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Era tan alta y tan gorda que parecía llenar completamente el marco de la puerta; llevaba, además, un sombrerito con una borla verde. Con las dos manos hinchadas sujetaba sobre su vientre un bolso pequeño como el de una niña de primera comunión. Ya no podía hacer lo que quisiera. Pese a su indumentaria, se la veía tan llena de reserva, de modestia, que uno se la imaginaba pelando patatas o haciendo calceta.

Detrás de ella, inmóvil como un anuncio, la puerta, en mitad del pasillo, lucía la palabra «Hotel» con unos arabescos sobre el cristal esmerilado.

Aquélla era aún la Rue de la Roquette, pero tocando ya a la plaza de la Bastilla. Durante el día, la famosa puerta debía de ser difícil de hallar, oculta como estaba entre todas las tiendas de la casa; por la noche, sólo se veía la puerta y la mujer gorda que la obstruía, echándose para adelante cuando oía algunos pasos. Un poco más lejos, en un umbral por el estilo, había tres mujeres más que abordaban a los transeúntes, una tras otra, y que se llegaban a veces hasta la esquina del Faubourg Saint-Antoine.

Al lado de la mujer gorda se situó otra, que se quedó en la acera, con el hombro apoyado en la casa, y Jaja no se fijó de inmediato en ella. Pensó que era su compañera Luisa que volvía. Luego la miró y dijo:

—¿No eres del barrio, tú?

Frida Stavitskaia sonrió sin contestar.

—¿Eres extranjera? ¡Dime…!

Acababa de divisar a tres hombres detenidos en la otra acera, en la esquina.

—¿Estás en regla con la poli, por lo menos? Me da en la nariz que aquellos tipos…

Jaja sonrió. Una sonrisa almibarada, automática. Un hombre, un árabe de bigote largo y delgado se detenía un momento ante Frida y se decidía finalmente por la más gorda.

La polaca se quedó sola y su mirada, a través del espacio desierto de la calle, no se apartaba de los tres hombres. La luna seguía ascendiendo. La plaza de la Bastilla era inmensa, con sólo algunos puntos negros que, como en los viejos grabados, representaban los transeúntes. Todas las persianas estaban cerradas. Sólo había luz en dos cafés.

Frida, que tenía hambre, se esforzaba en conservar una sonrisa despreciativa, porque aquellos tres la miraban, aquellos franceses escuchimizados que habían cenado y fumaban cigarrillos.

¿En honor de quién se habían lanzado los tres a la calle aquella noche, y entre ellos uno de mayor graduación, un comisario, lo que se adivinaba en su aspecto y en la manera de hablarle los otros dos?

—Oiga, Janvier… ¿No es Boutin, el de la otra punta de calle?

—Creo que sí.

—Tendría usted que ir a avisarle, para que a ella la dejé en paz… Cerciórese también de que esta noche no haya ninguna redada en el barrio…

Janvier transmitió el recado al de la brigada de prostitución, que dirigió desde lejos un sombrerazo al comisario y desapareció por la Rue de Lappe.

Frida no sabía lo que hacían ni lo que preparaban. Sólo sabía que tenía hambre, y seguía sin separar la vista de ellos. Tuvo un sobresalto cuando la rozó alguien que salía. Era el árabe y, unos minutos más tarde, la gorda Jaja, plácida, con manos que olían a jabón, volvía a ocupar su puesto.

—¡Dame un franco! —dijo Frida sin mirarla.

—¿Para qué?

—¡Dame un franco!

Jaja, subyugada, se lo dio. La extranjera no le dio las gracias, se metió en el café que había un poco más lejos y volvió a salir en seguida con un pedazo de pan untado con mantequilla.

—¿Estás sin un clavo?… ¡Oye!… Aquellos tres polis parece que se ocupan de ti…

La calle estaba vacía; daba la impresión de que toda la ciudad estaba vacía, entregada únicamente a los rayos de luna y a las corrientes de aire frío. Los hombres, que se habían levantado el cuello del abrigo, daban patadas en el suelo y tenían que hacer un esfuerzo, ellos que tenían una casa, una mujer y unos hijos, para no quedarse boquiabiertos al constatar de pronto que estaban, a la una de la madrugada, de pie en una esquina, delante de una puerta en la que se apoyaba una mujer.

