Hayden era incapaz de recordar tanto bullicio en el puerto de Plymouth. El carruaje que lo había llevado a la ciudad se había visto retenido durante más de una hora por unos insolentes ganaderos que conducían hatos de bueyes al redil de las vituallas. En ese momento había dejado atrás el bullicio y se hallaba en el embarcadero, ante el imponente puerto surcado de botes que mariposeaban en torno a los barcos de la Armada de Su Majestad dispuestos para la guerra.
Algunas naves eran sometidas en ese momento a tareas de calafateado, y los palos se alzaban desde la cubierta principal cual espinas para que quienes aparejaban los buques practicasen sus artes. Un barco de pertrechos de cubierta corrida, cargado de pólvora, daba voces para que se apagasen todos los fogones a bordo de los buques, mientras los barqueros bogaban para apartarse de él.
—Señor Hayden, señor…
Hayden bajó la mirada hacia el bisoño teniente —quien no hacía mucho compartía espacio con otros jóvenes en la camareta de guardiamarinas— que lo saludaba con la mano. Se había ausentado hacía un rato con la promesa de llevar a Hayden a su nuevo barco. En un instante, varios marineros saltaron a la cubierta de un bullicioso lugre para subir al muelle y hacerse cargo del equipaje. Hayden los siguió por la estrecha cubierta del pesquero hasta la bancada de popa del cúter. Se armaron los remos y poco después la embarcación auxiliar empezó a surcar las aguas, mientras el timonel se esforzaba por imponer su altura a las cabezas de los remeros, siempre alerta a pesar de los estrujones.
—Menuda suerte he tenido al encontrarlo, señor Janes —dijo Hayden al joven, cuyo rostro, pensó, no estaba aún muy familiarizado con la cuchilla de afeitar—. Y felicidades. ¿Cuánto hace que luce la charretera?
—Aprobé el examen en marzo.
—Pues ya me ha alcanzado, teniente, y aún recuerdo la primera vez que puso usted el pie en la cubierta de un barco.
Janes se sonrojó.
—Tal vez lo haya alcanzado en rango, señor, pero no en pericia.
—No estaría yo tan seguro de ello. —Hayden miró de reojo la desembocadura del Hamoaze—. ¿Está usted seguro de que la Themis sigue allí?
—No habrá ido a ninguna parte, señor. No tenía más que un palo macho en pie cuando pasé junto a ella esta mañana. —El joven guardó silencio un instante, sintiéndose torpe e incómodo en presencia de su antiguo oficial superior, al que había igualado en rango—. ¿Ha subido ya a bordo de la fragata, señor Hayden?
—Ni siquiera la he visto. Treinta y dos piezas de dieciocho libras, según tengo entendido. Es algo poco frecuente.
—Están construyendo otras similares, señor. A una creo que la bautizarán Pallas; saldrá del astillero de Woolwich y la botarán antes de fin de año. A pesar de todo lo que pueda pensar, la Themis es una nave preciosa, señor. Hay quienes dicen que algo enjuta para artillar una cubierta entera de cañones de dieciocho libras, pero he oído que navega como los ángeles y no acusa el peso.
—Parece de esos barcos con los que el Almirantazgo quiere ahorrarse media corona. Diría que las fragatas de treinta y seis cañones y las de treinta y ocho se medirían en mejores condiciones con las que están construyendo los franceses.
—Yo apostaría por una fragata de treinta y dos gobernada por ingleses, antes que hacerlo por una de treinta y ocho con dotación francesa… —Pero el joven oficial recordó entonces la ascendencia de Hayden y se ruborizó.
El astillero apareció ante las miradas de ambos y Hayden empezó a buscar su nuevo destino entre las embarcaciones fondeadas.
Janes levantó la mano para señalar al frente.
—Allí, señor Hayden, delante de ese que está poniendo las vergas en cruz.
Y, en efecto, allí estaba: cuarenta metros de eslora, calculó Hayden. Mayor que una fragata de veintiocho piezas, lo que no quitaba que se la considerara de quinta clase. Janes tenía razón. Era un hermoso navío, a pesar de que en ese momento le faltasen dos extremidades. No obstante, para tratarse de una nave de reciente construcción, tenía mal aspecto, y Hayden confió en que se debiera a las inclemencias del servicio y a más combates de los que había apuntado su amigo Robert.
—Parece haber sido cañoneada peñol a peñol —comentó.
Janes se limitó a asentir en silencio y volvió la mirada a la costa lejana, para evitar que su acompañante le viese el rostro.
Hayden fue recibido a bordo de la Themis, fragata de Su Majestad, sin ceremonia alguna, saludado por un solitario oficial nada más asomar por el portalón.
—Segundo teniente Herald Landry, señor, a su servicio. —Era un hombre de corta estatura y de aspecto anodino, a pesar de la abundancia de pecas y una barbilla tan huidiza que había que fijar la mirada para verla. Le hizo el saludo de rigor tocándose un sombrero que le quedaba cómicamente grande—. Tengo entendido que es usted nuestro nuevo primer oficial, teniente Hayden.
