6

Aquella mañana me vi favorecido por un despertar etéreo, uno de esos despertares que impregnan de alegría para todo el día. Mucho antes, en pleno sueño, apenas consciente del tamborileo de una lluvia finísima sobre los tejados de cinc, más bien un susurro, como la vida de un nido de ratones que se adivina en el espesor de un muro, experimenté confusamente la promesa de un día excepcional. Pero no me corría ninguna prisa precisar esta promesa. Muy al contrario, me cubría, friolero, con todos los restos de sueño que podía retener en mí.

La habitación nunca estaba calentada. En ella no había estufa y la chimenea estaba obstruida por un mamparo de papel pintado. Las mañanas de invierno me despertaba con la nariz helada, húmeda, como la trufa de un perro joven, y me la frotaba antes de abrir los ojos.

Entre las pestañas, vi el espejo, con su marco negro y dorado, sobre la chimenea, y en este espejo la imagen silenciosa y algo nebulosa de mi madre, pues amanecía apenas. Con los brazos levantados sobre su cabeza, acababa de recoger sus cabellos rubios para formar el moño, y entre los labios tenía ya a punto las horquillas para fijarlo.

Llegó hasta mí el soplo de una época lejana, de la que sólo conservaba una vaga conciencia y en la que, cada vez que abría los ojos, encontraba el rostro de mi madre ante mí, una época en la que vivíamos juntos, siempre juntos, como si el resto del mundo no existiera.

—¡Jerôme! —llamó mi madre, al descubrir a su vez, en el espejo, mis ojos abiertos—. Vamos, no seas perezoso…

De pronto, aquello acudió a mi mente: ¡mi tía no estaba! Era ésta la alegría prometida que la víspera yo había ya saboreado al dormirme. Debía de haberse levantado muy temprano y mi padre, ayudado por Urbain, la había instalado en el carruaje para conducirla a Caen, donde quería ver a su abogado.

—¿Qué hora es?

—Las ocho…

Era anormal. Mi madre hubiera tenido que encontrarse ya en la tienda.

—Le he pedido a tía Pholien que venga y nosotros lo aprovecharemos para ir de compras. Vístete de prisa…

Estoy seguro de que mi madre también estaba contenta. Podíamos hablar sin bajar la voz, ir y venir sin ver aparecer la enorme silueta de tía Valérie, que no sabía dónde meterse y que arrastraba sus gruesas piernas como grilletes de presidiario.

—¿Qué tengo que ponerme?

—Está lloviendo. Puedes ponerte el traje bueno, pero te pondrás también el chubasquero.

Me lo puse. Era un grueso chubasquero de lana azul marino, con un capuchón que me caía sobre los ojos y una abertura para sacar la mano, que daba a mi madre.

He saboreado plenamente los detalles de este día. Los tengo todavía presentes en mi memoria, sin olvidar los «cuatro litros de vinagre blanco».

Fue en el colmado de Evrard, el tendero que vendía al mayor y al por menor, y donde comprábamos las provisiones del mes. Mi madre tenía en la mano un papel donde había anotado todo lo que nos faltaba. La empleada, la señorita Jeanne, anotaba en un libro registro cada cosa.

—Dos kilos de café… Cuatro litros de vinagre blanco —dijo mi madre como la cosa más natural del mundo.

Todavía me parece oír a aquella solterona de labios puntiagudos pronunciar el nombre de los artículos, apoyando las sílabas y paladeando las erres.

—Cua-tro li-tros de vi-na-gre blan-co. ¿Qué más, señora Lecoeur?

Si hablo de esto, sólo es para demostrar que nada se me escapaba. No obstante, no dejé en todo el día de pensar en Albert. Ignoro si a todo el mundo le ocurre lo mismo. Por lo que a mí se refiere, he conservado esta facultad de ir y de venir, de hacer esto y aquello, de hablar, de mirar, sin dejar de preocuparme por un objeto determinado. Es posible que en aquel momento ni siquiera prestara atención a los «cuatro litros de vinagre blanco», ni tuviera conciencia de haberle guiñado el ojo a mi madre. En cambio, años después encuentro el recuerdo intacto, la voz de la señorita Jeanne y su cómico hocico.

