3

Era un viernes, puesto que era el día de la señorita Pholien. Había llegado a las ocho menos cinco, como de costumbre, al volver de misa. Yo estaba ocupado comiendo unos huevos pasados por agua, con una servilleta anudada alrededor del cuello. Tía Valérie, que había desayunado ya, subía pesadamente por la escalera, peldaño tras peldaño, acompañada por el roce afelpado de sus zapatillas. Mi madre debía de estar atareada ordenándolo todo. Estoy seguro de que, como todos los viernes, me dirigió una mirada suplicante. Y, como todos los viernes, mi frente se endureció.

—Buenos días, señora Lecoeur. Buenos días, Jerôme.

Las gotas de lluvia conferían a su ropa un olor a sebo. La señorita Pholien iba vestida toda ella de negro, incluso sus mitones. Se inclinó. Me puso en las manos un cucurucho de caramelos. El papel también estaba húmedo. El gas estaba encendido, porque el cucurucho proyectó su sombra sobre la mesa.

—¿Qué se dice? —me advirtió mi madre, a la que esta escena semanal avergonzaba.

—Gracias.

—¿Gracias a quién?

Entonces, mientras la solterona me besaba, yo murmuraba, tan bajo que podía afirmar yo mismo que no había dicho nada:

—Tía…

La señorita Pholien no era mi tía. Como venía a menudo a casa para vigilar la tienda, y una vez por semana para coser, mi madre me había pedido que la llamase así.

—¿Por qué, si no es mi tía?

Mi madre declaró, muy seria:

—Es la primera persona que te tuvo en brazos cuando naciste. ¡Si supieras todo lo que ha hecho por mí!

Durante toda mi infancia, me había obstinado.

—Besa a tía Pholien.

Nunca rocé su pobre rostro con mis labios. Levantaba la cabeza hacia ella. La tocaba más o menos, lo menos posible, con la mejilla y ella fingía no darse cuenta de mi repulsión.

Ni siquiera era fea. Me parecía vieja, pero no debía de tener más de cuarenta años y todavía vive, sin duda, en la misma habitación que ha ocupado toda su vida.

Cuando llegó la desgracia, fue ella la que amortajó a mi padre, y más tarde, cuando yo era ya un jovencito, me prestó todas sus economías en ciertas circunstancias que prefiero no recordar.

Yo no quería llamarla tía. Llegaba a las ocho menos cinco, por miedo a perjudicarnos en un solo minuto. En cambio, no aceptaba nada por las horas que pasaba en casa el resto de la semana, para reemplazar a mi madre en la tienda.

Tenía una frente espaciosa, unos ojos de china o de muñeca, y lucía un ancho camafeo colgado de su corpiño de seda negra, bajo el cual no se adivinaba nada de femenino. Incluso ahora, la idea de que la señorita Pholien tuviera pechos…

Yo no comía los caramelos que me traía los viernes, pues eran caramelos cubiertos de azúcar de color.

—Sobre todo, que ella no se entere… Yo te compraré otros… —había decidido mi madre.

Los caballos Café y Calvados eran los que se los comían al día siguiente.

La señorita Pholien tenía la manía de llegar con las manos llenas. Siempre temía no hacer bastante por nosotros, quedarse en deuda, y, sin embargo, juraría que por el trabajo de todo un día le dábamos dos francos, más la comida y la merienda.

Cuando me confeccionaba unos pantalones a partir de unos viejos de mi padre, traía de su casa un retazo de satén o de tafetán para el forro.

—No vale la pena emplear ropa nueva de la tienda —decía—. Son restos del abrigo que hice la semana pasada para la señora Dorval…

Al subir al cuarto aquella mañana, encontramos a tía Valérie con su vestido de seda, como si tuviera que salir.

—¿Quieres ayudarme, Jerôme? —me pidió la señorita Pholien.

Para acercar a la luz la máquina de coser que se guardaba en un rincón, sin funda. Mi padre debía de haberla adquirido en una subasta de algún pueblo, como casi todo lo que teníamos en casa.

