Capítulo 8

Hart subió por el portalón, jadeando debido al esfuerzo. Corpulento, colérico y rojo como la grana… Éstas fueron las primeras impresiones que se formó el teniente Hayden. Las botas de Hart pisaron la cubierta y miró airado en derredor, como si buscase a alguien a quien reprender. Hayden observó a Landry, quien permanecía inmóvil, pálido como la cera, con la vista fija al frente. Al caer en la cuenta de que el segundo teniente no iba a presentarle al capitán, el primer oficial dio un paso al frente.

—Teniente Charles Hayden, capitán, a su servicio.

Hart lo miró como si acabara de insultarlo, mientras le temblaban las papadas con ira apenas contenida.

—Así que usted es el teniente varado por el Almirantazgo, el oficial que ni siquiera merece el mando de un bergantín —soltó sin más—. En fin, no creo que sea usted peor que el último que tuve. —Entonces, como si fuera una muletilla, añadió—: Malditos sean sus ojos…

Hart dio la espalda al sorprendido teniente y levantó la vista a los palos.

—Landry…

—Señor —respondió el hombrecillo, dando medio paso al frente.

—¿Quién ha puesto esos palos? ¿Fue usted?

—Fue el teniente Hayden, capitán Hart. —La mirada de Landry cayó en cubierta como una bala suelta de doce libras. Hart se volvió de nuevo hacia Hayden, que aún seguía aturdido.

—¿Cómo es posible, señor, que haya aprobado usted el examen de teniente, sin conocer los rudimentos del aparejo?

—No sé a qué se refiere, señor —contestó Hayden apretando la mandíbula, mientras toda su ira libraba una batalla interna contra la moderación—. Quizá el capitán tenga la amabilidad de explicar…

—No me extraña que no lo sepa, señor. —Hart señaló los obenques—. ¿No son de guindaleza?

—Sí lo…

—¿Acaso nadie le ha explicado que los chicotes de los obenques del costado de babor deben mirar a proa?

Hayden no podía creer lo que acababa de oír.

—Creo que deben quedar hacia popa, capitán Hart… Como en cualquier otro barco de la Armada de Su Majestad.

—¡Maldita sea su insolencia, señor! —estalló Hart, rociando la cubierta de saliva—. Alcáncenme un catalejo —ordenó. Al cabo de un instante, un guardiamarina acudió a la carrera para entregárselo. Hart se lo tendió con gesto brusco a Hayden y señaló una fragata cercana—. Teniente, hágame usted el honor de inspeccionar el aparejo de ese barco.

Hayden se llevó el catalejo al ojo e hizo un esfuerzo por contener el temblor que le sacudía las manos.

—¿Lo ve? Los chicotes de los obenques del costado de babor miran a proa —aseguró Hart.

—Tendrá que perdonarme usted, señor, pero miran a popa. Desde aquí se ve claramente.

Le arrancaron el catalejo de las manos.

—¿Es que además de zote es usted ciego?

—¡Señor! ¡Protesto…!

Hart había hecho ademán de darle de nuevo la espalda, pero se volvió hacia él, rubicundo, con la papada temblándole bajo la barbilla. Levantó el catalejo como si se dispusiera a golpear a Hayden.

—¿Que protesta? ¿Que usted protesta? ¡Maldita sea su insolencia, señor! ¡A bordo de mi barco usted no me protesta nada! A bordo de mi barco usted obedece mis órdenes. Usted no protesta. Usted no comparte sus resabiadas opiniones, a menos que yo se las pida. —Miró a la derecha—. Vaya, conque esto le divierte, señor Landry…

—No, señor.

—Entonces prepárese a levar el ancla. Nos haremos a la vela con la pleamar.

El capitán Hart descendió bajo cubierta por la escala, mientras los sirvientes se apresuraban a llevar sus efectos. El primer teniente se quedó aturdido: no lo habían tratado de ese modo desde que era un guardiamarina novato.

Hawthorne cruzó la mirada con él y enarcó una ceja. Saltaba a la vista que se mordía la lengua para evitar sonreír.

—Bienvenido a nuestra hermandad, señor Hayden —dijo el infante de marina en voz baja—. Nos hacemos llamar «los Ciegos del Cielo», puesto que nuestros ojos han sido condenados al Infierno con tal pasión y frecuencia que habrá que resignarse a pasar sin ellos en la otra vida. —Se tocó el sombrero, sonrió y se dispuso a realizar sus tareas.

Hayden reunió lo poco que le quedaba de dignidad y se aisló en el alcázar, tan a popa como pudo, donde procuró controlar la ira y restañar las heridas sufridas por su orgullo. Había retado a un hombre a duelo por una ofensa más insignificante que la que acababa de infligirle Hart. De no haberse tratado de su superior…

Casi peor que el trato que acababa de dispensarle el capitán eran las miradas de la tripulación. Si dirigía la vista a cubierta, tenía la sensación de que los marineros desviaban la suya a otra parte.

—Señor Hayden… —Era Wickham, de pie a unos pasos de distancia y algo incómodo—. Hay un alijador abarloado, con un civil a bordo que pide permiso para subir a bordo… ¿Aviso al capitán?

—Yo mismo me encargaré de averiguar qué se le ofrece.

Hayden se dirigió a proa, a tiempo de saludar al caballero que subía por el portalón.

—Soy George Muhlhauser, de la Junta de Artillería —se presentó al tiempo que tendía la mano a Hayden, quien la estrechó—. ¿Es usted el primer teniente?

—Eso creía… —respondió Hayden, que aún no había digerido el modo en que lo habían tratado.

Su interlocutor pareció algo desconcertado ante aquella respuesta, pero eso no le impidió continuar.

—Sin duda el capitán Hart le habrá puesto al corriente de mi visita…

Hayden hizo un gesto negativo.

