Capítulo 5

Hayden abrió los ojos al oír unos susurros.

—¡Doctor! ¡Doctor Griffiths!

La nota de apremio que se advertía en la voz arrancó a Hayden de las profundidades del sueño. El primer teniente se sentó en el coy, frotándose los ojos y sacudiendo la cabeza para despejarse.

Procedente del extremo opuesto de la cámara de oficiales oyó a Griffiths, que a juzgar por su tono no parecía demasiado satisfecho de que lo hubiesen despertado.

—¿Qué pasa?

—Es Tawney, señor. Un centinela lo encontró en el pozo del cable del ancla, ensangrentado e inconsciente. Según parece le han dado una paliza.

Hayden saltó del coy y empezó a vestirse.

—Vaya por Dios… —murmuró el cirujano, momento en que Hayden oyó pasos en la cubierta.

El primer teniente asomó de la cabina en el preciso instante que Griffiths lo hacía, y ambos se dirigieron al sollado precedidos por el infante de marina que los había despertado, pertrechado de linterna y mosquete. Descendieron la escala y se encaminaron a buen paso hacia la proa.

Vieron dos figuras envueltas en sombras, una inclinada y aferrando una linterna, y otra encogida a oscuras en aquel espacio casi ocupado por completo por el cable del ancla. Hayden se encaramó al cable detrás del doctor, quien ya se había puesto los anteojos.

Un hombre yacía hecho un ovillo en los tablones, inmóvil como un niño dormido, con la boca abierta e hinchada.

—No hemos querido moverlo, doctor —dijo uno de los hombres—. Lo dejamos tal como estaba, como nos indicó usted que hiciéramos siempre.

Griffiths no pareció prestar atención a aquellas palabras; acercó la mano a la garganta del hombre para buscarle el pulso y permaneció inmóvil un largo instante en que los demás contuvieron el aliento.

—Al menos sigue vivo. Acerquen esa luz.

Las linternas proyectaron un tenue fulgor en el rostro ensangrentado del marinero. Tenía la cara hinchada, y las zonas de su rostro que no aparecían cubiertas de sangre habían adquirido un tono morado oscuro. Tenía la mandíbula desencajada y los ojos cerrados.

—¿Quién dices que es? —preguntó Hayden.

—Dick Tawney, señor. Gaviero del trinquete.

—¿Quién le habrá hecho esto?

Nadie ofreció una respuesta. El doctor palpó con cuidado el cráneo del herido y luego, con ayuda de Hayden, lo volvió boca arriba.

—Es un milagro que no se haya ahogado en su propia sangre —observó el médico con cierta angustia en la voz—. Davidson, ve corriendo a popa y trae una camilla de la enfermería, si eres tan amable.

Tawney se agitó y soltó un gemido. Griffiths lo retuvo por el hombro y la cadera, preparándose para cuando basculase el peso hacia el otro lado e intentando al mismo tiempo mantenerlo de costado. El herido sangraba por la nariz y la boca. No tardaron en presentarse Davidson y Ariss, el ayudante de cirujano, con una camilla. Siguiendo las indicaciones del doctor tumbaron al inerte marinero en la loneta. Tawney masculló algo ininteligible y luego volvió la cabeza a un lado.

Inclinados bajo los baos, levantaron la camilla y la deslizaron sobre el cable del ancla, esperando a que Hayden y uno de los marineros pasasen al otro lado. Tawney sufrió una convulsión.

—¿Son los últimos estertores, doctor? —preguntó el infante de marina, inquieto.

—No. Se trata más bien de un ataque… debido a los golpes en la cabeza. Con un poco de suerte remitirá pronto.

Ya en la enfermería, colgaron la camilla de las argollas clavadas a los baos, donde se balanceó suavemente de un lado a otro. Uno de los pacientes despertó para ver qué sucedía y el blanco febril de sus ojos los observó bajo la venda que le envolvía el cráneo.

—No pasa nada, Hale, vuelve a dormirte.

—¿Qué le ha ocurrido?

—Eso es —murmuró el doctor—. Limpiémosle las heridas. Señor Ariss, córtele la camisa; tiene sangre ahí, en el pecho.

Hayden se apartó y observó al cirujano y su ayudante mientras éstos ponían manos a la obra de un modo frío pero diestro a la tenue luz que los alumbraba. En dos ocasiones se requirió la ayuda de Hayden para evitar que el desdichado Tawney se dejase llevar por otro ataque, pero el paciente se quedaba inmóvil enseguida. El doctor no dejaba de palparle la carótida cada vez que el herido se quedaba quieto.

Finalmente, satisfecho tras haber hecho cuanto estaba en su mano, Griffiths dirigió un gesto al primer oficial y ambos salieron de la enfermería. Inclinados, uno sobre el mamparo, el otro contra la escala, charlaron en voz baja para evitar que se los oyera.

