He insistido, tal vez con involuntaria vehemencia («Siempre has querido tener razón», repite todavía hoy mi madre), he insistido —digo— en la fidelidad de mi memoria. De lo que estoy menos seguro es de su continuidad, lo confieso.
Si vuelvo a ver escenas tan diáfanas y tan perfiladas como ciertas pinturas de los primitivos, llego a titubear en el momento de encadenarlas para reconstituir una serie de acontecimientos. Y ciertos vacíos tienen algo de turbador, en contraste con la luz cruda que los rodea.
He llegado a uno de estos vacíos. Desde lejos, no lo veía.
Estaba persuadido de que todo se enlazaba sin dificultad.
Me encuentro en mi cama. Bien… La máquina de coser funciona… Por consiguiente, la señorita Pholien está en casa. Por lo tanto, hoy es viernes… Oigo también el murmullo monótono de una voz de vieja, similar a las que sorprendemos al pasar cerca de un confesonario: es mi tía Valérie que desgrana su rosario de recriminaciones.
Yo soy la imagen que se me aparece a continuación: yo, con una bufanda alrededor del cuello (por tanto, temían que me hubiese resfriado), de pie ante mi ventana en forma de media luna. La señorita Pholien ha parado la máquina para hilvanar. Tía Valérie habla. La mesa-estufa exhala su calor y su olor a petróleo; afuera, veo las lámparas de acetileno de las vendedoras de pescado.
Todo parece indicar que el día es el mismo, y no obstante, no me acuerdo de haber pasado de mi cama, en la habitación de mis padres, al cuarto. Otro detalle me sorprende. Antes de acostarme se habló de pedirle perdón a mi tía. Soñé con ello. Tuve un sueño muy agitado. Y ahora nadie se acuerda de ello. Mi tía no me hace el menor caso.
¿Estamos en otro día? Antes habría afirmado que no, de tal manera se solapan los acontecimientos, pero precisamente la vida me ha demostrado que los acontecimientos jamás giran como un engranaje y que existen pausas inexplicables.
Si no estamos en el mismo día, hoy es el viernes siguiente al de la visita del señor Livet, puesto que la señorita Pholien sólo viene los viernes. ¿He estado enfermo? No lo creo. ¿Tan neutra ha llegado a ser de pronto la vida de la plaza y de la casa, para que yo no encuentre nada que me oriente?
Podría interrogar a mi madre, pero sería peor. A veces, se equivoca en un año entero.
Además, nada cambia por eso. Lo que importa es la exactitud de los hechos que yo explico, y una vez más los garantizo.
Llovía. Llovía negro. Estaba de pie y no sentado en el suelo como de costumbre, entre mis juguetes. Me calentaba el cuello una bufanda (una vieja bufanda de seda, de mi padre, muy deteriorada y que sólo usábamos cuando teníamos dolor de garganta). A pesar de la lluvia, la gorda pescadera a la que llamaban Titine, arrojaba grandes cubos de agua sobre su parada para dar mejor aspecto a su mercancía.
Titine era tan voluminosa como mi tía, pero mucho más baja, con un pequeño moño gris en la coronilla. Era la graciosa del grupo y tenía la manía de interpelar a los transeúntes y soltarles bromas que hacían reír a los otros hasta caérseles las lágrimas.
Tal como decía mi madre, no eran vendedoras, sino sólo revendedoras que por la tarde tomaban posesión del mercado, con sus lámparas de carburo. En invierno sólo vendían pescado y mariscos; en verano, época de la fruta, eran mucho más numerosas.
Me acuerdo de detalles que había olvidado. Titine me había tomado afecto, no sé por qué, y cuando pasaba delante de ella me llamaba con su voz vulgar:
—¡Ven aquí, hijito!
Metía la mano en una de sus cajas o en uno de sus cestos, y me llenaba la mía con un puñado de berberechos o de camarones grises.
A veces, mi madre contemplaba la escena a través del escaparate.
—¿Te los has comido? —me preguntaba cuando entraba en casa.
