El teniente Hayden permaneció de pie, de espaldas a la chimenea, con las medias empapadas de las que emanaba vapor como si de ollas se tratara. Esa noche, el salón de reducidas dimensiones, la «sala china» de la señora Hertle, parecía un bastión de calidez y buen humor. En el exterior, la lluvia veraniega repiqueteaba en el cristal y el viento hacía crujir las ventanas. Atento al emplazamiento del antiguo jarrón, Hayden apoyó el hombro mojado en la repisa de la chimenea, donde de inmediato se formó una mancha de humedad.
—Esto te pondrá a tono, Charles. —Robert Hertle ofreció a su amigo una copa humeante y el aroma del brandy se extendió en la estancia—. Deja que vaya a buscarte un par de medias secas.
—No, no, Robert. No te molestes. Ya me secaré al calor del fuego.
Hayden advirtió que a Robert no parecía convencerlo la naturaleza de ese argumento, pero no se movió. Ambos se conocían desde niños, debido a que sus padres habían sido muy buenos amigos. No era exagerado afirmar que eran como hermanos, aunque no podían ser más distintos, pese a tener la misma edad: veinticuatro años. Hayden era de tez morena y cabello oscuro, mientras que Hertle era rubio.
—Brindemos —propuso Charles al tiempo que levantaba la copa—. Por el capitán de navío Robert Hertle.
El homenajeado sonrió con modestia, complacido por la amabilidad de su amigo y por la agradable calidez de aquellas palabras.
—Es inmerecido, como bien sabes.
—Al contrario, es sobradamente merecido. Piensa en todos esos zoquetes que obtuvieron el cargo de capitán de navío antes que tú, a pesar de que los miembros de la junta del Almirantazgo habrían hecho mejor en ponerlos en el alcázar en lugar de bajo la popa, donde un pedazo de madera no sirve para gran cosa.
Robert se echó a reír ante semejante ocurrencia.
—Me refería a que no me lo merezco tanto como tú.
—En fin, no estoy dispuesto a oír semejantes bobadas —aseguró Hayden, decidido, por el bien de su amigo, a ocultar la amargura y la decepción que sentía.
—Pues me temo que habrás de hacerlo, y no sólo de mis labios. —Robert señaló una silla—. Charles, ponte cómodo, te lo ruego.
—En cuanto me haya secado.
Robert sacudió una campanilla de plata y no tardó en entrar la doncella, que se inclinó en presencia de los caballeros.
—Anne, ¿podrías ir a buscar una manta para ponerla en la silla? Al teniente Hayden le ha caído un chaparrón viniendo hacia aquí. —Dejó la copa en la repisa de la chimenea y ayudó a su amigo a quitarse la casaca—. Ya tendría que haberse secado —dijo—. Te prestaré una levita para la cena.
La casaca mojada abandonó la sala en brazos de Anne, quien al poco rato reapareció con una gruesa manta para cubrir el asiento. Charles se sentó, conteniendo un escalofrío.
—Cuéntame los pormenores —pidió a su amigo—. ¿Qué barco te han dado?
—De momento es un bergantín de nada, mientras no esté disponible una fragata. Será entonces cuando me asciendan oficialmente.
Charles reparó en que procuraba no parecer demasiado complacido con la situación; sin duda por el aprecio que le tenía.
—Y ahora, cuéntame todo lo relativo a tu visita al Almirantazgo —pidió Robert al tiempo que tomaba asiento delante de él.
—¿Cómo te has enterado?
Robert Hertle sonrió, disfrutando de su pequeño triunfo.
—Fue usted visto, señor. Visto mientras subía a las estancias del primer lord. He estado sobre ascuas toda la tarde esperando conocer las buenas noticias. —Hizo una pausa—. Bueno, cuéntame —añadió cuando su amigo no ofreció respuesta alguna—. ¿Te han dado un barco?
—No, ni mucho menos. Sólo un puesto de primer teniente en una fragata.
Robert cerró los ojos un instante y palideció de rabia.
—¿Cómo pueden tratarte así? Estuviste al mando de un bergantín.
El teniente se levantó y echó a andar de un lado a otro ante la chimenea.
—Sí, bueno, según parece Whitehall no siente el menor respeto por quienes han tenido un mando en funciones, quizá por lo mucho que abundan.
—Aun así, es injusto. Deberían haberte ascendido a comandante hace tiempo. Dime qué te ha dicho el primer lord.
—¿El primer lord? Pero si solo hablé con el primer secretario…
—¿Stephens?
—El mismo.
Aquello pareció sorprender a Robert, que se inclinó en la silla al tiempo que fruncía el ceño.
—Cuéntame qué te dijo, por favor.
Hayden tomó un sorbo de brandy a fin de procurarse unos instantes para decidir qué iba a explicar. Afloraron de nuevo la ira y el resentimiento, pero logró contenerlos. Ansiaba pedir consejo a su amigo, pero lo cierto era que se avergonzaba de lo que transpiraba todo aquel asunto, de lo que Stephens le había pedido, y la vergüenza espoleaba un hondo resentimiento.
—¿Has oído hablar de una fragata de treinta y dos cañones llamada Themis? —preguntó al fin, haciendo acopio de voluntad para componer la expresión.
Robert se reclinó como si la sorpresa le hubiese empujado a hacerlo.
—¿No es el barco de Hart?
—El mismo. —Hayden miró fijamente a su amigo, algo inquieto ante su reacción—. Seré el primer teniente de Hart. ¿Lo conoces?
Robert pasó la mirada por la estancia, como si de pronto aquel lugar le resultase totalmente ajeno.