La señorita Pholien contempló con satisfacción la mesa-estufa, y su gran llama roja, pues era muy friolera y por la mañana, durante largo rato, permanecía tan pálida como al saltar de la cama.

—No tiene sangre —suspiraba mi madre.

Luego me acuerdo de mi tía en su sillón, con su vestido nuevo y una cadenilla de oro colgante, el runrunear de la máquina de coser, de los retazos de tela en el suelo, del reloj que señalaba las nueve en la plaza, detrás de un telón de lluvia más pertinaz y más fluida que en días anteriores.

El tren de cercanías que silba. Más allá del mercado, el vapor blanco ha invadido el aire gris.

Un vacío. Seguramente, estuve jugando con mis eternos animalitos. Abajo, sonó varias veces la campanilla. Lo que me hizo estremecer fue una voz de hombre en la tienda, y a continuación mi madre que apareció, jadeante, por el hueco de la escalera.

—Hay un señor que pregunta por usted, tía Valérie. ¡Y mi cocina, que aún no está en orden!

—Que suba.

Mi madre echó un vistazo a su alrededor, para asegurarse de que todo estuviera en orden.

—¿Cree usted que puede ser recibido aquí?

—¡Claro que sí!

La señorita Pholien quiso levantarse y recoger los retazos de tela, pero mi tía se lo impidió.

—¡Quédese! No se trata de ningún secreto…

Pasos en la escalera. Mi tía, siempre inmóvil, de cara a la ventana, articuló como en el teatro:

—Entre usted, señor Livet.

Apareció un hombre alto y robusto, con barba rubia y abrigo con forro de piel. Aparentaba ser más alto, dada la poca altura del techo.

—Acércale una silla, Jerôme.

—¡Jerôme! —gritó mi madre desde abajo.

—¡Puede quedarse! —le dijo tía Valérie—. Siéntese, señor Livet.

Por primera vez, comprendí que mi tía era una potencia. La llegada a casa de un hombre como el señor Livet, con el cuello del abrigo de piel de nutria y una cartera de cuero bajo el brazo, era suficiente para trastornar a mi madre. Mi tía no se movió. Llenaba todo el sillón. Algunas partes de su cuerpo sobresalían de él y con una voz que me hizo el efecto de la más terrible de las amenazas, preguntó:

—¿Ha encontrado por fin la manera de vencer a esos canallas?

—Tengo que decirle…

El señor Livet abrió su cartera y sacó unos papeles. La señorita Pholien se levantó y dijo:

—Voy a arreglar la mesa.

—No es necesario… Lo que tengo que decirle, señora Bouin, es que el asunto es muy espinoso y que…

—¿Cómo, espinoso? No osará usted pretender que semejantes sinvergüenzas…

—No me refiero a ellos, sino a la ley…

Estaba turbado. Tosía. Hubiera jurado que aquel coloso temía a mi tía.

—Ante todo, si la ley fuera justa, haría tiempo que esos individuos estarían en la cárcel. A otros se ha encerrado con menos motivos. ¡Cuando pienso que recogí a esa muchacha en la calle! ¡Peor aún! Si la hubiese recogido en el arroyo, habría estado más limpia… Vivía con sus diez hermanos y hermanas en una casa en la que los cerdos no se hubieran quedado, y su padre se emborrachaba todas las noches. La alojé en mi casa y a los catorce años ni siquiera sabía leer. La mandé al colegio de las monjas. ¡A ésas se la tengo jurada! Nadie me quitará de la cabeza que ellas fueron las que le enseñaron todas esas sutilezas…

El señor Livet, que esperaba la ocasión para colocar una palabra, sacudía la cabeza, porque era preferible fingir que le daba la razón. La señorita Pholien no se atrevía a coser a máquina y aprovechaba la ocasión para hilvanar una manga, con alfileres en los labios y sin dejar de echar miradas asustadas a mi tía.

—Elise Triquet… —empezó a decir el señor Livet.