Pues si lo que se compraba en el mercado por la mañana era bueno por definición, lo que despachaban las revendedoras por la tarde era considerado como dudoso.
—¡Ya verás! ¡No quieres escucharme y un día cogerás el tifus!
El cartel todavía estaba pegado allí. Pero ¿no podía haber estado toda una semana? En la otra pared, estaba aún bien visible el programa de un circo ambulante que había pasado por la localidad el verano anterior.
Lo que me extraña también es que no prestase atención a lo que decía mi tía, y me sería muy difícil recordar el tema de sus homilías.
Por otra parte, sé que otra cosa me impresionó, algo anormal, y miraba detalladamente la plaza, preguntándome qué era lo que faltaba. Vi el reloj que señalaba las cinco y diez minutos. Veo todavía siluetas de hombres detrás de los cristales esmerilados del café Costard. Veo incluso al farmacéutico con su barbita gris, inclinado sobre su mostrador, majando ingredientes en un mortero.
Entonces fue cuando levanté la vista. Comprendí. Lo que había de anormal era la ventana de mi amigo Albert, pues yo decía mi amigo Albert sin haberle dirigido nunca la palabra.
En esta ventana no había cortina propiamente dicha. Pero por la noche, antes de cenar, siempre a la misma hora, la señora Rambures se acercaba a los cristales y colgaba mediante unas anillas un pedazo de tela procedente sin duda de un vestido viejo.
Aquel atardecer, de un viernes cualquiera, sólo eran las cinco y diez minutos y el trozo de tela ya estaba en su sitio. Esto no me habría sorprendido en un sábado, pues ese día cubrían la ventana durante media hora para bañar a Albert. Yo seguía los preparativos. Todavía me parece ver el barreño galvanizado, los dos jarros de agua caliente, la ropa limpia que la señora Rambures colocaba en el respaldo de una silla, y la cortina que no ponía hasta el último momento.
Pero puesto que la señorita Pholien estaba en nuestra casa, era viernes, y yo miraba desconcertado, casi angustiado, la tela negra.
La señorita Pholien cenó con nosotros. Esto sucedía a menudo. En principio, ella debía marcharse a las siete, pero se entretenía para poder terminar alguna prenda.
—No se preocupen por mí… —protestaba ella—. Pueden ustedes sentarse a la mesa. A mí me basta con unos pocos minutos…
Se sabía que estos minutos durarían hasta las nueve, y que pasaría allí parte de la noche si se lo permitieran.
Le dolía hacer en casa una comida más. Por poco, hubiera temido pasar por abusona y siempre se sentaba en el borde de la silla, con sus manos pequeñas y de dedos afilados apenas rozando el borde de la mesa.
A esta hora, a mi padre se le agolpaba la sangre en la cabeza, tenía las mejillas encendidas y los ojos brillantes, pero no por la bebida, pues no creo que bebiera, sino porque había pasado todo el día al aire libre, bajo el viento y la lluvia. El calor de nuestra minúscula cocina debía de provocar en él una reacción.
Había chuletas de cerdo con coles de Bruselas, y en lo que se refiere a este detalle pondría la mano en el fuego.
—Sólo media —murmuraba la señorita Pholien, alargando los labios en una mueca que pretendía ser «distinguida», la misma que mi madre hacía delante de las buenas parroquianas.
—Pero ¿por qué, señorita Pholien, puesto que hay bastante para todos?
No obstante, como siempre, cortó su chuleta en dos. Y, sin que nadie lo viera, puso furtivamente la mitad en mi plato.
—¡Cállate! A tu edad, conviene adquirir muchas fuerzas.
Yo sabía que haría lo mismo, después, con el pastel de arroz. Era una manía. A mi padre, esto no le gustaba, pero no se atrevía a decir nada. Lo que hacía la señorita Pholien era ridículo, puesto que en casa la comida era abundante, tanto más cuanto que casi todas las vendedoras del mercado eran clientes y todo lo obteníamos a muy buen precio.
Urbain se había ido con su escudilla, y seguramente estaba ya acurrucado en un rincón del establo.
