Tom Worth permanecía tumbado en la oscuridad mientras el coy se balanceaba suavemente en el puerto. Apenas percibía ya el hedor de sus compañeros, como tampoco las dos docenas de olores nauseabundos que impregnaban la Themis, fragata de Su Majestad, así que no se había despertado por eso. Entonces oyó el rumor ahogado de unos susurros pronunciados con apremio. Ya estaban discutiendo otra vez, las mismas condenadas discusiones.
—El látigo os arrancará la piel a tiras… —dijo Bill Stuckey— y eso si no os ahorcan. Haríais bien en recordar a McBride colgando del palo… Firmar esa petición sería como firmar vuestra propia sentencia de muerte. Eso seguro. Yo no firmaré, eso seguro.
—Has cambiado, Bill —susurró otro—. Recuerdo perfectamente que nadie te superaba a la hora de maldecir al capitán.
—No he cambiado en absoluto. Digo que Hart es un cobarde, un tirano y que no está capacitado para el mando, pero las peticiones o las negativas a desempeñar nuestra labor no bastarán para que lo reemplacen; quien piense lo contrario se engaña. Los milores miembros de la Junta aprecian a su niño de ojos azules como el que más. Que nos azoten o ahorquen no nos librará de ese mal nacido, lo cual no supone que le odie menos.
—Ni a Inglaterra —masculló otro marinero.
—Soy un inglés tan leal como el que más, Pierce, pero el modelo de gobierno inglés tiene los días contados. De eso estoy tan seguro como de que la vejez te arruga la picha. Norteamericanos y franceses nos llevan años de ventaja en la consecución de la libertad.
—Sí, luchemos por un gobierno a la francesa… El gobierno de la chusma. Eso cuadra con nosotros perfectamente.
—Habrá que decapitar a unos cuantos para conseguir la libertad que merecemos.
—¿Decapitar? Ya tenemos a uno con un dedo cortado que acabó saltando por la borda, y a otro ahorcado, y si alguna vez ha habido alguien con menos trazas de asesino que Mick McBride me gustaría oír su nombre. Ahora le han dado una paliza de muerte a Tawney, y Giles casi se mata al caerse del tope de mesana. Creo que ya hemos sufrido bastante para no ver a cambio ni un atisbo de libertad en el horizonte.
—La libertad no se obtiene fácilmente, señor Pierce. Los estadounidenses firmaron una Declaración de Independencia, no una maldita petición.
—Si no firmamos la petición o nos negamos a dar la vela, entonces ¿qué nos queda, señor Stuckey? ¿Nos responderás a eso? ¿Una ración diaria de azotes por parte de Hart, mientras huye despavorido de cualquier transporte que artille una pieza de seis libras?
—El centinela… —susurró uno que hacía de vigilante, y los hombres se introdujeron apresuradamente en sus respectivos coyes.
Finalmente se presentó la machina de arbolar flotante; levantó el palo mayor hasta situarlo en el lugar correspondiente, de forma que quienes debían aparejarlo trabajaron con mayor denuedo, a pesar de que Hayden era consciente de que las labores más rutinarias resultarían más sencillas a medida que los marineros adquiriesen confianza en su habilidad, sobre todo el contramaestre, quien daba la impresión de haber estado esperando el momento oportuno para aprender el oficio.
El correo llegaba con regularidad mientras permanecieron en puerto, y a Hayden le sorprendió un día la llegada de un paquete cuidadosamente envuelto, procedente de Londres. Al abrir el misterioso envío, descubrió un ejemplar de la traducción de Motteux del Don Quijote, acompañada de una breve carta de la señora Hertle.