Yo había oído pronunciar este nombre en la mesa, pero sin prestar atención. Nunca había ido a Saint-Nicolas ni sabía cómo imaginarme este pueblo. Ahora ya lo conozco. Es un caserío bastante grande, cuyas granjas están alejadas unas de otras, excepto un pequeño núcleo de casas agrupadas alrededor de una iglesia con un campanario cuadrado.

—Ante todo, me gustaría que no se pronunciara ese nombre de Triquet. Elise nunca tendría que haberse llamado así. Yo no hubiera tenido que dar mi consentimiento… Lo que hice por ella no lo hubiese hecho por mi propio hijo.

—Usted ha desheredado a sus sobrinos… —intentó decir el señor Livet, que seguía con su cartera sobre las rodillas.

—¡Unos golfos, sí! Todos los Bouin son unos golfos. Mi pobre marido aún no estaba bajo tierra y ya los tenía metidos en casa como si fuera suya, y si yo les hubiese dejado se habrían llevado hasta los muebles. En el cementerio, ni uno de ellos se me acercó para darme el pésame. Y para colmo, son unos manirrotos. ¡Ah, si yo lo hubiese sabido! Tenía otro medio para no dejarles nada al morir yo… Poner mis bienes en un vitalicio.

Esta palabra fue para mí un misterio durante largo tiempo.

—Quise hacerles rabiar… Recogí a Elise… Hubiera recogido al primer mocoso encontrado en la calle. Si no hubiese tenido padres, la habría adoptado…

Miró a la señorita Pholien como para solicitar su aprobación.

—No pueden ustedes imaginarse lo que esta gente me ha hecho —prosiguió ella—. Me refiero a los Bouin, los sobrinos de mi marido, que nunca han querido considerarme como de la familia… Sepa que sus críos colgaban gatos muertos en la campanilla de mi puerta. Y lo peor es que antes embadurnaban a los pobres bichos con lo que ustedes pueden pensar, de manera que… Yo esperaba que con Elise no me sentiría tan sola en aquella casa tan grande. Durante varios años fue muy melosa. Ninguna como ella en la iglesia para regresar del banco de las comulgantes con las manos juntas y los ojos bajos. ¡Pero era una mujerzuela! Pues nadie me hará creer que cambió de repente… Tenía el vicio en la sangre y cuando conoció a Triquet empezó a corretear todas las noches, como una gata en celo.

»Y yo, tonta de mí, era la única que no me daba cuenta de nada. Me dejaba engatusar con sus zalamerías… Y tenía la desfachatez de llamarme “madrinita mía”…

Estuve a punto de soltar la carcajada al oír que alguien había podido llamar «madrinita mía» a tía Valérie.

—«Madrinita» por aquí y «madrinita» por allá… «Tengo que presentarle un joven que… un joven muy correcto, muy serio. Me moriría si usted no diera su consentimiento». He aquí, señor Livet, lo que no he querido explicarle en mi carta…

¿Entonces era esto aquel papel orillado de negro y cubierto con una letra menuda que el señor Livet tenía sobre sus rodillas, anotado con tinta roja como un cuaderno de colegial?

—Jurídicamente… —insinuó él.

Pero mi tía todavía no había acabado.

—Era traficante en aves de corral. Me dijo que él podría vivir en casa y que así tendríamos la compañía de un hombre. No es que yo tenga miedo, no… Aún no ha nacido el que me asuste a mí… Pero en el campo siempre hay necesidad de un hombre, sobre todo con los Bouin, que no cesaban de gastarme malas pasadas. Se casaron. Yo lo pagué todo. Fue después de la ceremonia cuando me explicaron que vivirían en una casita que habían alquilado cerca de la iglesia, detrás de la mía.

La pobre señorita Pholien miraba con unos ojos azorados y apostaría que descosió la manga después de haberla terminado.

—¿Dio usted a su ahijada su casa, como dote?

—La di y no la di… Para que un día no fuera a parar a manos de esos granujas de los Bouin.

