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—Le aseguro, tía, que arriba estará usted mejor. Además, allí tendrá el niño para distraerla…

¿Se había atrevido a mirarme, mi madre, en el momento de venderme de esta manera? Hacía ya tres días que tía Valérie gravitaba con todo su peso sobre la vida de la casa. Algunas veces, por la noche, oí a mi padre susurrar al oído de mi madre:

—¿No va a estarse nunca quieta esa vieja foca?

Porque mi tía, en su cama, se volvía súbitamente, de una sola pieza. Parecía como si fuera a levantarse, pero en seguida se dejaba caer del otro lado, después de lo cual resoplaba largo rato y algunas veces gemía.

¿Y si yo dijera que esa mujer monstruosa de setenta y cuatro años lo hacía adrede, que al no poder dormir y aburrirse sola en su cama, y en la oscuridad, exasperada al sentirnos a los tres sumidos en la tibieza del sueño, detrás de un ligero tabique, reunía toda su fuerza para incorporarse y dejarse caer de nuevo?

—¡Por Dios, Jerôme! —suspiraba mi madre—. Siempre piensas mal de la gente…

Pero ¿acaso no intentaba ella desembarazarse de tía Valérie haciéndomela subir al cuarto? Me parece oír lo que ella contestaría: «Era a causa de la tienda…».

¡Y a causa también de aquella casa vieja e incómoda, no cabe duda! La cocina era demasiado pequeña. Cuando el fogón estaba encendido, incluso en pleno invierno, el calor subía, subía, y el vaho de la sopa hacía chorrear las paredes. Entonces era necesario abrir la puerta de la tienda. Cuando los primeros días tía Valérie se sentaba en el sillón de mimbre de mi padre, de pronto se oía crujir el sillón: era mi tía que se levantaba trabajosamente, siempre cuando había más gente en la tienda. Su mole se ponía en movimiento lanzando suspiros y, como una torre, iba a plantarse cerca de uno de los mostradores, con lo que mi madre no sabía qué decir.

—Le subiremos el sillón, tía Valérie…

Pero no se trataba de mi tía, sino de la de mi padre.

—Verá qué calentita estará cerca del tubo de la estufa…

Usurpaban mi sitio predilecto, pero aún no era bastante. Apenas transcurrida una hora, mi tía bajaba, jadeante, la escalera de caracol y manifestaba a mi madre:

—¡Si crees que voy a helarme todo el día, pegada a un tubo de estufa…!

Aquella noche, mi padre recorrió la ciudad y regresó con un utensilio que yo desconocía y que me alegraría sobremanera. Creo saber ahora que lo llamaban «mesa estufa» y consistía en una gran lámpara de petróleo coronada por un cajón de lata para conservar el calor. Alrededor de esta lámpara había una plancha de mica roja a través de la cual veíase temblar la llama y que proyectaba cálidos reflejos en el suelo.

Se subió de nuevo el sillón de mimbre que habían bajado antes. Sentado en el suelo, más o menos en mi lugar preferido, tuve siempre a menos de un metro las faldas negras de tía Valérie y sus zapatillas.

La lluvia persistía y todas las mañanas, al despertarme, mi primera preocupación era asegurarme de que seguía cayendo. Encima de mi ventana había una plancha de cinc, de unos treinta centímetros de anchura, que se extendía a lo largo de la fachada para proteger el toldo de franjas rojas que se desplegaban en verano. Sobre este cinc, las gotas se entregaban a un juego endiablado, siempre diferente. Al aplastarse, formaban un dibujo complicado, vivo, como una especie de mapa en movimiento. Yo siempre esperaba ver lo que resultaría de este dibujo si tenía la posibilidad de llegar hasta el fin de su vida. Daba la impresión de que también él abrigaba esta esperanza, porque se agitaba con gran rapidez, pero, apenas empezada su evolución, llegaba otra gota y otro dibujo borraba y destruía el primero.

—Creo que tu hijo es un poco tonto.