—Debo hacerme a la mar con ustedes para poner a prueba un nuevo cañón que he inventado, teniente…

—Hayden. Charles Hayden. —Se esforzó por sacudirse la ira que aún lo reconcomía.

—Necesitaré la colaboración del carpintero y sus ayudantes, y probablemente también la del condestable. Tendremos que desembarcar una de las piezas ya instaladas y sustituirla por la nueva. Admito que no es algo que pueda hacerse en un abrir y cerrar de ojos, pero hombres capacitados pueden resolverlo con trabajo y voluntad.

—¿Debo entender, señor Muhlhauser, que probaremos el cañón durante la travesía? ¿Debo entender que ése es nuestro cometido?

—No quiero que traten al cañón con miramientos, teniente, sino que prosigan con sus quehaceres habituales; que traben combate con el enemigo como lo consideren adecuado. Los beneficios del nuevo diseño serán evidentes de inmediato. Puede moverse lateralmente con mayor soltura, porque se asienta en un carro con ruedas transversales en la parte posterior. De ese modo puede pivotarse… pero ya lo comprobará usted, señor Hayden. De momento, subamos a bordo la pieza.

Hayden se dirigió al pasamano, donde algunos marineros se habían reunido para contemplar el alijador. A su alrededor percibió una tensión palpable. Algunos hacían esfuerzos ímprobos por ocultar sonrisas afectadas. A ojo de los más perezosos, el nuevo teniente acababa de recibir su justo castigo. Hayden intentó concentrarse en la labor y apartar del pensamiento su reciente tropiezo con Hart, lo que sólo logró en parte.

—Señor Barthe, arme el aparejo, si es tan amable —ordenó Hayden.

Izaron a bordo el novedoso cañón, seguido de una cureña de hierro de un tipo desconocido para Hayden. Los hombres se agruparon alrededor de ambos objetos para mirarlos con extrañeza.

—Se parece a un Blomefield de dieciocho libras, pero algo más corto —comentó Hayden a Muhlhauser—. ¿No tiene el cañón algo corto, casi como si fuera el primo hermano de la carronada?

—Es de una fundición especial; conserva las mejores características de un Blomefield, pero es más corto, en efecto, tal como usted señala. A pesar de ello, tiene el alcance de un cañón de dieciocho libras normal, y por tanto supera con creces a una carronada. —Dio unas palmadas a la peculiar cureña—. Pero es aquí donde reside la verdadera diferencia. Es como una cureña de carronada, pero de hierro y con varias mejoras que no se observan a simple vista, tal como podrá comprobar.

Se presentó el segundo teniente y el contramaestre distribuyó a los hombres en sus puestos a toque de pito.

—Señor Landry, ¿qué cañón quiere el capitán que sustituyamos por el invento del señor Muhlhauser? —preguntó Hayden.

—No sabría decirle.

—En ese caso, ¿le importaría preguntárselo?

—Podría, señor, pero él se limitaría a maldecirme los ojos por ser incapaz de tomar una decisión. Aunque si se atreve usted a solventar la cuestión sin consultárselo, lo abroncará por haberse excedido en sus atribuciones. En resumen, que acabará maldiciéndolo haga lo que haga.

—Entonces, mejor será que nos maldiga por nuestra independencia que por nuestra cobardía. —Hayden se volvió hacia el recién llegado—. Señor Muhlhauser, es común montar las carronadas en el alcázar y las piezas de cañón más largo bajo cubierta. Puesto que su cañón no es ni uno ni otro, no sé muy bien dónde debería situarlo.

—A ser posible, en la cubierta principal, señor Hayden. Se pretende que sustituya a los cañones largos, no a las carronadas.

—Así se hará, señor.

La Themis no se hizo a la vela aquella noche con la pleamar, porque el viento cayó hasta convertirse en un suspiro, y luego la marea les dio la espalda. Ya que el capitán no invitó a ninguno de sus oficiales a acompañarlo en la cena, a pesar de que había un nuevo teniente a bordo, Hayden cenó en la cámara de oficiales. De haber compartido la mesa del capitán, el primer oficial quizá se habría sentido tentado de mencionar la caricatura que había hallado en el bolsillo, por insuficiente que fuera como prueba. Quizá el señor Hart la habría considerado una broma del nuevo oficial, y puesto que Hayden no poseía más pruebas, optó por guardar silencio al respecto.

El señor Muhlhauser fue invitado a acompañarlos en la cámara, ofrecimiento que el inventor aceptó de buen grado. Con la población de Plymouth casi a tiro de pistola, aquella noche cenaron bien, y continuarían haciéndolo hasta que se terminasen los alimentos frescos.

Desde su anterior reunión en aquella misma cabina, cuando Hayden mostró a la oficialidad la caricatura que había encontrado en su bolsillo, imperaba un ambiente de incomodidad, aunque los comensales hicieron lo posible por disimularla con impostadas muestras de fraternidad y alegría. Todos se mostraron especialmente solícitos y respetuosos con el primer teniente, quizá para aliviarlo un poco tras el desaire del capitán, o debido a la culpabilidad que sentían por haberle mentido aquel mismo día, según creía Hayden. Mitigó un poco sus sentimientos doblemente ofendidos, aunque deseó que las risas no fuesen tan estruendosas cada vez que intentaba contar algo gracioso: eso acababa por avergonzarlo más que otra cosa porque semejantes muestras de hilaridad no correspondían a las gracias o réplicas ingeniosas que Hayden pergeñaba. En realidad, aún no se había congraciado con sus compañeros de rancho y tampoco se había recuperado de la humillación a que lo había sometido su superior.

—La artillería naval ha experimentado pocos avances a lo largo de los años —comentó el invitado—. El ejército ha hecho mayores progresos en el uso de la artillería.

—El ejército no ha de emplear sus piezas en un terreno por el que pueda rodar un cañón, por no mencionar el balanceo, el cabeceo y el vaivén de un barco. ¿Quiere un poco más de clarete, señor Hayden?

