«—¡Ya puedes imaginártelo todo, chica! Estaba atestado, como todos los sábados. Acababan de empezar la java; cuando Maurice se levantó y se fue hacia ellos como para invitar a bailar. René ya estaba de pie con ella y debió de verle acercarse. No se atrevió a achicarse y cogió a Germaine por la cintura.
»—¡Dispense! —le dijo simplemente Maurice, haciéndole bajar el brazo con un manotazo seco.
»¡Porque con ella quería entendérselas!
»—No puedo obligarte a bailar, si no tienes ganas. Pero si no bailas conmigo, no vas a bailar con nadie…
»—¡Bailemos, René! —exclamó ella, con aquel tono que tú ya sabes.
»Y mientras René volvía a cogerla por el talle, recibió el puño de Maurice en mitad de la cara, en plena nariz, antes de que supiera de dónde le venía.
»—¡Bruto! —gritó Germaine…».
Stan tenía ganas de golpear el tabique, de suplicar a las dos mujeres que se callaran. Se agarraba la frente con las dos manos, mejor dicho, con los dos puños, y las palabras seguían su curso, en la habitación de al lado. La víspera, la conversación entre las dos había sido más entrecortada, con pausas, sin duda porque la chica más joven, que estaba probando un vestido a la otra, tenía la boca llena de alfileres.
«—¿Qué hubieras hecho tú en su lugar? Yo, le hubiera dicho…»
No sabía en qué piso debían de estar las criadas, ni qué especialidad podía ser la suya: seguramente eran una cocinera y una camarera. Disponían de dos sotabancos, pero a veces estaban juntas en uno, hablando, cuando una de ellas no se ponía a leer en voz alta páginas de novela o revistas de cine.
Stan no había encendido la luz. Lo hacía a propósito. Cuando se sentía crispado, quería estarlo del todo, y nada le crispaba tanto como aquella luna redonda, enorme, reluciente, exactamente encima del techo de enfrente, cuya humedad se secaba poco a poco.
Aguardaba. Él sabía qué. Pensaba. Espiaba. Estaba a punto de tomar una decisión. Se sentía en plena tensión.
Y aquellas dos mujeres, sobre todo la más joven, que había visto por el ojo de la cerradura, sólo hasta la cintura, y que tenía un trasero de chiquilla, pequeño y mofletudo.
«—Yo, en el lugar de René, que no es un cualquiera, hubiera…»
No llegaría nunca a saber lo que hubiera hecho la criadita en el puesto de René, porque se había levantado. Había oído algo.
A fuerza de pasarse horas y horas escuchando los ruidos, llegaba a reconocer el paso de Nouchi desde que ésta empezaba a salir por la escalera de servicio.
Dio dos pasos de puntillas y fue a pegarse contra la pared, detrás de la puerta. Nouchi se acercaba. Andaba de prisa. Siempre sucedía la misma cosa: a medida que se acercaba, sus pasos se hacían más lentos, y a veces hasta marcaba una pausa involuntaria.
¡Él también lo sabía! ¿Había algo que él no supiera? Su nariz se apretaba un poco, no mucho; sus labios, en la oscuridad, esbozaban una sonrisa amarga.
Nouchi buscaba la llave en su bolso, ya que le tenía encerrado. Daba la vuelta al pomo. Luego, sorprendida por la oscuridad, por el rayo de luna que sólo iluminaba un rectángulo del papel de la pared, buscaba el interruptor eléctrico.
¿Qué debía pensar? ¿Que había podido escaparse? ¿Por dónde? Su respiración se hacía entrecortada. Miraba a su alrededor. Debía de oírle respirar. Se volvió hacia él y le preguntó:
—¿Qué te pasa?
—Quise darte un susto.
No pensaba en lo que decía. Estaba obsesionado. Estaba seguro de que, cuando Nouchi lo había descubierto detrás de la puerta, le había mirado con una total indiferencia.
—¡Dame…! —dijo rápidamente.
—No lo tengo.
—¿Cómo?