—Me he cruzado con él una o dos veces, pero su reputación lo precede. Me sorprende que no hayas oído hablar de él. Sus detractores lo llaman Corazón Débil, por su apellido. El buen capitán obtuvo un mando por obra y gracia de su esposa, la señora Hart, cuyo árbol genealógico cuenta con más de una rama que se extiende en el Almirantazgo. Sería muy caritativo decir que sus homólogos de la Armada no sienten un gran aprecio por él.
Hayden maldijo entre dientes.
—Tú estás mejor relacionado con el Almirantazgo que yo, Robert. ¿Has oído mencionar alguna vez que exista motivo de antipatía entre el señor Stephens y el capitán Hart?
—No, pero Hart me dio la impresión inequívoca de que se toma muy pocas molestias para complacer a quien no considera útil a su causa particular. Stephens es un profesional extremadamente hábil, así que no cuesta nada entender que un oficial conocido como Corazón Débil pueda granjearse su desprecio. Los hombres como Stephens sienten escasa estima por los fracasados. ¿Te dio el primer secretario algún indicio de que despreciara al capitán Hart?
—Tuve la impresión de que alguien en el Almirantazgo no era muy amigo de él.
Robert puso los ojos en blanco.
—No habrás aceptado el puesto, supongo.
Hayden inspiró con fuerza, mostrando su exasperación.
—¿Acaso tengo alternativa, Robert? —repuso en tono airado—. El señor Stephens no olvidó mencionar mi ascendencia francesa, y dejó bien claro que en el Almirantazgo nadie estaba al corriente de mi nombre, a excepción de él.
Robert se asustó ante esa noticia.
—¿Crees que conoce tus… asuntos en Francia?
—En todo caso fue lo bastante discreto para no mencionarlos.
A Robert no pareció aliviarle la respuesta. Se levantó y cruzó la estancia en dirección a la ventana, visiblemente inquieto.
—¿Has confiado a alguien lo que me contaste?
—A nadie, aunque se sabe que estuve en Francia ese año, incluso en París. Eso nunca lo mantuve en secreto.
Robert sonrió con amargura.
—Entonces lo más probable es que tu pasado revolucionario siga enterrado.
Hayden puso freno al intento de burla de su amigo.
—Apenas fueron unos días, me vi arrastrado en el calor del momento… como todo el mundo allí. Recuperé el juicio en cuanto vi la turba desatada. No sabes hasta qué punto he llegado a lamentar lo que hice esos días, y eso que fui el más irreprochable de todos… Vamos, un perfecto inocente.
—A pesar de lo cual, observo que no has llegado a perdonarte.
Hayden se dejó invadir por la sensación que lo asaltaba siempre que aquel asunto salía a colación.
—Hay momentos en que es importante no perdonarse a uno mismo —adujo en voz queda.
Una expresión de angustia ensombreció fugazmente el rostro de su amigo. Se produjo un momento de incomodidad.
—Supongo que Stephens no mencionó si Hart había solicitado alguna otra persona para el cargo de primer teniente.
—No dijo nada al respecto. —Hayden se sintió aliviado ante la perspectiva de abandonar el asunto de su episodio en París.
—Entonces, confiemos en que Hart no lo haya hecho. Imagina tu situación en caso contrario. Todo esto no me gusta nada, Charles. No me convence la idea de que aceptes ese puesto.
—Si lo rechazara, no tendría sentido que me devolvieras la casaca una vez seca, pues ya no sería preciso que vistiera el uniforme.
Robert se apoyó en el alféizar de la ventana con aire contrariado.
—¿Te prometió algo Stephens si aceptabas el puesto? ¿Un barco, un ascenso?
—Nada. Me dio a entender que podría verse inclinado a procurarme un puesto mejor en el futuro… pero quedó bien claro que como requisito tendría que salir airoso del que me proponía.
Robert maldijo en voz baja.
—Resulta imperdonable que te ofrezca un puesto tan por debajo de tu capacidad, sin prometerte nada a cambio.
—Eso no es lo peor. Por lo visto, existe cierto malestar en la tripulación de Hart, y el señor Stephens parece creer que yo puedo ponerle remedio.
—¡Condenado sea ese hombre al infierno! Si Hart se entera o deduce que has sido enviado para hacerle de niñera, no te recibirá precisamente con los brazos abiertos.
—Esperemos que no le dé por pensar tal cosa. —Hayden se encogió de hombros, apoyó el codo en la repisa de la chimenea y reparó en la mancha de humedad que había dejado antes—. Robert, si rechazo este puesto será el final de mi carrera. De modo que serviré en la Themis. No tengo alternativa. Puede que algunos combates exitosos me sitúen en posición más halagüeña.
Robert ni siquiera hizo el esfuerzo de mostrarse de acuerdo con aquellas palabras.
—Nunca se retira a sus habitaciones, no importa la hora que sea, sino que deambula por la casa seguida por una manada de perros, y duerme dos horas de vez en cuando, ya sea en un sofá o una otomana; cualquier lugar le sirve. Los sirvientes no pueden disimular la consternación que eso les causa y acuden a limpiar las habitaciones en las horas de menor actividad. Cuando encuentran a la condesa dormida entre tanto perro, salen de puntillas y abandonan la estancia abochornados. —La señorita Henrietta Carthew rió; Hayden pensó que era un tintineo encantador, como la corriente de un riachuelo—. Yo misma la he visto a las dos de la madrugada, entre un montón de candelabros, con el rostro metido en un libro y los pies apoyados en el mastín adormilado al que puso el nombre de Boswell.