—Y no tienen que servir los cañones agachados como macacos —añadió el señor Barthe, cuya mirada siguió involuntariamente las evoluciones de la jarra que el infante de marina ofrecía al primer teniente.

—Lo que dice el señor Hawthorne es cierto —opinó Hayden, levantando la copa para que pudieran servirle—, aunque en esto debo mostrarme de acuerdo con el señor Muhlhauser; ah, gracias, señor Hawthorne. Nuestra precisión en el tiro a distancia deja mucho que desear. La mayor parte de los combates se libran a un alcance inferior a doscientos metros, a menudo incluso menos, donde la cadencia de fuego y el peso de cada andanada resultan decisivos.

—¡Me ha entendido casi a la perfección, señor Hayden! —exclamó Muhlhauser—. La carronada es un arma espléndida, y extraordinariamente efectiva en las distancias cortas, mientras que el cañón largo… La considero un arma cuyo momento ha pasado ya. Mi nuevo diseño va destinado precisamente a los combates librados a cien o doscientos metros. Es más corto, de modo que resulta más sencillo moverlo y cargarlo. Puede ponerse en batería con mayor presteza, con el consiguiente aumento de la efectividad. Desde luego, resulta más sencillo apuntar que dirigir el barco hacia el objetivo, ya me entienden. Como en las carronadas, el cañón está elevado mediante un tornillo que pasa por el cascabel. Además, gracias a la eficaz disposición de las partes que componen la cureña, ésta no es tan pesada como cabría pensar, y el sistema de corredera y polea que he diseñado amortigua el retroceso y permite asomar el cañón con celo. Debido al empleo de la madera en la corredera, no existe el riesgo de que provoque la temida chispa. Con su robusto pivote situado bajo la porta, la cureña no puede volcar y es imposible que se suelte la pieza, con lo que se evita un buen número de heridas. Son pequeños progresos, pero por algún lado hay que empezar. —Se inclinó a la luz de la lámpara: su rostro traslucía claramente el entusiasmo que sentía por el tema—. Supongo que algún día lograremos que el cascabel se abra para que el cañón pueda cargarse por la parte posterior.

—¿Y cómo podría hacerse tal cosa? —preguntó Landry.

El invitado se encogió de hombros antes de responder.

—De momento es pronto para decirlo. He pensado que el cascabel podría desatornillarse para facilitar el proceso de meter la lanada, y empujar bala y cartucho hasta una cámara posterior, pero me pregunto si el mismo disparo no sellaría el cierre, dificultando su posterior apertura. Sin embargo, lo que me tiene fascinado es el retroceso. —Empezó a realizar una serie de gestos descriptivos con las manos—. Se me ha ocurrido que, por medio de una palanca y un pivote, el retroceso del arma podría aprovecharse para asomar otra pieza. ¿Me siguen? Los cañones se montarían en parejas, y cada una conectada por una palanca a un pivote central. El cañón posterior estaría cargado, y cuando el cañón anterior disparase, eso empujaría al otro para que asumiera la posición de tiro. El enorme peso de las piezas reduciría el retroceso de su pareja, puesto que se produciría, si no una fuerza equivalente, sí al menos una reacción opuesta.

Cuando regresó el cirujano, Hayden se disponía a comentar lo ingenioso de la sugerencia, a pesar de los problemas prácticos que planteaba. El doctor había sido convocado por el capitán al iniciarse la cena. Encajó su cuerpo larguirucho en la silla, doblando dificultosamente las piernas bajo la mesa, e inclinó la cabeza a modo de saludo ante sus compañeros de la cámara de oficiales.

—Doctor Griffiths, le he conservado caliente la cena, y la he defendido de estas hambrientas hordas tan bien como me ha sido posible —dijo el piloto de derrota.

—Gracias, señor Barthe. Pediré al capitán que mencione este singular acto de valentía por su parte la próxima vez que escriba al Almirantazgo.

El comentario arrancó carcajadas.

—¿Y cómo se encuentra esta noche nuestro paciente? —preguntó Hawthorne—. ¿Qué le parece? ¿Cree que pasará unos días en cama?

Todos miraron al cirujano con esperanza.

—Puede ser. Es difícil saberlo.

—Pues me atrevería a decir que el señor Hayden podría comandar el barco en caso necesario.

Los demás asintieron, mostrándose de acuerdo sin resquicio alguno de duda. Muhlhauser se volvió hacia él, pero también Hayden ignoraba a qué venían aquellos comentarios.

—¿Se indispone a menudo el capitán Hart? —preguntó de mala gana, pues con ello ponía demasiado de manifiesto que nadie le había informado de ello.

—Bastante a menudo, sí —respondió el cirujano cuando hubo quedado claro que nadie estaba dispuesto a hacerlo—. Expulsa piedras a menudo. Después de eso no se le ve en pie hasta transcurridos un par de días. Puesto que es relativamente nuevo aquí, señor Hayden, he de decirle que el capitán a menudo se siente muy… bilioso. Ocurre cuando empieza a acusar los dolores que su cuerpo le envía poco antes de expulsar una piedra. En tales momentos es aconsejable no hacer nada que pueda acrecentar su ira.

—Tendré cuidado. —Hayden percibió un cambio en el movimiento del barco—. El viento refresca, señor Barthe, pero sopla del sudsudoeste.

—No estoy seguro, señor. ¿Quiere que eche un vistazo?

—No interrumpa la cena, señor Barthe —terció Landry—. Enviaré a un guardiamarina en su lugar.

—No será necesario. —Hayden se levantó de la silla, convencido de que había refrescado y que el viento no soplaba en la dirección más favorable—. Yo mismo iré a comprobarlo.