—Tawney es un tipo corpulento, un hombretón —dijo Hayden—. Opino que sus heridas no pueden atribuirse al ataque de un solo hombre, a menos que haya un auténtico gigante a bordo con muy mal genio.

—Tiene razón. Una paliza así debió de ser cosa de cuatro o cinco hombres. Tawney es fuerte como un buey. Habría puesto la mano en el fuego a que se llevaba bien con el resto de la tripulación.

—¿Gaviero de trinquete?

—Creo que eso dijo uno de ellos, sí.

—Pues a sus compañeros no les hará ninguna gracia lo sucedido. —Hayden negó con la cabeza. Los marineros asignados a la gavia de trinquete se contaban entre los más fuertes y experimentados de cualquier embarcación, los gallos del corral, por así decirlo—. Voy a pedirle que inspeccione a la dotación tras el desayuno. Una paliza así habrá dejado marcas en quienes la propinaron: cortes, hinchazones, puede que uno o dos nudillos rotos.

—Eso si utilizaron los nudillos, claro, porque a juzgar por los daños diría que lo atacaron con palos.

Hayden, que seguía apoyado en la escalera, basculó el peso en el otro pie.

—Un hombre asesinado y otro víctima de una paliza de muerte… Hoy en cubierta, mientras armábamos las cabrias, he reparado en la mala sangre que hay entre los hombres. Nunca había presenciado un ambiente tan tenso, nunca había visto hacer tanto esfuerzo para estorbar la labor ajena. Es indispensable que la dotación de un barco trabaje en armonía, aunque sea por su propia seguridad… ¿Se debe ello a la ausencia del capitán Hart? Supongo que esta situación no se produjo en plena travesía.

El doctor se quitó las gafas y se frotó los ojos, primero uno y luego otro, con el dorso de la mano.

—Es posible que se haya vuelto más acusada desde que el capitán abandonó el barco y el primer teniente renunció a su empleo, pero no puede decirse que sea una novedad a bordo de la Themis.

Hayden esperó a que el cirujano siguiera hablando, pero una vez quedó claro que no iba a hacerlo, dijo:

—Nunca había visto nada semejante, doctor. No entiendo que alguien sea capaz de hacerse a la mar con una dotación sumida en este estado. ¿Cómo lo toleran los oficiales?

El galeno se encogió de hombros. Guardó silencio unos instantes y se acercó a Hayden.

—Antes preguntó usted por Penrith. No puedo decirle quién fue responsable de su muerte, pero la noche que desapareció oí que uno de los marineros decía a un grupo de compañeros: «Ya se han ocupado de Penrith», o algo así. Antes de que se hallase el dedo a la mañana siguiente, los miembros de la dotación ya parecían saber que se trataba de un asesinato, aunque al principio los oficiales achacamos su desaparición a un accidente.

—¿Quién dijo eso, doctor?

—No lo sé. Estaba oscuro, casi todos los marineros se hallaban demasiado enfermos para tenerse en pie, y un vendaval tremendo nos zarandeaba de un lado a otro. Admito que tenía la cabeza en otra parte. Estaba asustado y era incapaz de pensar con claridad.

Ariss, el ayudante del cirujano, apareció en ese momento.

—Discúlpeme, doctor. Tawney vuelve a sufrir convulsiones.

Griffiths inclinó la cabeza ante Hayden a modo de despedida y se adentró de nuevo en su guarida. El teniente permaneció unos segundos de pie, aturdido; luego subió la escala y se deslizó en silencio en la penumbra que reinaba en la cámara de oficiales, donde encontró a Barthe a la luz de una solitaria vela, sentado a la mesa, contemplando fijamente la copa de vino que tenía delante.

Hayden no supo muy bien qué decir, ni siquiera si debía reaccionar ante tal escena. El piloto de derrota apartó la vista de la copa y miró fijamente a Hayden, sin mostrar un ápice de incomodidad.

—Sin duda se estará preguntando qué me dispongo a… —susurró Barthe con voz ronca.

Pero la verdad era que Hayden no se preguntaba nada, pues todo apuntaba a que el piloto estaba bebiendo.

—Pongo a prueba mi voluntad —añadió, inclinando la cabeza en dirección a la copa de vino, oscuro a la tenue luz—. Tengo que hacerlo de vez en cuando, enfrentarme a la tentación. Hoy la necesidad de beber apenas me permitía concentrarme, y ahora he de hacer penitencia. Debe de parecerle extraño, pero llevo sobrio siete años y tengo mi propio método para mantener mi promesa. Si lo logro esta noche, mañana no lo echaré de menos.

—Discúlpeme la interrupción, señor Barthe —dijo Hayden. Acto seguido entró en la cabina y cerró la puerta. Al hacerlo, la imagen de Barthe se dibujó tras la rendija, iluminado por una luz mortecina, con los ojos clavados en la copa y las manos apoyadas en la mesa, a ambos lados. Su rostro era la viva imagen de la determinación y el sufrimiento.