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Estaba sentado en el suelo, cerca de la ventana en forma de media luna, en medio de mis pequeños muebles y de mis animalitos. Mi espalda casi tocaba el enorme tubo de estufa que, procedente de la tienda y atravesando el entarimado, se perdía en el techo después de haber calentado la habitación. Era divertido porque, cuando abajo el fuego no ronroneaba, el tubo conducía el sonido y yo oía claramente todo lo que se hablaba.

Llovía negro. Mi madre pretende que la expresión es mía. Incluso afirma que la empleaba cuando aún me llevaban en brazos. Pero en lo tocante a recuerdos no hay que fiarse mucho de mi madre. Rara vez estamos de acuerdo en este aspecto. Sus recuerdos son dulzones y descoloridos como las estampas religiosas bordeadas de encaje de papel que se meten en los misales.

Si le recuerdo algo de nuestro pasado común, se azora y se indigna.

—¡Por Dios, Jerôme! ¿Cómo puedes decir estas cosas? ¡Todo lo ves feo! Además, eras demasiado pequeño. Es absolutamente imposible que lo recuerdes bien…

Entonces, si no se trata de uno de mis días benignos, me divierto con un juego cruel.

—¿Te acuerdas de cierto sábado por la noche, cuando yo tenía cinco años?

—¿Qué sábado por la noche? ¿Qué vas a sacar a relucir, ahora?

—Aquella vez que yo estaba en el baño cuando volvió papá y…

Ella se sonroja, vuelve la cabeza. Después, en seguida, me lanza una ojeada furtiva.

—Te aseguro que son imaginaciones tuyas.

Yo tengo razón. Mis recuerdos de infancia, incluidos los de mi primera infancia, por ejemplo cuando tenía tres años, son de una nitidez cruel y, después de tanto tiempo, todavía noto los olores y oigo el sonido de las voces, su extraña resonancia, entre otras, en la escalera de caracol que comunicaba la habitación donde yo me encontraba con la tienda, situada exactamente debajo.

Si yo hablara a mi madre de la llegada de mi tía Valérie a nuestra casa, juraría que lo invento o, por lo menos, que exagero, y creo que en parte lo diría de buena fe.

Sin embargo…

Llover negro, en todo caso, sigue siendo para mí algo muy especial, algo íntimamente vinculado a nuestra pequeña ciudad normanda, con la plaza del mercado en la que vivíamos, con determinada época del año, e incluso con ciertas horas del día.

Y no me refiero a las abundantes lluvias tormentosas que, detrás de los cristales de mi ventana en forma de media luna, yo veía caer en grandes gotas claras que crepitaban en el alero de cinc y en los adoquines de la plaza, ni tampoco a la niebla lluviosa del pálido invierno.

Cuando llovía negro, la habitación baja de techo se hacía sombría y todo su fondo, hacia el tabique que la separaba del cuarto de mis padres, quedaba como afelpado por la penumbra.

Desde mi sitio, apenas podía ver el cielo. Todos los caserones de la plaza, en medio de la cual se alzaba el mercado con su tejado de pizarra, habían sido edificados a la vez, bajo un mismo modelo. Las ventanas de la planta baja, donde sólo había tiendas, eran muy altas y terminaban en arco. Más tarde, las dividieron en dos en el sentido de la altura al añadir un entarimado que formaba un entresuelo. Éste recibía la luz por una media luna a ras del piso de madera.

Allí me encontraba yo, en medio de mis juguetes, y la luz, más bien que del cielo, procedía de los reflejos del pavimento mojado. Casi todas las tiendas, como la nuestra, se iluminaban. Alguna vez oía el timbre de la farmacia o la campanilla de mi casa. El crepúsculo duraba horas, poblado por siluetas que pasaban de prisa, por paraguas brillantes, por zuecos que castañeteaban presurosos; en el café Costard el humo se espesaba, y abajo, en la tienda, la voz dulzona de mi madre, de mi madre que siempre temía no ser lo suficientemente cortés, murmuraba:

—Se lo aseguro, señora. Le garantizo el color… Es un artículo que vendemos desde hace años, y nunca hemos tenido una queja…

¿Llovía, verdaderamente? La lluvia fluía más bien como un río, con un movimiento suave y regular. Después, cuando la oscuridad era total, mi madre gritaba, al pie de la escalera de caracol:

—¡Jerôme! Ya es hora de bajar…

Para no tener que encender varios mecheros. ¿Cómo no comprende que el menor cambio en los ritos diarios tenía que grabarse fatalmente en mi memoria? Por eso me acuerdo de las dos semanas durante las cuales el reloj del mercado quedó parado en las nueve y diez, así como del hombrecillo barbudo que se pasó un día entero en lo alto de una escalera de bombero, para repararlo.