—Me extrañaría mucho que viniera a pasearse por aquí —suspiró Leroy—. Es un bruto, pero es prudente como un animal del bosque…

Janvier tosió y los tres miraron hacia la dirección que él señalaba. Llegaba un hombre arrimado a las casas, alto, flaco, con la espalda arqueada; andaba vacilando, como el que busca algo.

—Josef Sibirski…

No podían aguardar indefinidamente. El comisario Lognon tomó una decisión brusca:

—Tú, Leroy, ve a detenerlo y llévatelo al Quai de Orfèvres. ¡Ve con cuidado! Luego iré yo a interrogarlo…

Era una mala solución, pero era preciso llegar a ello. Leroy siguió a Sibirski, que se dirigía hacia el Bulevar Beaumarchais y se fijó en que el polaco andaba con las rodillas flojas.

De un taxi bajaban, muy alegres, unas personas que habían cenado copiosamente. Los dos hombres, el uno detrás del otro, recorrieron cien metros más y luego, entre dos faroles de gas, Leroy aceleró el paso y saltó sobre el ex enfermero, cuyos brazos aprisionó mientras le apoyaba una rodilla en los riñones.

—¡No te muevas!… ¡Date preso!

El otro, que no tenía la menor gana de moverse, se dejó poner las esposas, mirando al policía con ojos tristes o estúpidos.

Stan, que estaba sudoroso, se esforzaba, tal vez por centésima vez, en volver a empezar por el principio, y el principio era el revólver.

Era preciso salir de allí y luego pensar cuidadosamente en todos los detalles. El revólver estaba abajo. Así pues, lo primero que tenía que hacer era penetrar en el piso de los Storm. ¡No! Lo primero que tenía que hacer era salir de la habitación, y la llave se hallaba debajo de la almohada de Nouchi.

¿Dormía ella por fin? Estaba persuadido de que no. Pero tenía bastante tiempo para esperar. Y aunque no durmiera, no se atrevería a gritar. Si, a pesar de todo, tenía ganas de gritar, no habría más remedio que apretarle el cuello durante tres minutos… así callaría…

¡No! ¡Tampoco era aquello! Esto contradecía lo que había decidido para luego. A menos que…

¡Era extenuador! Ya hacía dos horas o más que duraba la cosa y, a cada instante, cuando creía que ya todo estaba a punto, le venía otra idea y tenía que volver a empezar por el principio.

¿Por qué no Nouchi y nada más? Era una mujer y podría alegar el crimen pasional. Seguramente no le condenarían a una pena muy elevada. Tal vez le absolverían. Entre tanto, habría vivido tranquilamente en la cárcel, al abrigo de los polacos de Frida Stavitskaia, y la policía habría tenido tiempo de detener a toda la banda.

De todos modos, volvía a su primera idea, tal vez porque nunca había estrangulado a nadie y esto le impresionaba.

Suponiendo que ya estuviera en la escalera de servicio… ¡Bueno! Ya sabía dónde dejaban la llave de la puerta de la cocina… Detrás de un tiesto de flores en el que había una azalea… ¡Los burgueses son así! Hacen poner en la puerta del piso cerraduras y cerrojos de seguridad y no se irían a la cama sin cerciorarse de estar bien encerrados…

¡Olvidan la otra puerta, la puerta trasera! ¡Y que las criadas no tienen ganas de molestarse porque sí! Un día Jeanne y otro Potsi, bajaban para encender el fuego y, como sólo había una llave, habían encontrado la solución del tiesto…

Así pues, entraba en la cocina. No tenía linterna de bolsillo, pero sí cerillas. Por Nouchi conocía aproximadamente la distribución del piso. Los Storm dormían en la habitación del fondo.

Lo más importante era llegar al despacho y apoderarse del revólver sin despertarles. Luego…

Se dio cuenta de que respiraba como una persona dormida y, asustado ante la idea de que era capaz de dormirse, se esforzó en mantenerse despierto.