Se disculpó, aliviado en parte de abandonar aquella atmósfera de alegría forzada, y sustituyó la estancada calidez que reinaba bajo cubierta por el aire que soplaba a la intemperie. Procedente del sur, el viento que recorría el Canal arrastraba el olor a salitre, el yodo amargo, la podredumbre. Las nubes oscurecían el horizonte, descargando una fina llovizna sobre las aguas. Recortadas contra el cielo, atrapadas por un haz de luz, las alas de las gaviotas segaban la lluvia.

El piloto se reunió con él tras unos minutos.

—Así que parece que va a haber tormenta, justo cuando la marea se vuelve en nuestra contra.

—Sí, la ampolleta del barómetro está cayendo y el ambiente se ha enfriado bastante.

Una vasta extensión de hinchadas nubes grises se deslizó lentamente sobre el azul de las aguas e hizo flamear la grímpola del tope.

—Apunta a tormenta, sin duda. —Hayden permaneció observando el mar—. ¿Qué le parece, señor Barthe? ¿Colaborarán los hombres, o se presentarán con una petición dirigida al almirante al mando del puerto?

El piloto descargó una palmada en el pasamano, seguida de otras dos.

—No lo sé, señor Hayden.

—Pues no tenemos más remedio que averiguarlo. —El primer teniente apenas titubeó un segundo—. Dé orden a los hombres para soltar más cable. Mucho me temo que no tardaremos en vernos en una posición comprometida; tendremos la marea en contra un buen rato aún, y no nos queda más opción que seguir aquí y aguantar lo que quiera que nos eche encima el temporal. En cuanto afloje la marea llamaremos a la gente para cobrar la cadena del ancla y abandonar la bahía. —Hayden contempló la bahía—. Una docena de barcos se dispone a hacer lo mismo, y les sacaremos ventaja si nos adelantamos y doblamos los promontorios por la noche.

—¿Y si la dotación decide cruzarse de brazos? —preguntó en voz baja Barthe.

Había demasiadas respuestas para esa pregunta, así que Hayden se limitó a ceñirse a la más pragmática.

—En ese caso necesitaremos otra ancla. Prepare la de leva, señor Barthe. No sé si podremos recuperarla si el mar se encrespa, pero quizá nos veamos obligados a intentarlo.

—A la orden, señor.

—El capitán Hart desea que levemos el ancla y nos hagamos a la vela, señor —informó entonces Landry—. Quiere que abandonemos la bahía de Plymouth antes de que arrecie el vendaval. —El teniente tenía el rostro ceniciento a la tenue luz que reinaba en cubierta.

—Pero si tenemos en contra una fuerte corriente.

—Puse al tanto al capitán del estado de la marea, señor, e hizo hincapié en el desprecio que ésta le merece.

—No me cabe la menor duda de que así fue —masculló Barthe.

Hayden inspiró hondo para tranquilizarse.

—Pues a armar las barras tocan, señor Barthe —ordenó.

El piloto se inclinó sobre el pasamano de la batayola para observar la corriente.

—Con este viento y la corriente, tendremos suerte si logramos mantener la posición, señor.

—Me temo que está usted predicando a la persona equivocada. ¿Todo adujado?

—Así es, señor. —Barthe lo miró súbitamente en guardia, con los hombros erguidos y el rostro, por lo general sonrojado, pálido como la cera.

—Pues dispóngase a soltar velas cuando zafemos el ancla. Amura de babor, señor Barthe. ¿Señor Franks? —Miró en torno y localizó al contramaestre a seis pasos de distancia—. No puedo permitir que los marineros que dan la vela se duerman en la maniobra. Quiero perder tan poco barlovento como sea posible cuando cobremos el ancla.

Franks lo saludó, dirigió un gesto a sus ayudantes y los condujo a proa. Aquella noche no mostraba la jactancia que era habitual en él.

Hayden se hizo cargo de la situación en la bahía observando la posición de los demás barcos y calculando las distancias con ojo experto.

—Timonel… ¿Has comprobado cómo va el timón?

—Sí, señor. Nada parece estorbarlo, la rueda responde y yo mismo he inspeccionado el aparejo y los guardines. —El hombre que lo gobernaba, un segundo del piloto de derrota llamado Dryden, se llevó los nudillos a la cabeza a modo de saludo simbólico, pues no llevaba el sombrero—. Si me permite el atrevimiento, señor, el viento refresca. El mar se encrespará antes de que nos demos cuenta.

—De ésta saldremos calados hasta los huesos, de eso no cabe duda. La bahía de Cawsand se está llenando de barcos. Debemos estar preparados para virar por avante. ¿Me ha oído, señor Barthe? Tendremos que virar a la perfección en la bahía de Cawsand. Habrá que bracear el aparejo y trincar las velas a toda prisa.

El viento siguió arreciando hasta que las palomillas sembraron la bahía, rompiendo con insistencia en las amuras y salpicando el aparejo.

El caballero de la Junta de Artillería apareció en cubierta y se asió al pasamano para mantener el equilibrio.

—¿Tiene bien trincado el cañón, señor Muhlhauser?

—Así es, teniente. —De pronto se puso pálido—. Esto empieza a zarandearse bastante…

—No es nada, pero en una hora sí lo notaremos, créame.

La tripulación fue llamada a cubierta. Algunos llegaron a la carrera, mientras que otros acudieron remoloneando, con el resentimiento plasmado en el rostro. Hayden se había granjeado algunos fieles en la dotación, hombres muy disgustados por el estado en que se había hallado el barco y que se enorgullecían tanto de su nuevo gobierno como de su flamante aspecto. Sin embargo, no eran mayoría. Hayden alcanzó a verlos trabajando en cubierta, estorbados en sus esfuerzos por los marineros amargados e inútiles. Era casi una pugna: quienes se afanaban de buen grado y quienes se enfrentaban a ellos. Algunos parecían alardear de no andar pendientes de nada. Pese a ello, nadie se presentó ante él para hacerle entrega de una petición o una lista de quejas.

