¿No es inquietante pensar que, aunque llegara a muy viejo, aunque viviera cien años, siempre habrá para mí dos seres diferentes de la humanidad, aparte de todo lo que conciben las personas mayores, y que el viejo que yo seré, sentado en un banco tomando el sol, verá, con los ojos cerrados, elevarse en el aire como unas lenguas de fuego, o incluso almas fosforescentes, y que, a pesar de todo su razonamiento, y de todo lo que habrá aprendido, ese viejo continuará dándoles un nombre, llamándolas, tal vez hablando con ellas?
La primera de estas almas es la de mi hermana.
¿Cuándo me enteré de que yo había tenido una hermana? Hacia esta misma época, puesto que fue tía Valérie la que, sin saberlo, provocó esta revelación una noche, mientras cenábamos alrededor de la mesa redonda. Mi padre debió de notar que mi madre tenía un cerco delgado y profundo bajo los ojos, cosa que le sucedía con frecuencia, y seguramente ella contestó:
—Estoy un poco cansada.
Entonces, no sé por qué, tía Valérie me miró con tal aire de desprecio que cualquiera hubiera creído que deseaba aplastarme, y abrió su fea bocaza.
—Es lástima que no tengas una hija en vez de un chico…
Clavé los ojos en mi plato y no vi en seguida el cambio que sufrió el rostro de mi madre. Había pasado un ángel. Después, sorprendido, oí que alguien parecía husmear. Levanté la cabeza y vi que mi madre se levantaba escondiendo la cara, se encaminaba rápidamente hacia la puerta y, con movimientos cada vez más precipitados y sin poder contener un sollozo, se lanzaba escalera arriba.
—¿Qué le pasa? —preguntó mi tía, sorprendida.
Mi padre no tenía la voz de siempre. Titubeó antes de hablar delante de mí.
—Tuvimos una hija… —dijo—. Poco después de Jerôme…
—¿Y…?
—Sí… Al cabo de algunas horas… Se hizo todo lo posible…
Yo no lloré, pero no pude tragar ni un bocado más. Mi madre no volvió a bajar. La mala bestia de mi tía contaba historias de niñas muertas y mi padre no escuchaba, atento solamente a los ruidos procedentes de arriba.
Yo esperé a que la cena terminara. Mi padre subió con aire de indiferencia. La idea de quedarme solo con mi tía, en aquel momento, me resultó insoportable y le seguí sin hacer ruido.
Mis padres no habían encendido la luz. Me acerqué a la puerta. En la penumbra, vi a mi madre tendida en la cama, aún vestida, con el rostro contra la almohada y los hombros sacudidos por espasmos. Y, por primera vez, vi a mi padre arrodillado junto a la cama. Sostenía una mano de mi madre y con la otra mano le acariciaba el cabello, repitiendo con dulzura:
—¡Cariño mío! ¡Pobre cariño mío…!
Entonces me eché a llorar a mi vez, porque ya no podía más. Mi padre y mi madre nunca se habían puesto así. Eran un matrimonio, eran unos comerciantes, eran unos padres…
—¿Qué haces aquí, Jerôme?
Mi padre, un poco avergonzado, se levantó y se limpió las rodillas.
—Te suplico, Dios mío, que hagas que mi hermanita no se quede en el limbo.
Porque yo me sabía el catecismo y me imaginaba a mi hermana, muy pálida —a decir verdad, no me imaginaba su forma, sino una especie de halo—, en un inmenso corredor glacial.
—Te lo suplico, Dios mío…
Bajo esta forma, una vez adulto, seguí viéndola en sueños, de la misma manera que he seguido viendo más tarde a Albert, cuando murió.
A este Albert que tanto lugar ocupa en mis pensamientos y en mi afecto, yo nunca le he hablado, nunca le he tocado la mano.
¡Qué sobresalto aquella mañana, cuando corrí hacia la ventana y espié la otra ventana en forma de media luna, tan parecida a la mía! Había olvidado que era domingo. La plaza me parecía vacía. El viento hacía revolotear trozos de papel sobre los adoquines grises y el reloj público era de un blanco de escarcha.