Por lo que se refiere a mi tía Valérie, todo es todavía más claro, pues entonces yo tenía siete años y, si no estaba en la escuela, era porque se hablaba de una epidemia de escarlatina, y mi madre temía más a las epidemias que a cualquier otro inconveniente.

Primero se oyó detrás de nuestra casa, en el llamado Patio de los Oficios, un toque agudo de corneta. Indicaba el regreso de mi padre con su carruaje y los dos caballos. Por así decirlo, yo nunca había visto a mi padre por la mañana, porque salía mucho antes de amanecer. A veces iba lejos, a cuatro o cinco leguas de casa, según las ferias en las que, a las ocho de la mañana, su mercancía ya estaba dispuesta sobre sus mesas desmontables. Otras veces se trasladaba a algún pueblo cercano y volvía más temprano.

Tal fue el caso aquel día. Yo debía de estar embotado por el calor y por mi lluvia negra, pues no me levanté como solía hacer; no fui al cuarto de mis padres para mirar desde la ventana el gran carruaje negro, de cuatro ruedas, en el que se había pintado con letras amarillas: «André Lecoeur — Tejidos y confecciones — Casa de confianza».

Los caballos se llamaban Café y Calvados, respectivamente. El viejo que los cuidaba, que acompañaba a mi padre a las ferias y dormía sobre el establo, se llamaba Urbain.

Lo que aquel día me hizo levantar la cabeza fue oír que mi padre empujaba la puerta de detrás antes de entrar primero las mercancías, mientras Urbain desenganchaba los animales. En la tienda había alguien. Mi padre esperó, sin duda calentándose las manos sobre la estufa. Después la campanilla tintineó al mismo tiempo que mi madre decía: «Buenas noches, señora, no se moleste usted…».

—Tengo que hablarte —dijo entonces mi padre—. Sería mejor que llames a la señorita Pholien…

¿Por qué he conservado de este día un recuerdo dramático? Muy a menudo había que llamar a la señorita Pholien, y resultaba divertido. Mi madre subía a la habitación que yo ocupaba y a la que denominábamos simplemente «el cuarto». Cogía una palmatoria que había sobre la chimenea y con ella golpeaba la pared. Era necesario golpear varias veces. Finalmente, se oía cesar el murmullo de una máquina de coser, pues la señorita Pholien era costurera.

—¿Quiere usted venir a vigilar la tienda, señorita Pholien?

Era curioso ver a mi madre, siempre tan mesurada, gritar a voz en cuello estas palabras, contemplando la pared, revestida con un papel pintado con dibujos de loros. Lo era también oír, como si saliera de una caverna, otra voz que contestaba:

—¡Voy en seguida, señora Lecoeur!

Mi padre no se había quitado su chubasquero de hule. En su bigote rubio temblaban gotitas de agua y con aire distraído me concedió un «Hola, hijo…».

Abrió la puerta de su habitación. Oí mejor el ruido de los cascos de los caballos que desenganchaban. Abajo, mi madre decía a la señorita Pholien:

—Siento molestarla otra vez. No sé cómo me las arreglaría sin usted…

Después subió. Su cabeza fue la primera en salir del agujero en el suelo, con el gran rulo de cabellos muy rubios que le coronaba la frente, y el moño en equilibrio, siguiendo luego el corpiño curvado y de pronto estrangulado por el ancho cinturón de charol que daba la sensación de cortar a mi madre en dos.

Inquieta, miró a mi padre y después a mí, y comprendí que se preguntaba si yo podía asistir a la entrevista.

—¡He visto a tía Valérie! —anunció mi padre, que inspeccionaba nuestras dos habitaciones como si previera cambios.