¡Bueno! Ya tenía el revólver. Éste debía de estar cargado, naturalmente. Pero ¿y si, por la noche, Helmut Storm se llevaba el revólver a su habitación? Nouchi no podía saberlo, porque nunca había visto al doctor cuando iba a acostarse.

¡Bueno! ¡Volvería a subir! De todos modos podía llevarse de la cocina un cuchillo, que serviría un día u otro…

¡No era posible! ¡Esto era, precisamente, lo que no era posible: permanecer un día más en aquella habitación! Aquello le hacía sentirse enfermo. Sólo pensarlo se horrorizaba. ¡No quería!

Estaba seguro, porque era necesario, de que el revólver estaba en el cajón de la mesa del despacho.

Y sin embargo… Storm sabía que Stan estaba escondido en la habitación de Nouchi. Tenía buenos motivos para desconfiar de él, y por lo tanto para tener el revólver al alcance de su mano, en la mesilla de noche…

¡Era terrible! Stan era demasiado inteligente. Tenía conciencia de ser tan inteligente, si no más, que cualquiera. ¡Pensaba en todo!

¡Hasta sabía que iba a cometer una estupidez y, sin embargo, era incapaz de dejar de hacerla! ¿Cómo explicarse esto?

Pero ¿qué importancia podía tener para él, a aquellas alturas, una estupidez? ¡Ni un asesinato! La única cosa que tenía que evitar, la única que le horrorizaba, era el patíbulo, y él sabía que no le cortarían la cabeza.

—¿Qué estás diciendo?

Se quedó desconcertado.

—¿Yo…? ¿Yo he dicho algo?

Y Nouchi con voz cansada:

—Debías de soñar en voz alta…

—¿Qué decía?

—No pude entenderlo… Hablabais en polaco…

En la esquina de la calle, solo en aquel barrio vacío, más vacío todavía que la plaza de la Bastilla, el inspector Granaudin procuraba también no dormirse. No era su oficio y menos aún su afición. Salía de la escuela y preparaba unas oposiciones para secretario de comisaría y se veía obligado a prestar servicio de «vía pública» durante una temporada.

—Un rubio alto y muy flaco, con una nariz muy larga —le habían dicho.

Y clavaba la vista en la puerta del 18, una puerta como todas las puertas de la calle, una casa como todas las casas, de un ambiguo estilo Luis XIV.

¿Adónde había llegado Stan? ¡Sí! Tenía el revólver… No lograba salir de aquí… Era entonces cuando la cosa se complicaba…

Podía salir de la casa, pasar cerca del hombre que le vigilaba y matarlo.

Pero ya no se sentía con valor para hacerlo. Además, podía haber otros que estuvieran al acecho… Luego tendría que huir, ir Dios sabía dónde…

¡No! Ya no quería verse perseguido, esconderse, temblar todo el día… Estaba cansado. Sin contar con que todo tendría que volverse a empezar luego…

Suponiendo que llegara a Bélgica. No había bastante dinero en casa de los Storm —suponiendo que lo encontrara— para permitirle vivir mucho tiempo. ¡Antes de que le dieran trabajo, le exigirían los papeles!

¿Existía en Bélgica la extradición? Era probable. Seguro que, en todo caso, también allí exigían una tarjeta de trabajo.

Resultado: se encontraría, aunque en otra ciudad, en el mismo punto, exactamente, que en la noche de Les Halles.

¿Cómo se las había arreglado Gregor Ignatieff, que en América vendía drogas prohibidas, había sido perseguido por la policía y había logrado, en París, montar grandes negocios de cine y vivir en el hotel George V? No lo podía adivinar. Pero ya lo sabría. ¡Ignatieff no era mucho más inteligente que él, sino al contrario!

Pero aquél no era el momento de estudiar el caso Ignatieff.

¡Tenía el revólver! Siempre tenía que volver a parar allí. El revólver estaba cargado.

Sintió un escalofrío al pensar que el arma podía no estar cargada, pero desechó esta eventualidad. Si uno tenía que imaginarse lo peor en cada caso y en sus menores detalles…

Pues bien, lo más sencillo sería hacer ruido, después de haber tenido la precaución de esparcir los papeles del doctor. Esto era importante. Le permitiría afirmar después que sólo buscaba documentos políticos, y los franceses, que nada entienden en esas historias de nacionalidades, se lo creerían.

