Capítulo 6

A la mañana siguiente, la tripulación amaneció hosca y nerviosa, lo que no impidió a Hayden poner a trabajar a los hombres. Consideraba que una fragata bautizada en honor a la diosa del orden y las buenas costumbres debía tener mejor aspecto. Su inspección del barco, no obstante, hubiera bastado para desanimar al soldado más imperturbable. Reinaba el desorden en los pañoles del contramaestre. En el pozo de los cables no había más que uno aprovechable, pues habían dejado que el resto se pudriera. El alcázar andaba necesitado de un buen embreado, y en general se respiraba falta de limpieza y orden.

El cabo de mar encargado de los pertrechos parecía conocer su trabajo, e informó al punto del estado de los pañoles, algo que el intratable contador no se había avenido a hacer. Sin embargo, Hayden realizó el descubrimiento más desastroso en el pañol de pólvora situado a proa. A la escasa luz que se filtraba por el pañol contiguo tuvo ocasión de examinar la pólvora, pero fue el olor de ésta lo que más le inquietó.

—¿Quién es el condestable, señor Landry? —preguntó Hayden. Se lo habían presentado, pero no había logrado retener su nombre.

—El señor Fitch hace las veces de condestable en funciones, señor Hayden.

Landry, quien el día anterior se había mostrado tan solícito, había adoptado una actitud huraña y saltaba a la vista cuánto lamentaba la presencia de Hayden, como si éste interfiriese en el buen gobierno de la fragata. Quizá el quid de la cuestión residía en que lo hubiesen sorprendido con el barco en semejante estado de desorden. A Hayden, sin embargo, no podía preocuparle menos la actitud del teniente.

—¿Me haría el favor de avisarle, señor Landry?

Éste titubeó un instante junto a la puerta, como si se estuviese planteando la posibilidad de negarse, pero cuando Hayden lo miró él le hizo el saludo militar. Sin embargo, antes de que pudiera cumplir la orden, intervino lord Arthur, que se había convertido en la sombra de Hayden.

—Yo mismo iré a buscarlo, teniente —se ofreció el joven, y salió corriendo.

Inclinado para evitar darse con los baos, Landry salió al sollado y se agachó como para examinar los cables.

Hayden lo observó con mayor imparcialidad de la que habría creído posible. Conocía a los hombres como él: Landry era un hombrecillo triste, torpe y poco afable, ajeno a los modales y las formas, el crío al que todos maltrataban en la escuela.

Poco después el condestable en funciones, el calvo y tatuado señor Fitch, apareció en el pañol seguido por el segundo teniente. El primero miró inquieto a Landry y descendió los tres peldaños.

—¿No es su deber, señor Fitch, mantener este pañol ventilado y seco en todo momento? —preguntó Hayden.

No hubo respuesta, sólo un mudo gesto de afirmación.

—Entonces, ¿cómo se explica esto? —Hayden introdujo la mano en un barril de pólvora y sacó una masa pegajosa que a continuación dejó caer de nuevo en el interior. Fitch torció el gesto—. ¿Qué fue del condestable al que reemplazó?

—Murió, señor Hayden —respondió Landry—. El cirujano dictaminó que fue un paro cardíaco. Lo arrojamos por la borda hará unas semanas.

—Queda usted relevado de sus responsabilidades como condestable, señor Fitch —decidió Hayden—. A su regreso, el capitán decidirá qué castigo imponerle.

—Fue el capitán Hart quien nombró para el puesto a Fitch, señor Hayden —apuntó Landry, dirigiéndole una mirada de hostilidad mal disimulada.

—Ya lo suponía, señor Landry, pero voy a poner a otro en su puesto hasta que regrese el señor Hart. No podemos permitir que se nos eche a perder la pólvora de este modo, ¿no cree? —Hizo un gesto en dirección a la puerta—. Puede marcharse, señor Fitch. El señor Landry le asignará otras tareas. Considérese afortunado de que no sea yo el capitán, porque le habría hecho azotar por semejante negligencia.

El amonestado se llevó los nudillos a la cabeza con torpeza y retrocedió por la escala hasta que se perdió en la oscuridad, acompañado por el rumor de sus rápidos pasos en el tablonaje.