La cortina negra había sido descolgada como todos los días. Pero ¿por qué habían colgado en su lugar aquella tela rosa que sólo dejaba una abertura de unos veinte centímetros? No podía ver a Albert ni a su abuela. Durante largo rato creí que ya no estaban allí y que no volverían nunca más. No obstante, a fuerza de contemplar la oscura abertura, entre el montante de la ventana y la cortina, sorprendí un movimiento, la mancha lechosa de una mano, y supe que estaban en su casa, ocultos en la sombra.
Las tiendas todavía no habían abierto. Algunas no abrían en todo el día y, en la plaza, sólo había unas cuantas vendedoras que se marcharían a las once. Observé a dos hombres, uno de ellos el policía alto y delgado, que andaban de un lado a otro y que acabaron por entrar en el café, cuya puerta estaba abierta y donde el camarero, con un delantal azul, barría el serrín.
Aquel domingo me pareció más vacío que los otros, a pesar de que mi padre, contra su costumbre, se quedó en casa. Se estaba afeitando en la habitación cuando mi madre, que ya había oído la misa primera, preparaba el desayuno. Yo tenía derecho a ponerme el traje de cazador y los zapatos nuevos. Tenía derecho también a dos monedas que durante unas horas haría saltar en mi bolsillo antes de decidir cómo emplearlas.
Yo no tenía amigos. Una vez lavado, vestido, atiborrado de chocolate y de panecillos, me encontraba en la calle fría, muy tieso con mi elegante traje, violáceas las rodillas al contacto del aire, y las manos metidas en los bolsillos.
Tenía que ir a misa, a la que iba solo, como los mayores, e incluso había adquirido la costumbre de quedarme de pie en el fondo de la iglesia con los hombres, en tanto que Albert ocupaba un reclinatorio al lado de su abuela.
Pero hoy ellos no irían. Cuando desayunábamos, mi madre había dicho:
—Esta mañana, en la misa primera, la pobre señora Rambures se comía con los ojos el Cristo crucificado. ¡No comprendo cómo personas tan buenas tienen tan poca suerte!
La víspera también habían hablado de ellos, pero con palabras encubiertas, para que yo no comprendiera.
—Si por lo menos ese pobre pequeño tuviera madre… ¿Sabe usted, tía, qué hace la mujer del hijo de la señora Rambures? Hace vida galante…
Yo no sabía lo que esto significaba y por eso me impresionó mucho, y todavía más cuando tía Valérie sacudió la cabeza, mascullando con ferocidad.
—Ya veréis que lo que yo digo… Todo eso acabará mal…
Ante su casa, el señor Brou, el farmacéutico, trataba de poner en marcha un automóvil que acababa de comprar, el primero que poseía un vecino de la plaza. Seguramente pasé largo rato contemplándolo y después volví la cabeza para examinar de arriba abajo a los dos policías, que salían del café enjugándose los bigotes. No llovía, pero había ráfagas de viento y las nubes corrían casi a ras de los tejados, y, al doblar la esquina de ciertas calles, se topaba con una corriente de aire penetrante, las faldas chasqueaban, las mujeres se sujetaban el sombrero, y a veces los hombres corrían detrás del suyo, que rodaba entre una nube de fina polvareda.
«Dios mío, que no le suceda nada malo a mi amigo Albert…»
Creo que los hombres, al fondo de la iglesia, se divertían al verme de pie entre sus piernas, y me empujaban suavemente hacia la primera fila.
Lo que más me impresionaba era cuando, al concluir la misa, el órgano tocaba con toda su fuerza, con los bajos y los trémolos a la vez, y también el prolongado pisoteo sobre las losas, y después la luz cruda del día que se descubría de pronto en el atrio, los grupos que se formaban y las personas que esperaban.
Y he aquí que toda la gente se dirigía hacia una empalizada en la que había dos carteles pegados el uno junto al otro. El primero era igual que el fijado en la pared del mercado.