—¿Qué te ha dicho?

—Casi no puede andar… La mujer que le limpiaba la casa la ha dejado después de contarle no sé qué historia… He propuesto a mi tía que se venga a vivir con nosotros…

Pobre madre, con su cara asustada, la boca abierta por el estupor y el espanto, y que sólo dejó escapar un débil: «¿Aquí?».

Mi padre se había quitado por fin el chubasquero de hule y los zapatos claveteados. Entró en su habitación para encender el mechero de gas.

—Te lo explicaré… Está decidida a recuperar su casa. Si es necesario, intentará un proceso… ¿Comprendes lo que esto significa? El niño dormirá con nosotros, y en el cuarto instalaremos una cama para tía Valérie…

—No tenemos cama…

—He comprado una en una subasta… Urbain la subirá.

—¿Y cuándo llega tía Valérie?

—Mañana…

La puerta de la habitación se cerró y sólo oí ya un murmullo. Miré fuera. Recuerdo que en aquel momento, en la segunda casa a la izquierda de la hilera perpendicular a la nuestra, vi a Albert, que me observaba con el rostro pegado al cristal.

No nos habíamos hablado nunca. Debía de tener aproximadamente mi edad, pero era difícil precisarlo, porque todavía llevaba el cabello largo como una niña y no lo vestían como a los otros niños.

Ocupaba con su abuela un cuarto exactamente igual que el mío, encima de la tienda del comerciante de granos y semillas, con idéntica ventana en forma de media luna, de modo que, si bien veía a Albert de cuerpo entero, de su abuela sólo conocía la mitad inferior.

—¡Es necesario encontrarlo! —gritó de pronto mi padre.

La puerta se abrió. Mi madre lloraba de nerviosismo, cosa que le sucedía a menudo. Era muy bajita, rechoncha, y su mata de cabello le agrandaba la cabeza. Su tez era muy blanca y sus ojos, azules.

—Miraré en el desván —dijo ella—. ¿Tienes cerillas?

Encendió una vela y la vi subir hacia el techo por aquella rara escalera en espiral, y empujar con los hombros una trampa, por la que desapareció. Entretanto, mi padre contemplaba las dos habitaciones con ojo crítico y después, encogiéndose de hombros, comenzó a desmontar mi cama de barrotes, que no pasaba por la puerta. Mi madre caminaba encima de nuestra cabeza, removiendo cajas y objetos pesados. Oí entrar por lo menos tres mujeres en la tienda.

Y en medio de la plaza, delante del mercado cubierto que sólo estaba abierto por las mañanas, algunas vendedoras habían encendido una lámpara de acetileno en un rincón de sus paradas al aire libre.

Seguía lloviendo, cada vez más negro.

—¿Lo has encontrado?

—Me parece que sí… Espera…

Se había subido encima de algo. Hizo caer unas cajas de cartón y mi padre permaneció a la expectativa, mirando hacia el techo.

—¿Quieres que te ayude?

—No… Ya lo tengo.

Cuando volvió a bajar llevaba un marco negro en el que, detrás de un cristal roto, había un retrato de mujer con mangas abullonadas.

—¿Fuiste tú quien rompió el cristal?

—No, André. Acuérdate… fuiste tú mismo, aquel día que estabas tan furioso contra ella… Habías tirado el cuadro a la caja de la basura y si…

Mi padre me miró y se acercó a mí.

—Escucha, hijo… Mañana llegará tía Valérie. Va a vivir con nosotros… Nunca tienes que repetir cosas que hayas oído de ella, ¿me entiendes?

Durante mucho tiempo me pregunté, y me lo pregunto todavía, de qué cosas se trataba.

—Dime, Henriette… ¿Esto es todo lo que puede ponerse el niño?

—Yo quería que la señorita Pholien le hiciese otro traje…

—¿Y si fueras a comprarle algo más presentable? No quiero que tía Valérie nos tome por…

No me acuerdo de la palabra que pronunció. Mi padre estaba preocupado. El gas no funcionaba bien. Todavía teníamos, salvo en la tienda, manguitos rectos y, al parecer, la presión era insuficiente. Sea lo que fuere, la parte superior de la camisa incandescente estaba siempre negruzca. Mi padre casi tocaba con la cabeza el techo de madera barnizada. En las gotas de agua que se deslizaban por los cristales centelleaban las luces de la plaza.