—¿Qué día irás a Saint-Nicolas? —preguntó de pronto mi tía.
—El lunes —respondió mi padre, que parecía preocupado.
—Me gustaría que te informaras… Me refiero al señor Livet. Ya me figuraba yo que es un canalla, como los demás. Todos esos gestores son unos canallas, y los notarios todavía más.
A nadie he oído pronunciar la palabra canalla como a mi tía Valérie. Su bocaza bigotuda la masticaba y la escupía, como el que mete en ella una nuez estropeada. Estaba allí, enorme, encajada en su sillón, redonda y blanda y, sin embargo, pesada, acaparando todo el calor de la estufa, y mirándonos a todos con sus ojos siempre acuosos.
—Estoy segura de que ha ido a Saint-Nicolas sin decírmelo. Ha visto a Elise y a su Triquet. No lo confesará, pero sé que los ha visto… Ignoro lo que le han prometido, pero es fácil adivinarlo. Lo cierto es que está de su parte… Te informarás un poco… Seguramente, alguien le ha visto por allí.
La señorita Pholien se encogía y no se atrevía a masticar, temerosa de desplazar demasiado aire. Aquella noche, en casa, todos parecían fatigados.
—Cuando vayas a Caen…
—El miércoles o el jueves —interrumpió mi padre.
—Me llevarás en tu carruaje. Tengo la dirección de un abogado… Iremos a verle los dos. Le diré claramente lo que ocurre, que por nada del mundo quiero que la casa pase a manos de esa gentuza. Ni la casa, ni un céntimo. Quiero que seáis vosotros mis herederos…
Hubo un silencio como cuando se murmura: «Ha pasado un ángel».
Mis padres evitaron mirarse, pero acabaron por hacerlo disimuladamente, como si fuera un delito.
—Tome usted un poco más de col, tía…
—Gracias. No la digiero…
Creo que me ruboricé más que mi padre. ¡No había pensado antes en eso! ¡No había pensado en nada! Había aceptado sin rechistar la extraña invasión de nuestra casa, ya demasiado pequeña, por tía Valérie, que nunca había traspasado su puerta, así como las advertencias de mi padre: «No repitas nunca lo que has oído decir…».
¿Qué hubiera podido oír yo? ¿Y el retrato enmarcado de nuevo a toda prisa antes de colgarlo en el mejor sitio, sobre la Virgen María, en la chimenea?
¿Qué había oído yo? La historia de una casa, ahora me lo recordaba. Varias veces, en la mesa, se había hecho mención de una casa que heredaríamos, y después de una casa que no heredaríamos.
Y esta palabra «casa» tenía una resonancia especial entre nosotros. Después he pensado mucho en ello. Ahora sé que, en aquella época, la casa de mi tía en Saint-Nicolas debía valer unos treinta mil francos, pues comprendía un prado arrendado a unos granjeros vecinos.
Mis padres no necesitaban treinta mil francos. Desde la edad de trece años, primero con su padre y después con Urbain, mi padre recorría las ferias de la región casi todos los días del año, y nunca le vi en casa como no fuese hora de cenar. Después de casarse, mi madre se pasaba la vida entre la cocina y la tienda, y debíamos tener una posición holgada.
¡Pero no éramos propietarios! Esta palabra era también una palabra aparte, que no se parecía a ninguna otra del vocabulario.
Bastaba con oír a mi madre anunciar por la noche:
—Ha pasado el propietario…
—¿Ha entrado?
—No. Ha permanecido largo rato pegado al escaparate, como siempre…
Es verdad que el señor Renoré era un hombre un tanto atemorizador. Poseía casi la mitad de las casas de la plaza, que antes formaban una sola: el parador de la diligencia, si no recuerdo mal. Formaban también parte del edificio la vivienda de Albert y de su abuela, así como la farmacia y el café Costard. En cuanto al señor Renoré, vivía en una casa vieja de la Rue Saint-Jean, con puerta cochera, soportes en la pared para las antorchas y pilones para montar a caballo.
