Capítulo 2

Philip Stephens había desempeñado el cargo de primer secretario del Almirantazgo durante treinta años. Antes había ejercido de segundo secretario. Por sus delicadas manos había circulado la correspondencia de almirantes y capitanes, primeros lores, ministros y espías. El teniente Charles Hayden era plenamente consciente de que en las oficinas del Almirantazgo nadie poseía un conocimiento tan exhaustivo de los detalles de la Armada, así como del despliegue y composición de sus lejanas flotas, como aquel hombrecillo que tenía delante, sentado casi oculto tras el escritorio. Sin embargo, el hecho de que incluso supiese de la existencia del teniente Charles Saunders Hayden había supuesto toda una sorpresa.

El primer secretario se inclinó sobre una carta. Las gafas refractaron en ambas mejillas la luz que a duras penas iluminaba la mañana londinense, filtrada a través de una ventana próxima. Lo más llamativo en las facciones de aquel hombre eran las venillas rojas que se extendían por la nariz bulbosa, serpenteaban hasta los pómulos y se esparcían como afluentes bajo los arcos iris que le proyectaban las lentes. Hayden tuvo la impresión de que no se trataba tanto de un rostro como de un paisaje.

—El capitán Bourne lo tiene en gran estima —aseguró Stephens en tono áspero y voz ronca.

—Honor que hago lo posible por merecer.

Stephens pareció no haber oído esas palabras, pero dejó la carta en la ordenada mesa, se quitó las gafas y observó fijamente a Hayden, como si quisiera evaluarlo. Ante aquel examen de su persona, el teniente sintió que el rostro se le cubría de rubor. Sin embargo, no era momento de ofenderse; el simple hecho de que cualquier funcionario del Almirantazgo hubiese reparado en él constituía una oportunidad que no convenía malbaratar.

Con el tiempo, Hayden había acabado considerando al Almirantazgo una corte. El primer lord era el soberano, los milores vocales de la junta eran sus ministros, todos ellos personajes de alcurnia. Por debajo medraban los cortesanos, almirantes, vicealmirantes y contralmirantes, así como los capitanes de navío, tanto los de mayor como los de menor veteranía. Muy por debajo de estas personalidades influyentes aguardaban los tenientes, quienes confiaban en ser nombrados gobernadores de ese insignificante fortín del Imperio llamado navío de guerra. Quienes disfrutaban de influencias familiares y la destreza propia de un cortesano solían prosperar. Sin duda, en el Almirantazgo siempre se precisaría una serie de funcionarios con talento, como el propio Philip Stephens, que se ocuparían de que todo marchase debidamente; o un puñado de capitanes valientes y combativos; o uno o dos almirantes capaces de dirigir una flota en combate. Pero el hecho era que los cortesanos solían escalar posiciones mientras los demás inclinaban la testa y sonreían con elegancia aguardando a que alguien reparase en ellos, con la esperanza de encontrar un padrino que diese un empujón a su carrera. Por naturaleza, Hayden no era un cortesano, lo cual no le impedía procurar mostrarse afable y receptivo.

Stephens no pareció percatarse de que el joven se había sonrojado.

—Tengo un puesto para usted, teniente.

Hayden inspiró con fuerza, para a continuación exhalar lentamente.

—Le quedo eternamen…

Pero el primer secretario lo interrumpió.

—No es el tipo de posición que lo pondrá a usted en deuda con nadie. El capitán Josiah Hart necesita un primer teniente. —Una sonrisa tan torva como fugaz asomó a sus pálidos labios—. A juzgar por su expresión, esperaba usted que le concediese un mando…

Hayden meditó cuál sería la respuesta más diplomática, pero cedió enseguida a la exasperación y, quizá, al desencanto.

—A estas alturas, esperaba haberme granjeado mayor consideración que la que pueda hacerme merecedor de un puesto de primer teniente… Sin embargo, no rechazaré la oferta —se apresuró a añadir.

El hombrecillo carraspeó levemente, sacó un pañuelo y procedió a limpiarse las gafas.

—Al capitán Hart se le confió el mando de una fragata recién botada, la Themis, a bordo de la cual ha navegado a lo largo y ancho de la costa francesa… sin obtener más que magros resultados.

Por un instante, ante tal declaración, Hayden temió haber abierto demasiado los ojos.

