7

Ayer intenté interrogar a mi madre. Apenas ha cambiado y sus cabellos blancos casi no se distinguen de los rubios.

Vive en Caen y el azar ha querido que el procurador de la casa que ocupa sea un tal señor Jambe, que fue pasante del abogado al que mi tía consultaba en aquella ciudad.

—¡Dios mío, Jerôme! ¿Todavía te acuerdas de todo aquello?

Mi madre, en cambio, tuvo que hacer un gran esfuerzo.

—¿Te refieres a lo que sucedió cuando tía Valérie vivía en casa? Un anarquista que tenía un hijo de corta edad, ¿verdad? El pobrecillo murió en un sanatorio…

—En un sanatorio, no —rectifiqué cariñosamente—. Su abuela y él se fueron a vivir en un lugar de cierta altura, cerca de Niza…

—¡Cuando pienso en lo que tía Valérie me hizo sufrir con sus puerros!

Ahora fui yo el sorprendido. No me acordaba en absoluto de los puerros.

—¿No te acuerdas? No podía sufrir ni su olor, y siempre se imaginaba que yo ponía alguno en la sopa y en los estofados. Cuando yo me encontraba en la tienda, ella lo aprovechaba para destapar las cacerolas.

—¿Y es verdad que no ponías?

—Unos pocos sí, pero los sacaba una vez cocidos. Lo indispensable para realzar el sabor. Una noche encontró un pedacito en su plato. Tú estabas acostado. Fue cuando tuviste las paperas. Yo estaba muy cansada… Empezó por tratarme de embustera por haber dicho que no había puesto puerros y me echó en cara no sé cuántas cosas. Tu pobre padre, que nunca decía nada, se puso muy pálido… Le temblaban las guías del bigote. Se levantó… Todavía hoy me pregunto cómo pudo hablar…

»—¡Me hará el favor de callarse…! Mi esposa está en su casa, ¿lo oye? ¡Y a partir de mañana usted, usted ya no estará en ella!

»Me parece que tu tía le trató de asesino… Al día siguiente no quería marcharse… Se agarraba a nosotros como podía. Casi fue necesario llevarla a la fuerza hasta el tren de cercanías…

—Pero… ¿y la detención?

—¡Ah, sí! Fue un poco antes. ¿Verdad que habían prometido una recompensa? ¡Espera…! Creo que recuerdo algo… Sí… Fue un farmacéutico de Lisieux el que contribuyó a que lo descubrieran… El hombre… ¿cómo se llamaba?

—Rambures… Gaston Rambures.

—Eso. Se había herido gravemente en la mano, al lanzar la bomba. Los que le habían visto en alguna parte indicaban que llevaba la mano izquierda vendada… Para curarlo, su madre, que sabía que no le quitaban el ojo de encima, tomó el tren para Lisieux y entró en una farmacia próxima a la estación. ¡Mira lo que son las casualidades…! Adivina quién había en la farmacia… ¡Urbain!

—¿Nuestro Urbain?

—Era día de mercado en Lisieux y Urbain había ido allí con tu padre… Ya no sé qué hacía en la farmacia cuando reconoció a la señora Rambures. Ella no conocía a Urbain…

»—¿Sabe usted quién es? —preguntó al farmacéutico, sin pensarlo ni poco ni mucho.

»Pero el farmacéutico sí que pensó y avisó a la policía. Había vendido agua oxigenada y todo lo necesario para vendar una herida. La policía visitó la casa de la señora Rambures y constató que ni ella ni el niño tenían herida alguna.

»Si mal no recuerdo, no quisieron darle toda la recompensa y la otra mitad fue distribuida entre la policía.

Intenté hacer hablar a mi madre acerca de la detención. Es de creer que el mecanismo de su memoria difiere del mío. Se acordaba de hechos que le habían contado, como lo del farmacéutico, pero ya no sabía qué tiempo hacía aquella noche.

La veo decirme, en un esfuerzo para concentrar su pensamiento:

—Llovía, ¿verdad?