—Charles Hayden. Es un placer conocerlo, señor Landry.
—Le presentaré a los demás oficiales, señor Hayden, y luego le mostraré la cabina.
—Deseo personarme ante el capitán Hart, en cuanto le resulte conveniente recibirme, por supuesto.
—El capitán no se encuentra a bordo, señor. No esperamos que vuelva hasta que larguemos vela.
—Entiendo.
Hayden se detuvo un momento para contemplar la cubierta, en la cual reinaba el caos más tremendo que hubiese observado en su vida en un barco cuya crujía no hubiese sido enfilada por los cañones enemigos. Estaba sucia, mostraba escupitajos de tabaco y una profusión de cagarrutas de gaviota. No había más que un palo macho en pie: el de trinquete. Los otros dos, nuevos a todas luces, descansaban en cubierta como gigantes caídos. Los hombres haraganeaban por doquier, mirándolo con suspicacia. Alcanzó a oír los maullidos de un violín en el combés y las risas de aquellas a quienes hubiera considerado miembros del llamado bello sexo, de no haberse topado antes con ellas.
—¿Qué órdenes le dio el capitán antes de desembarcar, señor Landry?
—Preparar el barco para hacerse a la mar.
—Bien, pues tenemos mucho que hacer. Reúna en el alcázar a los oficiales de guerra, mar y cargo, así como a los jóvenes caballeros, y ordene al teniente encargado de la compañía de infantería de marina que llame a los suyos.
—A la orden, señor. —Landry se alejó apresuradamente, sin disimular una expresión de alarma.
Un tipo corpulento se abrió paso hacia él a través del gentío que abarrotaba la cubierta principal.
—Soy Barthe, señor Hayden, piloto de derrota. Bienvenido a bordo de la Themis, señor.
—Gracias, señor Barthe.
El piloto llevaba la cabeza descubierta y tenía las mejillas muy coloradas. Permaneció inmóvil recuperando el aliento como si hubiera llegado corriendo. Resultaba difícil calcular su edad: tenía el pelo tan rojo como un ladrillo nuevo, y la presencia de alguna que otra cana recordaba la ceniza que asoma entre las llamas.
—Mis disculpas por el estado del barco, señor —continuó—. Puesto que tanto el capitán como el primer teniente se habían ausentado… —Se encogió de hombros, avergonzado.
Empezaron a asomar marineros de las toldillas y el combés, lugar donde no cedía la algarabía ni las notas de violín. Hayden siguió al piloto de derrota al alcázar. Poco después reapareció el teniente Landry, acompañado por otro hombre vestido con uniforme de teniente. Saltaba a la vista que el joven oficial intentaba despejarse.
—Tercer teniente Benjamín Archer, señor Hayden —lo presentó Landry a pesar de que no se hallara en estado de personarse ante nadie—. Veo que ya conoce al señor Barthe. Y… ¿dónde está el señor Hawthorne?
—A proa, señor. La Señora Barber tenía necesidad de sus cuidados.
—Se refiere a la cabra —explicó Barthe al ver la expresión de Hayden—. El señor Hawthorne es toda una autoridad en el cuidado de los animales. La Señora Barber está enferma.
—Ah, señor Hawthorne… Le presento a nuestro nuevo primer oficial.
Vestido con unos pantalones de dril sucios más propios de un marinero, Hawthorne no parecía precisamente un oficial de infantería de marina. A pesar de su facha, flexionó con elegancia una pierna y se quitó lo que debía de ser un sombrero.
—Al servicio de usted, señor. Mi tropa estará lista para la inspección cuando a usted le convenga, señor Hayden. —No parecía nada avergonzado de su atuendo; incluso daba la impresión de sentirse tan a gusto como cuando vestía la casaca roja de la infantería de marina, con los correajes blanqueados con albero para arrancarles un blanco inmaculado.
—Aquí tiene a los guardiamarinas —prosiguió Landry—. Lord Arthur Wickham, señor Hayden —dijo. Un joven en cuya sonrisa destacaban sendos hoyuelos se llevó la mano al sombrero, tal como habría hecho un colegial despreocupado—. James Hobson y Freddy Madison. A los otros tres guardiamarinas les fue concedido permiso para desembarcar y visitar a sus familias.
—¿Dónde están el contramaestre y el carpintero? —quiso saber Hayden, esforzándose por controlar el tono de voz.
—Por ahí vienen —respondió el piloto.
Un hombre fornido con la nariz rota llegó al alcázar seguido de otro y fue de inmediato presentado como el contramaestre. El carpintero, un marinero veterano, parecía hecho de madera, pues era todo ángulos y muy flaco, tanto que la ropa le colgaba como cuelgan las velas en plena calma chicha. Landry los presentó como Franks y Chettle, respectivamente.
—¿Qué hora es, señor Landry? —preguntó Hayden.
—Diría que alrededor de las dos y media.
—Entonces aún nos quedan muchas horas por delante. Que desembarquen las mujeres. De día no habrá mujeres a bordo, y tampoco por la noche, a menos que esté satisfecho con la labor realizada durante la jornada.