Estaba muy delgado, tenía el cabello blanco, la cara de un blanco marfileño, nariz larga, boca grande y de labios delgados, y facciones cinceladas como las de un cadáver. Yo no había visto nunca cadáveres, pero estaba persuadido de que el señor Renoré parecía un cadáver.
En invierno llevaba una pelliza con cuello de astracán y en la mano un bastón con puño de plata.
Se decía que las casas no eran de él, sino de los jesuitas, y que él era una especie de jesuita laico. Dos o tres veces por semana venía a hacer su recorrido, o más bien su inspección, con pasos lentos, balanceando el cuerpo de adelante hacia atrás. No saludaba a nadie. Se acercaba al escaparate y se detenía largo rato, lo que no dejaba de ser ridículo, pues un hombre no se interesa por un escaparate de mercería y de prendas para mujeres.
Mi madre se ponía nerviosa apenas le sentía allí cerca, apenas veía perfilarse su sombra en el cristal. Le temblaban los dedos y perdía su sangre fría. No sabía qué contestar a las compradoras y creo que incluso se equivocaba al medir.
¿Qué miraba él? No, a mi madre no era, porque después se detenía igualmente ante la tienda del vendedor de granos y semillas, en la que no había ninguna mujer. ¿Venía para cerciorarse de que no hubiéramos demolido nada o de que el comercio marchaba lo bastante bien como para permitirnos pagar el alquiler?
—¡No es posible que no se encuentre la manera de anular el acta de cesión! —insistía tía Valérie—. En primer lugar, no han cumplido su compromiso, puesto que no han vivido en la casa conmigo tal como se había convenido…
—¿Se comprometieron por escrito? —preguntó mi padre.
Experimenté cierta molestia. Hubiera preferido no verle interesado en esa historia de la casa.
—No por escrito, pero se habló de ello delante del notario que firmó la escritura. Es también un canalla, pero no tendrá más remedio que repetir ante el tribunal lo que oyó…
—No come usted nada, tía… Ni usted tampoco, señorita Pholien…
Mi madre quería que los demás comieran. Llenaba los platos a la fuerza, tal como la señorita Pholien me llenaba el mío.
—Os legaré la casa y los muebles… Todavía tengo una cantidad en el banco y os la entregaré antes de morir…
¿En qué viernes estábamos? Una vez más, no lo sé. Pero ¿no es curioso el que no se hablara más de la escena de la mañana, ni de mis animalitos rotos, ni del bofetón?
El resto es más confuso. ¿Acaso yo tenía sueño? No me acostaron en seguida porque la señorita Pholien tenía todavía cosas por coser en el cuarto. Los postigos de la tienda estaban cerrados. Sólo el resquicio que había sobre la puerta dejaba ver un poco de noche y gotas de lluvia.
En un rincón de la tienda, cerca de la escalera de caracol, había un pupitre en el que mi padre se apoyó. Tía Valérie se había quedado en la cocina. Mi madre guardaba las piezas de tela en los estantes. A veces, mi padre hacía alguna pregunta:
—¿Queda todavía madapolán C x 27?
—Quedaba un solo corte, que he vendido esta tarde…
—¿Y algodón crudo, en ancho grande?
—Esta mañana he empezado la última pieza…
Por lo visto, era el día de los pedidos.
—¿Ha pasado el viajante de Destrivaux et Fils? He tenido algunas reclamaciones. Su percal floreado destiñe.
Mi tía se puso en movimiento y se plantó entre los mostradores como una torre, sin saber con quién hablar, pues mi madre enrollaba rápidamente las piezas, mi padre escribía y la señorita Pholien hacía vibrar el techo con la máquina de coser.
Yo ya estaba harto de la palabra casa y estas dos sílabas, aquella noche, tenían para mí una connotación desagradable, vergonzosa. No recuerdo haber subido a acostarme, aunque, como de costumbre, debí besar a mi madre, y después a mi padre, en el bigote.
¿Hablaron después en la cama de todas esas historias del notario, del abogado y del señor Livet?