—¡Eso sí que no! —exclamé yo, triunfante—. Había llovido todo el día, pero al atardecer se levantó el viento. ¿No te acuerdas del tejado del mercado, con la pizarra plateada por la luna, y los hombres que se encaramaron en él haciendo equilibrios, como en una noche de fuegos artificiales? ¿No recuerdas que los gendarmes orinaban en la pared de nuestra casa?

Ella sacudió la cabeza.

—No. Eso no me quedó grabado…

Si recurría a mi madre sólo era para colmar lagunas, pues hay momentos en que yo lo recuerdo como si fuera algo ocurrido ayer.

Mis padres no eran curiosos, puesto que nos habíamos sentado a la mesa sin tratar de averiguar qué iban a hacer los policías. Los postigos estaban cerrados. En la tienda, el mechero estaba a media luz y, mientras comía, mi padre hablaba de Café, el más viejo de los caballos, al que pronto habría que sustituir.

Varias veces me estremecí al oír los ruidos del exterior, ruidos vagos que yo no me explicaba, pasos recios, voces, idas y venidas, como por la mañana, cuando empezaba el mercado.

De pronto se oyó un silbido estridente, parecido al que los jóvenes habían lanzado con los dedos en la boca, un domingo por la mañana. Mi padre se levantó y se dirigió hacia la puerta, cuya barra ya estaba puesta.

—¡Cuidado, André! —protestó mi madre.

Entreabrió la puerta y llegaron hasta nosotros una corriente de aire y un rumor.

—Ven, André. No vale la pena arriesgarse… Si quieres ver algo, asómate a la ventana.

Sin decir nada, salí sigilosamente de la cocina y subí al cuarto, en el que no había luz encendida, pero penetraba un reflejo del exterior. Entonces fue cuando la luna me sorprendió, o, mejor dicho, la reverberación del tejado del mercado, que parecía luminoso. Todavía no había subido nadie a él.

Sólo se divisaban grupos estacionados, y todo el mundo miraba hacia el mismo lado. En la tienda de granos y semillas, y también en la farmacia del señor Bou, había policías de uniforme. En el piso, la cortina había sido arrancada. Reconocí la mitad inferior del cuerpo de la señora Rambures, sentada en el borde de la cama, y distinguí también a Albert, al que los hombres empujaban.

Como no se oían las voces, los movimientos parecían incoherentes. Se adivinaba gente que corría por la escalera. Se encendió una lámpara en el piso de encima, en el que había dos tragaluces y donde vivía una anciana imposibilitada.

Algo rebulló cerca de mí. Era mi tía. Un instante después, volví la cabeza y vi que ya no estaba allí. Mis padres habían subido.

—¿No crees que habrá jaleo? —preguntó mi madre.

Yo también lo notaba en el aire. Los curiosos aún se mantenían tranquilos y silenciosos, aparte el silbido, pero se adivinaba que con poca cosa… Yo mismo estaba tan tenso que respiraba con dificultad, abriendo la boca como un pez fuera del agua.

—¡Mirad! ¡La tía! —exclamé, jadeante.

La señalaba con el dedo. ¡Tía Valérie estaba en la calle! En la acera, frente a la casa de los Rambures, al lado del hombre del monóculo y de los agentes. Estaba allí, enorme, sacando el vientre y con las manos sobre él, y, Dios sabe por qué, nadie osaba empujarla hacia la multitud.

—La señorita Pholien debe de estar asustada. Es tan miedosa… —observó mi madre.

Dio unos golpes en la pared.

—¡Señorita Pholien! ¡Señorita Pholien! Venga aquí, con nosotros. ¡Sí, mujer! Espere… Mi marido irá a buscarla. Baja, André. No se atrevería a salir sola. Estoy segura de que estaba rezando a oscuras…

¡Pobre señorita Pholien! Tan menuda, tan frágil, tan imperceptible que parecía inmaterial. Mi madre también parecía a veces rozar los objetos en vez de tocarlos, y en ocasiones tengo la impresión de que es un género de mujeres que ya ha desaparecido.

… El estallido se produjo en el preciso momento que, siguiendo a mi padre, la señorita Pholien se arriesgaba a salir a la calle, en la que sólo tenía que dar unos pasos. Se oyó un grito, Dios sabe de dónde:

—¡Muera!