Todos rieron. La señora Hertle miró en dirección a Hayden y éste se apresuró a apartar la vista de la bella oradora. Se hallaban sentados a una mesa en el comedor de los Hertle; fuera se oía de vez en cuando el repiqueteo de los cascos de los caballos que circulaban esporádicamente. Inadvertido como los latidos del propio corazón, el ajetreo londinense era un rumor lejano, ni siquiera digno de atención por quienes se sentaban a la mesa.
Hayden había oído muchas historias relativas a los encantos de la señorita Henrietta Carthew, aunque jamás había esperado comportarse en su presencia como lo había hecho. No cabía describirla como una mujer hermosa, habría sido más apropiado decir que jamás había conocido a una mujer en quien la línea que separaba la «hermosura» de la «belleza peculiar» fuese más tenue. Consideradas por separado, sus facciones quedaban más allá de toda crítica, pero en el conjunto se advertía algo que no encajaba, como si los elementos fuesen dispares, discordes. Su nariz, aunque recta y bien perfilada, parecía concebida para encajar en otro rostro. Los ojos, castaños, insondables y moteados de tonos ambarinos, parecían más separados de lo necesario. Pero entonces sonreía y todas las dudas acerca de la armonía desaparecían, momento en que no costaba entender por qué se decía de ella que era hermosa. El efecto era incomprensible para Hayden, que hacía esfuerzos ímprobos para no mirarla fijamente.
—No sé por qué visita esa casa de locos —comentó Robert, interrumpiendo las reflexiones de Hayden.
—Pero si es un lugar incomparable… —respondió Henrietta, mostrándose sorprendida—. La belleza de la campiña no tiene parangón, y no hay nadie que incordie en todo el día, pues lady Endsmere no prepara pasatiempos ni actividades. Sólo por eso ya se siente una en el cielo…
Su voz atrajo de nuevo la mirada de Hayden, quien se fijó en su piel nacarada y en su cabello del color de la caoba recién serrada: castaño rojizo, cobrizo, bronce.
—En las veladas se observa el mismo desprecio por las convenciones. Durante la cena, la conversación gira en torno a la política y el arte, a la filosofía natural y la poesía. Todas las damas intervienen respetando el turno de palabra de lady Endsmere, y ofrecen libremente sus opiniones relativas a cualquier tema. Creo que no existe un lugar semejante en toda Inglaterra. Sólo lo visitan las damas y caballeros más destacados. No adornan la mesa con las frívolas agudezas que tan de moda están en Londres…
—Nuestra mesa cuenta con muy poca agudeza —la interrumpió la señora Hertle—. ¿Podemos considerarnos elegantes, pues?
—Absolutamente, querida —aseguró Henrietta con una sonrisa que era como una ola cubierta de borreguillos en un día de sol.
La señora Hertle dirigió otra mirada a Hayden, quien se preguntó si ella era consciente de hasta qué punto la voz de Henrietta le alcanzaba lo más hondo. Pero ¿cómo no iba a sentir tal cosa al escucharla? Era una voz melodiosa, rica en matices, confiada, capaz de dotar sutilmente de color el significado de todas las palabras; capaz, también, tanto de revelar sentimientos como de ocultarlos.
En presencia de esa joven dama se sentía como al borde de un precipicio. La altura lo privaba de aliento y la cabeza le daba vueltas. Aun así, era incapaz de apartarse del abismo, pues una fuerza invisible lo atraía más y más cerca.
Henrietta se llevó el tenedor a sus adorables labios.
—Es delicioso. ¿Has cambiado de cocinera?
—¿No te lo había contado? Charles contrató en nuestro nombre a una cocinera francesa que había servido a una familia noble antes de que empezaran los problemas en ese país.
—Apruebo su buen gusto, teniente Hayden —aseguró Henrietta.
—Charles es ducho en muchas materias que requieren de conocimientos especializados —intervino Robert—. Dime qué te parece el clarete, Charles. Me aseguraron que procedía de España…
—No es español, como bien sabes —respondió Hayden, ante lo cual su amigo reprimió una sonrisa.
—En ese caso, dime de dónde procede —pidió Robert con aire de inocencia.
—Es un vino pasado de contrabando originario de los Pirineos franceses —dijo Hayden antes de volverse hacia la otra invitada—: ¿Tiene su familia casa en Londres, señorita Henrietta?
—Ya no, pero mi padre alquiló una durante muchos años. Vivimos tan cerca de la ciudad que no vale la pena el esfuerzo ni el gasto. Discúlpeme por cambiar de tema, señor Hayden, pero ¿cómo sabe que el clarete procede de los Pirineos franceses y no de España? Tengo entendido que ambas naciones comparten frontera en esa región.
La sonrisa que había contenido Robert afloró entonces en todo su esplendor. Sentía un placer malicioso cuando lograba que su amigo se luciera en sociedad.
Hayden tomó la copa de vino con aire resignado.
—Principalmente, el estilo; franceses y españoles tienen conceptos distintos del vino. Además, cada variedad de uva posee una textura propia. —Degustó un sorbo—. Es una hábil mezcla de Carignane… Teret noir, con un rastro de Picpoule. Sin embargo, no soy una autoridad en la materia. Mis tíos podrían contarle quién lo elaboró y el lugar preciso en que se cultivó la uva. Se regodearían hablándole del terrier, y luego sacudirían la cabeza ante los toscos métodos que emplean los viticultores rústicos. —Levantó la copa al contraluz—. Este vino se elaboró en un lugar donde la capa de tierra que cubre la roca es tan fina que el viticultor debe emplear un plantador, una barra de hierro, para quebrar la hondonada en la piedra donde se plantará la vid. Luego se deja fermentar el caldo en el suelo, donde sea, en lugar de hacerlo en echalas, en estructuras construidas con madera a tal efecto. Insisten en pisar la uva y se niegan a emplear las prensas. No han adoptado métodos más científicos, seguramente porque los desconocen.