—No he podido acercarme al despacho en todo el día…
No se disculpaba. No tenía miedo. Con los mismos gestos de todos los días, bajaba el estor, cortado por una línea de polvo, luego se quitaba el vestido negro por la cabeza y, con una sacudida de cada pie se desprendía de los zapatos.
¡Mentía, claro! Seguramente debía de haber tenido la ocasión de apoderarse del revólver, pero no había querido hacerlo. Si aquel mediodía ella se lo había dicho, había sido por sorpresa.
—¿No tiene un revólver Storm? —le había preguntado a quemarropa.
—Sí… Es decir, me lo figuro…
—¡Acabas de decirme que sí!
—Me parece que vi uno en el cajón del escritorio…
—Tienes que cogerlo y traérmelo… Uno no sabe nunca lo que puede sucederle…
Y ella se había inmutado, a pesar de que seguramente se le había ocurrido la idea de que quería suicidarse.
¡No! ¡No se lo creía! ¡Él lo presentía! Ya no le miraba con los mismos ojos de antes.
—No hables tan alto…
Por un instante, las dos mujeres de al lado se habían callado para escuchar. ¡Si empezaban a contar por todo el barrio que un hombre y una mujer hablaban en alemán, por la noche…!
—¿Me lo traerás mañana?
Prometió sin prometer.
—Procuraré.
—¿Qué habéis comido esta noche?
—Escalopas empanadas.
—¿Y antes?
—Ya no me acuerdo… Huevos…
—¿Y después?
—Una rodaja de piña en conserva… ¿No te has afeitado?
—¡No!
Era una mala señal. Ella le había proporcionado una navaja, jabón, una brocha. Sabía que cuando no se afeitaba, cuando le agradaba tocarse las mejillas rasposas, tener las uñas sucias, era que los pensamientos negros le agitaban más que nunca.
Él también lo sabía. ¡Mejor que ella! Hasta sabía dónde estaba el límite extremo para contenerse. Hubiera podido probar de hacerlo, cambiar de ideas, pero precisamente en aquel momento era cuando estaba más furioso.
—¿Qué han dicho?
—Nada… ¿No te acuestas?… No han hablado de ti…
Estaba muy cansada. Cuando había sorprendido sus pasos por el pasillo, Stan no se había engañado. Había vacilado, de verdad. Casi había tenido miedo. ¿También ella era víctima de la influencia de la luna que se adivinaba aún detrás de la cortina?
Durante horas y horas vivía en la suave atmósfera de la habitación, con la amable señora Storm, a la que adivinaba inquieta sin atreverse a confesárselo. Luego, minutos más tarde, se encontraría encerrada en aquel sotabanco, cara a cara con un Stan cada vez más exaltado.
—¿Fuiste hasta la esquina? ¿Está el hombre?
—Sí.
—Escucha, Nouchi…
—¿Qué tengo que escuchar?
Se acostaba, sin ganas. Stan quedábase en pie, sin desnudarse.
—Habría un medio… ¿Cuánto dinero puede haber en casa de los Storm?… Debe de ir cobrando los honorarios a medida que visita a sus pacientes… Pongamos unos miles de francos… Los cogemos… Tú coges el revólver… Pasas delante y, una vez junto al tipo aquél, que ya te conoce, lo tumbas de un tiro… Las calles están desiertas… Tenemos tiempo de huir, de correr hasta una estación, tomar un tren…
—No.
Ya no se indignaba. Decía no, de aquel modo, crudamente, y ello no cortaba en seco la discusión. Stan se quedaba mohíno, buscaba otra idea para agarrarse a ella y la encontraba, porque nunca le faltaban motivos de inquietud.
Cogió el bolso de Nouchi y, a pesar de ser muy pequeño, se cercioró de que no contenía el revólver. También registró los bolsillos de su gabardina. Sin levantarse de la cama, ella le miraba con indiferencia.
—¿Estás tranquilo, ahora?
¿Tal vez había creído que Nouchi era capaz de matarle para quitárselo de encima? Ya ni lo sabía. Necesitaba una salida para la angustia que le oprimía hasta el punto de cortarle la respiración.
