La causa de todo lo que sucedió fue tal vez que había preparado demasiados detalles insignificantes. En el último momento, como un estudiante al pasar el examen oral, se quedó encallado, se olvidó literalmente de disparar.
Porque cuando volvió a pensar ya era demasiado tarde.
Se le había apagado una cerilla. En el profundo cajón acababa de reconocer la forma y la consistencia de una gruesa cartera. El revólver estaba encima de la mesa, al alcance de su mano.
Y he aquí que se produjeron tres cosas con tal simultaneidad que luego no le hubiera sido posible decir cuál de las tres había impresionado sus sentidos en primer lugar.
No fue la luz, y, sin embargo, pudo ser bastante impresionante, en aquel momento, ver cómo se encendía la lámpara del techo.
Aceptó la luz como si la hubiera esperado.
Lo que le dejó helado fue la voz, que no se parecía a ninguna de las que hasta entonces había oído, o, mejor dicho, que se confundía con las impresiones más vagas de su infancia. Debía de haber oído voces parecidas cuando estaba en la cuna, o bien es así como las voces ordinarias llegan a nosotros a través de una capa de inconsciencia.
—¿Qué está usted haciendo?
Nada más que esto, suavemente, con un poco de asombro y algo de pena. Al mismo tiempo, aproximadamente, oyóse el chasquido del interruptor.
Levantaba la cabeza y la veía por vez primera, muy alta, muy gorda, pero ambigua, con todas sus carnes envueltas en tejidos vaporosos y su rostro sin rasgos cubiertos por la crema nocturna.
El revólver, fue la señora Storm quien pensó en él. Se adelantó, decidida. Y él sintió la impresión absurda de que iba a pegarle. Se contentó con darle un empujoncito para quitarle el arma.
—Hilda…
Storm se enmarcaba a su vez en la puerta, descalzo, debatiéndose en su bata que no acababa de ponerse, dificultado por la falta de gafas. También él profirió unas palabras inesperadas. Sin duda, le llenaba de asombro la vista del revólver en la mano de su esposa. Era a ella a quien se dirigía, o a ella y a Stan, cuando murmuraba:
—¿Qué es esto?
Era evidente que lo había comprendido todo, pero no hallaba las palabras adecuadas a las circunstancias. Stan miraba al uno y a la otra, sin pensar en otra cosa que en evadirse, sin pensar en nada, mientras todo el cuerpo le dolía de miedo.
—Vas a enfriarte, Helmut…
Todo fue muy vago, idas y venidas de fantasmas, voces de fantasmas, el fantasma del doctor que se ponía una pelliza y que interrogaba:
—¿Está Nouchi al corriente?
Debió de decir que no, porque el doctor no insistió, pero no tuvo conciencia de ello. Encima de la mesa había un teléfono. Storm pensó en ello, miró a su mujer, que también estaba pensando, y que esbozó una sonrisa dulzona.
¡Bueno! ¡Nada de teléfono! ¡Nada de policía!
—No puede usted quedarse aquí… —afirmó Storm, como si hubiera sido posible dudar de ello.
No podía contemplar largo tiempo la crisis de Stan. Las aletas de su nariz se apretaban. Sus ojos miraban más allá de los objetos. Hacía movimientos convulsivos con todos los miembros, y unas veces era la nuez del cuello la que daba un salto, mientras otras eran los hombros los que se le estremecían, o una pierna que empezaba a temblar.
—No tengo dinero…
Ocurría algo formidable, que sólo él podía medir, y que le llenaba la frente de un sudor frío. El doctor cogía la cartera, sacaba un billete de cien francos y luego, tras un instante de reflexión, otro billete.
—¡Márchese!… Y, a partir de ahora, deje en paz a Nouchi…
Stan respiraba con tanta fuerza como si hubiera estado profundamente dormido.
—Me matarán… —balbuceó mirando hacia la ventana.
Y sin embargo… La señora Storm había dejado el revólver sobre otro mueble… Hubiera podido…
Volvía a empezar a pensar, presa otra vez de sus demonios. Si de un salto…
—Espérese… Hay una manera de salir de aquí sin que le vea el hombre que está en la esquina de la calle… Venga conmigo…
Por tanto, dentro de unos instantes… ¡Y aquellos dos, tan tranquilos a su alrededor, y que sólo parecían estar un poco preocupados!
—Por aquí…
El doctor hacía salir a Stan del piso por la puerta principal y encendía la luz de la escalera.