—Hace cinco semanas perdió un marinero en una ventisca —continuó Stephens mientras manipulaba el tejido de lino con rápidos giros de muñeca—. El hombre se cayó en plena noche desde la verga de mayor. Nunca más se supo de él. Huelga decir que no es la primera vez que sucede algo semejante. Sin embargo, a la mañana siguiente, cuando se dio orden de poner un nuevo rumbo y se largó la mayor, cayó esto de los aferravelas.

El secretario se agachó para coger algo situado tras la mesa y le mostró un bote de cristal cerrado con un tapón de corcho y sellado con lacre. Un gusano grueso flotaba en un líquido ambarino. Entonces Hayden distinguió la uña.

—¡Un dedo! —exclamó el teniente.

—Cortado limpiamente por una hoja afilada, o al menos eso dictaminó el cirujano de a bordo. Precisamente fue él quien lo encontró en el suelo nada más caer de lo alto, así que debo dar crédito a su opinión. Puesto que el resto de la tripulación contaba con sus falanges intactas, a excepción de tres tipos que se habían desprendido de las suyas tiempo atrás, se dio por sentado que el náufrago perdió el dedo corazón por el camino. —Stephens devolvió la mirada a Hayden, como esperando oír algún comentario.

—Pero cortado por una hoja afilada, señor…

—Sí, no puede decirse que fuera un accidente. Aquel mismo día, al desdichado lo habían visto discutir con uno de tierra adentro conocido por su mal genio. Más tarde encontraron un cuchillo con el mango ensangrentado dentro del coy de este último. Él, por supuesto, lo niega todo. El pobre diablo asegura que había sacrificado unas gallinas. Aguarda en Plymouth a que se fije fecha para el consejo de guerra.

—No irán a condenarlo con pruebas tan poco concluyentes…

Stephens se encogió de hombros. El destino de aquel hombre no parecía preocuparle lo más mínimo.

—¿Y qué hacía un hombre de tierra adentro en la verga, si se me permite preguntarlo?

—La mitad de la dotación descansaba bajo cubierta, víctima de una intoxicación atribuible, según el cirujano, a la carne de cerdo en mal estado. Aquella noche ordenaron encaramarse al aparejo a los guardiamarinas y a los más jóvenes. —Stephens hizo un gesto con la mano como si quisiera dejar el tema de lado—. ¿Conoce usted al capitán Hart?

—No he tenido el honor.

El primer secretario movió la cabeza.

—Es… ¿Cómo lo diría…? Disfruta de cierta influencia gracias a la familia de la señora Hart.

El teniente se limitó a asentir en silencio. La influencia era un factor que comprendía perfectamente, sobre todo debido a su absoluta carencia de ella. En la corte del Almirantazgo, tener una esposa emparentada con un «ministro» valía tanto como haber librado exitosamente varios combates navales.

—Existe cierto desasosiego ante este asunto de la Themis. Su primer teniente se dio de baja al regresar a puerto. Asegura no saber nada acerca del particular, y ojalá así sea.

Hayden se envaró un poco en la silla.

—Si hay descontentos a bordo del barco de Hart, ¿por qué no trasladarlos a otra embarcación?

Stephens ajustó meticulosamente la posición de una impoluta pila de papeles que descansaba sobre el escritorio.

—¿Y dar a entender que el capitán Hart no es capaz de mantener en orden su propia dotación? No creo que eso sirviese de nada en este caso. —Levantó la mirada hacia Hayden—. Sin embargo, usted ha tratado anteriormente con una tripulación descontenta, y con gran destreza, o eso me han dado a entender.

Por lo visto, el primer secretario conocía al dedillo la hoja de servicios de Hayden.

—Cuando serví como capitán en funciones del Wren

Stephens asintió, momento en que se le formó una arruga entre las finas cejas.

—Teniente, ¿está usted seguro de que no tiene noticia del capitán Hart? ¿No se estará mostrando evasivo conmigo?

—No había oído su nombre antes de entrar en esta sala.

Stephens lo observó unos instantes, como ponderando la verdad de tal afirmación.

—Los contactos de Hart en el Almirantazgo son de primera magnitud… Por tanto, quizá no deba sorprender que haya recibido una solicitud para asignar un teniente con… buena base al barco del capitán Hart; al fin y al cabo, incluso los comandantes más hábiles necesitan oficiales capacitados de vez en cuando. ¿No cree?

—¿Qué capitán se opondría a contar con oficiales competentes?

El primer secretario compuso otra de sus sonrisitas desapacibles.

—Qué capitán, en efecto. Mi primera intención fue dar con un oficial así que sirviese en la Themis, pero el caso es que busco algo más. Le ruego que guarde la discreción más absoluta sobre lo que voy a contarle, señor Hayden. ¿Entendido?