¿Osaría decir mi madre que tía Valérie no dijo esto un día que yo estaba en el excusado, en el corredor que conduce al Patio de los Oficios, y que, según tenía por costumbre, había dejado la puerta abierta? Mi madre contestó:

—Es de constitución delicada…

Me pregunto también si negaría haberle dicho una noche a mi padre:

—¡Es terrible! Desde que tu tía está aquí, ya no se puede ir al retrete, de tan mal como huele…

Yo sé por qué insisto. Tengo toda la razón, pero, como entonces no tenía más de siete años, se pretenderá que me había forjado ideas o que exagero la realidad.

Ahora bien, tengo una prueba de que yo no me equivocaba y mi madre sí. ¿Quién podía conocer el mercado mejor que yo, que durante horas y horas, todas las mañanas, permanecía en mi ventana, observando no sólo las gotas de agua movedizas en el cinc, sino también las menores idas y venidas de la gente?

Había un individuo, llamado Baptiste, al que todo el mundo conocía, pues él era el que, con su talonario en la mano, hacía pagar el impuesto municipal a los vendedores. Llevaba además una guerrera y un quepis que recordaba el de los agentes de policía. En verano llevaba un pantalón de tela parda, tan ancho y tan flojo que hacía pensar en las patas traseras de un elefante.

Baptiste era macizo y sanguíneo, con una perenne sonrisa húmeda en los labios. Le veía pasar de una vendedora a otra y adivinaba que se gastaba unas bromas subidas de tono.

Delante de mi ventana, exactamente, había una mujer que tenía parada de quesos y que llevaba siempre un delantal blanco; una comadre gorda, frescachona, con unos brazos rollizos y con hoyuelos, de un atractivo color rosado.

Baptiste se la reservaba para el final. Le dirigía frecuentes ojeadas antes de llegar delante de ella y yo me sentía turbado. Cuando estaba cerca de ella, su risa era cada vez menos natural y siempre encontraba la manera de tocarle los hombros o de cogerla por el codo. Se entretenía allí y ella se reía, buscando cambio en la bolsa colgada debajo de su delantal.

Cuando por fin Baptiste se alejaba, más rojo que de costumbre, lo hacía siempre con una mano hundida en el bolsillo del pantalón.

Pues bien, yo sabía que esto era una cochinada. No daba a la palabra cochinada un significado preciso, pero ello no impide que, al cabo de diez años, comprendiera de pronto, y reencontré mis antiguas impresiones cuando a Baptiste le metieron en la cárcel. Había atentado contra el pudor en la persona de una niña de doce años, hija de una sirvienta con la que él vivía en concubinato.

—Es un enfermo… —debió de suspirar mi madre, bajando la cabeza.

Enfermo o no, fui yo quien a los siete años presintió la verdad.

De la misma manera, a los tres días de estar entre nosotros, adiviné el odio de tía Valérie. Casi podría precisar de qué clase de odio se trataba.

Vuelvo a verla en su sillón de mimbre, o, mejor dicho, en el sillón de mimbre de mi padre, que en adelante tuvo que pasarse sin él. No hacía nada en todo el día.

—¿No quiere hacer labor, tía Valérie?

—Gracias, hija mía. No he hecho labor en mi vida y no voy a empezar precisamente a mi edad…

—Entonces, ¿qué quiere hacer? ¿Quiere que Jerôme vaya a buscarle un libro en la biblioteca popular?

Sacudía la cabeza. ¡No! No quería hacer nada y seguía allí, hundida en ella misma, con agua en aquellos ojos donde nadaban las lentejas ponzoñosas de sus pupilas.

No miraba afuera. No se interesaba por el movimiento del mercado. Era a mí a quien miraba. No me perdonaba que estuviera sentado en el suelo en medio de mis animalitos y de mis muebles en miniatura; no me perdonaba que pasara largos ratos contemplando nacer y renacer un dibujo sobre una plancha de cinc; no me perdonaba que…

Entre dos compradoras mi madre subía corriendo, siempre lozana, siempre con uno de aquellos delantales a cuadros pequeños que parecían poner alas en sus hombros.

—¿No necesita nada, tía Valérie? ¿Se porta bien el niño?