Mi querido teniente Hayden:
Este más que consistente volumen me fue remitido por la señorita Henrietta Carthew con la petición de que le hiciera entrega de él en nuestro próximo encuentro. Como no tengo modo de saber cuándo podremos vernos, y temo que podría faltar más tiempo del que desearía, he decidido enviarle el libro por correo. A él adjunto mi ferviente deseo de que este detalle suponga para usted un gran placer, tanto por el ánimo con que le ha sido obsequiado, como por las muchas horas de deliciosa lectura que tan prodigioso libro debería proporcionarle.
Señora de Robert Hertle
Era innegable que se trataba de un libro antiguo. Hayden lo levantó, acariciando la cubierta con la yema de los dedos. Le decepcionó no encontrar una dedicatoria manuscrita, pero de la parte superior de los cortes asomaba orgulloso un punto de lectura hecho de cuero, así que decidió abrir el libro por esa página. Alguien había pergeñado un grabado de un caballero armado con lanza, montado en un caballo y enfrentado a lo que parecía un molino; era difícil estar seguro de ello. Empezó a leer aquella página, y en unas líneas encontró lo siguiente:
Tal es la naturaleza de las mujeres… no amar cuando las amamos, y amar cuando no lo hacemos.
Hayden cerró con fuerza el libro, que soltó una nube de polvo, y se quedó contemplando la cubierta. ¿Había pretendido Henrietta que leyera ese pasaje, o no era más que una extraña coincidencia? Puede que Cervantes, fallecido hacía mucho tiempo, le hubiese enviado ese mensaje, o quizá fuese su desdichado protagonista. Henrietta le había llamado «Don Quijote del Mar» y en ese momento tuvo la impresión de que ella apreciaba en un hombre que tuviese rasgos quijotescos. Decidió tomarse aquel libro tal como la señora Hertle le había sugerido: como una muestra de aprecio, como un estímulo. ¿Quién iba a pensar que aquel día sería tan fácil levantarle el ánimo?
* * *
Unas semanas después de que Hayden se hubiese hecho un lugar en la Themis, el teniente Landry recibió carta del capitán Hart. En ella, el capitán le informaba que llegaría en tres semanas desde la fecha de la carta, y que esperaba encontrar el barco listo para hacerse a la mar. Hubo que alargar la jornada para ultimar todos los detalles, y el primer oficial se dedicó a supervisar personalmente a los encargados de vestir el aparejo, además de pasar tiempo enseñando el oficio a los hombres de tierra adentro.
—¿Cómo es posible que tengamos tan pocos marineros de primera? —preguntó a Landry mientras disfrutaban de un ágape en la cámara de oficiales—. Jamás había visto nada igual.
—Hemos de aceptar lo que nos traen las levas de reclutamiento, señor Hayden —respondió el segundo teniente tras encogerse de hombros—. Los marineros de primera no abundan.
A Hayden no le cabía duda de que a bordo de la Themis no abundaban. Después de comer, cuando se disponía a subir la escala de toldilla en dirección al alcázar, oyó la voz del joven Wickham procedente de cubierta.
—En estas últimas semanas he aprendido tanto como durante todo el año pasado. Este señor Hayden es un marino concienzudo. ¿No cree, señor Barthe?
—A ver cuánto tarda el capitán en transformarlo en un apático —gruñó el piloto.
Transcurrieron las semanas, llevándose consigo el verano, y a Hayden le complació constatar que parte de la tripulación progresaba en el oficio. No se trataba de la mayoría, pero algunos empezaban a enorgullecerse no sólo de todo cuanto hacían, sino del estado en que se hallaba el barco. Estos hombres se entregaban a sus labores de buena gana y procuraban dar lo mejor de sí mismos. Ya no se produjeron más «accidentes», ni hubo nuevas víctimas de una paliza, al menos que Hayden supiera. Tawney ocupó de nuevo su puesto, aunque en opinión del primer oficial, de forma un tanto apática y vacilante. El doctor creía a pies juntillas las afirmaciones del marinero, conforme éste no recordaba nada de la noche en que lo atacaron, pero Hayden siempre lo veía acobardado y temeroso.