Podría reconstruir todas mis idas y venidas en una ciudad siempre cubierta por una llovizna fría, hablar de los caramelos que las tenderas sacaban de un tarro para obsequiarme, y de las huellas de pies mojados en las baldosas.

Aquel día yo sentía por mi madre una ternura especial e incluso observaba de reojo su rostro, que se conservaba joven, casi infantil.

¿Quién había hablado de ello? No lo sé. Fue unos días antes, y no precisamente delante de mi madre. ¿Acaso la señorita Pholien?

Garantizo la exactitud de las palabras porque después me las he repetido a menudo. Tía Valérie debió de preguntar, hablando de mi hermana muerta:

—¿Qué le pasó?

Y otra persona, la señorita Pholien o mi padre, contestó:

—Después de Jerôme, ella no era muy fuerte. Piense que, al nacer, él pesaba casi cinco kilos… Ella quedó resentida para el resto de su vida…

Yo no comprendí lo que decían, pero las palabras permanecieron: mi madre había quedado resentida, por culpa mía, para el resto de su vida.

—Dime, mamá, ¿seguirá viviendo con nosotros mucho tiempo tía Valérie?

—No lo sé…

—¿Se quedará para siempre?

—Espero que no…

—Entonces, ¿por qué no le dices que se vaya?

Seguíamos andando. Me llevaba de la mano y me la sacudió, exclamando:

—¡Cállate!

Un poco más lejos, mientras mi madre inclinaba el paraguas hacia adelante, dije:

—Pisoteó mis animalitos adrede… Oye, mamá… Cuando, al volver, baje del coche, me gustaría que resbalara en el estribo… Se aplastaría en el suelo como un níspero demasiado maduro y sólo encontraríamos una papilla…

—¿Quieres callarte, Jerôme?

Yo estaba sobreexcitado. Para mí, era una de mis mayores satisfacciones ir con mi madre de compras una vez al mes, y entrar en las tiendas. En casi todas partes me daban algo y mis bolsillos se llenaban de caramelos y chocolatinas.

Mi madre tuvo un sobresalto cuando, de pronto, declaré con toda seriedad:

—El padre de Albert está escondido en casa de la señora Rambures.

Volvió rápidamente la cabeza hacia mí y noté una sacudida en mi muñeca.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Nadie.

—¿Cómo lo sabes, pues? ¿Lo has visto?

La mentira subió poco a poco a mis labios. Tenía unas ganas locas de contestar: «¡Sí!».

Porque yo estaba seguro de que estaba allí. No le había visto con mis ojos y no porque no los hubiera clavado durante horas en la rendija oscura, entre la cortina rosa y el montante de la ventana.

Precisamente… Había mirado demasiado… Había visto personas que se movían allí dentro. No podía jurar haber visto a un hombre, pero sabía, tenía la seguridad de que él estaba allí desde el primer día.

En vez de contestar «sí» a mi madre, en vez de contestar francamente que no, repetí:

—¡Está allí!

—Cállate, Jerôme… De estas cosas no se debe hablar porque sí.

Yo seguía mi idea.

—No temas… No se lo diré a tía Valérie.

Mi madre estaba alarmada. Su paso se hacía irregular. Hubiera querido pararse para mirarme a la cara, para adivinar lo que había en mi cabeza.

—¿Qué tiene que ver tía Valérie con esto?

—¡Ella iría a denunciarlo a la policía!

—Estás loco, Jerôme…

No estaba loco, pero tenía los nervios a flor de piel, tal como sucedía cuando jugaban demasiado rato conmigo y yo no reconocía los límites, de modo que casi siempre acababa mal.

—¡Lo contenta que estaría si pudiese ganar los veinte mil francos! La detesto…

—No se debe detestar a la familia…

—Ella no es mi familia. Es de la de papá.

¿Se vería mi madre obligada a reñirme, a sacudirme? Por suerte, entrábamos en una tienda para comprarme otros guantes.