Fue precisamente aquella mañana cuando se habló de la abuela de Albert. Casi todos los días, a la misma hora, la veía salir por la puerta contigua a la tienda de granos y semillas. A menudo había pensado que, cuando ella salía, Albert se quedaba solo y esto me inquietaba un poco, pues por nada del mundo mis padres me habrían dejado solo en casa.

La señora Rambures, se llamaba. Era alta y flaca, con la tez de color gris, y enguantada del mismo color. Llamaba la atención sobre todo porque era la única que iba elegantemente vestida al mercado, con sombrero, un velillo malva y un bolso de malla con cierre de plata.

Mi tía, que no miraba nada, no había dejado de fijarse en ella y yo lo comprendía, sin explicármelo, que así debía ser.

—¿Quién es esa mujer que hace tantos remilgos?

La señora Rambures no hacía remilgos. Era muy digna, como si llevara medio luto. Es verdad que se levantaba meticulosamente la falda para pasar por encima de los restos de coles o por los charcos fangosos, y también que procuraba no rozar las paradas. Evitaba asimismo contestar a las comadres que la interpelaban y daba dos veces la vuelta al mercado para comprar muy poca cosa.

—Es una desgraciada —suspiró mi madre—. Un día se lo contaré detalladamente… Su marido tenía una buena posición… Estaba, creo, en Intendencia… Su hijo es un golfo… Ha…

Bajó la voz, como si yo no debiera oírla.

—Ha estado dos veces en la cárcel. Ella ha recogido a su nieto, que está tuberculoso… Viven casi de nada, en un pisito de dos habitaciones.

Dos palabras llamaron mi atención: cárcel y tuberculoso. Busqué a Albert con los ojos y le vi sentado en su sillita, hojeando un libro de estampas. ¿Se debía a que estaba tuberculoso que tuviera ese aspecto de niña? ¿Y por qué no le cortaban los largos cabellos rizados que hacían reír a la gente cuando salía a la calle? ¿Por qué lo vestían de una manera tan extraña? Aquel día, por ejemplo, llevaba su traje de terciopelo, un traje de marinero como los que yo había llevado antes de tener el de cazador. Pero, en vez de un cuello de piqué, llevaba uno de reps blanco, ancho y con encajes.

Tía Valérie lo examinó y no dijo nada. Debía de agradarle saber que aquél, por lo menos, estaba enfermo. Después sonó la campanilla de la tienda. Mi madre desapareció por la escalera. Oí la voz de una pescadera que venía a menudo y que suspiraba:

—Me pregunto qué será de nosotros con todas estas huelgas…

Interrogué a mi tía.

—¿Qué es una huelga?

—Es cuando los obreros no quieren trabajar.

—¿Y qué hacen entonces?

—Se pelean con los gendarmes y cortan a navajazos los jarretes de los caballos…

Mi tía era feroz. Sus ojillos anegados en agua me miraban fijamente.

—Si esto continúa, seguro que estallará la revolución.

Entonces fue cuando adiviné su odio. Me detestaba, pero no como una persona mayor puede detestar a alguien, sino como me habría detestado un compañero celoso. ¿Por qué, pues, yo seguí preguntando?

—¿Quién es Ferrer?

—Un anarquista.

—¿Y qué es un anarquista?

—Uno que quiere hacer la revolución y que tira bombas…

Necesitaba horas para digerir todo esto, tal vez días, e instantáneamente olvidé a tía Valérie, me sumí en la contemplación de la lluvia, de la plancha de cinc, del mercado y del reloj de color lechoso como un ojo enorme, pero todo esto ya no era sino una especie de filigrana a través de la cual yo perseguía imágenes más o menos claras: Albert, que estaba tuberculoso y cuyo padre había estado en la cárcel; los anarquistas, Ferrer, los obreros que cortaban los jarretes de los caballos…

Así conseguía yo largas ausencias, hasta que me despertaba sobresaltado. Esta vez fue la voz de mi tía la que me sacó de mis ensueños. Como la vendedora de quesos, había metido la mano bajo la falda y buscaba unos céntimos.