—Pero usted firmó acta ante el notario. Tengo aquí la copia…

—Esto no impide que ella no tuviera ni donde caerse muerta y convinimos que el matrimonio viviría conmigo y me cuidaría hasta mi muerte… ¡Pues sí! Habría sido yo la que hubiera tenido que darles dinero… Ese gandul de Triquet se puso a despotricar en todas partes contra mí: que si era una vieja esto y lo otro, que no tardaría en diñarla y que entonces podría vender la casa —él la llamaba barraca— y pagar lo que debían por todas partes… En cuanto a ella, la muy golfa, ni siquiera me saludaba ya al salir de misa… Hay que añadir, por otra parte, que de la noche a la mañana dejó de ir…

—Pero la casa no deja de ser de su propiedad y, según la escritura notarial, usted sólo tiene derecho al usufructo.

—¿Y usted cree que esto terminará así? No, señor Livet… Si usted no es capaz de arreglar las cosas, buscaré a otro abogado. Intentaré diez procesos, si es necesario… Me quedaré sin camisa, pero esos granujas no conseguirán ni un céntimo. ¿Me comprende? ¿Y si yo le dijera que ya han hipotecado la casa y que la gente ha ido a visitarla aprovechando que yo asistía a las vísperas? Porque ellos se quedaron con una llave. Registraron todas mis cosas…

»Yo no les hablo, pero ellos me escriben. Pretenden que, puesto que se habían reservado el uso de una parte de la casa, nada les impide alquilar esta parte y que dos habitaciones son más que suficientes para una vieja como yo.

»Para hacerme rabiar, inventan reparaciones… Hacen que el albañil levante las tejas del tejado, o que saque el marco de una ventana, o bien que el carpintero se lleve una puerta con el pretexto de que hay que cambiarla. “Le vamos a armar tales corrientes de aire —dijo Triquet en el café— que acabará por diñarla”.

—La dificultad —dijo de nuevo el señor Livet— consiste en que usted hizo la donación en regla y si no puede demostrar que…

—Yo demostraré que esa gente obra de mala fe, que merece la cárcel y que…

Pegué la cara a un cristal de la ventana. En el mercado acababa de producirse un movimiento insólito. Un hombre se había detenido junto a la entrada principal y había pegado una hoja blanca en la pared de piedra. Desde lejos pude leer una cifra en grandes caracteres muy negros: 20.000. Estaba seguro de que la palabra que seguía era «francos».

Tía Valérie no había visto nada. Recuperaba el aliento con las manos cruzadas sobre el vientre, pero sin dejar al señor Livet tiempo de hablar. Con un signo, en efecto, le indicó que iba a continuar.

No sé por qué me levanté para salir del cuarto sin hacer ruido. El ambiente era tibio y gris. Abajo, encontré a mi madre en el umbral conversando con una clienta, y ambas miraban de lejos el corro que se había formado delante del cartel.

—¡Te vas a resfriar, Jerôme! Ponte el abrigo.

Yo me deslizaba ya entre los bancos del mercado, mientras la lluvia me refrescaba la cara. Me volví maquinalmente. Detrás de los cristales de la ventana vi las faldas de mi tía, y sus pies, que siempre parecían vendados. Llevaba unas zapatillas de fieltro que se veía obligada a cortar en su parte superior, pues tenía los tobillos hinchados. Cerca de ella, la señorita Pholien me seguía, con su rostro de china, con la vista.

El Gobierno ofrece una recompensa de 20 000 francos a toda persona que con sus indicaciones facilite la detención del autor del atentado de la Étoile…

Había mujeres con las manos llenas de escamas de pescado. La vendedora de quesos, con sus brazos sonrosados, estaba muy cerca de mí, y también vi a la señora Rambures, con su cara entristecida.

No sé por qué, pero de pronto me entraron ganas de llorar. La gente callaba. Parecía presa de una especie de estupor. Sentí claramente una angustia que se apoderaba de mí, invadiéndome por completo. Me pareció que la plaza, que me era tan familiar, perdía de pronto su aspecto tranquilizador. No obstante, mi madre continuaba en la puerta, con su delantal almidonado y su mata de cabello color de cáñamo. Albert no estaba en su ventana. Varios hombres gesticulaban delante del café Costard.