—¿Crees que tengo tiempo?

—La señorita Pholien puede quedarse una hora más. Vístete, Jerôme…

La casa estaba febril. Aquel día no se parecía a ningún otro. Todavía me parece ver las idas y venidas en las habitaciones, bajas de techo y mal iluminadas, mi cama desmontada, y otra, de caoba, en piezas que Urbain subía fatigosamente.

Mi madre, delante del espejo, clavando horquillas en su moño y prendiendo una redecilla sobre su mata de cabellos…

—Necesita zapatos… —dijo ella, con unas horquillas entre los labios.

—¿Y bien?

—Si te lo digo, es porque siempre insistes en que…

Mis juguetes permanecían en el suelo.

—¡Vístete pronto, Jerôme!

Mi madre sacó dinero del cajón del mostrador, con el aire resignado que adoptaba en las grandes circunstancias.

—Estoy abusando de usted, ¿verdad, señorita Pholien? Iré tan de prisa como pueda. Una persona más, cuando ya sabe cómo vivimos… ¡Qué le vamos a hacer!

La calle y la lluvia fría. Mi madre me cogía por la mano. Yo me quedaba un poco atrás. Me dejaba arrastrar y después, de pronto, adelantaba unos pasos para rebasarla.

—¿Qué me compraréis?

—Un traje. Tendrás que ser muy cariñoso con tía Valérie… Es una señora anciana… Está casi imposibilitada.

No sólo no la había visto nunca, sino que sólo había oído vagas alusiones a su existencia.

La plaza del mercado estaba oscura. En las tiendas ardían lámparas de gas y los pequeños cafés tenían los cristales esmerilados, algunos de ellos con complicados arabescos.

En la esquina de la Rue Saint-Yon había una zona de luz viva, de una luz extraordinaria, blanquecina, casi azul, animada por un extraño temblor: era la tienda de ultramarinos Wiser, la única del barrio que tenía en la fachada, sobre los escaparates, unas grandes lámparas de arco voltaico.

—Yo quiero un traje de cazador —exclamé.

Andábamos de prisa. Mi madre inclinaba el paraguas hacia adelante, pues el viento nos venía de cara.

—Cuidado con los charcos de agua…

Y sólo vuelvo a ver a nuestro alrededor siluetas negras, fugaces.

Entramos en el Bon Laboureur, la gran casa de confecciones, con sus dos pisos de altura.

—¿Es para el niño, señora Lecoeur?

Maniquíes. Un viejo dependiente que olía a nicotina y que me echaba el aliento a la cara mientras me probaba los vestidos.

—¡Quiero uno de cazador!

—¿Tienen ustedes trajecitos de cazador para su edad? ¿Cree usted que se estila?

Yo sólo había llevado vestidos de marinero. Me desnudaron. Me palparon.

—¿No será poco sufrido?

¡Pobre mamá! Imposible encontrar un color más neutro y más triste que el del traje gris a cuadritos que me había escogido.

—¿Tienen ustedes cuellos que hagan juego?

Yo llevaba la caja de cartón. Mi madre se entretuvo largo rato en la caja; por tener también comercio, se beneficiaba del diez por ciento de descuento.

—Mañana nos llega la tía de mi marido. No sé cómo nos las arreglaremos, porque para nosotros la casa ya nos resulta demasiado pequeña…

El empleado que olía a nicotina me regaló un montón de adivinanzas mal impresas y repetidas. Todas decían lo mismo: «¿Dónde está el búlgaro?».

La casa de al lado fabricaba chocolate y un olor cálido salía del sótano como un aliento, por las rejas a ras de acera.

—Necesitas unos zapatos. No hay tiempo para que te los hagan a medida… ¡En fin!

Mi madre se había puesto su abrigo de lana negro, entallado y con pliegues, y una estrecha piel de marta ceñida alrededor de su cuello.

—Déjame hacer… Sobre todo no digas que somos parroquianos de la casa Nagelmakers, porque no nos harían ninguna rebaja. ¿No llevas los calcetines agujereados, al menos?