El teniente asintió, cada vez más incómodo.

—Preciso a alguien que lleve un diario puntual de las acciones de Hart. Estoy convencido de que es tal la modestia del buen capitán, que jamás se ha disfrutado entre estas cuatro paredes de un relato fiel de sus empeños.

Hayden rebulló en el asiento antes de inclinarse.

—No aceptaré su propuesta, señor Stephens —declaró antes de apresurarse a añadir—: Eso no quita que le agradezca la oferta.

—Pero si ya la había aceptado. ¿Acaso no le he oído correctamente antes?

Hayden intentó despojar su voz de todo rastro de ira, lo que logró sólo a medias.

—Eso fue antes de saber que se había propuesto usted convertirme en un mero informador. En tales circunstancias, el honor ya no me obliga a mantener la palabra dada.

Ambos guardaron silencio unos instantes, en los que Hayden temió que el tono lo hubiese traicionado. A Philip Stephens apenas le mudó el semblante; lo suficiente, quizá, para que el entrecejo se pudiese considerar arrugado.

—Permítame mostrarme excepcionalmente directo, teniente Hayden. —El primer secretario se recostó en la silla y unió los dedos de ambas manos—. Tiene usted poco futuro en la Armada del rey.

Hayden no pudo ocultar su absoluta sorpresa ante tal afirmación, no porque no fuese cierta, sino por la audacia con que había sido formulada.

—Su amigo… —Stephens revolvió en unos papeles—, el honorable Robert Hertle, está a punto de ser ascendido a capitán de navío, tal como le habría sucedido a usted de haber contado con la mitad de la influencia de que dispone él. A pesar de su destreza manifiesta, y estoy convencido de que el capitán Bourne es demasiado perspicaz para juzgarla erróneamente, se ve usted estancado en sus actuales circunstancias, con pocas perspectivas de avanzar. Además, no le beneficia nada el hecho de que estemos en guerra con Francia y sea usted medio francés.

—Soy inglés, señor. Mi madre es francesa.

—No se altere, teniente —pidió Stephens, levantando ambas manos—. Hace poco he alegado que precisamente su ascendencia pesa en su favor, ya que entiendo que ha vivido usted en ese país bastantes años y habla su lengua como un nativo…

Hayden asintió.

—Debe entender, señor Hayden, que estoy de su parte, pero no resulta tan fácil superar los prejuicios del prójimo. Por ese motivo únicamente puedo ofrecerle este puesto de primer teniente… Al menos, de momento. Es cierto que le pido que escriba un relato del viaje, pero igualmente usted iba a llevar un diario. ¿O me equivoco?

—No es precisamente lo mismo, señor Stephens, como sin duda usted ya sabe.

—Obviamente no lo es si decide que no lo sea. Y sepa que admiro la lealtad que muestra hacia el capitán bajo cuyas órdenes le he propuesto servir; pero, en ocasiones, la lealtad a la causa propia no tiene por qué suponer un obstáculo tan terrible. Le advierto que el capitán Hart entiende a la perfección la diferencia que existe entre ambas cosas. —Colocó un papelito sobre la mesa—. Ésta es la dirección del señor Thomas F. Banks. Mi nombre jamás debe aparecer en sus cartas, bajo ningún concepto, lo cual no ha de impedir que las reciba puntualmente.

Hayden observó el pedazo de papel con desdén, sin hacer ademán alguno de aceptarlo.

—Eso que ve ahí encima de la mesa no sólo es una dirección, teniente. Sería mejor que lo considerase usted un símbolo de su futuro en la Armada. Puede cogerlo o puede dejarlo donde está. Medítelo esta noche, pero le exijo una respuesta mañana, a mediodía a más tardar. A esa hora ofreceré el puesto a otro. —Se inclinó y deslizó el papel hacia Hayden—. Por si se decide usted a favor de una carrera en la Armada.

El teniente se levantó y se quedó mirando aquella superficie blanca cubierta de fluida caligrafía. Era consciente de que si abandonaba la estancia sin ese papelito, aquel día se quitaría el uniforme por última vez. Su carrera en la Armada habría terminado, de modo que no le convenía apresurarse en tomar una decisión. Extendió el brazo izquierdo y cogió la dirección, que se guardó rápidamente en un bolsillo. Philip Stephens se había centrado de nuevo en sus documentos y no pareció reparar en su gesto.