—Toma. Ve a comprar ese diario que está leyendo la gente…

Miré hacia la plaza y, alrededor del quiosco, vi a varias personas que se pasaban entre ellas periódicos ilustrados. Bajé corriendo.

—¿A dónde vas? —preguntó mi madre, inquieta.

—A comprar el periódico para tía Valérie.

Creo recordar que era Le Petit Journal Illustré. En la cubierta en colores había una cabeza de hombre con el cabello muy corto, bigote y ojos sombríos. «El anarquista Ferrer».

En la última página había otra imagen en colores que representaba una especie de patio, un muro, un hombre de pie, con los ojos vendados, y un piquete de soldados que apuntaban con sus fusiles. «La ejecución de Ferrer».

Me sentí violentamente impresionado. Levanté la vista; Albert me miraba, con la nariz aplastada contra el cristal. Sentí que me envidiaba, acaso porque yo estaba en la calle con la cabeza descubierta bajo la lluvia, o porque tenía en las manos un periódico ilustrado.

—¡Uno menos! —concluyó con satisfacción mi tía, un poco más tarde—. Ve a buscarme los lentes. Cuando llegue Le Petit Parisien no te olvides de bajar a comprarlo.

Yo no sé cómo se las arreglaba mi madre. Cuando yo bajaba, a las siete y media de la mañana, la cocina y la tienda estaban ya limpias y el café humeaba, y la mesa estaba preparada. ¿Mediante qué milagro podía efectuar todas las compras sin perder de vista su mostrador? ¿Cuándo pelaba las patatas y ponía a calentar la sopa?

El caso es que siempre iba limpia, como si saliera de un estuche, como decía mi padre. Además, planchaba la ropa, zurcía mis calcetines y cosía ciertas prendas de vestir.

—Pregúntale a tu madre cuándo comeremos…

La mole de tía Valérie se ponía en movimiento y necesitaba dos buenos minutos para cruzar el estrecho intestino de la escalera.

—¿Adónde ha ido hoy tu marido?

—A Port-en-Bessin… Volverá tarde.

—En resumen, que tú no lo ves nunca.

—Sólo por la noche… El comercio así lo exige.

También a causa del comercio iba yo muy poco a la escuela y no recuerdo haber salido nunca de paseo con mi madre, pues los domingos la tienda estaba también abierta.

En las primeras horas de la tarde no ocurrió nada de particular. Tía Valérie dormitaba en su sillón y la penumbra invadía el cuarto. Dos hombres cubiertos con chubasqueros, como marineros, limpiaban la plaza del mercado con grandes chorros de agua, y a partir de las tres pasaba el farolero.

No me era posible ver el interior del café Costard a causa de los cristales esmerilados, pero distinguía sombras que se movían dentro. Me pareció que aquel día había más gente que de costumbre. La puerta se abría de vez en cuando. Un obrero miraba a la calle como si esperase algo. Comprendí lo que era cuando llegó el vendedor de diarios, al que aquel hombre le compró todo un fajo, y al cabo de un rato percibí el alboroto de las discusiones en el café.

—¡Le Petit Parisien! —me recordó mi tía, que pareció despertarse sobresaltada.

Corrí a comprarlo. Me ordenó:

—Enciende la luz.

—Mamá no quiere…

Porque para encender el gas había que subirse a un taburete.

—Pues dile que venga ella a encenderla…

En la tienda había gente, pero mi madre vino con el pensamiento puesto en otras cosas. Ni nos miró.

¡Siempre el comercio! Yo volví a mi ventana. Vi a un agente de policía que se paseaba delante del café Costard.

—¿Sabes leer? —preguntó mi tía.

—Sí.

—Pues lee. Lee eso…

—Las huel-gas del nor-te to-man un ca-rác-ter…

—¿No puedes leer más de prisa?

—… ca-rác-ter a-lar-man-te. El mi-nis-tro del In-te…

—¡Interior! —gritó ella con impaciencia.

—In-te-rior se ha tras-la-da-do a la zo-na mi-ne-ra. Los gen… los gen…

Mi bigotuda tía me miraba como una gran araña debe de mirar a una mosca enredada en su tela.

—¡… darmes!