—Como puedes ver, Jerôme, siempre te equivocas —diría triunfalmente mi madre—. Los chiquillos se dejan llevar fácilmente por la imaginación…
Pues no me equivoco. Todo pasó así. Soy incapaz de explicarme por qué me levanté más temprano que los otros días, pero esto no tiene nada de extraordinario. ¿Acaso me sentía indispuesto?
O bien… ¡Sí, esto es lo más probable! Aquel día tenía lugar lo que en casa llamaban una limpieza a fondo. Venía una asistenta para todo el día. Empezaba muy temprano, antes de que se marchara mi padre, para que la tienda estuviera lista a la hora de abrir. Mi madre la ayudaba, cubierto su cabello por un pañuelo negro con topos blancos. Después, al comenzar con la cocina, subía a arreglarse para ocupar su sitio detrás del mostrador.
Eso es lo que debió de suceder. En estos casos, me subían el desayuno, pues en la cocina apilaban las sillas encima de la mesa y los muebles en un rincón, antes de proceder a fregarlo todo.
Así se explicaría que tía Valérie y yo estuviésemos juntos en el cuarto, cerca de la ventana en forma de media luna, desde las siete y media de la mañana, cuando la oscuridad todavía era casi total y las luces estaban encendidas.
De lo que me acuerdo es del aspecto de la plaza, pues el sábado era día de mercado. Alrededor de ella, cuatro calles estaban invadidas por las campesinas de los pueblos cercanos, que se instalaban ante sus cestas y sus jaulas de conejos y gallinas.
Los carros se encontraban, con los caballos, detrás del mercado cubierto, y desde allí llegaban ruidos de cascos y relinchos.
Lo que más me sorprende es que no llovía. El suelo todavía estaba mojado y negro, así como la amplia cubierta de pizarra del mercado. Pero lo inesperado, lo que transfiguraba el paisaje era la niebla, perforada apenas por el halo amarillo de los faroles de gas.
Hacía más frío. Los transeúntes tenían la nariz enrojecida y se les veía sonarse sin cesar. La puerta de la farmacia estaba abierta y una vieja hacía correr el agua hacia el umbral, con la bayeta. La veo de espaldas, levantado el trasero, la cabeza casi al nivel de los dos peldaños, y un cubo grisáceo a su lado.
Unos hombres transportaban cajas y cestas, y descargaban los carros. Era la hora de los trabajos pesados, cuando el mercado todavía pertenece a la gente del oficio y, en las casas de la ciudad, las mujeres preparan el café matinal y la lista de lo que tienen que comprar.
—¿Calienta lo suficiente?
Mi madre había subido con ímpetu. Inspeccionaba la pieza y se aseguraba de que la lámpara no humeara en la mesa-estufa, pues mi tía por nada del mundo se habría ocupado de ello.
—¿No necesita nada? Con esta niebla será necesario limpiar otra vez los cristales…
Yo no sabía por qué habían de limpiarse de nuevo los cristales y este misterio insignificante me preocupó.
—No deje de llamarme si necesita algo, ¿me oye, tía? Y tú, procura ser bueno. Después de las vacaciones de Navidad, volverás a la escuela… Ahora ya no vale la pena.
Los clientes del café Costard no eran los mismos por la mañana que por la tarde. Por la mañana, eran hortelanos, carreteros y campesinos que tomaban un bocado en las mesas mojadas, codeándose y armando un gran barullo, entre un denso olor a comida.
Vi llegar a los cuatro hombres. Sólo conocía a uno, pero en seguida comprendí que su presencia en el mercado tenía algo de insólito. Uno de ellos era muy alto, con un gabán entallado y monóculo, y debía de ser un personaje importante. A su lado caminaba otro bajo y gordo, gesticulando mientras hablaba. Los otros dos, más vulgares, se mantenían a distancia, como si esperasen órdenes.
Se deslizaron entre el gentío del mercado, procurando no mancharse las ropas, y después me pareció que buscaban un rincón tranquilo, se instalaron los cuatro bajo el reloj y clavaron la vista en la tienda de granos y semillas.