El teniente titubeó.
—Los hombres no recibirán bien esa medida, señor Hayden —advirtió en voz baja.
—No suelo tomar mis decisiones en función de lo que la marinería considere o no agradable. ¿Le informó el capitán Hart de cuándo pensaba regresar a bordo? ¿Cuándo se supone que nos haremos a la mar? ¿Qué labor vamos a desempeñar?
Un silencio incómodo siguió a estas preguntas.
—El capitán Hart no suele comunicarnos esa clase de información, señor Hayden —admitió Landry.
—Les habrá contado que estamos en guerra con Francia, ¿no, señor Landry? —preguntó el primer oficial, cuyo malhumor empezaba a aflorar.
El segundo de a bordo se sonrojó.
—Señor, somos plenamente conscientes de ello.
—Estupendo. ¿Cuánto llevan los palos en cubierta?
—Una semana, señor.
—¿Y qué se sabe de la machina de arbolar?
—El contramaestre de la machina dijo que se pondría en contacto con nosotros.
—Qué amable por su parte. ¿Acaso no cuentan ustedes con el material necesario para trabajar?
Ambos tenientes miraron al contramaestre, que titubeó.
—Todo el mundo parece pendiente de usted, señor Franks —dijo Hayden, dirigiéndose al oficial de mar.
El interpelado compuso una mueca que dejó al descubierto una ristra de dientes amarillentos.
—Tenemos toda la motonería y la cabuyería, señor Hayden, pero no estoy seguro de cómo quiere el capitán que se haga el trabajo —contestó el contramaestre.
—En su ausencia, y sin órdenes específicas, se hará según las prácticas habituales de la Armada, señor Franks.
Se produjo otro silencio incómodo, que rompió lord Arthur:
—Lo que intenta decir el señor Franks, si me permite el atrevimiento, es que no importa cómo se lleve a cabo el trabajo, porque el capitán Hart encontrará un sinfín de detalles inconvenientes, señor Hayden.
—Gracias por el apunte, Wickham, pero doy por sentado que el señor Franks es perfectamente capaz de hablar por su cuenta —dijo Hayden.
El contramaestre contempló la cubierta.
—He estado… dando alquitrán, señor Hayden, por temor a no complacer al capitán.
—Imagino que si a su vuelta encuentra los palos en cubierta se decepcionará aún más. Deberíamos empezar por el de mesana. ¿Tiene perchas suficientes para armar la cabria?
—Así es, señor.
—Pues reúna a sus ayudantes e inicie los preparativos. Señor Landry, será necesario escoger a unos cuantos que armen las perchas.
Landry miró al contramaestre, que torció de nuevo el gesto al hablar.
—La mayoría de los hombres están más allá del bien y el mal, señor Hayden —dijo en tono de disculpa.
—Imagino que se refiere a que están bebidos. Después de desembarcar a las mujeres, agrupen a los que estén borrachos en el combés. Los de la brigada de incendios les darán un buen remojón, siempre y cuando, claro está, encontremos a alguien lo bastante sobrio para darle a la bomba. Cualquier marinero de primera capaz de caminar recto por un tablón sin ayuda debe ayudar al señor Franks. Todos los demás se encargarán de baldear. —Hayden miró en derredor—. Esta cubierta es una vergüenza, señor Landry.
—Sí, señor, ordenaré lampacearla de inmediato.
—No; quiero mantener seco el alcázar para que podamos trabajar. Que lo barran y recojan todo lo que esté fuera de su sitio. Al anochecer me gustaría poder caminar por la cubierta sin tropezar con nada. —Se volvió al tercer teniente—. Efectuemos una inspección rápida de la carlinga del palo de mesana, señor Archer.
El tercer teniente y dos guardiamarinas llevaron a Hayden bajo cubierta, adentrándose en la oscuridad. La carlinga del palo de mesana demostró sobrada solidez, como era de esperar tratándose de un barco recientemente armado para el servicio, aunque supuso cierta sorpresa para Hayden, dado el estado de abandono en que parecía sumido. Al menos la construcción de la Themis quedaba fuera de toda duda. Por suerte, ni las fogonaduras ni los malletes del palo presentaban muestra alguna de podredumbre.
Al regresar a la cubierta principal los aguardaba una escena desagradable. Los marineros bebidos forcejeaban con los infantes de marina, quienes pugnaban por separarlos de las mujeres. Tras una hora de peleas, las mujeres se encontraron por fin en los botes y los marineros se tranquilizaron, aunque no sin recibir una buena tunda de palos. Hubo un momento en que Hayden pensó que todo aquello se le estaba yendo de las manos, y tanto fue así que estuvo a punto de ordenar al armero que cebase y distribuyese un par de pistolas para cada oficial de guerra y cargo.
Se tardó un rato más en reducir a la turba y ponerla a trabajar, limpiar y ordenar todo lo que andaba desperdigado. Tras despejar su mesa, el cirujano se aprestó a encargarse de los heridos; muchos de ellos estaban tan borrachos que apenas se percataban de sus lesiones y sólo bastante más tarde se preguntaron qué torpe costurera les habría remendado el maltrecho pellejo.