A continuación un silencio, como si la gente titubease todavía, como si midiera de pronto la gravedad de este instante.

Entonces, del rincón opuesto a la plaza, cerca de la tienda de ultramarinos Wiser, salió otro grito, lanzado por una voz arrabalera:

—¡Abajo los guindillas!

Como si un cohete acabara de aparecer en el cielo, surgió el rumor, sordo, disperso, mezcla de voces y de pisadas, de protestas y de empellones.

Aquella noche no se me ocurrió preguntarme por qué se manifestaba la gente y dudo que a nadie se le ocurriera. La cosa parecía evidente. La emoción subía por su cuenta y no necesitaba razones aparentes.

Los agentes cometieron el error de rechazar a la multitud, y ya no se oyó un silbido, sino centenares de ellos, mientras yo descubría el primer curioso en el tejado del mercado.

—Entre, señorita Pholien… Pensé que no debía de estar muy tranquila…

—Pero ¿qué les pasa? —protestaba la joven.

—Siéntese. André nos dará unas gotas de calvados…

Acudía gente de todas partes, de todas las calles de los alrededores, y la plaza se llenaba con una rapidez prodigiosa. Se oían, abajo, choques contra nuestros postigos, voces, y en todo momento aquel extraño rumor de suelas de zapatos, el deslizamiento de centenares de suelas sobre el adoquinado.

—¿Cómo no han pensado en alejar de aquí al pobre pequeño…?

No era menos inesperado ver a Albert, con su gran cuello blanco, de pie en medio de la habitación sin que nadie se ocupara de él. No lloraba. No sabía dónde meterse.

Un cristal saltó en pedazos. Me parece que fue en la farmacia, pero no estoy seguro de ello, porque momentos más tarde había diez, veinte cristales rotos a pedradas, y fue entonces cuando llamaron a la gendarmería.

—¿Qué hacen? ¿Usted comprende lo que hacen, señor André? —gemía la señorita Pholien.

—¡Supongo que siguen buscándole! —replicó mi padre—. Si lo hubiesen encontrado, todo habría terminado…

Yo veía a mis padres, en la oscuridad, sólo por los reflejos en sus caras. A veces, había personas que levantaban la cabeza hacia nosotros y nos miraban largo rato, pues seguramente debíamos tener un aspecto curioso.

Había chiquillos. Algunas familias habían venido como si se tratara de un desfile militar. Chicuelos de la calle se deslizaban entre las piernas y lanzaban, para divertirse, gritos estridentes que se sumaban al desorden reinante.

En cuanto a mi tía, por una gracia especial, se encontraba todavía en el lugar preferente, delante mismo de la puerta de la tienda de granos, en compañía de los altos personajes, y juraría que la vi hablarles.

—¡Muera! ¡Que acaben de una vez! —aullaban algunos.

—¡Abajo los guindillas! —replicaban otros—. ¡Muera la bofia!

Entonces, en nuestro oscuro refugio se elevó una voz, la mía, y me imagino el sobresalto de mis padres porque yo mismo me sobresalté al oírme decir con una calma inesperada, inhumana:

—¡Yo sé dónde está!

—¿Lo ves?

—No, pero sé dónde está…

Y, levantándome, añadí:

—Mira, madre…

Golpeé la puerta condenada.

—En casa de Albert hay el mismo escondite.

No me escucharon hasta el final. A causa de los gendarmes que desembocaban desde la Rue Saint-Yon, unos veinte hombres a caballo, se formaron remolinos en la multitud y contra nuestros postigos hubo una presión tan intensa que llegamos a creer que acabarían cediendo y que la multitud irrumpiría en el escaparate y la tienda.

—¿Has puesto la barra, André?

De pronto, a mi madre se le ocurrió una idea. Miró a mi tía, que seguía en la calle, y después me buscó en la oscuridad.

—Jerôme… Al menos, ¿no le habrás dicho a ella…?

—¡Jamás!

Me había ruborizado. Me sentía culpable. Una angustia insoportable me oprimía el pecho. ¡No! No le había dicho nada a mi tía, era verdad. Pero ¿no había hablado demasiado? ¿No había sonreído adrede con aire de superioridad, cuando ella intentaba saber, cuando ella me espiaba, y no había mirado, a pesar de todo, al escondrijo?