Hayden se volvió hacia Landry.

—Aunque no tiene mucho sentido, probemos esta pólvora antes de que redacte una carta a la Junta de Artillería para solicitar más. Si es tan amable, encárguese de preparar unas descargas para las carronadas, señor Landry.

Al salir Hayden, el segundo teniente se quedó a solas con su resentimiento. Wickham se apresuró a seguir al primero.

Poco después llegaron al alcázar, donde quitaron la corcha a una carronada de treinta y dos libras. El primer cartucho no disparó y hubo que retirarlo con el sacatrapos, una vara larga en forma de sacacorchos, tarea que no era del gusto de nadie por motivos obvios. El segundo produjo un estampido ahogado, aunque quedaron muchos restos en el ánima. Lograron disparar una bala después de dos fallos más, pero tal como comentó el señor Barthe, él mismo «podría haber arrojado esa bala más lejos».

El teniente Hayden se enfrentaba, pues, a la nada envidiable labor de solicitar pólvora para sustituir la estropeada. No obstante, las cantidades de pólvora en los pañoles planteaban otra duda.

—¿Cuan a menudo ejercitan el fuego con los cañones largos, señor Landry? —preguntó después de que sacaran el último cartucho, lo abrieran y arrojaran el contenido por la borda.

—Nunca, señor Hayden. Al menos desde que estoy a bordo. Los ejercicios con los cañones se realizan sin pólvora ni bala.

Hayden estuvo a punto de poner los ojos en blanco. Le costó mantener el gesto impasible ante aquella información. Se dio la vuelta rápidamente.

—¿Preparado para calzar el palo, señor Franks?

Los hombres se distribuyeron entre las barras del cabrestante y empezaron a virarlas para tensar el cable que discurría a través del motón principal hasta la cabria de arbolar. Crujió como una puerta vieja al tensarse, y el palo de mesana se elevó unos centímetros.

—¡Apartaos! —ordenó Hayden.

Cuando el palo se elevó un poco más, se balanceó de pronto a un costado, zarandeándose con fuerza de un lado a otro.

Los hombres que daban vueltas al cabrestante continuaron con la faena hasta que el palo de mesana formó un ángulo de casi quince grados. Uno de los cabos pasado por un cuadernal y aferrado a un extremo de la cabria fue halado en ese momento. También estaba ligado al palo bajo las cacholas, de forma que quedó situado prácticamente en posición vertical. Hayden y algunos de los hombres más corpulentos arrimaron el hombro sobre el palo, y con ayuda del motón lograron introducir el pie en la fogonadura de cubierta, paso previo a calzarlo en la cubierta inferior. El palo descendió poco a poco. No quiso deslizarse limpiamente, pero al final lograron situarlo aún más perpendicular, lo suficiente para que la mecha se introdujese sin más roces de los imprescindibles por la fogonadura y pudiese asentarse bajo cubierta en la carlinga.

—¡Ya está encajado, señor Hayden! —voceó alguien bajo cubierta.

—¡Buen trabajo! —felicitó el primer teniente a los hombres que lo rodeaban, antes de repetir las mismas palabras a quienes habían virado el cabrestante—. Aparejemos la obencadura, señor Franks —ordenó Hayden—. Quizá Aldrich pueda ayudarlo.

Estaba convencido de que ese marinero no tardaría en cumplir la labor, siempre y cuando Franks no se entrometiese demasiado, pero lo cierto es que el contramaestre lo sorprendió. A pesar de su evidente falta de oficio, exhibió una gran capacidad de aprendizaje, y además no le incomodaba hacerlo; al contrario que muchos en su lugar, los cuales hubiesen optado por quitarse el muerto de encima con la esperanza de disimular sus defectos. Ese detalle hizo que Hayden viese al señor Franks bajo una nueva luz más favorecedora. Alguien dispuesto a aprender no podía considerarse una causa perdida.

Asignó a Stuckey otra jornada de trabajo degradante y ordenó a uno de los segundos del contramaestre que lo vigilara. Hayden era consciente de que el tiro podía salirle por la culata si el marinero se granjeaba las simpatías de la dotación, pero tuvo la impresión de que Stuckey no era precisamente el ojo derecho de sus compañeros, aunque por otra parte tampoco había nadie con el nervio necesario para burlarse de él, hecho del que Hayden tomó buena nota.