Cuando hubo supervisado las labores de armado de la cabria, Hayden advirtió que el señor Franks era un contramaestre lamentable y que los pusilánimes de sus ayudantes habían aprendido el oficio de él. Decía mucho de Hart que no fuese capaz de reunir hombres capacitados para servir a bordo de su barco. Era un misterio qué hacía allí el joven lord Arthur Wickham, quien procedía de una influyente familia.
—Necesita un motón para el cable, señor Franks —apuntó Hayden cuando vio que el contramaestre observaba aturdido el palo de mesana inclinado, mientras se hurgaba la roña del oído—. Hay que armar aparejos a proa y popa del pie de las cabrias, y la base de éstas tiene que situarse en recios tablones que se extiendan lo que tres baos, o mejor incluso cuatro. Apuntale los baos por debajo. Luego hay que colocar un motón maestro, de tal modo que podamos pasar un cable a proa que alcance el cabrestante. —Se dio la vuelta y encontró al segundo teniente, de pie y atento, sin saber qué hacer—. En unas cuatro horas necesitaremos gente para virar el cabrestante, señor Landry. ¿Habrán recuperado la sobriedad para entonces?
—Seguro que sí.
—¿Cómo va la limpieza de la cubierta?
—Yo mismo la supervisaré, señor Hayden. —El teniente se dirigió a proa, cuidando de no estorbar a nadie.
Hayden los evaluó a todos a medida que trabajaban. Un marinero de primera llamado Aldrich era el único que demostraba cierta iniciativa. Saltaba a la vista que había pasado el tiempo suficiente en el mar para haber aprendido a conciencia el oficio, y también había arbolado un palo. Asimismo, el joven Wickham parecía estar en todas partes, observando, estudiando el modo en que se realizaban las labores, halando de un cabo, yendo a buscar un motón.
Las dotaciones de sus anteriores barcos habían sido para Hayden un campo especial de estudio, en parte por la fascinación que le inspiraba el ser humano en general, en parte porque la marinería era el instrumento del que se servía la oficialidad para cumplir las órdenes encomendadas por los milores de la Junta Naval. Hayden había visto tanto buenas como malas dotaciones, y había pasado mucho tiempo analizando cómo un conjunto de hombres podía convertirse en una cosa u otra. Había visto tripulaciones pésimas evolucionar hacia una disposición voluntariosa bajo la tutela de buenos oficiales, y había presenciado también el proceso inverso, el de un equipo que se había echado a perder tras la introducción en su seno de un simple marinero. Comparaba la dotación con la pólvora, una mezcla de elementos que, en su justa medida, producía el efecto deseado, pero que en la proporción errónea no servía para nada. Cuanto mayor era la proporción de marineros veteranos, sobre todo aquellos que habían tomado parte en diversos combates, mejor, puesto que éstos servían de referente para los jóvenes y menos experimentados, y su talante y costumbres eran imitados. Hayden distinguió pocos, si es que había alguno, entre los tripulantes de la Themis, lo cual fue motivo de cierta preocupación.
—Maldita sea tu estampa, Manning —oyó maldecir a un marinero—, aferra el cabo con alma, y apoya ese culo gordo que tienes si hace falta.
Para sorpresa de Hayden se registraron algunos empujones entre los hombres, y Franks, el contramaestre, tomó el rebenque, gesto mediante el cual se reinstauró el orden, aunque los juramentos y murmullos continuaron.
Hayden retrocedió un paso, pidió agua a un sirviente y permaneció de pie observando la apática marinería. Aquellos hombres no sólo carecían de espíritu de equipo, sino que daban la impresión de estorbarse unos a otros a propósito: se situaban donde más entorpecían a los demás, arrojaban el cabo fuera del alcance de quien lo hubiera solicitado, contemplaban mano sobre mano los esfuerzos de sus compañeros en labores que a todas luces requerían más personal, pero sin ayudarse entre sí, tal como los integrantes de una dotación armoniosa hubiesen hecho sin dudar. Hayden reparó también en que algunos se esforzaban con labores que claramente los superaban, sin que ello los incitase a pedir ayuda, conscientes de que nadie les echaría una mano, o eso supuso. Miradas torvas cuando no patibularias, maldiciones masculladas entre dientes, advertencias, amenazas, zarandeos a quien mantuviese un precario equilibrio. Jamás había presenciado nada semejante. Se preguntó si Philip Stephens tenía la menor idea de lo que sucedía a bordo de aquel desdichado barco.
El marinero Aldrich tenía un buen número de partidarios, hombres que respondían ante él y lo rodeaban casi como una guardia pretoriana, a pesar de que no daba la impresión de disfrutar con ello. Silenciaba cualquier intento de ensalzarlo o de distinguirlo por encima de los demás, curioso fenómeno en opinión de Hayden, consciente de haber anhelado responsabilidades y reconocimientos por su labor.
Se recordó que en aquel equipo había al menos un asesino y, observando la animosidad existente entre los marineros, no pudo decir que ello le sorprendiera.