El segundo… Tuve que deslizarme, pero aquí la gente estacionada resistía, pues todos querían ver al mismo tiempo, se ponían de puntillas, y había momentos en que ya no sabía dónde me encontraba.
—Se trata de él, no cabe duda —afirmó alguien—. Me acuerdo de cuando trabajaba en casa del señor Bernet, el agente de seguros…
Logré situarme en primera fila y estaba tan cerca del cartel, colocado más arriba de mi cabeza, que casi no podía verlo. Las pieles de una mujer me cosquilleaban la mejilla y todavía recuerdo el olor de aquellas pieles.
«20 000 francos de recompensa…»
Igual que en el primer cartel. En éste había un nombre en grandes caracteres y, sobre todo, una fotografía.
«… a quien permita encontrar el paradero de Gaston Rambures…»
Alguien dijo detrás de mí:
—No es tan tonto como para venir a esconderse aquí… Sin contar que, después de lo que sucedió, dudo de que su pobre madre…
Yo devoraba el retrato con los ojos y nunca he experimentado una sensación tan grande. ¿Era aquél, pues, el padre de mi amigo Albert?
Todavía no sabía entonces lo que es una fotografía antropométrica, ni que da el aspecto de un asesino al hombre más honrado. Llevaba el cuello de la camisa abierto, dejando ver la nuez. El rostro parecía de través, sobre todo la nariz. Hubiérase dicho que hacía ocho días que no se había afeitado y su mirada era sombría bajo las espesas cejas negras.
Seguí a la muchedumbre. Yo flotaba como un corcho. Siempre solo, las manos en los bolsillos de mi pantalón, abierto el paleto de lanilla con botones dorados, me adelantaba, me paraba para contemplar a la gente y los escaparates, asestaba a veces un puntapié a una piedra o a una bola de papel, y pensaba en Albert.
Mi padre debía de estar en la barbería, como todos los domingos en que no iba a algún mercado o alguna feria, y luego asistía a la última misa, la de las once y media, y a la hora de comer olería a aceite rancio.
Cualquiera habría creído que iba a llover. Cayeron gruesas gotas de agua que no parecían proceder del cielo sobre la ciudad, sino de muy lejos, del lado del mar, y que cesaban tan pronto como habían dibujado unas manchas negras en los adoquines.
La banda militar estaba formada en el templete y los chiquillos de la calle corrían entre las sillas, atropellando a los mayores.
Comimos gallina, como todos los domingos. Pienso ahora que, después de la misa, mi padre iba a tomar el aperitivo en un café, pues su bigote despedía un olor particular, a la vez azucarado y alcohólico.
—Cuando pienso en todo lo que ya ha sufrido esta pobre mujer… —suspiraba mi madre, cortando la gallina y colocando los pedazos en una fuente—. ¿Tú crees que habría venido a esconderse aquí?
—¡Ha sido visto en El Havre! —intervino tía Valérie, que ya había leído el diario—. Suponed ahora que yo me encuentro todavía sola, en mi casa, y que un tipo como ése viene a merodear por Saint-Nicolas… ¿Creéis que tendría reparo en jugarme una mala pasada?
Yo miraba con viveza a tía Valérie y al pensar por un instante que esto habría podido suceder, noté un arrebato de alegría. Ella lo adivinó, pues me aplastó con su mirada. Cuando miraba así a alguien, daba la sensación de exterminar a una chinche.
—Yo sigo creyendo que esos individuos son irresponsables —murmuró mi madre—. Veamos, tía…, ¿es natural que un muchacho de diecinueve años coloque una bomba debajo de la cama de sus padres?
Se arrepintió de haber hablado así delante de mí, pero era ya demasiado tarde.
—Son sus lecturas las que le han hecho perder la cabeza… O bien se trata de un enfermo. Yo lo recuerdo perfectamente. Incluso me acuerdo de cuando hacía el servicio militar y venía de vez en cuando con permiso…
Yo miraba y escuchaba.