¿Y si ella hubiese adivinado? ¿Y si lo adivinaba ahora?

—Cuelgan la cortina…

Seguramente, alguien había pensado que el espectáculo del interior del piso excitaba a la multitud, pero cuando vieron la cortina negra que velaba la ventana en forma de media luna, se levantó un clamor de cólera y hubo un nuevo impulso hacia adelante, luego un retroceso, y después otro empujón.

¿Cómo es posible que mi madre haya olvidado? Yo percibo todavía el olor del calvados que mi padre había servido. Sigo viendo los caballos apretados entre sí, inmóviles, en la esquina de la Rue Saint-Yon.

¿Irían unos hombres a cortarles los corvejones?

Un estruendo. Era la puerta metálica del café Costard, que estaban bajando.

—¡Muera! ¡Muera! ¡Muera!

No era un grito de cólera. Por extraño que ello parezca, la muchedumbre se divertía, entonaba estas palabras con un retintín musical, como si fueran palabras corrientes.

La multitud se impacientaba. No comprendía nada. Sentía Dios sabe qué crueldad en esta caza del hombre, que parecía interminable. Husmeaba un misterio, la impotencia de la policía, un error cualquiera. Se enojaba.

—¡Que acaben de una vez! —aulló la misma voz que antes había lanzado ya este grito.

El comisario de policía quiso hablar desde el umbral de la tienda de granos y semillas, pero su voz fue sofocada por los abucheos.

—¡Abajo los guindillas!

—¡Abajo la policía!

—¡Gandules!

—¡Muera la bofia!

Y vimos… Fue tan inesperado que a mí se me cortó la respiración. En el estrecho y sombrío corredor que conducía al apartamento de los Rambures se dibujaban unas siluetas. Primero, sólo vi algo blanco, algo blanco que tenía la forma del cuello del vestido de Albert. Era él, en compañía de su abuela y de dos hombres.

Ignoro por qué los hacían salir. Por unos momentos, la multitud enmudeció, extrañada también, intentando comprender. Los agentes repetían:

—¡Paso! ¡Paso!

Desde luego, nadie podía desear ningún mal a aquella anciana que se mantenía erguida, ni a aquel niño estupefacto. El empujón provino de las últimas filas, de los que adivinaban que ocurría algo, sin saber qué. Unos pasos más y el grupo llegaría a la esquina de la Rue de Saint-Joseph, que estaba desierta.

No fue posible. Dieron un empellón a uno de los guardias, que vaciló y se apoyó en la pared del café. El otro tuvo el tiempo justo de empujar a la señora Rambures delante de él y de agarrar la mano del niño.

Por suerte, estaban cerca de la puerta del café Costard. Pudieron entrar. La puerta volvió a cerrarse. En el mismo instante, en alguna parte unos cristales volaron hechos pedazos y, seguramente contra su voluntad, varios hombres se vieron arrastrados por la ola humana hasta el corredor de la casa de los Rambures, que la policía vanamente intentaba defender.

—Pero ¿qué están haciendo? —se impacientó mi madre—. ¿Lo han encontrado o continúan buscándole?

Dios mío… aquello fue lo más divertido… Mi tía, en medio del remolino, agitando los gruesos brazos como si intentara nadar, y zozobrando con la muchedumbre en la tienda de granos y semillas.

Agachadas ante la ventana en forma de media luna, varias personas se asomaban y gesticulaban con la boca abierta. Gritaban, pero no se oía nada, tan intenso era el barullo. Cien, doscientas personas estaban sentadas en el tejado del mercado y la luna las iluminaba tan bien que se veía ascender el humo de los cigarrillos. Algunos gendarmes habían desmontado. Seguramente, estaban esperando órdenes. Permanecían junto a las casas y todavía me parece ver a uno de ellos, alto y pelirrojo, que se volvió hacia una puerta y empezó a orinar, mientras sus compañeros se reían, y después otro de ellos le imitó, y a continuación otro.

—Van a romperlo todo… —suspiró la señorita Pholien.