Tuvo que sacar otra vez su gran monedero negro. Aquel día todo era negro: los vestidos de mi madre y los de los transeúntes, los adoquines, las casas anegadas de sombra y el cielo sobre nuestras cabezas.

—Me hace falta una corbata —observé.

—En casa tenemos cinta… Yo te haré una.

—Azul, con puntos blancos…

—Ya veremos. Mira dónde pones los pies.

Esclava de su tienda, como ella decía, salía tan poco con mi madre que cuando lo hacía no dejaba de llevarme a comer pasteles en la tienda de Hosay. Ese día no pensó en ello. Yo tampoco, preocupado como estaba por mi vestido nuevo, y cuando me acordé ya habíamos dejado atrás la pastelería.

Tan pronto íbamos por aceras desiertas, en calles apenas iluminadas, como de pronto nos sumíamos en la luz y en la tibieza de un barrio comercial.

—Podría comprar pescado para cenar…

Mi madre hablaba sola.

—No… Olería toda la casa…

¡Era tan pequeña nuestra casa! Inmediatamente después de la tienda había una pequeña habitación cuadrada que servía a la vez de cocina, de comedor y de trastienda, con una mesa redonda en el centro y una ventana con visillos que se entreabría un poco para vigilar la tienda.

El llamado «cuarto», sobre la tienda, me servía de dormitorio, y mis padres dormían al lado, separados de mí por un tabique de madera empapelado.

—¡No me arrastres los pies, Jerôme! Procura no ponerme nerviosa en un día como hoy…

Nos acercábamos a casa. Cuando ya divisaba la famosa iluminación de la tienda Wiser bajo ella vi a dos hombres que corrían con el cuerpo inclinado hacia adelante, sujetando con las manos fajos de diarios que habían recogido en la estación. Era la hora en que llegaban los de París, pero por lo general los vendedores no corrían tanto.

La gente se paraba, los seguía con los ojos y en su fisonomía encontré la misma preocupación que había sorprendido aquel día en la de mis padres.

—¡Compren Le Petit Parisien, edición especial…! ¡El fusilamiento de Ferrer! ¡Detalles de la muerte de Ferrer!

Yo sabía que en el aire flotaba algo anormal, que aquel día no era como los otros. La prueba era que los vendedores jadeaban. Otra prueba: se habían agrupado cuatro o cinco hombres, obreros, después de comprar diarios, y dos guardias avanzaban hacia ellos.

—¡Vamos! ¡Circulen!… Nada de formar grupos…

Los obreros retrocedían, de mala gana. Los guardias los empujaban con firmeza. En la puerta de la tienda Wiser había varios dependientes con sus guardapolvos grises y algunos clientes. ¿Qué miraban? ¿Qué pasaba?

—¡Detalles sobre la ejecución de Ferrer!

Uno de los vendedores de diarios llevaba una gorra vieja con la visera rota, y para mí esto representaba exactamente lo que mi madre denominaba un golfo. Su voz era ronca. Daba la sensación de desafiar a alguien o a algo. No llevaba abrigo. Corría siempre inclinado hacia adelante, con sus diarios que se mojaban.

—¡Compren…!

Experimentaba no sé qué satisfacción a mi alrededor, la satisfacción de la cosa que se desencadena, del drama incubado largo tiempo y que estalla por fin.

—¡Dios mío! —suspiró mi madre, arrastrándome, como si temiera disturbios.

—¡Compren…!

Mi madre dio un rodeo y cambió de acera para no pasar por delante de los obreros, que retrocedían a regañadientes y con una expresión torva.

—Otra vez tendremos huelgas…

¿Me lo decía a mí?

Sea como fuere, al llegar delante de nuestra puerta dejó escapar un suspiro de alivio. Verdad es que siempre suspiraba así. Sólo se sentía a sus anchas en su tienda, entre las estanterías atiborradas de piezas de algodón. Había dos o tres compradoras, no me acuerdo bien. Pasó detrás del mostrador, sin quitarse siquiera el abrigo.