—¡Dios mío! ¡Ya son las once! Y la pobre señorita Pholien esperándome…

Al llegar a la plaza, sorprendí la mirada que mi madre dirigió a la tienda de granos y semillas, y a la ventana en forma de media luna de los Rambures. Insistí:

—¡Está allí!

—¡Cállate! Sube en seguida a cambiarte de ropa. A tu padre no le gustaría verte con el traje bueno.

¿Quise realmente aprovechar hasta el fin nuestra intimidad recuperada? Hasta el atardecer, no me separé de las faldas de mi madre. Por lo general, no me dejaba merodear por la tienda y varias veces estuvo a punto de enviarme arriba. ¿Le agradaba a ella tenerme a su lado? ¿Notó aquel día que yo la quería mucho?

Yo seguía pensando en Albert. No necesitaba moverme de mi sitio para ver de lejos, en el cartel, la fotografía del hombre que se escondía.

¿Estaría enfermo Albert? ¿Tendría fiebre? ¿Permanecía todo el día en su silloncito, sin ver lo que pasaba afuera?

—Dime, mamá, ¿por qué nos quiere dar su casa?

—Para quedarse con nosotros… Le da miedo vivir sola.

Me había comido todos los caramelos y bombones que me habían dado por la mañana. Estaba atiborrado y tenía las mejillas encendidas. Me imaginaba nuestro carruaje avanzando por la carretera, entre los árboles, con mi tía al lado de mi padre. ¿Por qué me parecía indecente esta imagen?

¿Iría otra vez la señora Rambures a hacer su compra en la sucia tienda de la vieja Tati? Delante de su casa seguía habiendo un inspector de policía, pero ya no era el mismo de antes. A primera hora de la tarde divisé al propietario, el señor Renoré, que se disponía a dar su vuelta habitual por la plaza. Miró a aquella ventana, como todo el mundo. Se acercó al policía, y éste le saludó quitándose el sombrero.

Yo vivía una extraña espera, angustiado y feliz a la vez. Jugaba sin convicción y mi madre debió de notarlo, porque vino a decirme:

—No tendrías que pensar más en eso, Jerôme. Es tu tía la que te ha metido todas estas cosas en la cabeza, con sus periódicos. Si el hijo de la señora Rambures estuviese escondido en el piso, la policía le habría encontrado. Parece ser que esta mañana han efectuado otro registro y la pobre señora Rambures ha sido interrogada casi dos horas en el Palacio de Justicia…

No contesté. Estaba ahíto de impresiones y de pensamientos. Veía el Palacio de Justicia, con su escalera dividida en dos por una rampa de hierro…

—¿La han metido en la cárcel?

—¡No, claro que no! ¿Ves cómo eres? ¡No pienses más en eso, ea! Juega con tus muebles. ¡Espera! Voy a iluminar esto… ¿Quieres que encienda la mesa-estufa?

—¡No! Es para tía Valérie…

Contra mi voluntad, había un reproche en mi voz. Antes de la llegada de tía Valérie, ¿no me contentaba yo con el calor que subía por el tubo de la estufa?

—Debes comprender, Jerôme, que es imposible que un hombre pueda esconderse en dos habitaciones tan pequeñas como aquéllas. Sé bueno. Yo tengo que bajar…

No fue aquel día cuando lo descubrí, pero sí cuando la idea empezó a penetrar en mí.

«Dos habitaciones tan pequeñas como aquéllas… un hombre… esconderse…»

Oí los caballos. En honor de tía Valérie, mi padre detuvo primero el carruaje en la plaza antes de conducirlo detrás de la casa, al Patio de los Oficios. Me precipité hacia la escalera, y mi madre y yo nos reunimos en el umbral mojado. No sé por qué, metí mi mano en la suya.

Era negra noche. Los faroles estaban encendidos. Urbain, que había cedido su sitio a mi tía, iba en el interior, con las mercancías.

Mi padre fue el primero en bajar.

—Poco a poco —recomendó—. Déme las dos manos.