—¿Hago formar a los soldados, señor? —Hawthorne había aparecido a su lado y no parecía muy complacido con la escena que se desarrollaba ante sus ojos.

—Eso es decisión del capitán, no mía.

—El capitán Hart se encuentra en su camarote. De hecho está tumbado, y diría que demasiado enfermo para subir a cubierta.

—Sea como fuere, es decisión del capitán, así que esperaremos a ver qué sucede. Los hombres no parecen haber formado un frente común.

—Tal vez, aunque algunos han decidido no acatar las órdenes.

Los demás oficiales y algunos guardiamarinas aparecieron en el alcázar tras dejar a medias la cena. Una mezcla de esperanza e inquietud asomó a sus caras pálidas, pero no dijeron nada, reunidos en un silencioso y expectante grupo de casacas azules.

Hayden sintió que se le escapaba de las manos la oportunidad de regresar al mar, de demostrar su valía, puesto que si Hart era sustituido, el primer secretario también lo reclamaría a él. Sin embargo, Hayden había sido adiestrado para no vacilar jamás, así que se dispuso a hacer avante. Comprendió que los hombres no habían tomado aún una decisión unánime y que debía aprovechar la situación antes de que los insubordinados lograran imponerse a los demás.

—¡Armad barras! —ordenó, mirando a los ojos a todos y cada uno de los hombres que debían cumplir la orden—. Starr. Freeman. Mariden. —Se aseguró de llamarlos por el nombre, pues si se negaban estarían incumpliendo una orden directa dada por un oficial superior en presencia de testigos. Si se celebraba un consejo de guerra, ese detalle pesaría en su contra.

—Ya habéis oído al teniente —gruñó una voz ronca—. Armad las barras. —Era Stuckey, y Hayden se volvió a tiempo de ver al de tierra adentro propinar un buen empujón a un marinero llamado Green.

—¡Señor Barthe! —voceó Hayden—. ¿A quién más ha destinado al cabrestante?

El piloto procedió a cantarle los nombres. El primer oficial fue localizando a los marineros a medida que Barthe los mencionaba.

—Smyth. Marshall —repitió Hayden—. A vuestros puestos.

Los marineros fueron obedeciendo lentamente. Hayden observó que algunos hombres empujaban al frente a los demás y que se producía algún que otro cruce de amenazas. Era evidente que la dotación estaba dividida. Uno cayó de rodillas de resultas de un empellón, pero se levantó y ocupó su puesto. El carpintero y sus segundos se presentaron ante el teniente, pues tenían que desempeñar una labor importante.

Wickham se desplazó entre los marineros, animándolos y advirtiéndoles que anotaría sus nombres si se cruzaban de brazos. Hayden miró a popa y descubrió a la mayoría de los demás oficiales y guardiamarinas apiñados junto al coronamiento: no estaban de guardia, a menos que su presencia fuese requerida. Landry le había ofrecido su ayuda, pero los marineros hacían caso omiso de sus órdenes y, por lo general, aguardaban a que Hayden o Wickham las voceasen.

Hawthorne reunió a los infantes de marina que servían de centinelas y condujo a la mermada compañía, compuesta por seis hombres, hasta el portalón. La presencia de las casacas rojas no pasó desapercibida para los hombres.

Cuando los marineros se situaron alrededor del cabrestante, permanecieron ociosos sin que nadie apoyase el pecho en la barra correspondiente. Hayden se acercó a ellos.

—Os he llamado por el nombre —dijo, manteniendo un tono de voz calmo pero firme—. Y volveré a hacerlo si os negáis a obedecer órdenes.

Franks se acercó al cabrestante, rebenque en alto, pero el primer oficial levantó la mano para impedirle que se liara a latigazos.

—Señor Franks, tenga la amabilidad… —Hayden centró de nuevo su atención en quienes servían el cabrestante—. En caso de que se os forme consejo de guerra, si os negáis a obedecer órdenes, me veré obligado a dar vuestros nombres al presidente del tribunal. A todos os han leído en voz alta el Código Militar. Espero que estéis seguros de la legitimidad de vuestra causa, porque os estáis jugando la vida.

Aquél fue un momento decisivo. Una dotación totalmente unida lo habría aprovechado para exponer sus exigencias. No habría sido la primera vez que el Almirantazgo retirase a oficiales impopulares. Pero buena parte de quienes se hubieran declarado en rebeldía serían castigados con dureza, detalle que no escapaba a los hombres. Hayden tenía que alimentar sus miedos, por bajo que le pareciese emplear tales métodos.

—Señor Franks, por favor, prepare un bote. Enviaré al señor Archer al barco más cercano. Tenemos que informarles de que en breve nos enfrentaremos a un motín.

—Enseguida, señor Hayden.

Esta orden tuvo el efecto deseado. Los marineros empezaron a cruzar miradas, pues las palabras del primer teniente habían calado hondo.

—¿Quién quiere acabar colgado como Mick McBride, pataleando y retorciéndose? —preguntó Stuckey—. A eso os estáis condenando. ¿Debo contar a la señora Starr y a los pequeños que diste la vida por una buena causa? ¿Qué me dices, Jimmy, muchacho?

Hayden casi percibió el instante en que cedió la voluntad colectiva de la marinería. El viento escogió ese momento para caer completamente, convirtiéndose en una suave brisa que barrió caprichosa la cubierta. Los marineros miraban al frente, no a sus compañeros, y todos sin excepción se imaginaban colgados de la verga del palo mayor. Stuckey hizo un gesto a Cole y ambos arrimaron el pecho a las barras, dispuestos a virar el cabrestante. Nadie imitó su ejemplo, pero en ese momento Starr se unió a ellos… y luego otro hizo lo propio, seguido de otro marinero más. Los hombres asentaron con firmeza los pies en cubierta y empezaron a empujar las barras, asentar los pies y empujar. El cable se tensó con un crujido fantasmagórico y el viento regresó, salpicando de espuma las batayolas.