—¿Y cómo fue —preguntó mi tía— que sus padres no volaran los dos?
—La bomba falló. La había fabricado con una lata de guisantes. Lo curioso del caso es que sólo se derrumbó una pared y que la cama no sufrió ningún daño. A pesar de todo, su padre murió, de pena…
Mi padre hacía señas para que no contaran estas cosas delante de mí. Los postigos de la tienda ya estaban abiertos, pues de lo contrario la luz no entraba hasta la cocina. No obstante, el cerrojo estaba corrido, y el rótulo de «Cerrado» colgaba de sus dos cadenillas de cobre.
Hubiéramos podido aprovecharlo para salir. No solíamos hacerlo, pero alguna vez íbamos a pasear junto al canal y de regreso entrábamos a tomar algo en el café de la Comédie, donde los domingos, especialmente al atardecer, olía a cigarro, y donde había música.
—¡Podéis salir! —insistía mi tía—. Yo no quiero impediros que vayáis a tomar el aire. No tengo ganas de arrastrar por las calles mi viejo corpachón.
No salimos. Mi madre fue a comprar dulces en la tienda de Boildieu y estuvimos largo rato sentados en la cocina, sin decir nada, sin hacer nada.
—¿Por qué no vas a jugar al billar, André?
No. Mi padre prefería quitarse el cuello de pajarita y poner sus papeles en orden en su pupitre de la tienda. Mi madre iba de un lugar a otro, dando un toque aquí y allá y fatalmente también ella iba a parar a la tienda, donde arreglaba los estantes, etiquetaba las piezas o tomaba notas.
—¿Por qué no sales a la calle, Jerôme? Últimamente, sigues estando muy pálido.
Yo no quería salir. Fui a buscar mis animalitos y mis pequeños muebles y me instalé en la tienda, mientras mi tía no sabía dónde meterse y se dedicaba una y otra vez a fastidiar a mis padres.
Aquello empezó hacia las dos y media. Un rayo de sol acabó por salir de entre las nubes e iluminaba lo alto de las casas. Vi que en la pared del mercado cubierto había también los dos carteles.
Me acuerdo del primer grupo; el padre, la madre y dos niñas pequeñas con trenzas a la espalda. Estaban parados en medio de la plaza. Las niñas iban cogidas de la mano y llevaban el sombrero redondo de las pensionistas de un colegio, con el ala ancha y doblada hacia arriba.
El padre levantó el bastón como para señalar un detalle del paisaje. Lo que indicaba era la ventana en forma de media luna de los Rambures, cubierta con aquella tela rosa, que procedía seguramente de unas enaguas.
Llegaron otros, paseando como si fueran a dar vueltas alrededor del quiosco, gentes que no eran de nuestro barrio, y los que no estaban bien enterados se dirigían a los que estaban más al corriente. Todos iban endomingados. Los niños caminaban delante, con las manos abultadas por los guantes de punto de lana.
Apareció también un grupo formado por tres jóvenes que avanzaron entre risas y empujones, con una flor de celuloide encarnada en el ojal de la solapa. Permanecieron largo rato en la plaza armando un gran jaleo, hasta que de pronto se metieron los dedos en la boca y silbaron estridentemente.
Se les acercó un policía y les habló. Se alejaron de mala gana, parándose de vez en cuando.
—Escucha, André, a propósito de la casa…
Era mi tía, como es de suponer. Al fin habían subido a buscar su sillón de mimbre, para que al menos estuviera quieta en alguna parte.
Por fin, súbito y violento como una tormenta, detrás de nuestra casa, del lado del bulevar de la República, el estallido de una charanga agresiva.
Nos miramos unos a otros. Vuelvo a ver la mirada inquieta de mi madre. Quise salir, a curiosear.
—¡Quédate aquí! —dijo mi padre.
Y explicó a las dos mujeres:
—Es una manifestación en favor de las huelgas. Lo he leído en el periódico… Venden insignias en la calle. Creía que la policía la había prohibido…
Un último recuerdo de aquel día: nuestro viejo Urbain, que al atardecer atravesó la plaza zigzagueando, deteniéndose para mirar a su alrededor con estupor y después continuó su camino, hablando solo.