Henrietta se volvió hacia su prima con una mirada inescrutable.
—Charles ha prometido llevarnos a conocer Francia cuando esta absurda guerra termine —explicó la señora Hertle—. Hasta entonces, supongo que tendremos que contentarnos con las zonas de Inglaterra que no hemos visitado aún, aunque no puedo siquiera imaginar cuándo podremos hacer tal cosa, ya que el tirano deber llama a nuestra puerta un día sí, otro también.
—Este verano tienes que acompañarme a visitar a lady Endsmere, Eliza —la instó Henrietta, recuperando su anterior tema—. El capitán Hertle estará a bordo de su barco, y a ti la campiña no te decepcionará.
—Sí, no dejes pasar la oportunidad —convino Robert—. Luego quiero que me lo cuentes todo.
—Pasarás a formar parte de la menagerie, como todos la llaman, puesto que en la propiedad hay monos y aves exóticas y quién sabe qué más. Lord Uffington asegura que la única diferencia entre los animales y los seres humanos consiste en que los primeros sólo se visten para la cena cuando les viene en gana… Y es que en una ocasión un mono cenó sentado en el regazo de lady Endsmere, como si de su hijo predilecto se tratara, y comió todo cuanto le apeteció del plato de la dama.
—¡Está claro que exageras, Henri! —exclamó risueña la señora Hertle.
—Este verano me acompañarás y así tendrás ocasión de verlo por ti misma. En dos semanas recabaremos anécdotas suficientes para amenizar las veladas del resto del año.
De pronto a la señora Hertle se le esfumó la sonrisa del rostro.
—Pero el capitán Hertle me tendrá tan preocupada… —adujo con un hilo de voz.
Henrietta extendió la mano para acariciar la de su prima.
—Rezaremos para que termine la guerra y para que todos los radicales sufran el castigo que tan alegremente han prodigado a otros.
—¿Tú qué opinas, Charles? —preguntó la señora Hertle, mientras se le formaban arrugas en las comisuras de los ojos—. Conoces Francia mejor que nadie de nuestro círculo. Esta guerra no puede durar mucho, ¿verdad?
Charles tomó un sorbo de clarete. Cuando devolvió la copa a la mesa, el sirviente se inclinó para llenarla de nuevo.
—Confiamos en que no, pero la experiencia me dice que a menudo las guerras desafían toda previsión de brevedad.
—Son tantos los oficiales del ejército y la Armada francesa que han renunciado al empleo, que me pregunto cómo van a luchar sin superiores —comentó la señora Hertle.
—A juzgar por los hechos recientes, parece que se las apañan bastante bien, al menos en lo que a su ejército concierne —aseguró Hayden—. La Armada aún tiene que ponerse a prueba.
Robert hizo un gesto para restar importancia al comentario.
—Charles, no dejes que tus simpatías te cieguen. Estoy convencido de que un cuerpo entero de oficiales no puede ser reemplazado de la noche a la mañana por sastres y mozos de granja mal adiestrados, y que además se espere de ellos que triunfen.
Charles se sintió de pronto a la defensiva.
—Pero imagina una Armada donde el ascenso dependa del mérito en lugar de las influencias. ¿No crees que dicho sistema sería beneficioso incluso para la nuestra?
—Estoy convencido de ello, pero ¿con qué Armada contaríamos si despedimos a los oficiales y ascendemos a los gavieros del trinquete?
Hayden no tuvo respuesta para esa pregunta, así que fue la señora Hertle quien dijo en voz baja:
—Vamos, que la guerra será breve…
—Por fuerza habrá de serlo —declaró Hayden, intentando parecer convencido.
* * *
—No debería tomar nada que no fuera leche y agua —dijo un acalorado Hayden—. El vino me empuja a ser demasiado franco. Perdóname, Robert. No era mi intención asustar a tu esposa.
Robert sirvió dos copas de una licorera. Tras la cena se habían retirado a la biblioteca para disfrutar de la charla y el oporto de costumbre. Un breve interludio de compañía masculina, antes de reunirse con las damas en el salón.
—No te disculpes. Eliza está acostumbrada a oír la verdad, aunque resulte desagradable. Y sabes que prefiero la verdad, por descarnada que sea, a una mentira piadosa. —Robert insistió en que su amigo aceptara la copa que le ofrecía. Cogió luego el atizador y sacudió las ascuas del hogar, volcando una pila de carbón que se derrumbó ruidosamente—. Según tú, este conflicto no durará poco.
—No poseo un conocimiento privilegiado del futuro, Robert, pero en el pasado las opiniones manifestadas en dicho sentido han demostrado ser temerariamente optimistas.
Robert rastrilló las ascuas hasta que, satisfecho del resultado, se incorporó y apoyó el hombro en la repisa.
—¿Qué te parece la situación actual que se vive al otro lado del Canal?
Charles dio tres pasos y se volvió hacia su amigo. Un velo de tristeza le empañó la expresión.