Tira una silla al suelo. Storm se despierta… Su mujer trata de contenerle… No puede; es imposible que él permanezca en la cama si oye a un intruso en su gabinete de consulta… Abre la puerta, prudentemente… Stan dispara…

Lo mejor, lo más prudente es disparar a las piernas. Más arriba, es arriesgado, sobre todo en el vientre… Las heridas en el vientre acarrean a menudo la muerte… Si Storm muriese, el caso adquiriría mayor gravedad…

¡Ya está! El doctor, herido, se arrastra hasta el teléfono. O bien es la señora Storm la que telefonea para avisar a la policía… Stan se deja detener y puede contar con unos meses de tranquilidad, durante los cuales podrá buscar otra cosa.

Tuvo un sobresalto, porque oyó toser a su lado: era la cocinera, al otro lado del tabique. Nouchi no se movía. ¡Era sorprendente sentirla tan inmóvil! ¡Cualquiera hubiera creído que lo hacía adrede y que no dormía!

Aquella idea le encolerizó. ¿Por qué no dormía aquella noche, cuando todas las demás se dormía en seguida y no volvía a despertarse hasta la mañana?

Ella no tenía piedad alguna, ahora lo sabía. ¡Ni corazón! Ella saldría bien librada de todo.

Tal vez esto era lo que más le excitaba: pensar que, aunque a él le sucediera cualquier cosa, incluso lo peor, ella seguiría tranquilamente su camino, con otro, con muchos otros, con quien fuera.

El hombre no importaba; ella se agarraría a su brazo de la misma manera que cuando los dos iban juntos por la calle, y mostraría la misma sumisión aparente, que en el fondo no era otra cosa que indiferencia.

¡Una egoísta! ¡Y le espiaba! La prueba de que no dormía era que, cuando él hacía el menor movimiento, ella contenía la respiración.

Hizo un experimento. Se sentó en la cama, como si quisiera levantarse y ella preguntó en seguida:

—¿Adónde vas?

—¿Yo? ¡A ningún lado! ¿Has decidido no dejarme dormir? Pero ¿qué te pasa?

La odiaba. Tal vez la odiaba más, en aquel momento, que al mismo inspector Mizeri.

—Te mueves sin cesar…

—¿Yo me muevo? ¿Yo?

Respiraba con fuerza. Las aletas de su nariz se apretaban. Ella lo oía, pero no tenía miedo.

¿Es que ella ignoraba, pues, la solución número uno, la del crimen pasional? Era mucho más fácil por el hecho de que ella tenía un cuello largo y delgado, con unos cabellos cortos y sedosos en la nuca.

Se estremeció y volvió a tenderse en la cama con un movimiento brusco. Le dolía el cuerpo, los brazos, las piernas, como al iniciarse una enfermedad grave.

¿Qué debía de pensar ella, acostada a su lado, con los ojos abiertos?

—¿Qué hace ella? —preguntó el inspector Leroy, que comía un bocadillo y bebía un vaso de cerveza.

—No hace nada —contestó Lognon, quitándose el abrigo.

Vio unas gotitas de humedad en sus hombros y observó:

—¡Mira! Empieza a llover…

—¿Dónde te has metido?

—Ahí al lado.

—¿No ha dicho nada?

—Está medio muerto. Tose. Juraría que está podrido por la tuberculosis…

—Hazme subir también algo de beber… ¡Espera! Un bocadillo para él…

Estaban abatidos y cansados. Las oficinas estaban desiertas. No había más que un hombre de guardia cerca del teléfono, al fondo del largo pasillo. Hasta la luz, en esa hora, parecía un polvillo amarillento.

Lo más angustioso era que nunca se podía saber lo que pasaba por la cabeza de aquellos seres.

¡Mucho más sencillo era enfrentarse a un buen granuja, cuyas reacciones puede uno prever, uno de aquellos golfos violentos, por ejemplo, que atracan a una tendera anciana o roban un estanco!

¿Qué hacía Frida Stavitskaia delante de su hotel? ¿Esperaba realmente subir con un cliente, que le diera un poco de dinero?