Las órdenes de los oficiales eran obedecidas con la mayor desidia, de mala gana, y habría bastado con una demostración ligeramente más palpable de negligencia y falta de respeto para que muchos acabasen siendo azotados. Sin embargo, habían descubierto hasta qué punto podían mostrarse insolentes sin despertar la ira de los oficiales, y se ceñían a ese límite como pauta de comportamiento.
Hayden se quitó casaca y sombrero, dispuesto a poner orden entre tanta confusión. Por lo general solía crecerse ante los desafíos, pero entre aquellos hombres, y en presencia de una hostilidad tan palpable, se sintió como un actor de teatro fingiendo sentirse cómodo con su trabajo. A menudo había pensado que aquel entusiasmo suyo resultaba contagioso, pero esos hombres no parecieron reparar en su buena disposición y lo trataron con suspicacia, si no con abierta hostilidad.
Hayden había encomendado a un marinero corpulento hacer las trincas que ligaban la cabria, pero enseguida comprendió que ni su destreza ni sus ganas estaban a la altura de la labor.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
El hombre lo miró. Tenía el rostro picado por la viruela y en él destacaban por su prominencia la nariz y la frente.
—Stuckey, señor. Bill Stuckey.
Hayden calculó que el marinero pesaba unos noventa kilos, y que al menos le sacaba en altura unos siete centímetros. La ropa le quedaba pequeña, corta, la tenía empapada en sudor y por las mangas de la camisa asomaban unos puños grandes como nabos.
—Te ayudaré a hacer las trincas, Stuckey, porque veo que es algo nuevo para ti.
El tipo se levantó y retrocedió un paso. Cesó la labor en torno a ambos.
—Soy de tierra adentro —replicó lenta y pesadamente el hombretón—. Me apartaron del oficio que había escogido y me obligaron a servir a bordo de este maldito barco. —Miró a su superior con insolencia—. El mar no es mi vocación, y nunca lo será… señor.
Hayden se encaró con él a pesar de la diferencia de tamaño, consciente de ser el centro de las miradas.
—Me alegra oír eso, Stuckey; siempre ando en busca de alguien que pueda realizar un sinfín de tareas desmerecedoras de las habilidades de los marineros. Empezarás por los excusados.
Hayden se volvió hacia los hombres que, apiñados, habían dejado de trabajar para contemplarlos en silencio.
—¿Dónde está el contramaestre? —preguntó.
El oficial de la nariz rota asomó entre quienes seguían trabajando.
—Señor Franks, que uno de sus ayudantes acompañe a Stuckey con un rebenque —ordenó Hayden, procurando que su voz no delatase emoción alguna—. Si no se pone a la labor con ganas, deberá ser golpeado.
—¿Cuánto tiempo, señor? —preguntó el contramaestre, perplejo.
—El que sea preciso, señor Franks. —Hayden se volvió hacia el grandullón—. Cuando estés dispuesto a aprender tu nuevo oficio, Stuckey, ven a hablar conmigo. Ahora ve por faena. —Y le dio la espalda mientras uno de los segundos del contramaestre se acercaba a él rebenque en mano.
Hayden asignaría a Stuckey las labores más duras y desagradecidas de a bordo, las más humillantes. En un par de días el marinero se presentaría ante él dispuesto a aprender el oficio, o se insubordinaría por completo, con lo cual habría que castigarlo. Pero en ese momento lo único que contaba era que Hayden había dejado bien patentes sus intenciones en presencia de toda la tripulación. Ahora tocaba convencerlos de que era justo y razonable, ya que no bastaba con mostrarse severo, al menos cuando se pretendía ganarse el respeto de la dotación. Evidentemente, no se podía gobernar un barco mucho tiempo sin contar con ese respeto.
Después de lo sucedido, los hombres se volcaron en sus respectivas labores con energía renovada, y al anochecer se enarbolaron y aseguraron las cabrias en su lugar correspondiente, cual una enorme uve invertida y erguida en el alcázar. Motones y aparejos y la fuerza bruta permitieron que el palo se colocara en posición, preparado para ser izado. Hayden confiaba en que lograrían calzarlo antes del anochecer.
Aquella noche cenó en la cámara de oficiales, rodeado de invitados. El señor Franks, por ejemplo, estaba tan cansado tras la dura labor que no dejaba de asentir, para diversión de todos los presentes.
—Una de ellas sería capaz de derribar a cualquiera de nosotros —rió Hawthorne, el teniente de infantería de marina—. Tumbó a Smithers de un solo golpe. En mi opinión, deberíamos haberla retenido en el barco, porque ésa sería capaz de encabezar un abordaje. ¡Los franceses no podrían medirse con ella!
Los comensales rieron.
—¿No le apetece un poco de vino, señor Barthe? —preguntó Hayden, consciente de que nadie había llenado la copa del piloto de derrota.
La risa se resquebrajó como pintura al sol, aunque sobrevivieron algunas sonrisas, más bien afectadas.