El más alto, el del monóculo, sacó dos o tres veces un reloj de bolsillo, cuya tapa se abría con un golpe seco, bajo la presión de un resorte.
¿Dónde estaba tía Valérie? En aquel instante, no se encontraba cerca de mí. Sin duda, había ido al excusado, adonde bajaba a hora fija, dos veces al día, y de donde salía con un profundo suspiro de satisfacción. Debía de estar sucia. No debería contar este detalle, pero me chocó demasiado para callármelo. Un día, fui allí antes que ella. Me constaba que no había papel, pues yo había utilizado el último trozo de periódico que quedaba.
Ella ni siquiera lo comentó y volvió a sentarse junto a mí como si nada hubiera ocurrido…
Otro vistazo al reloj. Yo miré el del mercado y vi que faltaban uno o dos minutos para las ocho. Una señal del más alto. El bajito y gordo, seguido por los otros dos, se puso en marcha y se deslizó de nuevo entre cestas y bancos, dejó a uno de ellos en la acera, frente a la tienda de granos, y penetró en el estrecho corredor contiguo a la farmacia y por el cual se subía al piso de mi amigo Albert.
Mi madre había dicho que hacía un tiempo de cementerio. Todo era de un gris blanco, todo parecía blando, afelpado, irreal, y los ruidos no tenían la resonancia de los otros días.
El comerciante de granos y semillas, que se cubría su calva con un casquete de raso negro, salió de su tienda, siempre sombría, y dirigió la palabra al hombre que permanecía fuera. Ignoro lo que le dijo. Ignoro también lo que el otro le contestó, pero miró la ventana en forma de media luna de la señora Rambures.
Entonces, poco a poco, tan insensiblemente que ni yo podría decir cómo sucedió, a pesar de mirar con tanta atención, todo el mundo empezó a levantar la cabeza y a agruparse. El tiempo justo de mirar yo la ventana a mi vez, y se había formado ya lo que se dice una concentración.
La cortina negra no estaba. La habitación estaba iluminada por una lámpara de petróleo, porque en el primer piso no había gas. Albert estaba sentado en su silloncito, un silloncito como el que yo habría querido tener, con respaldo de reps granate. Estaba en calzoncillos y su abuela se disponía a ponerle los pantalones.
Sólo cuando se agachaba así, podía yo verla de cuerpo entero. Estaba ya vestida del todo, y yo nunca la había sorprendido vestida a medias.
¿Hablaba? ¿Qué se decían? Levantó la cabeza. ¿Habían llamado a la puerta? Desapareció de mi vista. Vi unas piernas de hombre, unos zapatos negros y unos pantalones negros, y dejaron a mi amigo Albert en su sillón, con el pantalón de terciopelo a medio poner.
—¿Qué pasa? —preguntó mi tía, que acababa de subir.
Me estremecí como si me hubiese sorprendido cometiendo una fechoría. Constaté que había salido gente del café y que había por lo menos cincuenta personas que alzaban la vista.
—No lo sé…
—Se diría que pasa algo… Baja a ver… Mejor dicho, no… Si te resfriaras tu madre diría otra vez que yo tengo la culpa…
—Voy a ver… —dije.
—¡Jerôme! No… Tú…
Fue mi madre la que me detuvo en la tienda, agarrándome por el brazo, cuando me disponía a salir.
—Sube, Jerôme… No son espectáculos para ti…
—¿Por qué?
—Por nada… ¡Sube, te digo! Además, tu tía te está llamando…
¿Cuánto tiempo permanecí abajo? Cuando ocupé de nuevo mi sitio junto a la ventana, Albert ya llevaba el pantalón puesto. Sólo podía ver las piernas de uno de los hombres. El otro ya había bajado y llamaba a su compañero de la acera. En cuanto al cuarto, el del monóculo, seguía inmóvil al pie del reloj, al parecer dirigiendo los acontecimientos desde lejos.
—Diríase que son de la policía… —murmuró tía Valérie.