Se envergaron masteleros y vergas, y se vistió al completo el aparejo. Se rascó a conciencia el barco antes de pintarlo; todas las secciones de cubierta de cuyo buen estado se tenía sospechas fueron embreadas de nuevo: sin duda el tiempo demostraría si se habían equivocado, pues era muy difícil localizar algunas vías de agua. A medida que el barco fue recuperando poco a poco el buen orden, se procedió a estibar los pertrechos y se efectuó la aguada. En septiembre los días empezaron a acortarse, aunque el verano no parecía dispuesto a ceder paso al otoño y siguieron disfrutando de jornadas cálidas hasta muy avanzado el mes. Las lluvias otoñales brillaron por su ausencia.
Una noche en que se aferraban las velas, se abarloó el buque de pertrechos cargado de pólvora y quienes lo gobernaban vocearon la orden de apagar todos los fuegos que hubiese a bordo. La desapacible tarea de cargar y estibar la pólvora llevó más tiempo del previsto, debido al cuidado con que se procedió. Una visible desazón se extendió por la fragata hasta que los barriles quedaron estibados en el pañol forrado de yeso. Entonces la dotación volvió a respirar, asomaron las sonrisas y los marineros reanudaron sus respectivas tareas como si tal cosa.
—¿Se ha estibado toda la pólvora, señor Barthe? —Ambos oficiales y Wickham observaban a los hombres del buque de pertrechos largar amarras para desabordar.
—Ése era el último barril, señor Hayden.
—Bueno, me alegra saberlo. No sé por qué, puesto que manejamos pólvora a diario, pero me destempla la idea de subirla a bordo. Nunca lo he superado.
—En eso coincido con usted, y me parece igual de raro.
Hayden hundió la mano en el bolsillo en busca de un pañuelo para enjugarse la frente, pero encontró en su lugar un pliego de papel. Al abrirlo vio un dibujo tosco, más bien una caricatura, que representaba a un marinero con una pluma en el acto de firmar con «Jack el Marinero» una larga hoja de papel titulada «Petición», mientras otro personaje, al que se identificaba con el nombre de «Milord de la Junta Naval», tachaba la palabra «Petición» para escribirle encima: «Sentencia de muerte».
Hayden contempló la caricatura unos segundos.
—¿Sucede algo, señor Hayden? —preguntó el piloto.
—He encontrado esto en la casaca, aunque estoy seguro de que no estaba ahí cuando me la puse esta mañana, ya que me guardé el pañuelo en el mismo bolsillo. —Tendió el papel a Barthe, cuyo rostro adoptó una repentina seriedad.
Wickham intentó no mostrarse intrigado, pero dirigió la mirada hacia el tosco dibujo. Barthe se lo devolvió al teniente, quien se lo tendió a su vez al joven guardiamarina.
—¿Qué significa? —preguntó Wickham—. Me refiero a que la haya encontrado usted en el bolsillo de la casaca.
—Pues supone que un marinero muy hábil me la ha metido ahí, pero ¿por qué? He aquí la cuestión. ¿Tiene alguno de ustedes conocimiento de que circule por ahí una petición que haya partido de los nuestros o de otro barco de la flota?
Ambos negaron en silencio; Barthe se mostró muy malhumorado, empezaron a temblarle las manos y se puso colorado.
—Tenga la amabilidad de reunir en la cámara a los oficiales y los jóvenes caballeros, señor Barthe.
El piloto lo saludó y se alejó a buen paso, dejando al teniente y al guardiamarina junto al pasamano. Hayden se esforzó por recordar si esa mañana alguien se le había acercado lo suficiente para introducirle el papel en el bolsillo, aunque no podía creer que él no se hubiese percatado.
—Señor Wickham, ¿conoce a los hombres que halan los estayes de trinquete? —Hayden aún no había aprendido el nombre de todos los que servían a bordo.
—Esos de ahí son Starr, Worth y Marshall, señor.