—… dar-mes han car-ga-do con-tra los ma-ni-fes-tan-tes.

Levanté la cabeza y pregunté qué quería decir eso.

—Que han echado los caballos contra los manifestantes. Continúa. Vas a ver…

—Ha ha-bi-do do-ce muer-tos y…

—¡Cuarenta heridos! —terminó ella con diabólica satisfacción.

Yo seguía sentado en el suelo entre mis juguetes, con el diario sobre las rodillas y la ventana detrás de mí, azulada, salpicada de pequeñas gotas que parecían estrellas, y mi tía, sentada en su sillón, era proporcionalmente como un monumento.

—¿Y qué te había dicho yo? Si leyeras más de prisa sabrías que en Saint-Étienne los huelguistas han desfilado por las calles durante doce horas.

Volví la cabeza hacia la calle. Me imaginaba ver obreros con gorra y ropas oscuras pasando, sin interrupción, por debajo de nuestras ventanas, y gendarmes a caballo, navajas…

—Aquí no hay huelga —murmuré.

—Porque no hay fábricas, aparte la de quesos… Pero si llega la revolución, también vendrán aquí.

Juro que ya entonces adiviné el juego, tal como había adivinado que Baptiste era hombre capaz de hacer cochinadas. Seguramente, ella tenía más miedo que yo de la revolución, pero se divertía asustándome. Le irritaba mi placidez, mis prolongados ensueños, y acababa de descubrir la manera de turbarme.

—¿Matarán a todo el mundo?

—A todos los que puedan…

—¿A mi padre también?

—Antes que a otros, porque es un comerciante…

Entonces quise vengarme.

—¿Y a usted también la matarán, tía?

Ahora jugaba yo. También yo me cargaba de odio. Y, no sé cómo, se me ocurrió decirle:

—¡Le hundirán una bayoneta en el vientre!

La idea de una bayoneta hundiéndose en el vientre enorme y fofo de tía Valérie y de todo lo que saldría de él…

—¡Podrías ser más respetuoso! —gruñó ella arrancando el diario de mis manos.

Pero yo ya había perdido el miedo. ¡Peor para ella!

—Si le abren el vientre, sus tripas llenarán el cuarto…

—¿Quieres callarte, impertinente?

—Se lo llenarán de paja y después coserán la piel…

Lloraba de tanto reírme, de nerviosismo. Tenía hipo. Estaba dispuesto a inventar cualquier cosa, a decir los mayores disparates, y apenas osaba mirar afuera. Me parecía ver los caballos —sobre todo los caballos—, los gendarmes con casco, los sables desenvainados y los hombres de ropas oscuras corriendo, deslizándose, agachándose, cortando los jarretes a navajazos…

—Me pregunto qué clase de educación te han dado tus padres…

Después se calló, rumiando su cólera, esforzándose en leer el diario con sus ojos viscosos. En cuanto a mí, la fiebre me bajó de pronto como la leche al reventar su capa de nata. Cuando miré afuera, el agente de policía se levantaba sobre la punta de los pies para ver por encima de los cristales esmerilados del café Costard. Por el tubo de la estufa me llegó la voz apacible de mi madre, que decía a una cliente:

—Lo bueno siempre resulta barato. La confección no es más cara y dura mucho más.

Debía de estar midiendo, extendiendo los brazos, metro tras metro. Había un metro grabado en el borde del mostrador. Desenrollaba las piezas. Después, un pequeño corte con un tijeretazo y la tela se rasgaba con un rechinamiento prolongado.

—¿Es todo lo que desea? ¿No necesita delantales para los niños? Acabo de recibir delantales a muy buen precio y en todas las tallas…

Pero no. Seguramente, la compradora no podía gastar mucho. Para mí, las compradoras serán siempre mujeres sin sombrero, casi siempre vestidas de negro y con un mantón de lana sobre los hombros, con niños agarrados a sus faldas y rezongando:

—¿Quieres estarte quieto? Se lo diré a tu padre…

Un monedero en la mano… Unos ojos graves…

—¿Cuánto vale?

—Sesenta céntimos el metro, en ochenta de ancho…

Labios que se mueven en silencio durante un largo cálculo mental.