Debió de acostarse en seguida, pues a la hora de cenar no vino a llenar su escudilla.
A la mañana siguiente llovía de nuevo, no tan negro, con ráfagas borrascosas y con unos intervalos lívidos y temblorosos.
Todos los días, mi tía leía el periódico adrede, mirándome de soslayo para ver el efecto que me producía, e insistía en ciertos párrafos, repitiéndolos dos o tres veces; después, dirigía su mirada a la ventana de los Rambures, siempre velada de rosa pálido.
«La policía recibe de todas partes indicaciones referentes al anarquista Gaston Rambures, y parece que éste no podrá escapar de la red que se va cerrando a su alrededor.
»Desde luego, entre las denuncias hay algunas que son erróneas o fantásticas. Si bien algunos, de buena fe, han creído ver a Rambures en los lugares más diversos, como Marsella, Lille, Burdeos e incluso en una aldea de Saboya, otros dan libre curso a su imaginación, cosa que dista de facilitar la labor de la policía.
»A pesar de todo, en este momento hay varios puntos que quedan bien claros. En primer lugar, si bien Rambures frecuentó antaño los medios anarquistas, está demostrado que ya no formaba parte de ninguna organización y que había roto con sus antiguos amigos.
ȃstos le consideran como un impulsivo, un individuo agriado, y no disimulan que nunca le admitieron de buena gana en sus filas.
»Ya hemos dicho que, con motivo de las dos condenas que ha sufrido, Rambures tenía prohibido residir en la capital. Durante algún tiempo, vivió en Dijon, donde trabajó como camarero en diversos establecimientos».
Me apenaba sobremanera pensar que el padre de Albert era camarero, pero no quise que mi tía lo advirtiera.
—¡Un oficio de gandul! —refunfuñó ella, y repitió:
—«… Como camarero. Luego desapareció de la región de Dijon, pero, gracias a las actuales pesquisas, la policía ha vuelto a encontrar su pista en una pensión de la calle Lepic.
»Se dice que Rambures, que pasó casi todo el tiempo de su condena en la enfermería, estaba minado por la tuberculosis. Los informes facilitados por su casero permiten suponer que se encontraba en la miseria más extrema.
»Durante días enteros no abandonaba su cama y nadie sabe cómo se las arreglaba para comer.
»Cuando le amenazaban con echarle a la calle por no pagar el alquiler, desaparecía un día o dos y reaparecía con pequeñas cantidades de dinero que entregaba a cuenta.
»Esta existencia duró varios meses y se cree que las sumas que le permitían subsistir eran producto de hurtos…».
Mi tía repitió:
—Producto de hurtos… ¿Me oyes, Jerôme? Sólo que no le detuvieron, como tampoco detienen a un granuja como Triquet… Un día u otro, éste me habría asesinado y…
A veces necesitaba más de una hora de acecho para sorprender un movimiento en la sombra, a través del resquicio en la cortina rosa. ¡Ni siquiera sabía si era Albert o su abuela! Todo estaba demasiado oscuro. Algo se movía, esto es todo, algo que vivía.
«En semejantes condiciones es imposible que Rambures escape por largo tiempo a las batidas de la policía y de la gendarmería. Sin dinero y sin amigos, no puede ir muy lejos. Y si se ha ocultado en alguna parte, como es de suponer, el hambre le obligará a salir de su escondite».
—¿Lo oyes, Jerôme?
Yo temblaba cuando la tía, feroz, dirigía entre dos líneas un vistazo malicioso hacia la ventana. ¡Yo estaba seguro de que Rambures se encontraba allí! Desde el primer día, estaba seguro de ello, con una certidumbre que desafiaba todos los razonamientos y que ninguna evidencia lograría borrar.
¡Si mi tía lo supiera, lo diría! Para ganar los veinte mil francos iría a denunciarlo a la policía, y registrarían de nuevo las dos habitaciones sobre la tienda de granos y semillas.