¡No era la virtud lo que se lo impedía, claro! Pero era evidente que no era esto, que se burlaba de ellos, que tenía otra idea.

¿Y el oso peludo, que había estado tanto tiempo quieto y que de pronto, sin poder contenerse por más tiempo, se dejaba arrebatar por la ira y apuñalaba a su compatriota?

A propósito, ¿qué…?

Descolgó el teléfono.

—Póngame con el hospital Beaujon… Oiga, ¿Beaujon?… ¡Aquí la P. J.!… Hace un rato les han traído un polaco herido de una puñalada… ¿Qué?… ¿Ha muerto?… Muchas gracias…

¡Bueno! ¡Estaba muerto! El comisario sacó una pipa de un cajón, la llenó lentamente y fue a abrir la puerta detrás de la cual Josef Sibirski estaba sentado en una silla, con la gorra en la mano.

—Entra… Siéntate aquí…

El polaco obedecía dócilmente. Lognon daba vueltas a su alrededor, se preguntaba por dónde iba a cogerlo. A pesar de su vestido ajado, de su cabello hirsuto y de su barba de varios días, había en Sibirski cierta distinción. Más extraña todavía era su tranquilidad, o su resignación.

—¡Hemos detenido a tu jefa! —le soltó Lognon.

Era una casualidad, pero había acertado. Aquellos ojos claros se posaron rápidamente en él. El hombre hacía un esfuerzo para conservar la calma, abría la boca, tenía todavía bastante dominio sobre sus nervios, para callarse.

—¡Y a los demás también!… Es decir, casi todos… Tu compinche Yvan ha cantado… ¿Entiendes el francés, no?… Debes de saber lo que quiere decir «cantar»… Se ha «rajado»… Le carga las culpas de todo a la jefa y pretende que es ella la que…

Leroy entró con el camarero, que traía unos dobles y bocadillos. En su silla, Josef temblaba de pies a cabeza.

—¿Qué tienes?… ¿Frío?… ¿Quieres que cierre la ventana?… Toma un bocadillo. Supongo que hace bastante tiempo que no te has llevado nada a la boca, ¿verdad?

El camarero había salido. Leroy se quedó en pie, cerca de la puerta. Con su mano larga, de dedos delgados, Sibirski había cogido un bocadillo de la bandeja y se lo comía lentamente, pulcramente, sin perder de vista al comisario.

Éste, medio sentado en una esquina de su mesa, volvía a empezar, por milésima vez, la comedia tradicional.

—Según la policía americana, que nos ha transmitido su expediente, la mujer es la jefa de la banda… Yo no lo creo. No tiene bastante valor para eso… A propósito, ¿quién se acostaba con ella?… Todos un poco, ¿no es eso?

Pasó un relámpago por las pupilas grises de Sibirski.

—¿Yvan también?… ¡Quizá sea eso lo que más me asombra de todo!… Que una mujer como ella, joven y guapa… ¡Vaya! ¡No es muy escrupulosa que digamos la Stavitskaia…! Puedes tomar otro bocadillo… También cerveza… ¡Tardarás en volver a beberla! ¿Conoces a algún abogado?

Por vez primera, el ex enfermero abrió la boca para contestar y dijo simplemente:

—No.

—¡Y sin dinero! Van a colocarte un abogado de oficio…

—No necesito ningún abogado.

Hablaba con lentitud, buscando las palabras, con una voz dulce.

—¿Por qué?

—Porque no he hecho nada. Si les he seguido, era porque no podía hacer otra cosa…

Contempló las esposas que llevaba flojamente.

—… pero no tienen ningún derecho a retenerme aquí.

El comisario y Leroy cambiaron una mirada. Los dos habían tenido el mismo pensamiento: Lognon había escogido a Josef Sibirski porque le había parecido el menos sólido de todos, aquel a quien sería más fácil obligar a hablar.

Ahora era imposible dudarlo. ¡El hombre era fuerte! Y del género más difícil: el género tranquilo y reflexivo. Escuchaba atentamente las preguntas, se tomaba su tiempo para contestarlas, no se debatía contra la acusación. Contestaba con calma, con una dulzura exasperante.

Después de haber comido, de haber bebido y de pasar por un arrebato de tos, parecía sonreír, contento.