—¿No tiene algo más barato?

Había visto algunas que decían, farfullando:

—Consultaré con mi marido…

¿Por qué todo eso me hacía pensar en la señora Rambures comprando en el mercado, tan digna, tan triste, sin osar responder a los pregones de las vendedoras? También ella debía contar. Mi madre lo había dicho: casi no tenían dinero. Por consiguiente, eran pobres. Y mientras andaba alrededor de las paradas debía calcular, buscar lo más barato pero que pudiera dar más fuerzas a Albert.

—¡Tienes que cobrar fuerzas! —repetía mi madre cuando yo no comía—. Si no, te volverás tuberculoso…

¿Y Albert, que ya lo era?

Vi a la señora Rambures. Estaba sentada no lejos de la ventana. Sólo la divisaba hasta la cintura y tenía Le Petit Parisien sobre las rodillas. A su lado Albert bebía algo humeante, sin duda café con leche o chocolate, y a veces distinguía el movimiento de sus labios al hablar.

Yo sabía perfectamente por qué no salía los jueves como los otros chiquillos.

—Cuando se tiene un comercio…

Por otra parte, mi madre no quería que yo saliera a jugar en la calle con los golfillos.

¿Albert no salía porque estaba tuberculoso? ¿Lo sabía él? ¿Sabía que su padre había estado en la cárcel?

Tía Valérie exhaló un suspiro y bajó sin tan sólo mirarme. Era su hora. Iba al excusado. Después no subiría, y mi madre se la encontraría súbitamente en la tienda, con una cara a propósito para ahuyentar a la clientela.

Antes, mis padres podían hablar sin que yo fuera un obstáculo. Subían detrás de mí, después nos separaba un tabique y, si yo percibía un murmullo, no me era posible comprender nada.

Ahora, era imposible. Después de cenar, tía Valérie se quedaba abajo hasta última hora. Como yo dormía ahora en la habitación de mis padres, oía todo lo que cuchicheaban.

—Está allí, al lado de la estufa, y ni siquiera es capaz de apartar la cazuela del fuego o de avisarme cuando la comida se quema —había dicho mi madre—. Ni por todo el oro del mundo pelaría una patata…

Mi madre podrá decir lo que quiera, pero estoy seguro de haber oído a mi padre suspirar:

—Tiene setenta y cuatro años y es diabética…

Y después:

—No nos vendría mal una casa de campo…

Lo que más me costó comprender fue la historia de los Bouin y de aquella famosa casa de Saint-Nicolas, porque mi tía sólo hablaba de ella por la noche, en la cocina, cuando yo estaba acostado.

No hace mucho, al recordar a mi madre lo que yo había oído al respecto, ella protestó:

—¡Exageras, Jerôme! Es curioso que siempre veas mal en todo…

Sin embargo, ella se quedó sin la casa y era yo quien tenía razón, como con Baptiste, y con lo que sucedió, mucho más grave, poco después.

Aquello —no encuentro palabra mejor— empezó el atardecer de los diarios, el atardecer del vientre abierto a bayonetazos, el atardecer, en fin, en que tía Valérie y yo nos peleamos como dos chicuelos de la calle, hasta el punto de que si ella hubiese podido habría rodado por el suelo conmigo y nos habríamos mordido y arañado.

Ella me odiaba. Yo la detestaba. Pensaba en ello todavía mientras ella estaba abajo. Y, mientras miraba la calle, me complacía imaginándome su gran mole encajonada en nuestro retrete, que era muy estrecho.

¿Se lavaba? En un rincón del cuarto, detrás de una cortina de cretona, le habían instalado una mesita con un jarro y una palangana, y debajo un cubo con tapadera para el agua sucia. Pero lo curioso era que cuando mi madre atravesaba el cuarto a las seis de la mañana, para ir a encender el fuego, mi tía ya estaba vestida y en el fondo de la palangana apenas había un poco de agua jabonosa. Era mi madre la que luego tenía que vaciarla. Tía Valérie no hacía nada. En su vida, jamás había metido nunca las manos en agua sucia.