—En el patio —explicaba a media voz— hay una puerta que da al garaje, y este garaje da a la calle de atrás…
Ya hacía unos instantes que el inspector Leroy y su acompañante habían visto luz a través de las rendijas de las persianas. Y casi habían estado a punto de subir. Y he aquí que la escalera se iluminaba y veían dos hombres en el portal. De la pelliza de Storm salían las perneras del pijama y el hombre tenía el cabello en desorden, como alguien que ha sido arrancado del sueño.
—¡Corre a buscarme un taxi! —ordenó Leroy.
Stan contenía sus ganas de correr, olvidaba dar las gracias. Se deslizaba entre los coches, pasaba cerca de un árabe dormido en el fondo de una «limousine», sin duda uno de los vigilantes. El garaje era largo, iluminado por una sola bombilla eléctrica. Stan sólo encontraba a faltar una cosa: el revólver. ¿Y si cogía un coche? No veía a nadie, fuera del árabe dormido. La puerta estaba abierta. Tenía tiempo de…
¡Era formidable! ¡Formidable! ¡No, nada de coches! Bastante había con salir en seguida, lo antes posible…
¡Bueno! ¡Ya estaba en la acera! Le brotaban lágrimas de los ojos. Le bastaba con echar a correr.
—¡No te muevas!
No se movió, no se volvió ni tan siquiera y unas esposas aprisionaron sus muñecas.
—Ven por aquí… No tengas miedo…
Tuvieron que esperar el taxi que Granaudin había ido a buscar. Leroy aprovechó la espera para registrar los bolsillos de Stan y cerciorarse de que no iba armado.
—¿Adónde querías ir?
—¿Yo? A ningún sitio…
—En ese caso, ¿por qué no salías por la puerta principal?
—No tiene usted derecho a detenerme…
—Tengo entendido que el otro día eras tú el que lo pedía. Tenías ganas de hacer una cura de cárcel…
Por fin llegó el taxi. Subieron en él y se reunieron con el otro inspector.
—¡Quai des Orfèvres!
—¿Por qué me ponen las esposas?
—Es verdad. No es fácil que te evadas…
Leroy se las quitó.
—¿Qué quiere de mí la policía?
—Te acuerdas de tus amigos, los polacos, ¿no es verdad? ¿Y de tu gran amiga Frida Stavitskaia?
—¿Los han detenido?
—Sí.
Pero entonces… Se agitaba tanto, que tuvieron que darle un manotazo para tranquilizarle.
—¿Para qué me necesitan?
—Para identificarlos.
—¿Y nada más?
Aún estaba oscuro. ¿Qué hora era? Se inclinó hacia adelante y vio en el reloj de la Plaza de la Concordia que eran las cuatro y diez.
—¿Los veré en seguida?
—Probablemente.
—Querría verlos en seguida… Si los han detenido, me deben la prima, ¿no es verdad?
Estaba como un motor embalado. Todas sus ruedas daban vueltas en el vacío, a una velocidad creciente. Para disculparse de sus movimientos involuntarios trataba de sonreír, sin pensar que estaban a oscuras.
—¿Supongo que los habrán desarmado?
El taxi no iba bastante de prisa para él. En la escalera de la Policía Judicial, fue él quien pasó delante y casi echó a correr.
—¿Dónde es?
Leroy abrió la puerta y Stan se quedó un poco aturdido, pero en seguida se rehízo y afirmó:
—¡Son ellos!… ¡Es ella!… Pero… ¡falta uno!
Un poco más y hubiera reprochado a los policías no haber cumplido totalmente con su deber.
—¿Dónde está Yvan?… El barbudo… Es el más feroz…
Tenía conciencia de que él era el único que se movía. Se preguntaba si no estaba separado de los demás por un cristal, tanto le parecía verles vivir en una atmósfera diferente.
Habían sido reunidos en el despacho de los inspectores, más vasto, pero más gris, que el del comisario Lognon. Y allí, en las sillas, los miembros de la banda estaban sentados como en una sala de espera. Estaba la Stavitskaia, que no apartaba la vista de Stan desde que éste había entrado. A su lado, el Barón, casi bien vestido, era el único que parecía un hombre ordinario entre los demás.
Sibirski, en la penumbra, tenía subrayados todos sus rasgos, las mejillas más enjutas que nunca, y a veces un acceso de tos lo doblaba por la mitad.
Por último, Kellermann, a quien habían detenido en un vagón de mercancías en la estación del Norte, sucio, harapiento, embrutecido.
Dejaban de pie a Stan. El comisario Lognon fumaba para engañar su cansancio y no parecía hacer caso de él. Leroy y Granaudin habían entrado. Había otros inspectores a los que Stan no conocía, y, como todos fumaban, había ya una nube opaca alrededor de las dos lámparas.