Hayden se oyó a sí mismo exhalar un larguísimo suspiro. Junto a él fueron los marineros, uno por uno, dispuestos a ocupar sus puestos, con miradas de temor y frustración en el rostro. Wickham se acercó a él.

—Lo ha logrado, señor Hayden —dijo el muchacho en voz baja.

—Aún no hemos abandonado la bahía. —Hayden cruzó miradas con el contramaestre—. ¿Señor Franks? Los golpes no nos servirán de nada en este momento; es más, incluso podrían perjudicar nuestra causa. Ordene a los suyos que no golpeen a nadie. Y dígale al señor Archer que no hay necesidad de echar el bote al mar. Al menos de momento.

—A la orden, señor. —Franks recorrió a buen paso la cubierta, decidido a reunir e informar a sus hombres.

Hayden levantó la vista a los marineros encaramados a los palos.

—Tendrán suficiente sentido común para largar el aparejo cuando asome el ancla, ¿verdad?

—Eso espero, señor Wickham. De lo contrario, no tardaremos en dejar de preocuparnos por la costa a sotavento.

Viró el cabrestante y, poco después, el ancla se zafó del fondo, chorreando fango al asomar a la superficie. Los malhumorados marineros engancharon la gata, entre acusaciones y amenazas susurradas. En cualquier otra circunstancia, Hayden hubiese ordenado silencio, pero aquella situación era tan volátil como un grano de pólvora. No se atrevió a avivar la llama de la ira que rebullía en la tripulación.

Para alivio del primer oficial se largó el aparejo, la fragata se puso en viento y ganó andadura. Se bracearon las vergas y emprendieron una corta bordada hacia la bahía de Cawsand.

Hayden se volvió y se dirigió hacia el lugar donde los infantes de marina de Hawthorne se hallaban apostados.

—Gracias, señor Hawthorne. Creo que ya puede ordenar a sus hombres que atiendan sus labores.

Hawthorne lo saludó. Parecía tan aliviado como todos. Era consciente de lo cerca que habían estado de tener que apuntar los mosquetes a sus propios compañeros.

Hayden se acercó a la rueda del timón mientras los oficiales que no estaban de guardia se retiraban bajo cubierta, sin mirar apenas en su dirección, distraídos por lo que se susurraban y recriminaban. Barthe, Hawthorne, Wickham y Hayden se reunieron junto al pasamano de babor, contemplando el mar.

—Esta vez nos ha ido de muy poco —dijo el guardiamarina.

—Hemos estado muy cerca —admitió Hawthorne, aferrándose al pasamano—. ¿Y dónde estaba nuestro valiente capitán? ¡Tumbado en el coy! Si no llega usted a dar la cara, señor Hayden, creo que la cosa se habría puesto muy fea y sé lo que me digo. Gracias a Dios que el señor Franks y sus ayudantes no se arrugaron. Su actuación, y la de algunos marineros, fueron decisivas. —De pronto el oficial se quedó muy quieto, con una expresión de asombro—. Jamás pensé que sería precisamente yo quien defendiera el puesto del capitán Josiah Hart. —Sacudió la cabeza—. A veces el deber te empuja a derroteros inesperados.

Hayden miró a Barthe. Éste había cumplido con su obligación y lo había apoyado tal como debía, pero ahora daba la impresión de haber perdido a su hijo, tal expresión de aflicción le empañaba el rostro. Hayden incluso pensó que se echaría a llorar.

Landry se acercó al alcázar, se quitó el sombrero y se peinó el cabello ralo con los dedos. Estaba tan desazonado que apenas era capaz de tenerse en pie.

—¡Vaya! —exclamó el teniente—. ¡Vaya! Jamás pensé que me vería tan cerca del motín.

—Pues ya ve —respondió Hawthorne, mirándolo con antipatía—. Hemos logrado salvar a su héroe de las consecuencias de sus propios desatinos.

—Señor Hawthorne, en este momento todas nuestras pasiones están más exacerbadas de lo habitual —advirtió Hayden—. Que nadie diga nada que luego haya de lamentar.

La ira y la frustración eran palpables, pero que finalmente todos hubieran optado por la razón y el deber era prueba de que no se habían dejado llevar por los sentimientos.

—El señor Hawthorne tiene razón —gruñó Barthe—. Hemos salvado al capitán Hart para que pueda maldecirnos los ojos y maltratarnos cuando se le antoje. Eso es lo que se recibe por ser leal a Inglaterra. —Escupió por la borda—. Qué Dios salve al rey. —El piloto se dio la vuelta y anduvo por cubierta para cruzar unas palabras con los que gobernaban la rueda.

—Todos tenemos asuntos que atender. —El primer teniente contempló al piloto mientras éste se alejaba, algo sorprendido ante aquella muestra de vehemencia—. Seguiré de guardia hasta que salgamos al Canal. Permanezcan alerta, pues aún no hemos superado este asunto.

La Themis no era un barco muy marinero, y a pesar de que forzaron de vela un poco, no pudo contrarrestar la fuerza del viento y el mar. Para el cambio de guardia había caído a sotavento y se había sumado a la docena de barcos que orzaban fuera de la bahía en pleno chubasco, surcando el mar cubierto de espuma, un mar cuyas olas rompían en punta Hawkers. Lentamente, bordada a bordada, le ganaron por la mano al viento. Punta Penlee pasó a sotavento a la tenue luz, y una fuerte lluvia empezó a martillearlos al poner proa al Canal con poco trapo.

Hayden se relajó un tanto.

—Su guardia, señor Landry.

—A la orden, señor Hayden.