—Cada día que pasa se vuelve más inestable. Ésa es mi opinión. Los girondinos eran portavoces de la moderación, y una vez desaparecidos… Temo lo que pueda suceder a partir de ahora. Has leído los informes que hablan de las matanzas que hubo el pasado otoño en las prisiones. El resentimiento de las turbas parisinas se enciende con facilidad, y eso que aún no se han empleado a fondo, a pesar de que ya no cuentan con un Marat que los aliente. Una cosa sí te digo, Robert: doy gracias a Dios por mi sentido común inglés, o en este instante podría encontrarme mezclado con esa turba.
—También yo doy gracias a esa mitad inglesa tuya —aseguró Robert—. No puedo ni imaginar envejecer sin tu amistad.
Ambos levantaron las copas en un brindis silencioso.
—Quizá deberíamos hacer juramentos de templanza —observó Robert—. Basta un poco de vino para que te manifiestes incómodamente franco, mientras que yo me veo abrumado por el sentimentalismo.
Charles sonrió. Sabía en qué pensaba Robert, aunque ninguno de los dos lo expresase en voz alta. Los hombres van a la guerra, pero no siempre regresan. El padre de Charles, sin ir más lejos, había naufragado cuando su hijo no era más que un muchacho.
—Dime, ¿cómo se encuentra tu madre? —preguntó Robert como si sus pensamientos hubiesen discurrido en la misma dirección.
—A juzgar por su última carta se encuentra muy bien; la vida en Boston parece agradable, y su esposo la adora. Cualquiera diría que Estados Unidos ha sido hecho a su medida; su temperamento encaja allí a la perfección.
—Me alegro. Merece ser feliz. Dios sabe que ya ha padecido bastante en la vida.
Charles no respondió. Esa noche la verdad parecía flotar en el ambiente, lo cual no era muy común aquel verano en Londres.
—Y madre francesa —repitió Henrietta—. Eso explica muchas cosas.
La señora Hertle reparó en que su prima había dirigido muy hábilmente la conversación para recalar de nuevo en Charles Hayden, amigo de infancia de su marido.
—Hay algo en su rostro… —Entre las adorables cejas de Henrietta se formó una arruga y su rostro adoptó una expresión pensativa.
—Charles asegura haber heredado la nariz gala de su abuelo —respondió la señora Hertle—. Su «desdichada nariz», la llama.
—A juzgar por su comportamiento, no podría ser más inglés —comentó Henrietta.
—En efecto, aunque a veces pienso que en el fondo es más francés de lo que cabría suponer. Hay que ser precavida con estos hombres de la Armada, Henri, porque no siempre son lo que parecen. Tanto Robert como Charles han pasado en la mar buena parte de sus vidas, desde que tenían apenas trece años, edad a la que se alistaron como guardiamarinas. Desde entonces han sido adiestrados para tomar decisiones, pues a bordo de un barco una vacilación inoportuna puede costar muchas vidas. Algunos hombres de la Armada conservan ese comportamiento en tierra, donde a menudo no se manejan con tanta soltura como en el mar. He observado las consecuencias de esto en más de una ocasión. Es una suerte que Robert no sufra este defecto de carácter, o de todo lo contrario, de una incapacidad crónica para tomar decisiones en tierra, lugar en que se hallan tan fuera de su elemento. Como te digo: a estos hombres de la Armada hay que estudiarlos atentamente.
Henrietta asintió, absorta en alisar un pliegue del vestido. Se hallaban sentadas en el salón, conversando tranquilamente.
Eliza Hertle había observado en anteriores ocasiones que las mujeres pocas veces se mostraban vacilantes ante Charles Hayden: bien consideraban que su exceso de seriedad constituía un obstáculo, bien eran incapaces de dejar de hablar de él. No recordaba qué había sentido ella cuando se lo presentaron hacía cuatro años. Obviamente lo había considerado apuesto, aunque «por debajo de la braza de altura», tal como lo expresaba él. Su rostro era fuerte y atractivo, por supuesto, aunque de facciones muy marcadas, con el cabello negro azabache recogido en una coleta. La nariz, aguileña, no podía tildarse de desfavorecedora, pero tampoco tenía proporciones modestas. La boca era de labios carnosos, agradable, proclive a la sonrisa. La frente, no obstante, sólo podía tacharse de «difícil», pues confería intensidad a unos ojos que habrían sido del todo normales de no ser uno azul y el otro verdoso.
—Las señorías del Almirantazgo tendrán en cuenta su ascendencia —aventuró Henrietta.
La señora Hertle asintió.
—De hecho, incluso sorprende que tenga empleo.
—Mucho me temo que estás en lo cierto, Henrietta. Robert se niega a reconocerlo. Desde su punto de vista, Charles es incapaz de obrar mal. Pero aparte de eso estoy segura de que es un excelente marino y oficial. Robert no es tan ciego a ese respecto.
—Me pregunto qué será de él —dijo Henrietta, y pasó a examinarse las uñas con gran atención.
—Creo que su futuro se encuentra en Estados Unidos. Su padrastro es un próspero comerciante bostoniano y ha ofrecido a Charles el mando de uno de sus navíos. Un par de decepciones más y creo que el pobre Charles verá esa oferta con otros ojos.
—Eso sería sumamente degradante: de oficial de la Armada Real a patrón de un mercante, un mercante estadounidense, nada menos.
—Por supuesto, pero imagino que en Estados Unidos lo aceptarían. Su padrastro posee cierta influencia.
—No querría vivir en Boston por nada del mundo. ¿Y tú?
—Pero ¿quién te ha pedido vivir en Boston, querida Henrietta? —preguntó la señora Hertle.
—Nadie, obviamente, nadie me ha pedido tal cosa —se apresuró a replicar su prima—. Y no me refería a eso… ¡faltaría más!