El silencio fue largo. ¿Tal vez premeditado? Stan no sabía dónde poner la vista, cómo llamar la atención del comisario y, sin encontrar otro recurso, tiró de la manga de Leroy.
—¡Inspector! Ya que he dicho lo que tenía que decir, sin duda puedo…
¡Márcharse!
—Pregúnteselo al comisario… —cuchicheó el inspector.
—Señor comisario… ¡Dispense! Señor…
Hacía chasquear dos dedos, como en la escuela. Y, como en la escuela, a fuerza de impaciencia, hubiera tenido necesidad real de salir.
—¿Qué es lo que quiere usted?
—Ya que no tengo nada más que añadir, supongo que va usted a permitirme…
No se atrevía a mirar aquellas cabezas alineadas alrededor de la estancia. Todos, en cambio, le miraban. Esto le enturbiaba la vista, le hacía balbucear.
—En definitiva, Stanislas Sadlak, usted no aporta ninguna prueba de sus acusaciones… Simplemente que Frida Stavitskaia se encontraba en América cuando se produjeron unos atentados similares y que, hace tiempo, en Wilna, había matado a un hombre a hachazos… Es esto, ¿no?
¿Tenía que responder que sí? Ya no sabía qué hacer.
—Nada prueba que no hable así por venganza; por ejemplo, porque Frida hubiera rechazado sus pretensiones…
—Le juro a usted…
Acababa de descubrir un reloj, exactamente encima de la cabeza de Frida.
Eran las cuatro y media. La mirada de Frida seguía clavada en la suya y expresaba tal desprecio que excluía toda cólera.
—Mientras no haya proporcionado una prueba, o por lo menos unas presunciones más serias…
Stan miraba a Josef Sibirski, luego al Barón, luego por fin a Kellermann, que parecía preso de unas ganas irresistibles de dormir.
Estaba en un laberinto. ¡Tenía que salir de él, como fuera! ¡Debía! Debía de existir una salida y trataba de encontrarla, allí, en medio de todos aquellos ojos, frente a aquel reloj cuya aguja no cesaba de avanzar.
—Escuche, señor comisario… Si quiere usted que venga a verle mañana…
¡No! Eso sólo servía para hacer encoger de hombros.
—¿Pide usted una prueba, no es eso?
¡Una prueba! ¡De prisa! Y como para ganar tiempo, balbuceaba:
—¿A qué llama usted una prueba?… Aguarde…
—Si quiere descansar, le encerraremos en un despacho hasta mañana…
—¡No!… Le juro que voy a encontrarla… Una prueba…
Ponía en juego tanta energía como para echar a volar por sus propios medios. Daba lástima verle crispado, replegado en sí mismo, con la respiración anhelante.
—¡Aguarde!… ¡Ya la tengo!
¡Aullaba! ¡La había encontrado!
—Cuando me enviaron a comprar el hacha…
Demasiado de prisa. Se aturrullaba. Acababa de hablar en polaco.
—Dispense… Cuando me enviaron a comprar el hacha, querían dar un nuevo golpe…
Del lado de los polacos se produjo una agitación. Kellermann se había despertado. Sibirski se inclinaba hacia adelante.
—… me enseñaron un mapa de carreteras del norte de Francia… En aquel mapa había unas cruces para marcar las granjas… Las granjas que ya habían asaltado…
—¿Dónde está ese mapa?
¿Hasta el fin tendría que luchar contra su mala suerte? ¡Eran las cinco menos veinte! ¡Cómo pasaba el tiempo!
—Sin duda en la habitación…
—La de la Rue Birague ha sido registrada y no encontramos nada…
—¡Aguarde!… Voy…
No podía contar más que con su memoria. ¿Cuál de ellos era…? Cuando le habían enseñado el mapa… ¿Yvan?… Tuvo una nueva angustia… ¿Si fuese Yvan, el único que no estaba allí?
—¡Sibirski! —exclamó por fin tan bruscamente, que pareció que quería saltar sobre él.
—Josef Sibirski… ¿Tiene usted un mapa de carreteras del norte de Francia?… ¡Janvier! ¡Leroy! Registradle…
—No vale la pena —dijo el enfermero—. En el bolsillo de la izquierda…
Y desviaba la cabeza, porque tenía los ojos llenos de lágrimas de rabia.
—Desplegad el mapa sobre la mesa… Verificad los puntos que podrían estar marcados…
En la gran sala, con millares de fichas telefónicas, al otro lado de la calle, en los locales de la Prefectura de Policía una lucecita se encendía hacia la izquierda del mapa mural.