A pesar de que el reloj, sobre mi cabeza, señalaba las diez menos diez, había tanta oscuridad como a las cuatro de la tarde. La lluvia dibujaba arabescos.

Yo permanecía inmóvil. Notaba que mis orejas enrojecían y que tal vez estuviera a punto de resfriarme. Pero no podía irme. Miraba el cartel. Miraba todo lo que me rodeaba, sin mirar nada en particular. Me parecía que de un momento a otro la plaza podía verse invadida por los gendarmes y por los hombres con gorra que se abalanzarían para cortar los jarretes de los caballos.

¡Y mi padre que no estaba allí, que no volvería hasta el atardecer!

¿Flotaba realmente, en el aire, una sensación de angustia? ¿Acaso todo el mundo, como yo, sabía que iba a pasar algo? La plaza del mercado, las calles, la ciudad, el universo entero, adquirían ante mis ojos el mismo color duro de las cubiertas del Petit Journal Illustré, y para colmo me imaginaba a los Triquet, Elise y su marido, como unos criminales detrás de los cuales se cerraba la puerta claveteada de una prisión.

—¡Jerôme! —gritó mi madre, con la voz estridente que empleaba siempre que me llamaba.

Hice como si no la oyera. Quería quedarme allí, entre la multitud, entre las piernas de los mayores, entre las faldas de las comadres.

Muy pocos años después sería testigo de una declaración de guerra, pero mi garganta no se oprimió tanto, ni tuve, como aquella mañana en que salí del cuarto tibio, en el que la estufa de petróleo despedía reflejos rojizos, la sensación de la catástrofe.

De pronto me pareció que todo podía ocurrir, que todo era negro, áspero y perverso, que pegarían y matarían, que rodarían por el barro en un espantoso desorden.

No sé por qué extraña asociación de ideas, era mi tía Valérie la que dominaba en este desorden, la que en cierto modo lo orquestaba todo, con su ancho rostro bigotudo, su bocaza húmeda y sus ojos anegados en agua.

«¡A la cárcel con ellos… esos gandules… esos golfos…!».

Levanté la vista. Ella no se había movido y seguía hablando, mientras el señor Livet, inclinado hacia delante, escribía con sus rodillas como mesa.

Me estremecí, porque me tocaron en el hombro. Era la señorita Pholien y estuve a punto de huir.

—Tienes que entrar, Jerôme… Tu madre está inquieta. Te vas a resfriar…

Yo la miraba con ojos desafiantes.

—¡Tanto me da!

Era una estupidez, lo sé, pero hay que tener presente que extrañas rebeldías hervían en mí.

Nuestra plaza, tan segura hasta entonces, había roto sus amarras, y ya nunca más volvería a ser la misma. La señorita Pholien debió de observar que yo estaba pálido, a pesar de mis orejas carmesíes.

—Ven —insistió—. Eres demasiado impresionable…

Me había agarrado una mano y trataba de arrastrarme, pero yo me resistía. La señora Rambures se alejaba, con la cabeza gacha. Oí que la vendedora de quesos decía:

—¿No fue su hijo quien puso una bomba debajo de la cama de sus padres?

—Vamos, Jerôme… No te hagas arrastrar…

Pues yo arrastraba los pies sobre el viscoso adoquinado del mercado. No quería volver a casa. No sé qué más andaba buscando.

Recuerdo que al pasar embestí un cesto de legumbres y que la señorita Pholien se deshizo en excusas ante la vendedora. En casa había dos o tres clientes. Mi madre inclinaba la cabeza, midiendo un satén negro. Una mujer sin sombrero afirmaba:

—Estas cosas no pueden beneficiar en nada a la gente pobre…

—Ven a secarte, Jerôme… —suspiraba la señorita Pholien.

Me secó la cara y las manos, y me friccionó los cabellos con una áspera toalla de orillo rojo.