La señora Hertle soltó una risita.
—Avisemos a los caballeros para tomar el té. Se hace tarde.
Al verla, Hayden pensó que era excesivamente delgada, aunque se sentaba en la silla con suma elegancia, con una expresión radiante a la par que contenida que el teniente no podía sino considerar hermosa como la de una náyade. Se mantenía erguida y su porte decoroso no estaba exento de cierta sensualidad. Hayden empezaba a pensar que el aspecto físico de Henrietta casaba perfectamente con su temple poco convencional.
Sabía que los Carthew eran una buena familia, parientes lejanos de los Russell. El padre, un caballero de posibles, había contraído un matrimonio ventajoso y pasaba la vida pendiente de un tema por el que sentía una particular inclinación: el asunto de la educación y, en concreto, de la educación de la mujer. Dado que era padre de seis hijas, no resultaba de extrañar que al señor Carthew le preocupase tanto ese asunto, y las muchachas habían constituido objeto de experimentación en lo que a su aprendizaje se refería, aunque ello les había granjeado la reputación, quizá inmerecida, de sabihondas.
La señora Hertle estaba incordiando jovialmente a su prima a este respecto.
—¿Cuántas lenguas hablas, querida Henri? Vamos, no seas modesta.
—¿Con fluidez? —preguntó Henrietta. Saltaba a la vista que se había entregado a ese juego anteriormente.
—Empecemos por las lenguas que hablas con fluidez, y pasemos luego a las otras. ¿Son cinco o seis?
—Diría que lo sabes mejor que yo.
—No incluiremos el inglés en la cuenta —precisó la señora Hertle—. Tenemos el francés, por supuesto. —La señora Hertle levantó un dedo y buscó con la mirada la de Charles, que sostenía su taza de té, para luego continuar—: Italiano, español, alto alemán… ¿O era el bajo?
—Ambos —admitió Henrietta.
—Griego y latín…
—No cuentan, sólo los leo.
—Holandés —prosiguió la señora Hertle—. ¿También en sus variantes alta y baja?
—Mmm… —La víctima se encogió de hombros, fingiendo no saber la respuesta.
La señora Hertle añadió otro dedo al total.
—Seis, ¿o serán siete? Y luego el danés o el sueco, uno de los dos, jamás recuerdo cuál.
—Danés, pero no puede decirse que lo hable con fluidez. —El inmaculado y pálido cutis de la joven empezó a cubrirse de rubor, lo que Hayden supuso constituía el objetivo de la señora Hertle.
—Tendremos que incluir el danés, ya que eres tan dada a la modestia —dijo ésta—. Eso hace ocho, o siete si insistes, aunque no debemos olvidar el ruso.
—De ningún modo. Soy incapaz de mantener una conversación en ruso, aparte de las cortesías de rigor.
La señora Hertle rió.
—Siete, más medio dedo por el ruso, y estoy convencida de que me he dejado un par de idiomas. Menudo repertorio, ¿no le parece, teniente Hayden?
—Impresionante. Por lo visto, los métodos pedagógicos del señor Carthew han dado tan buenos resultados como él asegura.
—Tengo la impresión de que en realidad mi querida Henrietta tiene un don innato para las lenguas.
—Igual que yo —aseguró Robert, ante cuyo comentario su esposa puso los ojos en blanco y los demás invitados rieron. Los esfuerzos de Robert con el francés y el español eran objeto de burla en su círculo de amistades.
—Ha logrado unos resultados extraordinarios con sus hijas —prosiguió la señora Hertle, vuelta con toda naturalidad hacia su prima.
—También Charles habla unos cuantos idiomas —apuntó Robert—. El francés lo aprendió de su madre, y lo habla como un nativo. Claro que pasó allí casi la mitad de su infancia. Y domina con fluidez la jerigonza de Cheapside. Sin ir más lejos, el otro día me dijo: «Se te ha caído el trapo, Robert», y no tuve la menor idea de qué me hablaba.
—¿Qué significa? —quiso saber Henrietta—. ¿O se trata de algo que no debería preguntar una dama?
—«Pañuelo» —respondió Robert—. Claro que hoy en día se cuentan por docenas los tipos elegantes que entienden esa jerigonza.
—No sabía que observase usted tan de cerca las modas, teniente —comentó ella con cierto aire burlón, o al menos eso interpretó Hayden.
—En realidad, no. Durante un tiempo tuve de sirviente en uno de mis barcos a uno que había sido «lancero», un ladrón que obtenía su botín con unas pinzas a través de los enrejados o las ventanas de las tiendas. Él y algunos otros a bordo hablaban algo que en ese momento me pareció otro idioma. No sé por qué, pero el caso es que me resultó fascinante, tanto que empecé a recopilar un léxico. Por ejemplo: «disparate» significa vino aguado.
—Diles qué es «cuota de soltero» —pidió Robert.
—Pan, queso y besos.
Las damas fingieron escandalizarse, pero Henrietta se puso muy seria.
—¿La echa de menos, teniente? —preguntó con delicadeza—. Me refiero a Francia.
Hayden no supo muy bien cómo encarar aquella pregunta.
—A veces sí; soy un hombre dividido. Un inglés criado con la cocina y los vinos franceses y esa peculiar riqueza que caracteriza la conversación en ese país. Pero también soy un francés que prefiere el orden inglés, su gobierno y racionalidad. El francés es demasiado apasionado, orgulloso e inclinado a permitir que las emociones decidan por él, lo cual me empuja hacia mi parte inglesa.