—Manténgase alerta. Al menos una docena de barcos han salvado la bahía igual que nosotros. El señor Hawthorne ha apostado más hombres de los habituales en todo el barco, pero esta noche no se distraiga. Ya hemos sufrido bastantes «accidentes».

El teniente hizo el gesto mecánico de tocarse el sombrero. A pesar de la oscuridad, el primer oficial se percató del miedo que lo dominaba.

Bajo cubierta, Hayden halló a Muhlhauser en la cámara de oficiales, acompañado por Hawthorne y Griffiths, el cirujano, quien con la ayuda de una piedra pequeña afilaba una cuchilla de amputar. El teniente de infantería de marina levantó una jarra.

—No soy hombre de medicina, señor, pero estoy seguro de que nuestro doctor le recetaría un ligero reconstituyente…

—Dios mío, sí… Siempre y cuando lo recomiende el doctor —respondió Hayden, y Hawthorne le llenó la copa. El teniente se quitó el abrigo empapado y Perseverance llevó la prenda a proa para colgarla frente a la cocina del barco.

—Con algo de perseverancia se llega muy lejos —comentó Hawthorne cuando el joven se retiró.

Hayden rió al sentarse en la silla.

—En fin, con ayuda de la marea hemos logrado doblar el promontorio y ya nos encontramos en aguas del Canal. ¿Cree usted que todos sus soldados nos apoyan, señor Hawthorne? Me temo que podría haber intimidaciones y recriminaciones por parte de los marineros. No queremos que la situación desemboque en una refriega.

—Creo que mis hombres nos son leales, señor Hayden.

—A pesar de ello, ordene a los que merezcan su confianza que vigilen el baúl de las armas y los pañoles de pólvora.

—Ya lo he hecho, señor.

Hayden inclinó la cabeza en señal de agradecimiento y luego se volvió hacia el invitado civil, que se hallaba sentado e indispuesto.

—¿Cómo se encuentra, señor Muhlhauser?

—Mejor, señor, gracias.

—Después de dar de comer a los peces se ha sentido mejor —explicó Hawthorne.

Tras el paso de la tormenta, en cubierta reinaba un calor excesivo, así que Hayden se disculpó para retirarse a la cabina, donde tuvo ocasión de quitarse el chaleco. Mientras lo desabotonaba, entró alguien en la cámara de oficiales, resoplando y dando fuertes pisotones. Hayden supuso que sería Barthe. Al frufrú de la ropa siguió el quejido de una silla.

—Cuatro bordadas hubo que dar para salvar el oleaje —oyó protestar al piloto—, y en cada una de ellas perdimos barlovento. No se gana uno la confianza de la tripulación con semejante arte.

El comentario dio pie a un silencio incómodo.

—¿Habrá ido Landry a contarle al capitán lo que se mascaba en el ambiente? —se preguntó Barthe en voz alta.

—Despacio, señor Barthe —advirtió Hawthorne.

—No veo por ninguna parte a ese renacuajo soplón —replicó el piloto—. Bueno, doctor, ¿qué me dice usted ahora? ¿No le advertí que no tardarían en dar el golpe?

Alguien lanzó un silbido de advertencia cuyo origen Hayden no logró distinguir. El primer oficial asomó del interior de la cabina y, al verlo, Barthe dio un respingo en la silla.

—¿A qué se refiere con eso de «dar el golpe», señor Barthe? —preguntó el recién llegado sin andarse con rodeos.

Barthe observó a los demás con mirada suplicante.

—El señor Barthe tiene la teoría de que nuestra dotación lleva un tiempo a punto de amotinarse —explicó el cirujano mientras rascaba la hoja de la cuchilla en la piedra—, esperando el momento adecuado, vamos. Según él, se habrían propuesto amotinarse, asesinar a todos los oficiales y… Bueno, no estoy seguro de qué se propondrían hacer a continuación, aparte de ser ahorcados.

—¿Acaso no hemos estado al borde del motín, doctor? —preguntó el piloto. Tras levantarse de la silla, se paseó a lo largo de la mesa, enfrente de Hayden. El movimiento del barco apenas le importunaba, pues llevaba años navegando.

—Yo me encontraba bajo cubierta atendiendo a mis pacientes, señor Barthe. No he oído ruidos de pelea. ¿Ha habido riña sin que me enterara?

—Señor Barthe, ¿por qué no habló usted hoy cuando reuní a los oficiales en la cámara? —preguntó Hayden.

El corpulento piloto siguió caminando, las manos a la espalda como sendas alas.

—El descontento de la tripulación no es ningún secreto, señor Hayden, usted mismo ha hablado del particular. Puede apreciarse a todas horas del día, para cualquiera que quiera verlo. Quizá debí hablar cuando nos lo preguntó, pero no tengo más pruebas que las que reuniría cualquier hombre observador tras unas horas. Hace un tiempo que sé que la tripulación alberga un fuerte resentimiento, respecto al que he opinado en ocasiones que podía ir a más y manifestarse de forma violenta.

—¿En ocasiones…? —preguntó Griffiths.

—¿Qué quiere decir, doctor? —preguntó Hayden, incapaz de ocultar lo mucho que le molestaba que ninguno de los presentes le hubiese mencionado aquello antes. Sólo el hecho de que Barthe lo hubiese apoyado con firmeza cuando levaron el ancla en la bahía de Plymouth le impedía amonestarlo, por más que fuese el piloto de derrota.

—Creo que el señor Barthe debería explicarse —respondió el doctor—. Se trata de su teoría.

El piloto se detuvo a tomar un trago del agua que acababa de verter un sirviente. Levantó entonces la mirada en dirección a Hayden, incómodo por la situación en que se hallaba.

—Sin duda usted habrá percibido lo mismo que yo, señor Hayden. No puedo darle nombres, pero creo que algunos marineros… no todos, claro, pero sí algunos que tienen atemorizados a los demás, son los responsables del asesinato de Penrith.