—Me pregunto en qué trabajarían antes de subir a la Themis.
Wickham se pellizcó el lóbulo de la oreja.
—Starr faenaba en un bacaladero, señor; lleva navegando toda la vida. Marshall trabajaba en una cantera de piedra caliza; dice que para un cantero la vida en la Armada es como estar de vacaciones. Worth era aprendiz de un tal Adam Tiler.
—Adam Tiler…
—Eso creo que dijo, señor. Vamos, estoy seguro de que eso fue lo que me contó.
—¿Y sabe usted a qué se dedica ese tal Adam Tiler?
Wickham lo miró un poco avergonzado.
—¿A reparar tejados, señor?
Hayden contuvo una sonrisa antes de responder.
—Un Adam Tiler es el socio de un cortabolsas, uno de esos que andan por ahí vaciando bolsillos ajenos, vamos. Cuando el ladrón alivia del peso del bolsillo a su víctima, confía de inmediato lo robado a un «Adam Tiler» que se marcha con el botín y lo pone a buen recaudo. —Hayden se volvió para mirar a los hombres que cargaban el estay a proa. Recordaba haber visto a los tres cerca aquella mañana, cuando se procedió a cargar la pólvora. No era difícil suponer que se las habían ingeniado para introducirle en el bolsillo la cuartilla doblada.
—Señor Wickham, me atrevería a aventurar que Worth completó su periodo de aprendizaje y pasó a mayores.
—¿Quiere hablar con él? —preguntó en voz baja Wickham, visiblemente enfadado por que Worth hubiese puesto en práctica sus artes a bordo de la fragata.
—No. Ya sabe usted qué opinan los marineros de los informadores —dijo Hayden, consciente de que se le encendía la voz a medida que pronunciaba estas palabras—. Prefiero tener a un hombre que proporcione advertencias anónimas, que no tenerlo, y eso es lo que sucederá si le llamo la atención y me encaro con él. No mencione nada a Worth respecto a este asunto, señor Wickham, ni a nadie. Prefiero que no sospeche que sabemos quién nos hace entrega de sus… obsequios.
Quienes se alojaban en la cámara de oficiales ocuparon las sillas. El resto de los oficiales de mar y cargo, así como los jóvenes caballeros, se agruparon junto al extremo de la mesa más próximo a la puerta. Hayden se situó en el extremo opuesto, con el papel en cuestión doblado en la mano.
—Vayan pasándolo, por favor.
Hayden tendió la caricatura a Barthe, que desdobló la hoja, echó un vistazo y la pasó a su vecino. La viñeta fue circulando a lo largo de la mesa hasta llegar al señor Franks, de pie en el extremo. Quienes se hallaban en torno a él se inclinaron para echar un vistazo al misterioso documento, que fue pasando de mano en mano por el costado de estribor de la mesa, hasta llegar de nuevo a manos de Hayden. Los presentes lo observaron con cierta expectación, cruzando alguna que otra mirada breve. Alguien carraspeó.
—¿Alguno de los presentes es consciente de que se haya distribuido una petición, bien a bordo de la Themis, bien entre los barcos fondeados en puerto? —preguntó entonces Hayden.
Negaciones apresuradas, movimientos de cabeza generalizados, aunque al menos algunos sí miraron a los ojos del primer teniente mientras lo preguntaba. Hayden tuvo una creciente sensación de frustración. No le cabía duda de que algunos no le contaban la verdad, precisamente los mismos cuya lealtad esperaba ganarse, aquellos a cuya confianza aspiraba.
Las dos hileras de hombres lo observaron entonces con el rostro vacío de toda expresión. Un arrebato de cólera bullía en Hayden, momento en que lo comprendió todo, y esa comprensión fue como una ola fría que extinguió el fuego de la ira. Si circulaba una petición, sin duda ésta tenía por objeto solicitar la destitución de Hart, y a excepción de Landry ninguno de aquellos hombres se opondría a ello. Incluso era posible que hubieran instigado la iniciativa. ¿Cómo sería acogida la noticia en el Almirantazgo?