El pescante era muy alto. Había tres estribos, uno encima de otro, y mi madre y yo vimos asomar la mole negra de mi tía.

Entonces mi madre me miró. Sorprendí una sonrisa que flotaba en sus labios y sentí un estremecimiento de su mano. Se acordaba de lo que yo había dicho por la mañana y se imaginaba a tía Valérie resbalando, aplastándose en la acera, convirtiéndose tan sólo en una cosa enorme, blanda e inerte…

No pasó nada, pero de todas maneras yo estaba contento porque entre mi madre y yo se había establecido una especie de complicidad.

—¿Ha hecho un buen viaje?

—¡Desastroso! Esta maldita lona ha dejado caer durante todo el camino un chorro de agua en mi pescuezo.

¡Le estaba bien empleado!

—En cuanto al abogado… Si éste no actúa como es debido… Pregunta a tu marido cómo se las he cantado: o los Triquet me devuelven la casa o… sacrificaré hasta mi último céntimo, aunque tenga que morirme en el asilo… Yo misma pegaré fuego a la casa si es necesario…

Empezó a subir por la escalera, demasiado estrecha para ella. Me parece volver a verla desvistiéndose, acercándose a la ventana, asomándose.

—¿Aún no han detenido a ésos?

Miraba hacia la casa de los Rambures.

—Esa gente es la que hace las revoluciones… En Caen, hemos encontrado otra manifestación y hemos tenido que esperar a que terminara. Cualquiera diría que la policía está de su parte.

Entonces yo cometí el error de mirarla sonriendo. Estoy seguro de que mis ojos debían chispear. Estaba lleno de secretos. Primero, la historia del estribo y la ojeada de mi madre. Después, el hijo de la señora Rambures…

Si ella lo supiera correría a llamar a la policía para ganar la recompensa de veinte mil francos. ¡Pero no lo sabría nunca! ¡Yo no le diría nada! Convenía ir con cuidado, no acercarme mucho a la ventana para que no adivinara.

—¿Qué te pasa hoy a ti?

—Nada, tía.

—Cualquiera diría que has hecho alguna trastada.

Con un tono dulzón contesté:

—¡Oh, no, tía!

Se desnudaba delante de mí, iba y venía en enaguas, soplando, gruñendo…

—Tu madre podía haber subido a ayudarme. Pero nunca tiene un momento libre… ¡El comercio! ¡Siempre el comercio!

Tenía la manía de tratarme como a una persona de su edad y sobre mí vertía sus rencores.

—¡Como si no bastara con tu padre corriendo las ferias! ¿Qué gana tu madre, todo el día en la tienda? Y eso causa gastos generales: alumbrado, contribución, impuestos… Así se lo he dicho a tu padre por el camino. Estaríais mejor en una casita sin tienda… Tu madre podría ocuparse de la casa y tu padre continuaría su trabajo con ese viejo borracho que ha estado roncando todo el camino.

Me indignaba que mi tía se mezclara en nuestros asuntos. Se consideraba ya como en su casa. La tienda la sacaba de quicio, y sobre todo el hecho de que mi madre no estuviera todo el día a su disposición.

—Será necesario arreglar las cosas de otra manera…

Esto lo pensaba en serio, pues en la mesa insistió, después de haber mirado a mi madre y comentar:

—Estás pálida otra vez y tu hijo no tiene más colores que un nabo. Si no fuera por tu cochina tienda…

Mi madre miró a mi padre y éste volvió la cabeza.

—Estoy segura de que saldríais ganando si…

El día siguiente, yo estaba otra vez sentado en el suelo, cerca de la mesa-estufa, y mi tía, que acababa de leer el diario, estalló:

—Es absurdo que no le puedan echar mano a un hombre que está sin un céntimo y cuyo retrato aparece por todas partes.

Yo me decía con cierta delectación: «¡En guardia, Jerôme! Que no sospeche que sabes algo…».

—¡Quién sabe si se ha ahogado! —repuse en voz alta.

Ella se encogió de hombros y me miró con desprecio. Después, una idea estremeció su rostro, como la brisa frunce el agua del canal. La idea se convirtió en sospecha. Me observó y en seguida se volvió hacia la ventana de los Rambures.