Fue un sillón lo primero que salió por la ventana para destrozarse en la acera, saludado por un gran grito de satisfacción, como un cohete el 14 de julio. Después arrojaron un sillón más pequeño, el de Albert, y a continuación la caja de un reloj.

—¡Madre! ¡Madre! —grité, clavando mis uñas en su brazo desnudo.

—¿Qué te pasa? ¡Habla…!

Debió creer que me había hecho daño o que estaba enfermo.

—¡Madre!

No podía hablar. Mi boca se abría y el esfuerzo me hacía daño en la garganta.

—Mira…

La puerta… La puerta condenada… ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Estaba abierta…

—Ya lo han capturado…

—¡Dios mío, André! ¿No podríamos acostar al niño? Estoy segura de que caerá enfermo…

Vajilla, cacerolas… Todo pasaba por la ventana, y una lámpara de petróleo, todavía encendida, siguió el mismo camino, pero se apagó antes de llegar al suelo.

Ya no se divisaba nada dentro de la habitación, pero les tocaba el turno a las ventanas de las buhardillas. ¿Estaba en casa la pobre anciana imposibilitada? Nadie se preocupaba de ella y sus muebles saltaron también, para astillarse en la calle.

—Creo que si los gendarmes dieran una carga —dijo mi padre—, esto se convertiría en un motín.

—¿Pero qué han hecho con él?

—Lo esconden. Lo hacen para protegerlo. La gente lo lincharía.

¿Qué era eso de linchar? Lo ignoraba, pero me abstuve de preguntarlo.

Fue otra vez mi madre la que imaginó lo peor:

—¿Y si pegan fuego a nuestra casa? ¿Estás seguro de haber puesto la barra, abajo? De todas maneras, es mejor que subas el dinero, André.

Mi padre bajó a buscar el dinero. Y mi madre le gritó desde lo alto de la escalera:

—¡Sobre todo, no enciendas la luz!

¿Quién sabe si, al ver la luz desde fuera, se excitarían todavía más?

El reloj del mercado estaba precisamente delante de mis ojos, pero ni por la tarde ni durante parte de la noche pensé ni por un instante en mirar qué hora era. Debía de tener sueño. Hacía rato que hubiera tenido que estar acostado. El cansancio no hacía más que acrecentar mi fiebre, exacerbar mi sensibilidad. Me dolían las puntas de los dedos. Me hubiese aliviado llorar, pero no lo conseguía.

—Diríase que hay alguien en…

La señorita Pholien se inclinaba para ver mejor.

—Dos casas más allá… Allí en la ferretería… —murmuró.

Entonces los cuatro contuvimos la respiración. ¿Éramos los únicos en verlo? En cualquier caso, los de la plaza no podían ver lo que pasaba en el tejado de la ferretería, tres casas más allá de la del comerciante en granos y semillas, a causa del alero, que era muy ancho.

En el tejado, muy puntiagudo, se había abierto una claraboya. Apareció un rostro y un hombre se izó lentamente.

—Se escapa…

Jamás volveré a ver semejante síntesis del miedo. Habría jurado que reconocía al hombre de los carteles, con su nuez saliente y el cuello de la camisa desabrochado como en la fotografía. Llevaba una mano vendada. Alguien le seguía: un policía de uniforme.

Y comprendí que lo que asustaba a aquel hombre no era el ser detenido, ni siquiera aquella multitud aulladora, ¡sino el vértigo!

El agente, que parecía estar acostumbrado, lo empujaba como si fuese un paquete y así llegaron los dos a la cresta del tejado.

Partieron gritos desde el tejado del mercado, desde el cual algunos espectadores habían visto la escena. Los de abajo no podían comprender, porque no veían nada.

Hubo un instante en que creí… Él estaba de pie, vacilando sobre la cresta del tejado, cerca de una chimenea, y tuve la impresión de que iba a precipitarse en el vacío. Tan poco me equivoqué, que el policía tuvo que sostenerlo y empujarle hacia la otra vertiente.

Ni siquiera nuestras voces, aquella noche, eran naturales y parecía como si salieran de otro mundo. La de mi padre, por ejemplo, que pronunció con una calma inhumana:

—Se lo llevan por los tejados, para protegerlo de la multitud.