—Escúchame, Nouchi… Hay una cosa que tú no sabes, que no te he dicho nunca…
Representaba mal ese papel. Antes era más fácil, porque Nouchi le creía; ahora se contentaba con esperar, resignada.
—… Cuando te dejé, sin un céntimo, en aquel café de la Rue Montmartre…
—¡Ya me has contado la historia del taxi!
—Pero ¿y luego? ¿Sabes lo que hice luego para llevarte dinero, de la manera que fuera, al hotel donde te había dicho que me aguardaras?
—¡Acuéstate!
—Tienes miedo de saberlo, ¿no es verdad? ¡Pues bien! Telefoneé a la policía, al inspector Mizeri, que me había llevado hasta la frontera una vez… Le dije…
Las aletas de su nariz se apretaban, se apretaban, pero aquella vez no era una cosa natural y ella se daba cuenta.
—¡Necesitaba dinero!… Delaté a la banda de Frida… ¿Me comprendes, ahora? Frida lo sabe, y los otros de la banda también…
Ella repetía, suspirando:
—¡Acuéstate!
¡Qué más daba lo que hubiese hecho! ¡Ahora estaba allí!
—¿Me detestas? ¿Quieres que vaya a hacerme matar? ¿Quieres que me mate yo mismo, para dejarte vivir tranquila entre tu señora Storm y su marido?
—Tengo sueño, Stan…
Él pasó por encima de ella y se acostó, vestido, arrimado a la pared. La escena no había tenido éxito. No había llegado a conmover a la muchacha. Nouchi tendía el brazo para apagar la luz.
—Buenas noches…
Se estremeció al pensar de pronto que tal vez ella tenía una idea, que tal vez ya lo habían decidido todo entre ellos, allá abajo. ¿Cómo harían para sacárselo de encima?
«Un buen consejo, chica: cuando un hombre te diga esas cosas, vuélvele la espalda. Es un tipo que no sirve para nada…»
Las dos criadas, al otro lado del tabique, seguían contándose sus cosas, con satisfacción, golosamente, como si comieran dulces o se atracaran de pasteles. No pararían hasta que el sueño las venciera.
Ni el uno ni la otra dormían. Stan pensaba en el revólver y se preguntaba cómo iba a utilizarlo. Con los ojos cerrados, era fácil montar proyectos, rechazarlos, pensar en otros cada vez más terribles, más complicados y difíciles.
A su lado, Nouchi contemplaba la oscuridad de la habitación, en la que los rayos de luna se filtraban a través de la cortina.
Antes, siempre dábale compasión. Era algo más que compasión. Creía en Stan. Su padre, que era tan cínico y cruel con todo el mundo, había declarado:
«¡Este chico irá lejos!… A menos que por el camino no se detenga en la silla eléctrica…».
Esto pasaba en América. A Nouchi no le gustaba América, porque nunca había conseguido llegar a hablar inglés correctamente.
¿Por esta razón había seguido a Stan hasta Europa? ¿No sería más bien porque su destino era seguir a un hombre, a cualquier hombre, luego seguir a otro, y quizá luego a otro?
Su hermana sabía lo que quería: su obsesión era ganar bastante dinero para comprarse una casa en el campo y tener hijos.
En cuanto a Nouchi, eran sus pasatiempos mucho más vagos y su ideal, si tenía alguno, era poderse sentar, a las cinco de la tarde, bien vestida, calzada con elegancia, en un salón de té lleno de música y de perfumes… ¡Pero no en Nueva York!
La señora Storm hubiera podido vivir de aquel modo, si hubiera querido, si hubiera sido menos obesa, si le hubiera sido más fácil moverse.
La propia Nouchi, si se quedara en casa de los Storm… El doctor quería mucho a su mujer, era capaz de hacer cualquier cosa para no darle disgustos.