—Ayer la policía registró otra vez la casa —me apresuré a afirmar.

En ciertos aspectos, mi tía Valérie tenía mi edad, como por ejemplo cuando discutíamos. No discutía conmigo como una persona adulta con un chiquillo, sino como un chiquillo con otro. Y en la mesa, incluso observaba mi plato para asegurarse de que mi madre no me había servido mejor tajada que a ella.

Ahora sucedía lo mismo… Cualquiera hubiera dicho que entre ella y yo se iniciaba un juego.

—¡Vaya, vaya! —gruñó.

Al cabo de un largo rato, preguntó:

—¿Cómo se llama el niño?

—Albert.

—¿Juegas alguna vez con él?

—¡No!

—¿Por qué me has dicho entonces que es tu amigo?

—¡Porque lo es!

Ponía una cara como si fuera a aplastar otra vez mis animalitos y mis muebles.

—Me pregunto por qué no vas a la escuela como los demás…

—Porque hay escarlatina…

—¡La escarlatina! ¡La escarlatina! —farfulló.

Fue entonces cuando el juego comenzó de veras. Yo estaba decidido a ver el padre de Albert, pero también decidido a impedir que lo viera mi tía.

Ésta se decía que yo le escondía la verdad y se esforzaba en pillarme desprevenido.

—¿Qué miras? —me preguntó a boca de jarro.

—Nada. Miro la calle…

—En la calle no pasa nada.

—La miro igualmente.

Se levantaba de su sillón, arrastraba sus zapatillas por el suelo y venía a echar una ojeada en dirección al piso de los Rambures.

—¿Desde cuándo cuelgan ese trapo de color rosa en la ventana?

—Desde que la gente que pasa mira hacia su casa…

No comprendí el sentido de la frase que pronunció a continuación.

—¡Quién sabe! ¡Son tan necias las mujeres…!

¿No sería mejor ir a esperar a la señora Rambures en la calle, cuando, aprovechando la oscuridad, fuese a comprar a la tienda de la vieja Tati? Me acercaría a ella rápidamente, y le aconsejaría que desconfiara, porque mi tía Valérie…

—¿Tu madre la conoce?

—¿A quién?

—A la señora Rambures. Supongo que es cliente de la casa…

—Puede que sí.

Este «puede que sí» tal vez era voluntariamente misterioso.

Ahora me doy cuenta de que hice todo lo posible para azuzar la curiosidad de mi tía, para alimentar sus sospechas. Si pasaba una hora sin acordarse del asunto, era yo el que me mostraba inquieto y me asomaba adrede, adoptando un aire interesado y con la nariz pegada al frío cristal.

—¿Sigues mirando la plaza? —preguntaba ella con retintín.

—Miro al farmacéutico, que está colocando los postigos…

Dos o tres veces percibí en la penumbra, o más bien adiviné, el famoso cuello blanco bordeado de encaje de mi amigo Albert. Veía también unas manos. No sé lo que habría dado para reconocer una cara, su cara, la del hombre.

—Por lo general, los asesinos se esconden siempre allí donde se cree que no irán nunca…

El juego no duró horas, sino días. Yo tenía la cabeza pesada y ardiente. La lluvia, que seguía cayendo más copiosa y más negra que nunca, me impedía salir. Mi tía y yo acabamos por formar en la casa un islote aparte. Compartíamos nuestro lenguaje, nuestras preocupaciones y nuestros misterios. Nos detestábamos y nos espiábamos, y apenas lo disimulábamos.

Llevé mi audacia hasta declarar:

—¡Mi madre no dejará su comercio!

—¿Te lo ha dicho ella?

—No, pero yo no lo quiero.

Yo sabía lo que esto significaba. Sentía confusamente que la idea de mi tía era una amenaza para nuestra vida, para nuestra familia, una amenaza que pesaba especialmente sobre mi madre. Cuando mi tía hablaba de ello —y lo hacía todos los días, pues era su tema preferido— mi madre eludía la cuestión con una sonrisa forzada.