Yo sabía que lo eran, porque conocía al que había permanecido unos momentos en la acera, un hombre de cuello largo, con la nuez muy salida, que de vez en cuando iba al mercado para extender denuncias.
No todas las vendedoras habían abandonado sus paradas. El trabajo continuaba a pesar de todo, pero aquí y allá había grupos con la vista fija en la tienda de granos y semillas, y se notaba que la gente discutía apasionadamente.
¿Qué hacían aquellos tres hombres, allí dentro? Uno de ellos salió, habló con el individuo del monóculo, salió corriendo en otra dirección.
Para calentarse las manos, la vendedora de quesos, delante de casa, se golpeaba las caderas con sus rollizos brazos. Y mi tía, acercando su sillón a la ventana, lo que me impedía ver bien, salmodiaba:
—Todo esto acabará mal… Cuando se empieza… Unos canallas, eso es lo que son… Dame mi chal, Jerôme…
Duró dos largas horas. La niebla no se despejaba. La gente seguía evolucionando en medio de una nube espesa y húmeda, y las narices goteaban, los dedos se entumecían y las amas de casa iban de una parada a otra con su bolsa o su red, manoseando las mercancías para alejarse en seguida, muy dignas, seguidas por las pullas de las vendedoras. Creo conocer mejor que nadie todos los gestos y todas las expresiones fisonómicas de las mujeres que van a la compra, desde las que van acompañadas por su criada hasta aquellas que, como la señora Rambures, titubean media hora antes de comprar un par de platijas, entregándose durante este tiempo a un extenuante cálculo mental.
¿Cómo llegaron los otros? ¿Quién les advirtió? ¿De dónde salían? Lo cierto es que no muy lejos del café, poco a poco, se agruparon unos hombres con gorra, mal vestidos, de expresión dura, de los que yo me imaginaba cortando a navajazos los corvejones de los caballos de los gendarmes, o desfilando por las calles detrás de banderas.
Casi al mismo tiempo que ellos, desembocaron en la plaza policías uniformados, que empezaron a deambular con aire de falsa despreocupación, pero sin quitarles la vista de encima.
Entre unos y otros había desconfianza, pero también desafío, como si se dijeran: «¡Empieza, si te atreves!». «¡Empezad vosotros!».
Mi tía gritaba, desde lo alto de la escalera:
—¡Henriette! ¡Henriette!
—Ya subo…
Mi madre apareció en seguida sofocada.
—¿Qué pasa? —preguntó tía Valérie.
—No se sabe bien… La policía hace un registro en casa de la señora Rambures, seguramente a causa de su hijo… Perdone, tía, pero tengo gente en la tienda…
Eran las diez y media cuando la policía se retiró, pero no la de uniforme, sino tan sólo los dos hombres que habían entrado en la casa a las ocho, y cuyos pies y piernas yo había visto. Se habían sentado largo rato para hablar con la abuela de Albert y el gordo tenía una libreta sobre las rodillas.
El hombre del monóculo se había alejado solo, como si no conociera a los demás —seguramente para reunirse con ellos más lejos—, y ahora me figuro que era un alto funcionario, tal vez el jefe del gabinete del prefecto.
Tres agentes… cinco… seis. A las once eran ocho.
Iban de dos en dos, procurando ocupar toda la acera, y sin duda repitiendo:
—Circulen…
El cielo adquiría un color amarillo grasiento, como si la agitación del mercado hubiese ensuciado poco a poco la niebla, y advertí que no habían apagado los faroles de gas, con lo que este día resultaba completamente excepcional.
De pronto, la señora Rambures colgó la cortina negra delante de su ventana y yo me pregunté qué podía hacer Albert en aquella habitación a oscuras, sin pensar que seguramente habían encendido la lámpara.
—Yo siempre he dicho lo mismo… Cuando esa gentuza empieza a reclamar y no les paran los pies…
De vez en cuando, tía Valérie soltaba una frase por el estilo, entre dos suspiros.
—¿Aún no es la hora del diario, Jerôme?