—Espero que me disculpe por rechazar su amable ofrecimiento, señor Hayden —respondió Barthe—. Verá, he hecho voto de abstinencia y, por mi honor, no me atrevo a faltarlo… a pesar de lo mucho que divierte a ciertos compañeros de rancho. —Los presentes renovaron sus esfuerzos por contener la sonrisa. Barthe continuó—: No tiene de qué preocuparse, señor Hayden. No pienso repartir panfletos a favor de la abstinencia ni recomendarle las obras de Hannah More. Se trata de un asunto puramente personal. Un defecto de mi carácter no me permite disfrutar de los licores fuertes, ni siquiera del vino o la cerveza, sin que se produzcan consecuencias desastrosas. Confío en que me disculpe, por tanto, si tengo el atrevimiento de proponer un brindis con agua. Le aseguro que no pretendo mostrarme irrespetuoso.
—Por supuesto, señor Barthe, discúlpeme por haber sacado el tema a colación.
—No hay necesidad. Pido a mis compañeros de la cámara de oficiales que no me permitan faltar a mi promesa una sola vez. Disfruten de la bebida como tengan por costumbre y no se preocupen por lo que pueda afectarme mantener una sobriedad absoluta. Un exceso de celo, que los demás aprovecharan mi ausencia para beber, me privaría de la agradable compañía de los presentes y, al final, me haría más débil, pues es necesario aprender a resistir la tentación. Hay que manejarse como lo hacen las brigadas que sirven al pie del cañón: cuanto más resista, más fuerte seré.
A continuación se produjo el tintineo de las copas, levantadas para el brindis.
—¿Entablaron muchos combates en su última travesía? —preguntó Hayden, rompiendo el silencio incómodo que se había extendido.
Al principio dio la impresión de que nadie iba a responder, o de que todos esperaban a que fuese otro el que hablase.
—No, señor Hayden —respondió Landry—. No hubo suerte.
—A veces las cosas salen así —comentó Hayden—. Sin embargo, tengo entendido que perdieron a un hombre.
De nuevo se respiró incomodidad en el ambiente.
—Penrith —dijo Hawthorne—. Marinero de primera. Un buen elemento.
—Lamento oír eso. Supongo que al menos averiguaron quién lo hizo.
Hubo un intercambio generalizado de miradas.
—Es un tema abierto a debate, señor —respondió lord Arthur.
—¿Y qué opinión tiene usted al respecto, Wickham?
Los hoyuelos del joven noble desaparecieron mientras sopesaba mentalmente las pruebas con la gravedad de un juez.
—Creo que el marinero al que ahorcaron era inocente, señor Hayden.
Los demás rebulleron incómodos en las sillas.
—¿Y qué me dice usted, señor Landry?
—El capitán creía en la culpabilidad de McBride, y yo nunca llevaría la contraría al señor Hart.
—Desde luego —apuntó Hawthorne—. De eso no me cabe la menor duda.
La mirada que Landry dedicó al infante de marina estuvo lejos de poder considerarse amistosa.
—Si no fue ese hombre, McBride, díganme, se lo ruego: ¿quién mató a Penrith? —preguntó Hayden, clavando la vista en Hawthorne.
—No tengo pruebas, señor, únicamente sospechas, y no sería justo pronunciarlas en voz alta en caso de que el hombre en cuestión fuese inocente.
—Tenga cuidado, señor Hawthorne —advirtió el piloto de derrota—. El capitán no encajaría de buen grado tales críticas.
—Pero ninguno de los presentes informaría al capitán de lo que se habla en la cámara de oficiales… —protestó Hayden; sin embargo, el silencio que se produjo le dio a entender que, en efecto, había alguien capaz de hacer tal cosa.
Después de que los sirvientes retirasen la mesa, Hayden se encontró brevemente a solas mientras los demás oficiales atendían sus respectivas tareas. Confiaba en que la cena les hubiese permitido familiarizarse con sus métodos y actitudes. Siempre se producía un período de incomodidad cuando se incorporaba un nuevo primer oficial, sobre todo en un caso como aquél, en que el capitán se hallaba ausente. Tanto la dotación como los oficiales ansiaban averiguar las pautas y expectativas del nuevo teniente. Sabía perfectamente que muchos hombres preferían mantener la situación existente, por desastrosa que fuera, antes que enfrentarse a cambios, al contrario que la minoría. Su labor entrañaba, por tanto, una dificultad doble, porque desconocía el nivel de exigencia del capitán Hart, y porque era el capitán de una nave quien estipulaba a qué altura debían estar sus hombres, responsabilidad que no correspondía al primer teniente.
Griffiths asomó de su camarote e inclinó la cabeza ante el primer teniente. Tenía un rostro delgado y anguloso, y le sacaba un palmo de altura a Hayden, aunque también era menos corpulento. No podía superar por mucho los treinta años, pero tenía canas prematuras, siempre se mostraba serio y apenas alteraba el porte erudito, ni siquiera cuando contaba alguna ocurrencia, a lo cual era muy aficionado.
—Me siento ridículo después de haber insistido al señor Barthe para que tomase una copa de vino —le confió Hayden.