Trabajaba en la oficina de correos cuando se casó con Bouin, empleado del registro civil. Bouin era natural de Saint-Nicolas y procedía de una familia de granjeros. Los dos fueron destinados a Caen y durante treinta años no dejaron de trabajar, cada uno por su lado. Más tarde supe que habían tenido un hijo que nació muerto. ¿Qué se podía esperar de mi tía?

—Esto es lo que agrió a la pobre tía —osó decirme mi madre un día—. Sin contar lo que significa para una mujer el tener que trabajar toda su vida en una oficina…

¿Y mi madre, pues, con su comercio…?

Me imagino a los Bouin jubilándose a la vez, instalándose en la casa comprada en Saint-Nicolas con sus ahorros, y viviendo en ella con las dos pensiones reunidas.

Los otros Bouin, los que se habían quedado en el país, no tenían noticia de ellos. La pareja no se relacionaba con nadie. Me parece verlos en su huerto, y en invierno en la planta baja, contemplando caer la lluvia sobre el jardín desnudo.

Luego murió Bouin…

Entonces fue cuando tía Valérie empezó su verdadera vida, con una visita al cementerio todos los domingos, antes de desplomarse sobre nuestra casa.

—Es más digna de compasión que de censura…

¡Otra frase de mi madre! Singular mujer, en verdad, con su tez rosada, su cabeza voluminosa, su rulo de cabellos color de cáñamo y su moño, su cuerpo regordete dividido en dos, como un diábolo, por el ancho cinturón de charol.

—¡Jerôme! ¡Jerôme! Ve a ayudar a tu padre…

Yo no había oído la trompeta. Era duro trabajo, al anochecer, volver a entrar las mercancías, seleccionarlas y separar las piezas mojadas o arrugadas que mi madre, antes de cenar, planchaba para el día siguiente. El Patio de los Oficios no estaba iluminado. Urbain regresaba siempre borracho, pero ya no se le notaba. En casa él más bien formaba parte del establo, donde dormía, y la idea de que pudiera comer en la mesa, como un ser humano, no se le acudía a nadie.

Poco antes de la hora de cenar entraba en la cocina —dejando los zuecos en la puerta— y tendía una especie de gamella, en la que le mezclaban todo: la sopa, la carne y las legumbres. Él lo quería así. Incluso el pescado. Después, desaparecía en su antro.

—¿Sigue bien tía Valérie? —preguntó mi padre, pasándome piezas de algodón con estampado de florecillas.

—Ha dicho que esto es la revolución…

—¿Cómo lo sabe?

—Viene en el periódico.

Una linterna de establo era lo único que iluminaba a mi padre. Vi cómo fruncía las cejas.

—¿Lo dice ya el periódico?

Después, mientras buscaba en el carruaje:

—No es posible…

Yo llevaba las mercancías a la cocina. Las clasificarían más tarde. Mi padre colgaba su chubasquero en la percha del comedor y aspiraba con fuerza, husmeando acaso el olor de mi tía.

Mi madre todavía estaba en la tienda. Enrollaba las piezas desdobladas durante la tarde, pero salió al encuentro de mi padre en la cocina.

—¿Qué te pasa, André?

Tía Valérie esperaba con ferocidad que nos sentáramos a la mesa, pues al parecer la hora de nuestras comidas no coincidía con sus costumbres.

Mi padre bajó la voz.

—En París, han arrojado una bomba cuando pasaban el presidente de la República y el rey de Rumania. Han salido ilesos, pero un guardia nacional ha muerto. Su caballo ha volado literalmente por los aires. Han sido advertidas por teléfono todas las gendarmerías…

Yo estaba ya sentado en mi lugar, ante el hule que nos servía de mantel, para no ensuciar tanta ropa, ¡a causa del comercio!

Los ojos glaucos de mi tía se volvieron lentamente hacia mí, brillando con una alegría maligna, como si quisiera decirme: «¿Qué había pronosticado yo?».

No obstante, mi madre, designándome con un movimiento de la barbilla, dijo con rapidez, dirigiéndose a mi padre:

—Después nos contarás todo eso.

Pero ya era demasiado tarde.