—Tanto peor para usted si lo consigue… Me buscaré un abogado… Pero esos bandidos jamás tendrán mi casa, ¿me oye?

Mi madre vio pasar ante ella el gestor y juraría que se mostraba más impresionada que ante el cartel.

Debí de subir, pues me encontré de nuevo en el cuarto, donde mi tía hablaba sola, mientras se quitaba su cadenilla de oro y la encerraba en el cajón.

Tal vez yo no hubiera llorado. Hacía ya largo tiempo que contenía el llanto. Pero mi mirada se posó en seguida en mis animalitos y los vi dispersados, volcados, la jirafa rota en dos trozos y el hipopótamo aplastado, reducido a polvo.

—¡Mis animales! —grité.

Mi tía gruñó:

—Déjanos en paz, tú y tus animales. No es el momento de…

Pero yo estaba fuera de mí, erguido como un gallito sobre sus espolones.

—¡Eres tú quien los ha roto…!

Mi tía cometió el error de mentir y yo lo noté.

—Ha sido el señor Livet, al levantarse…

—¡No es verdad! Has sido tú… Estoy seguro de que has sido tú. Lo has hecho adrede…

Gritaba tan fuerte que debían de oírme desde abajo, y sin duda mi madre estaría angustiada.

—¡Lo has hecho adrede! Si crees que no lo sé…

Estaba seguro de ello. Aún lo estoy ahora. Imaginaba a mi tía levantándose, furiosa, al final de la entrevista con el gestor y dando, para vengarse, un puntapié a mis juguetes.

Además, ella nunca había querido a mis animalitos. El día antes, los miraba con una expresión maligna.

—Jerôme… Sé bueno… —balbuceó la señorita Pholien, que no sabía dónde meterse.

—¡Lo ha hecho adrede! Es una… es una…

¿Qué palabra buscaba? El caso es que no la encontré y grité, comprendiendo perfectamente que el vértigo me hacía cometer una tontería:

—¡Es una bestia asquerosa!

Entonces, por fin, pude estallar en sollozos y rodar por el suelo, en medio de mis juguetes esparcidos por doquier.

Mi madre había asomado la cabeza y el busto por el hueco de la escalera. Se daba cuenta de toda la magnitud del desastre.

—No haga usted caso, tía. Normalmente…

Se echó a llorar también, mientras tía Valérie se hacía desabrochar el vestido de seda por la señorita Pholien. Los grupos de la plaza eran cada vez más compactos.

—Y tú, Jerôme, a la cama en seguida.

Yo contesté, entre hipos:

—Prefiero ir a acostarme que…

Creo que al pasar junto a mi tía intenté asestarle un puntapié en las piernas. Mi madre perdió la cabeza y recibí un bofetón. Casualmente, uno de sus dedos me dio en el rabillo de un ojo, que se puso muy encarnado.

—¡Vamos! Después, pedirás perdón a tu tía…

—¡No!

Tuvo que arrastrarme. Yo pataleaba. Mi madre me desnudó. Me manejaba como un muñeco. Quedó abierta la puerta entre la habitación y el cuarto.

—¡Señorita Pholien…! ¿Me hará usted el favor de bajar un momento a la tienda?

Todavía me parece ver, a través de mis lágrimas, la cabeza aún más agrandada de mi madre, también con lágrimas en los ojos, lágrimas de nerviosismo, acaso de remordimiento. Era la primera vez que me pegaba.

Después, al prepararme la cama, se dio cuenta de mi ojo enrojecido y no supo qué hacer. Mojó un pañuelo en agua fría, se inclinó sobre mí y suspiró en voz baja, para que mi tía no la oyese:

—¿Te he hecho daño?

Meneé la cabeza y cerré los ojos.

Cuando me desperté, la habitación estaba a oscuras pero entraba algo de luz por la puerta entreabierta del cuarto. La máquina de coser ronroneaba. La mesa-estufa proyectaba un destello rojo en una imagen que había en la chimenea y que representaba a la Virgen María.

Yo me sentía enorme y esponjoso, como cuando se tiene fiebre.