Se aparejaron los obenques y se armaron los topes en el palo. Hayden atendía las labores en cubierta cuando levantó la cabeza y reparó en que un bulto enorme se precipitaba desde las alturas. Un hombre se aferró al obenque y logró frenar la caída, pero la mano lo traicionó, de manera que se precipitó al vacío. Logró aferrarse de nuevo al obenque, algo suelto aún, quemándose las palmas a medida que se deslizaba a gran velocidad los últimos diez metros que lo separaban de cubierta, donde aterrizó con estrépito. En cuanto se puso en pie, el muchacho, pues a pesar de su corpulencia apenas había llegado a la edad adulta, se apoyó estremecido en el pasamano. Wickham se acercó a él.

—¿Te has hecho daño, Giles? —le preguntó el noble guardiamarina.

El joven negó con la cabeza, buscando su propia voz.

—No, señor —logró susurrar—. Le ruego me perdone. Me recuperaré enseguida, señor.

Hayden caminó por cubierta y calculó que el muchacho, que seguía temblando, le sacaba al menos treinta centímetros, además de ser mucho más corpulento que él.

—¿Giles? ¿Te llamas así? —preguntó Hayden.

—Sí, señor —respondió el joven, pálido como el vientre de un pez.

—Siéntate en cubierta y mete la cabeza entre las rodillas. Que alguien le traiga un poco de agua.

Giles se deslizó batayola abajo y se sentó en cubierta con la cabeza gacha, las muñecas a ambos lados del cuello y los codos apoyados en las rodillas, sin que el cuerpo pareciese haber recuperado el aplomo.

—Lo siento, señor —susurró el muchacho con un hilo de voz.

—No te disculpes. Te has llevado un buen susto.

—Si no llego a agarrarme a ese obenque…

Hayden se agachó a su lado, intentando verle la cara. El joven se apoyó en el costado y se habría desmayado en cubierta si el primer teniente y Wickham no llegan a sostenerlo a pesar de su considerable peso. En esas apareció el doctor, a quien Archer había apartado de sus pacientes.

Griffiths se inclinó sobre Giles y le tomó el pulso en la carótida.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—Se cayó del tope de mesana, pero logró aferrarse al obenque; podría estar mucho peor de lo que está —respondió Hayden.

—O sea, que no ha caído de gran altura.

—No. Se deslizó por el obenque —intervino Wickham—, pero al llegar a cubierta palideció y perdió el conocimiento.

—Le ha dado un vahído —susurró un tripulante, comentario que provocó una carcajada entre los marineros.

—Estoy seguro de que se recuperará enseguida —dijo Griffiths. En ese momento el joven se movió y abrió un ojo—. Ah, ahí estás, Giles. De una pieza, por lo que veo. No hay fracturas, no sangras, y ni siquiera tienes una leve contusión. Creo que sobrevivirás. No, no intentes sentarte. Quédate tumbado un rato y deja que la sangre fluya de nuevo con naturalidad. —El cirujano levantó la mirada hacia Hayden y asintió—: No tardará en estar perfectamente. Diría que le ha ahorrado a la cubierta una buena limpieza.

Hayden se retiró seguido por el guardiamarina, momento en que un sirviente les anunció que el almuerzo estaba listo.

—Ha tenido suerte de salvar la vida —comentó Hayden cuando llegaron a la escala de toldilla—. Se conocen, ¿verdad?

—Así es, señor —respondió lord Wickham, asintiendo—. Nos llevamos tres días.

Hayden no hizo el menor esfuerzo por ocultar su sorpresa.

—Muy corpulento para su edad, ¿no cree? —dijo Wickham.

—Y me atrevería a decir que para cualquier edad.

El noble miró en torno con cierto aire furtivo y se inclinó sobre Hayden para comentar en voz baja:

—¿Ha oído susurrar a los marineros que Giles no se cayó, señor?

—¿Y qué pretendían dar a entender con eso? Pero si lo vimos trope… —Entonces comprendió a qué se referían—. ¿Acaso creen que no fue un accidente?

—Eso entiendo yo, señor.

Espantado, Hayden se golpeó la frente con la palma.