Por eso yo no abandonaba mi ventana. Quería vigilar al padre de Albert, protegerlo, salvarlo, y para mí el único peligro provenía de mi tía Valérie.
Hacía cálculos complicados. Me decía que, cuando encendieran la lámpara, podría ver algo por la abertura de la cortina rosa, antes de que colgaran la negra. Permanecía al acecho durante horas y horas. Incluso vigilaba a la gente que acudía a la plaza y que se había acostumbrado a mirar hacia arriba. «¡Ojalá no vean nada!», anhelaba.
Después, hacia el tercer día, descubrí que la señora Rambures no había salido desde el domingo. ¿Qué comían, entonces?
El artículo del diario acudió a mi memoria, aquel que se refería a la habitación de la Rue Lepic en la que Rambures se encerraba durante varios días sin que nadie supiera qué comía.
¿Habría podido salir aún la señora Rambures, con su velo, sus guantes grises y su aspecto tan triste y tan digno? ¿Le habrían servido las comadres? ¿No habrían corrido detrás de ella, gritando, los chicuelos de la calle?
¿Por qué, si Rambures no estaba allí, si fatalmente no debía estar allí, había siempre un policía en la plaza y otro, como descubrí después, en un callejón sin salida que daba a la Rue des Minimes y por el que era posible huir saltando un muro?
Pero ¿y si Albert no tenía nada para comer? ¡Y mi madre, que me encontraba pálido porque no salía bastante! ¿Acaso salía él? ¡Ni siquiera podía acercarse a la ventana! ¡Vivía a tientas, en la penumbra!
Esto debió de ocurrir el miércoles por la tarde. Ella estaba en medio de la plaza. No la había visto llegar. No la había visto nunca. Era de una clase de mujeres que yo no conocía aún. Llevaba botines de charol con tacones muy altos, un abrigo ceñido y un sombrero inclinado hacia la frente. Su boca era roja y sus ojos parecían rodeados por un círculo trazado con lápiz negro.
Junto a ella había otras mujeres. Las revendedoras se habían acercado. Todas miraban la ventana en forma de media luna y la mujer gritaba:
—¡Sal de una vez, vieja de mierda! ¡Enseña tu feo pico, lechuza maldita!
Todas reían. De pronto, tía Valérie se agachó, pegó su ancha cara al cristal, y después bajó a la tienda con una precipitación que jamás le había visto. Asomándome, pude verla en la acera con las manos encima del vientre.
—¡No es el momento de hacer remilgos, ni de tratar a las otras como si fueran trastos!
La cortina no se movió. Como las luces estaban encendidas, era la de tela negra, y apenas podía adivinarse que detrás había un poco de luz, como un polvillo de oro en la trama del tejido.
—¡Baja, si te atreves…!
Después explicó a las que la rodeaban cosas que yo no entendí. Tía Valérie atravesó la calzada y se detuvo a unos pasos, con una fea greña que le llegaba a la mejilla.
—Es vergonzoso… —decía abajo la voz de mi madre—. No deberían tolerarle…
La prueba de que mi madre tenía razón fue que el policía de paisano se acercó al grupo, parlamentó, fue insultado y tuvo que llamar a dos agentes de uniforme.
El final fue todavía peor. La mujerzuela no quería marcharse. Continuó profiriendo disparates hasta que los guardias la cogieron por los brazos y la arrastraron, mientras la gente se reía en la plaza y la cortina seguía inmóvil.
Me volví bruscamente. Mi tía estaba a mi lado, como una mole biliosa, satisfecha.
—Es su madre… —me anunció, a la vez que buscaba mis ojos.
Pero la mía, como si presintiera el peligro, subió corriendo, entre dos clientes.
—Jerôme… ¿Qué haces?
Ella lo sabía puesto que me veía, pero no sabía cómo alejarme de mi tía.
—Corre a comprar cuatro lonjas de jamón… Jamón del hueso… Dile que no las corte tan gruesas como la última vez.