—No hay motivo. Los demás miembros de la cámara de oficiales teníamos la responsabilidad de advertirle al respecto, pero no lo hicimos. Al señor Barthe no le afectan esas minucias. Lleva siete años sin beber, y no da muestras de que vaya a recuperar su antigua vida disoluta. Creo que descubrirá en él a un oficial concienzudo y responsable.
—Estoy seguro de ello.
Griffiths lo observó unos segundos.
—¿El nombre de nuestro piloto de derrota le resulta totalmente desconocido?
—Así es, jamás lo había oído mencionar antes de subir a bordo.
El cirujano se sentó a la mesa, inclinándose con los hombros encogidos, dispuesto a conversar.
—Me temo que la historia del señor Barthe no es precisamente feliz. Verá, hace tiempo fue un joven teniente muy prometedor de la Armada Real; sin embargo, se vio sometido a un consejo de guerra. Su barco había naufragado y el capitán presentó ciertas pruebas de incompetencia (algunos a bordo declararon que el señor Barthe estaba ebrio durante la maniobra), de modo que fue declarado culpable de abandonar su puesto. Él asegura que no es cierto. Desdichadamente, al menos en lo que a su familia respecta, no fue ése el peor percance que resultó de la afición de Barthe a la bebida. También era aficionado al juego, inclinación que no se veía compensada por las veces que ganaba. En la época del consejo de guerra había contraído deudas terribles. Pero no todas sus amistades lo dejaron en la estacada. La señora Barthe, quien debe de ser un ejemplo de santidad, no lo abandonó, sino que le insistió una y otra vez para que cejara en sus costumbres, proporcionándole un sinfín de oportunidades de redimirse. Y, a diferencia de lo que suele suceder en estos casos, el señor Barthe se redimió. Un capitán a cuyas órdenes había servido, en una ocasión obtuvo para él un certificado de piloto de derrota y navegó varios años con él, hasta que el pobre hombre murió de fiebre amarilla. Cuando dio de nuevo la impresión de que a Barthe le había cambiado la suerte, Hart lo aceptó bajo su mando, quizá porque era incapaz de encontrar a otro.
»El señor Barthe tiene un hermano que ha logrado prosperar gracias al comercio; éste pagó todas sus deudas, facilitándole la devolución del préstamo poco a poco y sin intereses, que es precisamente lo que nuestro buen piloto de derrota ha estado haciendo a lo largo de estos años, para gran empobrecimiento de su familia, me temo. ¿Sabía que Barthe tiene seis hijas? Felizmente han heredado el aspecto de su madre, y todas son auténticas bellezas, de la pequeña a la mayor. El señor Barthe se las ve y se las desea para mantener a nuestro buen teniente de infantería de marina apartado de ellas —bromeó Griffiths.
—¿Tan mala reputación tiene Hawthorne?
—Depende de a quién se lo pregunte. Es admirado entre la tripulación. El señor Hawthorne muestra la misma debilidad por las mujeres que el señor Barthe tuvo por la bebida; es incapaz de resistirse a sus encantos. Y, por suerte para él, las hembras de nuestra especie tampoco suelen resistirse a los encantos del atractivo Hawthorne. Ha habido bastantes problemas por ello. Hawthorne se ha batido en dos ocasiones en duelo, con graves perjuicios para la otra parte.
—Cada barco cuenta al menos con un libertino. Es bueno saber que tenemos cubierto el cupo…
—Estoy convencido de que en el corazón de Hawthorne no anida una sombra de maldad, pero cuando se trata de mujeres carece de control sobre su persona, como un fumador de opio en lo que respecta a la pipa. Lo he visto muy alterado por su conducta y por los sufrimientos que ha causado, pero eso no basta para poner coto a sus acciones. Me temo que posee un atractivo demasiado fuerte, además de don de gentes y buenas maneras. A bordo es el hombre más agradable del mundo y el más apreciado en la cámara de oficiales, pero si hay una mujer por la que se sienta usted particularmente atraído, mejor no se la presente a Hawthorne. Considérese advertido.
—Seguiré su consejo, doctor, aunque el bello sexo no muestra indicios de caer rendido ante mis encantos. Y, para serle sincero, admito que se resiste sin demasiado esfuerzo.
—En eso cuenta usted con más de un homólogo, señor Hayden. —El doctor frunció levemente las comisuras de los labios, como si hubiese probado algo amargo—. Con el tiempo descubrirá que esta dotación la integramos un puñado de inadaptados y fracasados.
Hayden no supo muy bien qué responder, aunque era consciente de que ese hecho hablaba por sí solo, y no precisamente bien, del capitán que mandaba el barco.
—Los guardiamarinas parecen de primera calidad —comentó el primer oficial.
—Y lo son. Dicen que, cuando no está de servicio, el capitán Hart tiene un carácter muy distinto, y gracias a su esposa cuenta con más de una amistad influyente.
—Lo cual explica la presencia de lord Arthur Wickham…
El cirujano asintió.
—Pero no todos han llegado aquí debido a la incompetencia. Algunos simplemente carecemos de la influencia necesaria para encontrar un destino mejor.