No había tenido tiempo de terminar su frase cuando desde otro punto partieron gritos, y esta vez no eran tanto gritos de cólera como una protesta no exenta de diversión.

Los bomberos, con sus cascos brillantes, acababan de disponer una manga en la esquina de la Rue Saint-Yon, protegidos por los gendarmes y sus caballos.

Un hombre al que yo no conocía y que, al parecer, era el alcalde, gesticulaba en la ventana del primer piso de la farmacia, intentando hacerse oír. Para hacer callar a la multitud, a alguien se le ocurrió incluso tocar una corneta.

Cerca de nuestros postigos oí que alguien decía:

—Es un toque de atención…

—Que no. El toque de atención lo dan con un tambor.

—¿Qué dice?

Y el «qué dice» fue comunicándose de uno a otro, y la respuesta llegó por el mismo camino, hasta nuestra pared.

—… Que el asesino ya no está allí… Ya está en la cárcel… Pide que todos vuelvan a sus casas. Parece ser que los bomberos…

Fueron los caballos los que recibieron el primer chorro en las patas, pues al principio no había bastante presión. El chorro de agua aumentó y se oyeron juramentos y carcajadas. Una mujer se cubrió la cabeza con las faldas y todo el mundo se burló de sus enaguas de franela azul claro.

—Ven a acostarte, Jerôme… Ven… Ya ves que todo ha terminado…

Todo había terminado, era verdad, y tontamente, tanto que era imposible comprender por qué, unos instantes antes, la emoción había llegado a semejante paroxismo.

Pocos minutos después, sólo quedaban en la plaza algunos grupos aislados y los gendarmes, montando otra vez en sus caballos, empujaban lentamente a la multitud con el sable sin desenvainar, bromeando con la gente. Los del tejado del mercado bajaban ayudándose unos a otros, y uno, bajo y rechoncho, a pesar de no haber tenido miedo al subir, ahora no se atrevía a bajar.

Me temblaban las manos. Tenía frío.

—¿Y si preparo algo caliente? —propuso mi madre.

—Será mejor que le des un sorbo de calvados con un terrón de azúcar.

—¿Crees que puedo encender la luz?

Entonces empecé a llorar, débilmente, insensiblemente, pero no a llorar como otras veces. No había en mí tristeza ni cólera; era como la tibia y líquida expresión de un gran vacío, de un inmenso desconsuelo. Tenía ganas de tenderme en el suelo, de quedarme solo allí hasta el día siguiente. No me dejaba desnudar. El calvados me hizo toser y quería que mis padres creyeran que era también el alcohol lo que me hacía brotar las lágrimas.

—Tía Valérie ya vuelve…

Miré a pesar de todo. Estaba en medio de la plaza, con un señor al que yo no conocía. Nos hizo una señal discreta, desde lejos, y después habló un rato más, meneando la cabeza, y con las manos en el vientre, hasta que se despidió del señor como si fuese un camarada y él la saludó con un sombrerazo.

—Baja a abrir, André. No, señorita Pholien… Quédese un rato más. Comeremos algo…

Abajo, las primeras palabras de mi tía fueron las siguientes:

—¡A pesar de todo, lo han cogido! Han tenido que sacarlo por la otra calle. Seguro que si la gente le hubiera echado mano, lo habrían despedazado.

—¡Acuéstate, Jerôme!

—¡No!

Bajé con los demás. Permanecí de pie en un rincón, apoyado en la pared, mirando cómo comían. Porque comieron restos de carne fría y queso. Mi madre preparó café.

—Hoy o dentro de unas semanas… —rezongó mi tía, gorda y fea.

Me buscó con los ojos. Y para mí, para darme miedo, para hacerme daño, añadió:

—De todas maneras lo decapitarán…

Mi madre dejó de comer, me miró también y después sus ojos se posaron en mi tía, y comprendí que todo había acabado, que la mala bestia asquerosa se marcharía.

Estoy seguro de que de esto habló, largo y tendido, aquella noche con mi padre, en voz baja.

Lo que yo ignoraba, lo que sólo supe ayer, es que en resumidas cuentas todo dependería de una cuestión de puerros.

FIN