—¿Alguien ha visto lo sucedido? ¿Han visto cómo empujaban al muchacho?

—No lo sé, señor.

—Vaya a buscar al joven Giles.

Al momento, el marinero descendió por la escala de toldilla y Hayden lo recibió a la entrada de la cámara de oficiales. Dado que no era el capitán, carecía de una cabina adecuada para realizar entrevistas privadas, así que condujo al joven hasta el sollado y se acomodaron a proa de la enfermería, el lugar más discreto a esa hora. Giles no podía disimular el miedo, y Hayden se preguntó hasta qué punto se debería al hecho de ser tan joven y haber sido llamado en presencia de un oficial superior.

—¿Te encuentras mejor, Giles? ¿No te has hecho daño?

—Me siento perfectamente, señor Hayden.

El primer teniente clavó la vista en el muchacho, intentando interpretar la expresión de su rostro redondo y más bien inexpresivo.

—Responde sinceramente: ¿de verdad te has caído del tope de mesana, o te empujaron?

Observó una súbita llamarada de inquietud, abierta a una miríada de interpretaciones.

—¿Que si me empujaron, señor? Vaya, señor Hayden… —Pero la frase acabó en una sarta de incoherencias. Poco después, bajando el tono de voz, respondió—: Perdí el equilibrio y tropecé, señor. Ni más ni menos.

—¿Estás seguro?

—Sí, señor.

Hayden lo observó fijamente unos segundos más, pero el muchacho bajó la mirada.

—¿Quién estaba contigo en el tope de mesana? No me fijé.

—Pues no lo… recuerdo. Cole, creo. Y ese holandés, Van De… Lo llaman El Demonio, señor, pero no sé su verdadero nombre. Ah, y Smithers, aunque en ese momento se había encaramado palo arriba.

—¿Y nadie te empujó o tropezó contigo de algún modo?

—No, señor. Soy así de torpe, eso es todo.

—De acuerdo. Puedes irte.

Hayden fue tras el joven escala arriba, y a la entrada de la camareta de guardiamarinas ambos se encontraron con Wickham, que estaba aguardando al primer oficial. Éste siguió con la mirada a Giles, que subió a cubierta; el eco de sus pasos no tardó en enmudecer.

—Me ha asegurado que fue un accidente —comentó Hayden en respuesta al gesto del guardiamarina, que acababa de enarcar una ceja—. Sin embargo, no estoy seguro de que me haya dicho la verdad. ¿Conoce usted a Cole, y a un holandés al que apodan El Demonio?

—Van Damon, señor.

—¿Y a Smithers?

—A Harry Smithers lo conozco bastante bien, señor Hayden. Es un poco falto de entendederas, pero diría que tiene buen carácter. Van Damon y Cole llegaron a bordo procedentes del Hunter cuando esta nave fue desarmada. Nunca he tenido motivo para desconfiar de ellos. Cole es un buen marinero.

—Gracias, señor Wickham.

—No hay de qué, señor. —El guardiamarina se volvió dispuesto a retirarse, pero entonces decidió añadir—: La dotación también cuenta con buenos hombres, señor.

Al oír este comentario, Hayden se detuvo antes de abrir la puerta de la cámara de oficiales.

—No me cabe duda de ello. Pero ¿qué le ha empujado a comentarlo?

De pronto Wickham se mostró reservado.

—No lo sé, señor. Supongo que ha sido por la reputación que tiene el barco…

—¿A qué reputación se refiere?

—Pues ya sabe, señor Hayden; que la dotación es arisca y no conoce el oficio.

—¿Ése es el carácter que se nos atribuye? Bueno, pues habrá que cambiar tal opinión, ¿no le parece?

Wickham asintió, animado.

—Nada me gustaría más, señor. —El joven se tocó el sombrero y se volvió hacia la camareta de guardiamarinas, aunque de nuevo cambió de idea—: Ah, Stuckey me ha preguntado qué podría hacer para congraciarse de nuevo con usted, señor Hayden.

—La próxima vez que le dé una orden, que responda «sí, señor» y ponga manos a la obra. Si no sabe cómo hacer su trabajo, debería admitirlo y ya me ocuparé de buscar a alguien que le enseñe lo necesario. Dígale que venga a hablar conmigo cuando termine de almorzar y abordaremos su educación como marinero.