Pero, a pesar de todo, era un pasional. Nouchi lo había conocido en seguida en sus ojos. Detrás de las gafas, eran el equivalente de las aletas de la nariz de Stan cuando se apretaban. En Storm, eran las pupilas que de pronto se le quedaban fijas, con un relámpago más vivo… Y también aquel calor, aquel fluido que despedía su mano cuando la ponía encima del hombro de Nouchi…
Diez veces, veinte veces al día… Se inclinaba sobre ella… y le decía:
—Mi querida Nouchi…
Y se paraba en seco. Nouchi estaba persuadida de que, aunque no dijera nada, la señora Storm no dejaba de darse cuenta. Por otra parte, estaba segura de que, sin Stan, la cosa se hubiera resuelto fácilmente y que a la señora Storm, en el fondo, no se hubiera dolido de aquella solución.
Nouchi hubiera pasado a ser a la vez secretaria y señorita de compañía. La hubieran vestido de una manera agradable y el anciano matrimonio se habría rejuvenecido. Por lo demás, la señora Storm habría cerrado los ojos. Sabía que ella ya no servía para el trato con su marido y que Helmut, de un modo u otro, se vería obligado a engañarla.
Stan se agitaba. Dormir con él era muy pesado porque no cesaba de revolverse, y, cuando por fin se dormía, mal aplomado, su respiración oprimida producía una verdadera obsesión.
Aquella noche, no procuraba conciliar el sueño. Pensaba por su cuenta. Los dos pensaban. Cada uno procuraba adivinar los pensamientos del otro.
La idea del revólver debía de atormentarle, porque con él siempre sucedía lo mismo. Durante una semana había hablado por lo menos diez veces al día de sus famosos «cinco mil francos». Desde aquel mediodía, le tocaba el turno al revólver. Sabía dónde hallarlo. Todavía no había pensado en el partido que podría sacar de él.
—¿A dónde vas? —se asombró.
Nouchi se había levantado para coger la llave que había dejado en la cerradura y que deslizó debajo de su almohada.
—¿Qué haces?
—Nada.
—¿Tienes miedo que me escape? —inquirió él, sarcásticamente, adivinando sus gestos en la oscuridad.
Eran las once. En una vasta sala llena de centralitas telefónicas, dos hombres en blusa gris comían un poco y otro llevaba puestos los auriculares.
Un enorme plano de París ocupaba toda una pared y, en aquel plano, se encendía a veces una señal eléctrica. Casi al mismo tiempo, uno de los numerosos puntos encarnados de la centralita brillaba a su vez.
—¡Diga!… ¿Acaba de salir su furgón?
La señal eléctrica anunciaba que un furgón atestado de agentes acababa de salir a toda prisa del cuartelillo de policía de la Rue des Abbesses.
En el cuartelillo, donde el café se calentaba sobre la gran estufa, el sargento contestaba:
—Una llamada de Saint-Ouen… Una pelea entre polacos, en la zona…
El hombre de los auriculares se volvió hacia sus colegas, que seguían comiendo.
—¡Escuchad! ¿No hay una nota de la P. J. a propósito de Saint-Ouen?
Uno de los dos se levantó y hojeó las notas de servicio colgadas en un clavo.
—Tienes razón… Hasta las doce de la noche, avisar al comisario Lognon en su despacho. Pasadas las doce, telefonearle a su casa, Marcadet 18-23.
—¡Oiga!… ¿Policía Judicial?… El comisario Lognon, haga el favor… Aquí, la central de la Policía de Urgencia… El furgón de la Rue des Abbesses acaba de salir con dirección a la Porte de Saint-Ouen, donde se ha producido una pelea entre polacos…
El comisario se puso el abrigo, apagó la lámpara de pantalla verde, bajó la escalera y atravesó el patio, donde algunas losas todavía estaban mojadas. Su taxi siguió los bulevares iluminados de Montmartre, se hundió por unas calles negras y se detuvo al cabo de poco ante el cafetín donde el inspector Janvier, que aquella noche vigilaba a Yvan, estaba de guardia. El inspector no estaba. Un coche de la policía estaba parado un poco más lejos, en la sombra. Unos uniformes se movían.
—Comisario Lognon… ¿Qué pasa?
—Una puñalada, por aquí…
Entre las barracas, los callejones estaban a oscuras. En las tinieblas se oía un rebullir, se sorprendían cuchicheos.
—¿Es usted, jefe?… ¡Eh, vosotros! ¿Y la ambulancia?