—¿Qué desea, señora Germaine?… ¡Jerôme! Sube al cuarto a ver a tu padre…

Arriba, la gran cama de caoba comprada en una subasta reemplazaba ya mi cama de barrotes, que había sido instalada en la habitación de mis padres, entre las dos ventanas. Sin duda, mi padre había hecho que Urbain trajera un cristal que estaba cortando con la ayuda de un pequeño instrumento brillante para colocarlo en el retrato de tía Valérie.

—¿Ha encontrado tu madre lo que quería?

—Me ha comprado un traje de cazador y unos zapatos…

En la ventana en forma de media luna no había cortina. Miré afuera y vi a Albert que comía una rebanada de pan con mermelada, los bajos de unas faldas negras y unas zapatillas de fieltro que pertenecían a su abuela.

—Dame el clavo que hay encima de la mesa.

Después, mientras lo clavaba, preguntó:

—¿Qué gritan en la calle?

—Que Ferrer ha sido fusilado…

—¡Mejor!

Yo no sabía por qué mi padre decía «mejor». Pero él pensaba ya en otra cosa.

—Si tu tía te pregunta desde cuándo está ahí este cuadro, le dirás que siempre lo has visto… ¿Comprendido? Eso es muy importante… Más adelante sabrás por qué…

Ignoro cuándo tuvo tiempo mi madre para cambiarse de ropa y cuándo la señorita Pholien se fue. Dos o tres veces, los vendedores de diarios pasaron gritando por la plaza.

Después, una cliente anunció a mi madre:

—Ha habido una pelea en el café Costard… Se han llevado a uno detenido… Sangraba por la nariz…

Por la noche me dormí, pero con un sueño irregular, y cada vez que me despertaba oía a mis padres cuchichear en su cama. Todavía no estaba acostumbrado al rayo luminoso del farol de gas del Patio de los Oficios, que penetraba por encima de mi cama. Seguía lloviendo.

Por la mañana mi madre me despertó diciendo:

—Vístete en seguida. Tu tía está a punto de llegar. Sobre todo, procura ser cariñoso con ella.

Mi padre ya había salido con el carruaje, los dos caballos y el viejo Urbain. En nuestra casa, pasara lo que pasase, tal como lo repetía mi madre, seguíamos siendo esclavos del comercio. Era indispensable que el carruaje de André Lecoeur, «casa de confianza», estuviera presente en todas las ferias. Era indispensable también que a las ocho de la mañana mi madre descolgara los postigos de la tienda.

Golpeó la pared.

—¿Puede venir, señorita Pholien?

Mis padres usaban un jabón rosado que olía intensamente, pero yo sólo tenía derecho a jabón de glicerina, mejor para la piel.

—Tienes que besarla y decirle: «Buenos días, tía»…

Mi madre iba en corsé y cubrecorsé, con unos pantalones abombados, sobre los cuales se puso el refajo. Seguía lloviendo negro y a las ocho de la mañana la luz era la misma que a las tres de la tarde, como si la noche se acercase ya.

Era día de mercadillo. El mercado principal sólo funcionaba dos veces por semana delante y en torno a nuestra casa, e invadía varias calles. Los días de mercadillo había tan sólo algunas paradas, especialmente de mantequilla, huevos, legumbres y pescado procedente de Port-en-Bessin o de Trouville.

Lo que me hacía envidiar a Albert era que él, por la situación de su casa y gracias a su ventana en forma de media luna, podía asistir todas las mañanas a la llegada del tren de cercanías. Yo no.

El tren de cercanías tenía su término exactamente detrás de los pabellones del mercado cubierto, de modo que a mi observatorio llegaban todos los ruidos, el jadeo de la máquina y los silbidos del vapor, pero sólo divisaba el humo por encima de la techumbre de pizarra del mercado.

—¿Estás preparado, Jerôme?

—No tengo corbata…

—Te haré una al pasar por la tienda.

Me hizo una, en efecto, mientras hablaba con la señorita Pholien. Cortó un poco de cinta azul claro, de menos de dos dedos de anchura, y me hizo con ella un nudo tan informe que me entraron ganas de llorar.