Lognon suspiró. Eran las dos de la madrugada. Ya había avisado a su mujer que probablemente no volvería a casa en toda la noche.

—¿Conoces la ley francesa? El cómplice de un crimen que, por su plena voluntad, denuncia a todos los autores, no puede ser ejecutado. ¿Comprendes? ¿Entiendes bien el francés, no?

A veces dudaba de ello, repetía sus palabras, hablaba lentamente también, destacando cada sílaba.

—Bastante sé yo que no viniste aquí libremente. Pero esto sólo lo sabemos el inspector Leroy y yo. Supongamos que no quieres ser guillotinado como los demás. Te quitamos las esposas. Inscribo en mi informe que hoy, a las dos de la madrugada, el llamado Josef Sibirski se ha presentado espontáneamente a la Policía Judicial y me ha hecho las siguientes declaraciones…

El hombre no se inmutaba.

—Las declaraciones, ya las sabes… Puedo ayudarte un poco… El 15 de diciembre, cerca de Château-Thierry, una camioneta robada en la Porte d’Italie se detiene en el camino conocido por los Eglantiers… Un hombre se queda en el volante… Este hombre tal vez eras tú… En todo caso es el menos culpable, el que saldrá mejor librado… Los otros tres, entre los cuales hay una mujer, se dirigen a pie hacia la granja del matrimonio Gonnet… ¿Me sigues?… Luego, me cuentas la historia de la granja de los Mainsieux… Después, la de…

—No sé de qué me está hablando.

—Tal vez lo sepas cuando hayas reflexionado un poco. Hay leyes en Francia como en los otros países. Y también hay crímenes que indignan más que otros, crímenes tan repugnantes y tan cobardes que dan la impresión de haber sido cometidos por bestias feroces. A estas bestias feroces, nosotros, las matamos…

¡Lo más inaudito era que Sibirski tenía sueño! ¡Se dormía literalmente! Luchaba por conservar abiertos los ojos, pero se notaba que le invadía el torpor del sueño.

—Como quieras… ¡Leroy!… Haz entrar a Frida Stavitskaia…

El otro tuvo un sobresalto, abrió los ojos desmesuradamente, no pudo contenerse y se volvió instintivamente hacia la puerta.

—Mejor dicho, no. Iré a verla a su calabozo. ¿Ya ha comido?

—Todavía no.

—Llévate a éste al calabozo de al lado…

Alrededor de ellos, tres millones de hombres, por lo menos, dormían detrás de las persianas cerradas. ¿Cuántos había que, en aquel mismo instante, hacían el amor?

Cerraron la puerta del calabozo. Leroy, sin convicción alguna, hizo lo que tenía que hacer. Le faltaba la fe. Abrió la puerta del calabozo contiguo.

—¡Venga!… ¡Arriba, de pie, Frida Stavitskaia! El comisario la está aguardando. ¿Me oye?

Frotaba en el suelo las suelas, daba golpes en la puerta, se alejaba haciendo mucho ruido, mientras seguía hablando solo.

En el despacho del comisario no dijo nada. Estaban tan serios el uno como el otro.

—Acaba de telefonearme Janvier —anunció Lognon.

Leroy levantó la cabeza.

—Ella ha concluido por subir con un cliente, un borracho que salía del bar de al lado. ¿Has visto que tío testarudo?… ¡Y el otro, el Yvan, que está suelto, sin un céntimo en el bolsillo, y que seguramente va a hacer algo!… Estoy esperando noticias desagradables para mañana por la mañana…

Las dos y media. Los vasos de cerveza estaban vacíos, pegajosos de espuma.

—Sólo veo una posibilidad: ya que no los podemos dominar por cansancio, ¡detenerlos a todos!… Luego enfrentarlos uno a uno con aquel granujilla… ¿Cómo se llama aquel chico?… ¡Stan! Stanislas Sadlak… ¿Quién está allí hoy?

