permiso, señor. Me han enviado a recordarle que está usted invitado a cenar en la camareta de guardiamarinas —dijo.

—Gracias. Enseguida voy.