—Date prisa… Sobre todo, sé amable con tu tía…

En la plaza la gente leía los diarios debajo de los paraguas o de las lonas de los puestos de venta. Acababa de llegar Le Petit Normand. «La ejecución de Ferrer»… «Los anarquistas acorralados»…

Todo esto parecía impresionar a mi madre, que andaba de prisa, como para deslizarse a través de peligros invisibles. El olor a queso, después el de pescado… Acortamos camino pasando por el mercado cubierto y seguimos el corredor entre las carnicerías.

—Vamos a ver, señora Lecoeur… ¿un buen trozo de pierna?

Ella contestaba con una pálida sonrisa para excusarse. Siempre temía incomodar o molestar a la gente.

—Gracias, hoy no…

Yo no sabía que, antes de despertarme, había comprado ya un pollo en honor de tía Valérie.

—Quédate aquí, Jerôme… Voy a ver si el tren…

Me encontraba cerca de los urinarios. Frente a mí, varias personas discutían mientras tomaban un bocado en un cafetín en el que por la mañana sólo se atendía a la gente del mercado.

Mi madre abrió su paraguas, se aventuró en la calle, volvió a entrar y me recomendó de nuevo:

—Sobre todo, no hables nunca de lo que hayamos podido decir de ella… Son cosas que tú aún no puedes comprender…

Desde muy lejos se oyó el silbido del tren, pues el viento soplaba del mismo lado. Después vimos la rechoncha máquina, los tres vagones que tomaban la curva uno tras otro, los techos mojados, los cristales empañados por dentro y goteantes por fuera.

Gente que bajaba, jaulas de gallinas y patos, más quesos, hombres con blusón azul negruzco y zuecos, viejas con chales de lana…

—No te muevas de aquí…

Mi madre corría a lo largo del tren. La vi ayudar a bajar a una mujer enorme, más voluminosa por sí sola que mis padres juntos, con un rostro ancho y carnoso, una fofa papada y un vello sombrío sobre el labio superior.

Ni siquiera una sonrisa. Me hizo el efecto de que protestaba por alguna cosa. Llamaba al revisor, que iba de un lado a otro.

—Acércate, Jerôme…

Yo desconfiaba. Me acerqué lentamente.

—Besa a tu tía… Aguántale el paraguas mientras yo me ocupo de su equipaje…

Tía Valérie refunfuñaba:

—¿Es ése el hombrecito?

—Buenos días, tía…

—Buenos días, sobrino…

Me besó por principio y me repugnó un olor que yo aún no conocía y que, supongo, es el olor de ciertos viejos.

—¡Vaya, esto parece alegre…! ¡Henriette! No olvides el bolso pequeño que…

Resoplaba al hablar. Resoplaba al andar. Espiaba a personas y cosas con expresión a la vez desconfiada y asqueada.

—No sé qué estará haciendo tu madre…

¿Qué estaba haciendo? Reunir los pequeños bultos del equipaje de tía Valérie y esforzarse en cogerlos todos con las dos manos, pues al fin y al cabo sólo tenía dos manos.

—Por ahí, tía —propuso amablemente mi madre que, con sus paquetes, ocupaba más espacio que tres personas juntas.

—¡Ah, no!… Me horroriza el olor de los mercados…

Tuvimos que dar un rodeo bajo la lluvia. Levanté los ojos y vi a Albert sentado en una sillita junto a su ventana. Él también me miró. Me avergoncé de mi tía Valérie.

Entramos en casa.

—¿Tienes una dependienta ahora? —inquirió ya en tono acusador.

—No, tía. Es la señorita Pholien, que de vez en cuando…

Pasamos a la trastienda. Mi tía se dejó caer en el sillón de mimbre que le estaba reservado a mi padre y que gimió.

—¡Qué viaje! Dios mío, qué viaje… ¿No está aquí tu marido?

—Ya sabe usted lo que es el comercio, tía. Ha ido a la feria de Lisieux y…

—Está bien, está bien… Oye, pequeño: desabróchame los borceguíes. En el maletín marrón encontrarás un par de zapatillas. Pero ten cuidado… Hay también una botella…

Miré a mi madre. Ella bajó los párpados dos veces y juraría que estaba algo pálida, con unos círculos rojos en los pómulos.

Entonces me arrodillé delante de tía Valérie y tiré de los cordones, húmedos y enfangados.