—XVI Arrondissement… ¡Suicidio con veronal! —pronosticó el hombre encargado del cuadro, porque conocía las características de cada barrio de París.
Metió una clavija en un agujero.
—¡Oiga!… ¿Cuartelillo de la Rue de la Pompe?… Acaban ustedes de tener una llamada… ¿Qué dice usted?… La secretaria del… sí… del doctor, ya oigo bien… Deletree usted el nombre… S… T como Teodoro… O como Oscar… Roberto… Mauricio… Storm… Sí… Ya sé… Tengo una nota sobre esto… Voy a telefonearle…
Fue la señora Lognon la que contestó:
—Mi marido todavía no ha venido a casa… ¿No se trata de nada grave, por lo menos?
El empleado llamó por fin a la P. J.
—Está aquí, sí… Ya se lo paso…
En el momento en que el timbre resonaba en la habitación donde estaban los polacos, Stan, deshecho, tartamudeaba:
—¿Puedo marcharme?
Abrió sus ojos desmesuradamente, mientras Lognon descolgaba el receptor y entonces, durante unos instantes, no se oyó más que el silencio, cortado por el mismo monosílabo:
—Sí… Sí… Sí…
La cara del comisario, vuelta hacia Stan, seguía impasible. Colgó por fin el aparato, se levantó y atravesó la habitación.
—Ven un instante a mi despacho…
Se dirigía a Stan. Hizo luego una seña a Leroy, para que también le siguiera. Sólo tenían que franquear una puerta.
—¿Qué quiere…? —empezó Stan, con la garganta seca.
Y el comisario Lognon, con un suspiro de alivio, le plantó el puño en plena cara una vez, dos veces, tres veces.
—¡Granuja!… ¡Canalla indecente!…
Stan ponía las manos delante de él y sorbía, porque la sangre le brotaba de la nariz.
—¿Sabes lo que me acaban de telefonear, Leroy? Antes de escaparse, estranguló a la pequeña, a Nouchi Kersten… Su patrona, que no podía volverse a dormir, tuvo un presentimiento… Despertó a su marido para que fuera a verla…
Levantó el brazo para volver a pegarle otra vez, pero en aquel mismo momento Stanislas Sadlak se desmayaba; su nerviosismo se fundía, su fiebre le abandonaba, su angustia se diluía en un sopor que le daba la sensación del infinito.
En aquel preciso instante, deseó verse sentado en el cafetín de la morcilla.
Todo había terminado. Ya estaba tranquilo. Empezó a engordar y, de la mañana a la noche, sólo pensaba en comer, y emprendía largas discusiones sobre este tema con su guardián.
—Para hacer bortsch, bortsch verde, que es el mejor, es necesario, en primer lugar, disponer mucha crema agria… Le dirá usted a su mujer que coja…
Aquello parecíase a la escuela, al cuartel. No tenía necesidad de pensar en nada. No era que se resignara del todo, pero montaba dramas por causas fútiles y pedía sin cesar el registro de reclamaciones.
—En América, en las cárceles…
No pensaba nunca en Nouchi. No se entendía con su abogado y tomó otro, sólo por el gusto de cambiar, y luego otro.
Una vez que se hallaba en el despacho del juez de instrucción, acusó a los Storm de dedicarse al espionaje.
Nunca olvidaba, en la primera visita del guardián, de preguntar por Yvan el Barbudo y, por fin, una mañana le comunicaron que lo habían encontrado ahorcado en una granja.
—¡Como un campesino que era! —triunfó Stan—. Porque era un verdadero campesino polaco. Vosotros, los franceses, hay cosas que no las podéis entender…
Se había librado de su miedo y esto era lo único que le importaba. Se divertía solo. Hasta escribió a los Storm para excusarse y para pedirles un poco de dinero, pero ellos no le contestaron.
—Oiga, amigo mío —le decía al guardián—. El reglamento prevé que tengo derecho a tantos gramos de féculas y a tantos de carne, ¿no es verdad? Así pues, tiene que admitir que también tengo derecho a unas balanzas para pesar la comida… Mañana me traerá el libro de reclamaciones…
Su proceso cayó en un mal momento, el invierno siguiente, durante los grandes fríos, poco después de la condena a muerte de Kellermann y de la de trabajos forzados a perpetuidad para Frida y el resto de la banda.
También a él le condenaron a muerte. Fue ejecutado el 11 de enero.
FIN
Nieul-sur-Mer, 7 de febrero de 1939.