Cuando regresó a cubierta, Stuckey, el hombre de tierra adentro, se acercó a él, se llevó los nudillos a la cabeza, gesto que constituía el habitual saludo a un oficial, y permaneció con la mirada gacha.

—He oído que te gustaría convertirte en marinero. ¿Me han informado mal, Stuckey?

—Si le complace a usted, señor.

—Me complace. Voy a ponerte a trabajar con Aldrich. Pero si descubro que no pones interés o no te aplicas con voluntad, Stuckey, desearás no haber malgastado esta oportunidad.

—No la desaprovecharé, señor —prometió.

—Entonces ponte a la labor.

Cuando Stuckey se alejó a buen paso, Hayden se puso a pensar en cuántos casos más graves encontraría a bordo de aquel barco. No creía que Stuckey se hubiera convertido en un hombre nuevo. O mucho le traicionaba la intuición, o el de tierra adentro aún le causaría problemas.

Griffiths asomó procedente de la enfermería, en las entrañas del barco.

—¿Cómo se encuentra Tawney? —preguntó Hayden al cirujano, quien al parecer había subido a cubierta para tomar el aire y exponer su piel blanca al sol.

A Griffiths pareció confundirle un poco la pregunta, pues debía de tener la mente en otra parte.

—Se halla sumido en un estado peculiar —respondió cuando se hubo centrado de nuevo—, está consciente pero no parece regir del todo, no sé si me explico… No ha dicho una palabra, pero vigila hasta el último ademán tanto de mi ayudante como mío, como si temiera que estuviéramos esperando el momento idóneo para atacarlo. Sin embargo, por extraño que parezca, su estado ha experimentado una innegable mejoría desde anoche. Creo que se recuperará, poco a poco.

Transcurrió ese día, y también el siguiente. Hayden escribió a la Junta de Pertrechos en referencia a los mismos, así como a la Junta de Artillería, a la que rogó le suministrase pólvora. También escribió su primera carta a Philip Stephens, o más bien al señor Thomas Banks, y la envió a la dirección facilitada por el primer secretario. Temía el momento de emprender esa labor, y se enfrentó a ella de muy mala gana. Hayden se había avenido a enviar esos informes a Stephens, de modo que la palabra dada le obligaba a tan deshonrosa tarea. ¿Cómo escribir una sola palabra fiel a la verdad sin minar la posición del capitán Hart, quien al fin y al cabo ni siquiera se hallaba a bordo? Era una labor imposible, aunque estaba convencido de que a Stephens no le importaría mucho que el capitán Hart quedase retratado como un incompetente.

Estimado señor Banks:

Me complace comunicarle que llegué sano y salvo a Plymouth el día 23 de julio, y que me encuentro en mi nuevo barco, la fragata HMS Themis, la embarcación de la que hablamos durante nuestra última reunión. El capitán Hart no se encuentra a bordo, ni se espera que regrese antes de hacernos a la mar. En su ausencia, lamento mucho decir que la nave se hallaba sumida en un estado de terrible abandono. Habían quitado dos palos machos, y los nuevos descansaban en cubierta, sin que se percibiese urgencia alguna por calzarlos. No se llevaban a cabo los preparativos de rigor antes de hacerse a la mar para una larga travesía, aunque el capitán Hart había dejado órdenes de que todo debía estar preparado a su vuelta. A bordo encontré un nutrido grupo de cierta clase de mujeres, y los oficiales apenas ejercían el control. En ausencia del capitán, he asumido el mando y reinstaurado el orden. En estos momentos nos dedicamos a pertrechar la fragata con vistas a nuestra próxima travesía.

Quizá lo más perturbador que he descubierto desde que embarqué es que muchos oficiales de guerra y de mar creen que alguien llamado McBride no sólo fue acusado injustamente de haber asesinado a otro marinero, sino que, además, fue posteriormente ahorcado por ello. De ser eso cierto, constituiría una terrible injusticia.

Espero que cuando reciba la presente se encuentre en buen estado de salud, y que sus asuntos gocen de la misma.

Su muy humilde servidor,

Teniente Charles Hayden