—Ah… El asesinato de Penrith… —entonó el cirujano con aire teatral.

—¡Oí susurrar a los marineros! —exclamó Barthe, volviéndose hacia él—. Y he visto lo rápido que guardan silencio cuando se les acerca un oficial, incluso un compañero. Usted no ha estado en cubierta hace un rato, doctor, pero si el señor Hayden no se hubiese impuesto, ahora nos enfrentaríamos a un motín, eso seguro.

—Vamos, señor Barthe, creo que exagera usted —advirtió Hawthorne—. Puede que la dotación se hubiese negado a dar la vela, de hecho creo que estuvo a punto de hacerlo, pero eso no equivale a un motín en los términos en que lo concibe usted. No creo que la situación hubiese acabado en violencia.

—Pero es que ya hemos sufrido actos violentos —farfulló Barthe—. El asesinato de Penrith, la paliza que recibió Tawney…

—¿Fueron los mismos hombres responsables de ambos sucesos, señor Barthe? —preguntó el primer oficial.

El piloto de derrota negó con la cabeza.

—No lo sé. Repito que no puedo darle nombres, pero eso no significa que no tenga razón. Ya ha visto lo que ha sucedido esta noche en cubierta.

—En efecto, aunque me costó distinguir quién tomaba partido por quién. Stuckey y Cole empujaron a los demás y me apoyaron, lo que aún debo agradecerles. Algunos marineros ocuparon sus puestos en cuanto subieron a cubierta, pero lo más probable es que otros tantos aguardasen a ver el desarrollo de los acontecimientos. Hubo sobradas muestras de indecisión por parte de la mayoría. Sin embargo, debo decirle, señor Barthe, que si cree usted que este barco corre peligro de sufrir un motín, su deber consiste en informar al capitán Hart.

El piloto dejó de caminar y miró en dirección a la oscura popa, donde el timón crujía al moverse. Luego se volvió para clavar la vista en el primer teniente.

—La Armada ejecuta a los amotinados, señor Hayden. No conviene acusar a nadie sin contar con pruebas sólidas, incluso diría que irrefutables.

Hayden miró a Hawthorne, que se mantuvo impávido, como si aquello no fuese con él.

—Es cierto, señor Barthe —continuó el primer teniente—, pero sí es posible expresar ciertas preocupaciones ante el capitán en términos generales, sin dar nombres concretos. A partir de ese momento, dependería del capitán llegar al fondo del asunto.

Barthe miró a los demás, como si buscase alguien dispuesto a rescatarle.

—Después de lo que le sucedió a McBride, señor, no me atrevería a hablar.

Hayden sintió un escalofrío.

—Entonces, ¿usted también cree que McBride era inocente?

El piloto se encogió de hombros.

—Lo ahorcaron de una cuerda muy fina, señor Hayden, por así decirlo. No me gustaría que volviese a suceder algo parecido. —Barthe extendió el brazo para apoyar la mano en un bao—. ¿Y qué hay de usted, señor Hayden? ¿Informará al capitán de lo sucedido esta noche?

Aquella pregunta pilló por sorpresa a Hayden.

—No tengo otra opción que informarle de ello. Es mi deber.

—Tras lo cual será preguntado por el nombre de quienes se mostraron insubordinados, o estuvieron a punto de hacerlo, y algunos o todos serán azotados. —Barthe guardó silencio y se volvió hacia Hayden con una agilidad sorprendente en un hombre de su corpulencia—. ¿Cree que eso templará el odio que sienten los hombres por Hart?

—¿Acaso me está sugiriendo, señor Barthe, que no diga una palabra?

—Lo cierto es que no me hallo en posición de decirle cómo debe desempeñar su puesto, señor Hayden. —Levantó la vista al techo bajo—. Me pregunto si no habremos forzado la vela mayor. Si me disculpan, caballeros…

Al cerrarse la puerta, la cámara de oficiales se sumió en un silencio traicionado por el lejano aullido del viento y los crujidos del barco. El olor a humo y velas encendidas disimulaba el tufo que desprendían los hombres hacinados en la fragata.

Hayden volvió la vista hacia el teniente de infantería de marina. Se sintió tentado de preguntar a Hawthorne si compartía la opinión de Barthe, pero era consciente de que no debía ofender a quienes le apoyaban, que dadas las circunstancias eran más bien pocos.

—Son varias las personas que no creen que McBride fuese culpable. ¿Nadie se pronunció en defensa de ese pobre desgraciado?

—Wickham —respondió el doctor, y levantó la cuchilla a la luz, dispuesto a examinar el brillo que desprendía la hoja.

—¿Nadie más? —insistió Hayden, sorprendido por la respuesta.

El doctor se aplicó de nuevo a la labor de afilar la hoja.

—Lord Arthur es la única persona inmune a la ira del capitán. Si un hombre es acusado por un delito menor, ¿por qué no iba a acusarse a dos o a tres?

Hayden no pudo permanecer sentado; empujó la silla hacia atrás y se apoyó en la mesa para compensar el balanceo del barco.

—Acaba de formular serias insinuaciones, doctor Griffiths.

—No pretendía insinuar nada, señor Hayden. Tan sólo era un comentario. Yo no intervine porque no tenía información a favor o en contra del señor McBride, aunque diré que lo consideraba un hombre apacible y estimaba poco probable que hubiese cometido un asesinato. Claro que eso no constituye argumento suficiente para plantear su defensa, ya que otros, con un carácter similar, han sido hallados culpables más allá de toda duda razonable.

El sirviente del capitán asomó la cabeza después de llamar a la puerta.

—El capitán desea verlo, doctor Griffiths, si es usted tan amable.

—Enseguida voy —respondió el médico sin apartar la mirada de la cuchilla. En cuanto el paje hubo cerrado la puerta, añadió en un susurro—: Malditos sean mis ojos.