—Pronto llegará…
—¿Qué ha pasado, Janvier?
—No lo sé, jefe… No quieren decir nada… El bruto se ha ocupado de arrojar la lámpara al suelo… Venga a verlo…
Empujó la puerta de una cabaña de tablas de madera y paseó por el interior el haz de su pila eléctrica. En el suelo, una lámpara de petróleo, de cristal azul con filetes dorados, una vieja lámpara estilo Luis Felipe, que los polacos habían encontrado quién sabía dónde, se había roto, y el petróleo se había esparcido.
Una mujer estaba allí de pie, flaca, lívida, apretando sobre su pecho un chal negro y, enfocada por el haz de la pila, miraba hacia adelante con los ojos muy abiertos.
—No sabe ni una palabra de francés —gruñó Janvier.
El haz se desvió hacia la izquierda. Entre unas cajas vacías, entre montones de trapos, había unos niños que parecían formar un ovillo. Una chiquilla lloraba. Un bebé dormía. Un chico miraba fijamente la luz con ojos de gato, como su madre.
—Son siete… Me pregunto si todos son de ellos… Los utilizaban para pedir limosna en los mercados…
Proyectando por fin su lámpara sobre otro rincón de la habitación, Janvier gruñó:
—¿Te duele?
Había un hombre sentado, flaco y de pelo rojo, sin chaqueta. Tenía una mano apretada sobre el pecho y su camisa desabrochada estaba empapada en sangre.
No contestó.
—¿Tampoco entiendes el francés, tú?
Encima de la mesa había unas botellas, un pedazo de pan, un residuo de queso. Se veía también una silla caída por el suelo, una silla con respaldo de terciopelo, con el asiento sin tapizar.
—Estaban todos aquí, como las demás noches. Yo vigilaba la choza desde lejos. Oí ruido. Vi cómo la luz se apagaba. Antes de que hubiera llegado, un hombre salió corriendo y se metió por el primer callejón; primero quise perseguirle, pero me llevaba demasiada ventaja. Volví atrás y me encontré con éste en el mismo estado en que ahora está. El cuchillo está encima de la mesa. Es el mismo con el que comían…
Oyóse un ruido de frenos y unos hombres que se acercaban.
—¡Vamos! ¡Levántate! ¿Puedes andar?
El polaco herido los miraba como un animal, con la mano pegajosa de sangre, apoyada sobre la herida.
—¡Vamos!… ¡Levántate!…
La mujer, sin una palabra, sin un gesto, les vio marcharse. Los niños no se movieron. No podía llegarse a saber cuántos ojos había agazapados en las tinieblas, a su alrededor.
—¡Ven! —dijo Lognon, preocupado, metiéndose entre la barraca y el coche de la ambulancia.
Una enorme luna estaba suspendida encima de los techos de plancha ondulada o de cartón alquitranado.
En el taxi que les conducía a la Bastilla, el comisario Lognon se había contentado con proferir:
—Yo creo que ahora van a moverse… Están acorralados por el hambre… Leroy acaba de telefonearme que ha visto a Sibirski en la Rue de la Roquette…
Janvier, que había tenido un hijo la semana anterior, deseaba terminar lo antes posible. Hacía quince días que había cerca de veinte hombres que se relevaban detrás de los polacos, a través de un París que proseguía su existencia indiferente, veinte funcionarios franceses, casados en su mayoría, que vivían unos en pisitos de la ciudad y otros en pabellones de los suburbios.
—¿Le ves?
—Todavía no.
El comisario y Janvier seguían a pie la Rue de la Roquette, donde unas sombras ocupaban ciertos umbrales. Sólo habían echado un vistazo a la Rue de Lappe, con sus bailes con iluminación roja o violeta.
Tal vez fuese en uno de ellos, o en un dancing de Montmartre, donde se había desarrollado la famosa escena entre Maurice y René que tanto excitaba a las dos criadas.
Stan todavía no se había dormido. Nouchi tampoco. En la habitación de enfrente se había encendido y apagado la luz, y el criado había puesto su pantalón bien plegado debajo del colchón.