—Más adelante, sí…

—¡Claro! ¡Cuando estés en el cementerio!

Yo estaba furioso. No le perdonaba a mi padre que no interviniera. Unos huelguistas, en los alrededores de Saint-Étienne, habían saqueado tiendas y mi tía destilaba bilis.

—¿Esperaréis tranquilamente que os lo roben todo?

Después, cerca de nuestra ventana en forma de media luna, cerca de nuestra estufa con su llama roja, ella y yo proseguíamos nuestro juego. Me leía el periódico escudriñando la expresión de mi fisonomía.

«Es evidente que el fracaso de todas las pesquisas causa un vivo descontento y cierta inquietud entre la población sana del país».

»El hecho de que un hombre del que se poseen todas las señas haya podido eludir, durante tantos días, la red tendida por…».

Mi tía se interrumpió. Miró a su alrededor y me preguntó sin verme:

—¿Así, su casa es igual que ésta?

Yo podía seguir el curso de su pensamiento.

—La policía…

Mi madre subía.

—Acaba de llegar a la estación un fardo de tela para camisas, y como he prometido para esta noche unos metros a una clienta…

—¿Quieres que vigile la tienda?

—De ningún modo, tía…

¡Ni pensarlo! ¿Para que ahuyentase a la clientela?

—Voy a llamar a la señorita Pholien. Ya está acostumbrada. Dentro de un cuarto de hora estaré de vuelta.

—Puesto que tienes tanto interés en conservar tu comercio… —suspiró mi tía.

¿Por qué seguí a mi madre con los ojos? Sin motivo, porque no tenía nada que hacer. Dio unos golpes en la pared, o más bien…

Permanecí inmóvil, con las facciones tensas y la respiración cortada. Mi tía lo advirtió.

—¿Qué tienes?

—Nada…

—¡Señorita Pholien! ¡Señorita Pholien…!

La máquina de coser dejó de funcionar en la casa de al lado.

—¿Podría usted vigilar un momento la tienda? ¿No la molesto?

Mi madre se ponía ya el sombrero y el abrigo sobre su delantal.

—¿Se porta bien el niño, tía?

Lo decía para que estuviera contenta, pero a mí esto me disgustaba. De todas maneras, a mi madre yo se lo perdonaba todo desde que sabía que estaba resentida…

Estaba embotado por el calor y la inmovilidad, y el descubrimiento que acababa de hacer enrojecía mis mejillas y mis orejas. No sabía adónde mirar. Jugueteaba maquinalmente con una mesita que formaba parte de mi mobiliario y una de cuyas patas había sido encolada de nuevo.

El gesto de mi madre había despertado en mí un recuerdo, pues mi madre no había golpeado la pared, sino una puerta cubierta con el mismo papel del resto de la pared. Con el tiempo, la hendidura se había dibujado en el papel y hacía largo tiempo que éste se había agujereado a la altura de la cerradura.

Antes, todas esas casas formaban una sola. Las habitaciones se comunicaban entre sí. Después, cuando alquilaron tienda por tienda, estas comunicaciones fueron condenadas.

Mi recuerdo era ya antiguo. Yo debía de tener entonces tres años o poco más. En aquella época, el pupitre que ahora estaba al pie de la escalera, en la tienda, se encontraba en el cuarto, y en él hacía mi padre sus cuentas al regresar.

Había dos bolsas de cuero muy usadas, una más grande que la otra. En la grande, metía las monedas de plata y en la pequeña las de oro.

Vuelvo a verle contándolas, distribuyéndolas en montoncitos regulares que luego encerraba en un cajón de su habitación.

Aquel día, mi madre le llamó. Me acuerdo de ello tanto más cuanto que a menudo me recordaban el incidente, cuando yo no era bueno, diciéndome:

—¿Ves cómo siempre has sido insoportable?

¿Qué hice yo? ¡Jugar a la hucha! Cogí las moneditas de oro y, levantándome sobre la punta de los pies, las metí una a una en la cerradura.