—Granaudin…

—Otro que hubiera hecho mejor en escoger otro oficio. No me sorprendería que ahora estuviera repasando el Código Penal debajo de su farol… Vete allí… No podéis hacer nada hasta que salga el sol… Cuando la portera saque a la calle los cubos de la basura, subís, el uno por la escalera principal, el otro por la escalera de servicio… Me traeréis el pájaro… ¡Espérate! Tráeme también a la chica… No se sabe nunca…

—Buenas noches, jefe.

—Buenas noches, Leroy.

No había ningún taxi en las inmediaciones. Leroy tuvo que ir hasta el Châtelet, mientras que el comisario decía al hombre que estaba de guardia en el pasillo:

—Ya me despertarás dentro de una hora, si no me telefonean antes.

Luego, por el camino, empezó a deshacerse la corbata.

La llave estaba en su sitio, detrás del tiesto. En el momento de apoderarse de ella, Stan se sobresaltó y se quedó inmóvil un momento, porque se oía sonar un despertador en algún sitio de la casa, seguramente el despertador de un vecino que tenía que tomar un tren a primera hora.

La cocina todavía estaba caliente y en ella quedaban olores de comida. ¡Entre dos cerillas, Stan tropezó con la mesa y hubo un ruido de cristales que entrechocaban!

Jeanne no había lavado la vajilla, y los vasos y platos estaban, revueltos, sobre la mesa cubierta por un hule a cuadros.

Stan no podía saber que la señora Storm no dormía, que no dormía casi nunca, y por eso tenía unos ojos encarnados que parecían los de los conejos albinos. Ya hacía rato que el efecto del soporífero había cesado, pero no se movía. Cada noche se quedaba así horas y horas, acostada de espaldas, escuchando la respiración regular de su marido y aguardando que los ruidos habituales anunciaran el día.

Stan estaba más febril de lo que hubiera creído. A medida que se acercaba a su objetivo, su angustia crecía y se imaginaba nuevos obstáculos que se alzaban a su paso.

¿Y sí el despacho estuviera cerrado con llave?… ¡Hay gente que cierra con llave todas las habitaciones de su piso!

No. No lo estaba. Había alfombras de moqueta por todas partes, de manera que no hubiera sido necesario descalzarse en la puerta de servicio.

La cosa se había vuelto más complicada, mucho más complicada de lo que había pensado. ¿Dónde estaba la mesa que buscaba? En la habitación había dos: una pequeña y otra más grande. ¡Primero el revólver! ¡Luego el dinero!

Porque ahora necesitaba el dinero a toda costa. Se detenía mucho rato entre cada cerilla. Tenía la impresión de oír ruido y era su corazón que latía. Un rayo de luna, demasiado tenue para iluminar, se filtraba entre las hojas de la persiana.

El mueble tenía unas aplicaciones de bronce. Las notó frías bajo sus dedos. Estuvo a punto de hacer caer una botellita, seguramente un medicamento.

Un cajón sin cerrar… Lleno de papeles… No los esparció… Los papeles esparcidos, esto ya era una historia pasada…

¿Cómo no había pensado que un revólver se mete en el cajón de la derecha? ¡Es lógico! ¡Es maquinal! Es la única manera de tenerlo al alcance de la mano.

En cuanto al dinero…

A ver… El doctor cobraba a cada momento, después de haber redactado sus recetas… Por lo tanto, estaba sentado… A veces debía de verse obligado a devolver el cambio de un billete de los grandes… Por tanto, en el medio… Exactamente delante de él…

Algo crujió, sin duda un mueble demasiado reseco. Y la señora Storm, en su cama, escuchaba con los ojos abiertos y las cejas fruncidas.

Muy bajo, en un soplo, llamó:

—¡Helmut!

Pero su marido no se movió. Después, ella se alegró. Había hecho mal. Ella, que tenía miedo de todo, no tenía miedo de la noche. En casa de sus padres, siempre era ella la que se levantaba cuando creían oír ruido en los sótanos, que generalmente era producido por un gato o una puerta mal cerrada que golpeaba.

Sin hacer ruido, se dejó resbalar de la cama y cogió su bata, colocada sobre una silla. Abrió la puerta sin hacerla crujir y anduvo por la alfombra, mientras Helmut Storm, en su sueño, tocaba el lugar que había quedado vacío, se agitaba un instante y balbuceaba, abriendo los ojos:

—¡Hilda!…