Unas nubes de un blanco luminoso subían poco a poco al asalto de la luna, y ya habían invadido más de un tercio del cielo.
—¿Es éste su hotel?
—Sí, jefe. Tal vez ella haya salido…
El comisario Lognon también estaba nervioso. Sobre todo a causa del cansancio porque la cosa duraba ya demasiado, pero también se mezclaba en todo un poco de inquietud.
Con aquellos extranjeros, ¿quién podía saber las reacciones que iban a producirse?
—¿No es él, el de allá abajo?
Un hombre de corta estatura se ponía de puntillas para ver por encima de la parte esmerilada de los cristales de un café.
—¡Ya voy!
Janvier se alejó. Los dos hombres se estrecharon la mano y volvieron juntos.
—¡Está allí! —anunció Leroy.
—¿Qué hace?
—¡Nada! Se calienta.
—¿No ha bebido nada?
—Creo que le sería muy difícil. No tiene ni un céntimo en el bolsillo. Entró y se quedó plantada delante de la estufa. No sé lo que debe haber respondido al amo, cuando éste le ha preguntado qué iba a tomar, pero el caso es que la dejan estar…
Los tres permanecían de pie en la acera.
—¿No le dijo nada Sibirski?
—¡No! Pasó dos veces por delante del hotel. También él tiene mala cara. No la vio. Sigo preguntándome si no habrá una señal convenida en la ventana, por ejemplo una manera determinada de correr los visillos.
Alargó el encendedor al jefe, que acababa de sacar un cigarrillo.
—¿Cree usted que será esta noche?
Nouchi había decidido no cerrar los ojos. Estaba determinada a ello porque Stan fingía que dormía, se esforzaba en mantener una respiración regular, y luego, de pronto, retenía el aliento para escuchar si ella dormía.
Entonces ella hacía trampa a su vez, respiraba con un ritmo tranquilo y transcurrían nuevos minutos.
¡Ahora ya le conocía demasiado bien! Antes, creía que a veces le sucedía aquello de sentirse preso de la necesidad irresistible de hacer ciertos gestos, creía que en aquellos momentos estaba inconsciente y que era como una especie de vértigo que le dominaba.
Porque luego se volvía otra vez amable y cariñoso. Hasta le pedía perdón, cuando había roto algo, o cuando la había pegado.
Explicábale, con abatimiento:
—Compréndeme, Nouchi… Nunca he tenido padres, ni amigos, ni patria… No he tenido juventud… No he tenido nada… A veces me invade como un frenesí destructor y no puedo contenerme…
¡No era verdad! ¡Lo hacía adrede! ¡Cuidaba, cultivaba sus arrebatos!
¡Y en aquel mismo instante —ella no lo ignoraba—, estaba preguntándose qué fechoría estaba dispuesto a cometer!
—¿Duermes? —susurró él.
No le contestó. Pero él también la conocía y ya sabía que ahora era capaz de hacer trampa.
Suponiendo que pudiera apoderarse del revólver y encontrar el dinero… ¿Y qué más?… Y sobre todo, ¿después de aquel qué más?… Una cosa que le gustaría mucho hacer: matar al inspector Mizeri.
¿Aceptaría éste otra entrevista? ¿Precisamente en la taberna de la Rue des Petits-Champs?
Stan estaría allí, comiendo morcilla, bebiendo Beaujolais. No mostraría en seguida sus intenciones.
—¿Ha traído mis cinco mil francos?
Y el dueño estaría detrás de su mostrador, escribiendo la minuta en la pizarra…
—Oiga, señor inspector. Usted me ha tomado por un…
¿Tendría primero que matar al hombre de la esquina? ¿Tal vez también a Nouchi, si intentaba contenerlo?
¡Tenía que matar a alguien, en todo caso! Luego, si lo cogían, hacerse el inconsciente, para evitar la guillotina. O pretender que era un crimen político. ¿Qué era mejor?
Estaba seguro de que ella no dormía y empezó a odiarla.
—¡No te muevas de ese modo! —dijo, huraño.