Hayden lo miró de reojo, preguntándose si el médico aludía a su caso, pero decidió que no era así.
—Estoy seguro de que existe buen material a bordo de este barco, doctor. No pienso embrear a toda la dotación de un solo brochazo.
Griffiths se inclinó levemente en señal de reconocimiento o tal vez de agradecimiento.
—Y ahora, si me lo permite, señor Hayden, debo atender mis labores.
—Por supuesto, doctor, no quisiera estorbarlo.
* * *
Landry le había asignado un paje, un muchacho de doce años que respondía al nombre de Joshua. Había servido al anterior teniente en el mismo puesto y parecía desempeñar bien sus deberes. También le fue asignado un «escribiente»: un joven irlandés que tenía el inverosímil nombre de Perseverance Gilhooly. Lo llamaban Perse, y parecía demasiado despabilado para el lugar que ocupaba en el mundo.
Cuando Hayden se hallaba ordenando el reducidísimo camarote, alguien llamó a la puerta.
—Ah, señor Hawthorne. Dígame, en qué puedo ayudarlo.
El teniente de infantería de marina agachó la cabeza bajo los baos de la cubierta; llevaba un pesado libro a la altura de la cadera.
—Solo quería informarle que he apostado hombres de confianza junto a los botes. Nadie desembarcará, a menos que lo haga a nado.
Aquella noche no había mujeres a bordo y sin duda eso haría que muchos reparasen en la relativa proximidad de la costa. A juzgar por lo que había dicho el cirujano, quizá debería incluir entre ellos al teniente.
—Gracias, señor Hawthorne.
Pero éste siguió de pie al otro lado de la puerta, con la cabeza inclinada bajo el dintel.
—¿Qué está leyendo, señor Hawthorne, si me permite preguntárselo?
—Curso de agricultura experimental, señor Hayden, escrito por Arthur Young.
—No se me ocurre un asunto menos relacionado con el mar.
—Tengo intención de adquirir algún día una granja, señor Hayden, aunque dicha intención motive comentarios jocosos por parte de mis compañeros de la cámara. —Titubeó un instante y se ruborizó un poco—. Hace un año publiqué en Anales de Agricultura un breve ensayo titulado «Observaciones sobre los cuidados de las gallinas ponedoras en el mar».
Hayden no pudo contener una sonrisa ante aquella sorprendente revelación que el soldado expresó con orgullo mal disimulado.
Barthe entró justo entonces en el camarote y asomó por detrás del infante de marina, apartando una silla para pasar.
—¿Le está contando lo de esa inmensa propiedad que tendrá algún día, señor Hayden? ¿De cómo aplicará los principios de la agricultura científica para cosechar un gran éxito y demás?
Hawthorne no pareció ofenderse lo más mínimo.
—Los celos de quienes no saben de lo que hablan suponen un peso terrible, señor Hayden —comentó poniendo los ojos en blanco.
—Es el precio que hay que pagar cuando uno se adelanta a su tiempo. La familia de mi madre posee extensos viñedos, así que he tenido ocasión de observar de cerca la aplicación de métodos científicos a la agricultura, tanto en lo bueno como en lo malo.
Hawthorne miró fijamente a Hayden, intentando cerciorarse de si tenía un ojo de cada color.
—Eso no será en Inglaterra, supongo.
Hayden era consciente de que la verdad saldría a la luz tarde o temprano. La Armada era terreno abonado para las habladurías.
—En Francia, señor Hawthorne.
—Francia… —repitió el infante de marina, sorprendido.
—Esa gran nación que hay al otro lado del Canal, señor Hawthorne —intervino Barthe al entrar en su propia cabina—. Hace poco sufrió una revolución. ¿No se había enterado? —El mamparo que hacía las veces de puerta de la cabina del piloto se cerró, ocultando la sonrisa traviesa de su ocupante.
Hawthorne rió para disimular lo mucho que le había violentado la situación.
—Entonces es usted medio francés, señor Hayden.
—En efecto, aunque mi corazón es totalmente inglés. Mi padre sirvió como capitán de navío en la Armada de Su Majestad.
—No era mi intención poner en duda su lealtad, señor Hayden. Le ruego me disculpe si lo ha parecido.
—Descuide, señor Hawthorne; soy yo quien considera necesario dar explicaciones.
Hawthorne se inclinó ante él y siguió de pie en la puerta de Hayden, sin saber muy bien qué decir. O tal vez quisiese decir algo al primer oficial, aparte de comunicarle el título de la única muestra de su sabiduría que había publicado.
—¿Se le ofrece algo más, señor Hawthorne?
El infante de marina abrió la boca para hablar, titubeó y sonrió.
—Nada, señor.
A continuación, se retiró a su propia cabina, dejando a Hayden pensativo. Puede que cuando ambos se conociesen mejor Hawthorne le contara aquello que había ido a contarle; al menos eso esperaba el nuevo primer teniente.
Al cabo de un rato, Hayden se tumbó en el coy, pero siguió despierto, escuchando el golpeteo del agua contra el casco, así como la leve brisa que susurraba entre los obenques.