—Pero si mañana se curasen todos los males de Francia y se reinstaurase el orden, ¿en qué país preferiría usted vivir? —Henrietta lo observó con atención, como si esa respuesta tuviese una importancia particular.
Hombre de temperamento dinámico, Hayden no era muy dado a la introspección, y las escasas veces que había mirado en su interior apenas había sacado algo en claro, de modo que el hecho de que lo interrogasen sobre asuntos de índole tan íntima, por más que deseara impresionar a la dama, tuvo el efecto de ahuyentar todo pensamiento de su mente.
—Si he de ser sincero —dijo levantando ambas manos—, admito que cuando estoy en Francia me siento un inglés disfrazado de francés. Y cuando me hallo aquí, me siento un francés que finge ser inglés.
—Entonces, esté donde esté, no se siente usted en casa —concluyó la joven en voz baja.
Hayden se disponía a responder cuando Robert lo interrumpió:
—Sólo a bordo de su barco, sobre todo cuando navega en medio del canal de la Mancha, entre ambos países.
Pero aquel comentario no hizo sonreír a Henrietta, quien se limitó a mirarlo gravemente unos instantes para luego apartar la vista con rapidez.
—¿Sabíais que nuestra amiga está escribiendo una novela? —preguntó la señora Hertle como quien desvela un secreto.
—Vaya, Elizabeth, ¿recuerdas el significado de la palabra «confidencia»? —protestó la joven dama.
Hayden, no obstante, tuvo la impresión de que en realidad no le desagradaba tanto que hubiese salido a relucir aquel asunto.
—Trata de dos mujeres —confió la señora Hertle con cierta malicia—, una de ellas educada, como la propia Henrietta, y la otra no sólo falta de formación, sino también de posición social. ¿Cómo avanza la escritura, Henri?
—A pesar de mis desvelos, ha cesado por completo cualquier cosa que pueda asociarse con el verbo «avanzar».
—Pues no dejes de insistir. El arte no surge sin cierta dosis de adversidad. —La señora Hertle se volvió hacia Hayden—. He leído bastantes páginas y doy fe de que la autora se da buena maña. —Sonrió a ambos hombres—. Pero existe un asunto que no acaba de decidir y en el cual no tengo gran influencia, para mortificación mía. Veamos, dadnos vuestra inestimable opinión: ¿debería la mujer que carece de educación tener un final feliz? Llevamos meses discutiendo al respecto.
—¡A estos caballeros no les interesan las novelas! —protestó Henrietta.
—Pues me consta que el teniente Hayden ha terminado el Emilio, de Rousseau —susurró la señora Hertle, cubriéndose los labios con la mano en gesto teatral—, y el capitán Hertle leyó en una ocasión un libro de la señora Richardson.
—¿Quién cree usted que debería tener un final feliz, señorita Henrietta? —preguntó Hayden.
La interpelada meneó la cabeza con sincera pesadumbre.
—A veces creo que debería ser una, y a veces la otra.
—Tendría que ser la mujer educada la que alcanzara la felicidad —insistió la señora Hertle—, mientras que la otra debería acabar siendo desdichada; aunque quizá no por obra suya. No tanto en la ruina como en una sorda complacencia. Lo que uno prevería para quien no ha meditado a fondo sobre el tiempo que le ha tocado en suerte.
—En mi opinión le atribuyes demasiada importancia a la felicidad —replicó Henrietta—. Comprendo que los estadounidenses la hayan ensalzado recientemente en su Declaración, pero no estoy segura de que sea el objetivo último de la humanidad. ¿Qué opina usted, capitán Hertle?
—Ah, no les preguntes a ellos —interrumpió la señora Hertle—. Los hombres de la Armada te responderán que el objetivo último es el deber, como si formasen parte de un rebaño de ovejas vestidas de azul.
A Robert Hertle no parecieron incomodarle las palabras de su esposa.
—No fingiré tener una respuesta para un problema en el que mentes más dotadas que la mía han fracasado tras muchos intentos.
—Pero también es verdad que mentes inferiores a la suya se han pronunciado en muchas ocasiones a ese respecto —adujo la joven—. Vamos, que por lo general no se muestra usted tan cauto con sus opiniones…
Robert se echó a reír, algo incómodo.
—La felicidad tiene mucha importancia para mí, pero pongo en peligro la mía abandonando la compañía de mi esposa para ir a la guerra, así que debo de ser uno de esos hombres de la Armada que día y noche se aferran entre balidos a la palabra «deber».
Henrietta Carthew meditó unos instantes esa respuesta antes de volverse hacia Hayden.
—¿Y usted, teniente?
—Me temo que mucho han logrado en el mundo quienes no enarbolaron la bandera de la felicidad o la satisfacción. A este respecto me siento dividido. Al igual que la señora Hertle, no deseo más que sentirme satisfecho y cómodo, a pesar de lo cual me pregunto si en tales circunstancias no me contentaría entonces con poco. Me temo que esa mujer educada acerca de la que escribe tal vez no disfrute de la vida más feliz, pero es posible que le saque todo el provecho.
Durante un instante Henrietta lo miró a los ojos, pero apartó la vista con idéntica presteza.
—Temo que esté usted en lo cierto: en cuanto se ha mordido el fruto del conocimiento, Adán y Eva no tienen más remedio que abandonar el jardín y afrontar los sinsabores que les depara el mundo.
—Aquí tenemos a nuestro filosófico teniente —observó Elizabeth—, que oculta su verdadera naturaleza. Henri, ¿sabías que el señor Hayden es un extraordinario lector…?