El comercio continuaba. El mercado seguía su ritmo habitual. Las amas de casa que acababan de llegar miraban con extrañeza aquel despliegue policial, como asimismo, y no sin inquietud, a aquellos hombres salidos de Dios sabía dónde y cuyo silencioso sarcasmo era como una amenaza.
Aquella mañana ni siquiera me acordé de mis muebles de juguete ni de mis animalitos. Todavía me pregunto si a las diez mi madre me subió mi leche con un huevo para fortalecerme, pues parece ser que yo no era muy robusto.
Hoy me digo que los niños registran las cosas con excesiva agudeza, con demasiada violencia, para ser capaces de captarlas durante mucho tiempo y por ello, verosímilmente, hay otro agujero.
No obstante, recupero imágenes e impresiones claras en el momento —hacia las tres de la tarde, supongo, pues ya oscurecía— en que mi tía, tras haber reclamado su diario no sé cuántas veces, gritando desde lo alto de la escalera, mi madre se lo subió por fin.
Tía Valérie se abalanzó con ferocidad sobre él, como si por fin le dieran su pasto. Me pidió sus gafas. Ni siquiera se tomó la molestia de limpiarlas, a pesar de que uno de los cristales estaba grasiento.
—Escucha eso, Jerôme…
«Desde que se iniciaron las pesquisas, la Sûreté Générale ha tenido convicción de que el atentado de la Étoile es obra de un anarquista aislado. Por otra parte, la bomba, aunque peligrosa, como lo demuestran los desperfectos que ocasionó, era de un modelo rudimentario, lo que descarta la idea de un atentado organizado por especialistas.
»Por otra parte, la visita real fue precedida por medidas particularmente importantes y puede afirmarse que todos los sospechosos pertenecientes a grupos conocidos fueron estrechamente vigilados, e incluso encarcelados preventivamente.
»Durante el día de ayer fueron llamadas a la Rue des Saussaies numerosas personas que se hallaban en el lugar del atentado. Se tiene en cuenta que, si bien el criminal pudo escapar gracias al pánico de la multitud, fue visto por varias personas que estuvieron cerca de él, entre otros por toda una familia de la Avenue des Ternes, que se había instalado en una escalera de tijera.
»Con la paciencia que la policía demuestra en esta clase de pesquisas, durante largas horas se han enseñado centenares de fotografías de sospechosos a todos los que pudieron haber visto al asesino.
»Podemos anunciar que cinco testigos, por lo menos, están de acuerdo en reconocer a un individuo, natural de una provincia francesa, que en circunstancias análogas hizo ya hablar de él.
»Se trata del hijo descarriado de una familia honorable, pero de momento nos es imposible dar más detalles sin riesgo de entorpecer la acción de la policía.
»Han sido enviados exhortos.
»Esperamos poder dar, dentro de poco, todos los detalles relativos a este caso que, por suerte, no ha tenido las consecuencias que eran de temer en el aspecto internacional…».
Eran muchas las palabras que yo no lograba comprender. Tía Valérie leyó dos o tres veces ciertas frases que debían de resultarle particularmente agradables.
—¡No hay duda de que se trata de su hijo! —concluyó compungida.
Hacía alusión a la visita efectuada por la mañana en casa de los Rambures. Ahora bien, para mí, el hijo era Albert. No comprendía nada y me sentía trastornado.
—Es de suponer que no lo han encontrado…
Hice un esfuerzo. «¿Que no lo han encontrado?» ¡Pero si cuando el comisario entró Albert estaba allí, sin pantalones!
—¡Vaya cinismo por su parte haberse escondido en casa de su madre…!
Era demasiado para mí. Era incapaz de asimilar tanta cosa. Mi cabeza estaba atiborrada y ardiente.
Lo que más me angustiaba era seguir viendo a los dos grupos, los policías que aparentaban pasearse, y los otros, aquel puñado de hombres que, sólo Dios sabía por qué, continuaban estacionados en la plaza, donde nada tenían que hacer.
Tenía miedo, ¡un miedo atroz!