Pues bien, a causa del jamón me enteré de que, mientras aquella mujer gritaba en la plaza, Albert estaba solo. Corrí con la moneda de un franco que me habían entregado, apretada en el hueco de la mano. No miraba a nadie. No oía nada. Entré en la charcutería y, jadeante, cumplí el encargo.
Después salí con el paquetito en la mano, las rodillas todavía temblorosas. No sé por qué, miré dentro de la tienda de la vieja Tati.
Era la tienda más sucia del barrio, tan sombría que daba la impresión de un sótano, y además había que bajar dos escalones para entrar. Todo estaba pintado de un feo color pardo. Como iluminación había un quinqué con un depósito de vidrio azul pálido.
Ninguna persona como es debido iba a comprar a la tienda de la vieja Tati, que vendía de todo, pero sólo mercancía pasada. En el escaparate sólo había una coliflor, unos puerros, dos coles —nada de ello del día—, algunos huevos en una cesta de alambre y tarros con caramelos rancios, y todo ello olía a aceite y a petróleo.
Pero en un extremo del mostrador, sobre un trozo de plancha de cinc, había unas botellas con gollete de estaño, y por estas botellas entraban algunas mujeres, pues con el pretexto de hacer la compra, se echaban al coleto copas de calvados o de orujo.
Aquel atardecer, de pie entre los dos mostradores, se encontraba allí la señora Rambures, tiesa y digna como siempre, pero algo borrosa, quizás a causa de la escasa luz. La vieja Tati, casi calva, le estaba pesando frijoles. Me parece ver todavía el verde especial de aquellas habichuelas y la bolsa de papel marrón en el platillo de cobre de las balanzas.
Sobre todo, veo de nuevo la mirada que la señora Rambures dirigía afuera, a la acera, a mí. Era una mirada temerosa, el miedo a ver surgir enemigos.
Decidí hablarle. No reflexioné. Fue algo instintivo. Era absolutamente necesario que le hablara, que le dijera…
El paquetito que contenía el jamón me enfriaba la mano. Todavía tenía la boca pastosa, a causa de la rodaja de salchichón que la tendera me había dado como de costumbre.
Ella compró la coliflor y un trozo de vieja longaniza colgada encima de los caramelos del escaparate. Después registró su monedero, con la expresión preocupada que adoptan los pobres en las tiendas al separarse de tanta calderilla.
La campanilla de la puerta me sobresaltó. La calle parecía desierta. Al lado, había un tonelero sin escaparates, pero con un gran porche, y al otro lado un herrero.
—Se…
No me atrevía a avanzar ni a retroceder. Las palabras no llegaban hasta mis labios. Me sentía desdichado. Como fuese, quería decirle algo, decirle que…
—Señora…
¿Qué pensaría, al ver a aquel niño que era yo, con su paquete blanco en la mano, plantado delante de ella, sobre sus piernecillas con las rodillas al aire?
No lo sé. Me miró y después miró a su alrededor con viveza, como si temiera una celada, y de pronto se dirigió presurosa hacia su casa, agarrando su cesta con las dos manos.
De todas maneras, yo sabía que Albert comería habichuelas y coliflor… No me atreví a seguirla. En verdad, yo ya no sabía dónde me encontraba y, unos instantes después, fue como si saliera de un sueño, cuando el tonelero gritó:
—¡Atención, los críos!
En lo referente a críos, no había otro que yo. El hombre hacía rodar un barril vacío que rebotaba bajo el porche en pendiente, y una carretilla esperaba junto a la acera.
—¡Has tardado mucho! —observó mi madre, cuando volví a casa.
Y prosiguió sin una pausa, vuelta la cara hacia la cliente:
—Siempre resulta más ventajoso comprar tela más ancha, puesto que sólo necesita una altura y un largo de mangas.
Después, vuelta otra vez hacia mí, hacia la cortina que ocultaba la puerta de la cocina:
—Déjalo sobre la mesa, Jerôme… Sube con tu tía.