En ese instante, un asunto doméstico requirió la atención de la anfitriona y Robert también se disculpó brevemente, de modo que Charles se vio a solas con Henrietta. Al principio ambos guardaron silencio, un silencio algo incómodo, quizá. Antes de que Hayden acertase a hablar, fue la dama quien lo rompió.
—¿Quién es su escritor favorito, teniente? ¿Le gusta Rousseau? Elizabeth ha mencionado que ha leído Emilio.
—Supongo que si sólo pudiera llevarme un libro al barco sería de Sterne.
Henrietta pareció agradablemente sorprendida ante aquella respuesta, o al menos eso pensó él.
—¿Cuál? —preguntó ella—. ¿Shandy o el Viaje sentimental?
—Sin duda Tristam Shandy. ¿Lo conoce?
—Sí. También es una de las obras favoritas de mi padre. Conoció un poco a Sterne, como todo el mundo. Pasó años siendo invitado a todas las mesas.
—Me habría encantado conocerlo. Y usted, señorita Henrietta, si me permite preguntarlo, ¿cuál es su libro preferido?
—Verá, señor, ahora está usted pidiéndome que le desvele mis secretos mejor guardados. No sé si debería permitirle… —Se interrumpió un instante, pero la sonrisa que iluminó su rostro dio a entender que estaba bromeando—. Creo que Don Quijote es una gran novela. Lamentablemente no la escribió un inglés. ¿La ha leído usted?
—Mi español no alcanza a tanto.
—Motteux ha hecho una traducción increíble.
—Eso me han contado, aunque, en mi modesta opinión, cualquier traducción es un vano intento de alcanzar la calidad del original.
—Estoy de acuerdo, pero un Cervantes de segunda clase es mejor que ninguno.
—Más o menos como sucede con los barcos —señaló Hayden—. Uno de quinta clase es mejor que ninguno.
—Pero bueno, ¿ya te está hablando de barcos? —protestó la señora Hertle al regresar a la sala.
—No, en absoluto. Comentábamos las virtudes e imperfecciones de Cervantes —respondió Henrietta.
—Ah, el patrón de los Carthew. —Elizabeth tomó asiento—. ¿Sabe que en la familia de Henrietta todos tomaban apodos sacados de personajes de Don Quijote? Era una especie de juego de salón, ¿me equivoco, Henri? Había que encontrar el nombre que encajaba mejor con la personalidad de cada hermana y del padre. ¿Qué nombre escogerías para el teniente Hayden?
—Don Quijote del Mar —respondió Henrietta sin titubear.
La señora Hertle no pudo contener una risita.
—Bueno, ahí lo tiene, señor Hayden; acaba usted de obtener el papel principal. Es un gran honor.
Charles sorprendió a Henrietta sonriéndole, quizá divirtiéndose a su costa.
* * *
Después de la cena, Robert puso el carruaje a disposición de Hayden. El repiqueteo de las ruedas sobre el empedrado se veía interrumpido de vez en cuando por un siseo prolongado cuando pisaba los charcos, refrenando la marcha con una leve sacudida, como un bote cuando roza el fondo arenoso. Las calles oscuras, resbaladizas tras la lluvia y sembradas de adoquines sueltos, estaban pobladas de hombres que, armados de antorchas, se ofrecían a alumbrar el paso.
Mientras el cochero tiraba de las riendas para frenar el tiro de caballos, Charles observó el movimiento de las antorchas, meros borrones mortecinos debido a la bruma y el cristal de la ventanilla. Había varias personas reunidas en la penumbra de una callejuela. Hayden se hundió en el respaldo del asiento como quien pretende ocultarse, momento en que los hombres cruzaron la calle, sonrojados de beber ginebra y con sonrisas bobaliconas en el rostro.
—Merde —susurró el teniente, a quien aquella visión le resultaba familiar y bastaba para transportarlo a otro lugar: a París, unos años atrás.
Recordó al desdichado Doué, quien, que Hayden supiera, era inocente de todos los crímenes que le imputaron. ¿Acaso alguien aportó pruebas de que hubiera especulado en el mercado del grano, o de que se hubiera burlado de los hambrientos al proponer que se les diera de comer heno? Sin embargo, la muchedumbre no se dejó importunar por tales detalles en cuanto lo atrapó.
Hayden había visto cómo arrastraron a Doué por la calle hasta la farola más cercana. Los jocosos sansculottes le pusieron en el cuello una gargantilla de ortigas y luego lo obligaron a aferrar un buqué de cardos. Una vez hubo abierto la boca, le introdujeron heno hasta asfixiarlo, y luego lo ahorcaron de la farola, todo ello sin dejar de golpearlo.
Hayden se llevó las manos a la cabeza. Jamás podría olvidar el terror que demudó el rostro de aquel hombre. Cuando lo arrastraron por la calle, Hayden imaginó que lo había mirado, que había mirado horrorizado a aquel anglais vestido con casaca francesa, en el preciso instante en que el propio Hayden se oyó vocear que lo ahorcaran sin más.
El yerno de Doué, que se había desempeñado como funcionario en París, puede que intendant, recibió más o menos el mismo trato, y luego de decapitarlos, pasearon por las calles ambas cabezas ensartadas en picas. De vez en cuando las acercaban entre sí para que la multitud vocease: «¡Dale un besito a papá!», como si todo formase parte de una broma macabra. Tres días después, Hayden se hallaba de vuelta en Inglaterra, avergonzado de su propio comportamiento, horrorizado al constatar que también él había formado parte de la turbamulta.