¿Es que se movía? ¡Tanto daba! Delante mismo de él, al otro lado de la pared, la cocinera dormía, porque él se había fijado en que, cuando las dos mujeres se separaban, era la voz joven la que se alejaba. Sólo unos treinta centímetros les separaban. De vez en vez, se oía crujir un muelle de la cama.
Si había trabajado durante toda la vida, debía de tener ahorros. Algunas de esas criadas viejas no tenían confianza en la Caja de Ahorros y preferían guardar el dinero en el colchón…
Si Nouchi no hubiera estado allí…
Lo que sería fácil, en todo caso, sería volverse, cogerla por el cuello sin hacer ruido y apretar con todas sus fuerzas. Con dos minutos y medio o tres bastaría…
—¡Échate atrás!… —gruñó, dando un golpe de lado.
Era verdad que lo hacía adrede. Hubiera podido calmarse, pero buscaba cuidadosamente los pensamientos más excitantes. Tenía calor. Le dolía la cabeza. Le entraban unas ganas incontenibles de echarse a llorar.
—¿Qué piensa usted hacer, jefe?
—No sé.
—¿Quién está en Passy?
—Clémont.
—¿Y el Barón?
—Julien me telefoneó que había ganado cuarenta francos en las apuestas mutuas.
—Cuidado…
La puerta del cafetín se abría. Frida Stavitskaia salía con lentitud, con dignidad, volvía a cerrar la puerta, miraba a su alrededor buscando al inspector encargado de vigilarla.
No tardó mucho en ver a los tres hombres en la otra acera.
—¿Qué es lo que ha comido hoy? —preguntó el comisario, en voz baja.
—Nada…
Los tres estaban un poco pálidos. Fumaban, con las manos en los bolsillos.
—¿Qué hace? —murmuró Janvier.
Frida atravesaba la calle, se paraba para evitar un auto y volvía a andar. Se acercaba a ellos y era inútil querer disimular.
En aquel momento, la luz tenía curiosos efectos. Frida tenía una mejilla iluminada por la luna, una mejilla fría y dura, mientras que la otra parecía ablandada por los rayos amarillos de un farol cercano.
Sólo estaba a tres metros, a dos metros de ellos. Era alta, todavía hermosa.
Ellos hundían las manos en los bolsillos, nerviosos, y mascaban la punta de sus cigarrillos.
No podían suponer lo que ella quería hacer. Aguardaban. Y ella, contoneándose, seguía acercándose, más cerca, lo más cerca posible, y se les quedaba mirando con una ironía feroz, desesperada.
Cualquiera hubiera creído que iba a hablar, a gritar, a desencadenar un alboroto. ¡Pues no! Se echaba a reír, con una risita nerviosa, maligna, volvía a pararse para mirarlos. Seguía andando, se volvía y se dirigía por fin hacia la Rue de Lappe.
Se quedaron un momento inmóviles, con la garganta seca. Janvier miraba fijamente la acera. Lognon esbozaba una mueca.
—¡Vamos! —suspiró, para romper el hechizo.
¡Detrás de ella! ¡Era necesario! Sibirski rondaba por el barrio. El coloso peludo había burlado su vigilancia. Kellermann, según las últimas noticias, se había metido en un restaurante de chóferes, había comido copiosamente y se había marchado sin pagar.
En cinco alquerías, en menos de dos años, varias personas, sobre todo ancianos —una vez un niño de ocho años, que se había puesto a gritar en mal momento— habían sido asesinadas a hachazos.
Janvier tragó saliva.
—¿Qué cree que va a hacer?
Ella sabía que la seguían. Ellos no se escondían. Y todos, en un bando como en el otro, se sentían poseídos por el vértigo de concluir.
En los umbrales de los hoteles había mujeres que esperaban. La Rue de Lappe tenía un color morado. Janvier sabía que, en aquel momento, a su hijo se le estaba amamantando.
Nouchi hacía un esfuerzo para no dormirse, pensaba en la llave que tenía debajo de la almohada, tratando de convencerse que, si Stan intentaba quitársela, ella se daría cuenta.
La señora Storm, que hacía una semana que sufría de insomnio y de palpitaciones, había tomado dos comprimidos de soporífero.