Cuando más tarde mi padre me interrogó, yo me limité a contestar:

—Están allí, en la hucha…

Mi madre lloró. Me parece oír todavía:

—Habrá que avisar al propietario…

—¿A un tipo como el señor Renoré? Sólo por eso sería capaz de echarnos a la calle…

La señorita Pholien vivía ya en la casa de al lado. Lo que yo ignoraba era que detrás de nuestra puerta había otra, también condenada. Había una a cada lado de la pared, dejando un espacio vacío a lo ancho de ésta.

Mi padre llamó a un cerrajero. Vi el interior, ancho y profundo como un armario. Las monedas aparecieron…

—¿Por qué sonríes?

—Por nada, tía.

Volvió la cabeza, extrañada al ver mi mirada fija en la puerta condenada que acababa de hacerme la revelación.

—Acabaré por creer que eres un hipócrita, y a mí no me gustan las personas hipócritas.

Tanto me daba. Mi madre había afirmado que no era posible esconder un hombre en dos habitaciones como las nuestras, pero ahora yo sabía que esto no era verdad.

¿A quién se le habría ocurrido buscar entre dos puertas y pedirle la llave al señor Renoré?

Mis dedos estaban tan apretados que se me pusieron lívidos como si padeciera sabañones.

¡Lo sabía! ¡Era el único en saberlo! ¡Sabía dónde se escondía el padre de Albert! ¡Y sabía que no lo descubrirían nunca!

—¿Adónde vas?

—A ninguna parte.

Iba a salir al encuentro de la señora Rambures. Me parecía que debía tranquilizarla susurrándole al pasar, rápido:

—¡Lo sé todo… pero no tenga miedo!

Lo habría hecho. Probablemente, las sílabas no habrían sido inteligibles, pues habría hablado precipitadamente, pues estaba plenamente decidido. Temblaba de la cabeza a los pies. No me había puesto la boina. Mi cabello se mojaba.

«Es la hora en que ella va de compras…».

Una voz dijo detrás de mí:

—¡Acércate, hijito!

Era la pescadera gorda. Me puso en la mano un puñado de berberechos mojados, helados.

—Le dirás a tu madre que mi pescado es tan fresco como el que compra a otras… Pero tu madre es muy orgullosa, ¿verdad?

Ignoro por qué mi madre era orgullosa. Miré hacia la ventana. Unos berberechos se me cayeron al suelo. Mi tía me observaba desde la ventana de casa, y su ancha faz tenía el aspecto de una medusa.

Permanecía allí, en medio de la plaza, sin retroceder ni avanzar, extinguido mi impulso, cuando oí unos pasos recios y acompasados.

Diez policías en formación desembocaron por la Rue de Saint-Yon, mientras el comisario, de paisano, avanzaba por la otra acera. Se pararon en medio de la plaza, a unos cinco metros de mí.

—¡Alto!

Un automóvil se había detenido junto a la acera y el comisario abrió la portezuela. Se apeó el hombre del monóculo al que yo había visto aquella mañana.

—¿Está todo preparado?

—Todo, señor sustituto. Hay otros diez hombres detrás de la manzana…

Mi madre regresaba, encorvada por el peso del paquete que llevaba bajo el brazo. Corrí hacia ella. Me agarré al paquete.

—Van a detenerle…

—¿A quién?

—¡Al padre de Albert!

Ella vio los uniformes y balbuceó:

—¡Entremos en seguida en casa!

Ni se le ocurrió preguntarme qué hacía yo en la calle. Dejó el mojado paquete encima del mostrador.

—Gracias, señorita Pholien. ¿No ha venido todavía la clienta? Sube, Jerôme… Yo subiré en seguida.

Oí cómo hablaba abajo con la señorita Pholien y, en el cuarto, tía Valérie me recibió con una amplia sonrisa de satisfacción.

—¡Espero que esta vez le echarán el guante!

¿Qué se apoderó de mí? Amenacé bruscamente:

—¡Si dices algo…!

Y, como ya era demasiado tarde para retroceder, me lancé a fondo, mientras las sienes me palpitaban:

—¡Si dices algo, te mato!