—Quiero que piensen cuidadosamente en lo que sucede a bordo —propuso Hayden, intentando contener la irritación—. Penrith fue asesinado, Tawney recibió una paliza brutal. No estoy seguro de que alguien no contribuyese a que Giles cayera del tope de mesana. Si existe una petición que circula por la Themis, lo cierto es que ha encendido algunas pasiones, y a juzgar por lo sucedido parece que los peticionarios están decididos a que sea firmada… a cualquier precio. Todos deberíamos haber aprendido a estas alturas que las rebeliones pueden partir de una lista de exigencias aparentemente razonables. Cualquier oficial que esté al corriente de algo semejante y no hable ahora se enfrentará a un consejo de guerra. Si han oído siquiera un rumor, por insustancial que parezca, tienen el deber de comunicármelo ahora mismo.
De nuevo los presentes negaron con la cabeza, aunque con menos firmeza.
—Nada, señor.
—Ni una palabra, señor Hayden.
El primer teniente se sintió traicionado, y su frustración se transformó en ira.
—Regresen a sus tareas —ordenó sin molestarse en disimular sus sentimientos.
Los hombres salieron de la cámara apresuradamente, hasta que en su interior permaneció únicamente el cirujano, sentado al extremo opuesto de la mesa. Cuando la estancia quedó vacía, dejó que su mirada inteligente recalase en Hayden.
—Comprenderá, señor Hayden, que si existiera una petición para destituir al capitán Hart, la mayoría de los hombres firmaría sin pensarlo dos veces, si no fuera por el hecho de que ello supondría el fin de sus propias carreras.
—Lo entiendo —admitió el primer teniente al tiempo que tomaba asiento.
—No se lo tome como una cuestión personal, señor Hayden. No significa que estos hombres no le respeten o aprecien.
—Pues no puedo imaginar qué otra cosa puede significar, doctor.
—Su desprecio… el odio incluso, que sienten por Hart pesa más que la lealtad que pueda inspirarles usted, a quien conocen desde hace poco tiempo. A Hart han tenido que soportarlo muchos meses; años. —El doctor barrió unas migas de la mesa con la palma—. No malgaste su energía defendiendo al capitán, puesto que él no haría lo mismo por usted.
¿Qué debía replicar Hayden? El primer secretario lo había enviado para apoyar al capitán, no para permitir que su posición se viera socavada, por justificables que fuesen los motivos alegados por la tripulación.
—Ha muerto un hombre, doctor. Otro recibió una paliza que podría haberlo matado. Quienquiera que haya puesto en circulación la petición, y doy por sentada la existencia de dicho documento, merece ser castigado. No importa lo legítimas que puedan ser sus quejas, puesto que sus métodos lo condenan.
Por su mente cruzó fugazmente el recuerdo de aquel hombre arrastrado por la turba en la noche parisina, una muchedumbre de rostros enajenados.
Griffiths asintió.
—Sí. Por supuesto tiene usted razón.
Hayden cerró los ojos un instante para alejar la imagen de su mente.
—Entiendo que usted no tiene noticia de este asunto.
—No sé nada, y Dios sabe que digo la verdad.
—Dudo que la verdad esté al alcance de tan elevada autoridad. —Hayden levantó la vista al techo blanco de la cámara—. Me veré obligado a poner al corriente de lo sucedido al capitán Hart.
Esto pareció alarmar al doctor.
—Antes de hacerlo, le recomiendo que medite el caso de McBride —advirtió Griffiths—. El concepto que tiene el capitán Hart de la justicia se parece mucho a disparar un mosquete contra el gentío, pues no le importa a quién pueda alcanzar, sino el hecho de que esa aleatoriedad, ese azar, será precisamente el elemento que reforzará la lección que pretende dar.
Hayden cerró los ojos. Por un breve instante sintió un hondo resentimiento hacia Philip Stephens, por haberlo destinado a servir en aquel barco maldito.
—Entonces, ¿qué se supone que debo hacer, doctor? Si escojo no poner al corriente de este asunto al capitán Hart, con la esperanza de proteger al inocente, estaré al mismo tiempo encubriendo al culpable.
—Acaba usted de describir perfectamente mis años de servicio a las órdenes del capitán Hart. Siempre es lo mismo: acabas condenándote, tomes la decisión que tomes. Todo cuanto puedo decir para consolarle es que después de un tiempo se acostumbra uno a ello, aunque jamás se llega a disfrutarlo. —Se oyó la campana de a bordo, momento en que Griffiths aprovechó para despedirse de Hayden—. Debo hacer mi ronda. —Se levantó encorvado bajo el techo de madera, aunque no se retiró de inmediato, sino que siguió pendiente de su interlocutor, a quien miró con seriedad—. No esté tan abatido; Hart merece lo que le pase.
—Es posible, pero ¿y yo? ¿Me lo merezco? —se limitó a replicar Hayden.
Tras un ruido ahogado de pasos alguien llamó a la puerta. El rostro redondo de Hobson asomó por la estrecha rendija.
—El señor Barthe me ha enviado a informarle que sopla una buena brisa, señor Hayden.
—Por fin hay buenas noticias. Subiré a cubierta. Pida al señor Barthe que lo prepare todo para levar el ancla.
Hayden meditó lo que había dicho. Pensó en si los hombres estarían dispuestos a dar la vela.
A pesar de subir a cubierta con cierta turbación, el primer teniente descubrió que sus temores eran infundados: los hombres acudieron a sus puestos sin queja alguna. Ningún portavoz se le acercó al alcázar con una lista de exigencias. Claro que no iban a alejarse más de media milla, pues el viento franco les permitiría cambiar de fondeadero, de Hamoaze a la bahía de Plymouth. Hayden ansiaba gobernar la Themis lejos de la bahía para que mojase los obenques y marease los estayes, para medir su andadura, pero eso quedaba fuera de sus atribuciones, así que fondearon de nuevo en la despejada bahía con la esperanza de que el viento no rolase al sur.
Hayden paseó lentamente por cubierta, inspeccionando la nave. Se había encaramado a los palos y había revisado hasta la última pulgada del aparejo. Con la reciente mano de pintura, la fragata relucía al sol.
El piloto, el señor Barthe, descendió del obenque de mayor y se detuvo al llegar al pasamano para examinar con ánimo crítico vigotas y acolladores. Al reparar en que el primer oficial se hallaba cerca, lo saludó, deferente, casi lisonjero. Hayden sospechó que su actitud se debía al sentimiento de culpabilidad por haberse negado a admitir que estaba al corriente de la petición.
—La fragata tiene muy buen aspecto, señor Hayden —comentó el piloto—. Su esfuerzo no ha sido en vano.
El primer teniente contuvo el deseo de reprender al veterano por su hipocresía, pero enseguida comprendió que eso no facilitaría las cosas. Los oficiales habían tomado una decisión y no iban a cambiarla.
—Creo que está a la altura de lo que quiera que nos depare el destino, señor Barthe. ¿Estamos nosotros a la altura? Eso es lo que me pregunto.
—Creo que resistirá el temporal del golfo de Vizcaya, por fuerte que éste sea —dijo el piloto, apartando la mirada.
—¡Cubierta! —voceó el vigía del tope—. Se acerca el capitán.
Barthe pidió el catalejo a uno de sus ayudantes y asintió tras echar un vistazo a través del cilindro de cobre.
—El capitán Hart —dijo al dejar de mirar por el catalejo. Y murmuró con un susurro—: Malditos sean mis ojos.